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Lumbres de otoño

8 Noviembre 09
 Jose Jiménez Lozano.

Cada vez es más corto el tiempo de rastrojera, en el otoño; es decir, el tiempo en que
proseguían las raíces de la mies segada, antes de la siembra. Y cada vez que se
comprueba una cosa así, se comprueba igualmente que también son más raras las
fogatas y hogueras otoñales hechas con aquellas pajas de los rastrojos o incendiando
diariamente estos mismos. Y, como tampoco se duerme ya en las majadas, lo que a lo
mejor resultaba muy romántico para los lectores bucólicos, pero casi siempre era muy
incómodo para los pastores, tampoco se encienden ya lumbres junto a las que dormir y
que desde lejos eran como incandescentes rosas en el lugar sobre el que había caído un
pequeño meteorito o una estrella. Aunque, desgraciadamente, pese a todos los adelantos
y a los cantautores y magos políticos, gentes hay –y no pocas– que tienen que dormir a
la intemperie porque otro cobijo no tienen, y precisan encender un pequeño fuego
siquiera para aliviar el escalofrío que se siente cuando va a romper el día.
Pero felices son esas gentes si tienen que encender una hoguera porque tienen algún
pequeño cultivo y éste exige madrugones, o realizan ese pequeño cultivo despreciando
unas pequeñas energías que pueden parecer ridículas, pero que, según la tradición
hortelana, garantizan la exquisitez de los tomates, que únicamente se consigue
sembrándolos junto a una pared de barro que guarda mucho sol o una pared que deja
pasar el calor del hogar de dentro de la casa y por eso mismo era y es un lugar muy
codiciado para la charla campesina. De otro modo será difícil que los tomates no se
hielen o adelanten como es de esperar, si estaban plantados en esa solanilla o en el
invernadero, en el que a veces no alcanza a algunas plantas el velo del papel aceitado o
encerado, o el del plástico, o, si el invernadero era acristalado, había cristal roto en
alguna parte. Pongamos por caso como el cristal que estaba también roto en casa de la
patrona de don Antonio Machado en Segovia, que era toda una recia reliquia.
El caso es que una fogata o un cristal roto también tienen sus sonoridades en el alma, y
la iluminan, la confortan, o la hieren. Incluso pueden trastornarla. Ricardo III ofrecía su
reino entero por un caballo, pero no creo que pueda ofrecerse más barato un vaso de
agua en tiempo de calorina, o una taza de caldo y, desde luego una lumbre, cuando el
frío nos atenaza. Entonces damos por cualquier calorcillo no sólo un reino, hasta nuestro
yo y nuestra ánima. O traicionamos a quien más queremos. De esta pasta estamos
hechos, y más vale no andar con disimulos ni retóricas; y al menos hay un abril –ese
mes que inaugura tan devastadoramente el poema de Elliot «La tierra baldía»–, en el
que el calorcillo de una hoguera en noche fría, y de pesar y miedo, sedujo a un hombre,
y le llevó a la traición.
Pero hay muchas clases de hogueras y muchas clases de lumbres, de manera que
podríamos decir que ofrecen un calor muy distinto, y tenemos que hablar de ellas
distintamente; y si no las hay las recordamos como las iluminaciones de los «Libros de
Horas» de nuestra infancia y adolescencia, o las brasas que nos quedan más adentro en
nuestra memoria y nuestro corazón, y cualquier chispita las reviven, y siguen ofreciendo
esa sensación tan indefinible y admirable que no cualquier fuego es capaz de producir.
Y esto es lo que llamamos «el amor de la lumbre», o cuando de una lumbre puede
decirse que nos ofrece amor, que es una calidez de los adentros y una muy exacta tibieza
corporal, y no acertamos a retirarnos de ella. Si alguien ha tenido conversación o ha
hecho lecturas en su compañía, no podrá olvidarlas. No todas las personas, ni todos los
libros, resisten una conversación o una lectura al calorcillo de esas brasas.

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