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El Dios que la ciencia no puede atrapar

00:15 (12-10-2010) | 26

Si la localizasen y la atrapasen…, dirían que no es alma pues sería material. Esta


contradicción no muestra la existencia del alma. Lo único que demuestra es que, en caso
de existir un alma espiritual, la experimentación empírica sobre nuestra materia
neurológica no es método que sirva para cazar el alma. Y algo parecido ocurre con la
controversia sobre la existencia de Dios.

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Pedro-Juan Viladrich

Cada poco, algún astrónomo nos asegura, escudriñando las grandes magnitudes, que no
encuentra a Dios en el big bang del universo, ni en lugar alguno de su incalculable
expansión, salvo alguna ley física, como la gravitatoria, la cual existe por azar o por
necesidad. Y, en el ínterin, algún físico subatómico, tras rebuscar en las mínimas
magnitudes, nos afirma que no existe Dios porque tampoco está allí donde ya no queda
sino lo definitivamente minúsculo, ambiguo y caprichoso: ora longitud de onda, ora
cierta consistencia, ora al azar, ora por necesidad.

Me deja perplejo este discurso científico. Parece dar por supuesto –como un dogma
infalible– que la manera de seccionar, de toda la realidad existente, aquella que se deja
atrapar por la verificación empírica es la única forma de conocer y, además, todo lo que
existe. Mucha pretensión es esa. Es como si, por aplicar a la Pietà o a Las Meninas
todos los más avanzados instrumentos que poseen las modernas ciencias empíricas,
consiguiéramos localizar y atrapar dentro de la escultura o del lienzo al íntimo Miguel
Ángel y al completo Velázquez. El autor no está encerrado dentro de su obra como la
última muñeca de una matrioska.

La obra no es la cárcel del autor. Entre el autor y su obra siempre media una distancia
irreductible –y una libertad del creador– por la sencilla razón de ser ambos de naturaleza
sustancialmente diversa. Si uno quiere conocer a fondo a su madre o a su amada, por
ejemplo, hará bien en considerar que los datos de un análisis hematológico, de un
escáner o de un tac, aun siendo exactos, no le desvelan ni lo más profundo ni lo más
importante de esos seres queridos. Porque el amar es otra forma de conocer y mucho
más profunda, por cierto. Quien ama lo sabe sin leer a Max Scheler.

Resulta un descubrimiento muy antiguo –sobre 2500 años– que el discurso intelectual,
que concatena sus pasos mediante la verificación empírica, no es el único modo de
conocer y que, sobre ciertas realidades –como la intimidad del hombre o el sentido de su
existencia– ni siquiera es el más profundo. Está en nuestros primeros clásicos, por
ejemplo en el Fedón de Platón. Allí se cuenta una entrañable anécdota, de Sócrates.
Parece ser que siendo joven, decepcionado de tanto charlatán sofista, andaba buscando
un maestro que con rigor pudiera enseñarle la verdadera causa de las cosas.

Oyó hablar de que un tal Anaxágoras afirmaba saber “lo que pone todo en orden y la
causa de todas las cosas” y se hizo seguidor suyo. Gran decepción. Anaxágoras era sólo
un empírico. Que las causas de cada uno de los actos que realizo –gruñía Sócrates–
tenga por explicación final “que mi cuerpo se compone de huesos y tendones, que los
huesos son duros y tienen articulaciones…, en tanto los tendones tienen la facultad de
ponerse en tensión o relajarse… y que el balancearse de los huesos en sus coyunturas,
los tendones con su relajamiento y su tensión hacen que sea capaz de doblar los
miembros y que ésta es la causa de estar aquí sentado” le pareció a nuestro Sócrates un
ejemplo de pedante ceguera. Es una potencia espiritual, “una fuerza divina”, añade
literalmente, la que me permite gobernar huesos y tendones de mi cuerpo para sentarlo
como se debe con mis amigos.

Es –concluye Sócrates– “el bien y lo debido lo que verdaderamente ata y sostiene todas
las cosas”. La lección es que la amistad y sus actos –como sentarse a charlar con los
amigos– no tiene por causa explicativa final una descripción anatómica, la descripción
empírica de cómo se articulan huesos y tendones. De la misma forma que el amor
humano, que usa de todo nuestro cuerpo para conmoverse y manifestarse, no es en su
esencia y en su integridad un simple chute de neurotransmisores, un cóctel bioquímico
mitad azar mitad necesidad. Ni los que lo sostienen en la teoría, aceptan en la vida real
ser amados de esa guisa. Ni nunca les será posible fabricar verdadero amor con la
ingesta de cuatro píldoras. Me temo que algunos científicos actuales, dada la
complejidad de las actuales especialidades, no han tenido tiempo para darse una vuelta
por los clásicos en humanidades.

El problema del método empírico no es la reducción del objeto observado a experiencia


sensible, sino la pretensión de que el conocimiento resultante es el único conocer
posible de la verdad y sobre toda la realidad. Esa pretensión no es empírica ni científica,
precisamente, sino filosófica y, dentro de ésta, se parece demasiado al materialismo
puro y duro. Resulta, por ejemplo, chocante que ciertos neurólogos nieguen la
existencia del alma espiritual de la persona humana por la razón de que no la encuentran
dentro del cerebro, pese a los enormes avances en el conocimiento actual de este
órgano.

Si la localizasen y la atrapasen…, dirían que no es alma pues sería material. Esta


contradicción no muestra la existencia del alma. Lo único que demuestra es que, en caso
de existir un alma espiritual, la experimentación empírica sobre nuestra materia
neurológica no es método que sirva para cazar el alma. Y algo parecido ocurre con la
controversia sobre la existencia de Dios. ¿De veras podemos suponer que el método
científico es, de suyo, capaz de atraparlo? Porque si no puede atraparlo, tampoco puede
ni afirmarlo ni negarlo con aquella certeza “científica” propia de las cosas que son
materiales y experimentables, localizables y mensurables.

Ahora resulta que el universo es demasiado colosal para haber sido creado y, en
consecuencia, resulta más a la medida de la mente humana suponerlo fruto del azar y la
necesidad. Podría estar de acuerdo si me interesase un dios fabricado por el hombre a su
medida.

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