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La dicha de Saturno

Escritura y melancolía en la obra de Juan José Saer

Julio Premat
Université de Paris 8
A Pichón Garay
Agradecimientos y advertencia preliminar

Diego Alonso, Daniel Balderston, Mercedes Blanco, Florencia


Garramuño, Cristina Iglesia y Graciela Villanueva me alentaron a
terminar este trabajo y resultaron ser interlocutores generosos. Ina
Salazar y, de nuevo, Florencia Garramuño, llevaron a cabo lecturas
preliminares del manuscrito.

Primeras versiones de algunas páginas del libro fueron publicadas


en revistas y volúmenes colectivos (ver bibliografía).
Indice

Leer a Saer, 7
Notas, 26

Primera parte: Un universo melancólico


1 - Preámbulo sobre el término, 30
Notas , 37
2 - Edipo en la Zona
2.1 - Del lado del padre, 38
2.2 - Del lado de las madres, 70
Notas , 91
3 - Melancolía y nacimiento de la escritura
3.1 - La melancolía o la sombra del objeto, 94
3.2 - El homo melancholicus (extrañamiento, demencia), 108
3.3 - “Un lugar desierto y calcinado” (substancias, paisajes), 131
3.4 - La tribu melancólica, 150
Notas, 164
4 - La dicha de Saturno (conclusiones I), 170

Segunda parte: Una escritura melancólica


5 - Autorreferencialidad y sentido
5.1 - El relato, 177
5.2 - El lenguaje, 206
5.3 - “El escritor no es nadie” (figuras de autor, autobiografía),
217
Notas
6 - Tradición, saber, reescrituras, 244
6.1 - Orígenes (El entenado), 253
6.2 - Pampas (La ocasión), 261
6.3 - Mitos (El limonero real, La ocasión, La pesquisa, Las
nubes), 269
6.4 - Realismos (Lo imborrable), 281
6.5 - Investigaciones (La pesquisa), 288
6.6 - Lecturas, autolecturas, 299
Notas, 307
7 - El retorno de la historia: la dictadura según Saer, 314
Notas, 340
8 - La metafísica de la modernidad (conclusiones II), 342
Notas, 359

Bibliografía

Obras de Juan José Saer


1.1 – Corpus, 360
1.2 – Otras obras, 360
Bibliografía crítica, 362
Bibliografía general, 373
Leer a Saer

Llamamos libros
al sedimento oscuro de una explosión
que cegó, en la mañana del mundo
los ojos y la mente y encaminó la mano
rápida, pura, a almacenar
recuerdos falsos
para memorias verdaderas.
Juan José Saer

Para introducir el presente proyecto de lectura de la obra de Juan


José Saer voy a citar a Borges y a señalar la relativa escasez de
estudios consecuentes sobre el tema elegido, es decir que voy a
ceder a dos figuras habituales en los ensayos literarios argentinos
por un lado y en las convenciones críticas por el otro. La cita de
Borges se refiere a la definición del libro clásico, definición que
cierra Otras inquisiciones: “Clásico no es un libro (lo repito) que
necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las
generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con
previo fervor y con una misteriosa lealtad” (Borges 1985b: 191). El
“previo fervor” y la “misteriosa lealtad” que en cierta medida son
ajenos al libro clásico en sí pero que condicionan por antelación las
maneras en que será leído, pueden extrapolarse a toda la recepción
crítica de la literatura, en la medida en que ciertos horizontes de
expectativa, ciertas problemáticas en auge en tal o cual período,
ciertos protocolos ideológicos del pensamiento metaliterario, llevan
a cabo una selección que fija, no un canon en el sentido de lo
valorado o reconocido, sino una escala de intensidad de lo legible.
Por diversas razones, una sociedad, una institución, una tendencia
académica, percibe como ultravisibles y descifrables ciertos textos y
prácticas literarias; por su adecuación con preocupaciones
preexistentes, la obra determina así su recepción. O sólo se leen
exhaustivamente los textos predefinidos como emblemáticos (si no
'clásicos'), partiendo de la base de que todo significa y que todo
permite avanzar en un conocimiento más amplio que el ejemplo

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analizado. Son los 'grandes' escritores los que merecen estudios de
ese tipo (y en primera línea Borges, el ultraleído), lo que presupone
que las figuras marcantes y las obras trascendentes reflejan una
generalidad o van a influir en ella. Borges, en sí, es susceptible de
resumir la literatura. No sé si Saer puede representar la literatura
argentina de su período (o la literatura a secas), pero a pesar de todo
creo que es mejor comenzar por el conocimiento de lo singular para
intentar, luego, una generalización que se sustente en trabajos
textuales previos. Es un saludable principio metodológico: analizar
una producción como si fuese toda la literatura, es decir someterla a
todas las preguntas posibles, y entonces constatar cuáles textos son
los que resisten.
En todo caso, la obra de Saer parece ser, hoy en día, poco legible,
aunque se la considere como una de las más coherentes en la
literatura argentina contemporánea. Porque a pesar del lugar que,
desde hace pocos años, Saer ocupa en las librerías, universidades y
medios argentinos, el balance crítico de su obra es
sorprendentemente escaso (si se lo compara con, por ejemplo, los
estudios dedicados a Puig, a Walsh o a Cortázar cuando tenía la
edad que Saer tiene hoy en día). Las diferentes razones que explican
esta situación tienen que ver con una conjunción entre ciertas
características de la obra y la evolución del pensamiento crítico en
Argentina y en Estados Unidos fundamentalmente. Por un lado, la
producción saeriana incorpora en el trabajo del escritor y articula en
la dinámica de la recepción una impregnación imaginaria y una
coherencia subjetiva que suponen una reintroducción fuerte del
sujeto en la literatura (sujeto en tanto que autor como en tanto que
dimensión afectiva), presencia del sujeto desdeñada en la crítica
textual, cultural y sociológica. Por otro lado, los fundamentos en sí
de construcción del corpus son los de una obra — otra categoría
denostada: unidad espacial, repetición de personajes,
prolongaciones argumentales, recurrencias temáticas,
preocupaciones metafísicas y estéticas uniformes, y sobre todo
escritura en última instancia de una sola y única novela. El sujeto y
la obra son, pienso, un marco quizás anacrónico y sin embargo útil
para aprehender los sentidos y alcances de esos textos. Pero si

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hojeamos muchos trabajos sobre Saer, vemos que se pone de relieve
en ellos un autotematismo reflexivo y un funcionamiento estructural
(la literatura como lugar de definición de una práctica cultural
colectiva), una integración en ciertas tendencias filosófico-estéticas
de la producción contemporánea (la fenomenología, el Nouveau
roman), una participación en las relecturas de la historia (los
ensayos sobre El entenado proliferan, de manera desproporcionada
si se tiene en cuenta la escasez de estudios dedicados a grandes
novelas como Glosa), una redefinición de géneros (la novela
histórica y la novela policial), una práctica intertextual invasora; o
sea que se lo lee sistemáticamente dentro de sistemas
preestablecidos que, no por ser válidos, dejan de ocultar la
singularidad o la visibilidad del objeto. En un artículo de 1993
Beatriz Sarlo señalaba las limitaciones que algunos conceptos
críticos estrictos imponían en la comprensión de los relatos de
Saer1; esta lúcida constatación se refería al estatuto de los
personajes pero puede percibirse como un cambio en la recepción
de la obra2. En Francia, significativamente, en donde ha perdurado
una tradición de estudios inmanentes de la obra literaria (el
proverbial análisis textual), ya que la francesa es una tradición
reacia a las novedades 'foráneas', es allí entonces en donde la lectura
de la obra ha sido más intensa. Somos varios críticos los que hemos
estado trabajando la textualidad saeriana en los últimos años. En
1987, Raquel Linenberg-Fressard defendía una primera tesis en
donde se integraba parte del corpus saeriano (Linenberg 1987), y
que se ha prolongado con una serie de publicaciones. En 1994 Silvia
Larrañaga-Machalski presentó a su vez una tesis sobre el conjunto
de la obra y en 1995 Joaquín Manzi defendió otra (Larrañaga 1994,
Manzi 1995b)3. Estos trabajos, así como los diferentes artículos que
he ido escribiendo desde 1992 y que son borradores y acercamientos
sucesivos a este libro, se caracterizan todos por una práctica de
lectura panorámica y detallada, para realzar las especificidades del
proyecto a partir de sus objetivos estéticos y formales, pero también
de la carga imaginaria y metafísica que lo fundamenta.
En otra perspectiva, digamos que el proyecto en sí del escritor,
por su amplitud y complejidad, es de difícil percepción sintética, no

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sólo entonces por inadecuación con expectativas o principios que
excluyen las pautas conceptuales que son el autor y la obra, sino
porque la coherencia y los fundamentos de lo escrito no se dejan
encasillar sin un largo trabajo de desciframiento. Tautológicamente,
Saer resulta poco legible porque no se lo lee (o no se lo ha leído).
No hay que olvidar, tampoco, la amplitud del corpus: dieciséis
libros de ficción, cuatro volúmenes de ensayo, uno de poesía, a lo
largo de cuarenta años de escritura (de En la zona — 1960 — a
Lugar — 2000), lo que supone, dentro de la estrategia de
amplificación, reescritura, autointerpretación, dispersión y
modificación de un único texto, que cada etapa, que cada libro,
propone una nueva perspectiva sobre el conjunto, abre una nueva
lectura de lo ya escrito (Gramuglio 1986: 266). En este sentido,
aunque se puede identificar hitos y bifurcaciones importantes en el
conjunto (Cicatrices en 1969 como inicio de la obra madura, El
entenado en 1983 como retorno a la inteligibilidad del relato), es en
1994 con la publicación de La pesquisa que el proyecto cobra una
coherencia 'legible' (coherencia que, de más está decirlo, se sigue
transformando con los libros publicados luego — o por publicarse
en el futuro). O sea que la obra, caracterizada por una definición
problemática y progresiva de un sentido huidizo, ha alcanzado hoy
una transparencia de la que carecía hasta hace pocos años.
En realidad, en un peculiar juego de reflejos, las dificultades para
'leer a Saer' tienden a subrayar la problemática más aguda en sus
textos: una relación dramatizada con el sentido. Sin lugar a dudas, el
punto de partida es una percepción dubitativa de la posibilidad y
límites de la representación literaria. Ya en 1984 María Teresa
Gramuglio planteaba las dos preguntas centrales en la obra: “¿Qué
contar? ¿Cómo hacerlo?”, señalando que a partir de la crisis de la
representación esos interrogantes se transforman hasta exceder los
“límites de una poética para alcanzar una dimensión cognoscitiva,
de índole estética y aun metafísica: la pregunta por el sentido, y, en
definitiva, la pregunta por lo real” (ibidem 283). Lo real y el sentido
que se perciben como horizontes fuera de alcance y que imponen,
creo, el primer gesto necesario en la lectura de Saer: la
interpretación. Porque la incertidumbre y el escepticismo sobre las

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posibilidades de significar y de representar no deben transformarse,
mecánicamente, en un relativismo crítico; al contrario, la
dramatización de la transmisión, los valores trascendentales
atribuidos al acto de enunciación, me alientan a intentar 'realizar' los
textos, es decir desplegar de la manera más coherente y lógica
posible las líneas de sentido que los atraviesan, sean cuales fueren
los riesgos de reducción, empobrecimiento o simplificación. El
objetivo de nuestra disciplina, el conocimiento reflexivo de la
producción literaria, supone también comenzar por el conocimiento
del objeto, por la explicación de la génesis o surgimiento de un
ejemplo, como un camino para la generalización (y no imponer
siempre la serie o el sistema al objeto). Por supuesto, interpretar
implica agregar una construcción exterior al texto en sí, por lo que
requiere un trabajo fastidioso de lecturas cruzadas, identificación de
recurrencias y de analogías, acumulación de precisiones
conceptuales, con el fin de reducir la digresión aberrante o la
proyección subjetiva; pero es, también, un paso esencial para leer,
en el sentido más inmediato y utópico: el de conocer el texto.
Para elegir el trazado eventual de un recorrido interpretativo, la
descripción es un primer paso aceptable. Por lo pronto, la crispación
arriba comentada sobre la representación y sus incertidumbres
permite recordar algunas características de la obra saeriana. El
centro — o, como veremos y paradójicamente, uno de los centros —
de esos textos es, sin duda alguna, un interrogante acerca de la
comunicación literaria4, lo que se manifiesta en varios niveles
distintos. Antes que nada, con una agudización de la forma, tanto en
la exposición de mecanismos complejos de construcción, en la
elección de estructuras sofisticadas de articulación narrativa, como
en los metadiscursos del escritor que definen, repetidamente, el
trabajo del autor en tanto que labor de resolución técnica: búsqueda
de 'innovaciones' y de una forma verdaderamente expresiva.
Además, las ficciones saerianas se caracterizan por un exuberante
autotematismo, es decir que no sólo exponen sus modalidades de
construcción, sino que acumulan imágenes de la propia creación,
integran una distancia interrogativa frente a lo dicho, introducen
personajes de escritores, citas y una amplia serie de mecanismos

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intertextuales y autorreferenciales que son, todos, una
ficcionalización del acto de escritura y una estrategia que convierte
cualquier elemento del relato en símbolo reflexivo de su propia
génesis o existencia5. Después de pocas y simples operaciones
interpretativas, todo en Saer significa, como una serie de espejos
enfrentados, el acto literario. Por último, y consecuentemente con la
búsqueda de una forma y una exposición autorreferencial obsesiva,
la percepción y la descripción tienen, como es sabido, una función
esencial, en la medida en que la percepción y la descripción
cristalizan los intentos de aprehensión fidedigna del mundo sensible
por el sujeto y su eventual transcripción discursiva en la obra. La
literatura de Saer es una literatura que enfrenta a un individuo con el
mundo, a través de la pantalla tenue del lenguaje. Esa confrontación
puede inscribirse, en una primera lectura, en la órbita del
autotematismo; al acto de escribir se lo interroga gracias a la
transcripción de lo más elemental y nimio: la percepción, los
sentidos, el contacto con las substancias de la otredad material.
Pero la omnipresencia de lo perceptivo, el despliegue de
sensaciones, el contacto con las substancias, también están
sugiriendo otro núcleo de la obra (u otro 'centro') que es la
importancia atribuida a lo pulsional en la construcción literaria. Es
decir, no sólo la presencia intensa de corrientes afectivas de todo
tipo, la impregnación fantasmática coherente, la importancia de la
sexualidad y de lo imaginario en esos procesos de representación,
sino también un elemento del proyecto que, en la perspectiva
autotemática arriba resumida, implica una afirmación constante de
lo literario como lo que escapa a la razón, lo que se asocia al cuerpo
y al fantasma; es lo que Saer denomina las 'pasiones' del escritor.
Este aspecto es fundamental, no sólo en la aprehensión de esta obra
sino en toda dinámica de lectura: la dimensión pulsional o
imaginaria de la representación literaria no puede excluirse ni
ponerse de lado como una coordenada sin importancia (o una
coordenada que se autoabastece y autodelimita, y que por lo tanto
no interviene en otros aspectos del objeto estudiado). Es esta
dimensión afectiva lo que vuelve 'legible' el autotematismo, la
problematización de la representación literaria, la búsqueda

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incesante de una forma. No hay literatura sin transformación del
fantasma en texto, y sin el intercambio inconsciente entre autor y
lector. En el caso peculiar de Saer, la interpretación de lo imaginario
y pulsional de la obra se impone, también, porque la incorporación
del 'otro escenario' que resulta ser el universo familiar y extraño del
inconsciente, forma parte del proyecto de escritura y de la definición
de la literatura que el escritor da, no sólo refiriéndose a su obra, sino
a todos los textos. Veremos cómo esta afirmación se confirma en el
estudio de sus relatos; por el momento quiero simplemente destacar
la obsesiva recurrencia con la que Saer repite la idea de un origen
pulsional de la creación, origen al que le atribuye el predominio
sobre cualquier otro elemento. Un ejemplo de los muchos que
podrían citarse:

Esa supuesta totalidad que nos propone la razón, por obedecer en forma
exclusiva a sus intereses pragmáticos, desemboca necesariamente en
ideología. [...] La totalidad del arte no es de orden ideológico sino
pulsional. El artista no adhiere a la causa del irracionalismo sistemático
sino que pone a prueba, en la multiplicidad de sus pulsiones, el
racionalismo imperante. La obra de arte es una especie de móvil en el que
el sentido cambia de intensidad y de lugar a cada lectura, ya que también
la lectura es una actividad pulsional. Sería un error grosero pretender que
leemos una obra de arte literaria con el intelecto y únicamente con él. [...]
Obviamente, no hay obra de arte que agote las pulsiones del artista ni que
prescinda por completo de elementos de organización racional, pero
podemos desde ya estar seguros de que más fascinante e imperecedera será
una obra cuanto más grande haya sido el abandono del artista a sus
pulsiones (Saer 1989a: 107).6

A la crisis en sí de la representación contemporánea se le agrega una


dimensión inédita de incertidumbre sobre el sentido; o sea lo que se
deduce de la espectacular integración de lo pulsional en la
percepción de la literatura. Así como el sujeto aparece, desde Freud,
como una entidad escindida, y así como el sentido, a partir de las
interpretaciones de sueños, se define como un proceso de
simbolizaciones múltiples sin clave final, la creación y la recepción
aparecen marcadas por una multiplicidad de niveles, por una
proliferación de sugestiones, por una movilidad sin punto de

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llegada. La problematización del sentido, que fue el primer
elemento de una descripción generalizante de la obra de Saer, no se
fundamenta sólo en la consabida crisis de la representación y la
puesta en duda del instrumento de comunicación que es el lenguaje,
sino que también integra la otra cara de la razón, el trasfondo
pulsional de cualquier actividad humana.
Otro elemento que merece ser destacado ahora es quizás el más
evidente y sin embargo no es el menos complejo: me refiero a la
coherencia general del proyecto. En la medida en que la crítica
saeriana tiene, a pesar de lo dicho, una tradición ya prolongada, y en
la medida en que la obra ha circulado (circulación favorecida en
estos últimos años por una política de reediciones exhaustivas por
parte de Seix Barral), doy por conocidas las características más
anecdóticas del conjunto, las recurrencias argumentales y
espaciales, la reaparición de personajes, las particularidades a la vez
referenciales e imaginarias de la Zona. Pretendo ir más allá de la
presentación de las pautas generales y las articulaciones más
explícitas — lo que es un gesto indispensable para, otra vez, 'leer a
Saer' en tanto que autor merecedor de un recorrido textual detallado.
Pero estas aclaraciones y restricciones no impiden que la voluntad
de escribir una obra que se presente como una unidad, la de
establecer un diálogo intenso con la propia producción, la de agotar
las posibilidades de variación, reescritura y amplificación, merecen
ser interrogadas. En un artículo reciente Saer comenta el proceso de
escritura de La pesquisa, afirmando que una de las primeras
dificultades que tuvo fue la adaptación de ese nuevo proyecto a lo
que el escritor denomina su “manera”, es decir la afinidad con los
textos precedentes (que son los que deben generar los
prolongamientos futuros). El proceso de génesis de La pesquisa
estuvo marcado por un “sentimiento de culpa”, justamente por el
carácter aparentemente transgresivo de la intriga principal (una
historia policial situada en París); sólo la “evidencia liberadora”,
que se le impuso un día y que consistía en reconocer, por debajo de
lo diverso, “el eterno retorno de lo idéntico”, le permitió continuar
sin trabas la redacción del libro (Saer 1999a: 157-158). Dejando de
lado los numerosos ecos interpretativos que esta confesión de

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dificultades suscita (teniendo en cuenta el argumento de la novela y
sus ramificaciones en las ficciones precedentes de Saer), ante la
rigidez normativa en sí del proyecto y la imperiosa obligación de
escribir siempre 'lo mismo', no se puede sino suponer que algo
importante se repite, que esa unidad implica la enunciación
progresiva (y constantemente impedida) de 'eso' que resulta ser la
motivación esencial y la justificación profunda del proyecto
narrativo. Por lo tanto, la coherencia de la que se trata va más allá
de espacios, argumentos y personajes por supuesto, coherencia que
también es asociable con la problemática del sentido. En cada etapa
encontramos la búsqueda de un contenido huidizo, la aparición
sistemática de algo indecible y a veces aterrador, así como un
pesimismo que destruye y borra la expresión, para reconstruir, más
lejos, las coordenadas de un conflicto silencioso. Estos elementos
conllevan una representación recurrente de los orígenes y puestas en
escena fantasmáticas muy intensas. Ahora bien, si hay una evidente
repetición en los episodios de la obra (repetición que no es
únicamente, insisto, espacio-temporal ni argumental), no resulta
para nada claro, en una primera lectura, qué es lo que se repite, qué
gesto, qué relato, qué escena están así puestos en la primera página
y en la última de esa unidad anhelada.
Si las tres características más espectaculares de la obra de Saer
son, primero, la coherencia espacio-temporal, temática y afectiva
que remite entre líneas a un elemento inicial fuera de alcance y al
objetivo de una unidad imperiosa; luego, la intensidad de lo
pulsional y sensible, tanto en relación con el cuerpo y la sexualidad
como con la percepción y la materia; y por último, la
omnipresencia, en alguna medida contradictoria con lo anterior, de
un autotematismo que lleva a transformar cualquier elemento en
reflexión o imagen del proceso de creación literaria, el objetivo
sería, para iniciar la lectura interpretativa, encontrar los caminos que
articularían los tres aspectos. O sea que explicarían una poética que
se opone al realismo con la creación de un espacio 'artificial',
construyéndose con y concentrándose en intentos de representación
de lo real en su dimensión más elemental — la materia, el espacio;
una poética de lo real entonces, que pareciera, en última instancia,

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sólo hablar de sí misma, de las condiciones y límites del
surgimiento del texto, a partir de una autonomía solipsista de la obra
literaria; o una poética de lo real que ocultaría un fondo pulsional
virulento, dispuesto siempre a irrumpir y desdibujar las coordenadas
de esa misma realidad (como la recurrente temática de la demencia
en el corpus lo prueba). Otra visión de lo mismo: cómo conciliar dos
corrientes contradictorias que atraviesan la obra; por un lado un
'deseo' de forma, una adhesión plena a la literatura como
experimentación, confrontación con problemas narrativos; por el
otro, una exposición permanente de pulsiones, de lo sensible-
perceptivo que diluye toda certeza, es decir puestas en duda de la
forma o una negación del sentido en su dimensión de exposición
lógica ordenada. Forma pura y pulsiones invasoras: el sentido es
siempre, en todo caso, un horizonte fuera de alcance. Entre
autorreferencialidad interrogativa, “antropología especulativa”7,
autonomía conceptual, corrientes pulsionales y realismo sui generis,
vemos que la literatura está situada en el centro de una visión
problemática del mundo y del hombre.
El esbozo de descripción sintética de algunas características del
corpus sugiere, entre líneas, algunas preguntas. Primero la ya
formulada y que sería el objetivo metodológico de toda
interpretación dialéctica, es decir de toda interpretación que no se
plantee como objetivo la construcción de un sentido en sí mismo y
para sí mismo: ¿qué vínculos existen entre la exposición formal, el
autotematismo, la intertextualidad, la reflexión metaliteraria
incluida en la ficción y el resto de los componentes de los relatos (y
en particular las pulsiones y las repeticiones arriba definidas)?
¿Cómo se articulan las obsesiones perceptivas y las recurrencias
fantasmáticas? ¿En qué medida la rigidez del proyecto (el respeto
compulsivo de la coherencia inicial) dialoga con lo narrado (con las
peripecias argumentales) y con los contenidos imaginarios de los
textos? Es decir y resumiendo, ¿qué relaciones podemos establecer
entre las 'pasiones' y las 'ideas' de Saer? (Por prudencia
metodológica — y no por pose paradójica —, notemos que el
nombre 'Saer' no remite a una persona biográfica, sino a una
instancia construida por los textos, la del sujeto común de todos los

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enunciados, la del organizador de las etapas de la obra, la que se
perfila en tanto que responsable de las diferentes elecciones
narrativas, la que sirve de denominador común a recurrentes
construcciones fantasmáticas. No se trata de interpretar a un hombre
sino ficciones, aunque más no sea por la incertidumbre de cualquier
otra posición ante el problema).8 Las preguntas arriba formuladas,
en alguna medida retóricas, son útiles porque delimitan entonces lo
que debería ser el punto de llegada: una hipótesis sobre las
justificaciones racionales e ideológicas de las representaciones
pulsionales tanto como una interpretación de las corrientes afectivas
que determinan las preferencias formales y estéticas. O sea que el
objetivo — quimérico — de 'realizar' el texto gracias a un recorrido
interpretativo se sitúa del lado de la lectura (de una figura virtual y
no empírica de la lectura).
Antes de formular las principales hipótesis que sustentan este
trabajo y que se deducen de las afirmaciones precedentes, la
definición de una práctica interpretativa permite llevar a cabo un
balance metodológico. A partir de la trilogía lacaniana Real-
Simbólico-Imaginario, Michel Picard delimita tres registros
distintos de la lectura: el leedor (liseur), el lectante (lectant) y el
leído (lu). El leedor se sitúa del lado de lo Real, mantiene su punto
de fijación en el cuerpo y el mundo durante la lectura, arraigando su
experiencia en una confusa conciencia de límites; él ve, ve los
caracteres impresos, las manos, lo que rodea al libro y le atribuye un
marco de realidad que permite construir la dicotomía verdad/ficción,
realidad/literatura. El lectante es el que integra en el juego la
atención, la reflexión, la racionalidad y el razonamiento, la puesta
en obra crítica de un saber, la comparación, el cotejo y la valoración
estética; lo lúdico es de tipo game: su posición lo integra en lo
Simbólico, en el código, en las convenciones y figuras
predeterminadas de la razón. Del lado de lo Imaginario, el leído es
tan infantil, pasivo, alucinado, ingenuo, regresivo como el lectante
era adulto, activo, capaz de tomar distancia, consciente, temporal; su
percepción del texto está dominada por los mismos procesos que
actúan en el sueño: figurabilidad, desplazamiento, condensación; el
leído adhiere a la ficción, gracias a la cual reconoce en parte sus

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habituales fantasmas; el leído "cree" (Picard 1995: 40, Picard 1986).
Esta sugestiva descripción de los mecanismos de lectura, que no
sólo parte de Lacan sino también de las hipótesis de la creación
literaria formuladas por Freud9, tiene la ventaja de incorporar en un
mismo movimiento los dos planos arriba delimitados (las 'pasiones'
y las 'ideas'), no como entes autónomos, sino como elementos de un
mismo proceso o como presencias simultáneas y contradictorias en
el acto de lectura. La interpretación, tal cual me gustaría llevarla a
cabo, sería una puesta en relación de lo que percibe el lectante con
lo que recibe el leído, suponiendo que las características formales,
las preferencias estéticas, los proyectos ideológicos, las elecciones
argumentales, los intentos de control de la obra, son, también, la
otra cara, la fachada visible de lo que se repite, de lo que no se
enuncia, de lo que lee pero no se dice.
La percepción del proceso interpretativo como la puesta en
evidencia de un sistema de correlaciones que asocia elementos
ontológicamente distintos (y que ya era la manera de definir el
sentido en la visión de un Barthes, por ejemplo), tiene la ventaja
también de permitir resolver, pragmática sino teóricamente, los
sempiternos y abrumadores interrogantes que supone la utilización
de una hermenéutica psicoanalítica en los estudios literarios. La
situación en la que un crítico se encuentra hoy en día es paradójica:
por el lado, el psicoanálisis propone una de las pocas teorías sólidas
del proceso de creación y recepción de la obra literaria, de la
creación y recepción percibidas a partir del sujeto y no en tanto que
producción colectiva. Por otro lado, Freud, cuya deuda con la
literatura es inmensa, no sólo utiliza al texto literario como terreno
de ilustración y desarrollo de su pensamiento, sino que retoma el
esquema narrativo en tanto que modelo de exposición lógica de una
teoría científica. Por último, el mismo Freud y la belicosa tradición
intelectual que él fundó, proponen una visión del sujeto, de la
palabra y de los sistemas interpretativos que corresponde en más de
un aspecto a la práctica de la crítica literaria. Sin embargo, en los
hechos, la dimensión pulsional, la sintaxis fantasmática de la obra,
se encuentran recluidas en un lugar aislado — cuando no se las
excluye, lisa y llanamente: las alusiones al saber psicoanalítico son,

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a menudo, el agregado superfluo, el toque final que no agrega nada
(que no determina el mecanismo hermenéutico); son una simple
ampliación, confirmación o reconocimiento postrero de la presencia
de la folle au logis. Esta situación es paradójica porque muchas
teorías actuales, muchos instrumentos de análisis, muchas
convicciones de nuestro sistema de referencias e inclusive — como
es el caso de Saer — muchos productos culturales se construyen o
justifican a partir de una asimilación pragmática de las teorías
freudianas. Pero también es cierto que a pesar de la abundante
bibliografía sobre el tema, los problemas metodológicos que la
relación entre literatura y psicoanálisis plantea son inhibidores (al
menos que, como lo hacen algunos críticos y psicoanalistas, se
integren dimensiones 'inconscientes' en el análisis literario sin
plantearse mayormente preguntas sobre la validez de lo dicho ni
sobre las circunstancias de su emergencia en el texto).
De un punto de vista empírico (el objetivo de estas páginas es
justificar un trabajo y no proponer ningún tipo de teorización), y
simplicando, las primeras dificultades con las que se topa el crítico
no especializado en psicoanálisis pero receptivo a la dimensión
fantasmática del texto, son las siguientes. Primero, el interrogante
sobre la utilidad en sí de ese tipo de lectura, en la medida en que el
psicoanálisis desembocaría en la repetición monótona de las mismas
interpretaciones10. A pesar de un número de variantes posibles,
ciertos contenidos serían comunes a todos los hombres: en ese
sentido las variantes serían más bien una combinatoria que una
verdadera diferencia. Procesos edípicos, pulsiones de muerte, serie
sin fin de desplazamientos de deseo, imágenes de horror que el
deseo reprimido suscita, conflictos con una Ley paterna: ¿para qué
dedicarse a identificar estos elementos en el texto, puesto que ya se
sabe que allí se encuentran? De esta pregunta se deduce la segunda
dificultad: el psicoanálisis podría corresponder a una figura lógica
negativa: la 'traducción' que reemplaza un elemento visible por su
correspondiente latente, y que, de paso, destruye la especificidad
literaria — la singularidad — para retomar un universo semántico
predefinido y conocido — la serie. Sería una amenaza porque
anularía o normalizaría el escándalo, la transgresión, la rebelión del

19
texto literario; tendría los mismos límites que todo sistema
interpretativo finalista. Tercero, y repitiendo lo dicho: el
psicoanálisis ha utilizado a la literatura en tanto que terreno de
experimentación y validación de su propias teorías, construidas a
partir de observaciones clínicas, lo que conllevaría un malentendido:
suponer que tiene algo que decir sobre la literatura. Sólo lo contrario
sería cierto, y el estudio de los textos permitiría, en el mejor de los
casos, avanzar en el conocimiento del inconsciente, pero en ninguna
medida en el conocimiento del texto. Cuarto: al interpretar un texto
desde un punto de vista psicoanalítico, ¿a quién se interpreta? ¿Qué
inconsciente? ¿Se 'psicoanaliza' o 'diagnostica' al autor? Las
objeciones que podrían formularse a esta eventualidad son tan
conocidas que no es necesario enunciarlas detalladamente (la
literatura no es un discurso espontáneo ni la transmisión
económicamente pura de un fantasma sino una construcción en la
que el inconsciente sólo actúa como un elemento suplementario; el
autor proyecta en el texto un 'yo ideal' que falsea los mecanismos de
representación de contenidos inconscientes; se trata de una
interpretación sin confirmación posible porque aislada de un
sistema; qué interés habría en reemplazar a la obra por el hombre,
etc.)11. Por último, y de nuevo en un plano empírico, se constata
que las lecturas psicoanalíticas conllevan algunos objetivos
discutibles, al menos en ciertos críticos: los de poner en evidencia
un secreto, un misterio, una clave — que por supuesto es siempre
'sexual', es decir 'criminal'. No conocer sino encontrar: detrás del
personaje público y honorable, probar la existencia de trasfondos
turbios que, de más está decirlo, explican todo. El chismerío ronda
en textos de este tipo y la tentación de librarse a él es omnipresente.
Algún libro de psicoanálisis sobre Borges cae en la trampa al menos
con un título que alude al “secreto” de Borges; estamos cerca del
enigma de fabricación (¿pero qué sucedió en la biografía de Borges
para que semejante obra sea escrita?), al menos que se trate de un
efecto sensacionalista (¿cuál era el secreto de ese gran hombre, tan
inteligente y tan casto? Lea y lo sabrá...). Por otro lado, ese deseo de
conocer una verdad anecdótica pero sabrosa sobre el autor situado
detrás del texto corresponde a un efecto importante de recepción: no

20
sólo algo que se asemeja a la ilusión referencial, sino que renueva
tardíamente la explicación de la obra gracias a la biografía del autor;
detrás de situaciones, pasiones, pulsiones textuales, se ocultaría una
forma de verdad constituida, verificable: un hombre y su
inconsciente (en vez de los tradicionales 'genio y figura').12
Así planteada, la utilización del psicoanálisis en los estudios
literarios se asemeja a una aporía metodológica. La solución
pragmática comenzaría con una declaración de principios: hay que
intentar situarse en el plano de la crítica literaria y no pretender
repetir otras prácticas interpretativas. Creo que invertir la
perspectiva sería benéfico: no preguntarse cuáles son los contenidos
inconscientes de un texto (contenidos comunes a todo fantasma,
sueño o fantasía), sino preguntarse cuáles son las especificidades en
la representación de esos contenidos. Cuáles son entonces las
particularidades de transformación del fantasma en literatura, cuáles
son las funciones de esos sentidos latentes en la economía de la
obra, en qué medida éstos influyen en elecciones estéticas, formales
ideológicas; o sea, y retomando lo dicho, qué relaciones establecer
entre las 'ideas' y las 'pasiones'. Repito: no la revelación en sí de lo
fantasmático en una ficción, sino la comprensión del proceso que
lleva del fantasma a la literatura. Entre texto y fantasma, no
concentrarse en las similitudes sino en las diferencias, para delinear
así una literariedad. A pesar de la abundante reflexión crítica sobre
el tema, la práctica hermenéutica, quizás bajo la influencia del
placer de interpretar arriba evocado, deja de lado esta perspectiva13.
Porque la literatura no se sitúa en el contenido latente, en la
enunciación de una trama fantasmática, de un deseo, de un
diagnóstico, sino en lo que oculta el secreto, en los términos que
plantean el enigma, en la construcción en sí (o, como lo diría
borgeanamente Saer, en la “forma”, en la revelación que no se
produce). La literatura está en el encubrimiento y deformación del
fantasma, ya que se define como una etapa indispensable para que
ese fantasma supere la esfera individual y constituya un objeto
estético, social, de circulación y comunicación. Por lo tanto, la
monotonía o los riesgos de cierre del sentido pierden importancia,
ya que no se trata de interpretar como un objetivo en sí mismo, sino

21
de insertar esos sentidos latentes en un conjunto, como una fuerza
organizadora y no como una representación indirecta que remitiría a
un referente exterior al texto. En última instancia, el trabajo debe
desembocar en interrogantes formales: ¿en qué medida los
contenidos latentes imponen preferencias narrativas, dibujan
polarizaciones, fijan particularidades de enunciación y corresponden
a las oposiciones y antinomias habituales en el análisis estructural?
¿En qué medida, también, esos sentidos latentes dialogan con
contenidos ideológicos, históricos, culturales del texto? Este punto
de vista justifica que se pueda poner entre paréntesis la 'propiedad'
de los fantasmas que circulan en el texto y que sea posible una
interpretación percibida como un desciframiento de elementos que
cimientan una construcción narrativa.
En todo lo que antecede no se trata entonces de intentar resolver
la dinámica paradójica de la interpretación y de la pluralidad del
sentido, sino de enunciar, con toda la sencillez posible, el punto de
partida concreto y los postulados conceptuales de este libro: su
modesto paradigma de lectura. Si el objetivo explícito es un
conocimiento del objeto (leer a Saer), la exposición de los
fundamentos metodológicos, aunque sean evidentes y relativos, me
parece ser un gesto introductorio indispensable. Desde estos
postulados prácticos y desde cierta posición institucional y espacial
(la universidad francesa) el presente trabajo ha sido realizado.
Volvamos a Saer. Los primeros comentarios sobre la obra
permitieron identificar una tensión lógica (la oposición entre
autotematismo y pulsiones) que va a sustentar la trayectoria
interpretativa y a determinar sus objetivos. Pero lo dicho también
sugería ciertos enigmas que no sólo merecen respuesta sino que
justifican las principales hipótesis de este libro (hipótesis que, el
lector lo habrá adivinado, son de inspiración psicoanalítica). La
hermenéutica psicoanalítica, en este caso y valga la última precisión
sobre el tema, se justifica también en una lógica digamos
intertextual, ya que esa esfera de saber es en la obra de Saer una
fuente de reescrituras, alusiones, ficcionalizaciones, como se lo
podrá constatar a lo largo de los análisis propuestos. Las hipótesis,
entonces. Por un lado, frente a la constatación de un mecanismo de

22
repetición imperativa y a los objetivos de escritura de una novela
única, en la perspectiva de un trabajo hermenéutico cabe
preguntarse: ¿qué repiten los relatos de Saer? Si no hay nada 'nuevo'
en la escena ficcional, si escribir es volver a lo mismo, ¿qué
narración primera, qué imágenes, qué pulsiones, el texto retoma de
segmento a segmento? ¿Hay un 'inicio', una 'escena original', un
'relato primitivo' reproducido en la obra? Y si esa primera página
cifrada existe, ¿qué relación tiene con las construcciones
intelectuales del corpus? Esta serie de preguntas lleva a bosquejar la
primera hipótesis: la que consiste en suponer que Saer reescribe, con
insistencia, lo que podría denominarse 'relatos primarios', es decir
los que el psicoanálisis introdujo en nuestra cultura como
fragmentos narrativos capaces de rendir cuenta de la formación del
hombre en tanto que ser racional y de palabra. Por un lado, las
etapas de diferenciación de una identidad única susceptible de
percibirse a sí misma (el proceso que separa al niño de la relación
dual con la madre) y las etapas del conflicto edípico (diferencia
sexual, deseo incestuoso, competencia, fantasías parricidas, temor
de castración, identificación al padre, aceptación de una castración
simbólica y fin del conflicto). Los orígenes de hombre, que están
determinados por estas dos series de acontecimientos de los cuales
el adulto no tiene ninguna traza en la memoria, ocuparían el centro
del relato primordial que la obra saeriana reproduce. Estos relatos de
orígenes serían asociables a la omnipresencia de procesos de
creación, de una creación percibida como una génesis arcaica, por lo
que implicarían una metáfora mitificante de los orígenes de la
escritura literaria. Por otro lado, la insistente incorporación de la
dimensión pulsional (tanto en las ficciones como en los discursos
metaliterarios del escritor), sugiere una segunda pregunta,
aparentemente ingenua: si las pulsiones son un componente esencial
en la obra, si el logro y la recepción de las ficciones dependen de la
incorporación de capas profundas de la psiquis, si escribir es dejarse
arrastrar por algo que supera la conciencia y la razón, ¿cuáles son
las 'pulsiones' de Saer? Esta pregunta lleva a una segunda hipótesis,
hipótesis que resulta ser el eje de este trabajo. En la versión saeriana
de los relatos primitivos ya evocados, se afirman algunas

23
especificidades: cierta relación con la madre y, por metonimia, con
los valores regresivos asociados a ella; más ampliamente, se percibe
un tipo de relación con el objeto, la otredad, la realidad y la muerte.
Los relatos de orígenes mostrarían una constancia de duelo sin
causa ni fin, de nostalgia indecible, de queja inexplicable, de fobias
de la muerte, de temores de anulación regresiva, y dejarían entrever
también pulsiones agresivas y destructoras. La puesta de relieve de
las circunstancias de esos relatos, junto con un conjunto de otros
indicios, permitirían afirmar que la posición de Saer ante la realidad
y ante la creación es una posición melancólica.
El concepto de melancolía agrupa, en realidad, un conjunto de
nociones distintas y se refiere a modalidades a veces opuestas de
comportamiento, pero precisamente su imprecisión (o su
heterogeneidad) permite a la vez integrar una perspectiva
psicoanalítica en el análisis literario sin excluir prolongaciones
filosóficas, históricas, ideológicas. Efectivamente, con el término
melancolía se denomina, al mismo tiempo, uno de los cuatro
temperamentos de la teorías fisiológicas de la Antigüedad
grecolatina (Hipócrates, Aristóteles), la acedia medieval, una
posición intelectual del artista en el Renacimiento (Montaigne,
Durero), un elemento de la mística española (San Juan de la Cruz,
Santa Teresa de Avila), una visión del mundo en ciertos sistemas
filosóficos del siglo XIX (Schopenhauer, Kierkegaard), un efecto de
la modernidad y el síntoma esencial del mal du siècle (el spleen de
Baudelaire), y sólo en última instancia (en el sentido cronológico),
una estructura de personalidad y un conjunto de manifestaciones
patológicas estudiados por Freud. Pero más allá de las causas que el
psicoanálisis puede atribuirle a los cuadros depresivos, ciertas
constantes temperamentales y digamos metafísicas son comunes a
todos estos ejemplos históricos de melancolía. Varias series de
características, en alguna medida opuestas, se repiten; primero un
'estado de ánimo' que supone ensimismamiento, tristeza, queja sin
razón aparente, obsesiones dolorosas ante el paso del tiempo y la
inminencia de la muerte, presencia inhibidora de la memoria y del
pasado, falta de energía vital, misantropía, y la impresión acuciante
de falta de sentido (o de la existencia de un sentido trascendente

24
pero cifrado) tanto en el discurso como en el mundo. Pero la
pasividad quejumbrosa puede transformarse: la melancolía también
supone una agresividad latente, dispuesta a surgir en brotes de
demencia violentos y un exceso libidinal invasor. En otro nivel de
funcionamiento, el melancólico es también un ser lúcido, ultralúcido
inclusive, comprometido en una dinámica de aprendizaje y saber sin
límites, pero de un saber inoperante, inútil. En última instancia, al
melancólico se le atribuye una conciencia de la verdad: su
pesimismo, su negatividad, se justifican por su percepción de la
esencia de las cosas; por lo tanto, su mirada será irreverente, a veces
humorística y siempre irónica. El melancólico 'sabe' y por lo tanto
no 'cree'.
La melancolía tiene su origen (y su etimología) en la teoría
fisiológica de la Antigüedad, la que, a partir de una suposición de
orden físico (la de una presencia de cuatro humores primarios en el
organismo), permitía esbozar una explicación de comportamientos
(los cuatro temperamentos). El equilibrio, el desequilibrio o la
transformación de los humores rendirían cuenta ante todo de
perturbaciones en el funcionamiento del cuerpo, pero más
ampliamente de la personalidad. La bilis negra, causa del
temperamento melancólico, era el elemento esencial del sistema:
según la tradición pitagórica, se asociaba la Tierra, Saturno (que es
desde entonces el astro de la melancolía), el frío, la sequedad, el
invierno, la bilis negra y el entendimiento. Porque, más allá de lo
físico y del temperamento, la melancolía explicaría nada menos que
el 'genio' de los hombres. Célebre es el inicio del Problema XXX de
Aristóteles, cuando el filósofo se pregunta por qué todos los
hombres de excepción (en filosofía, ciencias del Estado, poesía o
artes) son claramente melancólicos, hasta en algunos casos sufrir de
los males de la bilis negra que la tradición le atribuye a Hércules
(Aristóteles 1988: 83). La melancolía no sólo es una alteración sino
también una excepción, en la medida en que la descripción de la
melancolía en Aristóteles es en sí dialéctica: se trata de un hombre
pasivo que, por exceso de “materia” (por un “residuo”) tiende a ser
capaz de percibir lo “superfluo” (Pigeaud 1981, Padel 1997). Esta
teoría atraviesa los siglos, el Medioevo, el Renacimiento y llega

25
hasta el siglo XVIII; con ella, la melancolía fue integrando
funciones y valores distintos, hasta Kant que la consideraba como
una expresión de lo sublime y como la prueba de un sentido moral
elevado (Klibansky 1989: 27-197) . Paralelamente, y a partir de la
atribución al hombre de 'genio' por Aristóteles de un temperamento
melancólico, el sentido fisiológico se irá transformando en una
'melancolía poética' que se convirtió en la imagen de la creación
artística. Así, una iconografía abundante de la melancolía aparece en
las artes plásticas y una serie de figuras de melancólicos van a
repetirse, las que reproducen esos seres abrumados por un peso de
lucidez excesiva, hundidos en una tristeza sin límites,
comprometidos en un conocimiento y un intento de expresión
imposibles, rodeados por paisajes pedregosos y desolados (el
grabado Melencolia I — 1517 — de Durero es el más conocido).
Estas imágenes ocupan también la historia de la literatura hasta los
inicios del siglo XX, por lo que Jean Starobinski supone que, en la
cultura occidental y durante muchos siglos, “la melancolía fue
inseparable de la idea que los poetas tenían de su propia condición”
(Starobinski 1989: 12, traducción mía)14. El melancólico es el
hombre cuyo espíritu “vuela al cielo en el éxtasis de la intuición
unitiva” aunque también sea el que permanece paralizado y se deja
invadir “por el entorpecimiento y el embotamiento de la
desesperación” (ibidem: 47) . Que hayan o no reivindicado la
categoría de melancólico, esa noción ha servido para encarar la obra
de Montaigne y la de Burton, la de Rousseau y la de Garcilaso
(Orobitg 1997) , la de Cervantes (Redondo 1997) y la de Sartre — la
de Borges espera, quizás, que le llegue su turno. En el cruce de una
fisiología explicativa, la filosofía, la historia de las ideas, la
iconografía y las alegorías de la creación, la melancolía es un
elemento esencial de nuestra conciencia occidental.
Las referencias a una tradición de la melancolía son pertinentes
en la medida en que no es descabellado afirmar que el psicoanálisis
tiene, en nuestro sistema de conocimiento, una función similar a la
que tenían las teorías fisiológicas en boga hasta el siglo XIX: él
también propone una explicación de perturbaciones incomprensibles
que afectan el comportamiento de los hombres. Al mismo tiempo el

26
psicoanálisis plantea interpretaciones y terapias específicas para
enfermos llamados depresivos o melancólicos. Los fenómenos que
los griegos asociaban a un exceso de bilis negra tienen, en la
perspectiva de un psicoanalista de hoy, causas muy diferentes
aunque serán en algunos casos llamados con el mismo nombre: la
melancolía. En la inmensa bibliografía dedicada a la cuestión desde
la Antigüedad, la teoría freudiana introdujo una contribución
importante. Por otro lado, en el caso de la melancolía, el
psicoanálisis presenta una adecuación singular entre sus postulados
generales y el síntoma tratado, puesto que, en la evolución
considerada natural de cualquier hombre, se instaura en un tiempo
primitivo un deseo y un goce en alguna medida legendarios (deseo
por la madre en tanto que objeto universal, estados edénicos de la
vida intrauterina, episodios de placer de la lactancia y de la primera
infancia), deseo y goce condenados a superarse, reprimirse,
elaborarse, reemplazarse: en una palabra, a perderse. El 'mito'
freudiano (si ese mito existe) lleva a cabo un relato de la génesis del
hombre consciente que pasa por una felicidad sin límites, para
significar una separación luego ineluctable. Aun en el caso más
perfecto de desapego, interiorización de la ley paterna,
desplazamientos, inversiones secundarias y sublimaciones de ese
gran deseo fundador, siempre se reencontrarían las huellas de una
nostalgia inicial, los restos de un deseo nunca olvidado, la osamenta
de una pérdida imposible de reemplazar. La muerte en sí es un
horizonte sin representación ni asimilación posibles para el
inconsciente, o sin otra representación que una regresión a una
inexistencia del yo antes de la concepción. Para el psicoanálisis el
destino del hombre es, en alguna medida, melancólico, más allá de
toda consideración psicopatológica: es esta constatación la que
explica, seguramente, que Thomas Mann haya afirmado que el
psicoanálisis es un “modo de conocimiento melancólico” (Hassoun,
1995: 19, traducción mía). Saer despliega una escritura que
prolonga a su manera la melancolía de la Antigüedad, la del
Renacimiento, la del Barroco desilusionado, la del siglo XIX. Su
melancolía no se explica con la teoría de los cuatro temperamentos
pero se expresa gracias a una teoría marcante del siglo XX — y a

27
su manera una teoría mitificante, el psicoanálisis. Sin embargo, el
estudio de la melancolía, a partir de su definición actual, retoma en
parte estudios más clásicos sobre esa actitud vital, desarrollados en
diferentes países y sobre períodos históricos diferentes. El
psicoanálisis propone instrumentos significativos para encarar la
melancolía contemporánea, que parece menos centrada en el cambio
social y la modernidad (como la de Baudelaire, por ejemplo), pero
permite esbozar una figura tradicional renovada: la que concebía al
creador como un hombre aparte, pensativo, imbuido de una tristeza
indefinible, insatisfecho, en busca de un ideal huidizo, siempre
lúcido y sin embargo impotente.

*****

En su debido momento una definición más operativa de la


melancolía será desarrollada. Algunas precisiones suplementarias
para terminar esta presentación. Por lo pronto sobre la organización
del conjunto. Consecuentemente con los objetivos y problemáticas
planteados, la primera parte del libro llevará a cabo un recorrido
interpretativo de la dimensión imaginaria y afectiva de la obra
saeriana, a partir de las dos hipótesis formuladas: un desciframiento
de las modalidades de la Novela familiar, repetida y amplificada de
texto en texto, modalidades que determinan cierta relación con las
figuras paternas y maternas, y una puesta de relieve de la posición
melancólica del sujeto, en su confrontación con la razón, con la
locura y con la realidad, para terminar trazando las características de
un mito personal del nacimiento de la escritura, relativamente
explícito en El entenado pero reconocible en el resto de las
ficciones. Luego, a partir de las conclusiones sobre las 'pasiones',
será posible encarar el estudio de algunas especificidades de la
escritura saeriana; a la vez los fundamentos imaginarios del
autotematismo (el relato, el lenguaje, las figuras de autor) y la
función del saber, la tradición y la intertextualidad que pueden
deducirse en esta perspectiva. Por último, la conjunción de una
escritura pulsional y de una exposición autorreferencial de lo que
constituye el trabajo del escritor, permitirá comprender las

28
particularidades de una representación de la dictadura en la obra. Es
decir que el trayecto crítico propuesto comienza en la esfera más
íntima, para pasar progresivamente a una órbita metafísica (la
posición melancólica ante el conocimiento, la lógica y el mundo),
literaria (la construcción de los textos) y finalmente colectiva (la
visión de una página histórica traumática).
Las premisas de este trabajo imponen una confrontación a veces
ardua de una multiplicidad de textos. Fue necesario establecer una
delimitación coherente y no empobrecedora del corpus, delimitación
que supuso tomar todas las ficciones publicadas desde Cicatrices
(1969) hasta Las nubes (1997), es decir nueve novelas (las dos
mencionadas más El limonero real, Nadie nada nunca, El entenado,
Glosa, La ocasión, Lo imborrable, La pesquisa) y un volumen de
relatos (La mayor). La elección de Cicatrices se justifica por una
certeza difícilmente demostrable aquí, y que presupone que esa
novela implicó una fractura en la escritura, fijando definitivamente
las coordenadas del proyecto narrativo pero también la coherencia
temática y fantasmática de la obra; coherencia y coordenadas que
habían sido esbozadas, por supuesto, desde el primer libro
(significativamente intitulado En la zona, 1960), pero que
desembocaron recién en una forma 'madura' en Cicatrices. La
omisión de los relatos de juventud se justifica por la obligación de
reducir el número de ficciones, aunque al hacerlo se excluya así la
eventualidad de una perspectiva genética y formativa del conjunto.
La decisión de intentar leer todos los textos como una sola novela (y
no alternativamente), impone empero una morosidad en el análisis
que quizás hubiera sido preferible evitar. Melancólicamente, al leer
el resultado final, pienso que resultados parecidos podrían haberse
conseguido trabajando con menos textos (y, por qué no, con sólo
cuatro: Cicatrices, “A medio borrar”, El entenado, La pesquisa);
pienso también que la interpretación cruzada de tantos relatos frena
el impulso interpretativo sobre tal o cual novela (las conclusiones
aparecen de manera dispersa), así como conlleva inevitables
repeticiones; también, en el balance definitivo, tengo la impresión
de que algunos textos importantes han sido mal o insuficientemente
tratados (me refiero sobre todo a Glosa). Pero la validez en sí de la

29
interpretación, es decir la trascendencia de los relatos primarios, la
función central de la melancolía, así como las constantes de ciertas
modalidades de construcción, reescritura y representación, sólo
podían sustentarse sólidamente gracias a un trabajo panorámico y
exhaustivo como el que se propone a continuación. “La repetición,
aquí también, revela la obsesión” afirma lúcidamente Jean-Pierre
Richard refiriéndose a su propia hermenéutica temática (Richard
1961: 25, traducción mía); la confrontación de elementos similares
bajo la aparente diversidad, así como la identificación de aspectos
marcantes en ciertas articulaciones significativas, son la única
certeza dentro de la desorientación metodológica que supone el
gesto interpretativo.

Notas
1. La autora se refiere en particular a la definición del personaje, noción
problemática, para llegar a la afirmación siguiente: “Se dirá: la literatura de
Saer soporta mal esta suerte de re-lectura, alejada de los protocolos críticos
contemporáneos. No lo creo (y en lo que concierne a los «protocolos críticos»,
no quisiera que una tendencia de la ideología académica, por más venerable
que sea, me impida leer lo que leo)” (Sarlo 1993).
2. Un breve pero intenso ensayo de Alberto Giordano tiende a sugerir la misma
apertura, cuando afirma que la “autorrepresentación”, la “autorreferencia” y el
“trabajo reflexivo”, aunque sean instancias constitutivas de la narración en
Saer, no la agotan (o que la narración “por ser literaria, las excede") (Giordano
1992: 13).
3. Ambas tesis exponen, como telón de fondo de la representación paradójica de
lo real y de las corrientes filosóficas que atraviesan el corpus, el conflicto con
el sentido en tanto que conflicto esencial de la obra saeriana (y que será,
también, uno de los ejes de mi propia interpretación). La de Joaquín Manzi en
particular desarrolla un análisis de algunos puntos que serán tratados aquí y
llega a conclusiones que, siendo diferentes, no contradicen las mías (Manzi
1995b: 261-328). En el momento de corregir este manuscrito llega a mis
manos un libro interesante publicado en España (Bermúdez 2001). Nótese la
existencia, en Estados Unidos, de varias tesis que integran algunos textos de
Saer en un corpus variado (cf. bibliografía crítica).
4. Como lo afirma Graciela Montaldo, cuando identifica, en el núcleo de
problemáticas básicas de la obra de Saer, “una que se dramatiza o ficcionaliza
en todos sus textos y que, quizás, reúne y engloba a las demás: es la

30
teorización acerca de la escritura y la búsqueda permanente de un discurso que
dé cuenta de la complejidad de lo real" (Montaldo 1986: 65).
5. Gerald Prince utiliza el término de 'autotematismo' para aludir al predominio
del tema del relato en la ficción contemporánea, en la cual el contenido central
del mensaje sería el mensaje en sí. Más que de una innovación, se trataría de
una toma de conciencia, por parte de la crítica, del papel que en todo gran
relato juega la dramatización de su propio funcionamiento, o de la suposición
de que, al fin de cuentas, el único objeto del relato sería hablar de sí mismo
(Prince 1988: 199-208).
6. Otras afirmaciones que desarrollan ideas similares en períodos diferentes: “Lo
que otorga a la obra esa capacidad de persistencia es, me parece, el elemento
inconsciente, porque a menudo sus elementos voluntarios pierden vigencia
histórica. La permanencia de La divina comedia, por ejemplo, no está dada
por los proyectos políticos de Dante sino por la intensidad de sus pasiones”
(Saer 1986: 16); “Narrar no es una operación de la inteligencia sola: es el
cuerpo entero el que la realiza. Y la inteligencia no ocupa, en el todo, más que
un lugar reducido. El medio natural de la narración es la somnolencia. En ese
río espeso, la inteligencia, la razón, se abren a duras penas un camino, siempre
fragmentario, tortuoso, arduo, entre las olas confusas de lo que James llamó
«the strange irregular rhythm of life»” (Saer 1975: 168).
7. Son los conocidos términos que utiliza Saer para definir a la obra literaria (o,
en todo caso, su objetivo más trascendente) en “El concepto de ficción" (Saer
1997b: 16). Nótese que se trata de un intento de conocimiento de carácter no
positivo sino especulativo.
8. Las afirmaciones de Maurice Couturier sobre el tema resultan pertinentes
aquí: “El autor real es, para mí lector, un sujeto muerto que otrora ha deseado
y creado, y que se encuentra reemplazado por el texto en tanto que corpus. La
crítica biográfica pretende devolverle la vida a ese muerto y restituir con la
mayor fidelidad posible su querer decir, sin tener en cuenta el hecho de que
ese sujeto era como cada uno de nosotros un sujeto escindido, capaz de mala
fe. La crítica semiótica, a partir de sus presupuestos psicoanalíticos, que por
otro lado utiliza muy poco en sus análisis, se niega a situarse en la lógica del
querer decir del autor y busca reconstituir el sentido del texto en función de
sistemas semióticos que éste moviliza: convenciones, dispositivos narrativos,
intertextualidad, lengua, etc. Sea cual fuere la manera en que se lo encare, es
por lo tanto ilusorio fundar un sistema crítico a partir de ese autor real”
(Couturier 1995: 242, traducción mía).
9. Y fundamentalmente de “El poeta y los sueños diurnos” (Freud 1972b: 1343-
1348). Nótese que en un artículo interesante Octave Mannoni retoma la
reflexión allí donde Freud se detuvo (Mannoni 1988).
10. Los 'psicocríticos' niegan que exista tal monotonía: “La famosa 'monotonía',
que a menudo se reprocha a las interpretaciones psicoanalíticas, refleja
solamente la sencillez que se les atribuye. Existen tantos Edipos como amores,

31
temores e infancias combinadas” (Mauron 1963: 219, traducción mía); pero en
la práctica la monotonía se deduce de sus propias afirmaciones: “En la medida
en que el complejo de Edipo es un hecho humano universal, no hay ficción, no
hay representación, no hay imagen que no la ilustre hasta cierto punto”
(Robert 1972: 62, traducción mía). Aquí parece definirse una parodia del
célebre silogismo: “Todos los textos literarios ilustran el Edipo, lo que leo es
un texto literario, por lo tanto este texto literario ilustra el Edipo.”
11. Ante este problema, Jean Bellemin-Noël, en 1979 y en un libro que tuvo
mucha repercusión en Francia, intentó resolver la cuestión postulando la
existencia de un 'inconsciente del texto', hipótesis que suscitó virulentas
polémicas y una rectificación terminológica: el crítico habla ahora del "trabajo
inconsciente del texto" y lo concibe en la perspectiva de la lectura (Bellemin-
Noël 1996a). En esta edición reciente, el autor traza, en el epílogo, un
panorama histórico de la emergencia del concepto, situándolo en el contexto
de una puesta en duda del autor en beneficio del texto. Véase también
“Perspectives: le travail inconscient de la lecture. Pour l’auto-transfert"
(Bellemin-Noël 1996b).
12. Maurice Couturier propone leer el texto literario como una 'interfaz' entre
autor y lector, interfaz en donde se pondría en práctica una comunicación
fantasmática, por supuesto, pero también un juego de ocultación, persecución,
revelación y trampas entre las dos instancias (Couturier 1995: 244). En esta
perspectiva, el deseo de interpretar debería ser interpretado también: ¿cómo se
justifica el placer de interpretar? ¿Por qué se leen textos críticos? Desde un
punto de vista de recepción 'íntima', ¿qué relación habría entre el discurso
literario y los metadiscursos? Algunas hipótesis vagas para no quedarse en
interrogantes. El deseo de interpretar podría verse como una
autointerpretación sin consecuencias (es de él de quien se habla, no del yo del
lector) que convertiría a la interpretación en una introspección negada. O
como una prolongación de las reglas del juego implícitas en la lectura, si se
acepta la dialéctica de una ocultación/afirmación: interpretar es tomar el texto
al pie de la letra, de la letra que no dice pero dice a pesar de todo, es hacerlo
decir hasta agotarlo, hasta vaciarlo. O como una rebelión sin riesgos en la
relación desigual autor-lector: el lector, siempre pasivo, siempre sometido al
discurso del otro, se desquitaría revelando secretos y atreviéndose a afirmar
que él sabe más que el escritor.
13. Sobre el tema, véase el manual de Jean Bellemin-Noël, Psychanalyse et
littérature. Allí leo: “El interés de la lectura psicoanalítica de los textos
literarios, lejos de limitarse al desciframiento, comienza con él para enumerar
y desatar los hilos que constituyen el juego de transformaciones; no debemos
detenernos en la ecuación de la metáfora (¿hay algo más insípido que una
equivalencia? al final, siempre encontramos = 0) sino en el proceso metafórico
en sí y en el trayecto de metaforización. No el inventario de símbolos, sino la

32
puesta en práctica de una simbolización. El símbolo no es una clave, es un
trabajo" (Bellemin-Noël 1989: 65-66, traducción mía).
14. El mismo fenómeno se produce para los artistas plásticos, con quizás más
importancia, como lo demuestra el libro de Rudolf y Margot Wittkower
(Wittkower 1985).

33
Primera parte:
Un universo melancólico

1
Preámbulo sobre el término

Non de morte sed de vita meditatur philosophus.


Séneca

La muerte es uno de los grandes 'temas' (en el sentido tradicional y


empírico del término) de la obra de Saer. Si encontramos en los
textos múltiples especulaciones generalizantes, las que aluden a lo
ineluctable de un tiempo arrollador, a la decadencia física, a la
inminencia de un vacío definitivo, son seguramente las más tópicas
y las más recurrentes: "...para mí, que vengo de la nada, y que, por
nacimientos sucesivos, estoy volviendo, poco a poco, y sin
temblores, al lugar de origen" afirma el narrador de El entenado,
trazando letras con su mano arrugada, a la luz insegura de una vela
que está por apagarse como la vida del que escribe (EE 135)1. "En
uno que se moría/mi propia muerte no vi,/pero en fiebre y
geometría/se me fue pasando el día/ y ahora me velan a mí", reza el

30
epígrafe de Glosa, quintilla no desprovista de ironía que Tomatis
escribe y lee en una novela en la que aparecen los primeros
síntomas de la crisis depresiva del personaje (GL 120-122). Los tres
amigos que conversan en La pesquisa logran, gracias al enigma
policial narrado por Pichón, olvidarse del tiempo que los atraviesa:
"...durante un par de horas han obligado a las fuerzas que tiran hacia
lo oscuro a quedar fuera de sus vidas, sin dejar de saber ni un solo
instante que, en las inmediaciones, dispuestas como siempre a
arrebatarlos, esas fuerzas palpitan todavía" (LP 172). El doctor
Weiss, en el último período de su vida, constata un alivio parecido
en una carta citada en las primeras páginas de Las nubes: "El
instante, respetado amigo, es muerte, sólo muerte. El sexo, el vino y
la filosofía, arrancándonos del instante, nos preservan, provisorios,
de la muerte" (LN 27). Al salir de la cárcel, Sergio Escalante, el
narrador-protagonista de la segunda parte de Cicatrices, se da
cuenta que ha envejecido:

Así que estaba envejeciendo. Iba a pasar una vez más enteramente, hasta
desaparecer. Alguien más que quería saber algo iba a sentir el apagón
súbito, desapareciendo cuando apenas había entrevisto la posibilidad de
encontrar un camino. [...] Un apagón, y todo iba a quedar en la oscuridad.
Del relumbrón fugaz de la chispa, a lo negro. (CI 148)

Sin embargo, aunque la muerte está constantemente presente como


horizonte y como problemática, los personajes no mueren. Si toda
novela tradicional marca un destino y si un destino se sella con la
defunción, las ficciones saerianas, que problematizan la
arbitrariedad de la apertura y la exhaustividad del cierre —
inherentes al género novelesco — contradicen como era de
esperarse tal principio: no hay resolución, clausura, epílogo que
evacúe de la escena ficcional a los personajes que hemos ido
acompañando durante la lectura. Aquí los personajes reaparecen, se
cruzan, desaparecen, sin presentaciones, descripciones ni
justificaciones: como si hubiesen estado siempre allí y como si
fuesen a continuar estando. La muerte, la ruptura de la muerte, es
una perspectiva ineluctable, constantemente trazada, pero su
concreción se sitúa fuera del texto, no forma parte de las peripecias

31
previsibles: para esos personajes, verosímiles y por lo tanto mortales
como todos los hombres, se trata de sugerir una continuidad, una
constancia y no la excepción de un destino grabado en el bronce
literario. Ni siquiera muere el protagonista de El entenado, que a su
manera es un aventurero: lo dejamos en el límite entre decrepitud y
una nada ampliamente anunciada en su discurso, pero presente,
dispuesto a continuar y a reaparecer en otra ficción. Esta
permanencia corresponde, en un primer nivel de lectura, con una
manera de retomar lo que Saer denomina la tradición balzaciana —
rastreable en Musil, Joyce, Proust, Faulkner —, pero introduciendo
en ella una puesta en duda de las convenciones novelescas. Con
palabras suyas: "Para mí la reaparición de los personajes es una
manera de negar la progresión de la intriga y de instalar en cualquier
instante del flujo espacio-temporal (es una convención novelística
como cualquier otra) momentos que permitan el desarrollo de una
determinada estructura narrativa" (Saer 1990: 12).2
Más allá de la problematización sistemática de los códigos y
procedimientos narrativos heredados, estas evidencias sugieren una
primera interpretación que completa lo dicho sobre la coherencia del
proyecto saeriano: la intención de escribir una sola obra, sucedáneo
atípico de una novela singular, propone paradójicas maneras de
supervivencia y permanencia; la obra no debería sellarse nunca, ni
siquiera con la muerte del autor físico, ya que en la órbita textual
una continuación seguiría siendo hipotéticamente factible. No
estamos, como en Proust, ante una novela 'total', cuyos pasos o
segmentos serían obras particulares que, en un último esfuerzo y
suspiro del escritor, se ordenarían casi póstumamente para aclarar,
de una vez por todas, los cruces, circunstancias, pasiones,
voluntades, intenciones. Aquí no hay desenlace, no hay revelación
ni recuperación de un tiempo perdido: la obra propone
configuraciones similares y diversas, ata y desata hilos en cada
etapa, como una Penélope que espera pero rechaza la llegada de un
Ulises evocado, desconocido y temido. La muerte es una meta que
retrocede a medida que se avanza (que se escribe, que se lee): la
reaparición de personajes, la reproducción de cronologías, la
amplificación de momentos y circunstancias ya narrados y

32
recorridos, postergan la escritura de la página final; gracias a
variantes, transformaciones, reinterpretaciones, lo perdido (como se
pierde el pasado) se actualiza, se renueva, sugiriendo una paradójica
eternidad en el ineluctable caminar hacia un "horizonte circular" —
si se puede utilizar un vocabulario saeriano para expresarlo.
Constatamos así una función conocida de la literatura: se escribe
contra la muerte y dentro de un proceso de duelo y de elaboración
de la muerte; o mejor dicho, sobre, desde y a pesar de la muerte, en
una lógica paradójica que corresponde con lo inaprensible de ese
acto, noción o frontera. Es lo que dice el viejo grumete de El
entenado, cuando al evocar un breve momento de dicha durante su
cena frugal, afirma:

Es un momento luminoso que pasa, rápido, cada noche, a la hora de la


cena y que después, durante unos momentos, me deja como adormecido.
También es inútil, porque no sirve para contrarrestar, en los días
monótonos, la noche que los gobierna y nos va llevando, como porque sí,
al matadero. Y, sin embargo, son esos momentos los que sostienen, cada
noche, la mano que empuña la pluma, haciéndole trazar, en nombre de los
que ya, definitivamente, se perdieron, estos signos que buscan, inciertos,
su perduración. (EE 147)

En el mismo sentido podemos leer una circularidad temporal (tan


evidente en El limonero real, Nadie nada nunca, Cicatrices, El
entenado) que, tanto como las repeticiones y variaciones de y sobre
lo mismo, no constituye una reaparición de lo idéntico, sino una
transformación progresiva de lo ya existente que se opone a lo
irreversible de la verdadera muerte.
La muerte es una amenaza constante, tanto en las especulaciones
de los narradores como en un imaginario material que
obsesivamente se manifiesta en las metáforas descriptivas, en el
campo léxico y en una tematización recurrente de lo inquietante
bajo la forma de una indeterminación pastosa y destructora. Su
presencia es el telón de fondo de las escenas vitales, como las
calaveras en las Vanidades o como la otra cara de las apariencias; en
Glosa, por ejemplo, la percepción simultánea de los ruidos de la
calle y de un fragmento de música clásica produce un efecto

33
inquietante:

...la yuxtaposición de ruido bruto y sonido estructurado crea una


dimensión sonora más rica y más compleja, una dimensión, decía, ¿no?, en
la que el ruido puro, denunciando por contigüidad la naturaleza real de la
música, asume un papel moral, como en esos grabados en los que la
calavera demuestra, con su sola presencia, la cara verdadera de la doncella.
(GL 98)

Y sin embargo la muerte no es un acontecimiento vivido, ni es


tampoco una experiencia límite que la literatura narra para
desmenuzarla, asimilarla, exorcizarla (como sería el caso de todos
esos 'hombres muertos' que pueblan las morbosas puestas en escena
de Horacio Quiroga). Se trata, más bien, de un símbolo, de un lugar
de reflexión y proyección de una sensibilidad en un mundo
esencialmente caótico. Por ejemplo, el descubrimiento de algunos
cadáveres de desconocidos motiva el siguiente comentario del
protagonista de Las nubes:

A no ser por las partes que estaban cerca de las articulaciones, donde
todavía quedaban filamentos de carne y en las que por lo tanto hervían las
hormigas, los huesos ya blanqueaban al sol matinal. En los tres o cuatro
días, de la red de carne y de sangre en la que se debatían, de los latidos de
incertidumbre y pasión que los aguijoneaban con su tironeo constante,
habían alcanzado, a través de la simplicidad blanca de los huesos, y
liberados de la chicana extenuante de lo particular, la inmutabilidad propia
de las cosas universales, pasando primero de ser sujeto a ser objeto y
ahora, descubiertos otra vez por ojos humanos, de objeto a símbolo. (LN
198)

Pero si dejamos de lado estos muertos simbólicos, receptáculo


imaginario para un diálogo del hombre con su término, la muerte no
existe: el fin de la vida no concierne al grupo de personajes que, por
funciones narrativas (narradores, focos del punto de vista,
protagonistas, personajes principales) están en el centro del espacio
novelesco. Así es como al grumete de El entenado, después de la
sorpresiva — y en ese momento amenazadora — muerte de sus
compañeros de expedición, no se le ocurre pensar que su suerte
podría ser semejante a la de los demás: "Es verdad que lo singular

34
de mi situación, en muchos aspectos análoga a las que atravesamos
en los sueños, me hacía percibir los hechos como distantes y vividos
por algún otro" (EE 34). En peligro pero inmortales, como todo
sujeto se representa a sí mismo en los sueños, los personajes
centrales de las ficciones saerianas están en vida para siempre.
Algunas excepciones contradicen esta afirmación general: el
Gato y Elisa son secuestrados (acontecimiento anunciado
indirectamente en Nadie nada nunca y narrado en Glosa y La
pesquisa), cuando forman parte, sin discusión, de esos personajes
centrales. Por otro lado, y también en Glosa, se narra el suicidio de
Angel Leto, guerrillero encerrado por la policía que muerde una
pastilla letal, cumpliendo así con las instrucciones de su
organización política. Beatriz Sarlo, con agudeza, ha analizado
cómo estos acontecimientos de Glosa muestran que una categoría en
crisis en la narrativa contemporánea, una categoría rechazada, la de
personaje, había hasta entonces afectado subterráneamente la lectura
de las ficciones saerianas: las tres muertes son sorpresivas, cambian
la lectura de obras anteriores (un sino trágico marca ahora las
páginas ya escritas de sus vidas, tanto como las que Saer podría
escribir alguna vez) y revelan un pathos contradictorio con el
rechazo de las argucias del efecto-personaje. La conclusión de
Sarlo, inesperada pero anunciadora de la evolución posterior de la
obra y sugestiva como propuesta de interpretación, es que los
destinos del Gato, Elisa y Leto pueden ocupar al lector con la misma
intensidad (aunque sea con una pasión distinta) que los personajes
de la novela decimonónica (Sarlo 1993).
Pero vayamos más allá, suponiendo que la muerte de estos tres
personajes centrales aparece como una ruptura dentro del conjunto
ya definido, porque una solapada eternidad caracterizaba a esos
seres de papel. El contrato de lectura estipulaba que, como en el
caso del grumete de El entenado, o como en un sueño, podíamos
seguir sin sobresaltos el juego de apariciones, desapariciones,
reapariciones, el juego de nombres, biografías, circunstancias; esos
juegos que expandían las peripecias ficcionales hacia un infinito tan
irreal como lo es la hora de nuestra propia muerte. Los personajes
de la 'generación media' (los personajes que pertenecen a la

35
generación más representativa en las ficciones y en los cuales el
lector debe identificar el punto de referencia generacional) son,
como todo sujeto para su propio inconsciente, inmortales. La
violencia de las muertes de Leto, Elisa, el Gato, se justifica por
supuesto en términos históricos (represión, militancia política), pero
más allá de la transcripción ficcional de algunos episodios
argentinos recientes (los desaparecidos durante la dictadura de
Videla, la pastilla de veneno utilizada por los Montoneros), es
gracias a la ruptura incomprensible de una inmortalidad
preestablecida que la novela está representando el horror de la
historia. La excepción se explica entonces por lo que es socialmente
anormal: en la ficción como en las biografías de los hombres y
mujeres reales, la historia irrumpe y destruye certezas. Lo
incomprensible y traumatizante del devenir colectivo es que
convierte en 'reales' los miedos quiméricos suscitados por una
muerte hasta entonces incierta. Lo histórico permite también
justificar otras excepciones, esas muertes masivas o hecatombes que
aniquilan a un grupo (y no sólo a individuos). Por ejemplo la peste
de La ocasión que provoca la muerte de Garay López, pero dentro
de un fenómeno colectivo (buena parte de la población de la ciudad
está enferma) y en la perspectiva alegórica atribuida a la
enfermedad: el texto termina con una frase latina que, con
entonaciones de máxima solemne y clarividente, hace del fin de la
novela el comienzo de la peste (Hic incipit pestis), lo que, según la
propia interpretación de Saer significaría "Aquí empieza la
Argentina tal como la conocemos" (Saer s.f.: 15): de nuevo se
sugiere que la excepción de la muerte es la imagen de una
particularidad histórica. Algo similar sucede en El entenado. La
masacre de los colastinés y su consecuente desaparición de la
historia, funcionan también como la destrucción de una instancia
colectiva (destrucción asociable al genocidio indígena después de la
Conquista, así como a la Conquista del Desierto en Argentina y a la
represión contemporánea), o sea que la muerte es una imagen de
horror que sugiere sentidos ajenos a la defunción en sí e introduce
valores históricos.
Eternidad paradójica de los personajes, recurrentes y eternos

36
como personajes de sueños, e irrupción altamente perturbadora de la
muerte 'real' en ese contexto como recurso supremo para representar
el traumatismo histórico en una obra autorreferencial; esta primera
lectura no debe ocultar que hay una figura recurrente de la muerte, e
inclusive que hay un tipo de relación con la muerte que domina en
la obra: el muerto es el padre. Es una muerte ya sucedida (una
muerte extratextual, dada como tal, es una ausencia que no exige
explicaciones) que se acompaña con una definición de imágenes
paternas débiles, indecisas, fluctuantes. Ausente — expulsado —
del terreno ficcional, o presente intermitentemente, el padre puede
también morir en el centro del escenario, y en ese caso produce un
traumatismo mayor que no remite tanto a la propia muerte, como a
una relación edípica de complicidad, culpa y necesidad de
reparación. Como Michel Picard, que en su libro dedicado a las
diferentes imágenes de la muerte intitula "El" los capítulos que
tratan de las figuras de muerte del padre, podemos partir de la base
de que esa muerte confronta a los personajes centrales de las obras
con una problemática simbólica (la Ley significada por la tercera
persona), y con una problemática relacional y pulsional (con el Tú
de la madre), sin que la propia muerte esté en este caso
problematizada (Picard 1995). Es cierto que, como la lógica
generacional lo indica y como sucede en las fantasías que
corresponden con las distintas etapas de la evolución del sujeto, los
que mueren primero son los padres, pero encontramos la figura
recurrente de la muerte del padre mucho más a menudo que la
muerte de la madre: suicidio del padre de Angel Leto en Glosa y
muerte, luego de una larga enfermedad, del padre de un personaje
homónimo en Cicatrices; padre presente en la adolescencia de
Tomatis en "En la costa reseca" (LM 153), pero ya fallecido en Lo
imborrable; padre ausente de los mellizos Garay en "A medio
borrar" y los de Ernesto López Garay y de Sergio Escalante en
Cicatrices: "...mi madre, viuda de un hombre que yo no conocí y
que supongo fue mi padre" (CI 95); parricidio del padre de Waldo
en manos de sus hermanos mayores en La ocasión; suicidio del
padre del comisario Morvan en La pesquisa. En otros textos
asistimos a la muerte de personajes asociados explícita o

37
implícitamente a funciones paternas (modelos, maestros): el capitán
y el padre Quesada en El entenado, Washington en Glosa, el doctor
Weiss en Las nubes, el abuelo de Sergio Escalante en Cicatrices.
Por último, y en el contexto marcadamente edípico de "El
intérprete" (breve relato situado en la Conquista de Perú), habría
que incluir la muerte de Ataliba, el cacique cuya ejecución es
imputable a la traición del narrador, Felipillo. En cuanto a la madre,
además de la muerte de la madre de Tomatis evocada en Lo
imborrable y una alusión a la de Pichón (La pesquisa) y Sergio
Escalante (Cicatrices), podemos hallar una coherencia entre el
asesinato de la mujer de Luis Fiore en Cicatrices (bajo la mirada de
su hija, testigo como el grumete en El entenado y Waldo en La
ocasión), y la serie de asesinatos de ancianas en La pesquisa,
hipérbole de la muerte y destrucción del cuerpo materno.
La muerte, más que un acontecimiento representable, parece
remitir a una estructura, de tipo relacional: el sujeto frente a la
madre, el sujeto frente al padre. La pérdida, la nostalgia, los
orígenes, la integración de la Ley, la identidad, la asimilación en el
orden social, el lenguaje, serán las problemáticas planteadas por la
confrontación de los personajes con la defunción de los padres (y
por lo tanto las líneas de sentido, tanto ideológicas como
imaginarias que circulan en los textos). Estas dos muertes (muerte-
pérdida de la madre, muerte-asesinato del padre), episodios
obsesivos de la novela familiar saeriana, son fundacionales y van a
permitir despejar los primeros caminos de lectura de la obra.

Notas

1. En lo que concierne el corpus de este trabajo, se remitirá a la página y a la


edición citada utilizando las abreviaciones siguientes: CI (Cicatrices, Buenos
Aires: CEAL, 1983); EL (El limonero real, Buenos Aires: CEAL, 1981); LM
(La mayor, Buenos Aires: CEAL, 1982); NN (Nadie nada nunca, México:
Siglo XXI, 1980); EE (El entenado, Barcelona: Destino, 1988); GL (Glosa,
Barcelona: Destino, 1988); LO (La ocasión, Barcelona: Destino, 1989); LI (Lo
imborrable, Buenos Aires: Alianza, 1993); LP (La pesquisa, Buenos Aires:
Seix Barral, 1994); LN (Las nubes, Buenos Aires: Seix Barral, 1997).

38
2. Silvia Larrañaga-Machalski nota que la representación del personaje en Saer
es por definición inacabada, puesto que nunca estamos seguros de que la
última página leída será la última página en la que aparece tal o cual personaje
(Larrañaga 1994: 80).

39
2
Edipo en la Zona

2.1 - Del lado del padre

Si la atención del Señor se desviara


un solo segundo de mi derecha mano
que escribe, ésta recaería en la nada
como si la fulminara un fuego sin luz.
Jorge Luis Borges

Las familias — los orígenes — en la obra de Saer se definen por su


desequilibrio, lo que después de todo es una situación tópica desde
el punto de vista de la Novela familiar, que elimina al padre o a la
pareja parental de las construcciones ficcionales, a fin de darle
cabida a deseos incompatibles con la realidad1. La evicción puede
ser completa o sea instaurar en el pasado un vacío absoluto, como
en el caso de El entenado, ejemplo del 'niño hallado'2 que se sitúa a
sí mismo en una orfandad cósmica, en una otredad cultural,
temporal y geográfica, en una regresión generalizada, para construir
una fantasía de re-nacimiento y construcción de una filiación. Los
imperativos de la realidad son así obviados, la biografía no se
reescribe ni se retoca: estamos en otra parte, en otro mundo, en una
especie de nivel cero de los orígenes. Pero antes y después de esta
versión mítica del niño hallado, recóndita, indefinidamente
'anterior' y por lo tanto negadora de las imposiciones de la realidad
(versión mítica que analizaremos luego), lo que domina en las
ficciones de Saer es la célula familiar compuesta de un hijo varón
que vive con su madre — o una hermana — después de la muerte
del padre, lo que correspondería a una segunda configuración
posible, la del 'bastardo edípico' (por la aparente eliminación del
padre biográfico del triángulo familiar), o lo que al menos tiene la
especificidad de plantear, con agudeza y en términos realistas o
verosímiles, la posición imaginaria del hijo con respecto a la pareja
parental.

38
Es por una de estas situaciones con la que comienza el corpus
elegido: la primera parte de Cicatrices (1967)3 gira alrededor de los
conflictos de Angel con una madre joven, atractiva y provocadora,
conflictos marcados por contenidos sexuales suficientemente
explícitos para que consideremos que la novela prescribe una lectura
de tipo psicoanalítico (e inclusive, en palabras de Mirta Stern, de
“investigación edípico-policial”) (Stern 1983)4. Es decir que no sólo
hay una representación de contenidos edípicos, sino un proyecto y
alusiones intertextuales que integran, en la creación y en los códigos
de lectura previstos, cierto tipo de interpretación; sin recurrir a lo
latente, desplazado o indirecto, el lector debe justificar y
comprender en esa perspectiva las peripecias de una relación
ambigua de seducción-agresividad entre el adolescente y su madre.
Una enumeración rápida permitirá comprender mejor las
afirmaciones precedentes: ella lo ve desnudo y en erección en el
patio de la casa (CI 21); él la encuentra, semidesnuda, leyendo
historietas, lo que produce un enfrentamiento verbal que degenera
en golpes violentos y, unas páginas más tarde, en una relación
sexual del muchacho con una prostituta, elegida porque estaba
leyendo una historieta (CI 25-29); él revisa la habitación de la
madre, halla algún accesorio sexual junto con un libro pornográfico
y se instala en el borde de la cama como imagina que el padre se
instalaba antes de hacer el amor con su esposa (CI 74); la visión de
una mujer deseada e inaccesible (Pupe) en una posición erotizada
con su amigo Tomatis prepara el desenlace del primer relato de la
novela, que consiste en el descubrimiento de su madre y el mismo
Tomatis juntos en la cama, como un sucedáneo transparente de la
escena primitiva (CI 92), etc.
Sin exagerar la pertinencia de la delimitación del corpus
establecido, se puede postular que esta relación, inaugural en la
novela y por lo tanto en la primera novela madura del escritor, es
fundamental. Por lo pronto por la escenificación explícita de una
situación que va a repetirse, de manera menos evidente, en las
novelas siguientes: la exclusión del padre y la confrontación con el
deseo incestuoso son una especie de modelo que irá, de texto en
texto, elaborándose, desplazándose, transformándose. Fundamental

39
también por el papel que conviene atribuirle a esta relación dentro
de la estructura general de Cicatrices y en la evolución del
personaje de Angel (que reaparece — él o un homónimo — como
protagonista de Glosa, repitiendo, con matices diferentes, el
conflicto edípico de esta primera novela). Por último, por resumir
las características de la representación de la figura del padre en
muchas ficciones posteriores. Juan José Saer, en el momento de
reeditar la mayor parte de los textos que preceden Cicatrices,
reconoce implícitamente el valor fundacional de la novela (y a
fortiori de su primera parte), con una dedicatoria que, precisamente,
instala el texto en una perspectiva genesiaca y materna, la de un
nacimiento: “Para Clara y Jerónimo, estas historias juveniles,
como pruebas, frágiles, de que hay tal vez una vida antes del
nacimiento" (Saer 1983a: 7). Al igual que en el mito freudiano, la
vida del sujeto comienza con un nacimiento en la órbita del deseo y
del triángulo edípico.
Aquí, como en tantos otros ejemplos citados, no sólo el padre
está muerto, sino que significativamente, y dentro de una negación
habitual en la obra de lo que serían los contenidos latentes, su
muerte no se asocia a ningún sentimiento claro, sino que aparece
particularmente banalizada. La emoción, el sufrimiento, y por lo
tanto la verosimilitud con respecto a las reacciones del personaje
frente a esa muerte, están borrados de su discurso; progresivamente,
indirectamente, la inhibición desembocará en las confesiones
patéticas del grumete de El entenado (sufrimiento ocasionado por la
muerte de los 'padres': el capitán y el padre Quesada). Por otro lado,
es quizás posible leer el retorno obsesivo de las circunstancias del
suicidio del padre de Angel Leto en Glosa — convertido en un
drama silencioso y repetidamente interrogado — como un eco
lejano de la negación de los sentimientos en la primera parte de
Cicatrices. Por el momento domina entonces un vacío, que traza
una fantasía parricida y culpabilizante; este vacío, que no sólo es
significativo sino que de hecho equivale a una afirmación o un
sentido que rehúye en el instante de su aprehensión, reaparece en el
resto de la novela (apatía autodestructora de Sergio Escalante en la
segunda parte, contemplación alucinada, pormenorizada y

40
desorganización del mensaje en el relato del juez en la tercera parte,
suicidio anulador de Luis Fiore en la cuarta), y en toda una
tendencia de la escritura saeriana a la negatividad, al borrado, a la
contradicción aniquiladora de lo afirmado, a la duda, la variación y
la proliferación que excluyen la posibilidad de afirmar. La
confrontación con una nada paralizante e invasora, simétrica a la
dificultad de narrar y de nombrar al mundo, que son características
mayores de la obra de Saer, encuentran, en esta página inaugural,
una primera causalidad que habrá que completar y reinterpretar.
El vacío corresponde a una definición de la imagen paterna que,
por su carencia compulsiva de todo rasgo específico, es también
notable. En palabras del narrador:

...mi padre era un hombre tan insignificante que la más pequeña hormiga
del planeta que hubiese muerto en su lugar habría hecho notar su ausencia
más que él. [...] No fumaba ni tomaba alcohol, ni se sentía desdichado ni
tampoco había experimentado ninguna alegría en su vida que pudiera
recordar con algún agrado. [...] Era delgado, pero no demasiado delgado;
callado, pero no muy callado; tenía buena letra, pero a veces le temblaba el
pulso. No tenía ningún plato preferido, y si alguien le pedía su opinión
sobre un asunto cualquiera, él invariablemente respondía: "Hay gente que
entiende de eso. Yo no." (CI 27-28)

Semejante descripción de la figura paterna supone su evicción del


triángulo edípico antes de su muerte. Si entre el padre y la madre se
sitúa para el niño la dinámica de confrontación con la diferencia de
sexos, si el padre es una función simbólica basada en su
identificación con la función fálica, si esa función permite marcar el
lugar de la Ley — Ley ante todo discursiva: la palabra (Nasio 1994:
49-62, Ansaldi 1989) —, en la novela vemos una renegación de su
presencia, de su función, de su particularidad de término marcado
que abriría la serie de intercambios simbólicos posibles para el niño.
El padre se halla recluido en una insignificancia, en contraimagen,
tanto en lo físico — lo que en sí ya es significativo con respecto a su
función —, como en lo discursivo — no es dueño de ninguna
palabra, carece de visión, opinión y juicio. Ese padre no es más que
un padre biológico, al que se le prohíbe el derecho de reivindicar

41
cualquier lugar normativo. La metáfora paterna (y no sólo el padre
en sí) parece descartada de las circunstancias de la novela familiar.
La muerte del padre sería la consecuencia de su ausencia simbólica
previa; además, la ausencia se sitúa en el juicio o en la mirada del
narrador, y por lo tanto, en su deseo o fantasías: en esta perspectiva,
el hijo no es del todo inocente en la muerte, lo que explica, en
consecuencia, el vacío invasor y destructor que se produce luego. Su
muerte, de hecho, es una peripecia más dentro de un proceso de
exclusión agresiva de su función:

De modo que cuando mi padre murió, el único cambio que hubo en mi


casa fue que en el lugar que él ocupaba en la cama (durante los últimos
seis meses ya no se levantó) ahora había aire. Creo que esa fue la
modificación más notoria que produjo en su vida: dar espacio. (CI 28)

El debilitamiento de la imagen paterna precede la muerte y explica,


con antelación, la erotización conflictiva que regirá las relaciones
madre-hijo. Ninguna huella consciente de obediencia ni de culpas
retrospectivas: el texto pone en escena una fantasía de eliminación
del 'obstáculo' (“el único cambio... fue que en el lugar que él
ocupaba en la cama...”); la 'disponibilidad' sexual de la madre se
obtiene gracias a esa eliminación que explica la indefinición de la
imagen paterna.
La renegación de la figura paterna y la negación de todo
conflicto afectivo con la muerte del padre desembocan en una
emergencia desplazada de lo que se instaura, en las primeras
páginas, como lo reprimido y acallado. Por ejemplo, la muerte de
otro personaje, Luis Fiore, que es por primera vez narrada aquí
(Angel es testigo del suicidio de ese ex sindicalista que acaba de
matar a su mujer; los dos hechos — el asesinato, su suicidio durante
la indagatoria — son narrados o mencionados alusivamente en las
dos partes siguientes y ordenadamente enunciados por Luis Fiore,
protagonista en la cuarta parte). El hecho de asistir al suicidio
parece mucho más traumatizante que la muerte del padre real:
Angel vuelve enfermo a su casa, se acuesta en una cama convertida
en “dos barras de hielo”, intenta encontrar tibieza en la cama de su
madre, regresa a su habitación, en donde, si alguien le hubiese

42
“serruchado los pies”, no lo habría sentido (CI 83), para despertarse
al día siguiente con fiebre. Enfermedad, muerte, mutilación, se
superponen en esta reacción que condensa lo que la negación
ocultaba. Asimismo, el descubrimiento que Tomatis (el amigo
mayor, escritor, buscado como sustituto paterno y modelo) tiene
relaciones sexuales con la madre, constituye la última peripecia
narrada en la primera parte: es por lo tanto el desenlace —
provisorio — del conflicto planteado.
Angel huye entonces de la casa de Tomatis. En una ciudad
desdibujada por una llovizna blanquecina y convertida en un
“cementerio”, se topa con su doble, ya entrevisto fugitivamente en
episodios precedentes. Lo que el otro yo le transmite no es, de
ninguna manera, una perspectiva excepcional, la promesa de una
vida mejor o una percepción diferente, sino un reflejo, una simple
imagen de esa especie extraña y angustiante de lucidez que,
entendemos, siente el personaje. Así termina su relato:

Era tan idéntico a mí que dudé de estar yo mismo allí, frente a él, rodeando
con mi carne y mis huesos el resplandor débil de la mirada que estaba
clavando en él. Nunca nuestros círculos se habían mezclado tanto, y
comprendí que no había temor de que él estuviese viviendo una vida que a
mí me estaba prohibida, una vida más rica y más elevada. Cualquiera
hubiese sido su círculo, el espacio a él destinado a través del cual su
conciencia pasaba como una luz errabunda y titilante, no difería tanto del
mío como para impedirle llegar a un punto en el cual no podía alzar a la
llovizna de mayo más que una cara empavorecida, llena de esas cicatrices
tempranas que dejan las primeras heridas de la comprensión y la extrañeza.
(CI 93)

En su doble Angel percibe las heridas que siente en él mismo; su


aprendizaje, luego de la emergencia de una angustia edípica,
produce entonces un quiebre de la identidad y una capacidad de
verse en el otro, o de describir al otro como medio de verbalizar o
de observar lo que le sucede al yo. La exteriorización (escena
primitiva, suicidio de Luis Fiore) explica, dentro de la causalidad
novelesca, la transformación de la ciudad conocida en un lugar de
muerte (ese “cementerio”), lo que a su vez anuncia la percepción
melancólica del espacio y la actitud vital de los demás narradores de

43
la novela: depresión latente de Sergio Escalante en la segunda parte,
percepción minuciosa y hueca de la ciudad en la tercera, y en la
cuarta, justificación del crimen y del suicidio de Luis Fiore
motivado, según sus últimas palabras — el cierre de la novela —,
por un deseo de borrar todo: “Entonces comprendo que he borrado
apenas una parte, no todo, y que me falta todavía borrar algo, para
que se borre por fin todo” (CI 262). Más ampliamente, en el
desdoblamiento sufriente y clarividente de Angel, se prepara la
posición desencantada del hombre saeriano ante el mundo y la
expresión, posición hecha al mismo tiempo de “comprensión” —
lucidez pesimista — y “extrañeza” — que de hecho será, a menudo,
extrañamiento y locura. Dicha exteriorización de lo negado parece
justificar, por último, el desdoblamiento del protagonista (que
reencontraremos desarrollado y amplificado en la figura de los
mellizos Garay y en la configuración edípica de “A medio borrar”,
similar a la de Angel); ante una situación conflictiva, la escisión del
yo sugiere, como contenido cifrado, una solución: la escritura. El
paso de un yo único a una proyección del yo — un yo convertido en
una imagen perceptible y descriptible —, insinúa la eventualidad de
una compensación del vacío omnipresente, del borrado amenazante;
el silencio, la nada, la homogeneidad neutra, serán, al menos y a
partir de Cicatrices, predicados de una enunciación. La
representación del vacío, aun problemática, inestable, es una
respuesta imaginaria o una consecuencia fabulosa de lo vivido por
el muchacho en la primera parte de Cicatrices. El conflicto edípico
hasta aquí analizado no es sólo inaugural de un punto de vista
cronológico sino también fundacional de las líneas de sentido
futuras de la saga novelesca.
En cuanto al paso de las “heridas” (“heridas de comprensión y
extrañeza”) a las “cicatrices tempranas”, toda una serie de indicios
permiten postular que entre el fin de la acción (el 4 de mayo, luego
del suicidio de Luis Fiore) y el momento de la enunciación (el mes
de junio), las “heridas” de Angel han dejado también “cicatrices”
textuales: después de la contemplación interrogativa de la propia
imagen, se produciría una revelación o una iniciación a la escritura.
El relato de Angel, cuyo título encuadra cronológicamente lo que

44
será narrado (“Febrero, marzo, abril, mayo, junio”), comienza en
efecto con una partida de billar situada en el mes de junio, durante
la cual el narrador se refiere repetidas veces a su “proyecto” de
carambola (CI 13-14). Ahora bien, esta partida pasa a situarse, sin
solución de continuidad ni explicación alguna, en el mes de febrero,
es decir en el momento en que comienza la narración ordenada de
los acontecimientos. El relato que leeremos se define entonces como
una analepsis narrativa, enunciada o proyectada durante la partida
de billar del mes de junio, sin que el texto explicite las condiciones
de la enunciación, ni aluda a lo que sucedió entre el 4 de mayo y ese
día indeterminado de junio. Pero teniendo en cuenta la repetida
metáfora que asocia el juego con el relato en la segunda parte (y que
podría extenderse por lo tanto al billar y a los proyectos de
construcción, arbitrarios y formales, de una ficción), teniendo en
cuenta también la importancia de la literatura (escrita, leída,
comentada, citada, discutida) en el primer relato (y en particular
Tonio Kröger de Thomas Mann, paradigma de la novela de joven
artista), la posición de Angel al inicio de la ficción no sería sólo la
de narrador, sino también la de responsable de la ficción. Su relato
sería la reproducción de un aprendizaje y los primeros pasos de un
escritor, en donde se combinan las fantasías y conflictos originarios,
la percepción de lo real, la asimilación de una cultura (y
particularmente de una cultura literaria). La causalidad
psicoanalítica va a la par aquí de una causalidad escrituraria. De los
deseos edípicos a la escritura: ése sería en última instancia el
contenido del aprendizaje de Angel, que esbozaría por lo tanto una
hipótesis sobre las motivaciones (culturales y pulsionales) de la
literatura.
Este aprendizaje subterráneo no desemboca, de más está decirlo,
en una afirmación plena: la segunda y la tercera parte desdibujan la
posibilidad de comunicar que parece afirmarse en el primer relato.
Sergio Escalante, en la segunda, escribe ensayos sobre el realismo
literario que son la consecuencia de un intento de entender al
hombre contemporáneo, y que están condenados a fracasar: hablar
de realismo supone saber lo que es la realidad, y a ese conocimiento
se lo define como quimérico. Queda sólo la ironía, la yuxtaposición

45
de literatura culta con historietas, y finalmente el silencio: Escalante
vende la máquina de escribir para poder seguir jugando. Pasamos de
una hipotética escritura (o al menos de una problematización de las
motivaciones y posibilidades de una escritura ficcional) a cierto tipo
de lectura (la lectura crítica, como figura de una literatura de
conocimiento), que desemboca en un fracaso. El caso de López
Garay es más extremado; en su relato los acontecimientos están
reducidos a su mínima expresión, y son las repetidas descripciones
de las imágenes percibidas en sus trayectos en automóvil lo que
domina, descripciones y repeticiones que a fuerza de detallismo e
iteración borran el referente hasta producir el efecto de dilución de
sentido, de discurso fantasmático, de caos amenazador (Larrañaga
1994: 103-117). Esa posición perceptiva, que parte sin embargo de
un postulado de transcripción de lo real pero que desemboca en lo
opuesto, es la otra cara de las fantasías despiertas sobre los gorilas
que pueblan la mente del juez, subrayando el carácter delirante de
su discurso y la escasa referencialidad de sus palabras. Podemos
constatar entonces que la narración deja progresivamente de ser
inteligible o avanza hacia una anulación; la confrontación con una
configuración edípica culpabilizante, en donde se expulsa al padre
de la escena ficcional, desemboca a la vez en un paradójico vacío
emotivo, en un aprendizaje de la escritura y en una supuesta
impotencia expresiva.
Desde el título, que suena como un eco de la última frase de Luis
Fiore en el momento de su suicidio (“...para que se borre por fin
todo”), “A medio borrar” (1971) es una variación o prolongación de
Cicatrices. Aquí encontramos, por lo pronto, una estructura
relacional comparable a la de Angel aunque con algunos
desplazamientos: en este relato los mellizos Garay (Pichón y el
Gato) viven solos con su madre viuda y Pichón se dispone a partir
definitivamente de la Zona. El cuento narra una especie de
'ceremonia de adioses' de la ciudad, de los amigos y de su hermano
(y, nueva repetición significativa, su partida, así como la inundación
cataclísmica de la ciudad que le sirve de telón de fondo, tienen lugar
en el mes de mayo, al igual que el crimen de Luis Fiore y el
desenlace de Cicatrices). En realidad el Gato es una figura virtual,

46
evocada sin ninguna materialidad ni presencia en tanto que
personaje, y está reiteradamente definida como el doble del
protagonista — un doble que permanece, en la Zona y junto a la
madre, mientras que Pichón se aleja. Prolongando también las
consecuencias del conflicto edípico estudiado en las páginas
precedentes, la característica primordial de la narración que lleva a
cabo el protagonista es la de negar todo sentimiento (lo que
contrasta con la situación, propicia, por supuesto, a la expresión
emotiva). La visión del paisaje bajo el agua no le “dice nada” a
Pichón; si se habla de su viaje, las palabras no le hacen “ningún
efecto”, y él afirma inclusive que no sólo no va a extrañar, sino que,
a punto de partir, sigue sin sentir nada y sin pensar en nada. Y si el
sentimiento aparece, es muy distanciado (por ejemplo en la imagen,
vista en seis televisores, de un hombre que llora) o desvalorizado
por un juicio racional. Simétricamente a ese vacío de la conciencia
aparecen repetidas menciones de una blancura helada: la de paredes
vistas desde el automóvil o en el taller de un pintor, paredes que se
reflejan, por así decirlo, en el cuadro que éste acaba de terminar.
Ni en la realidad de la Zona, ni en sus representaciones, hay lugar
para la expresión, por lo que no es de extrañar que las alusiones al
silencio sean constantes como si se señalara, con un vacío, lo que
las palabras callan. Por ejemplo, léase el final de la última
conversación telefónica con Tomatis, en el que se identifica al
silencio con algo informe que queda siempre por decir:

...entre el final de su frase y el sonido del aparato al cortarse la


comunicación, hay un silencio, una vacilación, algo impreciso, como si la
voz, ya desvanecida, estuviese, infructuosa, tratando, indecisa, de decir
algo, y no, de ningún modo, para rectificar, para ir más lejos, para
consolar, sino simplemente, y de un modo casi mecánico, para continuar
un poco hablando, [...] así como mi madre, ahora, en seguida, demora en
terminar la comida... (LM 71)

Ese demorarse en terminar la comida y algunas lágrimas


rápidamente contenidas van a ser las únicas manifestaciones de
emoción por parte de la madre. Las últimas páginas del relato
confrontan a la mujer y al hijo en dos comidas, sin que casi nada sea

47
dicho; los diálogos son reemplazados por descripciones de los
objetos situados sobre la mesa, lo que resulta una prefiguración de
las repetidas descripciones de vajilla y comida en Nadie nada nunca
y El limonero real. Vemos que en este caso la figura materna no se
caracteriza por su actitud sexualmente provocadora, pero sí por una
apatía que refleja una falta de puntos de referencia y de capacidad
de verbalizar y expresar sentimientos que contrastan,
simétricamente, con la dinámica deseante de la madre de Angel en
Cicatrices.
En “A medio borrar” leemos, en paralelo al silencio de la madre,
una ausencia del padre — al que no se nombra; su ausencia está
atenuada, sin embargo, por la presencia de Washington. Buscando a
su hermano en la casa de Rincón, Pichón encuentra a Washington,
que es un hombre mayor, muy culto, ex sindicalista, mujeriego y
unánimemente respetado por los jóvenes (o al menos así se lo
describe en otras obras de Saer, como por ejemplo en Glosa y La
pesquisa). En “A medio borrar”, aunque Pichón reconoce haber
sentido “devoción” por él (no correspondida, ya que el hombre
prefiere la amistad del Gato), Washington aparece envejecido,
resignado, débil y extrañamente asexuado, neutro en alguna medida,
como lo era el padre de Angel en Cicatrices:

Washington no parece, ahora que está inclinado sobre el fogón, mientras


corta la cebolla, ni andrógino, ni hermafrodita sino asexuado, como si la
compuerta del sexo se hubiese cerrado para él, en él, y ahora fuese, al
mismo tiempo, una pareja de ancianos conviviendo al fin, tranquilos,
reconciliados, en el mismo cuerpo. (LM 67)

Washington no sólo cocina sino también escribe, pero en el cuento


redacta una traducción repetitiva sin sentido claro. Por lo tanto es
inútil esperar de Washington o de don Layo (otro hombre mayor
refugiado en la casa del Gato, cuyo nombre es una alusión al mito
de Edipo), ningún signo que permita entender lo que sucede:

Quedo entre dos viejos que hablan, tranquilos, de una catástrofe que, en
cierto modo, ni los roza, yo, que me alejo de ella casi temblando. [...] No
dan, sin embargo, como quien dice, ninguna lección. No dan nada. Más

48
exteriores que la casa, los árboles, el humo, y más fugaces, no sacan, ni
siquiera para ellos, ninguna conclusión. (LM 68)

La imagen paterna es muda: no atribuye ningún sentido a las cosas,


se somete a la desaparición de la realidad bajo la uniformidad de la
inundación, es doble y asexuada, produce palabras repetidas y
copiadas — o traducidas. O sea que la ausencia del padre no es sólo
anecdótica (falta de un personaje) sino esencial: la función paterna
figura como claudicante. Esta carencia no es ajena a la puesta en
duda de la noción de realidad, puesta en duda que, en el relato de
Pichón, se refleja en la tentación por la descripción infinita.
Washington prolonga esta dinámica desrealizante con los
fundamentos Tendai, o sea con una negación de la realidad y
permanencia del mundo, que se convierte en una negación lisa y
llana de toda afirmación:

...primera proposición: el mundo es irreal; segunda proposición: el mundo


es un fenómeno transitorio; tercera proposición, y atención, la
fundamental: ni el mundo es irreal ni es un fenómeno transitorio. (LM 75)

Es de notar que aquí también la indiferenciación sexual se


acompaña de una relación peculiar con la palabra y con la escritura.
Y dentro de la 'afeminación' anuladora de la imagen paterna,
podríamos comentar las intermitencias del deseo de Angel que, en la
primera parte de Cicatrices visita a un juez apático y homosexual
(Ernesto López Garay, narrador y protagonista de la tercera parte),
relación que sugiere cierta ambigüedad en su deseo, o en todo caso
la aparición de un componente sexual en la relación con el padre. Lo
mismo se precisa y explicita durante la navegación entre España y
América en El entenado: los marineros que le imponen relaciones
homosexuales al grumete tienen — son sus palabras — “algo de
padres para el huérfano que [él] era” (EE 17). Evicción del
obstáculo paterno con su muerte o con su borrado, pero también, y
paralelamente, pérdida de puntos de referencia.
La partida de Pichón de la Zona convertida en una superficie de
agua uniforme y amenazada por un hundimiento inminente, así
como el silencio del personaje, desarrollan y fijan en la obra de Saer

49
la apatía anuladora de sentido que emergía en el relato del juez
López Garay en la tercera parte de Cicatrices. Tanto en “La mayor”
como en El limonero real y en Nadie nada nunca, vemos repetirse
esa nada expresiva, esa anulación de la historia, esa minuciosidad
descriptiva, junto con una circularidad discursiva y temporal que
empantanan a los relatos sin lograr superar una percepción obsesiva
y destructora de la realidad. Esta evolución corresponde a un
período en que Saer afirmaba querer extirpar el acontecimiento de la
obra narrativa y confesaba sentir cierta nostalgia por una “forma
pura” desprovista de sentido como la de la música (Saer 1997b:
145-158 y 295-296). Este fenómeno fue leído, naturalmente, como
parte de un air du temps que, de Barthes a Robbe-Grillet y del
placer de los textos a las obras abiertas, sirvió de herencia o de telón
de fondo a la actividad de un creador. Sin embargo, y a pesar del
proyecto del escritor (cuando afirma por ejemplo que “El limonero
real, hacia el final, busca desprenderse de los acontecimientos para
resolverse poco a poco en forma pura”) (ibidem: 296), la evolución
de la obra está, cifrada, en el conflicto edípico de Angel y en su
transformación en Cicatrices o en “A medio borrar”. Leídas a partir
de esta constatación, las obras siguientes, a pesar de la nada
uniforme que parece cubrirlas, presentan algunos elementos o
indicios dignos de ser comentados.
En Nadie nada nunca, por ejemplo, asistimos a la muerte del
comisario torturador, el caballo Leyva; ahora bien, esa muerte
desencadena indirectamente el secuestro del Gato al que, dicho sea
de paso, la novela le atribuye, entre líneas, una parte de
responsabilidad — ¿fantaseada o verdadera? — en los misteriosos
asesinatos de caballos en la novela. Entonces, y tomando el apodo
del personaje al pie de la letra, por qué no también en el asesinato
del Caballo: la muerte del joven aparecería como consecuencia y
castigo por la muerte del hombre mayor: el secuestro del Gato,
verosímil históricamente, puede ubicarse también en la perspectiva
del parricidio previo. Cabría agregar que la relación entre el Gato y
Elisa es adúltera (todo triángulo amoroso conllevaría una dimensión
edípica) y que su vida sexual en la casa en la que serán finalmente
secuestrados tiene ribetes transgresivos. Es decir que se puede

50
postular una reproducción de circunstancias y ciertos paralelismos
entre la muerte del padre y la muerte o el extrañamiento — la locura
— del hijo. Otro ejemplo de esa unión inextricable entre las dos
muertes: en uno de los Argumentos, Higinio Gómez, hijo de un
padre muerto a caballo — como el padre Quesada de El entenado
— se suicida (LM 86); o, por supuesto, el suicidio de Angel Leto
en Glosa que reproduce, mucho más tarde, el suicidio de su padre.
En este sentido no es casual si El limonero real presenta, en
líneas generales, una tendencia a la mitificación regresiva, tanto de
un punto de vista material como intertextual, y que, sobre todo, su
línea argumental principal sugiere una reescritura del mito de Edipo.
En esta perspectiva de lectura, tampoco debe sorprendernos que el
mito de Edipo en El limonero real conlleve una inversión mayor: no
es el padre (Layo) quien muere, sino el hijo. La muerte del hijo es
anterior a la ficción y por lo tanto fabulosa, mitificada, convertida
en figura paradigmática; es trascendente también porque
corresponde a otra referencia intertextual explícitamente integrada
en la novela, la del sacrificio de Abraham. Dicha muerte aparece
así, gracias a los juegos de reescritura, dentro de una relación con el
padre y con la Ley. Por otro lado, la muerte del hijo en El limonero
real explica quizás la multiplicación de relaciones conflictivas entre
padres e hijos (por ejemplo Agustín, que es tal vez un padre
incestuoso, o Rogelio, que simula el sacrificio de su hijo en vez del
cordero que se dispone a matar, remedando así, con su
comportamiento, La Biblia). En todo caso, esa muerte lleva a una
transformación de Wenceslao (Layo)-padre en Wenceslao-hijo.
Porque en las primeras páginas de la novela, y gracias a una
prolongada analepsis narrativa, vemos a Wenceslao niño,
acompañado por su padre, desembarcar en la isla en donde vivirán
(desde su inicio la novela se inscribe entonces en la óptica de los
hijos — EL 21-27). Luego, toda una serie de identificaciones
torturantes del hombre con el niño muerto se esbozan durante el
relato. Para terminar, el cuento maravilloso que clausura de alguna
manera la novela (inmediatamente antes del desliz hacia la “forma
pura” a la que aludía Saer en el artículo citado), tiene, como
corresponde, un desenlace feliz: Wenceslao, guiado por el Arcángel

51
Gabriel, se reúne con su hijo en el cielo y, al mismo tiempo, se
reúne también con su padre fallecido (padre cuya muerte, sin
embargo, no aparece en ningún momento como un acontecimiento
importante en el relato). La imagen idílica — e irónica — de los tres
hombres juntos para siempre (EL 218) es simétrica a las primeras
escenas de la novela (Wenceslao-hijo abandonado por su padre en el
medio de la neblina), y muestra que en el corpus la muerte, que
cualquier muerte, parte de la muerte del padre o pasa por la muerte
del padre para tener sentido.

*****

La anterioridad — en la cronología ficcional — de El entenado con


respecto al resto de las obras del corpus contradice, en la lógica de
las ficcionalizaciones de la relación con el padre, la evolución
supuestamente lineal esbozada hasta aquí. Esta novela rompe la
lógica de la Novela familiar ya definida, se sitúa en una
atemporalidad generalizante y regresiva, como una introspección
fabulosa que desmonta, reconstruyéndolos, los vínculos con la
realidad y con la palabra. Frente a la puesta en escena explícita de
Cicatrices y la evolución posterior de negación y borrado, El
entenado significará una revisión espectacular de las figuras
paternas que sólo cobra su sentido cabal si se la inserta en el
contexto definido a partir del relato de Angel.
En su trayectoria el grumete no se contenta con armar — o
inventar — el rompecabezas de su filiación, sino que se enfrenta
con un acontecimiento traumático y en cierta medida cifrado
simbólicamente: la muerte de algunos personajes identificables con
imágenes paternas. Circunstancia notable, esas muertes son
paralelas a los diferentes nacimientos del narrador, puesto que las
inflexiones metafóricas de su discurso integran en el relato de cada
etapa, cambio o transición, una noción repetida de 'nuevo
nacimiento': la profusión de llegadas al mundo y de separación del
cuerpo materno prefigura su posición de eterno “adoptado” (EE 43).
Efectivamente ya el término 'entenado' lo caracteriza, en sí y desde
la tapa del libro, como un ajeno integrado en un círculo familiar:

52
nacido antes, antes nada, ente de nada: su nombre puede declinarse
dentro de un campo semántico de la ausencia y el borrado. En todo
caso, el grumete será adoptado por el grupo humano del puerto al
inicio de la novela, por la tripulación masculina de la expedición
que lo lleva a América — e indirectamente por el representante de
la autoridad en ella, el capitán —, por la tribu colastiné, por el
monasterio en donde vive en compañía del padre Quesada — su
maestro —, por la troupe de teatro — grupo familiar asimétrico,
dirigido por un “viejo” —, hasta que, por fin, él mismo se instala
como jefe de una familia junto con dos hijos adoptados que le irán
dando, con los años, nietos y biznietos. Sin padre, en disponibilidad
de padre (hay una multitud de menciones a esa carencia así como a
las diferentes instancias colectivas o individuales que la cubren), el
grumete se inscribe en una dinámica hiperbólica de substituciones y
acumulaciones de modelos asimilados, perdidos, recuperados,
elaborados: para él la cuestión de los orígenes, omnipresente y
obsesiva, sólo parece concernir la filiación masculina.
De esos modelos mencionemos dos, dos personajes cuyas
muertes son narradas en la novela: el capitán y el padre Quesada.
Comentemos primero el destino del capitán de la expedición, piloto
mayor del reino pero también personaje misterioso y remoto que
trata al protagonista con una bondad distraída, “como si uno de los
dos estuviese ausente”, y que se desdobla en el oficial que organiza
y ordena la navegación, y en un hombre en pos de algo indefinido,
un ser que observa, “petrificado”, un “punto invisible entre el mar y
el cielo” (EE 14) o que permanece obnubilado ante la otredad
mortuoria de un pescado que debería constituir un almuerzo:
extrañeza y contemplación que lo emparientan con tantos personajes
melancólicos de la obra saeriana y anuncian la evolución del propio
narrador. Ese capitán doble (función práctica e imagen paterna
distante) muere al desembarcar en la tierra primitiva que es
América; muere después de recorrer con ansiedad la playa y sus
inmediaciones, sin encontrar respuestas ni soluciones a lo que
enigmáticamente buscaba desde su partida de España; muere,
inclusive, antes de poder proferir un juicio (calificado de
“convicción profunda”) sobre la tierra que acaba de 'descubrir' o al

53
menos de interrogar; muere entonces sin lograr enunciar el atributo
o la carencia que caracterizan ese Nuevo mundo o mundo
indiferenciado en el que ha desembarcado. Su discurso se
interrumpe antes de articular un substantivo de carácter privativo:
“Esta es tierra sin...” alcanza apenas a decir el capitán, porque
entonces una flecha, salida “de la nada”, le atraviesa la garganta (EE
31-32). Lo que el hombre perseguía en el vacío inmóvil de la costa
tenía que ver con la muerte pero también con la palabra. En un
contexto histórico y cultural muy significativo — la exploración de
América —, el capitán pretende nombrar algo, aunque más no sea la
ausencia. La flecha interrumpe el proceso de enunciación de una
carencia e impide la descripción de lo faltante. La muerte del
personaje excluye la posibilidad de fundar, gracias al valor
simbólico de la denominación, la tierra contemplada, lo que deja por
lo tanto al adolescente hundido en una incertidumbre discursiva
significativa. Lo que queda es un silencio, una palabra virtual
irreproducible, que podría compararse con el legado del abuelo de
Sergio Escalante en Cicatrices después de su muerte, las “manchas
negras” de sus escupitajos, imposibles de borrar: versión irrisoria de
una palabra paterna indeleble pero indescifrable (CI 99).
El tiempo que hasta ese instante dominaba la acción, un tiempo
histórico (el siglo XVI) pero lineal, organizado, se esfuma entonces
en la circularidad de la existencia de los indios, que viven regidos
por una repetición sin memoria, por el retorno cíclico de las
estaciones y de las orgías, por un orden en el que se supone que todo
es previsible y conocido de antemano; los indios subsisten en un
universo inmóvil y en apariencia eterno. A partir de los puntos
suspensivos de la frase del capitán, la novela cambia de signo y de
sentido, como si los puntos suspensivos fuesen un trampolín que la
propulsase hacia lo desconocido. El relato choca aquí con la barrera
de lo indecible: la palabra para nombrar a América, para calificarla
en tanto que realidad, no existe todavía. Pero, paradójicamente, el
texto que leemos, las memorias del grumete, están completando a
posteriori la frase trunca, están colmando el silencio forzado del
capitán en la medida en que son el primer relato inteligible sobre esa
parte de América. Por eso los puntos suspensivos (“Esta es tierra

54
sin...”) condensan y anuncian imaginariamente la estadía del
protagonista en la tribu, e inclusive la novela entera. En realidad
vemos que el valor del relato del grumete como una elipsis colmada,
o una página perdida y recobrada, se repite luego: durante sus
diálogos con el padre Quesada, el protagonista contesta a todas las
preguntas pero no se atreve, según afirma, a hablar de las cosas
esenciales (EE 132); y algo similar sucede con la comedia que
escribe más tarde, de la cual “toda verdad estaba excluida” (EE
138). El entenado, en tanto que relato autobiográfico del personaje,
es algo así como el eslabón perdido, lo no dicho al fin enunciado,
pero que remite al discurso de una figura referencial, la del capitán5.
Pero sin anticipar la resolución de la situación del muchacho en esa
playa desierta y cercada por la nada, notemos entonces que la
orfandad que había “empujado a los puertos” (EE 11) al entenado va
más allá que una carencia biográfica o afectiva: el viaje regresivo
hacia la otra orilla del océano conlleva la muerte de una posible
imagen paterna, dentro de una lógica de anulación de la función
ordenadora de la palabra (la garganta es el lugar de la herida y los
puntos suspensivos la imagen tipográfica de un silencio nefasto). El
padre, la muerte, la palabra, están entonces, en estas primeras
páginas de la novela, íntimamente asociados. Como un retorno
fabuloso luego de la partida cataclísmica de Pichón en “A medio
borrar”, el hombre saeriano regresa, en el espacio y en el tiempo,
hacia las fuentes históricas e inconscientes de un conflicto.
Ahora bien, el asesinato del capitán y de su escolta se inscriben
en una perspectiva precisa: la de la comida caníbal. Es de notar ante
todo que el festín antropofágico de la novela así como el desenfreno
sexual incestuoso que lo prolonga, presentan rasgos del festín
totémico en la visión freudiana. En el mito creado por Freud en
Totem y tabú la horda primitiva mata al padre y consume su cuerpo,
actos que van a suscitar una culpa retrospectiva y la instauración del
padre como figura del Padre muerto (con interiorización de la
prohibición del incesto en tanto que corolario)6. A pesar de la
pluralidad de víctimas, la atención del narrador se concentra en el
despedazamiento del cuerpo del capitán: es el suyo al que los
descuartizadores le están cortando la cabeza cuando el muchacho

55
descubre con terror la actividad de los indios; es el único cadáver
identificado antes de que los cuerpos se conviertan en la carne
indistinta de un “animal desconocido” (EE 46-57): es el padre el que
será devorado. Esta interpretación se justifica también por la
ausencia de jerarquías en el seno de la tribu: los indios son todos
iguales y sólo sus funciones los distinguen unos de otros (asesinos y
por lo tanto cocineros, ajenos al festín, o consumidores de carne
humana y partícipes de la orgía sexual), aunque esas funciones sean
perfectamente intercambiables. Del mundo español, organizado
verticalmente (a partir del Rey, de su nombre y sus símbolos, que
rigen la vida del grumete durante la expedición marítima), el
protagonista pasa a un mundo horizontal, en donde se excluye toda
figura dominante y singular. Ningún indio tiene rasgos de carácter
lo suficientemente fuertes para convertirse en un personaje
completo: las pocas informaciones dadas sobre tal o cual miembro
de la tribu tienden más bien a definir y a describir el conjunto (el
grupo humano colastiné), como una modalidad particular de una
instancia colectiva. Los indios no logran, a pesar de sus esfuerzos
recurrentes por destacarse de la colectividad, superar la
indiferenciación de la masa. No hay ningún individuo único, no hay
nombres propios, no hay organización social basada en el
reconocimiento de una superioridad jerárquica. La tribu aparece
como un grupo de hermanos — o de pares —, amenazado por el
Padre muerto, inmediatamente después del parricidio, lo que
explicaría la virulenta represión del recuerdo de la orgía que
prolonga su realización efectiva, así como el carácter normativo y
rígido de las relaciones de los colastinés con la sexualidad —
normas y rigidez que, de más está decirlo, se resquebrajan
progresivamente hasta dar lugar, un año después, a una nueva orgía.
Si inscribimos a la tribu colastiné en la trayectoria ficcional de
Saer, encontramos un ejemplo similar y opuesto, el de los 'gorilas'
que pueblan las fantasías despiertas del juez Garay López en la
novela Cicatrices. En ese texto, los repetitivos paseos y las
lacónicas actividades del personaje están jalonados por la irrupción
voluntaria y compulsiva al mismo tiempo de un universo
imaginario, poblado de gorilas fornicadores, salvajes, arcaicos. Pero

56
a diferencia de los colastinés, los gorilas están dominados por un
jefe, cuyo poder se define en términos de superioridad sexual: la
reunión del grupo se justifica por el consumo de “animales
sacrificados”, por la danza lasciva de mujeres que prolonga la
comida, y por fin por un acto sexual público, realizado por el “jefe
máximo” que exhibe su erección antes de penetrar a la mujer
elegida (CI 183-190). Si los puntos en común con el festín de los
colastinés son numerosos (lo que permite afirmar que El entenado,
entre muchas otras cosas, reescribe un episodio de Cicatrices), una
diferencia fundamental salta a la vista: en este caso hay una figura
autoritaria, opresiva y feroz, cuyo dominio se cimienta en el poder
sexual y en el derecho a poseer a todas las mujeres, mientras que en
el seno de la tribu indígena no hay ningún padre. Entre las dos
orgías vemos entonces una evolución que coincide con el paso de la
horda primitiva al parricidio y la interiorización de la prohibición
del incesto que leemos en el mito freudiano.7
En cuanto al otro padre, el padre Quesada, hay que notar la
exuberancia, la inteligencia, la energía vital que caracterizan al
personaje, rasgos que anuncian o repiten otras imágenes, como la de
Washington en algunos textos — en Glosa, por ejemplo —, o la del
doctor Weiss, “amigo”, “maestro” y “mentor” del narrador de Las
nubes, ya fallecido pero cuya palabra es una fuente constante de
referencias y reflexiones (LN 20); imágenes que, a pesar de todo,
son excepcionales en el corpus. El padre Quesada está
sobredeterminado como tal por su papel en la vida del entenado y
por su definición general (virilidad, cultura, dominio del lenguaje).
El rasgo principal del padre Quesada es su denominación — es un
“padre” ya de por sí —, pero además él es el único que tiene
derecho a un nombre propio en El entenado, rasgo distintivo
asociable con su función simbólica: dentro de la uniformidad de los
otros personajes, del anonimato y de la substitución sin relieve de
sombras ficcionales, el padre Quesada es el personaje marcado, el
freno dentro del desliz de equivalencias, la particularidad en el
océano de lo indeterminado; él se llama porque es capaz de llamar,
de nombrar, gracias a la cultura y a la escritura (y su nombre, por
otra parte, lo emparienta con otro 'padre' — literario esta vez: el

57
Quijote)8. El escribe, después de largos interrogatorios al
protagonista, una Relación de abandonado que rinde cuenta de su
estadía en el seno de la tribu y que, aunque se define en la novela
como un texto falso y convencional (deformado por prejuicios y
puntos de vista ideológicos), es un texto que lo califica como
escritor y biógrafo del protagonista. Pero sobre todo es él quien
permite la reintegración del grumete en la lógica de la lengua
materna, y por lo tanto la superación de la lengua paradójica y
contradictoria de los colastinés. Además, es el padre Quesada el que
le enseña la cultura y la escritura, o sea el que lo inicia en la esfera
del sentido y la narración. Como en En busca del tiempo perdido o
en Don Segundo Sombra, en la novela el proceso de aprendizaje y
su resultado se confunden: el protagonista cuenta cómo superó la
indiferenciación primordial y el vacío de sus orígenes, cómo,
gracias al acceso a la órbita de lo simbólico, cumplió con la misión
que le atribuyeron los indios y cómo, para lograrlo, debió pasar de
la iniciación comenzada por una prueba regresiva — la vida en el
seno de la tribu colastiné — a l’interiorización de la figura paterna
del padre Quesada.
Porque si la estadía en la tribu ha podido tener un valor de
aprendizaje, éste se refiere a la posibilidad de terminar ordenando
frases y acontecimientos en forma de relato. A pesar del contagio
del mal de los indios — su incertidumbre esencial —, el paso de la
confusión a la historia se lleva a cabo gracias a la intervención del
padre Quesada. El hecho fundamental de la vida del grumete no es
en sí la estadía en la tribu, sino el paso de la estadía al dominio del
saber y de la escritura (es decir a la posibilidad de repetir la
experiencia a través de un proceso de representación). Este paso de
la experiencia muda a su expresión discursiva es el contenido de un
difícil aprendizaje; frente a la experiencia de lo indistinto surge,
progresivamente, la expresión de un sentido:

Tuve, por fin, un padre, que me fue sacando, despacio, de mi abismo gris
[...] No fue fácil; más que el latín, el griego, el hebreo y las ciencias que
me enseñó, fue dificultoso inculcarme su valor y su necesidad. Para él,
eran como tenazas destinadas a manipular la incandescencia de lo sensible;
para mí, que estaba fascinado por el poder de la contingencia, era como

58
salir a cazar una fiera que ya me había devorado [...] Después, mucho más
tarde, cuando ya había muerto hacía años, comprendí que si el padre
Quesada no me hubiese enseñado a leer y escribir, el único acto que podía
justificar mi vida hubiese estado fuera de mi alcance. (EE 127)

La estadía del grumete en la tribu tiene, así, un valor de fábula de


regresión hacia la nada y de nuevo nacimiento, de nuevo acceso al
sentido del lenguaje y del tiempo. Este proceso, en cierta medida, se
inicia con la llegada del protagonista al universo de los colastinés.
Insistentemente se afirma que éstos viven en un cosmos repetitivo,
inmóvil, fluctuando entre lo pulsional y lo normativo. El grumete,
por el hecho de ingresar en ese universo está trayendo consigo
entonces la destrucción; su llegada no se integra en los ciclos que
rigen la vida de la tribu; su presencia, consecuentemente, prepara y
sugiere los fundamentos de una cronología y de un relato. La
imposibilidad de los colastinés de devolver el adolescente a su tribu
de origen, y por ello, su larga estadía en el caserío, son los primeros
indicios de la ruptura de un tiempo hasta entonces inmutable. Por
otro lado, cuando el regreso del grumete hacia sus 'semejantes' se
realiza por fin — cuando un barco atraca en los parajes —, su
contacto con los españoles produce la destrucción definitiva de ese
mundo del cual el muchacho se aleja (la expedición borra a la tribu
de esas tierras). Y lo que es todavía más grave: el grumete no
produce solamente muerte y destrucción, sino también y sin saberlo,
introduce en la circularidad las huellas de lo definitivo: es decir el
relato que luego crea y el medio usado para lograrlo, la escritura. El
mundo regresivo — el mundo sin sentido, los continuos puntos
suspensivos de la frase postrera del capitán —, desaparece, el
mundo materno indiferenciado se convierte en una secuencia
narrable. A pesar de las incertidumbres que acompañan la narración
de esta historia, a pesar de las hábiles dosis de ambivalencia y de
apariencias que despliega como un acordeón, en la medida en que
lleva a cabo una enunciación límpida de los acontecimientos, el
grumete destruye lo indeterminado con el arma del sentido. Todo
era posible, ya nada lo es: los recuerdos están escritos.
La primera muerte (la del capitán) desencadena una extrañeza:
“...con la muerte de esos hombres que habían participado en la

59
expedición, la certidumbre de una experiencia común desaparecía y
yo me quedaba solo en el mundo para dirimir todos los problemas
arduos que supone su existencia” (EE 32): la verdadera orfandad
empieza en esa playa, junto con el capitán muerto y la impresión de
estar en una situación “análoga a la que atravesamos en los sueños”
(EE 34, ya citado). Después del proceso de aprendizaje de la palabra
y la cultura del protagonista, Quesada, el segundo padre, muere
también repentinamente, en una lógica compulsiva de repetición.
Esta repetición deja al protagonista de nuevo hundido en una
confusión de la que saldrá, a duras penas, gracias a la escritura y a
su propia paternidad adoptiva. Su familia será falsa (como una
ficción) ya que sus hijos y nietos no son verdaderamente suyos; y
todos, del abuelo a los niños, vivirán de una imprenta. Retorno
reparador y construido al punto de partida: paternidad y palabra. Si
la anterioridad ficticia de El entenado con respecto al resto de la
obra, pero también su atemporalidad relativa, su carácter
supuestamente ejemplar, su dimensión de página olvidada y situada
antes del comienzo de la historia documentada, sitúan a la novela en
la esfera de un mito personal de génesis del mundo narrativo
cerrado de la Zona, en este relato fundacional encontramos una
pérdida de orígenes, la muerte de una imagen paterna, previamente
debilitada y borrada por una posición melancólica, un desenfreno
pulsional que instaura una figura de Padre muerto, un difícil proceso
de aprendizaje que lleva a encontrar otras imágenes paternas y, pese
a ciertas repeticiones angustiantes, la integración del orden
simbólico del lenguaje con el correlato de la propia paternidad,
superadora del orden inestable del que había partido el personaje.
Las peripecias edípicas verosímiles, explícitamente presentes en
algunos relatos anteriores, han desaparecido: estamos ante una
Novela familiar creada por el niño hallado, es decir ante una
transcripción maravillosa y mitificante de las corrientes afectivas
que dominaban la obra hasta entonces. No sólo sobre el grumete,
sino también sobre la obra y el sentido, El entenado narra un mito
de renacimiento.9

*****

60
Las opciones interpretativas esbozadas en las líneas precedentes se
confirman si observamos las especificidades expresivas de las obras
publicadas por Saer después de El entenado; a todas un luces
cambio — a menudo subrayado por la crítica — se ha producido en
la capacidad de construir relatos inteligibles o en la posibilidad de
resistir a la proliferación destructora. El cambio (dentro de la
continua coherencia del corpus) es evidente en el tipo de
organización narrativa y en la inteligibilidad de las novelas, pero
concierne también la representación de la muerte del padre y la
puesta en escena de sus consecuencias. Comencemos por el ejemplo
más significativo y más inmediato. En Glosa (novela publicada tres
años después que El entenado), un personaje homónimo al
protagonista de la primera parte de Cicatrices vive un conflicto
edípico a la vez simétrico y diferente del que hemos estudiado. Las
primeras líneas de la novela desmontan irónicamente la
arbitrariedad que consiste en elegir un referente temporal cualquiera
como punto de partida para la diégesis ficcional, proponiéndole
luego al lector un rasgo esencial de delimitación de la instancia
personaje: su nombre. O sea:

Es, si se quiere, octubre, octubre o noviembre, del sesenta o del sesenta y


uno, octubre tal vez, el catorce o el dieciséis, o el veintidós o el veintitrés
tal vez, el veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta uno pongamos
— qué mas da. Leto — Angel Leto, ¿no? — Leto, decía, ha bajado, hace
unos segundos, del colectivo... (GL 13)

El nombre, recordémoslo, es un rasgo definitorio tanto más esencial


en este caso que los personajes saerianos (y el de Angel Leto en
particular) reaparecen en textos distintos: el apellido en sí es
interesante ya que la raíz posible de Leto (letum, es decir muerte),
inscribe al personaje en una filiación nefasta. Sea como fuere, el
“¿no?” con el que narrador comenta su propia instalación de un
personaje en el tiempo y en el espacio antes de comenzar a narrar,
es por un lado una nueva distanciación irónica sobre los
procedimientos narrativos, que pierden así naturalidad o
invisibilidad (distanciación sistemática en toda la novela), pero es

61
también un guiño al lector de la obra precedente, a quien se le
propone reconocer en esa instancia textual que surge en la primera
página a un personaje definido, con historia, rasgos distintivos,
inscrito en una red de relaciones y ya confrontado con
circunstancias y situaciones. El “¿no?” propone una continuidad,
como si el narrador fuese una Sheherazade que retoma, en esta
nueva noche, uno de los múltiples hilos ficcionales trazados en
relatos anteriores. Y efectivamente, el lector reconoce al personaje
que aparece en La vuelta completa (segunda novela de Saer,
publicada en 1966) y al protagonista de un texto breve “Amigos”
(publicado en 1976 en Argumentos — LM 115-118), en el que un
Angel Leto, militante de un grupo de guerrilla urbana, se dispone a
matar a un sindicalista corrupto (episodio que se sitúa, por lo tanto,
en el futuro con respecto a la apertura de Glosa y que anuncia la
evolución de un personaje, ya que él participará en la lucha armada
y morirá a causa de esa participación). Pero el lector tendría,
también, que asociar al joven con el adolescente denominado Angel
que es narrador-protagonista de la primera parte de Cicatrices.
Ahora bien, toda una serie de indicios contradicen la identificación
(personalidad de la madre, condiciones de muerte del padre, fecha
de llegada a la ciudad, tipo de relaciones con Tomatis, oficio,
reacciones y personalidad del muchacho); identificación que sin
embargo está sugerida por la homonimia y por una situación
familiar simétrica (Angel Leto vive también solo con su madre,
después de la muerte del padre).
Si el interrogante sobre la identificación de Angel Leto con
Angel se plantea, la respuesta es, por supuesto, tan superflua como
la pregunta: ambos son y no son el mismo. El conjunto de
reapariciones de los personajes en la obra de Saer se caracteriza por
una coherencia espectacular entre textos escritos a veces con veinte
años de diferencia. Esta característica le atribuye a la ambigüedad
entre el 'Angel a secas' de Cicatrices y el 'Angel con apellido' de
Glosa un valor de ruptura, de excepción, asociable con el
planteamiento de un conflicto edípico, tal cual ha sido comentado
más arriba. La obra se relee y reescribe — según un principio
recurrente —, pero en este caso transforma las coordenadas de la

62
Novela familiar esbozada. La evolución de la relación con el padre
y con la muerte en Glosa — y seguramente la etapa de recuperación
de imágenes referenciales, de aprendizaje y de definición de una
identidad que es El entenado — sugieren una reconstrucción del
triángulo edípico de Cicatrices, lo que retrospectivamente tiende a
subrayar la trascendencia del conflicto allí sugerido.
Más allá de algunas variantes anecdóticas, las transformaciones
son las siguientes: el padre de Angel Leto no es más un hombre
indiferenciado, sin relieve, medio, sino que su apatía reproduce las
inquietudes existenciales de muchos personajes saerianos (como el
capitán de El entenado), y en particular, en el marco de Glosa, las
de un Tomatis que manifiesta los primeros síntomas de su
“extrañamiento” (“lo que los individuos que llaman psiquiatras,
llaman una depresión” — GL 247). Inquietudes existenciales que en
el padre — como en Tomatis — se refieren constantemente al paso
del tiempo y a la muerte:

A la suma de tardes, de albas, de anocheceres que fue el tiempo de su vida,


la había ido corroyendo esa substancia mortal que él mismo segregaba y
que, hiciera lo que hiciese, aun cuando se quedara inmóvil o tratase de
detenerla, nunca paraba de fluir ni de dejar su rastro pestilencial sobre las
cosas. (GL 54)

Ese hombre se encierra en su taller de electrónica, pasa sus días


deshaciendo y reconstruyendo mecanismos complejos y sutiles, lo
que supone un intento de comprensión, de construcción — intento
que lo lleva al suicidio: ya no se trata de un ajeno borrado de la
escena ficcional, sino de un personaje que comparte, antecede,
ejemplifica, la trayectoria existencial de los personajes — y cuya
postura de 'constructor', 'inventor', 'observador de mecanismos' y
responsable de la 'puesta en escena' de su muerte no es ajena a la de
un escritor. Aunque Leto no siente “ni amor ni odio” (GL 54) por él
(reproduciendo por lo tanto la negación de lo afectivo que habíamos
visto definirse en Cicatrices con respecto a la figura y a la muerte
del padre), las coordenadas de su suicidio, la puesta en escena del
acto, los pasos vitales que lo llevan hasta esa anulación de sí mismo,
son el telón de fondo trágico de la principal línea ficcional de la

63
primera parte de la novela. Efectivamente, la analepsis interrogativa
de Leto domina sus pensamientos durante la caminata junto al
Matemático por una avenida del centro de la ciudad: las
circunstancias y causas del suicidio del padre están presentes por
detrás de una conversación que intenta reconstruir la verdad de un
acontecimiento nimio — conversación que induce un tono
humorístico y una serie de brillantes disquisiciones. La muerte del
padre deja de ser un acto sin trascendencia para convertirse en un
acontecimiento mayor — sobre todo en comparación con los
tropiezos de caballos y el comportamiento de los mosquitos que
ocupan un lugar importante en la novela —, cuyo desciframiento
permite la comprensión del propio destino y la comprensión de la
propia muerte, puesto que Leto, repitiendo una fatalidad que lo
inscribe en una filiación, se suicidará años después. Si en Cicatrices
el suicidio de Luis Fiore provoca la emergencia de una pasión
negada, vemos que aquí la reescritura del triángulo edípico y de la
muerte del padre integran en un único personaje elementos
dispersos en la novela precedente: el padre no sólo muere en las dos
ficciones, sino que comparte con Tomatis (en la primera versión,
amante de la madre) su posición melancólica, y se suicida, como
Luis Fiore. Por otro lado, la madre en Glosa desvirtúa el gesto de su
marido, atribuyéndole una inverosímil enfermedad que explicaría el
suicidio, mientras que en Cicatrices el padre muere efectivamente
de una enfermedad grave.
Las consecuencias de estas variantes, transformaciones y
agregados serían las de revalorizar la imagen paterna (ya no
indiferenciada, sino anulada por una angustia existencial que los
hijos comparten), lo que seguramente explica que este Angel sí
tenga apellido (recordando la importancia de la filiación gracias al
nombre: piénsese en el anonimato del protagonista de El entenado y
en sus obsesivas referencias a una “nada” originaria). En este
sentido, el hecho de que Glosa se escriba después de la historia de
iniciación y aprendizaje del grumete es por supuesto significativo.
Por otro lado, al interrogar la personalidad y las condiciones de la
muerte de su padre, Leto incorpora contenidos negados hasta
entonces; esa incorporación, dentro del juego de filiaciones y culpas

64
edípicas, explica su propio suicidio (suicidio que se produce 'por
casualidad' en la calle en donde estaba situada la casa de la infancia,
la calle Arroyito: esa muerte es un retorno al lugar de los conflictos
del pasado). La muerte de Leto, además de suponer la ruptura de
una inmortalidad para significar el horror de la historia (como vimos
en el capítulo precedente), es el cumplimiento paradójico de la
voluntad del padre, cuya muerte está descrita como una “descarga”
que intenta alcanzar al hijo (GL 81); o sea que se la puede leer
también como una peripecia imaginaria, como una identificación
con el padre muerto. Recuérdese que en un texto intermedio entre
Cicatrices y Glosa, “Los amigos” Leto, ya adulto (tiene treinta y
tres años, la edad de Cristo), se prepara a matar a un hombre que es
a su vez culpable de asesinato, pero piensa que esa muerte, aunque
sucediera “nunca lograría sacarlo por completo del mundo” (LM
116). El asesinato — o las fantasías de asesinato — no impiden la
perduración de la imagen del Padre muerto, al contrario: en ese
mismo relato Leto recuerda a un amigo fallecido cuando él tenía
dieciocho años (edad verosímil para los dos Angel de las dos
novelas: ¿de qué muerto se está hablando?), y constata que, a pesar
del tiempo transcurrido desde entonces, ese amigo sigue “tan
presente en el mundo como él mismo” (LM 117).
Aunque sin lugar a dudas el paso del vacío de sentimientos a una
narración repetida de la muerte violenta o trágica del padre es una
evolución significativa de la obra, no hay que atribuirle al conjunto
de la saga saeriana un carácter lineal, de 'crecimiento' y 'superación'
de conflictos, ya que la figura que domina es la de la circularidad, la
de la repetición, con variantes y múltiples modalidades, de
elementos similares. Con todo, el contraste entre la puesta en escena
de la escritura madura (en Cicatrices) y lo que sucede después,
permite comprender mejor las motivaciones y la dinámica afectiva
de las ficciones. Para interpretar hay que probar, por lo menos,
repetición y localización significativa, lo que lleva, en este estudio,
a una cronología excesivamente límpida (a una relación progresiva
de causa-efecto mecánica). Porque encontramos variadas pruebas de
ficcionalización recurrente de los mismos conflictos y de las mismas
peripecias de aprendizaje y superación; una de ellas es, en Las

65
nubes, la reproducción de la creación de una familia y la instalación
de una relación de maestro-discípulo, entre el joven doctor Real y el
doctor Weiss (personaje muy similar al del padre Quesada). De
pronto, leyendo el balance que el doctor hace de su vida (mucho
después, desde Europa y luego de la muerte de su 'iniciador') nos
parece releer los términos utilizados por El entenado para narrar su
salvación gracias al padre Quesada. Por ejemplo:

...supe al fin que el verdadero maestro no es el que quiere ser imitado y


obedecido, sino aquél que es capaz de encomendar a su discípulo, que la
ignoraba hasta ese momento, la tarea justa que el discípulo necesita. (LN
133)

O sus palabras para rendir cuenta de la construcción de una familia


(el esbozo de una Novela familiar):

...él (el doctor Weiss) constituía mi verdadera familia, no porque yo


renegase de los de mi sangre, sino porque a través de él descubrí un nuevo
parentesco, el que une a todos aquellos que, diferenciados por rasgos
propios del nivelamiento sin brillo que imponen a veces los lazos de
sangre, buscan al margen de esos lazos nuevas afinidades que comprendan
y fecunden esas diferencias. (LN 133)

Hecha esta aclaración y constatada la necesaria restricción a toda


lectura 'positivista' o, mejor, 'desarrollista' de la saga saeriana, hay
que notar que otros ejemplos, en otros períodos, pueden ser leídos a
partir del episodio edípico de Cicatrices. Con respecto al suicidio
del padre, nótese que la serie de crímenes de La pesquisa, si
creemos que Morvan es el asesino, o al menos las crisis de
extrañamiento y sonambulismo del personaje, son la consecuencia
del suicidio del padre. El suicidio es un cataclismo — teniendo en
cuenta sus efectos —, aunque el comisario parezca no reaccionar
con la debida emoción ante el acontecimiento: he aquí otra
repetición o resurgimiento de episodios ya ficcionalizados. Esa
muerte, tanto en la obra como en la ortodoxia psicoanalítica, suscita
una crisis mayor en los hijos varones; la crisis, en el caso de
Morvan, concierne directamente el cuerpo materno y fantasías
sádicas de posesión y destrucción del antro en el que surge la vida.

66
Como en El entenado, la muerte desencadena una especie de locura
cíclica (la puesta en escena del crimen, comparable con la orgía
veraniega de los colastinés), locura que dialoga con la posibilidad de
hundirse en la nada originaria, de retornar al vientre materno — que
es una fantasía explícitamente presente. En el caso de La pesquisa
también es necesario señalar que el suicidio (equivalente al borrado)
del padre se produce después de una revelación que éste le hace a su
hijo, revelación que introduce una ambigüedad en su filiación: la
madre de Morvan había huido, enseguida después del parto, con su
amante, un miembro de la Gestapo durante la Ocupación en Francia.
No sólo el padre muere, sino que, como en un resurgimiento
inesperado de la Novela familiar, el padre no es quizás el padre
conocido, un 'honrado padre de familia', sino otro, un enemigo, un
padre imaginario asociado al horror histórico. En esta perspectiva es
notable que Morvan, en sus paseos oníricos por una ciudad
fantasmática, se tope con estatuas que representan un objeto de culto
y veneración desdibujado, pero siempre masculino:

...las estatuas que se levantaban en las plazas y en las esquinas principales,


(eran) difíciles de descifrar: de una de ellas, bastante más grande que las
que Morvan conocía, y que por esa razón hubiese podido interpretarse con
más facilidad, era casi imposible saber lo que representaba. Hombre,
animal, figura ecuestre, centauro, sátiro, bisonte, ángel o mamut, las
rugosidades de la piedra y tal vez la erosión, delataban el origen arcaico
del monumento y borroneaban su sentido. (LP 26)

La figura paterna — o la metáfora paterna — es arcaica,


borroneada, ambigua (ángel, sátiro, hombre, animal...) y carece,
aquí también y otra vez, de “sentido”. Es notable asimismo que el
signo anunciador del paso de la ciudad real (en donde Morvan es un
respetable policía) a la ciudad onírica (en donde quizás sea un
asesino inhumano), sea la aparición en el dinero (en los billetes que
usa el comisario), de imágenes mitológicas monstruosas: Caribdis,
Escila, Quimera, Gorgona. En vez de los 'padres de la patria' que
figuran allí, y que circulan, sirviendo de valor de cambio y de
intercambio entre los hombres, lo que se impone en esa pesadilla es
una imagen materna negativa que da lugar a una expansión

67
fantasmática.
En La ocasión, las dudas sobre la identidad del hijo — anunciado
como antepasado de los argentinos de hoy y de los demás
personajes de la Zona — ocupan el centro de la ficción (¿Bianco es
o no es el 'engendrador' del niño que Gina lleva en su vientre?). La
novela comienza por una duda o por una representación intermitente
del relato (los repetidos interrogantes sobre una escena de posible
adulterio entre Gina y Garay López que obsesionan a Bianco), una
duda que se convierte en el desarrollo de la novela en una
ambigüedad sin resolución sobre la filiación. El padre es doble, el
padre es incierto, lo que constituye el punto de partida proverbial de
la Novela familiar en la versión freudiana: la puesta en duda de la
identidad paterna y la aparición del bastardo, que es el héroe por
antonomasia de esas ficciones (bastardo que se confunde en La
ocasión con una figura de antepasado). Por otro lado, un padre
terrible y amenazador que surge detrás del buen padre (como en La
pesquisa) o que ocupa a medias su lugar, es rastreable en la obra de
Saer. Lo identificamos en el “gran jefe” de los gorilas en Cicatrices
o, en La ocasión, con un tono más verosímil, en el padre incestuoso,
borracho, violento de Waldo, ese padre que será asesinado por sus
hijos. Y quizás sea posible asociarlo, también, con esa mezcla de
animal y de hombre que parece ser el torturador experto de Nadie
nada nunca, el Caballo Leyva (NN 101-104). En todo caso, el
debilitamiento de la identidad del padre (resabio del padre
indiferenciado de Cicatrices y del vacío paterno de El entenado) y
la aparición, detrás de su imagen positiva, de una imagen paterna
negativa, producen entonces, en tanto que relación causa-efecto, el
desenfreno los crímenes de ancianas en La pesquisa. En La ocasión
su muerte suscita un estado de locura y clarividencia paradójicas:
Waldo se vuelve un adivino — un escritor. En los dos ejemplos,
repitiendo un mecanismo que constatamos desde la historia de
Angel en Cicatrices, la muerte del padre es la ruptura, el
condicionante, el mecanismo que pone en marcha el desarrollo de la
ficción, los interrogantes sobre el sentido, los pasos al acto de los
hijos, el surgimiento de la literatura.

68
*****

Las repeticiones en la configuración del conflicto edípico llevan a


una primera conclusión: el padre es a la vez el muerto, el ausente, el
débil; la obra se escribe y se define después de la muerte del padre
más que como relato de esa muerte, para narrar también las
peripecias de recuperación de una figura referencial. La violencia
subyacente de la relación del hijo con el padre muerto aparece en
algunas figuras de filicidio y locura, tanto como en representaciones
fugaces del padre como padre imaginario. Pero la consecuencia más
espectacular y más trascendente de esta situación es la de fijar cierto
tipo de relación con el otro ángulo del triángulo edípico, es decir
con la madre y, de manera más englobante, con lo materno. Otro
elemento que merece ser subrayado, y que se desprende como
constante de las situaciones ficcionales estudiadas, es que la
posición ante el padre se emparienta con la posición ante la escritura
— lo que es más que previsible dentro de una poética de la
autorreferencialidad y el autotematismo como la de Saer. Antes de
analizar las implicaciones formales y constructivas suscitadas por
las corrientes afectivas de la obra notemos que “El intérprete”, un
relato breve publicado en Argumentos (LM 87-89), permite cerrar
este primer nivel de análisis profundizando los vínculos entre el
deseo edípico, el parricidio y el discurso.
“El intérprete” es uno de los escasos textos escritos por Saer
fuera de la unidad espacio-temporal de la Zona: no sólo porque se
trata de una ficción histórica (situada en el siglo XVI, lo que
después de todo es también la época de la diégesis de El entenado y
de “Paramnesia”, un cuento de Unidad de lugar — 1967), sino
porque no se desarrolla a orillas del 'padre de ríos' sino en Perú (o en
algún lugar indeterminado de la costa del Pacífico en América del
Sur). El marco histórico referencial es la conquista del Imperio inca
por Pizarro y algunos de sus protagonistas y acontecimientos: el
personaje de Felipillo — joven indígena que les sirvió a los
españoles de intérprete durante la campaña militar —, el juicio de
Atahualpa (Ataliba en el cuento de Saer) en el que Felipillo traduce
lo dicho, y una anécdota de la biografía de este último: después de

69
la muerte del Inca, el muchacho se casa con la mujer de Atahualpa.
Sin comentar las estrategias de representación y transformación del
referente histórico (comparables a las pautas narrativas utilizadas en
El entenado) notemos que la situación de enunciación del cuento es
similar a la de esa novela — o que la prefigura. En la vejez,
Felipillo recapitula algunos episodios de su vida: la llegada de los
españoles, el aprendizaje de otra lengua, el juicio de Ataliba, la
guerra y las consecuencias del proceso, o sea la destrucción el
mundo antiguo (las ciudades “rojizas”) y el surgimiento de un
mundo nuevo (las ciudades “blancas”). Esta mirada retrospectiva
tiene una similitud con la autobiografía del anciano en El entenado,
entre otras cosas porque el cuento se abre con una metáfora de las
huellas dejadas por el narrador en la arena como una marca, análoga
a la escritura, de los años vividos:

Ahora me paseo por la orilla del mar, sobre una arena más lisa y más
amarilla que el fuego. Cuando me paro y miro para atrás veo la guarda
entrecruzada de mis pasos que atraviesa intrincadamente la playa y viene a
terminar justo bajo mis pies [...] Si miro el horizonte, me parece que
empezaré a ver, otra vez, los barcos carniceros avanzando desde el mar
hacia la costa, puntos negros primero, filigranas llenas de coladuras más
tarde, y por último cascos panzones sosteniendo las velas y una selva de
palos y de cables...

Las naves españolas que surgen en el horizonte están descritas como


la aparición de otra escritura, diferente de la “guarda” que los pasos
dibujan en la arena (guarda que remite, en el texto, a la “guarda
imperial que reaparece, una y otra vez, en las fachadas, en la
vestimenta de la corte y en los cacharros”, o sea a un atributo del
'primer' padre, y abre un campo léxico del tejido como metáfora
continuada de la combinación lingüística, que se justifica
históricamente por los quipus utilizados en el mundo precolombino
peruano). A esta “guarda” se le opone entonces la imagen de la
aparición de las naves, repetida en términos idénticos para, después
del bautismo (son los españoles los que le dan un nombre a un
personaje hasta entonces anónimo), narrar el aprendizaje gradual de
otra lengua:

70
La vislumbré, gradual, y hacia mí, Felipillo, las palabras avanzaron desde
un horizonte en el que estaban todas empastadas, encimadas unas sobre las
otras para ser, otra vez, como los barcos, puntos, negros, filigranas de
hierros negros...

La doble competencia lingüística, y más allá, la doble pertenencia


cultural del personaje, ocupan así el centro del texto, el lugar de
tensiones y conflictos: por un lado, el muchacho se expresa en la
lengua de los españoles (la de los “carniceros”), pero esa lengua
sigue siendo, para él, una convención sin sentido, como la pared
blanca que quedó después del desmoronamiento de un edificio
construido por los invasores:

Pienso que la lengua carnicera es para mí como esa pared, compacta, inútil
y sin significado y que me enceguece cuando la luz rebota contra su cara
estragada y árida. Una pared para arañar hasta que sangren los dedos o
para chocar contra ella, sin una casa atrás a la que entrar para que nos
defienda su sombra.

Frente a esa lengua inhóspita y ajena se sitúa una nostalgia repetida


por la “palabra antigua” con que la madre lo llamaba al hogar,
palabra asociada a la función materna por excelencia (un “olor a
comida”) en una “ciudad rojiza escalonada hacia el cielo”. Leído
así, el texto problematiza el mestizaje latinoamericano, la relación
con las culturas centrales, la contradicción lingüística fundacional
de todo pensamiento o expresión en el continente, y al mismo
tiempo tematiza, como es frecuente en Saer, el aprendizaje, el
surgimiento o el significado en general del lenguaje y de la
escritura.
Pero la confrontación entre dos lenguas (dos mundos, dos leyes,
dos universos irreconciliables) aparece como la confrontación entre
lo materno (evocado con infinita nostalgia, en tanto que pérdida sin
compensaciones posibles) y lo paterno (convertido en una lengua
normativa pero sin profundidad imaginaria, como esa pared "sin una
casa atrás”); lo que justifica el martirio que sufre el personaje es el
hecho de haberse dejado seducir por la blancura luminosa y potente

71
de lo paterno, que se revela ser “carnicero” y haber perdido,
irremediablemente, el mundo femenino de la oscuridad rojiza y
cálida. Por otro lado, el texto da una visión peculiar de la
responsabilidad histórica de Felipillo: ésta es abrumadora en la
destrucción del mundo antiguo, y a la vez, su pasividad tiende a
convertirlo en inocente; sus actos se explican porque el brillo de las
armas lo encegueció y las voces de la otra lengua lo ensordecieron.
Más que culpable es víctima, porque el doble sistema lingüístico lo
convirtió en un “pozo seco y sin fondo”. Y sin embargo, el
aprendizaje de la lengua “carnicera” no es más que la preparación
de su rol en el drama que se prepara, rol que aclara la polisemia del
título: “Cuando los carniceros juzgaron a Ataliba, yo fui el
intérprete” nos dice, lo que podemos leer tanto en el sentido de
traductor, como en el de actor que desempeña un papel (o sea, “yo
traduje lo dicho por otros”, o “yo actué lo que sucedió”). Doble
sentido y doble función, que están presentes durante todo el juicio,
ya que él se sitúa tanto en el lugar del juez como en el de la víctima:

...mi cuerpo [fue] el telar afiebrado donde se tejió el destino de una


muchedumbre con la aguja doble de mi lengua. Las palabras salían como
flechas y se clavaban en mí resonando. ¿Entendí lo mismo que me dijeron?
¿Devolví lo mismo que recibí?

La doble postura equivale a identificar cada uno de los mundos con


la lengua que lo representa: es carnicero y español en castellano, es
indio y víctima en su lengua materna. La expresión discursiva es
ocupada así por una carga metafórica que supera sus límites
anecdóticos para situarse en una dinámica de relación con el padre y
con la madre; los dos códigos establecen una relación marcada por
una ambivalencia irremediable frente a las dos instancias
formadoras. Las palabras no son la realidad pero sí equivalen al
afecto que el individuo invierte y recibe en y desde la realidad.
Si el doble código lingüístico (por un lado el materno,
imaginario, por el otro el paterno, activo en la lengua utilizada por
el narrador, o sea el único código pertinente) tiene un papel
trascendente en el texto, la pasividad del narrador, su sufrimiento
latente, su vacío interior (“pozo seco y sin fondo”), las dudas sobre

72
su capacidad para 'traducir' y por lo tanto para frenar la
multiplicidad de sentidos (otra vez, el “pozo sin fondo”), son
asociables con su responsabilidad edípica en la muerte de Ataliba.
La única explicación coherente del comportamiento del personaje es
de ese orden:

...cuando mis ojos, durante el juicio, se clavaban en las tetas azules de la


mujer de Ataliba, tetas a las que la ausencia de la mano de Ataliba
permitiría, tal vez, la visita de mis dedos ávidos, ¿la turbación desfiguraba
el sentido de las palabras que resonaban en el recinto inmóvil?

En otro tiempo (un otrora situado antes del ahora de la vejez), en


otra lengua (una lengua sin rasgos conocidos ni palabras
mencionadas), en otro mundo (borrado para siempre con la llegada
de nuevos padres, crueles y asesinos como un padre imaginario), en
otra identidad (antes de Felipillo y de la larga vida de sufrimiento
que se desarrolló desde entonces), en otro espacio-tiempo (este texto
no está situado en la Zona), en el fondo de ese pozo sin fondo, el
narrador fue 'intérprete' de un rol de parricida, fue sujeto de un
deseo incestuoso, fue cómplice de la destrucción del orden materno.
La muerte del padre, festejada y llorada, instituye, tal como lo
postula el mito freudiano, al difunto como Padre: de este punto de
vista es notable que el texto calle toda alusión a la realización
efectiva del deseo hacia la mujer de Ataliba: la posesión del orden
materno se vuelve imposible en el instante preciso de la muerte del
padre. Por otro lado, el paso de la persona del padre a un lugar de
Padre muerto suscita entonces un vacío (interpretable como
interiorización de una obediencia retrospectiva angustiante, como
reflejo de una culpa, y como inhibición del deseo), instaura una
nostalgia esencial hacia el orden materno (porque definitivamente
perdido) que va a convertirse en una nostalgia cósmica o en la nada
sin fondo de la melancolía. Al mismo tiempo y consecuentemente,
la relación del individuo con el lenguaje se encuentra transformada
en sus cimientos, como efecto y metáfora repetida de las peripecias
de una fantasía edípica. En “El intérprete”, breve relato sin
embargo, vemos resumidos los elementos que actuaban en los textos
mayores de Saer y que corroboran la importancia de la muerte del

73
padre en el surgimiento y el desarrollo de la obra madura del
escritor.

*****

Se podría objetar, con razón, que la lectura que acabamos de


efectuar 'cuaja' demasiado bien, que es equilibrada y agota a su
manera la obra, vaciándola, empobreciéndola, reduciéndola a una
repetición previsible de esquemas psicoanalíticos superficiales. Las
precedentes conclusiones, de orden rigurosamente interpretativo, se
ven en cierta medida limitadas y puestas en duda por el papel
jugado en el proyecto saeriano por la mitología griega como
hipotexto reconocido y por la ficcionalización de la teoría freudiana
(perceptible en su integración en tanto que causalidad novelesca y
en su papel de código de lectura previsto en la escritura). El trabajo
con ambos campos textuales merece un estudio más preciso que,
será llevado a cabo en el momento de contemplar la dinámica
intertextual. Por el momento constatemos que la duda o sospecha
que pesa sobre las interpretaciones propuestas, así como el hecho de
que sea imposible distinguir, por un lado, la dimensión consciente o
preconsciente de las peripecias edípicas comentadas de, por otro
lado, la verdadera irrupción de un nudo fantasmático en la escritura
ficcional, no impiden ni invalidan la importancia de esta reescritura
de un mito de génesis del hombre. El carácter 'narrativo' de la
interpretación propuesta hasta aquí (tanto en la relación causa-efecto
como en su aspecto lineal y cronológico) se explica por el carácter
narrativo en sí de los conflictos representados (Edipo, para Freud, es
un relato) y por la tendencia de la obra a reiniciar las mismas
historias (a volver a escribir la misma novela), en donde se
reproducen parecidas circunstancias. Obsesivamente, Saer vuelve a
los orígenes (de una biografía literaria, de un mundo imaginario, del
surgimiento de una obra) y retoma elementos similares, tanto en las
coordenadas espacio-temporales, en las líneas argumentales, en el
sistema de personajes, como también en los conflictos afectivos. Es
decir que en la primera página de la trayectoria se expone una
situación que evoluciona y se reproduce en las obras siguientes,

74
dándole por lo tanto a la unidad espacio-temporal y a la repetición
de personajes y situaciones de la Zona una trascendencia mucho
mayor. Frente a la pregunta inaugural acerca de lo que repiten las
ficciones saerianas, un esbozo de respuesta de define entonces: se
trata de una exposición y expansión de cierto tipo de fantasías
edípicas, eco literario del 'mito de creación' de la conciencia y de la
sexualidad humanas, de acuerdo a uno de los grandes relatos
explicativos que encontramos en el pensamiento contemporáneo.
Las precauciones metodológicas y las limitaciones arriba
mencionadas no reducen entonces la trascendencia de las
interpretaciones en términos funcionales sino simplemente que
excluyen del horizonte hermenéutico al escritor 'real', lo que es, más
que un inconveniente, una ventaja metodológica que deja las manos
libres para continuar estudiando la obra.
Podemos ahora resumir lo dicho recordando que la novela
familiar y los conflictos edípicos analizados muestran la iteración de
un vacío paterno y que esta situación se halla íntimamente asociada
a la muerte. El padre es, en un principio, asexuado, ausente,
incierto: su identidad es dudosa, aun en los ejemplos en que una
paternidad biológica indiscutible se afirma, ya que lo que domina es
la duda generalizada y las carencias de una función. En tanto que
figura, el padre se encuentra anulado en numerosas ficciones
saerianas: su muerte no es más que una consecuencia de una
presencia borrada, de una ausencia previa. Entre carencia, ausencia
y muerte, el padre deja al hijo solo con la madre, perdido, sin
lenguaje y sin puntos de referencia frente al universo imaginario.
Sin embargo, el paso del padre biológico al Padre muerto supone,
como es sabido, un cambio de rol y suscita una dinámica de
obediencia retrospectiva: las fantasías de parricidio desembocarán
en una culpa subyacente, introduciendo al mismo tiempo una
dinámica mayor en los textos, la de una recuperación simbólica de
figuras referenciales: al padre no sólo se lo mata, también se lo
construye. En todo caso, la falta de reacción frente a la muerte del
padre es un primer indicio notable de un exceso que se transforma
en silencio: esa muerte enfrenta al hijo con una mudez melancólica
que será progresivamente superada hasta esa expresión de una

75
orfandad dolorosa que recorre El entenado. Por otro lado hay que
notar que las fantasías edípicas, al intentar eliminar la presencia del
padre con el fin de alcanzar una unión con el objeto de deseo que es
la madre, excluyen, en un mismo movimiento paradójico, toda
realización; la muerte del padre, anhelada, introduce una barrera
infranqueable entre el hijo y la madre. La crisis melancólica de
tantos personajes saerianos se explica por ese mecanismo: las
ficciones representarían de manera obsesiva un deseo y su
imposibilidad.

2.2 - Del lado de las madres

Así por la escritura bajo al volcán, me acerco


a las Madres, me conecto con el Centro.
Julio Cortázar

Sometimes I feel like a motherless child


Sometimes I feel I am almost gone
Tradicional

Es particularmente significativo que, si intentamos profundizar la


imagen de la madre y las relaciones de todos estos 'hijos' con ellas,
encontremos un material relativamente pobre en comparación con
las figuras paternas ya analizadas. El enfrentamiento, la negación, la
pérdida y la reconstrucción del padre son, ante todo, peripecias
ficcionales; son elementos de una narración relativamente explícita,
por lo que alcanza con llevar a cabo una lectura cruzada de los
textos para esbozar rasgos de un relato sobre el tema. Salvo, quizás,
en La pesquisa (que justamente, pone en escena el retorno sádico de
un deseo incestuoso), la madre va a figurar más como un orden
cósmico, como un universo referencial que metonímicamente
supera su figura (su personaje verosímil) para ocupar el espacio
narrativo y pesar en las crisis melancólicas de los personajes. Con
todo, teniendo en cuenta la importancia de la dinámica edípica en la
obra, y en particular en los primeros textos estudiados, la discreción
de las presencias maternas es en cierta medida sorprendente; si bien

76
mencionamos algunos elementos de definición de una madre
seductora en Cicatrices y de otra, paralizada por el silencio
inexpresivo en “A medio borrar”, recién en La pesquisa, es decir en
la penúltima novela, la relación con la madre del protagonista
constituye el nudo argumental y la motivación del relato. La imagen
materna en el corpus saeriano va a surgir entonces progresivamente,
recorriendo un confuso movimiento espiralado. De hecho, la
irrupción brutal y explícita de un conflicto virulento con la madre y
con el cuerpo femenino en La pesquisa permite, retrospectivamente,
una lectura detallada que prueba, y esa es la hipótesis, que el
universo materno está siempre presente, y que en él y frente a él se
juegan algunas articulaciones fundamentales de la obra.
Simplemente, ese universo irá adquiriendo representaciones
distintas, en una lógica de desplazamiento de lo anecdótico y
verosímil (relación hijo/madre en la intriga) a otras dimensiones
asociables a lo materno; el lugar de la madre será también una
cuestión de lugares, de espacios, de substancias, y no sólo de
personas, como veremos en el capítulo siguiente. Pero para poder
justificar una lectura que interprete la relación del sujeto saeriano
con el mundo como relación del sujeto frente a la madre y al objeto
de deseo, comencemos por una lectura de los elementos más
inmediatamente reconocibles de la representación de la madre.
Vemos que, como eco y réplica de la muerte del padre, aparece una
isotopía en el corpus que gira alrededor de un movimiento regresivo
(de retorno al origen), de representaciones obsesivas del nacimiento
(centradas en la separación del cuerpo materno) y finalmente de
alusiones a la muerte de la madre. Es de notar que estas isotopías se
definen de manera explícita a partir de El entenado, pero lo que no
significa que la figura materna a su manera no ocupe un lugar
central en Cicatrices, El limonero real, La mayor y Nadie nada
nunca.
La primera constatación es la importancia de las imágenes de
nacimiento. La obra no sólo reproduce quejas e interrogantes
alrededor de lo indecible e ineluctable del tiempo destructor, sino
que instaura esos conflictos existenciales en una perspectiva
materna, con la repetida mención de la primera página, del primer

77
momento, del desencadenante de lo material y lo cronológico. Si
tomamos el ejemplo de Lo imborrable, leemos en las primeras
líneas del texto una puesta en marcha de la ficción que resulta
significativa; se trata de un párrafo inaugural que no introduce
solamente una novela sobre la muerte y la locura, sino que inscribe
esos hechos en la órbita del nacimiento; de un nacimiento descrito
con detalles anatómicos recurrentes en otras descripciones: labios,
sangre, virulencia de la expulsión — términos que están
superponiendo entonces la emergencia de un nuevo ser en el mundo
y el surgimiento de una obra literaria. Nacimiento, génesis,
aparición marcados, también, por la violencia:

Pasaron, como venía diciendo hace un momento, veinte años: anochece.


Día tras día, hora tras hora, segundo a segundo, desde que, por entre sus
labios ensangrentados me expelió, inacabado, a lo exterior, esto no para,
continuo y discontinuo a la vez, el gran flujo sin nombre, sin forma y sin
dirección — pueden llamarlo como quieran, da lo mismo — en el que
estoy ahora, bajo los letreros luminosos que flotan, verdes, amarillos,
azules, rojos, violetas, irisando la penumbra en la altura sobre la calle, en
el anochecer de invierno. (LI 9)

Este incipit sugiere una continuidad más que un comienzo


(“pasaron, como venía diciendo hace un momento, veinte años”),
que remite a Glosa, una novela cuyo proyecto está asociado al de Lo
imborrable, y cuya acción se sitúa aproximadamente veinte años
antes. Por otro lado, el párrafo citado crea un marco crepuscular
(“anochece”, “penumbra”, “anochecer de invierno”) y una medida
acompasada del tiempo (“día tras día, hora tras hora, segundo a
segundo”) para una novela en donde se narrará el episodio
depresivo Tomatis, episodio situado en los peores años de la última
dictadura militar argentina. Pero más allá del enlace argumental
anunciado con estos elementos, más allá de las circunstancias
particulares de Lo imborrable, la continuidad con respecto a textos
precedentes (a la obra anterior del autor) y el movimiento incesante
hacia la oscuridad (“segundo a segundo” hacia la noche que está
llegando) nos afirman que el tiempo y el relato son movimientos
constantes hacia la anulación. Es siempre lo mismo, es siempre la

78
misma dinámica ya que el nacimiento tuvo lugar: el punto de partida
del movimiento — del relato — no es la primera línea sino el primer
día; la novela no empieza aquí y con estas palabras, sino que se
inició el día en que el narrador, inacabado, fue expulsado del cuerpo
materno; la vida del hombre y el destino del relato tendrán, por lo
tanto, un desenlace único: la muerte. Constatación esencial para
organizar una lectura del corpus: si la obra saeriana se caracteriza
por sus repeticiones, el gesto inaugural, el comienzo absoluto, la
escena que será repetida y transformada es el nacimiento.
El nacimiento no sólo aparece por lo tanto como el origen, como
la primera página, como el impulso que explica sufrimiento y
creación, sino que también instala al hombre y a la obra en la
perspectiva de la muerte. Por un lado produce trazas indelebles (se
nace, se escribe, se traza lo “imborrable” que anuncia el título), por
el otro instaura un movimiento hacia la nada: escritura y vida se
encuentran marcadas por el sino nefasto de un cataclismo. El
nacimiento concentra sentidos medulares de la obra saeriana: la
ficción, el tiempo y la muerte se originan en la separación del
cuerpo materno. En esta perspectiva notemos que el desencadenante
del episodio depresivo de Tomatis es la agonía de su madre; la
mujer se encuentra reducida a la materia, a una senilidad ciega e
informe; y es la confrontación con esa madre esencial, puro cuerpo
agónico, lo que produce la emergencia, en Tomatis, de un miedo al
hundimiento, de un sentimiento de ahogo en las aguas negras del
apego al cuerpo materno. La agonía de la madre la transforma en
madre arcaica negativa y Tomatis, que vive pesadillas de vida
intrauterina, afirma su “nostalgia de no haber nacido” (LI 104). La
muerte, la madre, la materia indeterminada se confunden en el relato
de una muerte que, cuando termina de suceder, libera al personaje
de las garras de la depresión que lo paralizaba:

Hasta que una mañana, en marzo, mi madre amaneció muerta. Las


entrañas que mantuvieron durante nueve meses en la ilusión la masa de
cartílagos y nervios que no pretendía otra cosa que perdurar
indefinidamente en el paraíso tibio de lo idéntico, y la dejaron caer,
todavía inacabada e inhábil en el torbellino de lo exterior, se paralizaron
por completo y empezaron a fundirse y a confundirse otra vez en el

79
torrente caprichoso y neutro de la materia. Del mismo modo que ella me
expelió de su vientre al mundo, el mundo la expelió a ella del suyo,
exactamente igual a como, cualquiera de estos días a pesar de las ilusiones
y de los espejismos en los que se acuna, el mundo mismo será expelido a
su vez del vientre del ser para ahogarse en su propia nada. (LI 184)

Los dos fragmentos de Lo imborrable que anteceden condensan, en


pocas palabras, un conjunto de líneas de sentido que recorren la
obra: la obsesión con el origen y el nacimiento asociados a la
muerte, obsesión expresada gracias a la percepción disfórica de una
materia anuladora y a una 'despersonalización' del yo (convertido en
“masa de cartílagos y de nervios”), que se sitúa en un movimiento
constante hacia la nada. Lo imborrable implica también lo
ineluctable, lo irrepetible, lo 'nacido'. La trama argumental de los
relatos, la justificación de los conflictos imaginarios del 'ser-en-el
mundo' saeriano, la construcción y los valores del espacio narrativo,
así como una representación peculiar de la figura materna, se
deducen de esas ideas iniciales. Por supuesto, semejante
interpretación de dos párrafos de la misma novela puede parecer
exagerada; otros ejemplos muestran que el origen — el término es
apropiado — de las ficciones está asociado al cuerpo materno y se
encuentra signado por una violencia ambigua. El hombre irrumpe en
el mundo pero inacabado, por lo que el nacimiento nunca es
completo: los personajes enfrentan una situación de pérdida y se
inscriben en una dinámica de regreso hacia esa madre omnipresente
— a la vez mujer y llanura, mujer y agua, mujer y barro. Al mismo
tiempo, la constancia de una nostalgia ambivalente (deseo de
retorno y valores mortíferos, porque destructores, de ese deseo)
desembocará en, también, un rechazo por el universo materno y,
última peripecia, en la destrucción repetida e interrogativa del
cuerpo de las madres en La pesquisa. El lugar de origen, el objeto
de todos los anhelos, se convierte en un problema o en una
construcción fría, mecánica, deshumanizada. La virulencia de los
crímenes en esa novela parece resumirse en el intento de tomar
distancia con un fantasma avasallador. Léanse, por ejemplo, los
términos utilizados para llevar a cabo una última descripción de una
anciana asesinada:

80
...en el fondo, repantigado sobre el sillón de cuero, el maniquí hecho trizas
y sin cabeza del que, por unos tajos exageradamente abiertos, se
entreveían, rojos, verdosos y azulados, los falsos órganos de plástico,
muñecos más exteriores, casuales y carentes de vida que el elemento negro
y gélido de cuyo seno, inesperados, emergieron, y que, tarde o temprano,
porque sí, los reabsorberá. (LP 150)

En esta constelación de elementos disímiles (la regresión, la


materia, el espacio, la muerte, la violencia), y potencialemente
conflictivos como vemos, elijamos por el momento el punto de
partida, es decir el nacimiento y las representaciones del cuerpo
materno.
En las primeras páginas de El río sin orillas, Saer, citando a
Mircea Eliade, afirma que ningún comienzo puede prescindir de un
reglamentario regressus ad uterum que “implica la transformación
simbólica del candidato en embrión”. Esta curiosa aserción,
aplicada entonces al inicio de un libro, se explica por una doble
imagen analógica que la precede. El Río de la Plata, a partir de la
observación de un mapa, es primero comparado a un escorpión, con
la bahía de Samborombón y la bahía de Montevideo en forma de
pinzas y el último tramo del río Uruguay de cola. Luego, una
inversión del dibujo permite, afirma Saer, interpretarlo de otra
manera:

...entonces aparece con claridad la silueta de un pene, con las dos bahías
serviciales ya mencionadas figurando sin error posible los testículos,
penetrando hacia el interior de la tierra, de la que la provincia de Entre
Ríos contendría el útero, el vértice del delta el clítoris, y sus islas y la costa
uruguaya respectivamente los labios grande y pequeño, en tanto que los
ríos, riachos y arroyos, que se entrelazan al infinito en las inmediaciones y
las líneas rojas de las redes viales y ferroviarias, las venas y las arterias
que irrigan [...] todo el sistema. (Saer 1991: 30-31)

Un viaje 'río arriba' por el Plata supone, entonces, una penetración


en el vientre de la Terra Mater, hacia el útero situado en Entre Ríos
(frente a Santa Fe y virtualmente a la Zona saeriana); en la otra
dirección, el exilio sería por lo tanto una expulsión del 'vientre del

81
monstruo' al que se le atribuye el valor de un segundo nacimiento.
En esta perspectiva, no es sorprendente que El entenado, en la
medida en que narra un mito de origen (de la obra, pero también de
una biografía fabulosa del hombre saeriano), transforme un viaje a
América en un viaje en el tiempo y en un ensueño de regreso al
vientre materno. La regresión es, por lo pronto, temporal: del
presente de la verdadera escritura de la novela pasamos a la época
de la enunciación ficticia (fin del siglo XVI) y luego a la época de
una acción — primera mitad de ese siglo — situada en parte en un
mundo primitivo fuera del tiempo. Por otro lado el cruce del océano
tiene ribetes fantásticos de paso a otra realidad, de puesta en duda de
la razón y del pensamiento diurno para penetrar en un sueño. La
novela se abre con una situación excepcional pero verosímil; el
protagonista, huérfano, vive en los puertos, lugar simbólico de
origen: “Todo eso me acunó, fue mi casa, me dio una educación y
me ayudó a crecer, ocupando el lugar, hasta donde llega mi
memoria, de un padre y una madre”. En esa situación equilibrada
surge una carencia (“hambre de alta mar”) y un deseo (la
perspectiva que, en la orilla opuesta del océano y de la experiencia,
la fruta sea “más sabrosa y más real”) (EE 11-12). La travesía es un
“período de locura” (EE 17) que borra la unicidad, el nombre y la
apariencias de las cosas; es un pasaje y del otro lado, lo que le
espera al grumete es la muerte de una imagen paterna (una muerte
que presenta las connotaciones edípicas señaladas) y la estadía en
un “sueño”. Efectivamente, una clara recurrencia interpreta en esos
términos (un sueño) los diez años que el grumete pasa con los
indios: ya en el momento del asesinato del capitán y su escolta, el
grumete se ve a sí mismo como un personaje en una construcción
onírica, percepción que conlleva una impresión de extrañeza,
porque siente lo que le sucede como hechos “distantes y vividos por
algún otro” (EE 34); al llegar al caserío, y después de llorar, se
queda dormido (entra en el sueño), así como, diez años más tarde,
cuando navega río abajo en busca de los españoles, abandonar el
mundo colastiné implica salir “de ese sueño para siempre” (de un
sueño que cambia la visión de las cosas: si el muchacho, cuando se
encuentra con los primeros soldados, ve las cabezas de sus

82
compatriotas peninsulares como las de monstruos es porque las ve
“al revés” y el sueño, reciente, le impide ordenar lógicamente las
apariencias) (EE 114-116). La explícita marca de umbral que tiene
el sueño es asociable, por supuesto, a la escritura: el paso de la
realidad al sueño ficcionaliza el paso de la realidad a la ficción.
Pero sin avanzar por el momento en las representaciones del
proceso de creación, omnipresentes y significativas en el corpus
saeriano (y en particular las de El entenado, analizadas en el
capítulo siguiente), notemos que el proceso mítico de regressus ad
uterum materializado en un viaje temporal hacia el vientre materno
del continente, tiene entonces una lógica onírica, de construcción
fantasmática en la cual la realidad diurna se desdibuja. Ese paso (o
pasaje, o puente, para decirlo con términos cortazarianos) está
asociado sistemáticamente al nacimiento, en tanto que articulación
capaz de indicar el desliz de un nivel de realidad a otro, de una
fantasía a otra, de una familia adoptada a otra — y de un padre a
otro, ya que las etapas de regresión o recuperación de sentido están
señaladas por la aparición o desaparición de figuras paternas. La
llegada del grumete al borde del Paraná, frente al caserío colastiné,
tiene connotaciones dramáticas, resumidas en el hecho de
encontrarse solo y perdido en el interior de un fantasma de regresión
después de la muerte de una figura paterna. Luego de narrar lo
sucedido entonces (el muchacho se pone a llorar como un recién
nacido), el narrador, viejo y aparentemente alejado de esa infancia
esencial y de esa fantasía regresiva, lleva a cabo una especulación
hiperbólica sobre el nacimiento como constante del destino humano,
lo que demuestra el peso de esa construcción:

...esa criatura que llora en un mundo desconocido asiste, sin saberlo, a su


propio nacimiento. No se sabe nunca cuándo se nace: el parto es una
simple convención. Muchos mueren sin haber nacido; otros nacen apenas,
otros mal, como abortados. Algunos, por nacimientos sucesivos, van
pasando de vida en vida, y si la muerte no viniese a interrumpirlos, serían
capaces de agotar el ramillete de mundos posibles a fuerza de nacer una y
otra vez, como si poseyesen una reserva inagotable de inocencia y de
abandono. Entenado y todo, yo nacía sin saberlo y como el niño que sale,
ensangrentado y atónito, de esa noche oscura que es el vientre de su
madre, no podía hacer otra cosa que echarme a llorar. (EE 43)

83
El grumete volverá a nacer en la barca materna que lo 'devuelve' a
sus orígenes españoles, en la cual se despierta cabeza abajo como
los recién nacidos. En todo caso, el destino de nacimientos
repetidos, la imagen del surgimiento ensangrentado, el abandono de
la oscura noche materna, anuncian y explican, por supuesto, el
derrotero del grumete-escritor, pero también retoman, en algunas
líneas simbólicas, la dinámica regresiva y melancólica del resto de
los personajes de la Zona.10
Vemos entonces — el fenómeno es frecuente en Saer — que El
entenado propone de alguna manera una interpretación de los otros
textos del autor (su lectura cambia el sentido del resto, es una forma
de autointerpretación). En este caso se trata de una interpretación
simbólico-mítica de ciertos conflictos vitales de los personajes,
retomando elementos de una historia edípica pero transcribiéndolos
en una esfera de generalización ficcional diferente. Así, si volvemos
a los fragmentos citados de Lo imborrable, podemos atar cabos
constatando que las representaciones del nacimiento y del regreso al
vientre materno explican el sufrimiento del hombre saeriano. La
asociación de toda vida con un nacimiento continuo (con un proceso
ininterrumpido de separación del cuerpo materno) es en sí
ambivalente. Por un lado, el nacimiento supone la puesta en marcha
de una cronología hacia la muerte ineluctable: las fantasías de
eternidad o las imágenes eufemísticas de la muerte a través de
episodios regresivos y temporalidades circulares, corrientes en las
representaciones culturales humanas (y reafirmadas
redundantemente por ciertas corrientes filosóficas y críticas —
Eliade, Bachelard, Durand, Jung), tienen que ver con un deseo de
anulación de la defunción gracias a una marcha atrás hacia los
orígenes, hacia la fuente de la vida. Pero por otro lado, la
transformación en embrión que supone el proceso de regressus ad
uterum comentado por Eliade y citado por Saer, son un modo
paradójico de confrontarse con lo que se teme: la regresión lleva a
una anulación anterior, a una muerte regresiva, a una desaparición
en la nada. Por lo tanto encontraríamos en Saer una manifestación
de la ambigüedad esencial de las imágenes maternas: nostalgia por

84
un Paraíso perdido, deseo de retornar al espacio cerrado de la
inmortalidad y de la felicidad, y al mismo tiempo rechazo de ese
cuerpo-Escorpión, esa mujer que es “Escila, monstruo femenino de
triste reputación” (en palabras de Saer en la misma página de El río
sin orillas) (Saer 1991: 32)11. La obsesiva queja sobre la muerte
señalada en el primer capítulo y que recorre todo el corpus, es por lo
tanto una queja ante una catástrofe inevitable: la separación del
cuerpo materno que lleva al hombre a una nostalgia sin fin ni
solución por los orígenes.
Esta percepción supone un cambio de nivel: del conflicto edípico
verosímil, delimitado y escuetamente narrado pasamos a una
especie de conflicto cósmico que se confunde con una mitificación
personal de la creación literaria; es decir que pasamos de las
fantasías de muerte del padre y del deseo por una madre provocativa
y erotizada en la primera página del corpus estudiado (el relato de
Angel en Cicatrices), a una espectacular regresión hacia los
orígenes del ser, en donde el tiempo, el espacio, la historia y la
ficción son eslabones de una trama legendaria. Si la muerte y la
nada aparecían, en un primer momento, como consecuencias y ecos
de la relación al padre, vemos que las evocaciones de las figuras
maternas, a través de la recurrencia del nacimiento y de la regresión,
dan a la muerte y a la nada una nueva dimensión. Lo informe en
Saer, tan temido, se refiere más a una inexistencia del yo en el
pasado que a una muerte futura; terminar de nacer es el objetivo, y
al hacerlo, afirmar la presencia de las cosas en un universo
amenazado por la descomposición de la materia. Las dos puntas de
la vida se confunden entonces: “La infancia: construcción interna y
errabundeo externo, convalescencia de la nada” (GL 76). De muerte
se trata, por supuesto, pero de una muerte regresiva, de una muerte
materna. Para que el mundo siga existiendo, la salvación es lograr
nombrarlo, tarea titánica hecha de triunfos y fracasos y en la cual la
presencia de una figura paterna como la del padre Quesada resulta
primordial.
Para desarrollar estas primeras hipótesis, volvamos al resto del
corpus y tomemos dos otros ejemplos, La ocasión y La pesquisa,
que permitirán ampliar y precisar lo dicho sobre la relación con la

85
madre y sus consecuencias. El entenado se inscribe
paradigmáticamente en una página histórica fundacional: la de la
primera expedición a lo que será alguna vez la Argentina, con el
complemento de narrar la historia del primer hispanohablante de la
región (la del primer europeo y/o inmigrante en el país), que es el
que escribe, supuestamente, el primer libro de la literatura a la cual
Saer pertenece. Al igual que El entenado, La ocasión instaura, con
la misma dimensión paradigmática sino tópica, una noción de
origen: la acción se sitúa en la pampa histórica después de 1872, la
intriga retoma algunos aspectos de la transformación económica del
país y el texto dialoga con la tradición gauchesca y la ideología
sarmientina. En ese contexto, el nudo argumental, lejos de ser
anodino, acentúa el carácter fundacional: La ocasión es la historia
de un embarazo que se confunde con el texto que leemos ya que la
historia dura nueve meses y termina en el momento del parto, parto
y embarazo que adquieren claras dimensiones alegóricas que
remiten al destino de la Argentina. En vez del relato del nacimiento
y la resolución del enigma sobre la infidelidad supuesta de Gilda, la
esposa de Bianco, el desenlace corresponde a un cataclismo: la peste
causa estragos en la Zona, diezma la población de la ciudad y crea
un ambiente de apocalipsis. La frase final de la novela, “Hic incipit
pestis”, remite por lo tanto al futuro (la novela está narrada en el
presente), que superpone el nacimiento del hijo de Gilda, la
generalización de la enfermedad letal y el destino del país. El
nacimiento, aquí también, supera sus primeras connotaciones
circunstanciales para adquirir una dimensión generalizante, dentro
de una óptica de hecatombe que parece inherente a su definición en
sí, y que no es ajena a la producción del texto que leemos: el fin de
la escritura de la novela corresponde al fin del embarazo.
La ocasión circula alrededor del cuerpo femenino, ese enigma,
tanto desde un punto de vista anecdótico (quién es el padre del hijo
que crece en el vientre de Gilda) como desde un punto de vista
metafísico. La mujer es una “aglomeración insensata de materia”
(LO 56) con la que se afronta infructuosamente Bianco, ya que las
tesis sobre la superioridad de la razón y del espíritu que defiende el
personaje no lo protegen del deseo, de la ignorancia, ni de la

86
sensación de ser el “soplo preso en las garras excremenciales de lo
secundario” durante un acto sexual (LO 59): Gilda es la mujer-
Nación, la mujer-pampa, la mujer-materia. A partir de ese cuerpo
enigmático, el texto aparece como la adición de circunstancias,
complejas, que llevan al nacimiento, un acto irremediable simétrico
a la muerte. Y más allá de la intriga principal hay toda una
constelación de elementos secundarios que crean una perspectiva de
génesis y muerte; por lo pronto, la historia familiar de otro
personaje, Garay López, perseguido por la imagen de Juan, su
hermano menor, saliendo ensangrentado “del vientre de su madre
agonizante” (LO 75), y que se convierte en un hombre violento y
asocial porque “mató a su propia madre para hacerse un lugar en el
mundo” (LO 240). La brutalidad del personaje, acorde con las
imágenes tradicionales del condicionamiento telúrico de la pampa
bárbara, se explica por un traumatismo de nacimiento. Por lo tanto,
Juan observa el cuerpo embarazado de Gilda con un espanto que le
permite a Bianco someter y dominar a ese hombre indomable:

Pero cuando llega junto a ella, y advierte el embarazo, el parto inminente,


sus ojos se clavan en el vientre encastrado entre el sillón y el borde de la
mesa con la misma ansiedad temerosa y preocupada con que un perro
podría espiar el rebenque que lo amenaza. Cuando vuelve con la botella de
cognac, Bianco sabe que lo tiene entre sus manos, que el animal salvaje
capaz de salir de noche, para reivindicar la total soberanía de su deseo, a
incendiar campos de trigo, acaba de entrar en un aura que lo neutraliza, lo
desarma, afloja las paredes endurecidas en las grutas mohosas de su
interior. (LO 242)

La anécdota de Juan, aunque periférica en la novela, tiene su


importancia entonces porque le da coherencia al conjunto: el
nacimiento como acto violento, la sangre como leitmotiv asociado al
parto, la madre como ser deseado y temido, la llegada al mundo
como muerte (del hijo o de la mujer), la disociación entre “un
animal salvaje capaz de salir de noche” para reivindicar la “total
soberanía de su deseo” y un ser “manso”. La repetición prepara, en
este caso, el desarrollo espectacular de los mismos elementos en una
novela posterior de Saer, La pesquisa.

87
En sus grandes líneas, La pesquisa plantea dos tipos de enigmas:
el primero concierne la 'autoría' (lo que no es ajeno al borrado de la
figura paterna): identidad del criminal en la historia del serial killer
parisino, identidad del padre de Morvan, identidad del hombre que
escribió En las tiendas griegas, ese manuscrito hallado entre los
papeles de Washington después de su muerte, identidad de los
militares que secuestraron al hermano de Pichón, el Gato, y a Elisa
en la casa de Rincón. El segundo tipo de enigma tiene que ver con la
enunciación. Los primeros pueden resolverse con nombres aunque
queden en cierta medida abiertos12. El segundo tipo de enigmas
exige una interpretación para resolverse y concierne entonces la
construcción novelesca, en particular la enunciación: ¿cómo
explicar la doble diégesis? ¿Cómo interpretar el desdoblamiento de
los narradores? Por un lado está Pichón, que cuenta la historia de los
crímenes en un restaurante de la Zona, por el otro una voz de tercera
persona, simétrica a la de Pichón, que cuenta la historia del cuento
de la historia. En la perspectiva de la lectura desconfiada e indiciaria
sugerida por el género policial y por el título inquisitivo — por esa
pesquisa — ¿qué sentido tiene la exposición, primero paralela y
luego superpuesta, de dos intrigas tan disímiles? Esta estructura en
abismo, compleja bajo su aparente claridad, merece múltiples
interpretaciones que atañen la ficcionalización de la historia
colectiva y la utilización de la forma novelesca como elemento
imaginario. Por el momento señalemos una coincidencia que tiende
a despejar un aspecto del segundo tipo de enigmas: ambas intrigas
ponen en escena un regreso, construyendo sus sentidos por
inferencias mutuas. Desde ya, el regreso de Pichón a la Zona,
después de un largo período de exilio en París y del secuestro de su
hermano gemelo (el Gato); un regreso justificado por la muerte de la
madre (la madre silenciosa que aparecía en “A medio borrar”) y por
los trámites de herencia que ese acontecimiento impone. Por el otro,
la liturgia de los crímenes, imputables a Morvan en tanto que
fantasía de su deseo (sin que uno pueda pronunciarse, por supuesto,
sobre la 'verdadera' culpabilidad): liturgia que representa, bajo el
doble aspecto de la puesta en escena y del rito sagrado, un deseo
edípico agresivo que no sólo implica una fantasía sexual asesina,

88
sino un monstruoso regreso al cuerpo materno. Dos procesos
regresivos entonces. Con respecto al de Pichón, que es espacial y
diurno, su contenido imaginario es comprensible a condición de
recurrir a la partida del mismo personaje en “A medio borrar”,
muchos años antes. Al final de ese relato, después de buscar
inútilmente a su doble y de confrontarse con un vacío paterno y un
silencio materno, Pichón termina su ceremonia de adioses saliendo
de la Zona inundada. Su partida (el trayecto de ida antes del regreso
narrado en La pesquisa), se describe en estos términos:

Y ahora, el colectivo iluminado por dentro arranca, despacio, va, como


quien dice, porque soy yo el que está arriba, dejando atrás la estación, las
calles del centro, [...] la ciudad que va cerrándose como un esfínter, como
un círculo, despidiéndome, dejándome afuera, más exterior de ella que del
vientre de mi madre, y ella misma más exterior, con todos sus hombres y
los recuerdos y la pasión de todos su hombres que se mezclan, sin
embargo, en una zona que coexiste, más alta, con el nivel de las piedras.
(LM 77)

En esta imagen, insistencia notable, encontramos los mismos


elementos que en la cita del incipit de Lo imborrable: nacimiento
metafórico, despersonalización del yo, paso de la madre a una esfera
generalizante (en este caso, al conjunto de la Zona, con sus
hombres, recuerdos, pasiones y materias). Si el exilio es, también,
un nacimiento, el viaje de vuelta tendrá evidentes connotaciones
regresivas, es decir que ese viaje introducirá, a pesar de la banalidad
y la neutralidad aparente de la estadía de Pichón en la Zona, un
valor trascendente. Es el valor que la intriga parisina sugiere bajo
apariencias a la vez cósmicas y acentuadamente fantasmáticas (la
materialización, de inspiración mítica, del ensueño de retorno a ese
cuerpo originario). Y en una previsible dinámica de repetición, la
historia de ese exiliado sui generis que es El entenado, permite
asociar más sólidamente los dos niveles (el verosímil y espacial, el
imaginario), ya que el suyo es a su vez un viaje a la Zona con una
dimensión de retroceso en la cronología, de regresión temporal
hacia un universo materno.
Como el grumete en El entenado, Morvan pasa de la vida diurna

89
a la vida onírica, aunque aquí la vida onírica no sea una analogía
metafórica para expresar otro mundo, sino una pesadilla. En sus
sueños (sueños que corresponden hipotéticamente a los momentos
de sonambulismo durante los cuales comete los crímenes) el
comisario se pasea por una ciudad gris, hecha de imágenes
discontinuas, caminando por calles oscuras de las que no sabe
“cómo salir” y bajo la amenaza de una “revelación terrible” (LP 92).
En esa ciudad encuentra “templos”, con un pasillo rectangular cuya
entrada ni siquiera tiene puerta y que conduce a una pieza más
grande, el “templo propiamente dicho”; esta arquitectura impone
posiciones particulares a los habitantes, ya que para entrar tienen
que ponerse “en cuatro patas” y, una vez dentro, “permanecer
agachados” (LP 26 y 147). Por supuesto, en la perspectiva indiciaria
ya mencionada, esta representación onírica tiende a acusar a
Morvan de los crímenes y a darle verosimilitud psíquica a su
comportamiento, ya que los templos remiten a una imagen arcaica
del cuerpo materno. Al final de la novela, e inmediatamente antes
del último crimen, la ciudad gris se define como un espacio interior,
del cual es imposible salir, un espacio en que el personaje se
encuentra atrapado:

Por primera vez desde que tenía ese sueño, Morvan comprendió que esa
ciudad se erigía en lo más hondo de sí mismo, y que desde el primer
instante en que había aparecido en el aire de este mundo, nunca había
transpuesto sus murallas para salir a un improbable exterior. (LP 147)

El entenado, después de diez años en ese mundo de locura y


fantasma, logra salir, volver al lenguaje y a la razón, aunque la
nostalgia por ese mundo arcaico y destruido lo marque para
siempre. Morvan se queda atrapado en el sueño, en el subsuelo de la
realidad, en el pasaje al acto monstruoso, en el deseo de regresar al
vientre materno. La ambivalencia esencial de la imagen de
nacimiento, arriba comentada, se confirma en el momento de
comparar estos dos destinos similares.
En La pesquisa, si bien la ciudad onírica y la mitología son
significativas, es sobre todo la liturgia de los crímenes la que
condensa sentidos que remiten a los orígenes y a la puesta en escena

90
paroxística de un nacimiento, sea quien fuere el asesino; aunque la
coincidencia, con todo, de los diferentes planos (mitología, sueños,
crímenes), la coherencia entre la definición de la personalidad de
Morvan, sus fantasías y los fantasmas de las obras precedentes de
Saer, tienden, por supuesto, a acusar abrumadoramente al comisario.
Tomando en cuenta la sintaxis imaginaria, Morvan 'es' el culpable y
la versión final de Tomatis aparece como la negación de una
evidencia perturbadora — pero hay que acotar que Morvan es
culpable en el relato de Pichón, es decir a partir de la lectura y del
discurso de un personaje que comparte con el comisario (o sea con
el personaje que Pichón-escritor crea), fantasías regresivas y
edípicas. Dicho esto, volvamos a la liturgia criminal. El asesino
establece con las ancianas una relación ambigua de protección-
seducción, una relación que desemboca en un acto sexual a veces
consentido (las víctimas, escandalosamente, son cómplices del
crimen, o en todo caso del deseo que lo motiva), luego las acuchilla,
mutila y viola, aplicándose en cortar senos, orejas y ojos (LP 36).
Más allá del despedazamiento del cuerpo materno y de la carga
erótica del gesto, lo que domina es la idea de un interrogante, de una
pesquisa necesaria para elucidar un misterio: abrir el vientre
femenino y hurgar en sus órganos equivale a buscar “entre los
tejidos enigmáticos y todavía calientes la explicación perdida de un
secreto o la causa primera de alguna inmensa fantasmagoría” (LP
40). Esta búsqueda tiene un valor autorreferencial: en el vientre
materno, como en el mundo arcaico de El entenado, se buscan las
raíces misteriosas de esa “inmensa fantasmagoría” que es la obra
literaria, o al menos la fantasmagoría que es la obra de Saer,
fascinada, como vemos, por ese regreso a los orígenes y por los
valores imaginarios de, para citar palabras de Pichón cuando
describe el envejecimiento de las ancianas parisinas, “la hendidura
legendaria que, literalmente, expele no solamente al hombre sino
también al mundo, el tajo rosa que se reseca, se entrecierra y se
adormece” (LP 12). En todo caso el asesino abre en el cuerpo de las
ancianas un tajo que va del pubis a la garganta, con los “labios de la
herida” dados vuelta hacia afuera, “de modo tal”, afirma también
Pichón, que “por la forma la herida semejaba una enorme vagina”,

91
después de lo cual agrega que “era difícil saber si ésa había sido la
intención del artista que había trabajado la carne, pero más difícil
todavía evitar de [sic] hacer de inmediato la asociación” (LP 101).
Y, al cabo de nueve meses de pesquisa, el día de Navidad — nada
menos — se produce el desenlace cuando varios policías entran en
el domicilio de la última víctima y descubren a Morvan, desnudo y
cubierto de sangre, saliendo del baño como si hubiese nacido de
nuevo del vientre destrozado de la anciana (LP 148-149). La
interpretación psicoanalítica de la novela se construye así gracias a
insistentes indicios y puestas en escena (cuerpo-vagina, nueve
meses, desnudez ensangrentada, fecha simbólica en que se 'da a luz'
la verdad, etc.). Lo latente hasta entonces, lo metafórico en tantos
otros relatos, aquí sucede: la regresión erotizada e imposible que
desemboca en otro nacimiento, un nacimiento que se define como
un descuartizamiento del cuerpo materno, el nacimiento como un
cataclismo que anula la razón, que desmorona al sujeto, el
nacimiento como un hundimiento en un magma informe de sangre,
violencia y muerte. Sería superfluo seguir mencionando ejemplos, o
mejor dicho, indicios, de una interpretación que 'salta a la vista', y
que se justifica por la lectura psicoanalítica que impone La pesquisa
(repitiendo por lo tanto ciertas características de Cicatrices) y que
cobra forma en el informe psiquiátrico final. El informe, además de
asociar complejos de culpa con odios y deseos hacia la madre de
parte de Morvan (la que tendría, si estuviese todavía viva, la misma
edad que las víctimas y que podría ser, por qué no, una de ellas),
también lleva la explicación hasta atribuirle al descuartizamiento el
sentido de un intento de “desentrañar” los misterios “supuestos” del
cuerpo materno (LP 154-159).
La asociación crimen-nacimiento-posesión incestuosa,
sobredeterminada entonces en el texto (lo que quizás explica la
suposición de que los asesinatos tendrían “demasiado sentido” —
LP 98) va a la par con una aparición sistemática de imágenes de
parto en los pensamientos de Morvan. A pesar del vacío emotivo y
el orden aparente que definen la personalidad diurna del comisario,
éste vive obsesionado por una imagen, una imagen que lo persigue
después de la revelación hecha por el padre sobre el abandono

92
materno, y que resulta ser la única traza, el único indicio de lo que
sucede en su 'inconsciente':

Unicamente una imagen lo obsedía [sic], pero que desde luego no provenía
de su memoria, sino que parecía haber sido entresacada de un fondo de
experiencia perteneciente a otros hombres, a la especie entera quizás,
excepción hecha de sí mismo: un recién nacido rojizo, ciego y
ensangrentado, saliendo por entre las piernas abiertas de la mujer que
durante nueve meses lo fabricó, lo alimentó y le dio abrigo y que, una vez
que ha logrado zafar la cabeza de los labios que la comprimen, irrumpe
aullando, con los puñitos vindicativos y apretados, haciendo estremecerse,
a medida que aparece, todo el cuerpito blando y arrugado, la masa
vibratoria hipersensible y a medio terminar, hecha todavía casi
exclusivamente de nervios y cartílagos, que aterriza en este mundo para
manchar de sangre la sábana blanca de la maternidad. (LP 21)

Esa imagen que no le pertenece (que no “proviene de su memoria”)


sino que parece entresacada de “un fondo de experiencia
perteneciente a otros hombres” es la misma que sugieren Garay
López (en La ocasión), Tomatis (en Lo imborrable), El entenado; es
la imagen central, por fin verbalizada en esta novela tardía, pero que
podemos rastrear en la obra precedente. Una imagen obsesiva,
nuevamente asociada a la creación literaria: el recién nacido,
inacabado, incompleto (abierto, borrado, ambiguo, como los relatos
de Saer) surge de la nada materna y mancha (traza, marca) esa
página blanca en forma de sábana.
La pesquisa, al igual que El entenado, se define entonces como
una articulación fundamental, en el sentido de verbalización
organizada y transformadora de contenidos latentes. En la historia
del grumete, el mito de retorno a los orígenes de un fantasma
trazaba los cimientos de una recuperación de la figura paterna y de
un reaprendizaje de la palabra y la escritura. En la de Morvan, la
relación conflictiva con el cuerpo materno se vuelve relato, ficción,
peripecias, cambiando por lo tanto la lectura de la obra precedente.
En ambas novelas constatamos una coherencia en torno a los
valores ambivalentes atribuidos a la regresión y ya resumidos;
queda por subrayar el carácter violento, mortuorio, altamente
conflictivo de lo que en la vulgata psicoanalítica se denominaría la

93
relación de objeto (la relación con el objeto de deseo). Se trata de un
objeto que, a partir de La pesquisa es asociable, en plena ortodoxia
previsible, con las raíces edípicas de la sexualidad (con la figura
materna) pero que aparece, en otros textos, como un sofisticado
intento de escribir/transcribir el deseo y el goce eróticos en una
dimensión general. Un rápido recorrido por algunas etapas
anteriores, a partir de los rasgos definitorios de la puesta en escena
de los crímenes y de la posición del hombre ante ellos, permitirá
ampliar los alcances del pasaje al acto que lleva a cabo el serial
killer, como modo de interpretar otros textos. Así se podría esbozar
las coordenadas de la relación imaginaria con lo materno e
introducir la posición melancólica del sujeto ante el mundo.
En Cicatrices las cuatro partes de la obra se articulan alrededor
de un crimen narrado en la última de ellas. Luis Fiore mata a su
mujer como resultado de un día de repetidos conflictos conyugales y
después de una excursión de caza a Colastiné (que no sólo es el
nombre de una tribu sino también el lugar del asesinato). La
relación entre los dos personajes está basada en un sadismo de
claros contenidos eróticos: durante una relación sexual se anuncia el
crimen y se mezcla el deseo sexual con una pulsión asesina (CI
252); por otro lado el hombre repite “Ella quiere que yo la mate”
(CI 235), superponiendo así un pedido erótico (la mujer expresa su
insatisfacción en ese plano) con un deseo de violencia, lo que
anuncia la complicidad de las víctimas en La pesquisa. Ciertos
aspectos de este primer asesinato emparientan entonces el crimen de
Cicatrices con su versión amplificada, recurrente y psicótica. Otros
elementos permiten profundizar el paralelismo: el que instruye el
sumario correspondiente es el protagonista de la tercera parte de la
novela, López Garay, un juez homosexual, melancólico, apático,
perseguido por una madre posesiva y por insultos proferidos
anónimamente por teléfono. El representante de la Ley, el que lleva
a cabo el equivalente de una pesquisa, no sólo es indiferente, sino
que está sometido a lo que él llama el “extrañamiento”, es decir a
momentos de ausencia o de locura que parecen simétricos al
sonambulismo de Morvan (CI 197). Sus recorridos monótonos por
la ciudad gris y las detalladas descripciones a las que esos trayectos

94
inútiles dan lugar, suponen un vacío afectivo, sugieren una
repetición significativa: algo innominado reaparece, como una
pulsión inexpresable con palabras. En ambas novelas hay una puesta
en duda entonces de la instancia referencial (juez, comisario),
reforzada en este ejemplo con las fantasías de López Garay, en
exacerbada contradicción con la nada grisácea de la realidad que lo
rodea. El se acuesta en la oscuridad y espera, hasta que el mundo se
desdibuja: “llega un momento en que el rumor exterior que se apaga
y el interno, que crece, tienen la misma intensidad, la misma
calidad, el mismo ritmo” (CI 183); como en un trance espiritista,
una verdad profunda emerge entonces bajo la forma de la otra cara
de la conciencia del juez, pero también de la sociedad en la que él
vive (se trata de otra peripecia de ese 'sueño' que, del grumete a
Morvan, marcaba el pasaje al fantasma y a la creación literaria). La
melancolía, el silencio, la pasividad, son el contrapeso evidente de
las imágenes que ponen en escena gorilas fornicando
desaforadamente, en una sociedad jerarquizada, autoritaria, y regida
por una violencia primitiva. O sea que el representante de la Ley es
el representante de una conciencia ultralúcida pero escindida, en
donde pulsiones y represión se enfrentan con virulencia. Ese
enfrentamiento explica la nada emotiva, la observación melancólica,
la repetición disfórica que caracterizan el resto de la vida del
personaje.
El mismo acoso de lo indeterminado y el mismo vacío aparecen
Nadie nada nunca. Más allá de la represión política, latente bajo la
nada repetitiva de un relato que se estanca en su propia enunciación,
encontramos en él otra historia criminal: los asesinatos de caballos,
actos sin móvil racional y sin culpable descubierto, aunque el texto
llegue a sugerir, subliminalmente, que el autor de dichos crímenes
podría ser el protagonista, es decir el Gato. La pesquisa reescribe
esta serie de muertes violentas y la investigación resultante,
precisando su sentido, mientras que en Nadie nada nunca la
pesquisa policial es una pesquisa caótica, fracasada antes de
empezar, y llevada a cabo por un miembro activo de la represión
militar. No hay, aquí, ninguna posibilidad de restablecer el orden, de
proponer un desenlace esclarecedor, de suponer siquiera que valdría

95
la pena intentar una explicación de lo sucedido. Con todo y a
posteriori, la aparición repetida de cadáveres de caballos, a veces
mutilados con crueldad (NN 94-96), más la incertidumbre sobre el
papel jugado por el Gato, prefiguran entonces la posición de
Morvan en La pesquisa. El encierro del Gato y Elisa en la casa de
Rincón durante casi todo el desarrollo de la acción contiene una
serie de alusiones a la dictadura militar y al acoso de la represión
(recuérdese que ambos terminarán secuestrados por un comando
paramilitar, episodio narrado en Glosa y La pesquisa), pero también
está asociado a una problemática sexual, a una representación del
deseo que reproduce ciertos contenidos ya perceptibles en
Cicatrices. Por lo pronto porque el Gato sueña con un rito primitivo
de caballos que rinden culto al falo (rito que es otra vertiente de las
fantasías del juez, en tanto que comportamiento humano asumido
por animales asociados metonímicamente con los hombres), pero
también porque se narran las relaciones sexuales entre los
protagonistas, planteando una percepción del erotismo que se
asemeja al sadismo de Luis Fiore y que anuncia los interrogantes
mortíferos asociados al cuerpo femenino en La pesquisa. El deseo
del Gato se expresa con frases amenazadoras (NN 53), y tiene como
objetivo un 'llegar hasta el fondo' que nunca se realiza. Esta
penetración imaginaria en el cuerpo femenino, mucho más profunda
y esencial que la copulación, explica todo un campo léxico del agua
que asocia al cuerpo femenino con un pantano, con el río, y en
general con una materia indefinida en la que el hombre podría
hundirse entero. La misma relación sexual, desde el punto de vista
de Elisa, provoca una descripción densa del goce, de un goce
durante el cual se 'toca el fondo'; el lugar de su placer es descrito
con alusiones a entrañas, músculos, huesos: hay un recorrido
anatómico entre tejidos y órganos que es una forma de apertura de
vientre por la 'punta roja' del pene/cuchillo. El cuerpo de Elisa se
convierte, para el narrador y para el Gato, en pura interioridad: “los
dedos, las uñas, recorren la piel que permite adivinar la tensión de
los músculos, el conglomerado de nervios, venas, arterias, tejidos,
arremolinados en torno al hueso impasible” (NN 194).
Imaginariamente, ya se está hurgando en el cuerpo femenino.13

96
Pero lo que va a significar más explícitamente la relación con el
objeto de deseo en la novela es la lectura de una obra de Sade, La
filosofía en el tocador. El relato de esa lectura se produce al final
del texto y toma la forma de una reflexión crítica sobre la
exasperación del deseo y la imposibilidad de toda satisfacción, lo
que termina dibujando, en Sade según el Gato, un vacío, o un placer
pleno fuera de alcance, que llevan al asesinato por simple
aburrimiento, por impaciencia, por no poder gozar realmente a pesar
de la repetición compulsiva de actos libertinos. La sexualidad
aparece entonces como un intento de "sacar" algo sólido del cuerpo
del otro, intento una y otra vez condenado al fracaso, y causa directa
del crimen: a falta de poder llegar “hasta el fondo”, se suprime el
cuerpo deseado (NN 166-167). La orgía en Sade aparece como una
puesta en orden delirante de la realidad: “los cuerpos ajenos eran
para Dolmancé los elementos de una construcción personal: los iba
poniendo, uno a uno, como un chico sus cubos de colores, en el
lugar de su fantasía. Pretendía ir ordenando el mundo según su
propia locura, hasta que llegaba un punto en el que el mundo se
borraba y no existía más que la locura” (NN 170). La puesta en
escena del crimen en La pesquisa parece corresponder a los mismos
imperativos, y está en todo caso descrita en términos semejantes.
Aunque la diferencia es fundamental: estamos, dentro del universo
diegético de Nadie nada nunca, frente a orgías escritas y no
realizadas. Si bien hay un matiz importante con respecto a
Cicatrices (de la simple fantasía despierta a la organización del
fantasma gracias a la literatura), no hay 'paso al acto'. Este se
produce en la novela siguiente de Saer, El entenado: la orgía de los
colastinés, además de condensar una serie de sentidos paradójicos
tomados de las Crónicas, del mito del bon sauvage, y del saber
etnológico, es una representación de un deseo primordial, universal,
incestuoso, que arrolla con el grupo social y amenaza con destruir
toda racionalidad. De gorilas y caballos pasamos a hombres
(primitivos, claro está, pero construidos con insistentes rasgos
contemporáneos), y en vez de actos llevados a cabo en la órbita de
la fantasía o por personajes literarios, estamos frente a actos 'reales'.
La diferencia muestra de nuevo una progresión hacia la formulación

97
inteligible de un fantasma: las instancias de distanciación con
respecto al 'yo escritor' son menos numerosas, aunque el grumete no
participe en el festín y la orgía (pero sí de la promiscuidad sexual
con los marineros durante la travesía — EE 15-17), y aunque los
hombres que caen en ese periódico pozo negro sean, a pesar de
todo, 'indios'.
En La pesquisa, como un criminal que, jugando con fuego, se
acercaría intrépidamente al peligro, el escritor va a utilizar,
negándolo, un sistema de interpretación que permite revelar los
contenidos latentes de las obras anteriores (es decir la lógica de
culpas imaginarias, la función del deseo y los modos de significar
que define del psicoanálisis). Se ficcionaliza explícitamente lo
subterráneo: el fantasma de destrucción y posesión melancólicas del
cuerpo materno es realizado repetidas veces, y por el protagonista
de la novela (o por su mejor amigo, en el mejor/peor de los casos), o
sea por la conciencia reflectora que funciona como el doble
consciente del narrador. Así, según el modelo de Cicatrices con sus
círculos concéntricos que nos acercaban poco a poco a una
verbalización, la obra entera de Saer puede ser leída como una
aproximación progresiva de la formulación de esa pulsión sexual
aniquiladora, sádica, y cuyas raíces son edípicas. Devorar, asesinar,
violar, despedazar: en una progresión constante, la intriga parisina,
con su explícita dimensión matricida reúne los componentes
dispersos de las novelas anteriores. O sea que el fantasma puesto en
escena en La pesquisa puede ser considerado como un fantasma
esencial, estructurante de toda la obra (sin ser por ello definitivo, ya
que la ironía y la autointerpretación dejan abiertas posibles
variaciones y renovaciones); y por lo tanto como un fantasma
íntimamente ligado con el autotematismo que caracteriza la
escritura saeriana. Desde este punto de vista no es anodino que en el
vientre materno destrozado se busque un origen, el del sujeto, pero
también el de la obra literaria.

*****

A partir de la omnipresencia temática de la muerte, trazamos

98
entonces dos recorridos diferentes. El primero llevó a la figura del
muerto por antonomasia, el padre, que movilizaba a la vez un relato
y un conflicto. El relato era la ficcionalización fragmentada de una
historia edípica, de connotaciones a veces legendarias, que ponía en
escena un proceso relativamente tópico desde el punto de vista de la
Novela familiar: la anulación del padre, un borrado de su función y
una lenta recuperación de la Ley y de la palabra (una iniciación o un
aprendizaje): la construcción de un — de otro — padre. El segundo,
y dejando de lado las madres 'argumentales' que aparecían en el
primer relato edípico (la de Angel en Cicatrices por ejemplo),
comenzó con la lectura de una obsesiva repetición, la de una imagen
ambivalente de nacimiento, para constatar que la figura materna se
define como una figura magnificada, confundida con el espacio y el
cosmos. La muerte, en este caso, interviene en tanto que
representación imaginaria del regreso al origen, a la fuente de la
vida, por supuesto, pero también de la sexualidad, de la creación y
en regla general de una génesis. En este sentido, la relación con la
madre va a representar una confrontación onírica con la muerte, una
relación de objeto conflictiva y compleja, y sobre todo la
verbalización progresiva de un fantasma sádico de regreso
destructor y erotizado. La obsesión con la muerte es, entonces, una
obsesión con la pérdida (Picard 1995), es la confesión de una
nostalgia y no sólo el temor al futuro; la muerte remite al
nacimiento, a la separación y al deseo. Las insistentes perspectivas
'anteriores' (el ante rem en todos sus sentidos) marcan un
movimiento en el cual se interroga, se ficcionaliza y se destruye el
espacio del origen. Así, a partir del triángulo edípico, el análisis de
las figuras maternas desemboca en una doble constante: por un lado
la presencia de una temática de misterios que tienen que ver con lo
genético — misterios del cuerpo, misterios del mundo, misterios del
texto; por otro lado una confesión más o menos velada de un
sufrimiento virulento, cuyas coordenadas quizás puedan
comprenderse a partir de estas primeras constataciones sobre la
perspectiva materna de la obra.
El postulado de lectura que precede estas páginas (leer la
trayectoria novelística de Saer como si fuera un texto único) permite

99
entonces constatar una coherencia argumental e imaginaria. En la
Introducción supuse que la unidad de la obra superaba con creces la
repetición de un espacio y la recurrencia de personajes y
situaciones, y cité una frase del autor que muestra que su proyecto
íntimo es el de escribir siempre la misma novela. La lectura de
ciertas peripecias y fantasías de raigambre edípica (la relación con
figuras paternas y maternas proliferantes), permiten darle a ese
proyecto de unidad y coherencia cierta profundidad. Ese fantasma
constantemente expuesto y borrado, confesado y negado,
tergiversado y ocultado, se transforma en ficción, en sueño. Ahora
bien, el acto fundacional de esa transformación, la emergencia de la
obra, el nacimiento de la escritura, se concentran alrededor de una
creación en cierta medida previa: la de la Zona. La Zona es el
emblema, el aleph de esta historia cifrada: en ella se juegan los
vaivenes, las peripecias, los conflictos con la materia y lo real. La
Zona es el escenario y la clave, sobre todo en relación con los ecos
suscitados por las figuras maternas. Ya las partidas y llegadas, como
nacimientos y regresiones, marcaban la dimensión espacial de lo
materno así como el carácter regresivo y nodal de la Zona. Un
ejemplo más para subrayar el pasaje de la historia íntima a la
coordenada espacial, de ese pasaje que es esencial para inaugurar el
estudio de la materia y del paisaje en un escritor como Saer que
problematiza hasta la exasperación las posibilidades de la
representación y los límites de la percepción. En Glosa el padre de
Angel Leto prepara minuciosamente su suicidio, llevando su
determinación hasta acompañar, impávido, a su mujer y a su hijo a
la estación (la mujer y el hijo viajan al campo), antes de volver a la
casa y matarse. Ese viaje toma entonces el sentido de una
desaparición — de una muerte — del padre, ya que la madre y el
hijo, de regreso, encuentran el cadáver. Durante el trayecto, Leto se
siente separado de la mujer por un abismo, y sin embargo cierto tipo
de lazo se sugiere entre ella, él y el mundo, asociando entonces el
nacimiento, la percepción del universo, el paisaje de la Zona y, en
segundo plano, la muerte del padre:

La revista elevada casi a la altura del pecho deja ver el vientre que, bajo la

100
pollera decente, termina en el vértice que los muslos cruzados forman con
el pubis; ha estado ahí adentro, durante nueve meses, y después, como por
un embudo, ha caído en el mundo. ¿Qué sentir? Por empezar, la madre en
general, la llanura excelente, lo exalta en ese momento más que la propia;
el vasto mundo, tan desdeñoso, parece sin embargo más familiar que el
casal que lo engendró. (GL 72)

La postura de observación fría y espantada parece, por supuesto,


repetir o anunciar otros interrogantes sobre el cuerpo femenino en el
corpus — otras fantasías y otras peripecias argumentales, como
vimos; lo interesante es, ahora, subrayar cómo, a partir de la muerte
del padre y de la imagen de una unión física con el cuerpo de la
madre (esa representación fugaz de la vida intrauterina), el
personaje pasa a la llanura y al “vasto mundo”, convertidos en
“familiares”. Es allí, en el vasto mundo, en la Zona, es decir en lo
real imaginario, en donde va a jugarse la multiplicación deformante
de reflejos de la Novela familiar originaria; es allí, en el vasto
mundo, como una creación desplazada y multiplicada, en donde van
a producirse las circunstancias de una obra literaria.

Notas

1. Los textos canónicos al respecto son un breve estudio de Freud sobre lo que él
llama la “La novela familiar del neurótico" (Freud 1972c: 1361-1364), citado
in extenso por Otto Rank, y el libro de Marthe Robert que analiza la génesis de
la novela a partir de ese estudio, intentando definir una tipología del género
basada en la hipótesis freudiana (Rank 1983: 91-94, Robert 1972).
2. Retomo la terminología de Marthe Robert, que define dos posibilidades: el
'niño hallado' es el que ignora el realismo, la historia y los imperativos de la
verosimilitud, para construir mundos que excluyen a los padres, lo que
permite fabricarse filiaciones fabulosas; y el 'bastardo edípico', el que sí
integra la información de la realidad, que negocia con los imperativos del
mundo, e intenta realizar sus deseos construyendo ficciones que excluyen al
padre, y eventualmente encontrándose otros padres, hasta entonces
desconocidos (Robert 1972: 41-78).
3. Privilegio, cuando la conozco, la fecha de escritura y no la de publicación
(Cicatrices se publica por primera vez en 1969). En buena medida la
información sobre las fechas de creación proviene de la tesis de Raquel
Linenberg-Fressard (Linenberg1987: 267-270).

101
4. La utilización ficcional del 'relato' edípico ya figura explícitamente en un
cuento anterior, “Palo y hueso” (1961).
5. Esto último me lleva a señalar un paralelismo con otro 'silencio' significativo
(aunque hablar de paralelismo sea quizás una extrapolación). El cuento de
Borges “El informe de Brodie”, cuya relación con El entenado es
problemática, trata de un pueblo primitivo que practica el canibalismo y habla
una lengua tan compleja y ambigua como la de los colastinés. Ahora bien, en
la presentación del relato, se informa al lector que la única omisión en la
traducción realizada es la de un “curioso pasaje” sobre la vida sexual de la
tribu... (Borges 1985a: 112). Si en la obra de Borges a lo sexual se lo recluye
en un mundo fantasmático que no accede a la palabra, en la de Saer el
recorrido es inverso y simétrico: con maniática precisión, las prácticas
sexuales son narradas. Sobre la relación entre los dos textos, véase un artículo
de Cristina Iglesia (Iglesia 1994).
6. Mecanismo conocido del funcionamiento psíquico y del mito freudiano de la
horda primitiva que es, por otro lado, uno de los hipotextos posibles de la
novela. Al respecto, véanse los comentarios explicativos de Joël Dor, (por
ejemplo: “El hombre que poseía a todas las mujeres no se convierte nunca en
Padre hasta no haber muerto en tanto que hombre. La edificación del hombre
en Padre se lleva a cabo entonces bajo el precio de una promoción simbólica
que sólo puede mantenerse con el sostén de una prohibición que tiene la
fuerza de Ley”) (Dor 1989: 48, traducción mía), y el texto de referencia de
Freud (Freud 1972e: 1745-1850).
7. Por otro lado, el hecho de que la tribu viva a orillas de un río denominado
'padre de ríos' pero que se dispersa en una arborescencia de ríos, produciendo
una “multiplicación infinita” (EE 40) puede ponerse en relación con la
anulación de una figura paterna única y referencial.
8. Ya que 'Quesada' es uno de los apellidos atribuidos al protagonista en las
primeras páginas de la novela de Cervantes.
9. Las ramificaciones y alcances de ese mito serán desarrollados más lejos (cf.
“La tribu melancólica”).
10. Otra ficción histórica, “Paramnesia” (1966) (Saer 1983ª: 31-50), puede ser
considerada como un antecedente de El entenado. En “Paramnesia” (lo que
significa, según María Moliner: “Trastorno mental que consiste en el olvido
del significado de las palabras”), se describe un estado de casi locura del que
es víctima un español recién desembarcado en las orillas del Paraná, y al que
acosan los indios, las privaciones y sobre todo un desorden del sentido (del
significado de las palabras), del que no es ajeno el retroceso imaginario en el
tiempo. El protagonista, ansiosamente, le pide a un soldado herido que le
cuente cosas para hacerle creer que todo eso (los indios y las picas
envenenadas, España y sus recuerdos) es real, como si frente a la pérdida de
consistencia de la realidad los relatos fuesen protectores. Pérdida de
consistencia que se manifiesta con pensamientos como éste: “Ahora me

102
vuelvo y voy en dirección al bosquecito para sentir otra vez el recuerdo de
haber estado en él antes de haber entrado nunca” (p. 48). Lo que es casi una
adivinanza, ya que el único lugar donde se puede estar sin haber “entrado
nunca” es, por supuesto, el vientre materno. En principio, para que haya
recuerdo, y luego historia, tiene que haber primero un acontecimiento, una
experiencia; pero la regresión desestabiliza ese orden indispensable, perturba
la cronología e impide, al fin de cuentas, todo relato. O lo impide al menos
hasta que ella misma se vuelve ficción, como veremos más adelante. Sobre la
cuestión del 'tiempo de origen' en la obra, véase Joaquín Manzi (Manzi 1995b:
289-293).
11. Nótese que la asociación Escila-imagen materna reaparece en La pesquisa.
12. Nótese, como veremos, el carácter deceptivo de las pesquisas: ninguna
especulación permite barajar algún nombre de escritor en la Zona, no sabemos
cuál es el verdadero padre de Morvan, no sabemos quién secuestró al Gato y
Elisa, y, a pesar de los abrumadores indicios que convierten a Morvan en el
asesino que él estaba buscando, o sea que lo convierten en un “animal
salvaje”, como Juan, el doble desenlace pone en duda esa culpabilidad.
13. En este sentido, recordemos a Georges Bataille cuando subrayaba la relación
entre el deseo sexual y una nostalgia por la continuidad primigenia, entre la
discontinuidad ineluctable del hombre y sus intentos de reintegrarse en el Ser.
Según él, el erotismo sería una manera, ilusoria, de quebrar las fronteras entre
el yo y el objeto deseado, de destruir la estructura de ser cerrado que es
normalmente el amante, de disolver las formas constituidas (Bataille 1957: 17-
32). Evidentemente, la visión de todo acto sexual como una transformación
desenfrenada del objeto de deseo introduce en el erotismo el canibalismo y el
asesinato en tanto que formas de relación con el otro.

103
3
Melancolía y nacimiento de la escritura

3.1 - La melancolía o la sombra del objeto

El cansancio del alma proviene de que


el alma piensa.
Hipócrates

Herido de sombras
por tu ausencia estoy.
Sólo la penumbra me acompaña hoy...
Pedro Vega Francia

La puesta de relieve de las variadas circunstancias de un relato


edípico narrado en la saga saeriana ha permitido trazar un recorrido
que lleva, intermitentemente, de una situación tópica (muerte del
padre, deseo por la madre en Cicatrices) y de una nostalgia
ambivalente por la interioridad arcaica, a una repetida
ficcionalización del surgimiento de la obra literaria. Ese surgimiento
está narrado como una separación progresiva del cuerpo materno:
nacimiento, retorno regresivo, nueva separación y pérdida, e
integración ardua en el sistema simbólico propuesto por el lenguaje
y la cultura. Si bien podemos considerar que esa 'misma novela'
siempre recomenzada por el escritor gira alrededor de las peripecias
de una proliferante Novela familiar, lo cronológico y narrativo no
rinde cuenta de las especificidades de ese relato ni de las peculiares
corrientes de afecto que le dan una coherencia al corpus estudiado.
Por el momento trazamos etapas y valores de un relato de orígenes
(una versión personal, una versión fabulosa del nacimiento del
individuo y de la escritura); otras recurrencias quedan por analizar:
la posición ante la realidad, ante el espacio y la materia, las

94
particularidades de una percepción, el tipo de definición del ser y su
modo de relacionarse con el mundo, las circunstancias del conflicto
y la explicación de la queja, elementos que atraviesan como una
monótona melodía las peripecias narrativas. Este será el medio de
superar el carácter anecdótico de la lectura propuesta. La historia
edípica, la cifrada pasión del devenir íntimo del hombre, están
situadas en el origen, en la órbita de la causa secreta, de material
transformado en fantasía escrita; pero la literatura va más allá, está
contenida en el paso de esas peripecias a textos que no sólo narran,
como en un sueño, las circunstancias de un nacimiento a la esfera
del deseo, sino que al mismo tiempo instauran la posibilidad
quimérica de comprender el mundo, de explicar al hombre, de
integrar y reescribir la tradición. Lo dicho permite afirmar ya una
característica mayor de la obra de Saer: la utilización de la historia
edípica como relato legendario del origen del hombre, pero también
de la obra; el deseo, en su causalidad biográfica e inconsciente, es el
motor y el centro de la creación literaria. Ahora bien, el estudio de
ese deseo (de la 'pasión' de Saer) puede prolongarse, superando
entonces el relato para describir una posición vital, que es tanto
afectiva como metafísica: la melancolía. Es en esa posición
melancólica que estriba, según creo, el punto de contacto entre
tendencias dispares y niveles distintos. En la primera esfera de
lectura que estamos recorriendo y antes de contemplar las
modalidades de construcción y de representación, limitémonos a lo
afectivo como medio de interpretar otro rasgo mayor, que es el
repetido autotematismo de las ficciones. Si hasta ahora tratamos
elementos narrativos, pasemos entonces a una posición general,
quizás menos justificada en tanto que causalidad, pero mucho más
amplia en cuanto a sus efectos; me refiero a una segunda serie de
interrogantes y de hipótesis formulados en la Introducción: la
suposición de que las ficciones saerianas retoman, insistentemente,
un sufrimiento y una actitud vital de carácter melancólico.
En el conjunto narrativo del capítulo precedente se distingue
fácilmente una serie de rasgos melancólicos; por lo pronto no es
sorprendente que el punto de partida haya sido, precisamente, la
omnipresencia de la muerte y la angustia paralizante ante un tiempo

95
arrollador, que son las manifestaciones más evidentes y tópicas de la
visión melancólica. En realidad, en esa historia edípica aparecen las
principales características de la melancolía tal cual las define el
psicoanálisis freudiano, tanto en la 'fenomenología' (el
comportamiento, los síntomas, los sentimientos y tipos de discursos)
así como en la 'causalidad' (circunstancias desencadenantes de crisis
depresivas); pero al mismo tiempo, esos rasgos corresponden en
buena medida a la tradición clásica de la melancolía en tanto que
teoría grecorromana, renacentista y barroca (o sea tanto las de una
'melancolía-enfermedad' o la 'melancolía-temperamento')1. Sin
abusar de una formulación conceptual, antes de inscribir el relato de
origen de Saer en una perspectiva melancólica, y de sacar las
conclusiones sobre otros aspectos de las corrientes afectivas que se
manifiestan en las obras, es con todo necesario resumir algunos
aspectos de la visión a la vez psicoanalítica y cultural de la
melancolía en el siglo XX, completando, en una dimensión de
sintomatología general, lo dicho en Introducción. No se trata, por
varias razones, de llevar a cabo una descripción de las teorías
clínicas sobre el tema; por lo pronto porque la melancolía en sí se
presenta, según variadas afirmaciones, como un fenómeno psíquico
complejo: a la vez patología que cubre una multiplicidad de
posibilidades distintas (y cuyas causas serán acontecimientos o
circunstancias muy diferentes)2, tanto como estructura de
personalidad, o, inclusive, posición metafísica ante el mundo. Por
otro lado, prefiero preservar un margen de ambigüedad o de
imprecisión en los esquemas conceptuales propuestos en el
momento de llevar a cabo el gesto interpretativo, tanto por una
resistencia, como ya ha sido dicho, a formular un diagnóstico (que
consistiría en reemplazar la obra por un contenido revelador pero
cerrado) como por la voluntad de mantener una asociación posible
entre la posición ante la realidad y el saber del hombre saeriano con
la tradición histórica, filosófica y antropológica de la melancolía, es
decir, mantener abierta la eventualidad de inscribir un fenómeno
íntimo en una esfera cultural y colectiva. Esta autolimitación no
proviene de una excesiva prudencia metodológica ni de una timidez
conceptual, sino de la convicción de que la mayor originalidad y

96
trascendencia de la escritura saeriana consiste, precisamente, en una
utilización programática, exhibicionista, extremada de lo pulsional,
utilización que se inscribe a menudo en una perspectiva ética,
metafísica y a veces ideológica. Reducida en lo teórico a algunos
rasgos mínimos, la melancolía saeriana se irá definiendo
pragmáticamente en el resto del libro con, en algunos casos, citas o
notas bibliográficas esclarecedoras, hasta terminar dibujando, por
qué no, una configuración específica, una combinación de
elementos dispares dentro de la multiplicidad que caracteriza a la
melancolía.
Freud, en su célebre artículo “Duelo y melancolía”, parte de una
comparación entre el duelo y la melancolía, en la medida en que los
dos procesos psíquicos presentan características similares. En el
duelo, y en particular en el duelo después de la muerte de una
persona amada, la reacción del sujeto conlleva un “doloroso estado
de ánimo, la cesación del interés por el mundo exterior — en cuanto
no recuerda a la persona fallecida —, la pérdida de la capacidad de
elegir un nuevo objeto amoroso — lo que equivaldría a sustituir al
desaparecido — y el apartamiento de toda actividad no conectada
con la memoria del ser querido”; el conjunto de la energía psíquica
está concentrada en el proceso de duelo, por lo que “no deja nada
para otros propósitos e intereses” (Freud 1972: 2092). Ese 'trabajo
de duelo' consiste, frente a la comprobación de que el objeto amado
ya no existe, en aceptar la exigencia de retirar la líbido de los
vínculos que la unen a ese objeto, exigencia traumatizante para el yo
que puede rebelarse y mantener el objeto con una psicosis
desiderativa alucinatoria. La melancolía se caracteriza por
elementos similares: “estado de ánimo profundamente doloroso, una
cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la
capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la
disminución de amor propio. Esta última se traduce en reproches y
acusaciones, de que el paciente se hace objeto a sí mismo, y puede
llegar incluso a una delirante espera de castigo” (ibidem: 2091). En
ambos casos, los síntomas se justifican por una pérdida y ponen al
sujeto ante una prueba de realidad dolorosa: el objeto de deseo ya
no existe; pero si en el duelo se puede identificar la desaparición del

97
objeto — y por lo tanto, al proceso psíquico así denominado se lo
considera 'normal' —, en el segundo la causa del fenómeno no
aparece claramente; es esa 'pérdida desconocida' la que tendrá como
consecuencia un trabajo interior parecido al del duelo y que será,
por ello, responsable de la inhibición en la melancolía. Por otro
lado, la melancolía les agrega a las características generales del
duelo un rasgo significativo: “una extraordinaria disminución de su
amor propio, o sea un considerable empobrecimiento de su yo. En el
duelo, el mundo aparece desierto y empobrecido ante los ojos del
sujeto. En la melancolía es el yo lo que ofrece estos rasgos” (ibidem:
2093)
Estas similitudes y diferencias permiten que Freud formule los
principales postulados de su visión de la melancolía, postulados
fundamentales en la concepción que el psicoanálisis tendrá de la
'enfermedad del alma' que tanto preocupó a los hombres desde la
Antigüedad. Además de la pérdida, en la melancolía se manifestaría
cierto tipo de relación de objeto, una relación de identificación
narcisista con el objeto; relación por lo tanto regresiva, en la medida
en que la identificación es el estadio preliminar, ambivalente en su
expresión, de elección de objeto. El yo melancólico querría
incorporar ese objeto según la fase oral o caníbal del desarrollo de la
líbido, devorándolo; el carácter regresivo de la oralidad (y del
'canibalismo' como modo de apropiación del objeto), implica una
identificación del yo con el objeto perdido y explica que la pérdida,
en la melancolía, concierna en última instancia al yo, o en todo caso
a la “sombra del objeto” que recae sobre el yo, un yo que puede ser
juzgado como un objeto, el objeto abandonado.
La melancolía tomaría por lo tanto parte de sus caracteres de los
mecanismos del duelo y otra del proceso de elección de objeto
narcisista. Ahora bien, la pérdida de objeto es una ocasión
privilegiada para manifestar la ambivalencia de las relaciones de
amor; la agresividad contra el objeto, reprimida y transformada en
tristeza en el duelo, se convierte en la melancolía en autorreproches
y depreciación del yo: “Cuando el amor al objeto, amor que ha de
ser conservado, no obstante el abandono del objeto, llega a
refugiarse en la identificación narcisista, recae el odio sobre este

98
objeto sustitutivo, calumniándolo, humillándolo, haciéndole sufrir y
encontrando en este sufrimiento una satisfacción sádica” (ibidem:
2096). Este sadismo, dirigido contra el objeto pero que, a causa de
la identificación, alcanza al yo, explica que las tendencias
destructoras del sujeto puedan llevarlo al suicidio, es decir a tratarse
a sí mismo como un objeto. En todo caso, en la melancolía se
anudan, alrededor del objeto, una serie de enfrentamientos
singulares en los cuales odio y amor luchan uno contra el otro, el
odio para arrancar a la líbido del objeto, el amor para mantener esa
posición de la líbido en contra de los ataques sufridos: la
agresividad contra el objeto, que puede ser destructora en la medida
en que se da vuelta contra el yo, también es indispensable para
superar la situación melancólica y reinvertir libidinalmente el
mundo. En ambos casos (amor extremado, suicidio), el yo se
encuentra dominado por el objeto. El complejo melancólico
funciona como una herida abierta que atrae todas las energías de
inversión disponibles, vaciando al yo hasta anularlo, lo que produce
la atonía, las carencias aparentes de deseo, el desinterés pesimista
ante el mundo.
La interpretación freudiana se concentra en una explicación
posible de las contradicciones de la melancolía, dejando de lado las
clásicas causas de 'lucidez excesiva' sobre el destino humano, para
demostrar, en la órbita de la energía libidinal, cómo la melancolía es
la manifestación de un conflicto de pérdida, cómo sus
particularidades están determinadas por cierto tipo de relación de
objeto en donde el yo se identifica con él e intenta apropiárselo
devorándolo, cómo la ambivalencia amorosa produce el movimiento
pendular de amor y de odio — que en vez de dirigirse al objeto se
dirige al yo —, y cómo la apatía profunda de la melancolía esconde
entonces una carga agresiva y pulsional intensa, en un proceso que
absorbe toda la energía libidinal disponible (empobreciendo, por lo
tanto, la relación del yo con la realidad). Por lo tanto, la meditación
dolorosa sobre la muerte del sujeto, que es el rasgo más inmediato y
recurrente de la melancolía, ocultaría una reacción ante la 'muerte'
del objeto.3
En Esthétique de la mélancolie Marie-Claude Lambotte asocia el

99
saber psicoanalítico de raigambre freudiana con la tradición
occidental de reflexión y representación estética de la melancolía.
Su punto de partida no consiste en una explicación causal de las
depresiones, sino en una descripción de las manifestaciones de esa
patología o 'temperamento', poniéndolas en relación con teorías,
caracterizaciones y transformaciones artísticas del fenómeno. Sus
trabajos, que son algunos de los múltiples estudios diacrónicos y
pluridisciplinarios de la cuestión, permiten ampliar la visión
económica propuesta por Freud hacia características de
funcionamiento más generales. Los sentimientos de temor (de un
derrumbe, de la muerte) y de tristeza generalizada, tienen como
consecuencia una inhibición, inhibición que sería la manifestación
mayor y el síntoma más significativo de la posición melancólica
(Lambotte 1999: 20); se trata entonces de la manifestación de ese
'desvío' de energía que Freud analiza. La atonía o abulia del
melancólico, contradictorias con el exceso de pulsiones sexuales
que se encuentra en el revés de su dolencia, obstaculizan el goce
inmediato4. El melancólico no puede emitir el más mínimo deseo,
encerrado en la convicción de que nada vale la pena dado que, de
todas maneras, el duelo futuro — la muerte futura —, impide de
antemano el placer del presente5; el melancólico es un “mensajero
de la muerte” (Lambotte 1999: 68) (el “heraldo negro que nos
manda la muerte” diría Vallejo). Esta impresión es asociable con la
'lucidez' que, desde la Antigüedad, caracteriza al melancólico; el
melancólico es el que 'sabe', el que no se deja encandilar por las
apariencias del presente, sino que lo percibe y vive como un instante
fugaz en un devenir obligatoriamente trágico. La focalización en la
muerte y en la destrucción le dan al melancólico la doble
característica de un hombre que busca respuestas y explicaciones
(que no se satisface con las apariencias y convenciones), y que al
mismo tiempo ya sabe, ya vio, ya conoce, ya entendió, aunque toda
esa esfera de información y de conocimiento sea inútil, inoperante
— el saber, inclusive, produce un sentimiento de espanto. La
tensión entre una conciencia ultralúcida, a veces enciclopédica, y la
impresión invasora de una falta de sentido, es un rasgo mayor de la
dimensión metafísica de la melancolía. Nada puede atribuirle un

100
sentido a un mundo signado por el absurdo; sólo queda la
resignación o el humor, la irónica distancia que apenas permite
hablar del mundo sin hundirse en un pesimismo mudo6. A esta
relación peculiar con el tiempo y con el saber, se le agrega la
depreciación del yo a la que se refería Freud: el melancólico vive
con la impresión de que el yo es reemplazado por un agujero, por la
nada, por un vacío imposible de llenar7. La melancolía revela una
fisura en la construcción del yo: el narcisismo supone una
proyección en el yo del objeto perdido (esa 'sombra' que transforma
al yo en un vacío, en una anulación que refleja la pérdida), pero
también la percepción de la realidad como una continuación del yo
(por ello negrura, por eso el mundo se convierte en un lugar de
muerte). Tanto en el discurso filosófico y literario, como en la
abundante tradición iconográfica de la melancolía, vemos por lo
tanto acumularse espacios vacíos, paisajes fúnebres, materias yertas:
la tristeza melancólica, a causa entre otras cosas de la lucidez y el
saber que la acompañan, es siempre una tristeza cósmica, una
tristeza que empapa y contamina al universo entero. Nótese que
también en la iconografía clásica, Saturno aparece como un anciano
con la cabeza cubierta por un velo, observando con meditativa
seriedad el globo terrestre, con un compás en la mano. El sentido de
esa imagen (Saturno descubre, en la vejez, la inutilidad de la vida y
el absurdo de la identidad), es lo que el melancólico sabe desde
siempre: la identidad es una ilusión, los ideales son horizontes
imposibles de alcanzar, sólo queda la incompletitud, la frustración,
la falta mortífera de conclusión, la monótona espera de un desenlace
ineluctablemente trágico (Lambotte 1999: 82).
Muchos rasgos del relato edípico arriba estudiado estaban ya
sugiriendo una interpretación en el sentido de la melancolía, en la
medida en que la relación con las figuras paternas y maternas
permitía destacar características tópicas de la personalidad y de las
pasiones melancólicas. El punto de partida en sí de esta lectura del
corpus, las obsesivas quejas por la inminencia de una muerte de
carácter y arrollador, esa idea que abrume e inhibe, y que más que la
reacción del sujeto ante una perspectiva verosímil se asemeja a una
creación imaginaria que remite a otras esferas de sentido, este

101
primer enfoque del sufrimiento del hombre saeriano ya lo presenta
de por sí como un sufrimiento definitorio de los cuadros
melancólicos. En su desarrollo descubrimos una relación con la
muerte del padre y con una nostalgia ambivalente que lleva a un
regreso deseado y temido al cuerpo materno. Ahora bien, si leemos
algunas afirmaciones de la teoría psicoanalítica sobre la
representación de la muerte, encontraremos la misma asociación
entre, por un lado, un dolor y el paso del tiempo, y por el otro las
circunstancias del conflicto edípico. Guy Rosolato, en conclusión a
una serie de estudios dedicados al concepto de lo Simbólico, se
refiere a las construcciones y representaciones de la muerte desde
un punto de vista que puede ser interesante recordar aquí.
Efectivamente, él distingue la pulsión de muerte, en tanto que fuerza
y movimiento inconscientes, de todo lo que se inscribe en el
consciente (ideas, fantasmas, significantes) y del metabolismo
mental de la muerte. Habría una angustia infantil ante la nada,
angustia de muerte a la que sólo se puede aludir como un
sufrimiento vital innominable. En este sentido, las representaciones
de la muerte son un medio de conjurar dicha angustia, sobre todo
cuando toman la forma de un regreso (eventualidad de recobrar un
estado, una relación pasada, un objeto perdido, el seno o la madre).
El hecho de retroceder con la imaginación hasta antes del
nacimiento desemboca en la estadía en el útero materno (de lo que
se deduce el valor de escena originaria, en el sentido sexual, que se
combina con el de una nada anterior, una muerte de antes de la
vida), imagen que puede tomar un valor de felicidad o de dilución
destructora, y que identificamos claramente en los ensueños
saerianos sobre el nacimiento y la regresión. Esta construcción
imaginaria explica que ciertas corrientes del psicoanálisis pongan en
el centro de los conflictos del hombre el traumatismo del
nacimiento, cuya consecuencia es la atribución de un valor edénico
al regreso al seno materno (Rank 1976). En todo caso, en la serie de
la muerte y de la vida, encontramos un indecible, la muerte, en el
que se concentran las angustias y los fantasmas primitivos de
destrucción, y en particular los fantasmas originarios de retorno a
una primera muerte para intentar elucidar o representar la muerte

102
futura. A estos valores se le agregan en el niño los fantasmas de
castración; solamente la elaboración de la prohibición paterna y la
función simbólica del padre pueden suscitar el rechazo de la
regresión (del retorno al origen), la repetición y la madre,
permitiendo así una reerotización. La confrontación con el principio
de realidad que interviene en este proceso es propicia para la
emergencia de una posición depresiva (Rosolato 1994: 355-361). La
trayectoria de tantos personajes de Saer, y en particular la del
grumete, ilustran significativamente estas hipótesis.
Las afirmaciones que preceden permiten incluir otros elementos
del relato edípico saeriano en una perspectiva melancólica. Por un
lado la recurrencia de una situación de mutismo, de vacío de afectos
conscientes, de imposibilidad de reacción ante un acontecimiento
dramático (ante la muerte del padre en Cicatrices, ante la muerte de
los compañeros de expedición en El entenado, durante la partida
definitiva de la Zona en “A medio borrar”), posición de vacío que
oculta o da lugar a situaciones extremadas (por ejemplo a las
pesadillas de posesión violenta de las figuras maternas en La
pesquisa o, en tantos otros casos, a la demencia). La contradictoria
posición del melancólico puede explicar entonces el paso de la
atonía absoluta, de la repetición gris, de la nada afectiva, al delirio, a
proliferantes fantasmas y a excesos pulsionales de todo tipo: el
vacío es la otra cara del exceso; el vacío oculta, inhibe y reacciona
ante el exceso. Por lo tanto, esa particular indiferencia, o esa
confesada imposibilidad de sentir (o expresar) es la vertiente visible
de pasiones agudas (culpas ante la muerte del padre, pulsiones
sexuales censuradas) y es asociable con la impresión de un
cataclismo inminente (cataclismo que, vimos, se produce en El
entenado y en La pesquisa), así como puede ponerse en relación con
rupturas de la aparente monotonía que producen pasos al acto
virulentos (orgía, crímenes). Por otro lado, ese mutismo y ese vacío
desembocan en frecuentes perturbaciones de la palabra, en procesos
complejos de recuperación de la lengua (el aprendizaje de la cultura
y de la escritura por el grumete), similares a las imágenes, ya
subrayadas y que volveremos a analizar, que superponen el
nacimiento con la creación literaria: se trata de una ficcionalización

103
en donde la presión de lo materno 'gana la partida', en donde el
hombre cede ante la tentación de la indiferenciación y la regresión,
en donde se repite fantasmáticamente el nacimiento y,
consecuentemente, el aprendizaje de la palabra y el paso a la esfera
simbólica del lenguaje significada por el padre. Frente a una
ausencia relativa de las madres 'reales', leímos una presencia
abrumadora de lo materno, alrededor de algunas imágenes centrales:
el nacimiento primero, obsesiva etapa traumatizante, siempre
interrogada y que retoma las características de ese cataclismo mayor
en la vida del sujeto, la causa mítica del sufrimiento melancólico, a
la vez puesta en marcha de la cuenta regresiva que lleva a la muerte
tan temida y separación ineluctable de ese estado primitivo de
protección atemporal. Luego la percepción interrogativa del cuerpo
femenino (el cuerpo femenino como objeto de deseo, pero también
como lugar de pesquisas y dudas, de búsquedas y angustias), que
participa a su vez en una dinámica de paso de lo biográfico-
verosímil a lo imaginario: la lucidez dubitativa de la melancolía va a
manifestarse, ante todo, en los interrogantes sobre ese objeto de
deseo y de fuente de la vida. Más allá de la anécdota personal, más
allá de la relación biográfica triangular, es la relación global con el
objeto deseado la que será puesta en escena dramáticamente. Por
último, destacamos la fuerza de una nostalgia por los orígenes,
nostalgia que explica y justifica los frecuentes episodios regresivos
del corpus (el más espectacular, bajo la forma límpida de un
regressus ad uterum es, por supuesto, El entenado).
Pero en las afirmaciones teóricas que preceden vimos también
aparecer una angustia arcaica que sería anterior al conflicto edípico,
y que en todo caso superaría las circunstancias de la emergencia
familiar del deseo para manifestar un dolor más amplio y más
impreciso. En ese sentido, el psicoanalista inglés D. W. Winnicott
analiza el temor al hundimiento como la inversión de una desgracia
ya sucedida, como el eco de un acontecimiento tan traumatizante
como inexplicable e indecible (Nouvelle… 1975: 35-44) . Julia
Kristeva en el capítulo introductorio de un libro que contiene
interesantes análisis de la melancolía literaria, parte de la
agresividad contra el objeto que se oculta detrás de la queja del

104
depresivo para subrayar el papel de una tristeza en alguna medida
cósmica que reemplaza al objeto; es decir que la tristeza en sí sería
el objeto, el único objeto presente. Una tristeza que refleja un
sentimiento de desposeimiento incomunicable, imposible de
significar, y que iría más allá de la pérdida imaginaria descrita por
Freud, poniendo al sujeto en contacto con una angustia arcaica.
Luego Kristeva se interroga (e intenta aplicar esos interrogantes en
el estudio de algunos textos) sobre la presencia, en la creación
literaria, de ese proceso de paso de la agresividad a un
ensimismamiento sin forma y sin contenido — en este sentido sus
afirmaciones son pertinentes en el estudio de Saer. Según ella la
literatura incluiría un testimonio de la tristeza en tanto que cicatriz
de una separación (la literatura en tanto que manifestación de una
carencia, de una herida pasada), pero también de la superación de
ese estado. El texto en sí sería la prueba, la marca simbólica que
representa la alegría de haber dejado atrás la tristeza, el triunfo de
una separación que instala al escritor en el universo del artificio y
del símbolo. Porque el signo surge, precisamente, en un mecanismo
de carencia y separación, o sea, en la medida en que el niño deja de
identificarse con el objeto perdido y pasa a identificarse con una
instancia 'tercera' — padre, forma, esquema. Es gracias al lazo que
se crea entre el padre imaginario y el padre simbólico, el padre
edípico y la Ley simbólica, que la lengua muerta del depresivo
puede obtener un sentido vivo para los demás; sólo así los signos
abstractos y arbitrarios de la comunicación pueden asociarse con los
sentidos afectivos de las identificaciones prehistóricas. Por lo tanto,
concluye Kristeva, la creación literaria presentaría un dispositivo
cuya economía prosódica, la dramaturgia de los personajes y el
simbolismo implícito son una representación semiológica muy fiel
de la lucha del sujeto contra el hundimiento simbólico. Esta
representación, sin ser una elaboración, es un “contra depresor”
lúcido (Kristeva 1987: 35). Es decir que a través de la percepción
psicoanalítica de la melancolía, se justifica y desarrolla el tópico de
una escritura como trabajo de duelo, pero como un trabajo de duelo
triunfante, ya que el gesto de escritura fue realizado y que a la
distanciación del objeto perdido la acompaña la exaltación de la

105
creatividad (Picard 1995: 34-35). Detrás de las peripecias del relato
de origen en Saer, y de la visión del espacio, la materia y la razón —
que veremos a continuación —, es posible leer un proceso de ese
orden; en todo caso, este trabajo intenta demostrar la aguda
presencia existencial de un proceso similar en la obra del escritor
argentino. Además, y en curiosa resonancia con las anécdotas y los
episodios simbólicos de la saga saeriana, subrayemos que Kristeva
pone también de relieve la necesidad imperiosa de “perder a la
madre”; el matricidio sería una necesidad vital, “una condición sine
qua non de nuestra individuación, a condición que se desarrolle
como corresponde y pueda ser erotizado” (Kristeva 1987: 38). En
caso de obstáculos, la imposibilidad de protegerse de un amor
confusional provoca un odio hacia ella que funciona como un dique
de protección. En el ejemplo del depresivo, ese odio se da vuelta
hacia el sujeto, e inclusive, puede ser reemplazado por un “vacío
oceánico”, es decir el sentimiento y el fantasma del dolor, pero
anestesiado, de goce, pero suspendido, de una espera y un silencio
tan vacíos como colmados (ibidem: 40).
En semejantes condiciones, toda interpretación parece quimérica:
el texto melancólico (el texto saeriano) expone, ante todo, que nada
puede decirse. Porque ese vacío contamina la capacidad expresiva
de la obra, así como el mutismo de los personajes, tantas veces
señalado, parece reflejar y repetir una amenaza sufrida por el
escritor. La dificultad, y también la paradoja del fenómeno, es que
una lectura detallada nos enfrenta con ese vacío — esa negación de
sentido que lleva, en muchos casos, hasta una disociación de la
forma —, vacío y negación que son una característica mayor de
poética saeriana y que representan, de por sí, la articulación más
aguda de una problematización de la representación y de los
intentos de renovar o al menos interrogar la forma literaria utilizada
— lo que será por ende un fenómeno textual y estético mayor y en
ese carácter, será un fenómeno repetidamente estudiado en las
páginas restantes de este libro. Según Jean Starobinski, la pura
negación es el acto fundamental de la conciencia melancólica, y
será, también, el acto fundamental de la afirmación semántica del
texto literario que ilustra y desarrolla esa melancolía (Starobinski

106
1962: 27). En el momento de circunscribir la caracterización
melancólica de la posición saeriana, notemos la insistencia con la
que se nos afirma, virulentamente en algunos casos, que lo único
que hay para representar, que lo único que queda por decir, que el
único elemento que existe de verdad en el texto es la nada. Porque si
el concepto de melancolía es esencial, no es sólo porque se articula
en la doble vía de una relación con la muerte y una relación con la
madre, sino porque va más allá de esos elementos después de todo
construidos y descifrables, para alcanzar una angustia cósmica,
irrepresentable, arcaica, que los textos afirman no lograr nombrar
pero que marca agudamente la posición de los personajes frente a la
otredad del mundo y constituye el cimiento imaginario de la poética
de lo real en la obra de Saer. Tanto los personajes como el escritor
parecen entregados a ese “vacío oceánico” del que habla Kristeva;
en el mejor de los casos intentan circunscribirlo con una serie de
regresiones, repeticiones, fracasos y negaciones del sentido; la
melancolía, que ignora lo que ha perdido al perder el objeto, se
instala en la puesta en escena de un sujeto en búsqueda de puntos de
referencia que, aunque sean indescifrables, cumplen una función
vital de primera importancia (Lambotte 1999:73). Al igual que la
literatura fantástica contemporánea, las ficciones saerianas, gracias a
la puesta en escena de la posición melancólica, giran alrededor un
inexpresable, de una extrañeza, de una otredad íntima, afirmando a
cada paso que nada puede saberse ni decirse que supere esa
delimitación de un 'pozo negro' del sentido.
Un ejemplo sacado de El limonero real ilustra esta definición de
un indecible que significa, al mismo tiempo, un repetido fracaso
expresivo. El protagonista, Wenceslao, sueña, tiene un sueño en el
que una serie de alucinaciones le permite volver a ver la imagen de
su hijo muerto sumergiéndose en el agua del río; se trata de una
imagen recurrente en la novela, transformada de manera obsesiva en
otra cosa, en el surgimiento de algo inquietante, informe y
peligroso, algo que estaría escondido bajo las apariencias serenas
del agua del río en donde el niño ha desaparecido; por un lado lo
real y la causa concreta del sufrimiento (la muerte del hijo), por el
otro su transformación en imagen desarticulada y amenazadora.

107
Porque durante el sueño la imagen del niño se desdibuja y aparecen
fragmentos indefinidos de un cuerpo humano, que a cada momento
Wenceslao se dispone a identificar, aunque la identificación,
marcada por el terror, termina cambiando de dimensión y significa
un enfrentamiento con una extrañeza innominable, con un horror
que debe absolutamente reprimirse:

Va a producirse el reconocimiento: el fragmento de piel tostada, la


convexidad lisa que se muestra vagamente humana, sin precisión — puede
ser la espalda, un hombro, el pecho, un fragmento de nalga, una rodilla —
el vagabundeo caprichoso y lento, la inmersión y la aparición, en el centro
del agua, en pleno silencio, se organizan de golpe, para revelarlo todo, en
un relámpago de evidencia que sin embargo se esfuma una y otra vez, y el
ascenso hacia el reconocimiento debe recomenzar, trabajoso y pesado,
como un río que fluye para atrás y comienza a recorrer a la inversa su
cauce en el momento mismo de llegar a la desembocadura. Por momentos
alcanza esa precisión estéril de lo que no obstante no puede ser nombrado;
una precisión que no es propiamente comprensión ni tampoco, desde
luego, lenguaje. Se trata de una certidumbre terrible pero informulable,
mientras quede al margen de esa formulación el reconocimiento quedará
en suspenso. (EL 105-106)

Esta inminencia (la del “reconocimiento”) es la que atraviesa la obra


de Saer: el cuerpo va a recobrar su forma, el sentido será afirmado
(un sentido aterrador: pulsiones filicidas del padre, identificación
con el hijo fallecido, fobia de la muerte, ensueños regresivos y otras
series posibles). Pero el reconocimiento no se produce, nos queda la
“precisión estéril de lo que no obstante no puede ser nombrado; una
precisión que no es propiamente comprensión ni tampoco, desde
luego, lenguaje”; nos queda la sugerencia de un horror detrás de la
nada, el proceso huidizo de un sentido que se descompone y se
anula en el momento de afirmarse. Nos queda la queja melancólica
ante la plenitud imposible, ante la nostalgia por el sentido recobrado
que es, al mismo tiempo, la condición de la continuación de la obra
puesto que, hasta que no se formule esa certeza, hasta que no se
reconozca el cuerpo ni el fantasma, siempre que la corriente del
sentido fluya hacia orígenes indeterminados (“como un río que
fluye para atrás y comienza a recorrer a la inversa su cauce”),

108
siempre que el sentido siga esquivándose en el momento en el que
debe desembocar en algo definitivo — en un nacimiento sin
retornos, en una ruptura, en una separación — la obra puede
continuarse.8
Esta posición, aguda en el ejemplo citado pero constante en todo
el corpus, inhibe la interpretación (o la convierte, de antemano, en
superflua y destructora). Podemos, por supuesto, recordar el exceso
que se escondía detrás de la nada, según las teorías sobre la
melancolía, recordar también la dinámica de vacío expresivo y
afectivo, recordar el paso al acto destructor en tantos textos de Saer,
para suponer que la anulación del sentido es una estrategia de
ocultación. Didier Anzieu, refiriéndose al complejo de Edipo
escenificado en Las gomas de Alain Robbe-Grillet, alude a la
tensión entre la afirmación de un fantasma y la puesta de relieve, en
el primer plano, de una nada narrativa, de un vacío descriptivo, de
un cuestionamiento explícito de la representación, que tienden a
sugerir que en el texto 'no pasa nada', que el sentido ha sido borrado,
que no hay contenidos que descifrar. Esta sería una manera de
afirmar negando, de dramatizar un extrañamiento en la relación con
el mundo que lo rodea (mundo que en el que el escritor vive 'en
tercera persona'), y por lo tanto una manera de contar y ocultar
gracias a movimientos textuales simétricos. En esta perspectiva, el
estilo, afirma Anzieu, expresa mecanismos de defensa, mientras que
la intriga es la transposición del fantasma (Anzieu 1981: 256-281).
Escritura que se asemeja, en la descripción que acaba de ser
resumida, a la de Saer, en donde la nada emotiva, el vacío de
sentido, las referencias al metadiscurso crítico, funcionan como
técnicas de camuflaje, pero también como vallas de contención
frente a una línea fantasmática que atraviesa toda su obra, y que
parece haber hallado, en la liturgia de los crímenes de La pesquisa,
su, por el momento, máxima expresión.
Sin embargo, esta constatación no agota las potencialidades del
procedimiento ni la paradójica riqueza del texto melancólico.
Porque más allá del fantasma, los textos ponen en escena la
intensidad destructora de esa angustia, de esa angustia que, según
Kristeva, puede manifestarse en una disociación de la forma, del

109
código y no sólo del sentido (como algunos ejemplos del corpus
saeriano lo demuestran) (Kristeva 1993: 127-137). En última
instancia, lo que se narra en un texto melancólico es la búsqueda del
sentido, es la dramatización repetida de un intento de verbalización,
es el drama cósmico que se juega detrás de los intentos de fijar con
palabras lo que, de antemano, se considera inexpresable. Desde
cierto punto de vista la obra de Saer rinde cuenta, ante todo, de una
espera de sentido. Esa espera de sentido sería característica de los
depresivos y se presentaría como la otra cara del sentimiento de
vacío, teniendo en cuenta que el vacío es una negación, pero es
también la condición previa de cualquier proceso de recepción y
acumulación9. El fenómeno tiene grandes consecuencias formales y
estéticas, pero transmite al mismo tiempo una visión agudamente
sufriente de la existencia. En el breve texto que termina Argumentos
(“Carta a la vidente”), el escritor intenta sacarse la máscara y
dirigirse en primera persona a una vidente, para autodefinirse como
una especie de “miope” trascendental que anhela ese sentido:
“Porque ver, señora, no consiste en contemplar, inerte, el paso
incansable de la apariencia sino en asir, de esa apariencia, un
sentido” (LM 159). Pero en vano: la vidente, destinataria imaginaria
del libro que reemplaza la figura del lector (del receptor, del
descifrador del sentido anhelado y ausente), no recibirá nada. El
libro va a cerrarse con una negación que, a partir de una
autodescripción melancólica (el yo reducido a la negrura), atañe al
mundo y al sentido:

No le mando, por lo tanto, nada. Nada que someter a su videncia. El


universo, monótono, opaco, no difiere de los fragmentos monótonos,
opacos, que quedan en mí. Y si hablo ahora, por esta vez, sin mediaciones,
en primera persona, es para mostrar claramente que, a través de mí,
ninguna alteridad se manifiesta, nada que no esté en los manchones
fugaces, fugitivos, intermitentes, cuyos bordes están comidos por la
oscuridad, y a los que llamamos el mundo. De esta carta de semiciego, no
le pido que saque ninguna conclusión. (LM 160)

Pero este movimiento de anulación tiene sus límites y traza


paradójicamente los caminos de superación de la nada, como

110
veremos. El vacío es el punto de partida de un recorrido en pos del
sentido que puede ser negativo — como en el ejemplo citado —,
significando una especie de suicidio del sujeto que escribe, pero
también puede ser fértil, es decir justificar y suscitar la creación. En
una asociación en este aspecto fundamental, Saer superpone en
alguna declaración suya la renovación formal del relato con,
precisamente, esa búsqueda de sentido que parece ser una prueba
existencial y afectiva mayúscula:

Más que el deseo de originalidad, es, por el contrario, una suerte de


modestia lo que me incita a modificar cada vez la estructura de la
narración: esos cambios significan que al abandonar lo ya hecho — la
confesión implícita de un cierto fracaso y el comienzo de una nueva
exploración — domina la búsqueda del narrador la esperanza de formalizar
algo nuevo que pueda traer consigo, finalmente, un sentido (Saer 1975:
162).

El presente trabajo interpretativo se plantea, entonces, como un


esfuerzo por descifrar ese “sentido” peculiar, tanto en su contenido
semántico como en las estrategias de significación; es decir, tanto la
comprensión de lo que, mal o bien, narran las obras y también las
modalidades de representación y de construcción de un sentido que,
por lo arduo y ambiguo, se define también como trascendente.

3.2 - El homo melancholicus (extrañamiento, demencia)

Reloj, no marques las horas


porque voy a enloquecer...
Roberto Cantoral

N’être rien, ou jouer ce qu’on est.


Jean-Paul Sartre

La búsqueda de sentido, dinámica central de la obra, aunque


desvirtuada de antemano por la negatividad melancólica, no impide
— la paradoja es fértil — narrar ni por lo tanto hilvanar las

111
circunstancias de una Novela familiar; tampoco impedirá, después
de haber tomado debidamente en cuenta el fenómeno de
'representación de lo irrepresentable', leer las coordenadas de una
percepción y de una posición existencial melancólicas en el corpus.
Ante todo recorriendo las numerosas ficcionalizaciones de la
melancolía en tanto que, otra vez, temperamento o patología.
Efectivamente, encontramos una constancia singular en la
representación de una identidad problemática y fluctuante, un
peculiar estado de ánimo y una relación con el mundo que
corresponden a los tópicos de la melancolía, así como aparecen en
las ficciones puestas en escena recurrentes de cuadros depresivos. El
vacío del relato, la crisis de la representación, la demencia del texto
literario, son, también, predicados argumentales: el hombre es un
ser sometido a la ruptura de la razón, al quiebre de lo aparente, a la
desaparición de las certezas, a la multiplicación de máscaras que
ocupan el lugar del sujeto.
La inhibición melancólica conlleva, como vimos, una peculiar
relación con el yo, cuya imagen se encuentra perturbada,
insuficientemente separada del objeto o de la realidad, incapaz de
reconocerse a sí misma en el espejo: al yo lo reemplaza un agujero,
un vacío, una negrura indeterminada e inconsistente10. Las
fluctuaciones de la identidad de muchos protagonistas de las novelas
de Saer pueden inscribirse en esta perspectiva — aunque, de más
está decirlo, la delimitación intermitente de los personajes
corresponda, a su vez, a una intención de puesta en duda de las
evidencias que rodean la definición de esa instancia textual. Las
recurrentes escenas en las cuales uno o varios personajes observan,
con incredulidad, sus imágenes en un espejo, funcionan también
como una figura del relato que se contempla a sí mismo con
desconfianza (un relato que se refleja y duda de la imagen que le
transmite su propia transparencia), y señalan el riesgo constante de
que las certezas de la identidad se diluyan. Escena repetida, con
algunas modulaciones significativas, de las cuales cito sólo dos. En
Nadie nada nunca, esta escena se superpone con la afirmada
imposibilidad de poseer al ser amado ni de conocer nada concreto ni
preciso sobre la materia que rodea al sujeto; en un gesto que quizás

112
alude al 'estadio del espejo' el Gato se mira a sí mismo al lado de
Elisa, como tratando de distinguirse de la mujer, pero no logra sacar
de la experiencia más que un fracaso de individuación y de
conocimiento11. En La pesquisa, en el momento en que Morvan
despierta, desnudo y cubierto de sangre en el departamento de la
última víctima, el extrañamiento frente a la imagen en el espejo
llega a su momento cumbre, ya que el comisario descubre, de
pronto, que esa imagen es la del “hombre o lo que fuese” que él
estaba buscando desde hacía nueve meses (es decir, la identidad del
asesino), pero sin reconocerla como suya. Esta ruptura en el
autorreconocimiento, esta emergencia del otro — de un otro arcaico,
surgido de la preconciencia —, marca el paso a la demencia:

...le parecía que si limpiaba el vapor que lo cubría, el espejo le mostraría la


imagen del hombre o lo que fuese que venía buscando desde hacía nueve
meses. Pero cuando con movimientos inhábiles y lentos cerró la canilla y
limpió el espejo con la palma de la mano, a pesar de que el espejo reflejaba
su propia imagen, no la reconoció como suya. El sabía que él era él,
Morvan, y sabía que estaba mirando la imagen de un hombre en el espejo,
pero esa imagen era la de un desconocido con el que se encontraba por
primera vez en su vida. Entre lo interno y lo exterior, los puentes
laboriosamente tendidos día tras día, desde el alba vacilante y lívida hasta
el centro mismo de la noche, estaban derrumbados. (LP 148)

Por otro lado, la obsesiva cuestión de los orígenes se manifiesta a


menudo con una problemática identitaria (recuérdese que la
identidad del padre, y por lo tanto la del hijo, es a menudo incierta),
problemática sobre todo significativa en el caso de los dos
principales protagonistas 'históricos' (es decir el entenado y Bianco),
en la medida en que ellos están predestinados a fundar linajes — a
ser 'padres'. El grumete viene de la nada, según su dolorosa
constatación y de acuerdo al único nombre que le pertenece antes de
llegar a la tribu, entenado: nacido antes (ante nado), si respetamos la
etimología, pero también 'antes nada'. Esto implica que sólo viene
de la madre (de la nada prenatal), que no hay ni padre ni filiación en
su pasado; su propia paternidad y los orígenes que les propone a sus
descendientes no son más que el fruto de una iniciación y de una
construcción voluntaria. En el otro ejemplo, los orígenes múltiples y

113
fluctuantes del protagonista de La ocasión pueden interpretarse
como una definición irónica del antepasado de los argentinos de
hoy, pero significan, más ampliamente, el paradigma de una
relación con la identidad que es característica en Saer12. Bianco,
cuyo nombre aparece en sí como el fruto de una casualidad (LO 9),
es el resultado de varias indeterminaciones (“natales, raciales,
lingüísticas” — LO 18) que suscitan en él un estado de confusión:

A fuerza de querer confundir al mundo en lo relativo a sus orígenes, está


terminando por confundir él mismo sus orígenes, y lo que es opaco y
brumoso para el mundo, ya lo es también para sí mismo, de modo que las
máscaras sucesivas que ha ido llevando desde los comienzos inciertos, en
un lugar incierto, ya no sabe bien cuál [...], se apelmazan, viscosas, contra
su cara, y la deforman, la borran, la vuelven mera materia perecedera y
residual, lo transforman a él mismo en el argumento viviente de los que
odia, de los que, arrancándole la máscara en París, creyendo descubrir su
verdadera cara, dejaron en su lugar un agujero negro, que él va llenando,
poco a poco, con títulos de propiedad, con ganado, con ese rancho. (LO
110)

En esta descripción se acumulan los indicios que remiten a una


incapacidad de situarse en un linaje, ya que la identidad aparece
como una convención superficial, convención que disimula apenas
la amenaza constante de una fragmentación, borrado, putrefacción,
y por fin caída en el “agujero negro” de una individuación fuera de
alcance (como le sucedía a Morvan delante del espejo). Otra vez se
esboza una relación causa-efecto entre, por un lado, el vacío paterno
— la falta de certezas que da un nombre —, y por otro el riesgo de
una dilución mortuoria (“mera materia perecedera y residual”). La
incertidumbre reúne, en los términos con los que se la expresa, las
connotaciones comentadas de una posición melancólica; sólo queda
la eventualidad de llenar ese “agujero” con “títulos de propiedad,
con ganado, con ese rancho”: con ficciones. La construcción
voluntaria sería por ende capaz de ofrecer, aquí también, el camino
de salida para un hombre empantanado en el vacío identitario.
Desde el punto de vista de las incertidumbres que rodean a la
identidad, la utilización de la figura del doble es mucho más
espectacular. El tema aparece al final de la primera parte de

114
Cicatrices, en tanto que desenlace hermético del conflicto edípico
de Angel; conflicto que, se recordará, funda el conjunto de relatos
que se estudian en este trabajo. El despliegue de una fantasía de
evicción de un padre claudicante y la confrontación con un deseo
incestuoso producen una perturbación importante en la identidad, es
decir que 'quiebran', al final del texto, la unidad del narrador-
protagonista; pareciera que la única manera de resolver una
situación inextricable fuese escindir al yo y proyectar, en un alter
ego, los estragos de la culpa, las cicatrices de una lucidez
insoportable o, con palabras de Julia Kristeva, el aspecto maléfico
de la pérdida (Kristeva 1987: 177). La confrontación con el doble es
ambivalente: por un lado introduce una idea de muerte — puesto
que toparse con su doble sería un signo anunciador de la muerte,
según las diferentes ocurrencias de ese tema literario —, de una
muerte negada hasta entonces13. Pero el desdoblamiento de Angel,
por doloroso que sea, incluye la esperanza de una evolución posible,
la promesa de un abandono de los contenidos primarios, la
superación entrevista que va a cobrar la modalidad de un
aprendizaje de la escritura, sugerida por su posición de narrador
ulterior. Como vimos, la articulación fundamental del aprendizaje
de Angel reside en la contemplación espantada del yo convertido en
otro, en un reflejo, en una representación, en una imagen que lleva
las cicatrices tempranas de una lucidez repentina: lo sucedido, el
deseo, la culpa, la ambivalencia, se convierten en algo perceptible y
nombrable (en otro yo que lleva los estigmas que le corresponden al
sujeto). El doble superpone las fobias de la muerte con su resolución
paradójica, es decir la repetición mimética de lo traumatizante, el
reflejo del sufrimiento, la imagen de lo temido: toda la obra está allí
resumida.
Por supuesto, la figura central y más compleja de la dualidad es
la de los hermanos Garay (el Gato y Pichón), que al mismo tiempo
prolongan la de Angel, en la medida en que “A medio borrar” está
escrito poco después de la novela. El parecido entre el Gato y
Pichón es perfecto; los episodios de confusión de identidad entre
ellos alcanzan los límites de la conciencia de sí mismo y ponen
sistemáticamente sobre el tapete lo hipotético de la propia identidad:

115
Pichón no reconoce a alguien que lo saluda porque cree que lo está
tomando por su hermano, y concluye: “ser tomado por el que soy no
es concebible más que como duda y error” (LM 58); y en una
fotografía en que aparecen ambos, de niños, ya no sabe quién es
quién, porque “hay que estar dentro para saber quién es uno, y en
esa foto... estamos fuera” (LM 48). Estar dentro es el requisito para
definir la propia identidad, pero Pichón está, en todo sentido, a
punto de salir: “Héctor dice, creo, que el viaje me hará bien, que me
sacará un poco de mí mismo” (LM 43). No es casual entonces que
se identifique la posibilidad de ser con la posibilidad de 'estar' o al
menos de nombrar y fijar el lugar del yo en el mundo14; según el
narrador, basta moverse un poco para borrarse (LM 49). De allí se
deducen las reflexiones sobre la continuación de la ciudad sin el
protagonista (pero con la presencia del Gato), lo que equivale a un
duelo anticipado por la muerte de sí mismo.
Por otro lado, y volviendo a la confrontación morbosa de Angel
con su reflejo, en este ejemplo no hay encuentro: la pérdida del Gato
precede la partida. La confrontación es, en los hechos, constante
pero totalmente imaginaria, puesto que Pichón no se encuentra
nunca con su hermano, sólo piensa en él, proyectando en el futuro
las escenas cotidianas del que permanecerá en la Zona. Acosado por
la simetría con su gemelo (espacial entre otras cosas, en la
descripción recurrente del dormitorio común), Pichón trata,
infructuosamente, de verlo para despedirse de él. La disociación ya
es ineluctable: el Gato, omnipresente como imagen y como
substitución futura del yo en la Zona, está totalmente ausente de su
realidad: la primera pérdida de Pichón es la de su doble, anuncio de
la muerte dramática del Gato en etapas posteriores de la obra. La
unidad entre las dos mitades, que remite a la vida intrauterina, o el
deseo constante de recuperarla (manifestado por ejemplo durante
una relación sexual), son irrealizables: el reflejo simétrico ha
desaparecido, dejando una multiplicación que ocupa todo el relato.
Aunque sería engorroso retomar las variadas series de ejemplos y
niveles en los que la multiplicación se manifiesta, hay que notar la
importancia de un desdoblamiento originado en el sujeto pero
proyectado al conjunto del texto. Baste al menos con recordar el

116
viaje al camino de la costa y el número de repeticiones y reflejos a
los que el episodio da lugar. Pichón y Héctor visitan las brechas
abiertas por las explosiones y al mismo tiempo son filmados por un
helicóptero. La imagen que resulta (la suya más la de otro hombre
que usa un sobretodo parecido), Pichón va a verla al día siguiente en
el televisor de su madre, luego en seis televisores superpuestos en
un negocio, de nuevo la noche de su partida, en el televisor de su
madre y en una borrosa fotografía publicada por la prensa (LM 71-
76). Más allá del doble, vemos cómo se produce una diseminación
de imágenes del yo que, a partir de la reproducción y la
representación, tiende hacia lo infinito. Esta falta de integridad del
yo explica también, seguramente, la diseminación de detalles en el
fervor descriptivo que caracteriza el texto. Los conflictos de
identidad van determinando y justificando las especificidades de la
construcción narrativa y el tipo de realidad representada.
La temática del doble, superpuesta aquí a la del exilio, conlleva
una disociación dolorosa que es también una parábola de la creación
literaria; disociación de un supuesto yo-escritor (o yo-testigo), el
que parte e imagina, con un yo-personaje (que permanece y actúa);
o, dicho con otras palabras, la del mundo del yo consciente con un
territorio indefinible y mágico en donde seguirá viviendo el Gato,
paraíso perdido en el que se oculta una verdad fuera de alcance. La
literatura finge fracasar en su intento de conciliar los dos universos
y recuperar la unidad primigenia (la de la vida intrauterina); el viaje
sin ilusiones de Pichón representa entonces un sometimiento a la
escisión fundamental, lo que implica una renuncia a 'estar' en esa
realidad, pero sin poder substituirla satisfactoriamente con palabras
o con relatos. La partida, ya ha sido dicho, es un nacimiento
cataclísmico — el más fuerte de una larga serie en el corpus: su
viaje se convierte en la desaparición simultánea del yo y del sentido.
Pichón deja la Zona como quien penetra en la locura; apenas si, en
el momento de subir al colectivo, oye todavía una explosión, eco
sordo de lo que pierde y olvida (LM 77). Las últimas líneas ponen
en escena la desaparición del yo detrás de un ente sin conciencia:

...alguien, algo, contempla o mejor dicho mira, o, mejor todavía, ve, a

117
través del vidrio frío, el basural, el amplio invierno, las carpas mudas, las
fogatas, y una sombras anónimas que se mueven en la proximidad del
fuego, pilas de objetos sin nombre almacenados en desorden... (LM 77)

Así avanza el narrador saeriano en un mundo confuso y


pesadillesco, hecho de sombras anónimas y objetos sin nombre. La
pérdida del yo arcaico y el alejamiento de la Zona no sólo ponen en
duda la integridad del sujeto sino que provocan una desrealización
de tonalidad melancólica. Pero la partida, la ruptura, la separación,
vimos, eran también el acto que permite pasar a la creación literaria
— y por lo tanto a la recuperación del sentido. Porque no es absurdo
asociar el juego de reflejos y de dobles en el relato con otra escisión
del yo, entre el adulto que renuncia, que se resigna, que parte (que
acepta nacer y por lo tanto perder) y el que, como un embajador
extraoficial del que se va, permanece apegado al mundo primitivo
de los amores infantiles. Es lo que afirma Freud al analizar las
perturbaciones del yo en la literatura, perturbaciones que retoman
fases aisladas de la historia de la evolución del sentimiento del yo, o
sea que constituyen una regresión hacia épocas en las que el yo no
estaba todavía claramente delimitado ante el mundo exterior y los
demás (Freud 1972h). Por un lado la repetición simple del mismo,
por el otro, la distancia y la escritura, en la medida en que las
imágenes de la vida futura del Gato en la ciudad, esas imágenes que
corresponden a lo que Pichón 'inventa', pueden leerse a su vez como
una representación de la creación literaria. Por ello se puede suponer
que la partida de Pichón no es sólo del orden simbólico, sino que es
también el acto de creación de la Zona en tanto que lugar de ficción
(aunque en la obra repetitiva y obsesionada por los orígenes, los
actos de creación proliferan: El limonero real, El entenado, La
ocasión, por lo menos, pueden también reivindicar el lugar de
página fundadora de una saga novelesca — y por supuesto, muchos
textos anteriores como “Algo se aproxima”).
El viaje del grumete en El entenado sugería un regreso después
del exilio voluntario de “A medio borrar”, y no es anodino que ese
regreso se produzca en un ambiente regresivo sobredeterminado,
por lo que la serie de nacimientos realizados compulsivamente por

118
el protagonista funcionan como una superación de un yo arcaico. Es
significativo, en esta perspectiva, que el protagonista de la novela
que precede El entenado (es decir Nadie nada nunca) sea el Gato,
que ese relato se reduzca por momentos a un empantanamiento
repetitivo alrededor de algunos elementos menores pero asociados
al aislamiento de un hombre y una mujer al borde del río, y
finalmente que a la ficción la atraviesen fantasmas o actos
virulentos (asesinatos de caballos, fantasías sexuales, represión,
violencia política). Mientras que el grumete regresa a España y
procede a una iniciación a la escritura que le permite convertirse en
padre y escritor, mientras que Pichón vuelve a la Zona en La
pesquisa para cumplir una función de narrador (ya que es él quien
cuenta la historia de los crímenes parisinos en esa novela), el Gato
se queda atrás, junto a la madre viuda y a un amor adúltero,
bloqueado en una ficción que no avanza (la de Nadie nada nunca),
en un erotismo omnipresente, en el desciframiento de fantasmas
sexuales (el libro de Sade que Pichón le manda de Francia, como
mensaje libidinal secreto entre dos partes del mismo ser).
También es notable que el Gato 'muera' en un episodio ficticio
inexistente, situado entre Nadie nada nunca y Glosa (novela en
donde se alude por primera vez al secuestro). Ya he propuesto
alguna interpretación de una muerte que, sin duda, constituye uno
de los acontecimientos mayores de la saga saeriana; que se me
permita agregar otra lectura del episodio: entre la partida de Pichón
en “A medio borrar” y el regreso del grumete en El entenado, se
produce la desaparición del alter ego, es decir la aceptación de la
pérdida, de la distancia, de la obligación de pasar por el código
lingüístico para representar al objeto — se asume entonces que ya
no se lo posee. Redondeando y exagerando la interpretación de la
causalidad afectiva de los acontecimientos argumentales, diría que
el Gato estaba condenado por su apego a la Zona materna, por su
función de yo arcaico, por su complicidad imaginaria con los
asesinatos de caballos, por sus fantasías de penetración brutal y de
posesión imposible del cuerpo femenino (fantasías anuncian los
crímenes de La pesquisa)15. El drama de esa muerte no es sólo
político — horror de la represión —, ni existencial — puesta en

119
duda de la inmortalidad de los personajes —, sino también
imaginario: al Gato se lo 'sacrifica', en alguna medida, como prueba
de superación de un conflicto melancólico16. En este sentido hay
que agregar que todo lo que se encuentra en la casa después del
secuestro es un pedazo de carne en descomposición (muerte y
pulsión) y que la imagen del edificio se caracteriza, en La pesquisa,
por una multiplicidad de signos que remiten a la decadencia
material, fácilmente interpretables como signos de una anterioridad
radical (LP 69-71). El personaje de Pichón queda marcado por esa
pérdida; tarda muchos años en regresar a la Zona y cuando lo hace
(en La pesquisa), es para narrar una historia de crímenes pulsionales
por fin verbalizados — es decir codificados: Pichón es entonces
dueño de la palabra y del relato. Al mismo tiempo su regreso lo
lleva afrontar el miedo que le produce la ausencia del hermano, es
decir una herida identitaria primitiva:

...esa prudencia excesiva de Pichón era en realidad miedo [...] de afrontar


la comprobación directa de que el inconcebible ente repetido, tan diferente
en muchos aspectos, y sin embargo tan íntimamente ligado a él desde el
vientre mismo de su madre que le era imposible percibir y concebir el
universo de otra manera que a través de sensaciones y de pensamientos
que parecían provenir de los mismos sentidos y de la misma inteligencia,
se hubiese evaporado sin dejar rastro en el aire de este mundo, o peor
todavía, que en su lugar le presentaran un montoncito anónimo de huesos
sacados de una tierra ignorada. (LP 117)

La dificultad del viaje es la de la aceptación de una pérdida (en


realidad, ya no hay regreso); en este ejemplo, la pérdida del alter
ego infantil (y nótese, al mismo tiempo, que se menciona la muerte
reciente de la madre de los gemelos como causa directa del viaje).
La obligación y la inanidad de concebir el universo sin ese otro yo
se expresan claramente, al igual que la duplicidad de sensaciones y
pensamientos. El hombre saeriano, nacido bajo el signo de Saturno
como todos los melancólicos es doble; en un esfuerzo sobrehumano
de largos y complejos relatos, logra partir, matar a la otra mitad,
abandonar los lazos creados en el seno mismo de la madre. Esa
partida, ese nacimiento, generadores de la obra, dejan como cicatriz

120
la melancolía literaria que se analiza aquí.

* * * * *

Las incertidumbres identitarias, arriba resumidas con algunos


ejemplos de desdoblamiento y descomposición de la imagen del yo,
son la manifestación de un sufrimiento psíquico, también
descifrable en la queja inherente a la expresión de todos los
narradores y personajes principales. Una queja que transmite un
desasosiego vital cuya imagen es la de un vacío, una uniformidad,
una nada sin puntos de referencia, sin accidentes, sin consistencia;
las largas descripciones, la observación minuciosa pero onírica de lo
real, las repetidas afirmaciones sobre la imposibilidad de decir algo
sobre lo otro, terminan dibujando en algunos casos extremados una
desaparición del lenguaje y de la razón, un extrañamiento agudo y
doloroso, una sumersión de la conciencia, una dilución del sujeto
que percibe: “De este mundo, yo soy lo menos real. Basta que me
mueva un poco para borrarme” afirma Pichón Garay en “A medio
borrar” (LM 49). Su partida de la Zona, mientras las aguas confusas
a lo largo de todo el relato, cubriendo las formas y las
particularidades con una uniformidad líquida, es una figura perfecta
para ilustrar el proceso: ese 'algo' que estaba ahí desaparece bajo la
nada homogénea, pero las constantes alusiones a esa nada señalan
un exceso escondido, terminan delimitando la presencia de lo
subterráneo. El suicidio, como horizonte o como práctica, será la
salida. En muchos ejemplos la queja melancólica o el paso a la
locura conlleva una constatación dramática: la única manera de
resolver el sufrimiento es destruir el mundo junto con el sujeto, es
decir matarse. Es lo que afirmaba, recuérdese, Luis Fiore en el
momento de confrontarse con la responsabilidad del asesinato
cometido y justo antes de suicidarse: “Entonces comprendo que he
borrado apenas una parte, no todo, y que me falta todavía borrar
algo para que se borre por fin todo” (CI 262).
Esta posición melancólica es un predicado central de los textos;
junto con la muerte, el tiempo destructor y el deseo, los relatos
saerianos giran alrededor de una definición múltiple y a veces

121
metafísica de la demencia. El mundo, esencialmente caótico e
incomprensible, es tan irracional como fugaz; una catástrofe
comparable con la locura lo amenaza a cada instante, así como
amenaza, de más está decirlo, al hombre. La demencia subyace en
las quejas arriba señaladas, en los abundantes casos de psicosis y
depresión que son narrados en las ficciones, pero también en una
experiencia de revelación o paradójica lucidez que viven varios
personajes. Bajo modalidades diferentes, las ficciones repiten una
'prueba' de desolación psíquica, de desorientación que,
contradictoriamente, implica cierta manera de verdad o de paso de
la ceguera a una mirada aguda (una mirada que descubre la nada
esencial del mundo). Una de esas pruebas, ya lo dijimos, es la
muerte/alejamiento del padre, otras van a ser la regresión y el
descenso hacia la demencia. Por el momento sería interesante
detenerse en la revelación en su aspecto más preciso, repentino y
detallado: se trata de un episodio recurrente en el cual, por un
estímulo mínimo en relación con la materia (el agua o el barro, por
ejemplo), las certezas de la conciencia, la organización lógica del
mundo, la capacidad discursiva de transmitir lo percibido, la
delimitación de la identidad, se borran, se hunden, se desmoronan
en la indeterminación.
Por ejemplo lo que Beatriz Sarlo ha denominado la “revelación
del bañero” (Sarlo 1980: 36), es decir un episodio de Nadie nada
nunca durante el cual el bañero, “sin razón aparente”, recuerda su
intento de batir el récord de estadía en el agua (NN 114-119). El
hombre, instalado en el “centro mismo del gran río”, “sin otra cosa a
su alrededor que el agua vista a ras de la superficie, a la que no
[asoma] más que su cabeza”, permanece allí setenta y seis horas,
viendo pasar “el sol verdoso” y la “luna roja, día tras día”,
dejándose llevar por la corriente como “un tronco, río abajo”. En esa
soledad arcaica se siente feliz aunque levemente adormecido. De
pronto, durante el tercer amanecer, la línea de luz que percibe
alrededor suyo se descompone en una multitud de puntos
luminosos, por lo que deja de poder distinguir el agua de las orillas:
la superficie que lo rodea se pulveriza en partículas sin cohesión.
Ese mínimo fenómeno óptico, que se produce en el medio de una

122
experiencia de intimidad prolongada con el líquido, va a provocar
una experiencia límite durante la cual el mundo pierde su sentido y
el hombre su confianza en la realidad del universo:

Y, de golpe, en ese amanecer de octubre, su universo conocido perdía


cohesión, pulverizándose, transformándose en un torbellino de corpúsculos
sin forma, y tal vez sin fondo, donde ya no era tan fácil buscar un punto en
el cual hacer pie, como uno podía hacerlo cuando estaba en el agua. Sentía
menos terror que extrañeza — y sobre todo repulsión, de modo que trataba
de mantenerse lo más rígido posible, para evitar todo contacto con esa
sustancia última y sin significado en la que el mundo se había convertido.
(NN 117-118)

Confrontado con una substancia “última y sin significado”, el


hombre vive entonces una revelación traumatizante; al salir del agua
deben internarlo “porque parecía haber perdido completamente el
habla” aunque en realidad él prefiere permanecer callado porque “lo
que ha visto era difícil de explicar” y porque percibe en los cuerpos,
las caras y los lugares como una serie infinita de puntos en
suspensión, sin relación entre sí. El espectáculo de la
descomposición de la materia, el descubrimiento de que la unidad
sólida de lo visible puede dispersarse, inducen un cambio esencial
de relación con el mundo; detrás de lo aparente, lo firme, lo
construido, la mirada ahora lúcida del bañero ve la destrucción
ineluctable. Después de esta experiencia le tarda “semanas, meses,
habituarse otra vez a la realidad de todos los días” y aún mucho
después cuando la “fiebre” está “casi olvidada”, la extrañeza se ha
convertido en él en una “especie de segunda naturaleza,
inconsciente, sólida e incurable”. El bañero es, entonces, un
melancólico.
En una novela escrita casi veinte años más tarde, Las nubes, el
protagonista vive, en el medio de la pampa de principios del siglo
XIX, una experiencia límite similar (LN 180-186). Durante un viaje
de significativas connotaciones (el joven doctor Real, cuya infancia
transcurrió en las cercanías de la Zona, regresa a esa región de
origen para acompañar a un grupo de dementes hasta un sanatorio
experimental situado en Buenos Aires), él se encuentra solo por un

123
momento al lado de una laguna circular (otra vez el agua y el círculo
materno), rodeado de animales primitivos que parecen salidos de
“una lámina de naturalista”. De pronto, en un silencio brusco que
reina en el paisaje, sin “ninguna presencia viviente” pero inmerso en
una “vida que pulula”, el hombre se siente no en el exterior sino en
el interior de una “campana de porcelana azul” que sería la cúpula
del cielo. Dentro de esa campana, aislado junto a su caballo en un
espacio arcaico, el hombre tiene la extraña impresión de que el ser
irracional es él y no el animal que lo acompaña, de que el caballo
tiene un conocimiento sobre el sentido del mundo que,
repentinamente, aparece como una carencia irremediable para el
sujeto:

Durante unos segundos, tuve la impresión inequívoca de que [el caballo]


sabía más del universo que yo mismo, y que por lo tanto comprendía mejor
que yo la razón de ser del agua, de los pastos grises, del horizonte circular
y del sol llameante que hacía brillar su pelo sudoroso. A causa de esa
convicción me encontré, de golpe, en un mundo diferente, más extraño que
el habitual y en el que, no solamente lo exterior, sino también yo mismo
éramos desconocidos. Todo había cambiado en un segundo y mi caballo,
con su calma impenetrable, me había sacado del centro del mundo y me
había expelido, sin violencia, a la periferia. El mundo y yo éramos otros y,
en mi fuero interno, nunca volvimos a ser totalmente los mismos a partir
de ese día... (LN 184-185)

Esta experiencia, aparentemente confusa, produce una fantasía de


desaparición, ya que el personaje piensa lo siguiente: "…el único
modo de evitar el terror consistía en desaparecer yo mismo y que, si
me concentraba lo suficiente, mi propio ser se borraría arrastrando
consigo a la inexistencia ese mundo en el que empezaba a
entreverse la pesadilla” (LN 185); desaparición del yo de claras
prolongaciones alegóricas, en la medida en que el patronímico que
denomina a ese sujeto es nada menos que 'Real'. Aquí también, la
pérdida del sentido del mundo, la reducción de la razón a un estado
de demencia, las fantasías de borrado o anulación del yo (el
reemplazo del yo por el agujero negro ya analizado), la substitución
del mundo angustiante (de una realidad psíquica aterradora) por una
homogeneidad sin marcas ni particularidades, toda esta experiencia

124
que resume la 'tentación melancólica', es una experiencia efímera,
rápidamente superada, como si se tratase sólo de un resabio de
terrores pasados. Dos hombres permiten superar ese estado pasajero:
por un lado Osuna, el vaqueano que, oportunamente aparece en el
momento de pánico mayor, por el otro el doctor Weiss, figura
paterna ante quien se puede racionalizar y verbalizar la experiencia.
Los dos episodios comentados presentan significativos matices
(descomposición de la materia por un lado, imposibilidad de
conocerla por el otro), que podrían dar lugar a interpretaciones
mucho más complejas que las propuestas, aunque más no sea por la
evidente intención de ficcionalizar, con una anécdota nimia pero
transcendente, modalidades filosóficas de relación con la realidad:
de la percepción al conocimiento, ese es el trayecto fracasado que,
en tanto que preocupación metafísica, el escritor dramatiza en las
experiencias narradas y que resulta ser una preocupación subyacente
en todos sus textos. Pero, al mismo tiempo, los dos episodios
intentan rendir cuenta del momento en que la conciencia racional,
segura de sí misma, instalada en una relación fluida y equilibrada
con el universo, descubre la melancolía, se deja inundar o anegar
por algo que borronea los contornos racionales de lo visible: la
realidad pierde sus certezas así como el yo podía perder la máscara
de una falsa identidad. Esta revelación es notablemente parecida a la
náusea que irrumpe en la versión sartreana, aunque sus contenidos
existenciales sean diferentes17. Es decir que ambos episodios narran
minuciosamente el instante del paso a la locura; a una locura cuyas
fronteras con la razón son tenues (la imposibilidad de distinguir
satisfactoriamente la locura de la razón es una idea recurrente en
Las nubes); una locura que, aunque se la supere, se convierte en un
substrato siempre presente y que cambia definitivamente la
percepción del mundo; una locura cuyas motivaciones son en alguna
medida las de una revelación metafísica (la irrupción de una lucidez
sobre lo absurdo de las convicciones racionales); una locura que,
por último, parece difícil de explicar sin tomar en cuenta la
sintomatología melancólica que ha sido definida.
Silvia Larrañaga-Machalski muestra, con razón, que los casos de
locura en la obra de Saer remiten a otro estado, el extrañamiento,

125
muy frecuente, y que como los episodios de revelación comentados,
toma por sorpresa a los personajes, precipitándolos en un sin sentido
efímero18. En todo caso, muchas otras páginas de la obra retoman
episodios comparables: Bianco, definido a partir de sus
convicciones sobre la racionalidad y el conocimiento positivo (el
personaje cree que “la realidad, igual que una hoja de papel pintado,
sólo estaba esperando que él viniera a plegarla en cuatro y a
metérsela en el bolsillo” — LO 135-136) vive experiencias
similares en el vacío de la pampa o ante el cuerpo embarazado de su
mujer. El cruce del océano en El entenado (EE 15-17) está descrito
como la permanencia en un espacio-tiempo aparentemente inmóvil
y perfectamente homogéneo: “Todo el mundo conocido reposaba
sobre nuestros recuerdos. Nosotros éramos sus únicos garantes en
ese medio liso y uniforme de color azul”; esa homogeneidad
termina produciendo el “delirio”: “Mar y cielo iban perdiendo
nombre y sentido” afirma el narrador y agrega que la llegada a
América fue una gran alegría porque permitió olvidar “la travesía
larga, monótona y sin accidentes de la que salíamos como de un
período de locura”19. Y, última mención de lo mismo, en “A medio
borrar” la partida equivale a un paso a la demencia en tanto que
transformación de la relación con la realidad (en palabras de Pichón,
“el fin de un matrimonio con algo que por falta de una palabra
mejor designo como el mundo” — LM. 60). Todos estos ejemplos
crean una isotopía de la 'revelación trascendente' que significa
entonces un irrupción de la duda y de la angustia melancólica.
Por lo tanto no es sorprendente que las ficciones narren, además
de las condiciones de paso a la demencia, estados de depresión y de
psicosis bien caracterizados, así como pongan en escena una salida
drástica, el suicidio, única manera de sobrellevar la desaparición de
lo real. Volviendo al punto de partida, vemos que la amenaza no es
la muerte física — muerte descartada de las eventualidades
ficcionales —, sino el derrumbe simbólico de la psicosis, que tiene
significativamente consecuencias sobre la palabra, sobre la
posibilidad de nombrar y explicar al universo pero también sobre la
sexualidad y el deseo. Morvan, en La pesquisa, luego del
descubrimiento de su aparente responsabilidad en la serie de

126
crímenes de ancianas, cae en un estado de afasia y de indiferencia.
Después de la irrupción de un deseo destructor, su psicosis se
manifiesta por una relación particular con la expresión y el sentido,
relación agudamente melancólica:

A partir de ese momento, y durante semanas dejó de hablar, por haber


comprendido que, en la red material en la que había caído, ya no servían
las palabras. A los interrogatorios interminables respondía a veces con un
movimiento de cabeza, o con alguna expresión excesiva y lenta, como por
ejemplo abriendo desmesuradamente los ojos y la boca, y sin que ese
movimiento de cabeza o esa expresión tuviesen ninguna relación con la
pregunta; a veces, a una misma pregunta respondía con un movimiento que
era al mismo tiempo afirmativo y negativo, y que a causa de ese sentido
combinado terminaba volviéndose vagamente circular. (LP 154)

Es decir que por detrás de la inquietante extrañeza de los paseos de


Morvan en una ciudad onírica, se oculta una revelación catastrófica
de tipo pulsional: la agresividad matricida, el gesto aniquilador del
objeto de deseo — del lugar de pérdida y separación. Cuando la
policía impide la reanudación del crimen y la justicia lo interna en
un hospital psiquiátrico, Morvan cae en el estado tan temido:
psicótico, apático, afásico, el asesino deja, a su manera, de existir.
Esta es la verdadera imagen de pesadilla que encierra la novela: la
de la culpabilidad de un paso al acto, la de un derrumbe simbólico
que ya no es una amenaza imaginaria sino una realidad psíquica.
Nótese, con todo, que la diégesis en la que se narra esa experiencia,
la más terrible, la más explícita de todo el corpus, es el resultado de
una narración organizada por parte de Pichón; a la puesta en escena
del paso al acto destructor y de la desaparición del yo y del
lenguaje, se le contrapone el regreso de Pichón a la Zona, su
capacidad a afrontar las sombras del pasado, y la fluidez irónica con
la cual domina y organiza el relato de los crímenes parisinos. La
palabra, la organización causal y lógica, son los vectores de un
descenso.
Otro ejemplo es el episodio depresivo de Tomatis, que por su
complejidad y por la manera zigzagueante con la que es narrado, es
uno de los episodios fundamentales de la novela saeriana.

127
Anunciado en “La mayor”, con la descripción de un estado de
ánimo y una incapacidad expresiva melancólicos, y en Glosa, como
un horizonte verosímil para el personaje, la crisis depresiva es
narrada por él mismo en Lo imborrable, después, por supuesto, de
haberla superado (otra vez el relato de lo temido es el medio de
afirmar la superación de la experiencia del derrumbe). Junto con ese
episodio se ponen en escena, en esta última novela, otros casos
parecidos: su amigo Mauricio, durante una brote delirante, cree
descifrar en los banales diálogos de una serie televisiva un código
de comunicación secreto así como informaciones sobre los
principios fundamentales del universo: “relación causa-efecto, los
conjuntos borrosos, la materia y la antimateria” (LI 94). Pichón
Garay, en París, ha sufrido una crisis similar a la de Tomatis:
“...había obtenido un año sabático, se había encerrado en su
departamento sin leer, sin ver a nadie, sin responder las cartas que
recibía, y se había dedicado exclusivamente a hacer palabras
cruzadas. Un año entero haciendo palabras cruzadas” (LI 83). En
todos los ejemplos se repite entonces un doble aspecto ya señalado:
un conflicto con la comprensión del universo y un quiebre con la
relación natural y motivada con el lenguaje.
Los episodios depresivos (y en particular el de Tomatis)
presentan una dinámica que asocia la atonía melancólica con una
problemática sexual. La agonía de la madre produce en Tomatis la
desaparición de su sexo, tanto en un plano metafórico como físico
(cuando el personaje se define, en otros textos, con una indiscutible
vivacidad sexual). Su relato, en Lo imborrable, está jalonado de
referencias a una búsqueda inútil de su propio pene, como imagen
de una anulación del deseo: “El famoso aditamento desapareció de
un día para otro entre mis piernas y desapareció está puesto
literalmente, porque aun para orinar debía buscarlo un buen rato con
dedos distraídos entre los pliegues de piel arrugada y fría que
colgaban bajo los testículos” (LI 170). Al mismo tiempo, y con un
tono despreocupado e irónico, el texto presenta alusiones obsesivas
a escenas de castración punitivas:

Que me la corten en rebanadas si hay la menor jactancia en todo esto. (LI

128
59)
Que me cuelguen del pobre aditamento ya casi inexistente y me dejen
colgado el resto de mis días si podía imaginarme... (LI 75)
...que nos cuelguen con un gancho del prepucio y nos exhiban durante
años en el Departamento de Física de Princeton si sabemos algo de cómo
cuernos empezó la cosa. (LI 80)

Esta castración simbólica es, también, una muerte, una carencia, una
retracción protectora frente a lo que el psicoanálisis llama la 'madre
arcaica'; es un refugio en el Padre muerto interiorizado para
protegerse de las tentaciones de un regreso a la madre: renunciar al
deseo, esconderse detrás de una ausencia y un 'silencio libidinal', es
aceptar el castigo imaginario que amenaza a los melancólicos, es
también un medio de resistir a los fantasmas regresivos20. Las
complejas trayectorias iniciáticas que tienen lugar en algunos
episodios del corpus obedecen a una busca de superación de una
carencia inicial, de una inhibición del deseo. La reclusión de
Tomatis con ese cuerpo agonizante, la repetición pesadillesca del
fantasma edípico de Cicatrices, no llevan solamente hasta la
frontera de la locura, sino que también suscitan a la vez un vacío y
un exceso (ausencia de pene y de deseo por un lado, escenas
paroxísticas de castración del otro), que recuerdan a su manera el
vacío afectivo de tantos personajes saerianos. El carácter defensivo
de ese vacío delirante es tanto más explícito que el vacío se
encuentra a su vez interrumpido por fantasmas exacerbados (orgía
en El entenado, crímenes en La pesquisa), en donde se reconocen
las pulsiones agresivas contra el objeto deseado que caracterizan los
estados melancólicos. Inhibición sexual y afasia son las dos caras de
una misma moneda, lo que permite establecer, entonces, otra
dialéctica, la que asocia fantasma pulsional (es decir, exteriorización
de lo acallado) y obra literaria (palabra que denomina lo que se
había inhibido).
En esta perspectiva se comprende la castidad paradójica del
protagonista de El entenado; él que se presenta como el gran
iniciado (ya que exorciza la tentación de regreso), es asexuado,
aunque figuras vagamente paternas y maternas lo gratifican con una
relación sexual durante la adolescencia — o se la imponen. En el

129
grupo social del puerto, que ocupa el lugar de la familia para él
(“todo eso me acunó, fue mi casa, me dio una educación y me
ayudó, ocupando el lugar, hasta donde llega mi memoria, de un
padre y de una madre” — EE 11), las prostitutas le pagan algunos
servicios con acoplamientos gratuitos, mientras que los marinos de
la expedición que lo conduce a América, esos marinos que
substituyen a una imagen paterna, lo utilizan como un objeto de
placer, sin que el contacto sexual forzado sea del todo desagradable
para el muchacho: “...pasé, por lo tanto, de mano en mano y debo
decir que, gracias a mi ambigüedad de imberbe, en ciertas ocasiones
el comercio con esos marinos [...] me deparó algún placer” (EE 16-
17). Esta sexualidad, a la vez incestuosa e indiferenciada (tanto
hétero como homosexual), que recuerda y anuncia la orgía
generalizada de los colastinés, será abandonada para lograr la
integración en un mundo paterno; si la nada de los orígenes permite
inicios desordenados en el orden de la sexualidad, el resto de la
iniciación del personaje cubre con un manto de silencio sus
pulsiones. El grumete consigue construirse una familia e instalarse a
la cabeza de un linaje sin tener sexualidad — puesto que sus hijos
son hijos adoptados. El rechazo y la represión de fantasmas (o la
castración simbólica que es su imagen límite) son la condición de
una superación; en el caso contrario, la exteriorización desencadena
un derrumbe: derrumbe social — las reglas y la supervivencia en sí
de la sociedad colastiné se ponen a prueba durante las orgías
anuales —, o una psicosis individual — Morvan, en un movimiento
virulento de negación de su responsabilidad en los crímenes, se
hunde en la afasia en el desenlace de La pesquisa. Es significativo
que ninguno de los dos — Morvan y la tribu — guarde recuerdos
construidos de los actos realizados. La incertidumbre sobre la
representación y sobre el conocimiento del pasado, uno de los
problemas metafísico-literarios planteados con mayor agudeza en la
obra de Saer, comunican entonces con pulsiones reprimidas y
melancólicas. Los pensamientos de Morvan después de ser
descubierto, por ejemplo, giran alrededor de una inocencia
imposible de probar. La exteriorización eventual de deseos de
posesión virulenta suscita una censura que convierten al mundo y a

130
la memoria en elementos improbables (y es con esas características
que la memoria y el mundo se presentan, recuérdese, en el conjunto
del corpus):

...el hecho ineluctable sobre el que Morvan reflexionaba [...] era la


convicción que tenía de que si bien le resultaría imposible demostrar su
inocencia en el mundo exterior, le sería todavía mucho más difícil
probársela a sí mismo, y aunque no le quedara en la memoria ningún
residuo empírico de sus actos, nunca podría estar seguro de no haberlos
cometido, así como inversamente de muchos otros de los que tenía
recuerdos en apariencia verídicos, una vez que se habían diluido en el mar
del acontecer, nadie, y mucho menos él, podría estar seguro de que habían
efectivamente sucedido. (LP 153)

Para terminar con este recorrido sintético por los algunos ejemplos y
modalidades de la demencia en la versión saeriana, es indispensable
mencionar los casos de psicosis presentados en Las nubes y por
varias razones. Por un lado porque es la novela en donde la
problemática de la relación entre cordura y demencia está
ficcionalizada de manera más profusa y directa — demencia que, en
última instancia, se resume a diferentes visiones de la melancolía21;
por el otro porque, en una dinámica de verbalización cada vez más
explícita y coherente, en Las nubes leemos, bajo la forma de una
sintomatología articulada en varios cuadros de psicosis, los
principales rasgos de la posición melancólica que, en otros textos,
permanecían implícitos. Muchas páginas de la novela están
dedicadas al análisis de cinco casos de demencia, los de los
pacientes que el doctor Real acompaña de la Zona hasta Buenos
Aires, así como a las evoluciones respectivas durante y después de
ese viaje. El discurso médico sobre la locura está construido, según
un vaivén habitual en Saer, con rasgos de verosimilitud (evitando,
por ejemplo, las alusiones directas a una terminología freudiana que
sería anacrónica) y con elementos contemporáneos y alegóricos que
destruyen la verosimilitud sugerida. El lector comprende vagamente
de qué tipo de patología psíquica se trata y reconoce
manifestaciones de personalidad conocidas: manía, megalomanía,
ninfomanía, catatonia, etc. Pero más allá de la coherencia interna de

131
esos síntomas o de los eventuales diagnósticos, lo que resulta
interesante es cotejar las puestas en escena de la locura en la
perspectiva de la larga tradición de perturbaciones de la identidad y
de la razón que acabo de resumir, es decir leer esos casos, no a la
luz de la psiquiatría, sino en tanto que ficcionalización explícita de
elementos implícitos en obras anteriores (según, de nuevo, un
fenómeno habitual en las repeticiones saerianas, bajo la modalidad
en este caso de una distanciación casi alegórica)22. Esta lectura se
justifica también por la insistencia con la cual se afirma en la novela
que la frontera entre razón y delirio es tenue y convencional,
corroborando la idea subyacente en todo el corpus de que la locura
es un estado peculiar de lucidez, de comprensión aguda que, en la
rutina de lo aparente, deja de ser visible.
Primero la monja Teresita, una ninfómana mística, que percibe el
deseo en una perspectiva trascendente de asociación de lo humano
con lo divino. Su sexualidad es un erotismo de búsqueda, insaciable
en última instancia como el de la tribu colastiné durante la orgía
(deseo con el que tiene algunos puntos de contacto). Después de un
tiempo de estadía en la Casa de Salud, la mujer se transforma de
curiosa manera: su pasión por Cristo se vuelve “odio desmedido”,
su pasión por la “fornicación” en “rechazo violento”, su “energía
jovial” en “pasividad bovina” y en “voracidad enfermiza”. La
Iglesia decide entonces que sor Teresita está curada, pero la
curación implica un proceso comparable con la emergencia de la
melancolía. Lo que se ha producido es una inversión del amor en
odio, de la energía en pasividad, del deseo en ascetismo y gula, del
cuerpo joven y tenso en una “bola de carne”. Al regresar a España,
la censura y la inhibición cambian a Teresita hasta borrar todo
reconocimiento posible de su historia pasada (del origen de su
estado actual). La virulenta represión de las pulsiones crea una
especie de máscara apática para el sujeto:

...la criatura que retiraron para mandar de vuelta a España era una especie
de bola de carne cubierta por el hábito negro, una mujer de edad incierta,
silenciosa, que se movía con la lentitud y la torpeza de una vaca, de ojos
remotos y apagados... (LN 123)

132
Por otro lado hay que notar que sor Teresita escribe un Manual de
amor, siguiendo el modelo de Santa Teresa de Avila, manual que
narra la experiencia mística-erótica que justifica su doctrina de amor
espiritual y físico. Ese Manual desemboca, en el proceso de
escritura, en una dilución del sentido y de la sintaxis, para
convertirse en una mera lista de “vocablos obscenos” (LN 122).
Aquí también el deseo se articula con la escritura, y al mismo
tiempo su presión, su irrupción, parecen destruir el texto.
Al segundo paciente, Troncoso, se lo define en un principio
gracias a sus brotes maniáticos (aunque desde un inicio la energía
maniática está puesta en relación con largos períodos de melancolía
— LN 142) y a su personalidad megalómana que le permite
preservar las apariencias de la normalidad. El hombre evoluciona
durante el viaje; van apareciendo un desaliño físico progresivo y
una perturbación — muy habitual en las obras de Saer — del
lenguaje y de la capacidad de fijar un sentido único (LN 194-195);
pero el episodio que desemboca en la demencia es el
descubrimiento de los restos de una masacre, es decir los restos
mínimos de seis cuerpos dispersos por el campo, convertidos en
huesos después de haber sido devorados por animales e insectos. La
confrontación con la muerte en su aspecto material provoca un
delirio durante el cual Troncoso no habla más que con “ladridos” o
“rugidos”, ausentándose, afirma el narrador, “por completo de este
mundo” para pasar a otro, “ese mundo nuevo y remoto que él solo
habitaba” (dualidad de mundos y pasaje que retoman, palabra por
palabra, lo que Pichón afirma sobre el asesino en La pesquisa). A
partir de entonces, hundido en una “inevitable melancolía”,
Troncoso es un “envoltorio desgastado y marchito” (LN 197-213).
Otros dos pacientes, los hermanos Verde, apenas mencionados,
están presentes como ejemplos de disociación del lenguaje
corriente: ambos someten a sus interlocutores a un verdadero
“asedio verbal, bucal”. En uno el lenguaje se reduce a marcas
temporales (“mañana, tarde, noche”), en el otro el discurso
coherente está interrumpido por ruidos de todo tipo (gritos,
gruñidos, estornudos, hipos, toses, tartamudeos, ventosidades,
imprecaciones, aullidos, alaridos), por una atención exagerada a

133
estímulos sonoros diferentes de la palabra y por una tendencia a
imitar los ruidos oídos, todo lo cual le impide mantener una
conversación normal. El doctor Real especula brevemente sobre esta
demencia que sólo se define en su relación con el lenguaje,
afirmando que quizás no eran locos sino que tenían “una común
fragilidad ante la aspereza hiriente de las cosas” o una misma
reacción ante “el ir y venir fugitivo de lo contingente” (o sea, que la
lucidez excesiva ante el mundo y la confrontación con el tiempo y la
muerte podrían explicar el delirio verbal de los dos hermanos) (LN
150-155).
Pero el caso más elocuente de demencia en Las nubes es el de
Prudencio Aguilar, por su capacidad de ilustrar el devenir del
hombre saeriano y a la vez por su correspondencia a la definición
freudiana de la melancolía. El joven Prudencio comienza a
comportarse de manera singular en la pubertad; en un principio
escribe “reflexiones morales” y luego, ante un fracaso inexplicado,
es víctima de “accesos de melancolía” que lo llevan a un “frenesí
filosófico” (estudia día y noche ciencia y filosofía: Platón,
Aristóteles, Santo Tomás, Voltaire) durante el cual intenta
convencer a sus semejantes de que una “catástrofe confusa pero
inminente los amenazaba”. El estudio culmina en un fracaso, el
entusiasmo se transforma en desaliento y la sed de conocimiento en
autodepreciación, ya que él afirma carecer de las aptitudes
necesarias para la comprensión de lo estudiado y piensa que las
causas de esa inaptitud son “una serie de faltas irreparables que
imaginaba haber cometido”. En este cuadro se superponen la
escritura, la búsqueda intelectual y metafísica — y en filigrana el
saber —, búsqueda que no resuelve los accesos de melancolía ni
evita la emergencia injustificada de un sentimiento de culpa. Poco a
poco una melancolía general lo invade, cuya causa no proviene del
exterior sino de unos pocos pensamientos dolorosos, como si
hubiese descubierto, él también, que las apariencias son irreales y
que la pesadilla, en cambio, es bien real. En todo caso, su capacidad
de expresión se desarticula, terminando en afasia y postración física.
En esa atonía absoluta, un único síntoma suyo manifiesta energía
(“todas las energías de su persona”): el joven mantiene cerrada la

134
mano izquierda, como encerrando en ella algo virtual pero
trascendente (“algo que al parecer por nada del mundo debía dejarse
escapar”); y aunque las uñas le producen heridas e infecciones,
obligarlo a abrir esa mano implica sumirlo en estado de terror
absoluto, como si temiese un derrumbe (“Prudencio miraba con
aprensión el techo y las paredes de la habitación como si temiese
que se le vinieran encima”). Progresivamente, la descripción del
puño cerrado cobra dimensiones más amplias: es una “cuestión de
vida o muerte”, “algo espantosamente grave” depende de ese puño,
ya que si “la concentración disminuía y la tensión aflojaba”, hasta
permitir la apertura de la mano, un “viento de apocalipsis”
comenzaría a soplar, “arrastrando al universo entero a su paso”.
Notemos una coincidencia o insospechado modelo de este motivo y
los sentidos que se le atribuyen: el puño cerrado ya era considerado
un síntoma de melancolía en la Antigüedad tardía, gracias a
comentarios de casos en los que la contracción del pulgar adquiría el
valor de preservación del universo, tal cual lo escribe por ejemplo
Alejandro de Tralles (s. VI): “En realidad, conocemos a una mujer
agobiada por una imaginación del mismo tipo, y que contractaba su
pulgar tan estrecha y sólidamente, que nadie podía enderezárselo sin
esfuerzo: ella afirmaba sostener el mundo entero”23. Prudencio, más
allá del síntoma del puño que funciona como un indicio revelador de
las causas secretas del mal del que sufre el muchacho, es una
especie de muerto en vida (o mensajero de la muerte, para retomar
una expresión utilizada), al que lo aterroriza la inmersión en el río y
cuyo rostro parece “chupado hacia el interior de la tierra por alguna
catástrofe geológica” (LN 79-92)24. En el conjunto de la dolencia,
de la que apenas mencionamos algunos rasgos y que funciona como
una reescritura organizada de fobias, sentimientos, estados de
locura, anécdotas y otros elementos de la obra precedente, el puño
es, entonces, fundamental. Por un lado porque Prudencio, siguiendo
los zigzags del viaje que lo aleja de la Zona, cuando se aleja de la
ciudad natal deja que su puño se abra, como si el peligro o los
riesgos de derrumbe cósmico fueran menores, mientras que, cuando
se acerca de nuevo al lugar de origen, éste vuelve a cerrarse con
furia. En un movimiento irónico de autointerpretación, el narrador

135
afirma que es el valor de “síntesis del universo” y de la “enigmática
complejidad [que] él había tratado de desentrañar” lo que perturba a
Prudencio, junto con la dimensión de pasado de la ciudad natal; y
Marcelo Soldi, un personaje actual, interrumpiendo freudianamente
las supuestas memorias del doctor Real, agrega que lo que explica la
apertura del puño es que el muchacho se aleja de la causa de su
locura, es decir su familia (LN 174). Por otro lado, la importancia
del síntoma reside en una asociación digamos intertextual: el
narrador termina descubriendo, en un rito realizado por Prudencio
con las dos manos, la repetición del proceso de conocimiento tal
cual lo explicaba Zenón a sus discípulos (según el relato de Cicerón
en las Cuestiones académicas), es decir que el síntoma de delirio
sería la reproducción de un gesto de comprensión o explicación del
mundo, como si “lógica y locura llegasen, por distinto camino, a los
mismos símbolos” (LN 171).25
Y hecho notable que corrobora la particular tendencia a la
repetición levemente desplazada en la construcción de la obra, la
novela termina con otra experiencia, a la vez reflejo y variante de la
que vive el doctor Real junto al caballo, pero que esta vez sirve de
desenlace generalizante para la problemática de la demencia. Al
final del viaje, en un ambiente de regresión hacia la afasia colectiva
y la desnudez, la caravana entera se encuentra acorralada, otra vez
en el medio de la pampa, entre un incendio de apocalípticas
dimensiones (es el desencadenamiento que reemplaza el vacío) y
una laguna protectora. Esta vez la experiencia es una prueba que
trae consigo otra forma de conocimiento: la de la existencia de ese
incendio, de ese calor atroz, de esa pulsión sin límites. Ese fuego,
esas llamas, remiten entre líneas a El entenado, porque en ella el
calor anunciaba la inminencia de la orgía. Y también porque en El
entenado, recurrencia singular de una imagen, leemos, en el primer
párrafo, que el cielo de la Zona se parecía a una “pared acribillada
de un volcán en actividad que [deja] entrever por sus orificios la
incandescencia interna” (EE 11), mientras que en Las nubes es la
pampa, después del incendio la que se compara con un “cielo
nocturno agujereado de estrellas”. El “volcán” oculto, la
“incandescencia interna” han hecho irrupción en la escena ficcional,

136
han pasado de lo subterráneo a lo explícito (mecanismo que hemos
visto repetirse a lo largo de todo el corpus como la otra cara de la
uniformidad y el silencio). Una vez conocida, es decir, una vez
enfrentada y soportada, la llama interior deja una “tierra negra,
muerta, cenicienta, que una llovizna helada penetraba y volvía
chirle, en un amasijo de pasto carbonizado, barro y ceniza” (LN
238), es decir un paisaje melancólico. De la pulsión a la represión:
eso parece narrar la última peripecia del viaje, después de la cual el
narrador se quiere un poco más a sí mismo (el sujeto sale reforzado
y sereno de la prueba). En la medida en que las llamas no
consumieron a los hombres, afirma también, puesto que “habían
pasado de largo sin siquiera detenerse para aniquilarnos, nuestro
delirio, intacto, podía recomenzar a forjar el mundo a su imagen”
(LN 237-238). Como en la aguda verbalización de un fantasma de
posesión violenta en La pesquisa, la repetida amenaza de un
cataclismo ha sido representada, ha sido escrita, ha sido
ficcionalizada, y el derrumbe tan temido no se produce: la obra
literaria, victoriosa en medio del desmoronamiento, puede
continuarse.
Las diferentes modalidades de representación de la locura y de
las experiencias límite en Las nubes ponen sobre el tapete los rasgos
esenciales de la melancolía, según las definiciones clásicas: mundo
calcinado, monótono y regresivo, tensión entre deseo y represión,
angustias frente al paso del tiempo, problemática de objeto,
anulación del yo, inhibición generalizada; a estos rasgos se les
agrega, en la versión saeriana, una acentuada focalización en las
perturbaciones de la palabra y en la dinámica de indagación del
sentido del universo como causa o punto de partida de la demencia
melancólica. Si La pesquisa permitía una representación verosímil
de un fantasma antes reprimido, Las nubes funciona como un
catalizador de la problemática de la locura, tanto en su vertiente
pulsional como en la metafísica. El derrumbe del sujeto condiciona
y anuncia el derrumbe del universo: el cataclismo,
fundamentalmente narcisista de la melancolía, reside en una
incapacidad de atribuirle un sentido a la realidad, incapacidad que
termina diluyendo, no sólo al sujeto, sino a la realidad misma. Por

137
otro lado, los textos ponen en escena una serie variada de pruebas,
exorcismos, iniciaciones, verbalización, superaciones y
confrontaciones con ese derrumbe: una y otra vez se narra lo
mismo, es decir la emergencia de lo temido, la irrupción de lo
destructor, y los complejos caminos que le permiten al hombre dejar
atrás ese acontecimiento. No sólo puesta en escena del hundimiento
melancólico (a menudo en su versión más aguda), sino, siempre,
modos de volver a la superficie del sentido recobrado. Porque la
demencia ficcionalizada es, también, la demencia del texto, la
demencia del conocimiento imposible, de una lucidez inoperante: la
constante alusión a la palabra, al surgimiento de 'algo' ("algo se
aproxima")26 que debe 'decirse', al aprendizaje, a la creación, al
origen, al conocimiento discursivo de lo real, permiten pasar de la
situación existencial de los personajes a una modalidad peculiar de
autotematismo.

3.3 - “Un lugar desierto y calcinado” (substancias, paisajes)

...hay que trabajar e irrigar sin descanso


para que no penetre desde le fondo de los
siglos por sus calles y vuelva a sumir las
casas en arena y sal...
Ezequiel Martínez Estrada

Más allá de las abundantes crisis depresivas de los personajes,


vemos que el hombre saeriano, frente a la pérdida, al deseo de
recuperación y a los peligros de indiferenciación, estará así
condenado a errar en un mundo desvitalizado. Las mismas
descripciones monótonas transmiten la misma impresión: ya no hay
relieve, objetos descriptibles, orillas en donde anclar deseos
perdidos. El sin sentido es tan invasor como opaco, y corresponde a
una percepción melancólica. Es lo que recuerda Jean Starobinski,
refiriéndose a la visión del paisaje que tienen los depresivos. Una de
sus características sería la impresión de que al paisaje le falta
consistencia y realidad, que el mundo está contaminado por algo
falso y engañoso. Las actividades humanas pierden su sentido y los

138
actos de los hombres se vuelven absurdos (Starobinski 1962: 24).
Ese absurdo va más allá de una impresión efímera de incomprensión
de lo que sucede. Para el melancólico, no sólo el paisaje pierde su
vitalidad y su variedad, sino que además, como para Prudencio en
Las nubes, se impone la impresión dolorosa de que el mundo oculta
un sentido trascendente pero fundamentalmente fuera de alcance. La
combinación de vacío, atonía y extrañeza, corresponden al furor
melancholicus, tal como lo percibía la fisiología clásica, es decir un
estado de estupor en el cual la realidad se vuelve, de pronto, ajena al
que la contempla, sin que el pensamiento pueda intervenir en las
cosas, frente a un mundo visible sin sentido o, más exactamente, a
un mundo físico, el mundo de los fenómenos materiales, que parece
contener un sentido indescifrable, un sentido metafísico cuya
inaccesibilidad deja al hombre inconsolable (Clair 1996: 94). La
búsqueda de sentido — frustrada y constantemente reiniciada —
que, dijimos, caracteriza toda la obra, condiciona entonces una
percepción de la materia, de las substancias, de los espacios. En
todo caso, los términos en los que se expresa el sufrimiento de los
personajes ilustran las características generales arriba resumidas.
Por ejemplo las descripciones de los sentimientos del grumete en El
entenado vuelven, como un repetido refrán, a imágenes de una
uniformidad dolorosa, desprovista de leyes y marcas reconocibles:

Yo deambulaba, como extinguido, por muchos mundos a la vez que, sin


ley que los rigiese, se entremezclaban, o más bien por cáscaras de mundo,
por tierras exangües en cuyas estepas errabundeaban, a su vez, despojos
sin espesor que guardaban, a causa de quién sabe qué prodigio, una
apariencia vagamente humana. [...] Mi vivir había sido como expelido de
mi ser, y por esa razón, los dos se me habían vuelto oscuros y superfluos.
A veces, me sentía menos que nada — si por sentirse nada entendemos la
calma bestial y la resignación; menos que nada, es decir caos lento,
viscoso, indefenso, cuya lengua es balbuceo... (EE 136)

La historia edípica prepara los cimientos de un conflicto y de una


queja que, superando ampliamente las peripecias familiares que los
motivan, van a ocupar el conjunto del espacio narrativo y
determinar la visión del mundo que se define en la obra; el drama

139
del hombre saeriano es, ante todo, un drama material (un ”drama de
símbolos” diría Bachelard): es la consecuencia de una relación
sufriente con un universo carente de sentido en un plano general y
con la materia, disfórica, indiferenciada, como manifestación nimia
pero aguda de esa relación27. Contrariamente a lo postulado en
algunas lecturas de la obra de Saer y también en oposición con el
proyecto afirmado por el propio escritor en algunas etapas de la
creación de su obra, considero que la relación con lo perceptible, la
dilución de lo narrable, la expansión descriptiva (rasgos constantes
en todo el corpus y características espectaculares de ciertos relatos
como El limonero real, “La mayor” y Nadie nada nunca), son
entonces la manifestación de ese conflicto, de raigambre edípica
pero amplificado y definido por una posición marcadamente
melancólica. La muerte, horizonte traumatizante dibujado por la
defunción del padre o dinámica regresiva de anulación en el cuerpo
materno, rebasa las peripecias y acciones así planteadas para
manifestarse con sensaciones: es una percepción del mundo lo que
está en juego, una percepción del mundo en la que reencontramos el
vacío cósmico ya comentado.
Varios estudios críticos han analizado las coordenadas
imaginarias de lo que parece ser el conflicto nuclear del ser-en-el-
mundo saeriano: un enfrentamiento — o una resistencia — con y
frente a fuerzas materiales que amenazan la unidad del sujeto. Sería
bastante simple recorrer las obras delimitando un campo léxico de
lo líquido (barro, pasta, agua negra, flujo, marea, viscosidad,
chapoteo, magma), de la oscuridad cerrada (luces grises, pozo
negro, pliegues, penumbra, fondo, ceguera, opacidad, interioridad
— interioridad del cuerpo en particular), y en general de la negación
de la materia (caos, vacío, nada, indistinto, abismo, torbellino,
dilución). De Cicatrices a Las nubes el imaginario material está
dominado por esas imágenes, cuya primera coherencia se deja
rápidamente interpretar: se trata de una constelación semántica de la
muerte y de sus representaciones disfóricas, bajo el signo de una
maternidad nefasta; la de la tumba, la de la tierra-madre en donde se
descomponen los cuerpos, la de una dilución en el barro que, de
acuerdo al pensamiento mítico, nos vio nacer (Larrañaga 1994,

140
Manzi 1995b). Las alusiones a la muerte y al tiempo como fuerzas
oscuras, poderosas, líquidas, que aniquilan el mundo cuando pasan,
la estinfalización sistemática de las substancias (Bachelard
1987:138), el proceso de inmersión en una materia inconsistente,
toda esa percepción de rechazo se prolonga en los textos con una
utilización sistemática de metáforas que introducen una
indeterminación peligrosa en cualquier sensación, juicio o
sentimiento sobre la realidad. Este imaginario material corresponde
a las constantes de la melancolía:

La experiencia afectiva de la melancolía, tan frecuentemente dominada por


el sentimiento de la pesadez, es inseparable de la representación de un
espacio hostil, que interfiere o frena todo intento de movimiento, y que se
convierte por lo tanto en el complemento externo de la pesadez interna.
Del agua negra y barrosa a la prisión cristalina de la kinestesia desgraciada
(debatirse, luchar, tantear), hasta la inmovilidad completa [...]: la sucesión
de los emblemas va hacia el endurecimiento, lo inanimado, la
desespiritualización y la deshumanización (Starobinski 1989: 41-43,
traducción mía).

El hombre saeriano, al igual que los indios de El entenado, está


permanentemente en lucha ya que el mundo, como un hilo de humo
crepuscular, puede en cualquier momento desvanecerse y
desaparecer. Por ende, ese hombre sabe que vive en suspenso. Una
negrura secreta corroe y socava las evidencias, las apariencias, la
frágil solidez de lo visible.
El 'tema' de la muerte se presenta entonces bajo estas
características sensibles. Pero antes de continuar, subrayemos la
relación de dichas características con un proyecto literario. En una
obra que se define, desde sus inicios, con una tentativa de puesta en
relación de la prosa con la poesía lírica y que, en ciertas etapas de su
desarrollo, buscó sus modelos en la música, el fenómeno que
empezamos a estudiar corresponde a una lógica de construcción. En
el marco de un texto o en el conjunto del corpus saeriano, la
repetición de las mismas comparaciones, de las mismas metáforas,
del mismo léxico y de una misma escansión que remiten a una
misma posición existencial frente al mundo, la materia, el tiempo y

141
la muerte, esa repetición, entonces, juega con la iteración como un
efecto de sentido y como prueba de una coherencia esencial;
participa en la construcción de un estilo supuestamente isomorfo de
cierta mirada sobre el mundo; es, de hecho, un rasgo distintivo, una
manera de firmar los textos y de profundizar, en el movimiento de
frases e imágenes, la coherencia que fundamenta el proyecto del
escritor. Se trata, si podemos utilizar una palabra trillada, de un
verdadero leitmotiv de la prosa saeriana, que al mismo nivel que la
recurrencia espacio-temporal, que las filiaciones y reapariciones de
personajes, o que la continuación de los acontecimientos de una
obra a la siguiente, le dan una homogeneidad al conjunto28. El
segundo punto de contacto entre esas repeticiones y un proyecto
literario se sitúa en la descripción y la percepción que son, sobre
todo en las primeras obras del corpus estudiado (de Cicatrices a
Nadie nada nunca), la forma textual y la actividad humana más
ampliamente representadas. “Narrar la percepción”: así intitulaba
Beatriz Sarlo, en 1980, un artículo sobre Nadie nada nunca; antes y
después de ese trabajo, la reflexión crítica sobre Saer ha puesto de
relieve la búsqueda formal y existencial de una expresión
satisfactoria de la materia, de los objetos, del mundo visible (Sarlo
1980)29. Búsqueda fracasada de antemano porque está hecha de
intentos, de descomposiciones de imágenes y de una multiplicación
de enfoques que, en vez de convertir al mundo en algo inteligible (o
la materia en algo decible), acentúa la opacidad de las apariencias.
Antes de cualquier consideración macrotextual, antes de cualquier
discurso sobre la literatura, la posición desconfiada de Saer en su
trabajo de escritor se define en el intento proliferante y estéril de
conocer lo real gracias a una denominación satisfactoria, es decir
asumiendo la crisis del relato y del realismo hasta sus últimas
consecuencias. Las imágenes de negrura, de blandura líquida, de
torbellino que borra certezas, de materia ajena y negativa, son,
también, la manifestación de esa búsqueda que lo inscribe en una
amplia tradición dubitativa de la literatura occidental de posguerra
(aunque, como veremos más adelante, la inscripción en una
tradición no impide la lectura afectiva del procedimiento).
Recurramos otra vez a la voz del escritor para cerrar esta digresión;

142
él explica en estos términos los lazos entre creación y percepción en
su obra:

El mundo es difícil de percibir. La percepción es difícil de comunicar. Lo


subjetivo es inverificable. La descripción es imposible. Experiencia y
memoria son inseparables. Escribir es sondear y reunir briznas o astillas de
experiencia y de memoria para armar una imagen determinada, del mismo
modo que con pedacitos de hilos de diferentes colores, combinados con
paciencia, se puede bordar un dibujo sobre una tela blanca (Saer 1986: 17).

En todo caso, sea quien fuere el reflector o el narrador, la puesta en


situación de un hombre en el mundo conlleva siempre alusiones al
tiempo mortuorio, fuertemente metafóricas e inscritas en los mismos
campos léxicos y en sistemas conceptuales similares, repitiendo por
lo tanto las constantes más evidentes del discurso melancólico.
Algunos ejemplos, arbitrariamente elegidos. Cuando regresa a la
Zona, Pichón, en La pesquisa, expresa su estadía en la región en los
términos siguientes: “En el remolino lento del día, no parece existir
la dimensión del tiempo: el mundo es como una masa pegajosa en
desenvolvimiento imperceptible, y el ser atrapado en la gelatina
incolora no solamente no se debate, sino que parece aceptar, como
sola opción posible, gradual, el hundimiento” (LP 46); su estadía,
así como su relato sobre el serial killer parisino, están marcados por
la repetición del mismo tipo de analogías, repetición que inscribe las
dos diégesis de la novela en una perspectiva melancólica y que
asocia temática y mágicamente la historia de un regreso de exilio (el
de Pichón), una investigación literaria (la búsqueda del autor de En
las tiendas griegas), con una monstruosa serie de crímenes sádicos
(la intriga parisina). Tomatis, en Lo imborrable, describe así el
episodio depresivo que la agonía de su madre ciega y senil
desencadena en él:

...el hecho de haber estado sentado en el living durante tres meses con una
damajuana de vino al lado del sillón, era el síntoma inequívoco de que
había llegado al último escalón, con el agua negruzca y gélida ciñéndome
los tobillos, lista ya para tragarme, y para que los últimos restos maltrechos
del propio ser se disgregaran en la masa chirle y viscosa. En el último
escalón después de haber venido rodando escaleras abajo, con distintas

143
velocidades, a veces viendo venir la cosa y otras sin siquiera darme cuenta,
desde muy atrás probablemente, durante un tiempo difícil de calcular, a
partir del nacimiento tal vez. (LI 81-82)

En La ocasión, Bianco vive confrontado con el cuerpo de su mujer


encinta y con las dudas sobre la identidad del padre del hijo
esperado; la última peripecia de estas dudas angustiantes es la visita
al supuesto responsable, Garay López, que agoniza, enfermo de
fiebre amarilla, y que ya no es capaz de disipar las dudas de Bianco
ni de restablecer, por lo tanto, el orden en un universo racional:

Con furia, Bianco levanta el bastón, como si estuviese por dejarlo caer
sobre la cabeza, no por odio hacia Garay López sino a esa sangre
autónoma, a esa substancia amarilla que colora su cuerpo, indiferente a sus
propósitos, esa conspiración material que se opone, malévola, a sus deseos,
interrumpiéndolos, dejándolos flotar en el aire, haciéndolos recular y
apelmazarse sin orden otra vez en el pozo negro donde nace,
transformándolos en duda, en sufrimiento, en delirio, hacia el universo que
parece volverse enteramente exterior, construcción inmensa pero irrisoria
de la que todos los fragmentos están contaminados, activándose en
combinaciones absurdas y momentáneas que se consumen en el instante
mismo en que se forman, hacia el chisporroteo incesante que ya está
arrebatándole el largo cuerpo amarillo y los secretos que contiene. (LO
233)

Estos ejemplos muestran una visión del cuerpo y un campo


metafórico que asocia el paso del tiempo y el ciclo vital de los
hombres con ciertas especificidades materiales (“masa pegajosa”,
“gelatina incolora”, “agua negruzca y gélida”, “masa chirle y
viscosa”, “pozo negro”) y con ciertas posturas agónicas
(“hundimiento”, “último escalón”, “rodar”, “chisporroteo
incesante”, “arrebato”). Ahora bien, entre lo dicho y la definición
del espacio en las ficciones se constata un isomorfismo que merece
ser comentado, ya que esta visión subjetiva, afectiva, metafórica, y
en cierta medida metafísica, va a corresponder a una puesta en
escena material, a una exteriorización, a veces pesadillesca, de
conflictos imaginarios. Por un lado, los espacios no urbanos, por
definición no racionales, están marcados por valores similares a los
arriba resumidos, en particular el río y la pampa (en El limonero

144
real, Nadie nada nunca, El entenado, La ocasión, Las nubes); por el
otro, asistimos a una irrupción de lo informe y lo pastoso en medio
del espacio urbano construido y dominado (en Cicatrices, Glosa y
La pesquisa, por ejemplo) y a una descomposición de la materia que
reproduce, en la minucia perceptiva, el borrado de las formas. Para
subrayar las particularidades semánticas de estas posibilidades
pongamos de relieve algunos casos significativos, que de cierta
manera resumen el resto de la representación disfórica del espacio
en el corpus. Y ante todo la ciudad inundada en “A medio borrar”,
en donde la 'no ciudad' irrumpe y anula la construcción urbana,
como imagen de lo arcaico entrando en el espacio de una
conciencia.
La Zona anegada (o negada): así se define el espacio narrativo de
“A medio borrar”, ya que la partida de Pichón Garay es simultánea a
una inundación de proporciones inhabituales, y de la cual no ha
llegado todavía el punto álgido: “sigue subiendo e incluso seguirá
subiendo” se afirma insistentemente, hasta poner en duda la
eventualidad de un límite a la crecida (LM 42). La ciudad está
inmersa en una superficie monótona de líquido; el agua,
incontenible, borra las particularidades del espacio, entra y sale por
puertas y ventanas, circula entre los muebles, los retratos de familia
y los espejos, anula los accidentes materiales de lo percibido, y
reemplaza, al fin de cuentas, las variaciones de lo concreto por una
uniformidad tranquila y totalizadora, simétrica al vacío afectivo
anunciado por Pichón. La carga onírica de esta situación es
evidente: de los lejanos orígenes del río llegan flujos que anegan la
conciencia, dado que la inundación, cataclismo arcaico y
apocalíptico al mismo tiempo, termina siendo presentada como un
fenómeno subjetivo que amenaza la memoria y la identidad. Por
ejemplo:

Cuando suben, despacio, durante meses, enterrando, bajo un agua oscura,


provincias enteras, estos ríos de agua confusa ganan no únicamente
nuestras tierras, nuestros animales, nuestros árboles, sino también, y tal
vez de un modo más seguro y más permanente, nuestra conversación,
nuestro coraje, nuestros recuerdos. Sepultan, inutilizan nuestra memoria
común, nuestra identidad. (LM 57)

145
Desaparición de la memoria y de la identidad que explican el
ambiente regresivo que se instaura por momentos en el paisaje
inundado, ambiente y movimiento regresivos que se repetirán en el
barro primitivo que domina el espacio de El limonero real y El
entenado:

Hay [...] a causa del silencio, [...] difusa, en todos nosotros, la sensación,
más que de estar frente a un pueblo abandonado, de llegar, por primera vez
y sobre todos los primeros, a un lugar virgen, sin vida animal, sumergido
en un agua ciega en la que todavía no se ha formado la vida. (LM 61)

Ese paisaje, en donde lo diverso de la ciudad, lo determinado de la


toponimia y de lo construido, lo definido de una identidad, se borran
bajo la uniformidad del agua (el agua que viene de las 'fuentes', del
'origen'), es entonces un paisaje a la vez percibido y simbólico,
material y subjetivo. Las correspondencias entre, por un lado, la
percepción disfórica de la materia y del tiempo que gira alrededor
de una imagen de agua negra amenazante, y por el otro el
cataclismo anulador que irrumpe en la Zona, son evidentes,
probando el carácter íntimo del paisaje descrito. Intimidad asociable
con la infancia, con el pasado, con la memoria, como puede verse en
otro ejemplo, Las nubes, en donde la inundación de “A medio
borrar” se refleja y reproduce:

...nada se secaba del todo a causa de esas partículas de agua flotante y


blanquecina que llenaban el espacio entero. El agua omnipresente no sólo
caía del cielo sino que también, reptando desde los ríos desbordados, que
en la región son muchos y poderosos, tenía a la ciudad, desde el centro
hasta las afueras, encerrada en un círculo líquido que se iba estrechando
hora tras hora [...] A mí, en los últimos días, ya me pesaba demasiado la
demora: casi nada me ataba a ese lugar, que era en cierto modo el de la
infancia. En esa ciudad supe por primera vez [...] que la parte de mundo
que perdura en los lugares y en las cosas que hemos desertado no nos
pertenece, y lo que llamamos de un modo abusivo el pasado, no es más
que el presente colorido pero inmaterial de nuestros recuerdos. (LN 156-
157)

Pero así como la partida del grumete (cuando otra expedición

146
española lo encuentra, diez años después de su llegada) va a suponer
la destrucción del mundo arcaico en El entenado, la partida de
Pichón conlleva un cataclismo en la Zona. Si bien es cierto que el
protagonista de “A medio borrar” parece indiferente ante la
progresión de las aguas, siempre descritas como apacibles, las
repetidas explosiones destinadas a evacuarlas para proteger un
puente colgante, o las fantasmáticas apariciones de camiones del
ejército en las calles desiertas de la ciudad, no hacen más que
acentuar la impresión de catástrofe inminente. Es lo que, con ironía,
varios personajes le dicen a Pichón: “Volvé pronto que en una de
ésas no encontrás nada” aconseja por escrito el Gato, mientras que
Tomatis afirma: “Esto, dice, se hunde. Se hunde. Sigue creciendo.
Esta noche van a volar más terraplenes. Dichosos los que se van”
(LM 70). La partida de Pichón y la desaparición de la Zona en el
líquido están relacionadas según una lógica mágica que recuerda,
una vez más, el pensamiento onírico. Por otro lado, nótese que en el
imaginario material surgen oposiciones que reproducen la
asociación entre partida y viscosidad. En las minuciosas
observaciones de Pichón se crea sistemáticamente un interior
(dormitorio, restaurante, automóvil), a partir del cual se contempla
(y se describe) el exterior (los vidrios, a veces empañados, son la
barrera y el puente entre el yo y la realidad observada). Interior
caliente, contaminado, amenazado por el “invierno inminente
diseminado afuera”, al que se le asocia el interior pastoso y oscuro
de lo digestivo y del cuerpo en general, y que termina
manifestándose en la consistencia de las palabras: “las palabras se
me forman entre los dientes y los labios, de modo que salen medio
mordidas, medio húmedas” (LM 44, 45, 53, 72). El ensueño de
regreso al cuerpo materno, latente en las alusiones a la Zona y
explícito en La pesquisa, marca entonces la representación
aparentemente objetivista de la materia.
A partir de las isotopías propuestas por “A medio borrar” es
posible evocar imágenes de la ciudad, esa construcción humana y
racional, que va a verse puesta en duda y desestabilizada; se trata de
un cementerio acuático, anulado por la irrupción de las fuerzas
primarias de la naturaleza. Los mismos elementos, con ligeras

147
variantes combinatorias, aparecen en muchos otros textos. La
ciudad de Angel al final de la primera parte de Cicatrices se
transforma en un lugar funesto: “La ciudad era un cementerio, y
salvo las luces débiles de las esquinas, el resto estaba enterrado en la
oscuridad” (CI 93); espacio cerrado, subterráneo y marcado por la
muerte. En el relato del juez, sus lentos y repetitivos paseos en
coche dan lugar a una descripción disfórica del espacio urbano; en
ella, detrás de un aparente detallismo que intentaría, supuestamente,
reproducir toda la información recibida por los sentidos,
encontramos una predominancia de la oscuridad, de la humedad
(gotas de lluvia en el parabrisas, niebla omnipresente), una negación
del movimiento y recurrentes alusiones a una “boca” y a una
“penetración” (CI 165). Notemos que esta interioridad espacial,
intensamente significada, es paralela a la actitud vital paradójica que
caracteriza la melancolía: por un lado el personaje parece dejarse
llevar por un vacío afectivo y mental absoluto, por una simple
sensibilidad expuesta, sin protecciones, a lo material; pero por el
otro, el juez es también, recordémoslo, el sujeto de las exuberantes
fantasías sexuales sobre los gorilas; el hecho de que las personas
entrevistas en los paseos aparentemente neutros sean llamados
“gorilas” por el narrador establece un nexo entre ese mundo
material desvitalizado y una serie de imágenes pulsionales. La
anulación del sentido y el desmenuzamiento descriptivo de lo que se
percibe oculta — o representa — un exceso libidinal latente.
En La pesquisa la locura del comisario, e inclusive su eventual
responsabilidad en los crímenes, está asociada, como vimos, a un
espacio peculiar: el de la ciudad onírica, doble subterráneo del París
real (invernal, oscuro y gris) que a su vez reproduce, pero bajo la
forma antitética, la imagen de la Zona (veraniega, luminosa y
cálida). La ciudad con la que sueña Morvan es una construcción
onírica verosímil, en la medida en que se identifican en ella
elementos diurnos (restos de la vida consciente) sutilmente
desplazados e instalados en articulaciones inquietantes. Así es como
en la ciudad la luz crepuscular “borronea” todo y aun los edificios
conocidos son “irreconocibles”; es una ciudad inquietantemente
silenciosa en donde es imposible interpretar el sentido de las cosas

148
(LP 26-27); es una ciudad marcada por la interioridad de la que no
se sabe “como salir”; es una ciudad, por fin y retomando una
constante varias veces subrayada, en donde el sujeto percibe una
amenaza permanente, la de una “revelación”, definida como algo
“terrible” (LP 92) — a la vez la responsabilidad en los crímenes
pero también el nacimiento, según las conclusiones precedentes. La
ciudad, finalmente, termina siendo una ciudad interior. El espacio
oscuro, silencioso e inquietante, remitía al cuerpo materno; la
catástrofe anunciada y temida, la revelación catastrófica, era el
nacimiento — o sus imágenes distorsionadas. A pesar de todas las
justificaciones particulares en esa novela, la interpretación de este
desenlace frente a un espacio disfórico marcado por la interioridad,
debería aplicarse a los ejemplos ya vistos, en la medida en que las
repeticiones son a la vez numerosas y obsesivas: la negrura pastosa
representa y dramatiza cierta relación sufriente con el cuerpo
materno.
Todos estos elementos parecen explicarse por la irrupción de lo
arcaico en lo diurno, de lo subjetivo en lo objetivo, del fantasma en
lo real, de la locura en la razón; así se materializa un cataclismo que,
vimos, amenazaba al sujeto, como hundimiento cósmico o como
revelación paradójica (ya que diluye la imagen de la realidad y lleva
a perder las certezas). En todo caso, y tomando en cuenta el
contexto de las 'experiencias límite' y los pasos a la locura ya
estudiados, no es sorprendente que el principal espacio no urbano en
el corpus, o sea el río y las islas, retome repetidamente las
características de espacio onírico, arcaico, negativo y demente. Las
escuetas líneas narrativas de El limonero real y de Nadie nada
nunca se encuentran literalmente empantanadas en el marco
espacial y sensible en donde se desarrollan: calor pastoso, agua y
barro omnipresentes, tierras que acaban de emerger de la nada,
percepción regresiva del mundo. Y si algunos episodios de Nadie
nada nunca se desarrollan en la ciudad, subrayemos rápidamente
una coincidencia con lo dicho: mientras que el agua, el barro y el
campo anónimo ocupan el centro narrativo de la novela, también
debe notarse que el medio urbano, simétricamente, repite las
características de desierto (caliente, esta vez) y de liquidez (las

149
calles hierven y el asfalto se convierte en una “pasta blanduzca”),
características que también son percibidas como anuncios de un
cataclismo (un “fin del mundo”, vagamente asociado con la
dictadura militar) (NN 36-37 y 140). Luz enceguecedora que borra
los contornos, suscita alucinaciones y prepara catástrofes, oscuridad
húmeda y fría que sugiere la muerte y la interioridad nefasta: los dos
polos opuestos se combinan a lo largo de toda la obra (en Las nubes,
en el contexto de una incertidumbre melancólica alrededor del
regreso eventual de la primavera, aparece la misma asociación
sorprendente y fértil en términos imaginarios: la de un “verano
interminable y negro” — LN 16). Por otro lado, las principales
características sensibles del río y sus inciertas orillas retoman las
imágenes metafóricas de la muerte y del tiempo ya subrayadas, y
por lo tanto se definen como una 'materialización' textual de
contenidos afectivos. La coincidencia entre las dos esferas de
representación del espacio (una referencial y la otra metafórica)
imponen una interpretación que permite integrarlas en la dimensión
materna y regresiva.
La tierra pastosa y el agua omnipresente no son los únicos
espacios naturales: la pampa (y más generalmente el 'campo')
aparece como la frontera del río; si los personajes se alejan de la
costa, más allá, comienza un espacio vacío, indefinido, que se
interroga repetidamente sin obtener de él ninguna respuesta. Tanto
la tradición histórica como la imaginaria de ese espacio argentino lo
predisponen a significar el pasado, el infinito, el vacío y los
interrogantes sobre el sentido: la pampa es el lugar de la identidad,
de la definición de un linaje. Elisa, en Nadie nada nunca, confiesa
tener un miedo irracional a internarse en el campo, ya que allí
puede, en todo momento “ponerse en evidencia algo”, algo “en
estado de descomposición”, “algo [que] hubiese subido a la
superficie desde las profundidades de la tierra” (NN 79). Ese algo
innominable y amenazador tiene que ver con el pasado, ya que el
pasado reposa en “el fondo de la tierra” (NN 81). Esta percepción
del campo integra en la novela una alusión velada a la represión
política de la dictadura, vista como un retorno de lo reprimido que
desestabiliza las apariencias de lo real30; pero también puede leerse

150
como una prolongación de la dicotomía esencial que percibimos en
el río y la inundación: un vacío, un silencio, una homogeneidad sin
relieve, que oculta en su seno fuerzas capaces de destruir el universo
— o la razón. En todo caso, alejarse del río para penetrar en el
campo representa, en Nadie nada nunca, un gesto inútil de
indagación en pos de un sentido; el Gato se aleja de la costa y busca
en la tierra vacía algo así como una respuesta, una explicación, una
revelación que recuerda lo dicho sobre el capitán de la expedición
en El entenado cuando recorría ansiosamente las costas vacías en
donde una flecha “salida de la nada” iba a matarlo. Después de
haber observado detenidamente las “matas obscuras” y el “gran
espacio abierto” hecho de “tierra blanquecina”, el Gato reconoce su
fracaso:

No había nada que denunciase, nada detrás, delante, más arriba, que
pudiese haber, en otra dimensión, o entre las cosas mismas, un invisible
del que pudiese esperarse, alguna vez, la manifestación. El viejo infinito
no era ahora más que una yuxtaposición indefinida de cosas de la que no
me era posible percibir más que unas pocas a la vez [...] De esa tierra
desnuda y calcinada no saqué otra lección. (NN 76)

En una peculiar variación sobre los valores heredados, la pampa se


define como el lugar del descreimiento generalizado; un
descreimiento que remite aquí a la tradición como lugar sagrado (el
“viejo infinito” de la pampa literaria), susceptible de salvar de la
nada gracias a la pertenencia, a la Ley paterna, a la filiación con la
escritura anterior. Sólo queda el vacío que no tiene fin, y que se
supone es irrepresentable, indecible, reacio a los límites que
permiten circunscribir un sentido. La muerte del padre induce,
también, una incapacidad de leer un espacio geográficamente neutro
pero marcado por la cultura.
En La ocasión, novela situada en los años 1870, figura de manera
mucho más explícita y detallada que en Nadie nada nunca una
utilización de la pampa histórica y de sus valores como espacio para
representar un conflicto imaginario con los orígenes, con la
indeterminación, con las substancias. La definición, llevada a cabo
por Graciela Montaldo, de la pampa en la novela como un espacio

151
enigmático en donde la materia y el pensamiento desarrollan una
batalla diaria (Montaldo 1993: 132), sugiere dos comentarios
diferentes que permiten prolongar lo dicho sobre Nadie nada nunca
(prolongarlo con matices porque La ocasión se escribe en una etapa
de la obra en la cual la recuperación de la filiación y del lenguaje ya
han sido ficcionalizados en El entenado). El primero es que la
pampa, lugar vacío, funciona como una metáfora explícita y
previsible de lo espiritual; es un “lugar propicio a los pensamientos”
para Bianco, ese enemigo del positivismo que trata de encastrar
unas a otras las ideas como ladrillos con el fin de “liberar a la
especie humana de la materia”. Se trata de un espacio mental que
“representa mejor que ningún otro lugar el vacío uniforme, el
espacio despojado de la fosforescencia abigarrada que mandan los
sentidos, la tierra de nadie transparente en el interior de la cabeza en
la que silogismos estrictos y callados, claros, se concatenan”. La
llanura carece por lo tanto de realidad concreta, palpable, es una
representación de la conciencia o una metáfora de posibles
“meditaciones filosóficas”. La dimensión virtual, fantasmática de la
pampa, va a la par con su artificialidad, a medias dibujo y a medias
construcción imaginaria: la casa de Bianco tiene el espesor de un
“telón pintado”, ya que es “más decorado que vivienda” (LO 9-11).
En ese lugar falso, el hombre y los caballos “tienen algo de
fantasmáticos en el campo liso y vacío y tan idéntico a sí mismo en
todas sus partes, que a pesar del trote rápido, ellos parecen estar
realizando una parodia de cabalgata en el centro exacto del mismo
espacio circular” (LO 37); por lo tanto, los personajes carecen en
ese contexto de toda verosimilitud: son representaciones más que
personas. Bianco, solo en la inmensidad, “da la impresión de ser,
durante unos segundos, no un ser humano, sino la estatua que lo
representa, una reproducción de madera, tamaño natural, recubierta
de colores un poco chillones, un anacronismo recién pintado erigido
en medio de la llanura” (LO 17). La pampa es, también, un espacio
interior, una proyección virtual de los contenidos de una conciencia:
el silencio sin límites es un círculo dentro del cual se encuentra el
hombre (LO 12).
Por otro lado, lo materno, en tanto que nada originaria que borra

152
el sentido, está también presente en la descripción de la pampa,
espacio virtual pero regresivo al mismo tiempo. Su representación
condensa los conflictos con la percepción de la materia que, lejos de
ser formales, conllevan una idea de muerte inminente, de
degradación y de delirio. La “llanura vacía y despejada” es una
manifestación de la “materia adversa” que “aprisiona” a Bianco, es
decir una primera manifestación del conflicto con el cuerpo
femenino, el nacimiento, el tiempo y la muerte (LO 15). La pampa
posee el doble sentido paradójico de la otredad concreta del mundo:
está por un lado muy presente, excesivamente presente con todos
sus detalles, contornos y colores (también así era observada por el
Gato en Nadie nada nunca); por el otro, ese mismo detallismo
excesivo tiende a hacerla desaparecer, a borrarla en pos de una
interioridad. La contemplación de la llanura es comparable con los
estados de extrañamiento en donde el desdoblamiento de los gestos,
la conciencia exacerbada de los sentidos, apuntan a una especie de
locura, de ruptura con la observación. El vacío del espacio produce
entonces un curioso efecto de desrealización:

En la llanura, todo parece un poco más grande de lo que es, más compacto,
más contenido en las líneas precisas de sus contornos, pero ese exceso de
realidad en la extensión vacía, esa contundencia presente flotando en la
nada, linda siempre con el espejismo y trabaja, por la abundancia de su
acontecer, en favor de su propia ruina. (LO 107)

La contemplación, la concentración en lo visible, en vez de llevar al


conocimiento, desemboca en una ruina. Esa idea de una “ruina” se
repite después, en la desaparición en el horizonte de un gaucho viejo
que parece retomar la frase final de Don Segunda Sombra: “Bianco
lo ve alejarse, también Garay López, primero una masa compacta, y
después espejismo y ruina en la llanura” (LO 109). De más está
decir que no hay ninguna exaltación en este espejismo, sino las
primicias de una destrucción.
Las nubes, por fin, que también se sitúa en la pampa histórica (en
vísperas de la revolución de Mayo), retoma tanto la representación
de la pampa como un espacio espiritual, enigmático y vacío que
pone en duda la coherencia lógica del sujeto así como las

153
posibilidades de representación, y la pampa como un espacio
arcaico que incluye o empuja a una dinámica regresiva. Antes y
durante el largo viaje de la Zona a Buenos Aires que efectúa el
doctor Real y su comitiva de gauchos y locos, comparado con el
cruce del mar por el Eneas de Virgilio, un ambiente de cataclismo
inminente se instala; y el desplazamiento en sí se ve constantemente
perturbado por las inundaciones que modifican rutas, trastocan los
intercambios y alteran el raciocinio (LN 129-130). El agua impide
todo trayecto lineal, destruye la lógica temporal (las estaciones se
suceden, rápidas y excesivas), y expone a los viajeros a peligros
constantes, tanto materiales (el temible cacique Josesito) como
imaginarios (el trayecto acentúa el delirio de los enfermos y
favorece un enloquecimiento de los cuerdos). La novela termina con
el episodio apocalíptico ya comentado: junto a una laguna
primordial, acosados por un incendio de dimensiones excepcionales,
los personajes deben afrontar una imagen, felizmente efímera, del
fin del mundo (LN 229-239). Y aquí también la pampa,
indiferenciada e infinita, tiende a anular las variaciones de la
percepción y a borrar el sentido del tiempo. Viajar en la pampa es
empantanarse en la más “uniforme monotonía”, es entrar en
contacto con un fenómeno inquietante de repetición, de anulación
del movimiento (un “remedo inútil y ligeramente onírico de
movimiento” — LN 176). La analogía proverbial pampa-mar
aparece en Las nubes integrada en un sistema de representación del
espacio en tanto que manifestación de una angustia, angustia de lo
indistinto, y de una amenaza, la de la emergencia de una nada
originaria. La pampa, lugar metafísico en una previsible tradición
literaria argentina, es también un hueco en donde desaparece la
especificidad y el sentido:

Lo mismo que el mar, la llanura es únicamente variada en sus orillas: su


interior es como el núcleo de lo indistinto. Desmesurada y vacía, cuando
en ella se produce algún accidente, siempre se tiene la ilusión, o la
impresión verídica quizás, de que es un mismo accidente que se repite.
Cuando algo fuera de lo común acontece, tan intenso y nítido es su
acontecer que, poco importa que haya sido fugaz o que perdure, siempre su
evidencia excesiva nos parecerá problemática. (LN 178)

154
El espacio en la obra de Saer, más que componer paisajes o
conjuntos referenciales, más que servir de telón de fondo a
estrategias realistas o que participar en la construcción de la intriga,
aparece ante todo como un conjunto de substancias a la vez
inestables y amenazantes, situadas en el perfecto cruce de una
corriente afectiva y una problemática metafísico-literaria. Lo
percibido está al borde de la descomposición y resulta ser
esencialmente enigmático. La falta de consistencia, el vacío, la
monotonía, el encierro, así como la tendencia a irrumpir, ablandar y
poner en duda lo aparente, definen entonces la materia saeriana
como una materia esencialmente disfórica. La representación del
mundo conlleva dos corolarios, de raigambre melancólica: la
presencia, siempre sugerida, de un drama simbólico, y la
imposibilidad, siempre afirmada, de enunciar ese drama, de
descifrar ese enigma. En un primer nivel de lectura (si se admite esa
representación espacial y vertical de la interpretación), es por
supuesto la muerte, el fin, el borrado de la vida, de la conciencia y
de la especificidad del yo lo que ocupa el lugar central y lo que
motiva la constelación semántica melancólica que acabamos de
desarrollar. Evidentemente, el isomorfismo subrayado entre la
representación metafórica de la muerte y la representación del
espacio y de la materia en el corpus tienden a confirmar y a ampliar
la idea de que la muerte es el cimiento sobre el que se construye la
obra, es el horizonte que sirve de punto de referencia para trazar los
recorridos ficcionales. Pero, al mismo tiempo, la muerte es en sí
irrepresentable y tiende a inscribirse en contenidos afectivos
anteriores, actualizados y redefinidos; por otro lado, la obsesiva
presencia del flujo temporal y de lo impensable de la defunción, no
son en sí suficientes en tanto que conclusión. A la representación
del vacío recurrente la acompaña el anuncio de un cataclismo: el
espacio es amenazante, ominoso, cifradamente aterrador, sin que el
contenido de lo que se teme esté claramente enunciado. Sólo las
múltiples ficcionalizaciones de la demencia, la anulación del yo y la
ruptura con la racionalidad, ya estudiadas, permiten comprender la
dinámica de construcción y evolución del espacio saeriano.

155
Porque aquí también, más que la muerte en sí, lo que se esboza
en los textos es una desaparición del lenguaje, un borrado de la
racionalidad, un fracaso del pensamiento: un derrumbe melancólico.
En el escenario narrativo surge constantemente una nada expresiva
que hay que poner en relación con la profusión de lo descriptivo: en
la percepción de esa materia disfórica, en los intentos vanos de
transcribir una unidad lógica del espacio, en la lectura imposible de
los signos que propone una realidad calcinada, se condensa y
expresa un sufrimiento cósmico. A este respecto, cabe recordar una
de las enseñanzas del padre Quesada en El entenado: según él se lo
explica al protagonista, hay dos clases de sufrimiento, uno sería el
sufrimiento corriente que no transforma el recuerdo ni la
comprensión del mundo; el otro, en cambio, conlleva un cataclismo
mayor, no sólo en el individuo, sino también en la percepción del
universo:

Hay, me dijo una vez, poco tiempo antes de morir, dos clases de
sufrimiento: en una, se sabe que se sufre y, mientras se sufre, una vida
mejor, cuyo gusto persiste todavía en la memoria, es escamoteada; en la
otra, no se sabe, pero el mundo entero, hasta la más modesta de sus
presencias, se presenta, para el que lo atraviesa, como un lugar desierto y
calcinado. (EE 135)

A este sufrimiento melancólico, continúa el personaje, no hay sonda


capaz de darle alcance ni exorcismo que logre destruirlo, ya que
para borrarlo del mundo hay, “al mismo tiempo, que aniquilar el
mundo con él”. La aniquilación de lo real 'comprobable', la
disociación meticulosa de la materia en la descripción sin fin, la
predominancia de paisajes grises, uniformes y viscosos, parecen
ilustrar esta idea, en la medida en que, para protegerse del
sufrimiento que estalla en El entenado (o para poder comunicar,
representar ese sufrimiento), se ha hecho desaparecer al mundo, o al
menos las certezas que le permitían existir en la órbita de la
literatura. Las cosas se esfuman y son reemplazadas por un flujo
indeterminado: “No cosas, sino grumos, nudos fugaces que se
deshacen, o van deshaciéndose a medida que se entrelazan y que se
vuelven, de inmediato, en un abrir, por decir así, y cerrar de ojos, a

156
entrelazar” (NN 75). En esta perspectiva entonces, las descripciones
minuciosas de ciertas etapas de la obra (de Cicatrices a Nadie nada
nunca), la descomposición discursiva de lo visible en sus elementos
más reducidos, los impulsos de exhaustividad que frenan en realidad
la expresión y empantanan al texto en una imposibilidad, deben
leerse también como una queja cifrada; expresan el mismo
sufrimiento que, en otros ejemplos, arrasaban, a través de la
demencia, con la razón, el lenguaje, lo real. Los postulados de la
enunciación saeriana — es impensable lograr conocer la realidad, y
por lo tanto, es impensable transmitirla con un código de
comunicación como el lenguaje — son el reflejo de un conflicto
íntimo, imaginario, de una posición afectiva y subjetiva frente al
mundo, y funcionan como la columna vertebral de los ensueños y
fantasmas que, del autor al lector, organizan el sentido de los textos
(aunque ese sentido sea, en una primera lectura, negativo). La
coincidencia entre esos fantasmas y ensueños con ciertas opciones
estéticas del autor o de la literatura contemporánea, no es fortuita y
merece una interpretación cuidadosa; los textos, en todo caso,
también dramatizan en un plano imaginario la creencia que toda
obra debe sondear la posibilidad de su existencia en el exacto
instante en que se afirma en tanto que obra literaria.

* * * * *

Para concluir con las raíces imaginarias de la representación del


espacio y de la problemática de lo real en Saer, algunas ideas sobre
la Zona que se deducen de lo dicho. La Zona en tanto que espacio
imaginario único, puede interpretarse en el sentido de una
espacialización mitificante de la relación a la madre, como vimos en
el páginas anteriores. De más está recordar — la crítica lo ha
subrayado a menudo y Saer lo afirma con convicción —, el espacio-
tiempo de las ficciones no es un espacio referencial — por lo que
toda toponimia se encuentra obviada —, a pesar de los indicios intra
y extratextuales que permiten asociar a la Zona con la ciudad
argentina de Santa Fe y sus alrededores31. El sentido de la elección
de ese espacio-tiempo es, en el marco del proyecto del escritor,

157
absolutamente claro: se trata de instaurar un espacio cuya
literariedad no se preste a discusión, dejando de lado, en los límites
en sí de la acción que se narra, toda ilusión referencial, todo
realismo y, de manera más circunstancial para un escritor argentino
del interior, todo costumbrismo o regionalismo. Así se define el
lugar de la literatura: a medio camino entre lo real (la ciudad
concreta, existente, a orillas de un río cuyas aguas mojan de verdad)
y la imaginación (la fábula sin puntos de referencia); en esta
perspectiva, la posición de Saer se inscribe en una tradición que va,
ya lo dijimos, de Faulkner a Onetti. A la ficción se la plantea como
un medio de aproximarse a la realidad, de conocerla, pero
manteniendo una distancia infranqueable y gracias a la elaboración
estética, discursiva y metafísica que no le hace concesiones a una
supuesta fidelidad al referente. Por lo tanto, la universalidad el ser-
en-el-mundo saeriano aparece como una evidencia que no exige
demostraciones (Larrañaga 1994: 346-358).
Las características de la Zona, permiten sin embargo prolongar
estos comentarios con algunas interpretaciones suplementarias. La
Zona es un espacio cerrado, único, repetitivo, cuyo carácter esférico
subyacente es sugerido por su comparación con el vientre materno
(como puede constatárselo en la analogía que asocia,
paradigmáticamente, la partida de la ciudad con un nacimiento, y
con la repetida problemática regresiva de cualquier viaje de vuelta a
ella). Lugar de repeticiones, de reapariciones, de anulación del
tiempo, la Zona remite también a un lugar de origen: origen de la
lengua y de las ficciones tanto como origen del escritor (la Zona es
el espacio de una infancia, de una adolescencia, de los primeros
pasos en la carrera literaria). Representa por lo tanto la ciudad real
más la carga imaginaria múltiple que puede integrarse en un espacio
connotado así. Además conviene subrayar que es un lugar visto — y
en ese sentido, creado — desde el exterior: salvo Cicatrices, el
conjunto del corpus que estudiamos fue escrito en Francia, en una
posición de exilio o, mejor todavía, de destierro — para agregarle a
la palabra el matiz de separación de una cuna terrestre, matiz que se
impone en este caso y que se encuentra a menudo introducida en el
devenir de las ficciones: Pichón y el protagonista de El entenado

158
son, cada uno a su manera, exiliados. La nostalgia por el vientre
materno, los regresos fracasados y la posesión imposible, son,
también, los de un escritor que 'nació', que dejó la Zona y que la
construye desde fuera.
La coherencia imaginaria de la obra no se define, por lo tanto,
únicamente con la repetición de ciertos leitmotive materiales
melancólicos, sino también con la construcción, en el centro del
universo narrativo, de un espacio-tiempo perdido, originario,
cerrado, al cual el escritor regresa con tanta insistencia como
nostalgia, sin poder ni recuperarlo, ni olvidarlo, pero haciéndolo
existir gracias a la continuación de la obra y afirmando, en cada
etapa, la distancia infranqueable que lo separa de él. En la órbita de
la literatura, la única posibilidad de existir se sitúa en ese lugar: el
pacto estético y narrativo que supone la elección de un espacio
único, así transformado, contiene una carga afectiva notable,
explícitamente confesada como tal en muchas ocasiones. Por
ejemplo en el momento de describir la relación de los colastinés —
los antepasados por excelencia — con su lugar de origen; los indios
se alejan del caserío con reticencias, aun durante las inundaciones, y
se apresuran a regresar apenas el nivel de las aguas lo permite:

Era como si volviesen no al propio lugar, sino al acontecer. Ese lugar era,
para ellos, la casa del mundo. Si algo podía existir, no podía hacerlo fuera
de él. En realidad, afirmar que ese lugar era la casa del mundo es, de mi
parte, un error, porque ese lugar y el mundo eran, para ellos, una y la
misma cosa. Dondequiera que fuesen, lo llevaban dentro. Ellos mismos
eran ese lugar. (EE 153)

Si la Zona no es un espacio referencial, es también para preservar


una disponibilidad imaginaria que le permite asumir los otros
sentidos, los otros deseos, los otros sueños, todo lo que une a un
hombre con el mundo que está inventando. La defensa de la
literariedad de ese universo, siempre perentoria en boca de Saer,
debe interpretarse entonces como una defensa de contenidos
afectivos que superan con creces cualquier pretensión de
representación mimética de la realidad (y para no personalizar
demasiado un funcionamiento textual, digamos que la misma lógica

159
actúa en el momento de la recepción del conjunto de la trayectoria:
el reencuentro de personajes, de ciertas constantes del paisaje, de
constantes climáticas o descriptivas están, ya, inscritas en las
expectativas del lector de Saer). Es decir que la nostalgia parece
inherente a la práctica literaria: escribir es volver a un lugar antiguo,
repetirlo, desdoblarlo, empaparse de una impresión de presencia y
de pertenencia, sabiendo que la ruptura es ineluctable, que ese
espacio se encuentra para siempre fuera de alcance, que la
verbalización en sí de ese deseo de retorno es un paso que aleja de
la meta anhelada. Notemos, para terminar, que la posición particular
que la Zona ocupa en este proyecto literario hace que ella deba
tomarse como un paradigma de lo real, en la medida en que el
mundo existente se limita, en el marco de esas ficciones, a un
espacio único y a un tiempo a menudo recurrente; todo lo que la
otredad material del universo ofrece en tanto que enigma, aventura,
conflicto para una conciencia, todo lo que puede definir al hombre
en tanto que instancia diferenciada, se encuentra representado en el
espacio cerrado de una ciudad del interior argentino rodeada de
llanuras ilimitadas y de islas pantanosas. La relación imaginaria que
el sujeto establece con ese espacio será, por lo tanto, significativa de
cierta relación con lo real (o, para ser precisos, de cierta
construcción imaginaria sobre un tipo de posición afectiva frente a
lo real): posición melancólica, atravesada por una materia disfórica,
acosada por amenazas de dilución y de regresión, impregnada de
pulsiones arcaicas, espantada por el fluir incesante del tiempo. La
Zona es el lugar de la representación, es decir el de la verbalización,
construida y verosímil, del deseo de un hombre confrontado a la
espléndida multiplicidad de la realidad.

3.4- La tribu melancólica

In my beginning is my end
T.S. Eliot

Espacio, demencia y melancolía permiten recorrer las principales

160
coordenadas de la representación del mundo y de la conciencia en la
obra de Saer. Constatamos la recurrencia de elementos afectivos en
la representación del espacio: lo disfórico, lo amenazante, lo
doloroso, tienen confusamente que ver con el pasado, con un pasado
esencial, con ese pasado fuera del tiempo, ese pasado siempre
presente que el psicoanálisis sitúa en el inconsciente. La irrupción
de algo pretérito va a desembocar en la locura, en un contexto
espacial signado por lo arcaico que regresa (el 'retorno de lo
reprimido'). El entenado, en este plano como en tantos otros, es
fundamental: se trata de una novela sobre el origen — ya que está
directamente situada en un 'pasado esencial' —, se trata de una
iniciación sufriente pero triunfante, y se trata también de un relato
en donde los dramas simbólicos del hombre saeriano ante lo real
parecen haberse convertido en fantasma originario o, quizás, en
mito, es decir en relato cifrado y explicativo al mismo tiempo (o en
palabras de Genette, en una “determinación profunda del
pensamiento”) (Genette 1984: 205). En este sentido, nótese que
Laplanche y Pontalis asocian el fantasma originario con el mito
porque ambos pretenden proponer una representación y una
solución a lo que, para el niño, se presenta como un enigma mayor,
es decir que son relatos que dramatizan, en tanto que momentos de
emergencia, en tanto que origen de una historia, lo que para el
sujeto aparece como una realidad de tal cariz que exige una
explicación, una "teoría" (Laplanche 1985: 67-68). Así, lo que
sucede en los otros textos va a encontrar, en la historia del grumete,
una dramaturgia coherente, condensadora de sentidos y proyectada
hacia el conjunto de la obra. Para terminar el panorama
interpretativo del universo melancólico, y antes de pasar a las
consecuencias estéticas e ideológicas del fenómeno, retomemos la
tribu colastiné con el fin de resumir y afianzar lo visto.
En “A medio borrar” se asiste entonces a una desaparición de lo
diverso bajo lo uniforme, a la irrupción amenazante de una materia
pastosa (primer paso de una constelación semántica a partir de lo
líquido), a una constante indiferenciación y homogeneización, y por
último a una repetida inscripción de esos valores en un contexto
primitivo (el pasado, las fuentes) y subjetivo (onirismo, identidad).

161
El entenado permite desarrollar estos valores. El surgimiento
inesperado de un espacio arcaico en el espacio diurno y
contemporáneo (la transformación de la Zona), se convierte en
relato legendario cuando la expedición española entra en el Mar
Dulce y en el “padre de ríos”, que resulta ser también un paisaje
“tranquilo y desolado”. A pesar de las ceremonias fundacionales del
capitán, a pesar de su intento de denominarlo y de integrarlo en el
universo de los objetos conocidos, el mundo sigue siendo una “tierra
muda [que] persiste en no dejar entrever ningún signo, en no
mandar ninguna señal.” Es un mundo que se va creando a partir del
“vacío” a medida que se avanza, un mundo marcado como un
espacio onírico, como el fruto de una “somnolencia alucinada” (EE
26-27); o, en una vertiente inesperada del idealismo, en vez de ser
un espacio que corresponde a construcciones culturales o
intelectuales previas — lo que se ha denominado la 'invención de
América' — en este caso se trata de un espacio que se va creando a
partir de una denominación afectiva, a partir de la exteriorización de
un contenido arcaico y cifrado: no es la idea la que borgeanamente
crea la realidad, sino lo inconsciente, lo oculto, lo desconocido. El
viaje hacia el pasado lleva, paso a paso, de la literatura y la historia
del siglo XVI, hacia una penetración imaginaria del pasado esencial
que, en “A medio borrar”, irrumpía como un cataclismo en la ciudad
diurna. América es una tierra de delirio y de otredad, indefinida,
innombrable, incognocible.
Evidentemente, la visión de América como un mundo primitivo
no es una particularidad de El entenado, sino que se inscribe en una
tradición; pero los tópicos culturales de América como un
continente situado en el “tercer día de la creación” en palabras de
Ezequiel Martínez Estrada, o como ese paraíso terrenal entrevisto
por los europeos en el siglo XVI, son retomados y transformados.
Porque el borrado onomástico, la imprecisión temporal y la
dimensión metafísica del relato desdibujan en buena medida la
presencia de una lectura de obras referenciales: una lectura de las
Crónicas como textos en donde el imaginario impide la percepción
del Nuevo Mundo, como textos que dramatizan lo inaprensible que
resulta aquello que la cultura no enseña previamente a descifrar (o

162
como el fracaso de la cultura y de la razón en tanto que respuestas
eficaces a los enigmas de la realidad). La recuperación de valores
culturales heredados es ante todo afectiva en El entenado: la imagen
de América en tanto que tierra primigenia, imagen tradicional y
construida, aparece explícitamente utilizada. Por ejemplo, el padre
Quesada, al oír el relato del muchacho en España, saca la conclusión
de que el entenado vivió “en la vecindad del paraíso” y que “en la
carne de esos hombres había todavía vestigios del barro del primero,
que esos hombres eran sin duda la descendencia putativa de Adán”
(EE 40-41). Pero la inscripción histórica de la novela y la dinámica
regresiva que la caracteriza permiten al mismo tiempo una
exposición repetida de contenidos latentes en otros relatos. La
descripción del espacio, y la del río en particular, retoma e inserta
en una perspectiva de orígenes cósmicos los valores de la
inundación que acabamos de leer en “A medio borrar” y Las nubes,
confirmando entonces las interpretaciones propuestas y permitiendo
ampliarlas a otros textos (como por ejemplo las repetidas alusiones
a un tiempo arcaico en las primeras páginas de El limonero real:
barro primigenio, animales prehistóricos, anulación del sentido y de
todo punto de referencia conocido — EL 26-27). Esta percepción
del espacio americano y del espacio de la 'no ciudad' de la Zona se
encuentra entonces claramente formulada en El entenado. Léanse
los términos elegidos para rendir cuenta de la “penetración” en el
Paraná:

Cuando entramos en el río salvaje que formaba el estuario [...] navegamos


unas leguas [...] despabilando un poco el grumo lento de los caimanes en
las orillas pantanosas. El olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un
olor a origen, a formación húmeda y trabajosa, a crecimiento. Salir del mar
monótono y penetrar en ellos fue como bajar del limbo a la tierra. Casi nos
parecía ver la vida rehaciéndose del musgo en putrefacción, el barro
vegetal acunar millones de criaturas sin forma, minúsculas y ciegas. [...]
La ausencia humana no hacía más que aumentar esa ilusión de vida
primigenia. (EE 27-28)

Los españoles, al viajar por ese río, descubren el mundo en plena


formación: los caimanes acaban de diferenciarse de las orillas

163
pantanosas, como un fragmento de materia que empezaría a tomar,
recién entonces, su forma definitiva, en un marco de “origen”, de
“formación húmeda y trabajosa”, de vida que se “rehace” a partir
del “barro vegetal” dando lugar a “millones de criaturas sin forma”.
Notemos que el regreso a los orígenes prepara, al igual que en “A
medio borrar”, un cataclismo: la llegada de los españoles anuncia la
destrucción de un mundo que, milagrosamente, ha perdurado más
allá de la formación definitiva del universo. En todo caso, ese
cataclismo así como en general los acontecimientos que se
desarrollarán en esas costas están determinados y contextualizados
por el carácter no sólo primitivo sino atemporal y
paradigmáticamente arcaico del paisaje.
La percepción disfórica de una materia pastosa, de un
movimiento constante hacia la aniquilación, de una negrura cifrada
bajo los destellos encandilantes de la luz, y por esa vía, la
representación obsesiva de la otredad del mundo en tanto que
amenaza constante para el sujeto, desemboca como vimos en dos
tipos de cataclismos diferentes. Uno es un paso al acto, una
irrupción de lo oculto bajo la modalidad de una irrupción pulsional
destructora; el otro es la demencia, la afasia y la depresión. En
ambos casos la razón y el orden del universo se encuentran puestos
en duda; ambos elementos aparecen con singular virulencia en El
entenado, en donde el paisaje onírico es el marco necesario para la
representación mítica de la locura y para la construcción de una
leyenda explicativa de las fobias del hombre saeriano.
Efectivamente, la peculiar relación del sujeto con el mundo se
transforma en esa novela en una cosmogonía — o al menos ocupa el
lugar de un discurso mítico capaz de explicar el universo, su génesis
y el devenir del hombre. El ritual caníbal e incestuoso que los
colastinés realizan una vez por año corresponde a una creencia y
reemplaza lo que sería, en otras sociedades, cualquier sistema
metafísico o religioso. Los indios se ven a sí mismos como seres
aislados en lo indistinto, acosados por la anulación, amenazados por
fuerzas centrífugas que, ante cualquier abandono en sus esfuerzos
de compulsiva afirmación de la realidad, destruirían la aparente
solidez de sus existencias. Los términos elegidos por el narrador

164
para describir la percepción que los indios tienen de su situación en
el cosmos retoman exactamente la percepción de una materia
disfórica que, lo vimos en páginas precedentes, caracterizaba la
posición melancólica del hombre saeriano: los colastinés tienen “los
ojos de un hombre atrapado en un abismo viscoso” (EE 112), se
sienten chapoteando “en lo chirle”, hostigados por la “viscosidad”,
acosados por la amenaza de lo “innominado”, en resistencia contra
“el reverso insidioso, hecho de inexistencia y negrura, que es la
verdad última de las cosas” (EE 158-160). El grumete confiesa,
explícitamente, que lo que en el mundo europeo es individual (la
duda o la demencia) para los colastinés era cósmico: en el seno de la
tribu — en el universo narrativo de Saer —, no es el hombre el que
vacila, sino el universo (EE 163); y de regreso a España va a ser él
(anunciando el devenir melancólico y los estados de extrañeza de
tantos otros personajes), el que, ante la “evidencia de lo
inexplicable” (ante la falta de sentido del mundo) siente estar
atravesando una “fantasmagoría” (EE 162). La tribu en todo caso es
una medalla en equilibrio inestable: por un lado, la amenaza de lo
indistinto; por el otro, la forma, el sentido, la lógica. Esos hombres
están constantemente en conflicto entre la orgía y la Ley que les
permite recobrar una vida reglamentada y estructurada. Este tipo de
oposiciones, recurrentes en relación con los indios, se vuelven
obsesivas hacia el final de la novela, describiendo una ambivalencia
estructural y un combate de puesta en orden de la realidad, como
paliativo a su anarquía latente32. Para los colastinés el combate
supera con creces los episodios de orgía, en la medida en que ocupa
cada gesto de la vida cotidiana:

Para ellos, a ese mundo que parecía tan sólido, había que actualizarlo a
cada momento para que no se desvaneciese como un hilo de humo en el
atardecer. (EE 156)
Tenían, sobre sus cabezas, en equilibrio precario, perecederas, las cosas.
Al menor descuido, podían venirse abajo, arrastrándolos con ellas. (EE
164)

Esa “grieta al borde de la negrura” (EE 164) amenaza, y no es


sorprendente, el lenguaje tanto como la percepción. Todo lo que se

165
presenta a los sentidos era para ellos “informe, indistinto y pegajoso
en el reverso contra el que se agolpaba la oscuridad” (EE 157-158).
Estas creencias son el común denominador de la orgía, la lengua, la
organización social de la tribu, así como de la representación de la
diferencia y de la incertidumbre estructural que caracterizan a esa
sociedad.
Con respecto a las lecturas precedentes, recordemos que los
colastinés temen, en última instancia, un derrumbe del mundo
visible que tiene pocos puntos de contacto con la muerte física.
Paradójicamente, a la tribu no la perturba el fallecimiento de uno de
sus miembros; la muerte en sí no tiene mayor importancia:

La muerte, para esos indios, de todos modos no significaba nada. Muerte y


vida estaban igualadas y hombres, cosas y animales, vivos o muertos,
coexistían en la misma dimensión. Querían, desde luego, como cualquier
hijo de vecino, mantenerse en vida, pero el morir no era para ellos más
terrible que otros peligros que los enloquecían de pánico. Siempre y
cuando fuese real, la muerte no los atemorizaba. (EE 149-150)

El peligro no se focaliza en una amenaza física concreta, sino en un


plano simbólico: no es la existencia o la inexistencia del otro mundo
lo que los preocupa, sino la presencia del otro mundo en éste. No es
la verdadera muerte la que los persigue (irrepresentable, fuera de
alcance para el imaginario humano), sino la constelación de signos
que dejan entrever, bajo las serenas apariencias de la realidad, una
realidad subjetiva espantosa. El origen de ese estado de cataclismo
inminente sería, retomando una causalidad ya analizada, un desastre
arcaico: aun para esa tribu del alba de la creación, aun para esos
hombres apenas diferenciados del barro primigenio, la causa
cósmica del sufrimiento se sitúa en un otrora indeterminado.
La única manera de sobrevivir en un mundo caótico y
angustiante, es la manera que tienen los indios de dejarse llevar por
sus pulsiones durante la orgía anual, de entrar en relación aguda con
la materia (oral y sexual), como un exorcismo que permite a la
realidad seguir existiendo. La orgía tiene el doble valor de causa de
sus trastornos y medio de limitar la inestabilidad del mundo. El
festín, tal cual está descrito, representa lo que se podría llamar un

166
'fantasma primordial': identificamos en él la equivalencia entre
comer y copular, la percepción del canibalismo como una anarquía
que suprime la prohibición fundamental — la del incesto — y una
fantasía que les atribuye a los primitivos un deseo que pondría en
duda toda organización social y, más ampliamente, toda
simbolización y todo lenguaje33. En un principio, los colastinés
representan la Naturaleza pura, incestuosa y desatada, la que
dormita en el fondo de todo hombre; es una representación
hiperbólica, cósmica, del deseo como una fuerza desenfrenada que
se corre el riesgo de expandirse sin límites — y sin los límites que
fundan la cultura: la prohibición del incesto. Sin embargo, apenas
termina el desenfreno, la organización social se reconstruye,
dejando de lado progresivamente el recuerdo de la orgía. Los indios
se vuelven “los seres más castos, sobrios y equilibrados de todos los
que me ha tocado encontrar en mi larga vida” (EE 85). La fiesta,
que se repite cíclicamente al principio del verano, se explica por la
emergencia de un universo escondido, que no puede sino
denominarse lo reprimido, por todo lo que lo une aparentemente al
sentido psicoanalítico del término. El festín es un “fondo” o
“agujero” negro (EE 83, 105), agujero que no deja recuerdos en la
conciencia porque esos recuerdos, “de seguir presentes, hubiesen
podido ser enloquecedores” (EE 106). A decir verdad, no sólo el
olvido es protector. En cada ocasión, algunos indios (los que han
matado a las víctimas), preparan el asado, sirven la bebida, y
permanecen en todo ajenos a lo que sucede, como si en ellos
residiese el principio de realidad que permite, luego, una vuelta a la
normalidad. Por lo tanto, la aparente indistinción plural de los
colastinés tiene un límite, un punto de resistencia que permite que
esa tribu-conciencia no se desmorone completamente en el deseo
agresivo o en el 'retorno de lo reprimido': los asadores, como
impávidos representantes de la razón, no participan en el festín,
aunque en cierta medida representan la voluntad y la lucidez que lo
organizan. Ellos son una función y no un grupo de personajes (los
asadores no son los mismos cada año); se mantienen en el borde del
abismo en el que se hunden los demás, por lo que hasta cierto punto
son la tabla de salvación que permite preservar la memoria, la

167
identidad, la norma y de hecho preservar la promesa de una
reconstrucción de la vida regulada que caracteriza a la tribu el resto
del año. En el interior del paso al acto hay una distribución de roles
y de prohibiciones: cierta regla subsiste.
La locura anual que, en el momento más caluroso del verano,
socava la sociedad colastiné, puede compararse con el
extrañamiento o la demencia que surge en la conciencia de tantos
personajes saerianos, salvo que en este caso el derrumbe y la
irrupción de la pulsión agresiva indiferenciada se sitúan en un
contexto social arcaico y se acompañan de una regulación debida a
su periodicidad y a su organización rígida (que son, ambas,
garantías de la superación de la locura). Como una catarsis o un
exorcismo, la orgía es la confrontación con las 'fuerzas oscuras' del
ser para evitar la destrucción del mundo (el borrado del mundo),
destrucción que era, recuérdese, la consecuencia de la demencia
individual en los demás personajes del corpus. La orgía es una
representación, una puesta en escena, una estructuración
reglamentada del fantasma; es decir que lo temido, la emergencia de
lo oculto, agresivo y destructor, se enfrenta controlando, y por lo
tanto venciendo su presión virulenta sobre el mundo visible —
sobre la vida consciente. Así percibida, la orgía no es ajena al
proceso de creación literaria, o al menos a sus primeros pasos y a su
función en la economía libidinal del sujeto (escritor o lector): uno de
los aspectos que le atribuye a la cosmogonía colastiné el valor de
mito personal de nacimiento de la escritura, reside en esta
ficcionalización regulada y precisa de pasiones destructoras para el
hombre. La verbalización (en la literatura), el paso al acto (en la
ficción) son mecanismos protectores y superadores de la
melancolía: ambos se acentúan y cristalizan en la novela como
modos de cambiar rumbos y superar parálisis de la obra precedente
(y ya se ha señalado el cambio importante en la relación con el
referente, la organización del relato y la legibilidad que se produce
con y a partir de El entenado).
Porque la orgía de los colastinés tiene evidentes puntos en común
con las demás fantasías o pasos al acto agresivos: del crimen
cometido por Luis Fiore en Cicatrices al serial killer de La

168
pesquisa, a menudo surge el deseo bajo la forma de una posesión
aniquiladora, es decir como una visión sádica de la sexualidad que
puede interpretarse en tanto que relación de objeto melancólica. La
visión que el psicoanálisis propone de las pulsiones agresivas,
inherentes a la depresión y activa en el suicidio de los melancólicos,
es pertinente en este caso en la medida en que aclara una dinámica
aparentemente contradictoria en la obra de Saer: la irrupción
progresiva de un fantasma de matricidio, cuya violencia sexual
transgresiva es simétrica a las dificultades para enunciarla. En la
orgía, junto con la violencia, se manifiesta una dimensión de
búsqueda interrogativa: los colastinés, después de haber matado y
descuartizado a sus víctimas, después de haber observado con fervor
la cocción de la carne humana, después de haberse precipitado sobre
el alimento con una ferocidad que anula todo juicio, en el momento
exacto en que la plenitud del deseo realizado parece alcanzarse, los
indios, entonces, se instalan en una posición contemplativa,
observando con extrañeza lo que comen, inmersos en la duda y, se
diría, en el asco:

En todos esos indios podía verse el mismo frenesí por devorar que parecía
impedirles el goce, como si la culpa, tomando la apariencia del deseo,
hubiese sido en ellos contemporánea del pecado. A medida que comían, la
jovialidad de la mañana iba dándole paso a un silencio pensativo, a la
melancolía, a la hosquedad. Rumiaban sus bocados con el mismo ritmo
lento, olvidadizo, con el que se enfangaban en quién sabe qué
pensamientos. (EE 60-61)

La pulsión caníbal es por lo tanto la expresión de un deseo de


posesión bajo su aspecto agresivo, pero un deseo condenado al
fracaso, a una inhibición en ese “silencio pensativo”, en esa
“melancolía” que, lo sabemos, es la característica mayor de los
personajes saerianos. Frente al objeto real, el hombre se "enfanga”
en pensamientos confusos. Los dos extremos se tocan; ya
Baudelaire, dirigiéndose al lector de Las flores del mal, le
aconsejaba deshacerse de ese libro “orgiástico y melancólico”.
Esta orgía melancólica parece dramatizar la relación de objeto en
su definición psicoanalítica. Restablecer la unidad de otrora lleva,

169
en la posición melancólica, a un intento de incorporar
imaginariamente el objeto destruyéndolo; destrucción que regresiva
y míticamente se cristaliza en el canibalismo, prototipo de la
identificación (Freud1972a: 1169-1237) (y recuérdese que la
identificación narcisista característica del proceso suponía, en la
visión freudiana, una regresión a la fase oral del desarrollo de
individuo)34. Pierre Fédida señala que el ensueño caníbal esconde y
revela un deseo inconsciente de anular lo que separa al mismo del
otro: sólo la destrucción daría la certeza mitificada de que el objeto
no será ni perdido ni abandonado, resolviendo la ambivalencia
estructural del deseo. La angustia melancólica es caníbal: se
destruye el objeto amado para mantenerlo presente — para
mantenerlo presente en su ausencia: el canibalismo sería la
expresión mítica de un duelo melancólico, el canibalismo sería una
ilusión del inconsciente convertida en mito. Por otro lado, Fédida
también subraya que el canibalismo concierne una lógica de
filiación, una comensalidad, una consanguinidad, relacionadas con
la prohibición del incesto, y agrega que así se ponen en juego, en un
nivel legendario, las condiciones de realización simbólica de un
incesto alimentario (el 'duelo caníbal' sería la solución incestuosa de
la unión alimenticia con el objeto) (Fédida 1991: 61-69). La
angustia ante la pérdida, entonces, es interpretable como la angustia
de no poder sobrevivir a la desaparición del objeto; incorporarlo
oralmente supone una ilusión de borrar la amenaza, confirmando
por ende una identidad no divisible, una continuidad. En la medida
en que el objeto forma parte del yo, del mismo, no puede perdérselo
sin separar en dos al sujeto — era el caso de los desdoblamientos —
, o sin destruirlo — en la demencia; por ello no debe sorprender que
los indios, de la “carne que devoraban, de esos huesos que roían y
que chupaban con obstinación”, saquen, por un tiempo, “su propio
ser endeble y pasajero” (EE 166-167). Combinando una perspectiva
etnológica de tonalidades ficticias con la psicoanalítica, el texto
identifica la motivación esencial de la orgía y del temor del
derrumbe; en un otrora indeterminado los indios se “comían entre
ellos”. Es el paso al exocanibalismo lo que les permite comenzar a
superar esa nada narcisista destructora y entrar en relación con

170
hombres venidos “del exterior”: “...habían accedido, no sin trabajo a
un nivel nuevo en el que, aun cuando los pies chapalearan todavía
en el barro original, la cabeza, ya liberada, flotaba en el aire limpio
de lo verdadero” (EE 167).
Así, un conjunto heterogéneo de elementos se integra en una
perspectiva coherente: la relación dolorosa con las substancias y el
paisaje, la inminencia de un cataclismo destructor del yo y del
cosmos, la irrupción de una pulsión arcaica y agresiva, se cristalizan
en el mito caníbal como la ficcionalización cifrada de un conflicto
melancólico. Y precisamente, en la perspectiva del conjunto de los
relatos de Saer, el festín antropófago de los indios es interesante
porque permite aclarar otra constante: el papel de la comida en esas
ficciones. La orgía se presenta como la cara oculta de los
comportamientos alimenticios diurnos de los demás personajes.
Efectivamente, el festín retoma, con rasgos irónicos, el sacrificio y
la cocción del cordero en El limonero real y condiciona una lectura
de las invasoras descripciones de carne comestible y en general de
comida, como otros elementos de una representación pulsional.
Porque se come mucho en las obras de Saer, se deshacen las
substancias, transformándolas en rasgos sensibles que pueden ser
descritos. Almuerzo familiar en un Año nuevo (El limonero real),
madre e hijo, amantes, hermanos, compartiendo silenciosas comidas
(“A medio borrar”, Nadie nada nunca, Lo imborrable), pescados
asados para un cumpleaños (Glosa), cena entre amigos que refleja el
ritual sádico de los crímenes (La pesquisa): durante todas estas
escenas proliferan las descripciones que despliegan, en la mesa
narrativa, la minucia perceptible de los diferentes alimentos
observados, preparados, masticados, consumidos. Descripciones
que, muchas veces, paralizan el relato, y que pueden interpretarse
como la manifestación textual de un análisis 'objetivo' de los efectos
de la realidad en la conciencia (en este caso, de lo real reducido a su
versión más elemental y cotidiana), lo que de por sí es significativo
ya que esos alimentos serán comidos, o sea introducidos en el
cuerpo como astillas de la otredad convertidas en parte del yo.35
A partir de la orgía, estas escenas y episodios deben leerse como
fantasías de posesión oral, es decir como una relación de objeto

171
potencialmente melancólica; el lugar y la función de la comida es
simétrica a una posición frente al mundo, al tiempo, al deseo y a la
muerte. La contemplación descriptiva de lo real y su asimilación
oral serían, en un plano simbólico, equivalentes: en el primer caso
se enuncia, en el segundo se ingiere, siguiendo entonces una lógica
similar de aprehensión (o de adhesión afectiva que lleva a un intento
multiplicado de aprehensión). Además, el alimento inscribe esa
forma de conocimiento de la otredad en una esfera regresiva, ya que
la oralidad concierne zonas indescriptibles, innominables, del deseo
(Harrus 1997). Por lo tanto, el isomorfismo entre festín antropófago
y simple comida es trascendente: todas esas imágenes de materias
cortadas, removidas, atravesadas, mordidas y sobre todo
compartidas por grupos humanos diversos, esa reaparición insistente
del comer, es una dramatización silenciosa, si se puede utilizar esa
expresión, del torrente de deseo y de violencia que emerge en la
orgía de los colastinés. El consumo de carne humana da lugar, en
los indios, a la realización de un fantasma de incesto generalizado, a
la abolición de todas las prohibiciones; las comidas compartidas, en
particular en el seno de una familia, sugieren, por su lado, un incesto
velado y abren corrientes pulsionales entre los personajes (ibidem:
102).
Algunos ejemplos para establecer esta relación 'gastronómica'
entre la orgía y el resto de la obra. Es en la comida en donde se
concentra lo silenciado entre Pichón y su madre, poco antes de que
éste parta definitivamente de la Zona (“A medio borrar”): “...mi
madre, ahora, en seguida, demora en terminar la comida, me ofrece
dulce, una naranja, café, de modo de adherir algo neto, preciso,
formal a la duración sin medida que no es, si se quiere, más larga
que un momento...” (LM 71); el “ahora” que intenta atrapar una
inmediatez temporal huidiza, la prolongación de un almuerzo en
donde se excluye todo discurso, la retraccción en una enunciación
mínima pero protectora (alimentos propuestos con la palabra y no
sólo compartidos en silencio), muestran el cruce entre deseo,
pérdida e imposibilidad de expresión (o de comunicación). Es por
eso que la orgía de los colastinés es un desenlace — una
exteriorización, una representación. Por otro lado, después de la

172
muerte de la madre, las comidas de Tomatis y su hermana se
caracterizan, en Lo imborrable, por una repetición de lo líquido, de
lo inconsistente (siempre es sopa de lo que se trata), y de un líquido
cuyos colores son tan sorprendentes como inexplicables. En todas
las comidas el narrador precisa, en un intento de descripción que
fracasa cada vez, las tonalidades cromáticas de las sopas preparadas
por la mujer; y cada vez el origen de esas especificidades visibles
del objeto suscitan un diálogo trunco; siempre es, simplemente,
sopa lo que se ingiere:

Y la primera cucharada [...] no revela la identidad de esas substancias


molidas y hervidas en la misma agua que no obstante tienen gusto a sopa,
que reconozco en todo caso como "sopa" — al fin y al cabo a aquello de lo
que se tiene un conocimiento aproximativo, se lo llama por lo general una
sopa: al origen del universo por ejemplo, le dan el nombre de "sopa
cosmogónica"... (LI 80)

Inconsistencia de la materia, misterio de su esencia, indecible (aquí,


de la composición del líquido tanto como de lo que circula entre
hermano, hermana y recuerdo de la madre), origen en la nada
cósmica: muchos elementos ya estudiados se repiten en este
fragmento.
Pero, además, no es inconcebible suponer que detrás de esas
repeticiones, de esas explicaciones faltantes, de esos rituales
depresivos, se preparan, ya, los fantasmas de descuartizamiento y
violación del cuerpo materno (los de La pesquisa), fantasmas que, a
su vez, se introducen, justifican y rodean con ritos alimenticios.
Porque retomando el paralelismo con la orgía caníbal e incestuosa
de El entenado, hay que notar la dimensión oral de los crímenes:
una cena les sirve de preámbulo, junto con los cadáveres aparecen
restos de comida, y los ojos, senos y orejas de las víctimas son
instalados por el asesino en “platitos” (LP 36), listos para ser
ingeridos. Por otro lado, al asesino se lo trata de “carnicero”, como
si la manipulación del cuerpo de las víctimas tuviese que ver con la
carne comestible y la última víctima, predestinada a ser devorada, se
llama nada menos que “Mme. Mouton”. Simétricamente, mientras
estas escenas se convierten en relato en boca de Pichón, él y sus dos

173
amigos están instalados en un restaurante de la Zona, comiendo
ingredientes en “platitos” (LP 85), y una serie de alimentos que, de
una manera u otra, significan el despedazamiento de una unidad
primigenia: un salamín cortado, porciones de pizza que “se
presentan divididas en muchas subporciones de formas geométricas
irregulares”, rebanadas de pan, cuartos de limón y el plato principal:
“milanesas picadas” (LP 114). Repitiendo el isomorfismo irónico
que regía entre el sacrificio y la cocción del cordero en El limonero
real por un lado, y el 'asado' de carne humana en El entenado, la
amable comensalidad de los tres personajes establece otro puente
inquietante entre la banalidad cotidiana y el deseo destructor, pero
también permite leer, retrospectivamente, las numerosas narraciones
de comidas en la obra de Saer como escenas de violencia y
pulsiones cifradas, a su vez atravesadas por interrogantes
metafísicos. Porque, sea como fuere, el contacto con alimentos es
una oportunidad de superponer percepción y búsqueda infructuosa
de sentido; con humor, es lo que afirma el Gato en Nadie nada
nunca, enunciando un zeugma significativo: “No tiene, dice el Gato,
al probar la carne, ni sal ni sentido” (NN 122).
Pero volvamos a la orgía y los modos de superación o de
exorcismo de ese cataclismo imaginario. La caída anual en el 'pozo
negro' de la orgía es un descenso controlado en las fuerzas
negativas: mientras la mayor parte de la tribu cede a una pulsión
arrolladora, a una demencia pasajera, algunos indios, como fieles
representantes de la razón, permanecen ajenos a ella; ellos son los
garantes de un regreso a la inteligencia y a la cultura después del
desencadenamiento del caos; por eso es una representación, también
en el sentido teatral del término. Y, más allá todavía, el desenfreno
de la orgía, para cumplir su misión de equilibradora del cosmos,
exige la presencia de un testigo, el def-ghi: es el hecho de ser
observados, es el hecho de dejar en otro una traza mnemónica
susceptible de convertirse en relato, lo que funciona, ante todo,
como un mecanismo de protección ante la amenaza de lo indistinto.
La representación de lo pulsional durante la orgía se manifiesta
indirectamente durante el resto del año: los indios viven
obsesionados con la obligación de reproducir todo lo que

174
desaparece; su preocupación por repetir lo perdido, ese
desdoblamiento de las cosas, o el reemplazo de lo destruido o del
muerto por un objeto idéntico o por un hijo, son, también, medios
de protegerse de esa amenaza omnipresente de aniquilación (EE
159-160).
Toda la última parte de la novela consiste, justamente, en una
larga reflexión del grumete, luego de haber narrado las peripecias de
su vida hasta alcanzar el momento de enunciación; y el objeto
central de esa reflexión es tratar de elucidar cuál era la misión que
los indios le habían atribuido. Esa misión termina definiéndose
como la de un narrador: lo que el grumete debe llevar a cabo, lo
que justifica toda su vida (según sus propias palabras), es la
escritura, o sea la representación codificada del mundo de pulsiones
que pudo observar. Es en el paso del acto (arcaico, irracional,
destructor, exclusivamente pulsional) a la palabra (la organización
lógica y narrativa del acto) que la función de def-ghi-testigo cobra
su verdadera importancia. En este sentido se explica la excitación
gozosa de la tribu en el momento de la partida del muchacho (“el
clamor de los días excepcionales”), diez años después de su llegada:
por fin el otro, que reside en la tribu desde hace tanto tiempo, va a
poder cumplir con su misión. Así se puede explicar, también, la
insistencia, casi desesperada (“la última esperanza que les
quedaba”), de cada uno de los miembros de la tribu en distinguirse y
grabarse en la imagen final que el grumete registrará de ese grupo
humano; los esfuerzos para marcar su memoria, para llamar su
atención y por lo tanto para poder, alguna vez, existir en tanto que
personajes, que seres representados, que elementos autónomos de
un relato. Misión cumplida, dicho sea de paso, porque el recuerdo
de esas postreras miradas suplicantes, es “la imagen más fuerte que
me quedó de ellos y la última prueba también de la persistencia de
aquello que, con sus actividades tan poco naturales, trataban de
vencer o disimular. Puede decirse que, de algún modo, son esas
miradas las que me ayudan a sostener, en la noche silenciosa, la
pluma” (EE 111). No es la muerte en sí lo que cuenta, sino la
aniquilación simbólica que ésta significa; la supervivencia sólo es
posible si alguien pasa de la esfera de lo indeterminado a la

175
coherencia lógica de la palabra. En ese sentido no es sorprendente
que, a medida que el grumete se aleja del caserío, lo que transcurre
ante sus ojos vaya “ganando sentido”, y que “el conjunto de la tribu,
sacudida por un clamor ambiguo” sea “por primera vez una
evidencia” que “podía percibir desde afuera” (EE 113). Es decir que
el proceso de aprendizaje de la escritura y de la cultura por parte del
grumete, mucho más que una reintegración en una historia y en una
identidad, corresponde al drama cifrado de la obra de Saer: el paso
del mundo arcaico, de atracción regresiva y destructora por lo
primitivo, de locura, de relación pulsional sin salida por objetos
huidizos, el paso entonces de todo lo que puede interpretarse como
el 'reverso negro' de la creación literaria a la esfera luminosa y
ordenada de lo simbólico: a la escritura. Es el paso del cataclismo
melancólico a la razón. Por lo tanto, lo que me ha llevado a afirmar,
repetidas veces, que El entenado se define como un mito personal
de origen de la creación literaria, es su dimensión de viaje regresivo,
de hundimiento progresivo en las fuentes de la imaginación y de la
inspiración, en las corrientes subterráneas que recorren la Zona
contemporánea y verosímil; hundimiento y viaje bajo la forma de
una fábula positiva, de contacto y conocimiento coherente,
discursivo, de las pulsiones que justifican la creación literaria.
El entenado relata de dos maneras distintas las peripecias de un
derrumbe melancólico progresivamente superado. Por un lado, los
indios, gracias a la exteriorización de un deseo arrollador y a la
representación colectiva de las pulsiones destructoras, logran
mantener el universo inestable en equilibrio (logran postergar
efímeramente el cataclismo que los amenaza). En ese proceso la
idea de una representación es fundamental: repetición, reflejo,
relato, son gestos indispensables para proteger la supervivencia de
la tribu. Por otro lado, el grumete lleva a cabo un itinerario ejemplar
de regresión hacia el pasado innominado, hacia la órbita materna,
hacia la materia negativa y la pulsión reprimida; hiperbólicamente,
vuelve a nacer, repite el gesto de separación, se integra en el orden
simbólico del lenguaje y la cultura, y, por esa vía, cumple con la
misión asignada por los indios: con la escritura no sólo se salva él,
sino que salva al cosmos entero de un borrado repentino. Por último,

176
ese viaje de ida y vuelta al infierno fascinante de las pulsiones, ese
hundimiento controlado en lo temido, es una manera de
ficcionalizar un descenso al lugar mágico (y normalmente fuera de
alcance), en donde se generan las ficciones literarias; es el lugar en
donde se sitúan las 'pasiones' del escritor, las que, según
declaraciones de Saer ampliamente comentadas, son lo más
perdurable y trascendente de cualquier obra. Así como las pulsiones
caníbales e incestuosas son el 'fondo negro' que se oculta detrás del
mundo visible de los colastinés, esos hombres primitivos, ese
mundo de un otrora indefinido, se convierten en visión anterior,
original, oculta de los hombres y mujeres de la Zona saeriana; sus
creencias, miedos y pulsiones son, también, el substrato mágico de
las creencias miedos y pulsiones de los personajes diurnos. El relato
de fundación, la verbalización que ordena y explica la vida humana,
es un relato melancólico. La cultura, la civilización, la razón, están
puestas en duda por la irrupción de lo reprimido, o por la estadía del
escritor en un grupo humano desconocido, el que Saer considera la
tribu de sus pulsiones (Saer 1995a: 39).36

Notas
1. Distinción sugerida por Jean Starobinski (Starobinski 1962: 28)), que señala
al mismo tiempo lo tenue de la frontera que separa los dos conceptos.
2. La multiplicidad de fenómenos psíquicos denominados melancolía, y la
dificultad de delimitar un sistema tópico de funcionamiento de esa disposición
afectiva, son subrayadas por numerosos autores, en particular por el propio
Freud en preámbulo a “Duelo y melancolía” (Freud 1972f: 2091-2100). Lo
mismo afirma Stanley W. Jackson en la introducción de un amplio estudio
histórico de la melancolía (Jackson 1989: 15).
3. Como lo muestra Michel Picard (Picard 1995: 29). Sobre la melancolía en la
visión psicoanalítica, véase también los libros de Nicolas Abraham, Maria
Törok (Abraham 1996) y de J.-D. Nasio (Nasio 1994: 156-158).
4. Significativamente, Aristóteles, en Problema XXX, les atribuye a los
melancólicos obsesiones sexuales y explica por la naturaleza ventosa del vino
su influencia en el deseo sexual, en la medida en que el viento interviene en la
erección (prueba de ello es la extensión rápida del pene, inflado bajo su
impulsión) (Aristóteles 1988: 91). En el Renacimiento todavía se consideraba

177
que una de las causas del desequilibrio melancólico era un “deseo erótico
insatisfecho” (Redondo 1997: 129).
5. En este sentido la autora cita un texto anecdótico pero interesante de Freud,
“Lo perecedero”, que se refiere a un amigo taciturno y a un poeta sensible, con
los cuales el psicoanalista hizo un paseo, y que no podían disfrutar la belleza
de la naturaleza porque era perecedera según la afirmación de Freud: “Sin
duda, la rebelión psíquica contra la aflicción, contra el duelo por algo perdido,
debe haberles malogrado el goce de lo bello. La idea de que toda esta belleza
sería perecedera produjo a ambos, tan sensibles, una sensación anticipada de
la aflicción que les habría de ocasionar su aniquilamiento, y ya que el alma se
aparta instintivamente de todo lo doloroso, estas personas sintieron inhibido su
goce de lo bello por la idea de su índole perecedera” (Freud 1972g: 2119).
Freud asocia, en sus conclusiones, esta posición de duelo melancólico al
desencadenamiento de la primera guerra mundial y al aniquilamiento de la
cultura y del progreso, postulando la posibilidad de reconstruir lo perdido
luego de un período de duelo.
6. Por ejemplo: “La melancolía, como sabemos, en el saber irreductible que
revela, o más corrientemente, en lo ya sabido, ya visto y ya oído, se inscribe
en torno a la cuestión de la falta de sentido y de lo absurdo, resuelta con la
resignación y el humor. ¿El melancólico no sería el sujeto que ya sabe, aun
antes del advenimiento de la palabra, y que se encuentra relegado eternamente
al banquillo de los acusados a causa del horror de ese saber?" (Lambotte 1991:
34, traducción mía).
7. En palabras de Bataille: “Mi pasión que impulsa tantos juegos o sueños
espantosos no es más el deseo loco de ser yo que el de no ser más nada"
(Lambotte 1999: 76, traducción mía).
8. Sobre la dinámica de 'búsqueda de sentido' en la obra, véase Silvia Larrañaga-
Machalski (Larrañaga 1994: 539-626).
9. Léanse algunas reflexiones psicoanalíticas sobre el tema: “El sentimiento de
vacío, expresado tan a menudo por los pacientes a lo largo del tratamiento —
en particular en los momentos en los que pareciera no pasar nada —, es esa
experiencia psíquica de la instancia, inclusive de la espera de sentido, capaz de
mantener en la expectativa a toda la existencia, en tanto que condición de no
existencia. Aquí se trata, como lo había señalado Winnicott, de un estado
pasado que, a diferencia del trauma, no puede ser rememorado: corresponde a
una organización narcisista primaria del yo «antes de que comience a
colmarse». Winnicott agrega: «Ahora bien, el vacío es la condición previa del
deseo de recibir.» En este sentido, a menudo me ha parecido que el
descubrimiento depresivo del vacío durante el tratamiento analítico es el punto
de apoyo principal de la curación. El vacío no es, por lo tanto, la muerte”
(Fédida 1991: 197, traducción mía).
10. Sobre el tema de la identidad en la melancolía (dobles, sujeto vacío,
insuficiencia de la imagen especular), véase Marie-Claude Lambotte

178
(Lambotte 1999: 75-82). La autora cita a Schopenhauer, cuyas afirmaciones
parecen llevar a cabo una definición del yo que corresponde a la del sujeto
saeriano: “Cuando pretendemos penetrar en nosotros mismos y, enfocando el
ojo de nuestro espíritu hacia el interior, queremos contemplarnos, sólo
logramos ir a perdernos en un vacío sin fondo; nos damos a nosotros mismos
la impresión de una ampolla de vidrio hueca, de cuyo vacío sale una voz, pero
una voz que tiene su principio en otro lado; y en el momento de asirnos,
apenas tocamos, ¡oh espanto!, un fantasma sin substancia” (ibidem: 131,
traducción mía). Marie-Claude Lambotte retoma el problema de la identidad
anulada y la imagen del agujero en otro trabajo, más estrictamente
metapsicológico (Lambotte 1993). Sobre la búsqueda de la identidad en Saer,
véase también Joaquín Manzi (Manzi 1995b: 97-192), y un ensayo que
combina con sutileza la identidad y el viaje (Astutti 1999: 112-129).
11. “Quedamos un momento inmóviles, mirándonos a través del espejo; el
contacto de mi mano contra su brazo desnudo, del que se desprendían todavía
la frescura y la humedad de la ducha reciente no era, sin embargo, desde el
punto de vista de una experiencia posible, más revelador que el que hubiese
podido obtener estirando la mano y tocando el espejo en el lugar de su
superficie en el que el brazo de Elisa se reflejaba. Lisa o rugosa, mineral o
carnal, el resultado no era más claro ni la penetración más profunda; en algún
punto, el horizonte de contacto se volvía, cualquiera fuese el objeto que
tocara, liso, uniforme, y sin mayor significación” (NN 77).
12. Nótese una eventual coincidencia: entre los múltiples nombres que el
personaje se autoatribuye, aparece el de Burton, es decir el del autor de la
Anatomy of melancholy (LO 9).
13. El tema del doble aparece repetidamente como una creación narcisista que
permite resolver la idea inaceptable de la muerte (y en particular en una óptica
melancólica). Al respecto recuerda Lambotte: “El narcisismo primitivo,
amenazado por la permanente eventualidad de la destrucción del Yo, sería el
punto de partida de la invención de la noción de alma, vista como un doble lo
más exacto posible del yo corpóreo; ese doble se opondría entonces a la
muerte gracias a un desdoblamiento del Yo, bajo la forma de una sombre o un
reflejo" (Lambotte 1999: 129). Léase al respecto el texto clásico de Otto Rank
(Rank 1973). El encuentro con el doble es uno de los principales ejemplos en
los que surge, para Freud, la 'inquietante extrañeza', porque el doble es una
formación perteneciente a tiempos originarios, ya superados, de la vida
psíquica (Freud 1972h: 2483-2506).
14. Los interrogantes alrededor del hecho de 'estar' abren otras posibilidades de
lectura, alrededor del recuerdo, el sueño y la representación literaria. Algunas
de ellas están tratadas en un artículo dedicado a “A medio borrar” (Giordano
1992: 11-21).
15. Los destinos de los 'responsables' serían, también, paralelos: el horror de la
historia 'borra' (desaparece) al Gato, mientras que Morvan, a causa del horror

179
de la historia (la página secreta de su nacimiento durante la Ocupación de
Francia) pasaría al acto hasta terminar 'borrado' por la demencia.
16. Esta interpretación parte de la lectura de la muerte del hermano o del doble en
las leyendas que propone Michel Picard. La muerte del hermano está a
menudo asociada con alguna creación; es una muerte que lleva a renunciar a
un alter ego fascinante, adorado e inmaduro, para quien la pérdida sigue
vigente como una herida imposible de cicatrizar. Matarlo implica, por fin,
cicatrizar. Dorian Gray es incapaz de hacerlo: se apuñala en su propio retrato
porque, narcisista, rechaza el envejecimiento, el cambio, la otredad (Picard
1995: 177).
17. El primer párrafo de la novela de Sartre intenta describir una transformación
en la percepción de los objetos que tiene la misma tonalidad y la misma
trascendencia de lo que sucede en los textos saerianos: “Il faut dire comment
je vois cette table, la rue, les gens, mon paquet de tcbac, puisque c’est cela qui
a changé. Il faut déterminer exactement l’étendue et la nature du changement.
Par exemple, voici un étui de carton qui contient ma bouteille d’encre. Il
faudrait essayer de dire comment je la voyais avant et comment à présent je le
Eh bien, c’est un parallélépipède rectangle, il se détache sur — c’est idiot,
il n’y a rien à en dire” (Sartre 1990: 13).
18. La autora analiza los diferentes casos de locura y de extrañamiento en la obra
de Saer, presentándolos como la consecuencia de un exceso de lucidez y como
una puesta en duda de las fronteras entre razón y demencia (Larrañaga 1994:
591-601).
19. Durante la travesía, y repitiendo la observación alucinada de la materia del
bañero, el capitán tiene una manera a la vez ultralúcida y delirante de mirar un
pescado que se supone constituye su almuerzo. Los términos desrealizantes de
la situación, simétricos a los utilizados para narrar, luego, el destino del
protagonista, son interesantes: “De distante, el capitán se volvió remoto:
parecía flotar en una dimensión inalcanzable. [...] Una noche [...] volví para
levantar la mesa [...] y entonces descubrí que en realidad estaba todavía
sentado a la mesa, solo, en el centro del camarote iluminado, observando con
atención el pescado que le había servido un rato antes y que yacía entero sobre
su plato. [...] La mirada del capitán, encendida y vaga al mismo tiempo,
permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la
cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y
giratoria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una
fascinación desmesurada” (EE 25-26).
20. Lectura sugerida por varios textos teóricos. Por ejemplo, Michel Picard
analiza en estos términos esas 'castraciones simbólicas': “Una vez que el
Padre muerto ha sido interiorizado, el Padre simbólico representa para el joven
iniciado el mejor aliado posible contra la Madre, y en particular la Madre
arcaica y sus furores incomprensibles; también contra las tentaciones mortales
de un Retorno a la Madre. La prueba de la castración simbólica, de la muerte

180
iniciática, permite establecer una relación satisfactoria entre el yo y el
superyó: evitarla o, lo que es igual, encontrarse en la incapacidad de encararla,
equivaldría a permanecer trágicamente infantil, narcisista, empantanado en lo
preedípico, atributo de una Madre fálica, y por lo tanto privado para siempre
de falicización. Efectivamente, la Madre reinaría por completo; el superyó en
sí mismo sería materno y el Padre expulsado al imaginario (Picard 1995: 80,
traducción mía).
21. Además de los rasgos melancólicos que serán descritos en los cinco pacientes,
véanse algunas menciones a la melancolía como sinónimo exclusivo de
demencia (LN 33 y 43).
22. En este sentido es interesante señalar nuevamente la importancia del orden de
escritura de los textos y las variantes que van introduciéndose en la repetición
de lo mismo. Si La pesquisa significaba una representación verbalizada y
directamente ficcionalizada de los fantasmas presentes en obras anteriores,
Las nubes prolonga y diversifica la utilización de la demencia como tema
literario y como modo de significar un tipo de relación con el mundo.
23. Citado por Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl (Klibansky
1989: 107, traducción mía), los que agregan varios otros ejemplos en los
cuales los melancólicos creen tener el universo entero en la mano.
24. Y valga la ampliación histórica de la definición de la melancolía: en el siglo
X, un médico árabe, Ishaq ibn Imran, repitiendo las ideas de Galeno sobre esa
aflicción del alma, ya afirmaba que “caerán en filosofía todos aquellos que se
excedan en la lectura de libros de filosofía o de medicina o de lógica, o libros
que permitan una visión de todas las cosas”, y que un buen ejemplo de
melancólico es el de ese hombre que “no podía andar al aire libre porque creía
que Dios, que sostiene el cielo, podía cansarse y dejarlo caer sobre el suelo"
(Jackson 1989: 60 y 62).
25. El doctor Real recuerda haber memorizado, junto con un amigo y caminando
por la calle principal de Alcalá de Henares (caminata que repite la de Leto y el
Matemático en Glosa), “la página en la que Cicerón describe la manera en que
Zenón el estoico mostraba a sus discípulos las cuatro etapas del conocimiento:
los dedos extendidos significaban la representación (visum); cuando los ponía
algo replegados era el asentimiento (assensus), gracias al cual la
representación se hace patente en nuestro espíritu; después, con el puño
cerrado, Zenón quería mostrar cómo por vía del asentimiento se llega a la
comprensión (comprehensio) de las representaciones. Y por último, llevando
la mano izquierda hacia el puño, envolviéndolo con ella y apretándolo con
fuerza, mostraba ese movimiento a sus discípulos y les decía que eso era la
ciencia (scientia)” (LN 169-170). Ahora bien, cuando Prudencio se encuentra
a suficiente distancia de la Zona, él comienza a realizar, compulsivamente, los
cuatro gestos indicados por Zenón.
26. Ese es el título de uno de los primeros textos publicados por Saer, y que ha
sido visto como el anuncio de la obra futura, como un texto fundante que

181
instaura, y el hecho es significativo, la obra literaria como un objeto que se
acerca, como una inminencia, pero no como una existencia ya dada y
fehaciente (Gramuglio 1986: 269).
27. Con palabras de Saer: “Ante el estrago cotidiano de Leopold Bloom, los
peligros acumulados por las novelas de aventuras dan la impresión de ser
incomodidades insípidas" (Saer 1997b: 172).
28. Saer habla de sus “escarceos amorosos” con la lírica en estos términos: “Creo
haber tratado de incorporar relaciones más complejas entre un sistema de
elaboración poética y un sistema de lírica (poética en el sentido de la poesía
como género), y las leyes de organización de la prosa, repeticiones, canción
rítmica y producción de versos en los textos de prosa, búsqueda (por
momentos) de nudos en los cuales el nivel denotativo persiste...” (Saer 1990:
8). La crítica saeriana ha subrayado a menudo la dimensión musical de las
repeticiones descriptivas en la obra (Gramuglio 1986: 270).
29. La crítica ha señalado a menudo la relación que se puede establecer entre la
posición saeriana y la 'fenomenología de la percepción', tal cual la define
Maurice Merleau-Ponty; últimamente lo han hecho Miguel Dalmaroni y
Margarita Merbilhaá (Dalmaroni 2000). Saer le atribuye explícitamente una
dimensión metafísica a la relación con la materia: “...únicamente la esfera
material funciona como referencia de realidad, y como el origen, la finalidad,
la extensión y la naturaleza íntima de lo material se nos escapan, tenemos la
impresión de haber perdido el sentido del mundo o de que vamos a perderlo o
que ya estábamos perdidos antes del inicio mismo del tiempo y de las cosas”
(Saer 1999ª: 53).
30. Cf. infra, “El retorno de la historia: la dictadura según Saer”.
31. En un texto reciente, Saer retoma afirmaciones anteriores sobre el carácter
'imaginario' del espacio en el que se afinca su punto de vista literario, espacio
que se va construyendo de libro en libro y en el que se integran,
progresivamente, las diferentes experiencias de la vida del escritor (Saer
2000c).
32. La creencia en que la supervivencia del cosmos depende del individuo se
repite en Las nubes, en donde Prudencio está convencido de que su puño
cerrado permite evitar un “viento de apocalipsis” (LN 91).
33. De acuerdo al principio de que, para los que lo imaginan, el canibalismo es
una figura del desorden, según Jean Pouillon (Nouvelle… 1972) y algún
estudio sobre la obra de Lévi-Strauss (Lévi-Strauss 1987: 98-100).
34. Por otro lado, Marie-Claude Lambotte subraya a su vez, después de Freud y
de Abraham, que la agresividad del melancólico, no se dirige en realidad a sí
mismo sino al objeto perdido que ha sido incorporado bajo el modelo de la
identificación oral; la autora cita también a K. Abraham que afirma: “La vía
del deseo inconsciente del melancólico parece tender a la destrucción por
ingestión del objeto de amor” (Lambotte 1999: 71, traducción mía).

182
35. Silvia Larrañaga-Machalski analiza la otredad del mundo gn la óptica del
solipsismo latente en toda la obra de Saer, constatando que esta visión domina
la concepción del mundo de los colastinés, pero también la vida sexual de los
demás personajes, marcada por un goce — por una posesión — imposible
(Larrañaga 1994: 515-538).
36. Una afirmación similar diez años antes: “Yo diría que esa tribu, que habita una
falsa comarca inexistente, también soy yo. Los actos de los indígenas son
metáforas de nuestros propios fantasmas” (Bastos 1990: 14).

183
4
La dicha de Saturno (conclusiones I)

Más extraño y más puro que todo hrön es a


veces el ur: la cosa producida por sugestión,
el objeto educido por la esperanza.
Jorge Luis Borges

Bajo la breve dicha algo en el aire:


las ramas de la angustia, alma, que llaman...
Juan L. Ortiz

La lectura interpretativa que precede permite poner de relieve a la


vez las circunstancias y la recurrencia de una Novela familiar
saeriana y subrayar las particularidades de una posición afectiva de
carácter melancólico que determina la representación del hombre, su
evolución y su relación con el mundo. El relato edípico instaura dos
grandes dinámicas simétricas; primero la muerte y recuperación del
padre, paralela a un hundimiento en el sufrimiento y a su
superación; luego, una obsesión ambivalente con el nacimiento y las
figuras maternas como pérdida y como causa de un traumatismo
arcaico, como explicación de un deseo de retorno y como amenaza
de regresión destructora. El proceso, que tiene el corolario de una
focalización afectiva en la separación, la partida, el alejamiento, va
a teñirse de una dimensión existencial de nacimiento, pérdida del
objeto, diferenciación de la madre. Las ambivalencias de las figuras
maternas y la claudicación frecuente de la figura paterna ponen en
escena un cataclismo, el de la emergencia de un deseo maléfico, el
de una regresión destructora, el de una muerte natal o arcaica. Por
otro lado, asistimos a procesos recurrentes de aprendizaje, de
descenso para 'renacer' o recobrar el poder de denominación de las
palabras, la capacidad de organización de la lógica, el valor
tranquilizador de la fundación y la filiación. Junto con estos
fragmentos narrativos, deformados pero siempre repetidos detrás de

170
proliferantes variaciones argumentales, también se constata la
presión de una estructura afectiva melancólica, en lucha constante
con la demencia, con la desrealización, con la pérdida de la
impresión de individualidad. Si bien aparecen causalidades
justificadoras del sufrimiento del hombre saeriano, lo que domina es
la exposición de un estado de desolación, tanto metafísica como
afectiva, ante un mundo ininteligible, una palabra inoperante, una
identidad incierta. El lugar central que juega la locura y todas las
perturbaciones y puestas en duda de la razón en el corpus
corresponden a un estado de ánimo a la vez lúcido e incrédulo,
temeroso de una catástrofe inminente, acosado por una nada
anuladora y un exceso destructor.
La lectura realizada consiste en establecer paralelos, verificar
recurrencias, identificar obsesiones y dinámicas similares; o sea que
es, en cierta medida, una lectura simple, aunque hayan sido
necesarias muchas — y quizás morosas — páginas para construirla.
Volviendo al punto de partida: el fantasma y las corrientes de
afecto, que de por sí están previsiblemente presentes en cualquier
texto literario son, en última instancia, un elemento de construcción;
en este caso, también son el fundamento imaginario de la tan
mentada unidad del conjunto y de la coherencia espacio-temporal de
la Zona. Algunas articulaciones o características mayores del corpus
pueden así explicarse, o al menos pueden encontrar elementos de
explicación; por ejemplo, la evolución de la obra, comenzando por
la dispersión y el suicidio del texto en Cicatrices al sentido
recobrado a partir de El entenado, pasando por el relato imposible
en Nadie nada nunca y desembocando en una verbalización
autointerpretativa de ciertas páginas anteriores en La pesquisa y Las
nubes. La obra de Saer se escribe como una búsqueda a la vez vital
y metafísica de sentido, búsqueda que tiene justificaciones y
alcances que superan ampliamente la dimensión individual y
afectiva, por supuesto, pero que se justifica con peripecias íntimas
(lo que, después de todo, es una perogrullada tratándose de
cualquier elemento, idea o valor presente en un texto literario).
Algunas grandes opciones estéticas y algunos mecanismos de
representación de la realidad pueden así ponerse en la perspectiva

171
de lo afectivo. Pienso, en particular, en el valor de la descripción, de
la percepción, del desmenuzamiento minucioso de lo visible que, si
bien coinciden con, o se inspiran de, o tienen ecos en ciertos
fenómenos literarios del siglo XX (como el Nouveau roman
francés), también significan y representan un sufrimiento
melancólico, un deseo regresivo irrealizable, una desesperación ante
la falta de unidad y de sentido del mundo. Por último, y
desarrollando siempre el valor determinante de lo afectivo, notemos
que la presencia, velada pero perceptible, de una Novela familiar, de
un deseo regresivo o destructor, de un sufrimiento melancólico, de
una nostalgia arcaica por lo perdido, todo lo que subyace en la queja
del hombre saeriano permite también que el texto sea un objeto de
comunicación, es decir que tenga sentido para el lector. Por mal que
le pese a ciertos 'horizontes de expectativa', el texto literario no
puede reducirse nunca a un programa estético, a una intervención en
el campo cultural, a un diálogo controlado con la tradición, a una
discusión con la identidad o con el canon.
Las 'pasiones' de Saer coinciden, por otra parte, con un relato
fundador y explicativo del devenir del hombre en el siglo XX, el del
psicoanálisis freudiano. Sin poner en duda la 'sinceridad' de lo que
interpretado (o de lo representado), notemos que para transmitir el
origen del sujeto, la construcción del yo, para fundamentar una
posición del hombre ante el mundo, se recurre a un mito que, a
través de la emergencia del deseo, de los conflictos producidos por
ese deseo y de las etapas de su afirmación diferenciada y autónoma,
da una versión causal, propone una historia anterior, esboza un
pasado esencial, común a todos los hombres (ya que su presencia y
efectos son universales). La obra se escribe sobre y a partir del
origen, pero del origen visto por uno de los saberes que ha
reemplazado, un día, el discurso religioso: es nuestro mito de
origen. En una singular relación intertextual (que por singular no es
particular en Saer sino, diría, común en la representación narrativa
contemporánea, o al menos de ciertas corrientes narrativas), el saber
psicoanalítico está tratado como un material ficcional, como una
clave compartida por el autor y el lector, como punto de partida para
establecer variantes sobre el origen del hombre y del mundo (para

172
proponer, entonces, un discurso modestamente cosmogónico).
Y, otra singularidad, el doble relato de inspiración psicoanalítica
(Edipo y separación de la madre), que narra las circunstancias de
accesión a la conciencia y al deseo del hombre, está aquí puesto al
servicio de la narración fabulosa y explicativa del nacimiento de la
obra: es en la pérdida y recuperación de la figura paterna, es en el
enfrentamiento con una madre seductora o arcaica, es en la serie de
nacimientos simbólicos que viven los personajes (como pauta de
superación de un episodio traumatizante), es en la caída en la locura
y en el triunfo contra la demencia, es en la verbalización de la
emergencia de algo inquietante, es en todos estos (y muchos más)
acontecimientos, donde se narran, también, las condiciones de
surgimiento de una obra literaria. Mito de nacimiento en el sentido
en que se construye un relato para responder a un interrogante
demasiado vital, demasiado complejo, demasiado misterioso, a un
interrogante que no puede comprenderse ni formalizarse, pero sí
contarse. El mito de Edipo es un mito autorreferencial, el despliegue
de la melancolía una variante del autotematismo saeriano. Por lo
tanto, dos fenómenos aparentemente contradictorios coinciden: la
subjetividad absoluta, la impregnación afectiva, la circularidad
alrededor del deseo y la demencia por un lado, y por el otro la
obsesiva autorreferencialidad, en donde, sin demasiadas
mediaciones lógicas, todo lo narrado, representado o sugerido
remite al proceso de creación literaria. La visibilidad excesiva, la
'ultralegibilidad' de la construcción del relato, instaladas en el centro
de la escena ficcional, en la estructura semántica del corpus,
corresponden a una utilización del mito freudiano o del saber del
siglo XX sobre el origen del hombre como imagen de aprehensión
del origen de la obra literaria. La emergencia del deseo, su
confrontación con la realidad, su diferenciación y su devenir son
utilizados como vector para un autotematismo narrativo: junto con
el origen del deseo y el sujeto, se expone el origen de la obra
literaria. El mito freudiano y el origen del sujeto no sólo crean el
pacto afectivo que permite dotar a la obra de sentido (inclusive en
los segmentos y articulaciones en los cuales ese sentido se encuentra
explícitamente negado), sino también instaurar el proceso de

173
surgimiento y definición de las ficciones como un proceso vital,
esencial, trascendente y dramatizado. El autotematismo
contemporáneo, lugar de agudos interrogantes existenciales para el
pensamiento del siglo XX, toma en Saer visos específicos, ya que en
las dudas y posibilidades de narrar, en el intento de comprender y
formalizar verbalmente las etapas y circunstancias que justifican la
existencia de la palabra literaria, se juega un destino pulsional, se
pone en escena un espectacular sufrimiento psíquico.
Resumiendo y retomando: lo dicho permite precisar la hipótesis
central de este trabajo: en la recurrente autorreferencialidad saeriana
debe inscribirse la utilización de dos relatos regresivos que
conciernen la infancia: la relación con la madre (paso de lo fusional
a una individualidad dotada de lenguaje), peripecias edípicas (deseo
incestuoso, competencia con el padre, fantasías de asesinato,
interiorización de la Ley). Estos son dos fragmentos narrativos
universales (o convertidos en universales por las tesis
psicoanalíticas) que sirven de molde imaginario en la construcción
de las circunstancias ficcionales de la Zona; son, ambos, hipotextos
virtuales de un universo novelesco que gira sobre sí mismo, que se
desdobla y amplifica, proponiendo variantes infinitas de lo mismo.
En la Introducción me había preguntado cuáles eran las 'pasiones' de
Saer, cómo esas pasiones determinaban las preferencias estéticas,
formales e ideológicas de la obra y, por último, cuál era la primera
página que los relatos, a la vez repetitivos y evolutivos, reproducían
con tanta insistencia. La respuesta comienza a entreverse: no sólo
con el despliegue de contenidos pulsionales subyacentes (contenidos
asumidos y utilizados voluntariamente en la creación), pero con la
definición de un tipo particular de relación libidinal y fantasmática,
que llamo melancólica, recurriendo al código hermenéutico
psicoanalítico que no es ajeno a los textos y a los proyectos del
autor.
Pero si los relatos narran un surgimiento de la obra marcado por
la parálisis de la cronología, por el absurdo, por la pulsión
aniquiladora, por una amenaza constante, por un sentido fuera de
alcance, también narran las condiciones de resolución de la afasia y
de la indiferenciación. Porque la melancolía, omnipresente, está

174
constantemente vencida: ésa es la dicha de Saturno a la cual se
refiere el título de este libro. Las afirmaciones de Kristeva sobre el
valor euforizante de la literatura son útiles para comprender el doble
juego que consiste en afirmar una imposibilidad, en hundirse en una
nostalgia indecible, en exhibir una negatividad sin salida, mientras
que el texto, el código en sí que representa la imposibilidad, la
nostalgia, la negatividad, están significando un triunfo exaltante. La
obra de Saer se presenta como una fábula que gira sobre sí misma,
una fábula que cuenta una pérdida, un regreso, un nacimiento, todo
un conjunto de procesos primarios para narrar, a su manera, los
pasos dudosos de una afirmación, de una verbalización. Las
ficciones representan la dimensión regresiva del paso de la nada al
lenguaje, de la indeterminación a la Ley, como un proceso de
adquisición de la palabra que no sólo expone sino también exorciza,
gracias a su valor formador, fundacional, la desorientación
semántica y formal de la literatura contemporánea: ante la crisis del
relato y a su manera, la obra lleva a cabo su propio regressus ad
uterum. La obsesiva alusión a los orígenes, o al menos la utilización
de campos semánticos, referencias culturales y peripecias
ficcionales introducidas por esa noción, son la manifestación textual
de un misterio de regresión mortuoria y de génesis vital, que
permiten superar el derrumbe melancólico pero también resolver la
relación con los modelos, con la originalidad, con el saber y con la
forma narrativa, como veremos. Efectivamente, si la obra se cuenta
a sí misma, no lo hace solamente con la exposición de sus
procedimientos, ni con un distanciamiento irónico que desvaloriza
las técnicas novelescas utilizadas; es más bien en la identificación
de la génesis del texto con la génesis de la conciencia racional, es en
la ficcionalización de los etapas de organización del lenguaje y del
sentido en el ser humano, es en la transcripción paroxística del papel
del deseo en la aprehensión del mundo, es en ese terreno que la obra
ocupa el primer plano en la comunicación literaria. A la escritura se
la transpone en el terreno ficcional como una traza, una cicatriz, un
producto del inconsciente. La literatura es un relato, por supuesto,
pero un relato mítico, un autorrelato mítico que canta,
repetidamente, la belleza y el placer de decir el deseo y de

175
superarlo. La muerte y sus angustias pierden entonces su
importancia, ya que el nacimiento al que se llega es mucho más
trascendente que el nacimiento biológico del hombre. Y
paradójicamente, esa regresión pesimista permite la expresión,
renueva la forma, logra la proeza de instalar y superar los obstáculos
que frenan la creatividad de la literatura contemporánea.
Este nacimiento se vuelve posible gracias a la integración de la
Ley, el restablecimiento de las figuras paternas otrora claudicantes;
si la nostalgia es tan inmensa como estéril es porque la integración
tuvo lugar, porque la separación ya se produjo. En múltiples
ejemplos vemos reaparecer la puesta en escena a la vez de
posiciones melancólicas y de las condiciones de su superación. Las
resoluciones más espectaculares de la parálisis depresiva son, por
supuesto, el aprendizaje de la cultura y de la escritura gracias al
padre Quesada (en El entenado) o la partida y la muerte del doble
arcaico (en “A medio borrar”, Nadie nada nunca y La pesquisa). En
regla general, las ficciones narran las circunstancias de una
'curación' que, en múltiples aspectos, remite a la escritura o al
menos a la verbalización, la exteriorización, la representación. Otro
ejemplo sería el de la depresión de Tomatis, ya que no es anodino
que el personaje, después de la expiación depresiva, recupere su
sexualidad en una situación triangular turbia, pero sobre todo que
sea el narrador de Lo imborrable, es decir que tenga una fuerza
expresiva que debería caracterizarlo en tanto que escritor. En el
nivel de los títulos, el paso de un borrado parcial (“A medio borrar”)
a lo imborrable, en la medida en que significa la recuperación de
una palabra que no esté amenazada por la anulación, muestra las
huellas de ese proceso. Y nótese también la recurrencia de la
imagen de 'salir' para que la obra exista; salir es librarse de la
repetición, es superar la proliferación de lo mismo, que se sugiere,
se expone y se niega. En El entenado (en donde el grumete sale de
ese sueño para siempre: para escribirlo), en La pesquisa (Morvan
sale de la ciudad onírica), en “A medio borrar” (la partida al exilio);
se sale como una prueba vital (como la revelación del bañero o la
experiencia del doctor Real); la prueba vital, la experiencia límite, la
salida, el nacimiento, terminan afuera, en el relato, en la palabra, en

176
la escritura. Estos gestos confunden entonces el nacimiento del
hombre y el surgimiento de la obra literaria, surgimiento
ficcionalizado repetidamente como la emergencia de algo después
de haber nacido, de haberse alejado, de haber salido, de haber
renunciado a “estar”.
La tensión entre Ley y deseo, entre orden y caos, entre código y
negación, que subyace en el conjunto de elementos analizados a lo
largo de este trabajo, se prolonga en otros niveles. El edificio que
Saer construye de libro en libro se encuentra determinado por los
relatos arcaicos, por las pasiones, los enfrentamientos y las
resoluciones que se manifiestan entonces. En particular la
representación de la literatura en tanto que práctica, imagen,
conjunto mágicamente preexistente a la verbalización, está
constantemente atravesada por el mismo conflicto; es esta
configuración la que sirve de motor a las ficciones; es una carencia
surgida en ese terreno lo que los textos intentan compensar. Para
comprender los vínculos entre las 'pasiones' y las 'ideas', la próxima
etapa será el estudio, en esta perspectiva, de los juegos con la
organización de los relatos, con la lengua (dilución y recuperación),
con el sentido (borrado y afirmado), con los referentes intertextuales
(integrados, superados, evocados), con una representación
problemática de la historia, y con la propia figura, la imagen huidiza
del autor.

177
Segunda parte
Una escritura melancólica

5
Autorreferencialidad y sentido

5.1 - El relato

Debo de hablar del suelo que oscurecen las piedras,


del río que durando se destruye...
Pablo Neruda

Para contemplar los efectos que los relatos fundadores ya


identificados pueden tener en la construcción de las obras y en las
representaciones autorreferenciales de la literatura, sería útil evocar
ciertos elementos del corpus que, desde un punto de vista de
construcción, presentan particularidades significativas a menudo
señaladas por la crítica. Comencemos por la organización del relato
y las figuras de su representación autorreflexiva, es decir tanto por
ciertas especificidades de presentación de las líneas narrativas y de
la temporalidad, como por las imágenes recurrentes en las que esas
especificidades se reflejan y precisan. Se trata, sin duda, de un
aspecto fundamental: el relato, en tanto que objeto cultural y modo
de ordenar la comprensión del mundo es, por lo menos desde la
posguerra europea, un lugar de interrogantes, tensiones, puestas en
duda espectaculares. Sin repetir conocidos elementos metafísicos,

177
ideológicos y estéticos que justifican la exacerbación de los
interrogantes sobre el relato, recordemos algunos valores que éste
presenta en la versión saeriana (que es lo que importa aquí, aun si
esos valores están presentes en muchas obras anteriores, de Borges a
Cortázar, para no alejarse de las orillas del Plata — o del Paraná). El
relato implica cierta relación con el tiempo, es decir es un modo de
responder a la aporía de toda especulación sobre el tema. Su
transcurrir, desde un inicio a un desenlace, no sólo representa
idealmente la vida de un hombre o cierta concepción de la historia
de una sociedad, sino que el relato incluye una explicación: el
tiempo lineal que comienza (el Génesis) y termina (el Apocalipsis),
retomando los términos de Ricoeur, es isomorfo de una relación
causa-efecto, supone una adhesión a la razón, una hipótesis positiva
sobre la inteligibilidad del mundo. La exacerbación de la
arbitrariedad del relato, la exposición de inicios y desenlaces
inciertos o proliferantes, el reemplazo de la forma lineal por
estructuras circulares, digresivas, arborescentes, serán,
consecuentemente, la prueba de una crisis, no sólo de un modelo
lógico de transmisión de acontecimientos, sino también, valga el
tópico, de la Razón (Ricœur 1985, Mongin 1988).
En Saer, la pérdida del sentido, la demencia que se manifiesta
como una anulación de la forma y de la capacidad de verbalización,
la búsqueda de una explicación trascendente y fuera de alcance, es
decir los síntomas de la amenaza melancólica, se concentran — lo
que era previsible — en una concepción del relato como objeto
problemático. Por otro lado, la relación peculiar con el tiempo, en
donde un presente banal se encuentra circunscrito e invadido por
otros tiempos (por lo arcaico, por el otrora del 'inconsciente'), no
puede sino prestarse a proyecciones distorsionadas de los diferentes
planos temporales que caracterizan al relato; la compleja carga
afectiva que une al hombre saeriano con el pasado (la pérdida, la
infancia, lo prenatal, el deseo regresivo) va a transmitirse, también,
con peculiares modos de representación antinómica del antes y del
después. La relación conflictiva con el tiempo, el sufrimiento ante la
pérdida, la nostalgia por un pasado mágico se confunden, entonces,
con las incertidumbres de la cronología o con las alteraciones del

178
orden narrativo. Si el destino del hombre puede figurarse gracias a
una visión conflictiva del relato, la constatación es transformable en
su contrario y ver en la autorreferencialidad problemática del relato
saeriano un modo sui generis de introspección y de verbalización de
una posición existencial. Por último, y retomando las afirmaciones
sobre el saber y la lucidez del melancólico, no es sorprendente que
la representación vital del relato se formalice utilizando de manera
explícita varias esferas de saber sobre ese objeto, que se expongan
con cierta virtuosidad técnica las potencialidades y los artificios del
mecanismo narrativo, es decir que la crisis del relato no sea sólo una
dilución en la indiferenciación y en el fracaso expresivo, sino
también una impecable construcción lógica, atravesada por una
conciencia intertextual aguda. Y sin embargo, como veremos, toda
esas herramientas, citas y juegos textuales, desembocan en la
representación recurrente de la nada, del borrado, de la comprensión
imposible que ya ha sido definida en otros niveles. El relato es el
lugar privilegiado de la 'búsqueda de sentido' que tortura al
melancólico, extraviado en un mundo enigmático en el que se sitúa,
cifrada, una revelación trascendente. Las sintéticas generalizaciones
que preceden se irán aclarando con el estudio de algunos ejemplos,
en los que reaparecerá la peculiar evolución de la obra ya señalada:
a pesar de un fondo común, el tipo de representación del relato no
será la misma antes y después de El entenado, corroborando,
también aquí, el valor transformador del mito de nacimiento de la
escritura que acabo de leer en esa novela.
Ante todo, un ejemplo conocido. El limonero real es una de las
novelas de Saer que ha sido estudiada con mayor agudeza: Mirta
Stern, Graciela Montaldo y María Teresa Gramuglio propusieron,
hace ya años, lecturas inteligentes de un relato cíclico, hecho de
recurrencias, tanteos, amplificaciones y retornos de lo mismo (Stern
1981 y 1983, Montaldo 1986, Gramuglio 1986). La novela se
compone de una serie de secuencias jalonadas por un único dístico
(“Amanece/y ya está con los ojos abiertos”), repetido una decena de
veces en el texto. Las secuencias narran obsesivamente un mismo
día: el despertar del protagonista, Wenceslao (llamado también
Layo), su viaje en bote hasta el lugar de una reunión familiar, la

179
comida de fin de año que se prepara y consume, su regreso a la isla
en donde vive solo con su esposa después de la muerte de un hijo.
Sin retomar el análisis de una estructura novelesca compleja,
recordemos rápidamente las conclusiones de los múltiples trabajos
dedicados a El limonero real. El texto utiliza una serie de mitos (La
Odisea, Edipo, Génesis, sacrificio de Abraham) y narraciones
primitivas (cuentos orales y cuentos infantiles), para significar el
nacimiento del relato. Este nacimiento autorreferencial es
problemático: está representado con una exposición de la
arbitrariedad que rige toda modalidad narrativa, exposición que
desemboca en una negatividad, en un freno que traba el avance de la
ficción. Las secuencias vuelven a contar los mismos
acontecimientos, proponiendo a la vez sutiles diferencias, y al
hacerlo, explotan las posibilidades de amplificación que estancan el
relato sugiriendo, junto con la noción de ciclo, una apertura del
texto hacia un infinito hipotético. Todo elemento narrativo, todo
detalle descriptivo, puede ser objeto de un desarrollo sin límites. Al
carácter lineal se lo reemplaza por una figura circular, basada en
regresos, analepsis, prolepsis, expansiones, condensaciones, como
una serie de experiencias sobre las fronteras de un relato cuya falta
de conclusión parece absoluta, ya que el texto se cierra con las
mismas palabras con las que se abre, trazando una forma imprecisa,
blanda, capaz de ampliarse y de integrar otros fragmentos en su
trayecto repetitivo. La novela parte entonces de una reflexión sobre
las condiciones de narración, parte de una teoría de la escritura, y
define la construcción del relato como un hecho dramático puesto
que en última instancia el relato infinito termina siendo un relato
infinitamente insuficiente, amenazado a cada instante por una
disolución, una desaparición1. Ese riesgo no es sólo el resultado de
una interpretación (en este caso de inspiración estructural), sino que
se realiza verdaderamente: una insolación y un adormecimiento del
protagonista llevan a un espacio negro que ocupa parte de la hoja y
luego a un relato de la génesis de las islas que comienza con una
reinvención del lenguaje, comparable con el balbuceo de los niños
(EL 139). La destrucción y la reconstrucción del relato están así
marcadas por procesos regresivos y por recorridos que retoman las

180
etapas de la evolución del hombre, desde la nada materna hasta el
lenguaje articulado y el dominio consciente del sentido. Este
nacimiento del relato y del lenguaje, subrayémoslo otra vez, se lleva
a cabo en un espacio claramente determinado por los tópicos de los
orígenes (barro, aguas, islas, barca) y por la omnipresencia de
relatos 'anteriores' (mitos, cuentos, fábulas). El nacimiento se
produce, también, junto con una fascinación descriptiva que se
detiene y vuelve a las apariencias de lo real — signo del apego
melancólico. Además, El limonero real, aunque ambientado en un
medio humano específico — los campesinos que viven en la costa y
las islas del Paraná —, se sitúa en los antípodas de todo
costumbrismo discursivo o de cualquier reproducción de un 'color
local'; es por eso que la aureola de relato primero, de fuente de la
vida y del lenguaje, que rodea la novela, pretende inscribirlo en la
esfera de la ejemplaridad. Dicho de otro modo, este texto ofrece una
variante de lo que denominé el mito del nacimiento de la escritura.
Sin embargo, la importancia y la visibilidad de la
experimentación formal sugieren con insistencia una interpetación
de las recurrencias, los frenos, la exposición de los medios
narrativos, en tanto que marcas de una reflexión controlada sobre las
potencialidades del relato contemporáneo; con las herramientas
precisas de la narratología, es factible — y placentero — desmontar
un texto cuya coherencia y virtuosidad son impresionantes. Por otra
parte, el contexto cultural de su publicación con, en un segundo
plano, el Nouveau roman y ciertas teorizaciones sobre el
objetivismo, pueden a su vez inducir una lectura en ese sentido2.
Esta línea de recepción de El limonero real no es falsa — aunque
quizás falsea la lectura — si se la toma como una experimentación
dramática, es decir como un interrogante planteado al relato
(entendido en tanto que elemento formal, sobre todo en esa época),
pero un interrogante que concierne otros niveles que el textual. El
despliegue de las posibilidades del relato, siempre espectacular en
Saer, alcanza aquí su expresión magistral y, de cierta manera, su
point de non-retour, puesto que el resultado es una negatividad
radical, una imposibilidad sin salida para un relato trabado en la
expansión, en lo informe, en lo perceptivo, en la anterioridad, en el

181
círculo. Retomando el hilo de los análisis precedentes, digamos que
el relato se encuentra anulado por la emergencia de lo arcaico, que
está, por supuesto, significado con los hipotextos 'primitivos', con el
imaginario material, con la omnipresencia de lo descriptivo; y esa
irrupción destructora de las formas y del sentido también incumbe a
los procedimientos de puesta en duda del relato que se acaban de
evocar. Al igual que la Zona, que podía desaparecer bajo el agua
(“A medio borrar”) o convertirse en escena de orgías anteriores a la
cronología (El entenado), el relato toma aquí la forma del círculo,
en el cual no hay ni principio ni fin, no hay muerte aunque a la
muerte, omnipresente, se la repita con un retorno obsesivo. A partir
de la idea de que el relato es un código que el escritor utiliza,
enriquece y transgrede, se llega a la conclusión de que en El
limonero real el código novelesco se encuentra a la vez expuesto en
el primer plano y anulado, borrado por las fuerzas de
indeterminación que horadan sus cimientos. Si la literatura es una
búsqueda de sentido, en esta novela la búsqueda ocupa el primer
lugar — la repetición y el regreso de lo mismo significan, ante todo,
un intento frustrado de expresión —, pero el sentido se escapa, se
niega, se pierde en las aguas, en el barro, en las islas que aparecen y
desaparecen en el medio de un río son orillas. Y sin embargo,
paralelamente a una proliferación que niega lo que afirma, un
sentido termina dibujándose: un sentido que gira, como ya fue
señalado, alrededor de la muerte de un hijo, del sentimiento de culpa
del padre y, más ampliamente, de una multiplicación de posiciones
y oposiciones en las relaciones entre padres e hijos, suscitadas por la
ruptura de la ley natural (los padres deberían morir antes que sus
hijos). Como en el sueño de Wenceslao, que fue citado en la
primera parte, el sentido es 'eso', lo que surge de las aguas, es a la
vez cuerpo fragmentado, deseo, muerte, culpa; eso que hay que
destruir a todo precio, que hay que esconder (lo que lleva a cabo el
personaje en una verdadera “cacería” — EL 106). En esa
perspectiva, el relato no enuncia, reprime. La complejidad de la
construcción es, por supuesto, la imagen de un hundimiento en lo
indiferenciado, pero también la consecuencia de una resistencia por
parte del sentido.

182
En la perspectiva de una autorreferencialidad invasora, la
analepsis narrativa con la que comienza El limonero real es
interesante: instala el decorado filial y materno para
acontecimientos que van, mal o bien, a producirse, pero funciona
también como un anuncio o como la imposición de una regla de
juego que instaura, desde el inicio, la desarticulación del orden
lineal. Después del relato de la madrugada del último día del año
(que abre la ficción y se repetirá como un estribillo a lo largo de la
novela), una analepsis sin justificaciones argumentales transforma a
Wenceslao (que tiene unos cincuenta años) en un niño que, junto
con su padre, desembarca en la isla en donde construirán una casa:
es el comienzo de la novela pero también el comienzo, legendario,
de la historia (EL 21-29)3. La llegada y la exploración de la isla se
desarrollan en medio de una neblina espesa que borra los contornos
de los objetos, por lo que los dos personajes se desplazan en una
nada que va mucho más allá de la falta de visibilidad material, ya
que esa misma neblina ataca también el tiempo y la memoria
(“Ahora no parece sino que la niebla hubiese devorado también el
tiempo y su depósito, la memoria”). A su vez, el paisaje aparece
marcado por la interioridad: la neblina se abre para tragar al padre y
al hijo (“...como si la niebla, en vez de retroceder, se abriera para
después cerrarse, devorándolos”), volviendo explícito el sentido de
ese viaje onírico como el de un descenso arriesgado en el mundo
cerrado del cuerpo materno. En ese proceso, el padre sirve de guía:
intenta orientarse, descifrar el contenido de la neblina con gestos
que sugieren que busca reencontrar y plantear un sentido: “El padre
trata de horadar con la mirada la pared compacta de partículas
blancas, como si esperara leer en la niebla un significado escrito en
ella, el significado de la niebla misma, o el que la niebla oculta y
ellos han venido a buscar, el significado de la razón que han tenido
para venir a buscarlo.” Esta búsqueda conlleva tanteos y peligros. El
padre enuncia sus dudas y corre riesgos (se hiere al equivocarse de
dirección), y se ve afectado por una regresión (se reduce y tiende a
desaparecer cuando desembarca en la isla: “No sólo se ha reducido:
se ha desvanecido también de golpe en la niebla”). Para terminar, el
hombre, que está constantemente borrándose y siendo tragado

183
(según los términos utilizados por el narrador y que reproducen el
punto de vista del niño), deja a Wenceslao solo, sin protección,
encerrado:

También Wenceslao se siente como una cuña afilada, penetrando la masa


espesa de la niebla, y la niebla se ha cerrado por detrás, dejándolo adentro.
Está en un hueco tan reducido que hay lugar par él solo, parado, con las
manos estiradas a lo largo del cuerpo. Las paredes de esa caverna son
elásticas, y aunque simulan docilidad, una vez adentro se ciñen otra vez al
cuerpo y ahogan. (EL 26)

Sería difícil ser más explícito para representar la angustia del


regreso deseado y la desorientación provocada por la pérdida del
guía en un lugar sin puntos de referencia4. Nótese que el fragmento
citado introduce, además, el motivo de la “cuña afilada penetrando
la masa” y el del “hueco tan reducido que hay lugar para él solo”,
motivos que resurgirán en múltiples ocasiones a lo largo de la
novela, significando la fosa en donde el hijo de Wenceslao fue
enterrado, pero que aquí remiten, por supuesto, a una penetración a
la vez erótica y regresiva en el cuerpo de la madre, penetración
asociada a la constelación semántica de la muerte. El padre, por su
lado, desaparece cada vez más; luego de un susto provocado por un
ruido desconocido (cuya causa termina siendo una yegua
“madrina”), el niño constata el borrado de su presencia simbólica:
“...empieza a saber que esos manchones oscuros a los que llamaba
su padre han desaparecido, borrándose junto con su voz sin dejar
rastro, y que está solo, como un gusano de seda dentro del capullo”.
Poco después el hombre regresa y denomina el peligro (explica de
qué se trata), y al mismo tiempo expresa una gran ternura hacia
Wenceslao. Pero, en alguna medida, es demasiado tarde; el niño ha
vivido una experiencia marcante, la del descubrimiento de la
indeterminación que borra el sentido (y que anuncia las experiencias
límite estudiadas en el capítulo sobre la demencia): “Pero el tintineo
no parece provenir de ninguna dirección, o bien ese fluido lechoso
ha abolido toda dirección, o es Wenceslao el que ha perdido todo su
sentido”.5
Lo que acabo de leer en la puesta en marcha de la novela

184
corrobora las afirmaciones de los capítulos precedentes. Si me
detengo ahora en este fragmento es porque la disolución del tiempo,
el borrado de la memoria, la difumación de la identidad, la pérdida
del sentido que en él se representan, explican las repeticiones, las
trabas a lo lineal, la expansión invasora, la dificultad para 'cerrar' el
texto y ordenar, consecuentemente, el mundo: se trata de un
'prerrelato' de lo que sigue. Es un umbral narrativo que atribuye una
causalidad imaginaria a los obstáculos que frenan la escritura y el
relato (aun si esos obstáculos se originan, también, en sólidas
justificaciones intelectuales y estéticas). La autorreferencialidad de
la novela, su teorización de la escritura, se basan en corrientes de
afecto; están moldeadas — u ocupadas — por fantasmas que, en
este caso, son fundadores de una literatura, que actúan como una
barrera paradójica — ya que representan el motor de la acción —, y
que rinden el texto legible, en la medida en que reclaman un
desciframiento y por lo tanto un 'placer de lectura'. El padre de
Wenceslao, cuando se dispone a alejarse dejando al niño solo,
comprende de pronto el temor sentido por su hijo, por lo que le dice,
con un tono irónico: “Linda manera de empezar”. Se podría, de
manera igualmente irónica, leer ese comentario del padre como un
apóstrofe al escritor, apóstrofe que juzgaría, bajo la forma de un
comentario risueño, que los inicios de la acción son más que
inciertos, teniendo en cuenta la indeterminación, los miedos, la
desorientación general de la novela que comienza.
La alusión autorreferencial (inicio de la historia, comienzo de la
novela) se refuerza con otros elementos. Los animales que viven en
el mundo antiguo, por ejemplo, llevan huellas de una escritura
arcaica, trascendental o indescifrable:

Los cuerpos salen del agua relucientes: la serpiente larga de la isla repta
tranquila, el vientre blanco deslizándose con facilidad sobre el barro
primigenio, y el dorso trabajado con infinita minucia en arabescos rojos y
verdes, rojos y verdes, intrincados, lentos, estrechos, entrecruzados, como
una escritura en la que estuviese expresada la finalidad del tiempo y la
materia de que está hecho. El yacaré muestra su dorso lleno de
anfractuosidades verdosas — un verde pétreo, insoportable, planetario —
en el que la escritura se"ha borrado, o en el que una nueva escritura sin

185
significado, o con un significado que es imposible entender, se ha
superpuesto al plácido mensaje original, impidiendo su lectura. (EL 26-27)

Como un monstruo antediluviano, el relato, marcado con signos


enigmáticos, brota de la nada. Esta escritura primera, desprovista de
todo sentido inmediato o vector de un sentido mágico sobre la
'materia' del tiempo, resurgirá a menudo en la obra de Saer, como
podrá verse más adelante. Notemos por ahora la ambivalencia entre
esas imágenes invasoras de una maternidad destructora y la
presencia (borrada, recuperada, construida) del padre. La
desorientación no es total: el padre está allí para nombrar el peligro,
a pesar de la emergencia de las otras lenguas, fascinantes e
incomprensibles. La tensión entre la adhesión melancólica a la
madre y el desapego gracias al orden paterno, tomará diferentes
aspectos, evolucionando hacia la reconstrucción protectora de la
Ley y la verbalización coherente. El relato existe: a pesar de su
repetición insistente, a pesar de todas las trabas y frenos, una de las
secuencias de El limonero real narra el regreso de Wenceslao a su
isla, la noche que sigue, y su despertar bajo la lluvia el primero de
enero de mañana, instante en que los acontecimientos del día
anterior se han convertido en recuerdos — se han vuelto relato: la
repetición está superada. Porque, inclusive en este ejemplo, el sujeto
no está solo; aun aquí hay un código que se utiliza. Y el título de la
novela, en su polisemia, remite tanto al ciclo y a la eternidad (el
limonero florece y da frutos todo el año), como a la superación del
ciclo. Es un árbol de vida que funciona como una figura cifrada de
un relato circular, instaurando una relación con lo real que es
esencial en toda la trayectoria saeriana, pero al mismo tiempo, por
su copa “real”, por su permanencia y su singularidad (el árbol es
único en un mundo repetitivo), por su verticalidad, por su
asociación al padre (EL 209), el limonero simboliza la posibilidad
de significar, nombrar, escribir, terminar la novela y cambiar de
ciclo. Es, también, un árbol genealógico (Gramuglio 1986: 288).
En lo que se refiere a Cicatrices y su curiosa estructura de cuatro
relatos autónomos y superficialmente asociados por un crimen
narrado en la cuarta parte, hay que señalar, primero, que el

186
significante “cicatrices”, entre los múltiples sentidos que sugiere,
alude a esos cuatro relatos digresivos (con respecto a la historia del
crimen) y circulares (cronológicamente, como una serie de
inclusiones que, por aproximaciones sucesivas, llevaría al centro
narrativo, al último relato, a un intento directo de verbalización).
Las “cicatrices” son, en realidad, fundamentalmente polisémicas: se
refieren tanto al descubrimiento del sufrimiento y al paso a la
escritura de Angel (a sus 'pasiones' y a las de los demás narradores),
a las motivaciones históricas (la proscripción del peronismo y la
violencia política justifican numerosas peripecias y
comportamientos), a la constelación de textos citados, comentados,
leídos (cuyo efecto, traza, huella, es la novela leída), y, claro está, a
la estructura plural de la novela. También corresponde subrayar el
isomorfismo que podría constatarse entre la fractura de la identidad
de Angel, desdoblado al fin de la primera parte, y lo que sería una
fractura o una dispersión del relato: ya no una historia, sino cuatro,
ya no un tiempo único sino cuatro retornos acrónicos al mismo
período. Semejante multiplicación, que recuerda el carácter circular
de El limonero real (o lo anuncia, porque Cicatrices es anterior)6,
excluye el avance tradicional de la ficción (el de la cronología), y
dramatiza, con los zigzags que la diégesis contiene, la posibilidad de
narrar. En nuestra perspectiva ese fenómeno textual (la dificultad de
narrar) se explicaría por el contenido de las dos 'puntas' del relato:
pasiones edípicas por un lado, crimen marcado por una dimensión
sexual del otro. A partir del padre muerto y de la madre deseada en
la primera parte, el texto avanza hacia una autodestrucción
vransmitida con la metáfora del borrado (o con otra metáfora para
significar el relato, la del 'suicidio', como el de Luis Fiore en la
última página del libro).
Entre esos dos extremos, fácil es constatar la coherencia
fantasmática de la novela, ya que la segunda y la tercera historia se
presentan como consecuencias o variaciones de los conflictos
planteados por Angel: parálisis y autodestrucción gracias al juego en
Escalante7, melancolía y fantasías sexuales virulentas en López
Garay. En el caso de Escalante, el juego que lo apasiona y sobre el
cual reflexiona sin cesar, debe interpretarse como una imagen del

187
relato porque sus largas elucubraciones sobre el azar son la vertiente
simétrica de sus ensayos sobre el realismo literario (Gramuglio
1986). La arbitrariedad — la falta de sentido y de justificación
profunda — de la combinación de elementos textuales está, gracias
a esa imagen, claramente significada. Ahora bien, esa arbitrariedad,
simétrica a la dispersión narrativa de la novela en sí, exige una
construcción, una puesta en orden, aunque sólo sea una construcción
casual. Ante la desorientación personal y social, pero también ante
el peso de fantasmas representados en el inicio de la novela, Sergio
Escalante busca en el juego un artificio que organice la historia, la
cronología, el relato — un relato, sea cual fuere:

Así que el sabó, con sus cartas ya ordenadas que una decisión subjetiva
podía reorganizar completamente con sólo pedir una carta, era al mismo
tiempo un pasado hecho y un futuro hecho, y al mismo tiempo hecho y
modificable según los jugadores de punto pidieran otra carta o se
abstuvieran al recibir el cinco. (CI 103-104)

A partir del desdoblamiento y la nada, presentes en los contenidos


latentes de la primera parte, la novela se vacía, se borra, rechaza
todos los sentidos posibles para concentrarse en la búsqueda de una
figura artificial del destino, la del juego. Además, la espera del
resultado de una jugada, se parece curiosamente al aprendizaje de la
escritura que lleva a cabo Delicia, una adolescente analfabeta:

Me limité a esperar mi pálpito. Dejo que mi mente se vacíe, de todo, abro


el tapón y dejo que todo se vaya al resumidero. Todo: recuerdos, deseos,
cálculos, razones. Todo por el resumidero, al pozo negro, de modo que la
mente quede vacía como la hoja vacía en la que Delicia escribió su
primera letra. Unicamente que el pálpito se escribe a sí mismo, se graba
con letras de fuego capaces de horadar la roca, en el vacío de la mente. Si
uno sabe vaciar la mente del todo, y sobre todo no engañarse, y sentirse
capaz de esperar, el pálpito llega. (CI 123-124)

Ese “pálpito”, capaz de “salvar la apuesta” remite a una imagen a la


vez estéril y patética de la inspiración, en la que la razón se esfuma
en pos de una irracionalidad dominante, como otra imagen de la
irrupción de la nada en la conciencia de los personajes, ampliamente

188
comentada en los capítulos precedentes. Aquí también el vacío se
impone, esperando un mensaje mágico que permitiría salir de una
trampa imaginaria gracias a una forma, a un código — o al menos, a
una apariencia de código, el que el azar puede proponer. En una
novela marcada por diversas pasiones (edípica de Angel,
melancólica de López Garay, criminal de Luis Fiore), Sergio
Escalante, con su reflexión abstracta sobre el orden y la
arbitrariedad, remite, como un espejo, una imagen de artificio al
relato que lo contiene, atribuyéndole a la escritura un pesimismo y
una negatividad regresiva. La perspectiva sería esa hoja blanca en la
que es necesario, de nuevo, aprender a escribir, o la de los titubeos
de la contingencia — el juego —, capaces de proponerle, como un
salvavidas, cierta coherencia temporal a un relato que se extravía en
un presente sin puntos de referencia.
La metáfora del relato como una organización perfectamente
arbitraria, y la yuxtaposición de un exceso fantasmático y un paisaje
melancólico en la mente del juez, están enmarcados por los relatos
de Angel y de Luis Fiore, entre los cuales las diferencias son
notables. A pesar de toda una serie de contradicciones y
arbitrariedades en el relato del aprendizaje de la escritura por parte
de Angel, el resultado es tradicionalmente satisfactorio: una
verosimilitud sin fallas del sujeto de enunciación, una transmisión
de acontecimientos, lógicamente encadenados entre sí, una
definición de personajes bastante completa, una utilización límpida
de la causalidad narrativa, e inclusive una hipótesis sobre las
motivaciones (sociales, culturales y pulsionales) de la literatura. Al
mismo tiempo, este relato plantea un enigma de cariz policial (¿por
qué Luis Fiore mata a su mujer?), aunque dicho enigma ocupe un
lugar secundario en el conjunto. Los dos relatos siguientes van a
volver a aludir al enigma más o menos directamente, sin avanzar en
la narración ni en la resolución de los eventuales misterios: si hay
circularidad, es una circularidad que parece excentrada, gratuita, sin
punto de referencia ni objetivo. La causalidad, la motivación de
actos y pensamientos, la coherencia de la intriga también se
desdibujan. En esta perspectiva, el cuarto relato no aparece como
una victoria contra la infinitud del sentido ni una superación de lo

189
complejo que sería referirse a lo real, ni una síntesis de lecturas y
recorridos intertextuales (abundantes en la novela), sino como un
resultado de prácticas literarias diversas que lo condenan a no ser
más que un relato en suspenso, un resto problemático de un intento
de escritura que lleva repetidamente a la locura, a la muerte, al
silencio. La propia evolución del relato de Fiore, de cierto realismo
inicial a un 'borrado' final sugiere el mismo tipo de progresión hacia
una desintegración de lo narrado. O sea que si Cicatrices propone
formalmente un conocimiento progresivo de las circunstancias de
un crimen, ese relato que avanza en zigzags durante la novela
también es un relato regresivo que se pierde, un relato que parte de
la posibilidad afirmada de enunciar y de escribir, de aprender y de
pasar del imaginario a la palabra, pero que a fuerza de ficcionalizar
relaciones diversas con la literatura, de ampliar lo narrable a lo
coetáneo, de girar alrededor de la historia en vez de dirigirse a ella y
agotarla, ese relato termina afirmando a través de una negación, de
un borrado, de una simple cicatriz sin sentido, sin pasado, sin herida
que le sirva de referente y justificación.
Aunque en menor grado, la estructura narrativa de Nadie nada
nunca reúne la dispersión de Cicatrices y los retornos de lo mismo
de El limonero real. El relato no se compone tampoco de un
trayecto único, sino de una serie de secuencias que vuelven a ciertos
acontecimientos; resúmenes, cambios de punto de vista y de
narradores se siguen y repiten — y aparentemente no repiten gran
cosa. Las secuencias están, con todo, numeradas, quince en total (lo
que le atribuye una lógica de sistema al conjunto) y, como las de El
limonero real, muchas de ellas empiezan con las mismas palabras:
“No hay, al principio, nada. Nada.” Por un lado, el código narrativo
y la clave de construcción están expuestos en un primer plano; por
el otro, se repite una tendencia a un regreso de contenidos similares,
el del universo de los orígenes y el de la nada de la emergencia (de
los hombres y del relato: al principio no hay nada y, luego, habrá
texto, representación, narración). Esa nada, esa repetición, ese
empantanamiento (en el calor de la costa, en las aguas barrosas, en
un erotismo en busca de absoluto, en la acción que se niega a
avanzar) esconden, se recordará, el paroxismo de los asesinatos de

190
caballos, el horror de la represión política, el sadismo latente de las
fantasías sexuales — todo lo que anuncia, también, la muerte virtual
de los protagonistas, víctimas futuras de la locura asesina del
Estado.
En el inicio de la novela se compara a una araña con una mancha
de Rorschach es decir con una forma desprovista de sentido pero
que por asociación es capaz de revelar sentidos ocultos (en la
medida en que al test de Rorschach se lo utiliza para realizar
superficiales diagnósticos psicológicos). El Gato la mata, pero en el
mismo instante la araña parece multiplicarse: “...de la masa viscosa
ha comenzado a salir, después de un momento de confusión, un
puñado de arañitas idénticas, réplicas reducidas de la que agoniza,
que se dispersan despavoridas, por la habitación” (NN 11). Y la
araña en sí se convierte en una mancha informe: “Queda la mancha
negruzca, viscosa: ya no es araña ni nada. Es una mancha, viscosa,
achatada, negruzca, que puede significar, para el que no sabe,
cualquier cosa: en sí, ya no es prácticamente nada” (NN 17). Este
episodio inaugural puede leerse como el emblema de una novela
que se desdobla por negación (por la destrucción), que empieza con
una afirmación de la nada cuya interpretación sólo puede llevar a
una proliferación: el relato es una “mancha” que para el que no sabe
“no es nada”. Pero la mancha negra de la araña remite, en el marco
de la novela y por connotación con alguna vulgata psicoanalítica, al
sexo femenino, asociado en este ejemplo a una isotopía de negrura,
multiplicación, falta de sentido y muerte. Las fantasías sexuales, los
interrogantes sobre el cuerpo de la mujer, las pulsiones asesinas que
circulan en el protagonista corresponden así a las elecciones
narrativas y las particularidades de la estructura del relato.
Otra imagen puede rendir cuenta significativamente de las
especificidades de una estructura que avanza, pero hacia una
continuidad circular y que convierte el desenlace en un
acontecimiento arbitrario. En realidad, el relato hubiera podido
detenerse antes o continuar, ya que de todos modos el final no es
definitivo: una muerte dramática (el secuestro de los personajes)
constituye el 'verdadero' desenlace, pero se trata de una muerte
extratextual, situada en una esfera que integra el conjunto de las

191
novelas de Saer (desenlace que, además, no se narra sino que
simplemente sucede; se alude a él o se lo comenta en textos
posteriores). Las representaciones del cuerpo femenino y la imagen
del recorrido que el hombre efectúa en él (durante las relaciones
sexuales o en las fantasías regresivas), reflejan, de manera notable,
esa estructura narrativa titubeante:

…el Gato, cuyo cuerpo conserva también, como el de Elisa, una franja,
más ancha, de piel blanquecina, observa el vértice que forman, en el fondo,
las piernas separadas: una hendija rojiza. Los pelos negros dejan lugar a
una zona estrechísima en la que el tajo vertical muestra, entre dos
protuberancias, fugazmente, su revés. Pliegues y pliegues, superpuestos,
postigos elásticos de ventanas puestas, unas detrás de otras, en el largo
corredor rojizo. Pliegues, y pliegues, y después otros pliegues, y más
pliegues todavía, parece pensar el Gato, al comenzar a caminar, sin apuro,
hacia la cama. Y así al infinito. (NN 44)

Por supuesto, es factible ver en este fragmento, situado, también, en


las primeras páginas, el anuncio de un proyecto, la enunciación del
sentido (o sea, de la dirección) que se pretende recorrer. La
multiplicidad es la de una penetración regresiva en el cuerpo
femenino, un cuerpo fuera de alcance, objeto de una búsqueda tan
recurrente como el texto que la representa. Porque los retornos a lo
mismo (el avance de “pliegue” en “pliegue”) superan el marco de
Nadie nada nunca. Los acontecimientos narrados tendrán, en el
interior de la obra de Saer, reanudaciones, modificaciones,
variaciones: el sentido de la novela se transforma luego del viaje
iniciático de El entenado, se precisa en Glosa, sugiere una serie de
interpretaciones posibles en La pesquisa. Es decir que el avanzar en
círculo, característico de este texto y explícitamente asociado al
cuerpo femenino deseado, es también una figura para representar la
evolución del conjunto, y supone una lógica común en una obra que
funciona como la expansión del ciclo (El limonero real) y de la
dispersión (Cicatrices). Y por qué no ampliar más esta figura de un
avanzar infinito y regresivo que iría de “pliegue” en “pliegue”: en la
saga saeriana, la reaparición de personajes, la intermitencia en el
conocimiento de algunas páginas (por ejemplo la biografía de

192
Washington, construida pacientemente a lo largo de varios relatos),
los anuncios, continuaciones, modificaciones y reapariciones, que le
dan su coherencia al universo ficcional, reflejarían la tentación por
lo indistinto, el movimiento hacia atrás y erótico en el sexo
femenino, el exorcismo del deseo de retorno. Un universo narrativo
que reproduciría y significaría, en su construcción, la atracción por
una inmovilidad regresiva enfrentada con los imperativos del orden:
el del código narrativo.
El relato circular y dislocado no es la única figura que expresa
formalmente un conflicto imaginario, aunque se defina como la
figura emblemática de las reglas que rigen la construcción del
corpus saeriano. La crítica ha subrayado a menudo algunas
metáforas que la escritura emplea para describirse a sí misma,
metáforas que han sido ya mencionadas: borrado, negación, cicatriz;
todas ellas reúnen los mismos valores de afirmación negada, de
enunciación que duda y se retracta, de avance irregular que
desemboca en una anulación (Stern 1982, Linenberg 1996). En
líneas generales así funciona La ocasión, novela que empieza
introduciendo a un personaje convencido de la superioridad del
espíritu sobre la materia, y que se organiza alrededor de una
expectativa 'material' (¿Quién es el padre del hijo esperado? ¿El
bebe será morocho — como el amante supuesto —, o pelirrojo —
como Bianco?), expectativa frustrada ya que el relato se cierra
antes de que se produzca un nacimiento — sin embargo inminente.
Esa expectativa (la de la revelación determinante que se produciría
en el momento del parto), organiza la novela, y sobre todo impone
una estructura temporal atípica, con grandes consecuencias
semánticas. Efectivamente, no hay que perder de vista de que se
trata de una especie de novela histórica, y que por lo tanto la
representación del tiempo y de la cronología estarán significando
una mayor o menor 'legibilidad' de los acontecimientos del pasado;
como consecuencia directa de esa capacidad o no de narrarlos, de
comprenderlos, de ordenar lo ya sucedido, las modalidades
temporales de narración serán un elemento esencial en el valor que
esos acontecimientos podrían tener en la comprensión del presente.
Veamos entonces detenidamente cómo el relato se construye

193
alrededor de una temporalidad circular que, en el plano argumental,
gira alrededor del embarazo. La primera página está situada nueve
meses antes de la última, es decir que la acción principal de la
novela corresponde al embarazo de Gina, sea cual fuere el padre del
niño que, en el momento del desenlace, está a punto de nacer. El
tiempo de la espera y la paranoica construcción de Bianco acerca de
la infidelidad eventual de su mujer están narrados en el presente
verbal: a pesar de ser una ficción histórica, se trata de un relato no
ulterior sino simultáneo, lo que acentúa la expectativa sobre el
desenlace: nadie — ni siquiera el narrador — conoce de antemano
la identidad del niño. A partir de este presente narrativo los
diferentes capítulos van acumulando toda una serie de analepsis
explicativas: en el primero, se narra el conflicto de Bianco con los
positivistas en París, quince años antes, y las circunstancias que
motivaron su viaje a la Argentina, para volver al punto de partida, al
día en que el protagonista interrumpe un diálogo entre Garay López
y Gina (lo que le sugiere el eventual adulterio), y a la relación
sexual entre él y su mujer que puede ser el acto de engendramiento;
en el segundo capítulo se asiste a su llegada a Buenos Aires, la
amistad entablada con Garay López, la historia familiar de este
último, el viaje a la Zona, la iniciación a la vida pampeana, la
inserción en la ciudad y la decisión de casarse con Gina, una
adolescente de dieciséis años; en el tercero, el noviazgo y el viaje de
bodas a Buenos Aires, en donde la presencia de Garay López
alimenta los primeros celos del protagonista, para volver al
embarazo de Gina, de ocho meses y medio; en el cuarto se presenta
la historia de otro personaje, Waldo, el vidente, que también
empieza con fechas precisas del pasado (1854), hasta el anuncio de
su instalación en la ciudad, lo que permitirá su encuentro con
Bianco; en el quinto transcurren los últimos días del embarazo,
coetáneos de la declaración de la peste en la ciudad y la partida de la
pareja al campo. La novela termina con un “Envío”, en pretérito,
que describe las expectativas y la frustración de un grupo de
inmigrantes después de haber consultado al vidente, y que restituye,
en los tiempos verbales, la perspectiva ulterior que el autor
contemporáneo (y sus lectores) tienen sobre acontecimientos

194
supuestamente ocurridos hace más de un siglo. Cada una de las
analepsis culmina en Gina o se define como un vaivén constante
entre la espera (el no acontecimiento) y la evocación de las
circunstancias que la explicarían, es decir la concepción. De esta
manera, la estructura temporal del relato reproduce el carácter
obsesivo e infructuoso de los pensamientos de Bianco, puesto que
éste acumula interpretaciones del pasado. Por otro lado, el múltiple
regreso a una escena de infidelidad hipotética es una variante más
de los interrogantes saerianos sobre la posibilidad de aprehender el
sentido de un acontecimiento; una de las explicaciones del título es
la de la elección entre dos eventualidades, dentro de una óptica que
asimila ocasión con acontecimiento.8
El tiempo del embarazo de Gina, esos nueve meses que dura la
novela hasta un parto que no tiene lugar y que es reemplazado en el
texto por una inscripción latina que anuncia el principio de la peste,
también corresponde a un presente porque ocupa el lugar central
entre la exposición sistemática de un tiempo anterior, que hay que
conocer para intentar una aprehensión de lo que sucede en la acción
principal, y por el esbozo de un tiempo posterior, el del nacimiento
y la peste, que aparecen a su vez como consecuencias de lo sucedido
en ese presente. Los acontecimientos de la 'actualidad' están
marcados directamente por el pasado y determinan los cataclismos
del futuro: el movimiento mismo de la ficción histórica, a partir del
presente de la escritura y en busca de una causalidad explicativa, es
así integrado en la temporalidad narrativa sin que el resultado sea
satisfactorio: como Bianco en sus disquisiciones, paralelas a las
analepsis citadas, el texto rastrea en el pasado indicios, aun los más
tenues, en una postura comparable con la de una pesquisa policial,
sin que ninguna certeza se desprenda de la búsqueda. La postura es
la de una reconstrucción del pasado para entender el presente y
prefigurar el porvenir, pero el resultado es la incertidumbre. La
decepción final del inmigrante calabrés, situada en el pasado verbal
con respecto al resto de la novela, restablece una estructura temporal
centrada en la época contemporánea, y expide lo que precede a una
órbita pasada que también debería ser explicativa de un presente: el
nuestro, interpretado así como el cumplimiento de la hecatombe

195
anunciada. La límpida estructura temporal implica la incorporación
de una lógica de causa a efecto, que intenta descifrar
exhaustivamente los acontecimientos principales de la novela, esas
peripecias que justifican el comportamiento de Bianco. Desde este
punto de vista el texto no sólo retoma formas tradicionales del relato
(lo que sería una característica de la reescritura contemporánea)9,
sino que las exaspera y pervierte, ya que la acumulación de
antecedentes, causas y motivaciones directas de lo que sucede
desemboca en un final trunco: el niño no llega a nacer, y el enigma
sobre la identidad del hijo no obtiene la debida respuesta. La novela
instaura con meticulosidad de relojero un suspenso hecho de
digresiones y analepsis que atrasan el momento de la resolución
para dejar, luego, al lector en ascuas10. Esto permite afirmar que el
hecho de recurrir a formas tradicionales del relato no excluye la
incertidumbre sobre el acto narrativo, sino que supone un cambio de
nivel: en obras anteriores, la enunciación, la definición de los
personajes, la descripción de lo real, estaban perturbadas por una
incredulidad avasalladora. Palabra a palabra el texto afirmaba sus
dudas, su imposibilidad de comunicar. En La ocasión la
incertifumbre se sitúa en sintagmas narrativos mucho más amplios
que la frase, la descripción o la psicología del personaje; es la obra
entera la que se hunde en lo inacabado, en lo incognocible, después
de haber dibujado con tanta precisión la posibilidad de una forma
plena11. Por otra parte, el final trunco de La ocasión anuncia ya el
doble desenlace de la investigación en La pesquisa, en donde
terminamos la lectura sin saber quién es el asesino, y con la
inquietante certidumbre de que cualquiera pudo haber sido el autor
de esos actos sanguinarios.
Retomando lo dicho, vemos que bajo modalidades muy
diferentes y en épocas distintas, el relato se expone así, en Saer,
como un objeto también deseado aunque paradójicamente destruido.
La imposibilidad material de llegar a un final o la impecable
construcción lógica que desmonta lo que acaba de construirse, son
aspectos de una misma representación afectiva del hecho de narrar.
Encontramos, entonces, el relato como círculo: es decir como eterno
retorno y como incapacidad de terminar, de resistir a lo infinito; el

196
relato como una serie de inclusiones que se dirigen siempre más
adentro de la 'selva espesa', que se hunden más todavía en la
imposibilidad de enunciar, de delimitar sentidos, de explicar; el
relato como autorreescritura, como un intento acompañado con
numerosas variaciones o de retornos a lo mismo; el relato como
expectativa, es decir como proliferantes recorridos por las
circunstancias que preparan el desenlace, la llegada del sentido, pero
de un sentido que no se produce; el relato como anulación, como
avance hacia la nada, hacia la desaparición; el relato como búsqueda
frustrada, amenazada por lo indistinto; el relato como imagen del
cuerpo femenino, como el objeto, como lo otro interrogado en vano.
Es decir que la construcción del relato y su representación, primero,
tienden a reproducir lo circular, la proliferación, lo inmóvil y
regresivo de lo materno; segundo, que lo indecible del deseo, que el
sufrimiento melancólico en donde el yo y el mundo se convierten en
desiertos calcinados, conciernen también la estructura de la
expresión: nada puede saberse, nada puede terminarse, todo está
condenado a una desaparición, frustración, vaciamiento y borrado:
los repetidos hundimientos, parálisis y diluciones de la estructura
narrativa son simétricos a las revelaciones, hundimientos y estados
de demencia de los personajes; tercero, que la superación del
derrumbe melancólico, la que supone una búsqueda de sentido, la
recuperación de la ley, la reerotización de la relación con el mundo,
concierne ante todo el relato, construido como una estrategia,
fracasada pero fértil, de articulación progresivamente legible y
comunicable de sentido.

* * * * *

Si la lógica narrativa titubeante de las ficciones saerianas y la


estructura en secuencias repetitivas aparecen entonces como el
reflejo de estados afectivos, aquí también y retomando el análisis de
las circunstancias de superación del derrumbe melancólico y de la
amenaza regresiva, encontramos las vallas que protegen de una
verdadera disolución del relato, así como identificamos los caminos
para reafirmar lo que ha sido, antes, afirmado y negado. Una tensión

197
se precisa entre las fuerzas que borran el sentido y las que superan
una inhibición permanente de la comunicación. En La pesquisa, las
tergiversaciones sobre la identidad del criminal no impiden la
verbalización detallada de un fantasma que, en sí, constituye una
imagen cifrada del drama melancólico del hombre saeriano. En La
ocasión, a pesar de las incertidumbres sobre el linaje fundado por
Bianco, la Argentina moderna se pone en marcha al fin de la novela
(aunque más no sea como un país bastardo, marcado por lo
reprimido y devastado por la peste). En El entenado la
multiplicación de versiones previas y falsas que el grumete da de su
aventura, no anulan, in fine, la escritura de las memorias que
leemos. Y no obstante la regresión que lleva al protagonista hacia
tierras de exclusión y delirio (son sus palabras), el papel de testigo
lo protege del “pozo negro”. Su aprendizaje"de la escritura y de la
cultura estaba, de todos modos, ya inscrito en su posición frente a la
orgía; el grumete no se deja atrapar en la avalancha pulsional,
aunque confiese veladamente que comparte las pulsiones de los
colastinés y aunque su capacidad de evocar recuerdos y narrar
relatos esté, luego, anulada por un 'contagio' del mal de los indios12.
La carencia inicial, expuesta en la primera página (“La orfandad me
empujó a los puertos” — EE 11) empuja el relato, más allá de la
emergencia de una pasión arcaica, hacia una verbalización. Las
memorias imposibles, inciertas y proliferantes han sido escritas; el
vacío, el pasado, la filiación ausente están, ahora, ocupados por un
relato. En Las nubes, una narración extremadamente precisa, lógica,
referencial y detallada, asistimos a una identificación constante
entre la principal línea argumental (el viaje de la Zona a Buenos
Aires) y el relato en sí; sobre ambos pesa la demencia: la de los
personajes, la de la naturaleza arcaica, la del doctor Real que
descubre los límites de la razón. Y así como el viaje es,
paradójicamente, un avance en zigzags que a menudo lleva a
retroceder para poder seguir adelante, el relato a veces se pervierte
según lo afirma el narrador (LN 123), se prepara más de lo que se
cuenta verdaderamente, se anuncian aventuras y peripecias que no
tendrán lugar. Pero a pesar de esa dispersión aparente, el relato y los
personajes superan los peligros de la demencia, de la dilución

198
narrativa, de la naturaleza primitiva y de la digresión. Ambos,
novela y narración, logran percibir, “por esa vez”, casi por
casualidad, la imagen tranquilizadora de las “tres altas acacias” de la
Casa de salud, el punto de llegada (LN 239). No hubo muerte, no
hubo derrumbe cósmico, no hubo cataclismo simbólico, no hubo
desaparición del sentido. El relato, luego de agudas aventuras,
encuentra un desenlace.
Después de haber mostrado la tendencia a una caída en el abismo
del sin sentido narrativo, y la utilización del relato como un reflejo
de la crisis melancólica, veamos tres ejemplos más para mostrar la
representación de una corriente de regreso a la superficie. En Lo
imborrable la depresión y la castración simbólicas, desencadenadas
por la agonía de la madre de Tomatis, se convierten también en un
relato (son el pasado), ya que hay recuperación erótica (la aventura
sexual con Vilma) y una enunciación organizada; Tomatis,
inclusive, reanuda su actividad de escritor: escribe poemas
siguiendo un ritual complejo, digno de un tratamiento médico,
denominado irónicamente “el soneto como terapia” (LI 144). En
este contexto argumental, que retoma los episodios de superación de
la melancolía ya analizados, es interesante comentar una
particularidad textual de la novela, es decir la inserción sistemática
de intertítulos que acompañan, en el margen, el texto principal (hay
en promedio uno por página). Estos intertítulos podrían
interpretarse en el sentido de una distanciación frente a la corriente
de la acción. En un relato en el cual una crecida de las “aguas
negras” constituye una amenaza de aniquilación para el sujeto,
leemos en cada momento una palabra o algunas palabras que
introducen una exégesis de la ficción, bajo la forma de cortos
enunciados, de repeticiones irónicas, de resúmenes o anuncios que
orientan la lectura. Pareciera que estos intertítulos (que podrían
denominarse notas al margen o glosas) fuesen el resultado de una
autolectura, en la cual el escritor alejaría al texto de su afecto y
anularía, de hecho, sus efectos reflexivos, para mantener una
perspectiva racional, un control, un dominio formal de la obra. Si la
novela cuenta, como un estribillo repetitivo, el hundimiento en la
depresión y los arduos pasos de un retorno a la superficie de la

199
razón, los intertítulos serían ya, en el plano de la organización del
relato, una especie de paratexto protector contra las tentaciones de
lo indeterminado. Así como el grumete se mantenía en el borde del
pozo ciego de la orgía, el escritor, con estos comentarios al margen,
permanece en el borde de la página, fuera del agua negrc y chirle en
la que se hunde Tomatis. En ese sentido los intertítulos recuerdan
uno de los comentarios del narrador de los “Pensamientos de un
profano en pintura” (en Argumentos), que confiesa valorizar más al
marco que a la pintura, ya que el marco “contiene la magia patética
del sentido sin permitir que se derrame por los bordes hacia el mar
de aceite de lo indeterminado” (LM 81). En realidad, la inserción de
los intertítulos se convierte rápidamente en un sistema: son un
código, son entonces un 'marco', una forma, un anuncio de orden
lógico que evita el derrame de lo indeterminado. Antes del fin de la
depresión de Tomatis, o al menos antes del fin del relato de la
depresión, esa forma funciona como la promesa de un regreso al
lenguaje y a la comunicación positiva.
A este episodio se lo prepara y anuncia en un relato escrito veinte
años antes, “La mayor”, en el cual Tomatis es, también, el narrador.
Se trata del texto más excesivo, experimental o vanguardista de Saer
(los tres términos son correctos e introducen matices significativos),
ya que está enteramente construido a partir del despliegue de una
imposibilidad de cumplir con la función de comunicación del
lenguaje (no hay más mensaje) y del empleo de modelos musicales
en la escritura (o sea de una 'escritura' en principio desprovista de
sentido), empleo anunciado en el título, el nombre de una nota. El
relato empieza con una constatación de impotencia, la de imitar con
éxito el gesto proustiano de recuperación del tiempo perdido:
“Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el
atardecer, en invierno, la galletita...” (LM 11). A partir de una
pérdida inaugural, la de la capacidad de evocar imágenes del pasado
gracias a un stimulus exterior (era el papel de la magdalena de
Proust), la presencia de la nada se halla declinada en todas sus
variantes: nada en lo percibido (ninguna certeza sobre la presencia
espacial del personaje y de los objetos que lo rodean), nada en sus
pensamientos y sentimientos, nada, sobre todo, en la memoria. Más

200
allá de la interpretable carga imaginaria de ese inicio (nostalgia por
un pasado irrecuperable, reemplazo del otrora anhelado por el
vacío), el relato va a exhibirse como una construcción inestable,
marcada por lo absurdo. Su ineficacia es particularmente evidente
en lo que se refiere al tiempo: bajo la puesta en duda prodigiosa de
las herramientas de comunicación literaria, se reconocen la queja y
las obsesiones del melancólico. El sentido está definitivamente
ausente, el lenguaje no es más un código arbitrario, sino aleatorio,
desmontado hasta la disolución del mensaje. Los frenos del relato
son tales que le texto bordea constantemente la agramaticalidad y el
sin sentido. Antes de convertirse en fábula (una serie de
acontecimientos ficticios), la posición depresiva de Tomatis es un
acto discursivo; antes de ser narrable, la adhesión melancólica se
expresa gracias a una confrontación con los límites del relato,
confrontación que está significando, a ojos vista, una confrontación
con los límites de la razón y de la inteligencia. “La mayor” es la
catástrofe tan temida convertida en texto, es el hundimiento en la
demencia, en la indiferenciación, en la nada amenazadora; sus
características son la quintaesencia del estancamiento narrativo de
El limonero real y Nadie nada nunca.
Ahora bien, aun en este caso, se sugiere una salida. Si es cierto
que la reproducción del gesto proustiano de búsqueda del tiempo
perdido conduce a un repetido fracaso, si es cierto que las acciones
narradas son extraordinariamente banales (algunos desplazamientos
en una casa), si es cierto también que la recurrencia obsesiva de la
incertidumbre perturba la inteligencia de lo poco que sucede, se
constata, con todo, que después de idas y venidas inútiles, se
produce un acontecimiento importante — visto a partir de lo
analizado en este trabajo —, un acontecimiento que suscita una
forma de recuperación de la memoria. Al final del relato el
protagonista se desviste, a pesar del frío de la habitación en la que
se encuentra, respetando largas rausas entre cada etapa de ese
cambio de estado y utilizando, para describir una desnudez
difícilmente obtenida, términos muy semejantes a los que describían
la soledad 'intrauterina' de Wenceslao en el inicio de El limonero
real:

201
Un segundo o una fracción de segundo, a la deriva, en el interior de algo,
somnoliento, tiritando. La piel entera, ceñida, enteramente, por el aire,
apretándose, por decir así, alrededor, y, más que un momento, un estado: o
un comienzo, tal vez, o el pretexto, mejor dicho, para un comienzo: porque
ellos, otros, antes, podían: mojaban, despacio, detenidamente, llevándosela
después a la boca, en la taza de té, la galletita, dejaban la pasta azucarada
disolverse en la punta de la lengua, y del contacto venía, férreamente,
subiendo, ¿desde qué mundo? el recuerdo. (LM 31)

La desnudez (“un estado”) interior (“en el interior de algo”), la


regresión que la rodea (en este caso hostil), el paso de la percepción
a la somnolencia, marcan un retorno de la imposibilidad de
recuperar el pasado con la que empezaba el relato (“porque ellos,
otros, antes, podían...”), pero marcan, también, la perspectiva de un
nacimiento, es decir de un principio (“un comienzo”). Y
efectivamente, luego de ese pasaje por la desnudez interior y
regresiva, el personaje se acuesta y, en la oscuridad, asiste al regreso
de imágenes del pasado; son sólo momentos sin relieve de la vida
cotidiana, claramente determinados, a su vez, por la incertidumbre.
Lo que no impide que, gracias a esos fragmentos huidizos de
recuerdos, se insinúa la posibilidad, mínima, quimérica, de
recuperar algo perdido con signos y procesos de simbolización
discursivos. El título, entonces, debe leerse también como el
anuncio de un acontecimiento superlativo, como el indicio de una
prueba mayúscula (“La mayor” como “La cosa mayor”, la más
importante), en la tarea del creador.13
En Glosa (como en Las nubes), un recorrido espacial figura en
tanto que representación del relato que leemos: el paseo de los dos
protagonistas a lo largo de una avenida céntrica es la columna
vertebral de un relato que comienza cuando Angel Leto decide
injustificadamente caminar en vez de viajar en colectivo, y termina,
veintiuna cuadras después, cuando el Matemático y él se separan. A
este esquema general conviene agregarle los nombres de las tres
divisiones internas de la novela, que acentúan la función
organizadora de la caminata (ellos son “Las primeras siete cuadras”,
“Las siete cuadras siguientes”, “Las últimas siete cuadras”), así

202
como las abundantes referencias a la evolución espacial de los
personajes y particularmente a los momentos, a menudo peligrosos,
en los que les corresponde cruzar una calle para pasar a otra cuadra
y poder seguir caminando. Efectivamente, en varias ocasiones el
orden impecable de la ciudad en damero desaparece frente a la
circulación desordenada de los automóviles, cuyo comportamiento
es enigmático. El paseo de los protagonistas se lleva a cabo, por
ende, entre el orden (el de la ciudad en damero, herencia de la
urbanización lógica de los griegos) y el caos (las corrientes
imprevisibles y amenazadoras de los coches que, entre vereda y
vereda, parecen acosarlos); la tarea de construcción de un relato está
por lo tanto representada como el enfrentamiento entre dos fuerzas
alternativamente dominantes: la de la organización racional (el
código), la de las pulsiones destructoras (lo indeterminado). Es
Raquel Linenberg-Fressard quien, primero, subrayó que la
estructura aparentemente lineal de la novela reproducía la oposición
entre “fiebre” y “geometría” enunciada en el epígrafe — epígrafe
que, por otro lado, remite a la muerte y sus angustias melancólicas,
y más precisamente a la depresión de Tomatis, el autor ficticio de la
quintilla (Linenberg 1987: 364-389 y 1991)14. Esta acotación es
interesante porque asocia entonces una estructura formal, una
representación del relato, con las paradojas de la melancolía, es
decir el exceso pulsional (la fiebre) y un saber interrogado pero
inoperante (la geometría). En esta perspectiva la oposición podría
prolongarse en todos los niveles de construcción, por ejemplo en la
definición de los dos protagonistas, antinómicos en muchos
aspectos (físico, vestimenta, origen social, creencias, visión del
mundo, temperamento), antinomia anunciada por sus nombres: el
Matemático (del lado de la lógica y la “geometría”) y Leto (la
muerte, como dijimos, y sus “fiebres”).
Esta construcción representa entonces al relato como una forma
arbitraria, y por lo tanto inestable, lo que a su vez se acentúa con las
numerosísimas intervenciones del narrador precisando la
perplejidad y desconfianza que le producen los términos que él
mismo utiliza15. Por otro lado, la novela exhibe exasperadamente y
con una sobreabundancia de recursos, lo convencional de su

203
construcción: desde el incipit dubitativo hasta la exposición repetida
de la relatividad de cualquier voz narrativa, Glosa constituye un
interrogante sobre las posibilidades y los límites del relato. Porque
los arriba comentados no son los únicos elementos de exposición
autorreferencial: al contrario, lo que ocupa el lugar central en el
argumento de la novela (y por lo tanto en el paseo por las veintiuna
cuadras) es el intento de reconstruir una serie de acontecimientos,
las peripecias de una fiesta de cumpleaños a la cual ninguno de los
dos personajes pudo asistir. La reconstrucción de ese pasado está
basada en el cotejo de múltiples versiones de un hecho, pero de
versiones que son contradictorias, tanto en lo que atañe al sentido y
la interpretación, como en el desarrollo efectivo de lo sucedido.
Todo lo que se puede saber está obstaculizado por la subjetividad de
las diferentes fuentes o narradores, que se desvirtúan uno a uno:
personalidad de algunos personajes, estado de ánimo de otros (Leto
y el Matemático se encuentran en su camino con un Tomatis en
plena misantropía que destruye con evidente mala fe las pocas
certezas a las que habían llegado los dos amigos), subjetividad del
receptor (la comprensión del relato está marcada en la novela por
situaciones y conflictos afectivos), y por último por la deformación
inherente a la memoria: dieciocho años después, en París, Pichón
vive convencido de que el Matemático asistió a la fiesta (o sea que
el recuerdo construye y deforma la 'verdad' de lo que se va a narrar).
La novela se define entonces como la 'glosa' de un relato frustrado,
deseado pero fuera de alcance, ya que los repetidos intentos no
desembocan en ninguna versión fehaciente ni verdadera; la
proliferación, signo de lo incomprensible o inexplicable del pasado,
anula lo dicho.
El esfuerzo en pos de un relato unívoco no sólo fracasa, sino que
además el tipo de pasado que intenta conocerse y narrarse (un
acontecimiento sin gran importancia, en comparación por ejemplo
con las causas y circunstancias del suicidio del padre de Leto,
omnipresentes en la mente del muchacho) y la tonalidad irrisoria de
ciertos momentos de la fiesta (las especulaciones sobre los tropiezos
de los caballos o sobre el comportamiento de los mosquitos),
terminan subrayando humorísticamente la inutilidad del intento.

204
Peor todavía: aunque la intrincada red de versiones sobre lo
sucedido crea un efecto de suspenso o al menos una expectativa,
cuando el Matemático enuncia lo que para él es el desenlace de lo
narrado (la posición definitiva de Washington en la discusión sobre
caballos y mosquitos), Leto — y el lector — no oye con la debida
atención lo dicho y, en realidad, se “pierde” el final. Al mismo
tiempo, en el momento justo en que el muchacho debería prestar
atención a la opinión de Washington que quizás resuelve o cierra el
problema, él mismo, con sus actos, repite y amplifica lo discutido
durante el cumpleaños (¿los caballos tropiezan o no tropiezan?),
pero poniendo en duda involuntariamente sus fundamentos, ya que
él mismo 'tropieza' (como un caballo, pero sin jinete). Lo que
sucede entonces es significativo: “Y tan absorto está en esa
sensación depresiva que, sin advertir que ya han llegado a la vereda
de enfrente, es él el que se lleva el cordón por delante” (GL 216). La
“sensación depresiva” a la que se refiere el narrador es una analogía
que Leto establece mentalmente entre las casas con chapas de
bronce en las puertas, que él esta viendo en la calle, y panteones y
lápidas de un cementerio, una analogía que resulta ser la
reemergencia del 'tema' de la muerte del padre que, como un
leitmotiv musical acompaña al personaje durante toda la caminata.
Ese retorno del pasado personal conflictivo, asociado a la muerte del
padre, impide la resolución satisfactoria del relato del cumpleaños,
un relato proliferante pero existente; y no sólo impide la
comprensión del desenlace, sino que también pone en duda entonces
toda la discusión sobre la conciencia y el raciocinio (características
humanas) de la que no estarían dotados los animales. El hombre,
acosado por el imaginario y el afecto, tampoco está verdaderamente
dotado de raciocinio y conciencia, en la medida en que el 'tropiezo'
de Leto es totalmente involuntario y tiene visos de un acto fallido.
No sólo no se puede narrar satisfactoriamente, sino que el hombre
no es capaz de prever ni de comprender lo que produce su propio
comportamiento, aun el más cotidiano y elemental.
Lo que en “La mayor” era una prueba vital importante se
transforma aquí en una peripecia de comedia, y la representación
problemática de la construcción del relato pierde, aparentemente, la

205
dimensión dramática que tenía en El limonero real, por ejemplo.
Pero si se observa la construcción temporal la dimensión ligera
desaparece. Frente al carácter lineal de la caminata y de la diégesis
central (la conversación entre Leto y el Matemático, a lo largo de
veintiuna cuadras y cincuenta y cinco minutos), se dibuja un número
espectacular de analepsis y sobre todo de prolepsis. No sólo se
vuelve sistemáticamente a una página determinada del pasado (el
cumpleaños de Washington), sino que ese esfuerzo de
rememoración imaginaria (ninguno de los dos protagonistas asistió
a la fiesta) desencadena un retorno a una serie intrincada de
circunstancias anteriores; el gesto en sí de reconstrucción de un
otrora suscita la narración de proliferantes acontecimientos ya
sucedidos, y que aparecen, dada la perspectiva general, marcados
por la incertidumbre. El pacto de lectura establecido por la puesta en
duda del relato y la distanciación del narrador marca de relatividad
las peripecias banales o trascendentes de la biografía de Leto y del
Matemático que son expuestas, así como las de muchos otros
personajes, e inclusive de la historia social de la ciudad y del país.
El pasado no es único, sino que está compuesto de tiempos distintos
que van surgiendo, por asociación o por el trabajo en sí arbitrario de
la memoria, lo que contribuye a desdibujar la posibilidad de un
conocimiento certero. Pero lo que resulta sobre todo espectacular en
Glosa es la importancia de las prolepsis, que instalan ese instante
(los cincuenta y cinco minutos de dos biografías), en la perspectiva
temporal del devenir (devenir que, melancólicamente, está hecho de
espanto): la información sobre lo que sucederá, propuesta a veces en
futuros del indicativo que indican su carácter ineluctable, es trágica
(muertes, secuestros, depresiones, envejecimientos y pérdida de
ilusiones). En particular lo es el destino de Leto: cuando termina la
caminata — y la novela —, todavía queda algo por narrar (el
verdadero 'desenlace'), y que resulta ser el suicidio del propio Leto y
las circunstancias que lo justifican. Al final de la novela, luego de
una progresión (primera parte), un clímax (segunda parte) y un
suave descenso que narra el final de la caminata y de la fiesta de
cumpleaños, cuando la historia parece terminada, aparece algo así
como un epílogo sobre temas melancólicos: el suicidio de Leto, su

206
evolución personal hacia el descreimiento y la repetición de la
muerte su padre, su encuentro muchos años después con un Tomatis
en plena depresión (lo que anuncia Lo imborrable pero que también
inscribe el desenlace de la vida de Leto en la esfera de lo afectivo y
metafísico), y por último los comentarios sobre la patilla letal con la
que se suicidará el personaje. La pastilla le produce una fascinación
singular, le da una impresión de protección y libertad que equivale a
la 'salida' encontrada por el padre y que toma visos cósmicos de
anulación del mundo: morder la pastilla es un cataclismo salvador
(es una “bomba nuclear portátil, su arma absoluta” — GL 246). Es
decir que las veintiuna cuadras que estructuran el relato son una
imagen temporal: antes se sitúa el pasado, imposible de recuperar,
perdido para siempre, subjetivo y contradictorio; después está el
futuro, fácilmente asociable a los valores cataclísmicos que la
melancolía le atribuye al tiempo y a la muerte (aunque tenga,
también, resonancias históricas que serán comentadas).
Más allá de los logros y límites de la representación, la
construcción del relato implica una visión pesimista y melancólica,
perceptible detrás del humor del libro. Glosa presenta en realidad
dos niveles: una diégesis principal, que el escritor califica de
“comedia” en la dedicatoria, y una serie de líneas narrativas
subterráneas que se convierten, a medida que se avanza en la
ficción, en el centro de la novela; un centro que funciona como la
otra cara, el lado fúnebre de los arranques humorísticos, juveniles y
ligeros de la caminata de Angel y del Matemático. Esto explica que
el narrador defina a la comedia en términos que reflejan, en abismo,
la estructura del relato, el destino de los personajes y también la
visión de la historia contemporánea argentina:

...la comedia, ¿no?, que es, si se piensa bien, tardanza de lo irremediable,


silencio bondadoso sobre la progresión brutal de lo neutro, ilusión pasajera
y gentil que celebra el error en lugar de maldecir hasta gastar la furia inútil
y la voz, su confusión nauseabunda. (GL 215)

La positividad o la expresión serían el fruto de un malentendido, de


un engaño, o en el mejor de los casos, del instante percibido en una
especie de inmovilidad16. Glosa es una comedia si nos restringimos

207
a los límites de la acción principal (antes el devenir histórico,
sinónimo de tiempo mortífero). Pero el valor del presente, el del
instante, ocupa entre líneas el lugar de resolución posible de una
visión negativa del tiempo. Entre el pasado y el futuro, en los
límites del ahora, hay momentos de delicia posible; y si es tan difícil
narrar, es porque cada cuadra (el correr del tiempo) aparece
constantemente unida a algún pasado o algún futuro, convirtiendo el
trabajo del narrador en una tarea titánica (y efectivamente, algunas
páginas de Glosa presentan una complejidad de planos temporales
notable). En este sentido es significativo que, si Leto se 'pierde' el
desenlace, en cambio puede sentir la descripción de una anécdota
del cumpleaños: el sabor de las mandarinas heladas calentadas en el
fuego que los partícipes de la fiesta comen de madrugada. Lo único
cierto, lo único posible, la única salida, es el sentir fugaz pero
intenso del presente. En el límite estricto de las veintiuna cuadras, y
a pesar de la irrupción de la “fiebre”, de la incertidumbre sobre el
lenguaje, de la proliferación de un pasado inasible, de un futuro
nefasto de anulación, a pesar de todo eso, entre la primera y la
última cuadra — entre la primera y la última página — la literatura
es posible. En ese marco estricto, la novela se deja escribir: el
instante de delicia (que es también el tiempo de la lectura), esa
verdadera 'epifanía' se produce, efímero pero eficaz.17
Porque a pesar de la inanidad un poco absurda de querer conocer
y contar un acontecimiento cualquiera del pasado, que se significa
acentuadamente durante la novela, a pesar de la sombra
amenazadora del cataclismo que se instala gracias a la perspectiva
hacia el futuro de los personajes, el resultado, superando las
posiciones autorreferenciales sobre el relato, es que varias series de
acontecimientos son narrados. Entre cuadra y cuadra, entre los
flujos de una circulación desordenada y como 'quien no quiere la
cosa', se rinde cuenta, sotto voce y paradójicamente, de las páginas
fundadoras de la vida de los personajes así como el destino que los
espera (ya que no sólo se evoca la potencia del sabor de las
mandarinas tibias). Es, en particular, lo que sucede con Angel Leto,
puesto que, al cerrar el libro, sabemos cuál fue su pasado (suicidio
del padre, relación con la madre, mudanza a la Zona) y cuál será su

208
futuro (actividad política, suicidio durante la dictadura militar): un
verdadero recorrido novelesco se dibuja poco a poco, y en cierta
medida a escondidas de los objetivos afirmados por el contrato de
lectura y por la poética negativa del texto. Paralelamente, y siempre
entre caballos indecisos y mosquitos cornelianos, nos enteramos, en
una breve prolepsis digresiva, de la muerte de Washington y del
secuestro del Gato y Elisa. Por último, y aunque toda comprensión
firme de un comportamiento humano parece fuera de alcance, la
representación de los estados de ánimo de los dos protagonistas (es
decir de los instantes de un sujeto), esa representación que rinde
cuenta de minúsculas sensaciones, de pequeños conflictos afectivos,
de pasajeras impresiones o malentendidos, es una representación a
la vez fuerte, verosímil y produce una impresión clara de realismo
psicológico. En cierta medida, y a pesar de la exposición
programática, estructural e insistente de una lucidez irónica y de una
duda melancólica sobre el relato, a cada momento la práctica
descriptiva del narrador está logrando una gran intensidad
evocadora.
En Glosa, tal como se puede constatar con lo dicho, la
construcción problemática del relato está situada en el corazón
mismo de la ficción; su corolario es la confirmación previsible de
una imposibilidad; así como el relato cíclico y circular de El
limonero real trazaba un dibujo regresivo, la línea conflictiva que
une el pasado con el futuro, esas veintiuna cuadras acosadas por lo
indeterminado, son también una figura isomorfa de algunas
obsesiones melancólicas. Obsesiones en este caso superadas, ya que,
a contraluz del relato frenado, se percibe otro relato, mucho más
trascendente y dramático que el relato borrado (el relato del
cumpleaños, que tanto preocupa a los personajes y que ocupa, sin
embargo, el primer plano en la escena narrativa). Esta construcción
en trompe-l’œil, es el fundamento de una gran eficacia semántica (y
Glosa es, seguramente, la más 'perfecta' de las novelas de Saer), lo
que confirma en la praxis de la escritura las afirmaciones del autor
sobre el valor estético y emotivo de lo que él denomina la forma:

Resulta evidente para mí esta mañana que es la forma, y únicamente la

209
forma, lo que produce la emoción estética. [...] Una exposición abstracta
de la misma situación cósmica puede despertar terror, admiración o
angustia, o asombro y escepticismo, pero ninguno de esos estados
anímicos es estético en sentido estricto. Sólo es estético lo que nos
conmueve (tal vez podría encontrarse una palabra mejor, verdaderamente
neutra) a través de la forma. Esto no excluye el contenido, sino que lo
subordina a la forma (Saer 1999a: 195-196).

Estas afirmaciones, de corte borgeano (piénsese en “La muralla y


los libros”)18 , también le atribuyen a la forma el poder de transmitir
la emoción (o sea, la posibilidad de representarla): la forma es el
límite de contención, el sistema simbólico que permite la expresión
— que explica y justifica la expresión. Por otro lado, nótese que
algunos de los múltiples estudios sobre la sintomatología de los
melancólicos ponen de relieve, significativamente, la importancia
que las preocupaciones formales que éstos manifiestan, y en
particular el valor del 'orden' (en tanto que símbolo de una vida
fijada, marcada por límites que no se pueden franquear sin vértigo);
el orden tiene la virtud de mantener, de proteger, de preservar lo
idéntico, lo inmune a la transformación (Tellenbach 1979: 175-181).
La forma es una retracción en lo controlado y conocido,
indispensable para sugerir el otro lado de las cosas. Porque la
'estructura' de la que se trata también pone en escena una
dramaturgia que ya nos resulta conocida: en un primer plano la
normalidad, la banalidad, lo cotidiano y nimio (como en la cena
entre los tres amigos en La pesquisa), y por detrás el horror de la
historia, el horror del pasado, el horror de un mundo desprovisto de
sentido, el horror de las pulsiones. La construcción de Glosa
reafirma una visión pesimista del mundo y la certeza del caos que se
define como el único horizonte; pero ese pesimismo y ese caos dan
lugar, más allá de sus propias limitaciones, a una novela expresiva,
triunfante, inesperadamente renovada, estrictamente construida y
dominada por un proyecto narrativo.
La tensión de la representación del relato, así como los términos
de su resolución repiten los contenidos imaginarios de una posición
melancólica y reflejan las etapas de los relatos fundadores de la
conciencia que han sido analizados en los capítulos precedentes.

210
Los postulados del punto de partida se confirman: la
autorreferencialidad debe tomarse como un poderoso espejo de
afectos y como una herramienta de constante dramatización
ficcional. Frente a la crisis del relato, frente a la desorientación
contemporánea, frente a la muerte del autor y de la novela, la obra
utiliza esos elementos de negatividad para conseguir salvar o
preservar la potencia evocadora de la literatura. Esta conclusión
corresponde a posiciones explícitas del autor. En “Razones” Saer
escribe:

El discurso sobre la ficción incorporado a la ficción misma expresa tal vez


las ilusiones perdidas respecto de la posibilidad de la comunicación. El
narrador quiere que el lector sepa que él no cree. Por lo tanto, es un gesto
desesperado del narrador para salvaguardar su credibilidad.
[...] Sean cuales fueren sus dudas, el narrador se siente en la obligación de
alterar al lector. El discurso sobre la ficción es un modo de expresar la
negatividad.

En un primer momento se trata entonces de rendir cuenta de las


“ilusiones perdidas”, de la imposibilidad de comunicar, de “expresar
una negatividad”. Pero de esa negatividad surge una renovación,
difícil pero fértil, como se percibe en el párrafo siguiente del mismo
texto:

Las posibilidades de subterfugio técnico o retórico disminuyen. Ya no vale


la pena escribir si no se lo hace a partir de un nuevo desierto retórico del
que vayan surgiendo espejismos inéditos que impongan nuevos
procedimientos, adecuados a esas visiones (Saer 1986: 16-17).

La negatividad en sí da lugar a un mecanismo arduo de escritura


“inédita”; la alteración del lector y la exposición de las “ilusiones
perdidas” terminan dibujando una forma desconocida de
“espejismo”. A ese efecto se lo logra con la exacerbación
autorreferencial, lo que corresponde a la ocupación de una forma y
de algunas ideas por las 'pulsiones'. La representación reflexiva del
relato y de la literatura son un lugar privilegiado para exponer los
conflictos y pasiones estudiados en la primera parte. Que la
impotencia, la nada, lo indecible, desemboquen con tanta insistencia

211
en una expresión exaltante pero efímera — cada vez la tarea debe
reiniciarse —, no es sorprendente; para el melancólico, escribir es,
según la precisa expresión de Jean Starobinski, transformar la
imposibilidad de vivir en posibilidad de decir, lo que conlleva una
figura contradictoria, la de la “esterilidad melancólica”,
constantemente significada y descrita en textos como los de Saer
que prueban, a cada paso, su resolución (Starobinski 1963: 422-
423). En un vaivén constante, autorreferencialidad y pulsiones se
entremezclan: los componentes fantasmáticos pesan sobre la
construcción de los relatos, de la misma manera que cada elemento
ficcional puede ser leído, luego de algunas operaciones
interpretativas, como una imagen de la creación. El desierto de la
representación, el vacío del sentido, la inutilidad de cada intento de
aprehensión de la otredad, no son gestos vanos ni estéticos; están
significando una verdadera relación con el mundo y la cicatriz de
una herida original que marca esta concepción de la escritura.

5.2 - El lenguaje

Nombre Nombre.

¿Qué se llama cuanto heriza nos?


Se llama Lomismo que padece
nombre nombre nombre nombrE.
César Vallejo

En varias ocasiones se ha aludido, en las páginas precedentes, a las


especificidades de la representación del lenguaje en el corpus.
Simétricamente a lo dicho sobre el relato, se puede identificar dos
niveles distintos de expresión de un lenguaje desestabilizado: el de
los impedimentos, alteraciones o anulaciones de la palabra en tanto
que acontecimientos ficcionales, y el de una puesta en duda de la
lengua de los narradores — o al menos de la lengua presente en los
textos. Por un lado una fábula recurrente que narra la pérdida, la
dispersión, la emergencia de un código lingüístico imaginario, del
otro el desmantelamiento del código utilizado en el enunciado; es

212
decir a la vez representaciones de una relación conflictiva con el
lenguaje (comparable a las imágenes metafóricas que determinaban
cierta construcción afectiva del relato) y una práctica discursiva que,
como el círculo, el borrado y la dispersión, es una especie de paso al
acto de lo significado en las peripecias argumentales. Por lo tanto, la
autorreferencialidad de los relatos se prolonga en una
autorreferencialidad reflexiva del lenguaje, ya que ambas
corresponderían a principios similares: una explosión de la lógica de
construcción de las ficciones, para significar una imposibilidad, así
como una exhibición del carácter convencional e inestable del
lenguaje, para transmitir, gracias a una anulación y a una afasia
repetitiva, esa misma imposibilidad. La queja cifrada que recorre la
saga saeriana vuelve una y otra vez a esos dos planos: el pasado es
inenarrable (el relato está fuera de alcance), el mundo no es
representable ni nombrable. La idea de un indecible, con particular
agudeza en este caso, rinde cuenta del pesimismo melancólico; es
un eco, en el plano de la potencia comunicativa, del
ensimismamiento, del 'silencio' del deseo, de la anulación presentes
en toda la obra. La crisis con el medio de expresión será resuelta
con un descenso a los orígenes de la lengua, con una
ficcionalización de una pérdida del sentido de las palabras (la
demencia, imagen melancólica pero también transcripción afectiva
de la desorientación estética y conceptual contemporáneas), así
como con la puesta en escena de un quiebre, una dilución, una
ruptura del lenguaje que permite, gracias a la exposición del
obstáculo, la superación de los frenos expresivos y la
resemantización paradójica del discurso (una resemantización a
partir de una negación).
Para estudiar la autorreferencialidad de un lenguaje siempre
incierto o problemático, que es uno de los aspectos mejor analizados
por la crítica saeriana, retomemos brevemente algunos episodios
que narran un traumatismo de la expresión. El efecto de
distanciación entre lo afirmado y los términos utilizados, la
problematización de la aparente naturalidad de la palabra, la
ficcionalización del medio de expresión como predicado de los
textos, se concentra, ante todo, en manifestaciones afectivas,

213
psicológicas o psicóticas. En el caso de la locura (el primer síntoma,
el síntoma más significativo), se trata de una alteración de la
palabra, un borrado de la frontera del sentido, una subversión en el
desciframiento del discurso, una fascinación particular por los
esquemas lingüísticos abstractos y, más ampliamente, un estado de
afasia. Ya vimos cómo los diferentes cuadros de demencia descritos
en Las nubes retomaban y resumían los trastornos orales que figuran
en otros textos, y también subrayamos que la locura se manifestaba
con una perturbación delirante de la comprensión (lo que le sucedía
a Mauricio en Lo imborrable), con un aislamiento hecho de juegos
de palabras, como un interrogante inútil dirigido al código (Pichón
encerrado en su casa haciendo, durante un año, palabras cruzadas en
esa misma novela), y con una incapacidad de decidir entre la
afirmación y la negación, y por lo tanto de fijar el nivel más
elemental del sentido, que es la principal característica de la afasia
(el caso de Morvan en La pesquisa). Dentro de la crisis del sentido,
es en cierta medida la insuficiencia del esquema en sí de la
significación lo que se dramatiza: ya no el mensaje o la adecuación
entre signo y referente, sino una entidad abstracta, una ley
lingüística, una organización lógica — sea cual fuere —, la que se
anhela. Frente a las amenazas del ensimismamiento anulador, el
único punto sólido sería un código operativo; la afasia es, entonces,
la amenaza (que se cumple en el caso de Morvan: la retracción de la
palabra se explica por una caída en una “red material” en la que “ya
no servían las palabras” — LP 154). La caída en esa “red” se
asemeja a una caída en el interior de sí mismo (o del fantasma que
allí se encuentra). Es la reclusión en un yo anterior, lo que
desencadena a la vez los crímenes y la pérdida de la palabra.
Estos ejemplos extremados ilustran una tendencia recurrente a
asociar un cuadro psíquico y una puesta en duda del sistema de
comunicación: las descripciones del desasosiego del protagonista de
El entenado contienen una transformación de la lengua en
“balbuceo” (EE 136); luego, apenas regresa a la sociedad española,
el grumete intenta en vano encontrar un lenguaje capaz de expresar
lo sucede alrededor suyo: “...esos acontecimientos inciertos y
distantes que transcurrían, para, al parecer, mis sentidos, no

214
encontraban, en el fondo de mi ser, un lenguaje que los expresara”
(EE 119). La pérdida del lenguaje es una manifestación en alguna
medida secundaria frente a una perdida 'interior' del sentido; las
perturbaciones de la palabra están repetidamente ficcionalizadas
como un síntoma con raíces afectivas y metafísicas. La
omnipresencia del silencio o de un rechazo del intercambio oral son,
seguramente, signos precursores de un estado similar, como el del
juez en Cicatrices que, a pesar de sus deseos homosexuales y sus
fantasías eróticas, parece incapaz de tener una conversación
coherente con Angel, o el de Pichón, que se aleja de la Zona sin
dejar de afirmar el vacío de sus emociones y la ausencia de toda
expresión posible.19
En ese contexto, resulta significativo que las ficciones pongan a
veces en escena episodios de aprendizaje o de reaprendizaje de la
lengua. La superación de un sufrimiento melancólico impone la
recuperación del código primero y la del sentido después. Al final
de su crisis depresiva Tomatis retoma la escritura, pero pasando por
la creación de un soneto dedicado a Lucy, la mujer prehistórica, es
decir una imagen tópica del antepasado. Se trata de reiniciar la
asimilación de una práctica discursiva a partir del principio de la
existencia humana (mucho antes por lo tanto de la aparición del
lenguaje). Tomatis reconoce explícitamente la función terapéutica
de ese retorno a la prehistoria gracias a una forma rígida: “...había
que elegir entre eso o el agua negra sin fondo, empezar de nuevo
todo a partir de cero como dicen — cero es sin la menor duda la
expresión apropiada” (LI 142) (Larrañaga 1994: 160-171). Las
pruebas iniciáticas del protagonista de El entenado, corresponden, a
su manera, a una lógica similar: después de la experiencia primitiva
en la tribu colastiné (comparable a la psicosis de otros personajes),
el largo itinerario del protagonista dibuja un proceso de
recuperación del lenguaje, un aprendizaje de la escritura y de la
cultura, una serie de intentos de narrar su pasado (todos frustrados
hasta la redacción final de sus memorias). Y a pesar de la dimensión
explícitamente intelectual del aprendizaje (cuando el padre Quesada
le da clases), el proceso parece dominado por un reencuentro
mágico, instintivo: “Día tras día, el idioma de mi infancia, del que

215
no habían parecido persistir, en las primeras horas, más que pedazos
indescifrables, fue volviendo, íntimo y entero, a mi memoria
primero, y después poco a poco a la costumbre misma de mi sangre”
(EE 123). El ejemplo merece ser subrayado ya que se trata, para el
personaje, de retomar la lengua materna, por supuesto, pero también
de superar la lengua colastiné, que es el único idioma en el que
puede expresarse cuando vuelve junto a sus compatriotas, idioma
que funciona como un obstáculo para la utilización del español. Un
fragmento elocuente de sus entrevistas con el capitán de la
expedición:

Sus palabras, que él profería con lentitud para facilitar mi comprensión,


eran puro ruido, y los pocos sonidos aislados que me permitían
representarme alguna imagen precisa, eran como fragmentos más o menos
reconocibles de un objeto que me había sido familiar en otras épocas, pero
que ahora parecía haber sido despedazado por un cataclismo. Y,
contrariamente, a cada silencio que el oficial hacía para dejarme intercalar
la respuesta, las pocas palabras en nuestro idioma común que yo era capaz
de formular, venían como envueltas entre los racimos o las redes de las
que había aprendido entre los indios y que parecían, como las plantas que
crecían en la región, más fuertes, más rápidas, más fáciles y más
numerosas. (EE 117)

Dejar atrás el “cataclismo” (la regresión al universo arcaico), hacer


comprensibles esas palabras paternas convertidas en “ruido”, todo
eso supone recorrer de nuevo el camino del aprendizaje de la
palabra: la representación del nacimiento de la escritura tiene a
menudo visos de una repetición compulsiva de las etapas de
evolución del niño en tanto que ser de lenguaje. Si las numerosas
alusiones al parto en el corpus retoman con tanta insistencia la
referencia a los "labios" de la vulva, no es inadmisible asociar ese
punto nodal y primario del mundo con la boca: punto de contacto
con el cuerpo materno (la lactancia), espacio de ingestión de materia
(el alimento), lugar, a su vez, de un nacimiento trabajoso, el del
lenguaje.
El párrafo arriba citado introduce uno de los elementos más
característicos de la obra de Saer: la lengua colastiné. En el
fragmento esa lengua ya está descrita en términos de pulsiones

216
sobreabundantes, de vegetación frondosa, de indiferenciación
invasora. Es notable, a esta altura y en este contexto, que se
encuentre, al lado de la afasia regresiva una lengua arcaica
presentada en tanto que sistema — aunque sea una lengua “sin
forma aparente” (EE 156). La descripción de esa lengua recuerda la
de “El informe de Brodie” y más ampliamente las recurrentes
lenguas alógicas presentes en la obra de Borges (Sztrum 1991); sin
embargo, hay que subrayar una intertextualidad interna, en la
medida en que ya se ha señalado otra emergencia de una lengua
'anterior': la que se escribía, como un mensaje indescifrable, en el
dorso de los animales primitivos de El limonero real. Por otro lado,
la misma lengua oscura aparece en “El intérprete”, en tanto que
verdad esencial y perdida para siempre. Felipillo, el indio
protagonista del cuento, se sitúa entre dos lenguas, pero mientras
que la lengua aprendida es ajena y frustrante, la otra está signada
por una verdad particular, una verdad situada más allá de la razón:

De mi boca sale ya la bendición, ya el veneno, ya la palabra antigua con


que mi madre me llamaba al adormecer, entre las fogatas y el humo y el
olor a comida que flotaba en las calles de la ciudad rojiza, ya esos sonidos
que repercuten en mí como en un pozo seco y sin fondo. Entre las palmas
que la voz le arranca a la sangre y las palabras aprendidas que la boca
come ávida de la mesa de los otros, mi vida se balancea sin parar y traza
una parábola que a veces borra la línea de demarcación. (LM 88)

Al personaje, que ha perdido para siempre la “otra lengua”, sólo le


queda la nostalgia y el rechazo por el código aprendido, esa “lengua
carnicera” que es “compacta, inútil, sin significado” (LM 89). Estos
elementos reaparecen con un signo inverso en El entenado, novela
en la que el protagonista, por sus orígenes españoles, recupera no
sólo la capacidad de expresarse sino también la profundidad afectiva
de la expresión. Sin embargo, un claro paralelismo puede notarse
entre, por un lado, la disolución de la lengua, la afasia, la psicosis, y
por el otro, la representación de una lengua arcaica, la lengua de un
pueblo de antes de la historia. El carácter regresivo y melancólico
del punto de partida de la obra se vuelve explícito, puesto que esa
lengua de otrora (la de la tribu primordial, la de la madre de

217
Felipillo) funciona como una metáfora de un habla imaginario,
desconocido, un habla que asocia íntimamente al niño con el
pasado, con la madre, un habla que resultaría ser un medio de
comunicación anterior a la instalación, en la conciencia, de un
código lingüístico racional. Lo indecible del mundo tiene también
que ver con un rechazo por un sistema de representación abstracto,
que impone la pérdida, que anula el diálogo afectivo supuestamente
pleno y satisfactorio. El traumatismo del nacimiento es también el
de la substitución de ese 'hablar sin palabras' por una ley simbólica.
La lengua de los colastiné se caracteriza por una indeterminación
semántica, una profusión de la duda, una imprecisión, que
reproducen la dispersión del relato ya evocada. Aquí también los
conflictos y las tensiones con el medio de representación de la
literatura se convierten en página legendaria, en peripecia
mágicamente explicativa. Se trata de un código, pero un código
inoperante, en la medida es que no logra transmitir un mensaje,
detener el flujo de significados, decidir entre un sentido y su
contrario, optar por el sí o por el no, reemplazar plenamente al
objeto por la palabra; es un código ineficaz, que no puede nombrar
satisfactoria y definitivamente al mundo20. La inestabilidad que los
colastinés le atribuyen al universo se confunde con la inestabilidad
del sistema lingüístico que los indios utilizan para nombrarlo; para
esos indios idealistas, realidad y denominación están íntimamente
asociadas: la palabra determina las características del objeto y
proyecta en él una posición imaginaria, una visión melancólica del
universo21. Así es como los indios carecen de una identidad
definida, de una individuación que permita superar la dimensión
colectiva, ya que el código que utilizan es incapaz de expresar una
esencia, un estado, una situación espacial (el ejemplo más
significativo y más citado es la inexistencia de los verbos
copulativos “ser” y “estar”, reemplazados por un “parecer”
dubitativo). El único que tiene una individualidad y una función
precisas es el testigo, o sea el que se nombra con el término def-ghi.
Ahora bien, y reflejando las incertidumbres identitarias del
protagonista, la definición misma de la palabra significa “muchas
cosas dispares y contradictorias” y es necesario vivir toda una vida y

218
recorrer todo un proceso de aprendizaje para que el grumete logre
comprender, en medio de la proliferación de posibilidades, cuál era
el sentido cabal de esa palabra que lo denomina (qué quiere decir el
'nombre propio' que le atribuyen los indios). Pero a pesar de la
polisemia que caracteriza la palabra def-ghi en el léxico colastiné, el
significante de ese nombre incluye un esbozo de orden, el orden del
alfabeto español — d-e-f-g-h-i. Esta constatación (que es en
realidad el origen anecdótico del término según declaraciones de
Saer) supone una 'coincidencia' entre los dos sistemas de expresión
y promete una traducción viable, o sea la eventualidad de pasar del
caos de la lengua indígena — y sus pulsiones regresivas — a la del
padre Quesada.
La lengua colastiné, que evoca por momentos ciertos trastornos
psicóticos del lenguaje (pérdida de la ilación entre significante y
significado, glosolalia, perturbaciones de la similitud características
de la afasia) (Jakobson 1986: 43-67, Dor 1985: 35-44), tiene un
modelo reconocido por Saer: un artículo de Freud sobre las lenguas
primitivas (Saer 1988b). Dicho artículo, ampliamente discutido hoy
en día, postula la existencia de un parentesco entre esas lenguas y el
trabajo onírico, ya que las palabras "originarias" asociarían un
significado y su contrario, en un sistema que no podría enunciar un
no definitivo; mientras que el sueño por su parte ignora la oposición
y la contradicción (Freud 1972d). Ese modelo permite retomar las
hipótesis generales de este trabajo: el inconsciente y el lenguaje
estarían, en la versión saeriana por lo menos, íntimamente asociados
por sus raíces 'primitivas'. No es sorprendente por lo tanto que el
campo léxico utilizado para describir metafóricamente la lengua de
los indios sea muy exactamente el mismo que se emplea para rendir
cuenta de la materia regresiva, oscura y pastosa, la que amenaza
constantemente al hombre saeriano: la lengua, como el mundo, es
una “ciénaga”. Se trata de una lengua del alba de la creación, al
igual que la tribu, y se sitúa, en todo momento, al borde de la
disolución. El relato, y en particular el relato de los orígenes (como
el de El limonero real), obedece a una lógica similar y se encuentra
enfrentado a los mismos riesgos; incapaz de decir no, de cerrar el
sentido, de detener el desfile de enunciados, el relato ignora la

219
oposición y la contradicción, ya que intenta decirlo todo en el
mismo instante en que choca con la barrera de lo indecible. El estilo
en sí de la escritura saeriana, singularizado por largos períodos,
ritmo lento de las frases, presencia de elementos que postergan la
conclusión lógica, incisos, ramificaciones, precisiones,
disyunciones, repeticiones del sujeto principal y, por fin, 'desenlace'
y 'enunciación', ese estilo, entonces, reproduce la dinámica de una
expresión que emerge de la indeterminación y que duda antes de
poder elegir entre la afirmación y la negación.
Desde ese punto de vista, el trabajo de intérprete de Felipillo (en
"El intérprete") o los esfuerzos, por parte del grumete, para
transmitir una experiencia pasando de una lengua originaria a una
lengua evolucionada, son reveladores, ya que representan una
imagen metafórica de la palabra concebida como una traducción de
afectos en lenguaje (de contenidos primarios en código organizado y
comprensible) (Manzi 1995b: 294-309). El tránsito del universo
materno a la ley paterna estaría aquí reducido a su más simple
expresión: la de un remplazo del afecto puro por un sistema
simbólico (o la de la substitución del objeto perdido por un signo, el
fort-da freudiano). El triunfo de ese pasaje condiciona, por
supuesto, la capacidad de comunicar; los diferentes trastornos
psicóticos vividos por los personajes tienen una incidencia
previsible en esta capacidad y revelan, por oposición, un apego a lo
materno: la afasia saeriana sería una perturbación de la función que
permite traducir las 'profundidades' en lenguaje. El sin sentido y la
insuficiencia del relato, ya comentados, obedecen al mismo
principio: en la medida en que el relato no logra llenar una carencia
— remplazar una pérdida —, sólo puede girar sobre sí mismo hasta
el infinito. Por otro lado, se podría comparar este valor imaginario
de la traducción (el lenguaje como ardua transcripción de un habla a
otra), con la inclusión en las ficciones de un conflicto ligado a la
interpretación; después de todo, Felipillo es, como lo indica el título
del cuento, tanto el que traduce como el que interpreta, es decir el
que reemplaza un contenido en alguna medida escondido — la
lengua oscura de la madre — con un contenido explícito — la
lengua luminosa de los españoles. En esta perspectiva La pesquisa

220
es ejemplar, puesto que se asiste, por un lado, a pasos al acto
pulsionales y marcados por un sentido que el narrador juzga
indescifrable, y por el otro a una doble interpretación (la de los
psiquiatras, la de Tomatis) que desemboca en un doble desenlace
(en dos asesinos identificados), interpretaciones basadas en un
desciframiento diferente de los indicios proliferantes. La novela
termina afirmando que hay dos traducciones concebibles ante actos
intensamente regresivos y estructuralmente enigmáticos; se
proponen dos versiones, marcadas por la subjetividad, por la
relatividad y que, desde su misma enunciación, figuran como
relativas, empobrecedoras, frustrantes frente a los verdaderos
problemas de sentido planteados por los crímenes. La inclusión,
contradictoria, de la cuestión de la interpretación — tanto
psicoanalítica como literaria — formaría parte por lo tanto de la
misma problemática que la dispersión del relato y la afasia.
No es sorprendente por lo tanto que la traducción sea una figura
repetida de la escritura (y no solamente de la palabra) y que permita
traer a colación trastornos discursivos inherentes a cualquier intento
de obtener una expresión inteligible. El fenómeno es, aquí, inverso
(en vez de expresar un contenido latente se trata de pasar de un
código preexistente, ya establecido, a otro código, al código propio);
sin embargo, las perturbaciones que entonces aparecen
corresponden a trastornos similares. La traducción, una actividad a
menudo mencionada, se convierte en una práctica expuesta en la
ficción en dos casos por lo menos: Washington traduce el El
derecho a la pereza de Paul Lafargue en “A medio borrar” y el juez
López Garay pasa su tiempo libre traduciendo El retrato de Dorian
Gray en Cicatrices. La elección de las fuentes es, ya, interesante; el
primero es un texto sobre el trabajo — evocador de la escritura —,
el segundo una novela 'clásica', traducida varias veces (por lo que el
personaje considera que su traducción es perfectamente inútil). En
ambos casos se citan fragmentos de redacción en español y en
ambos se le propone al lector ver en ellos una representación
autorreferencial de la creación; el lenguaje se expone como un
proceso marcado por la inestabilidad o amenazado por la falta de
sentido. Las numerosas repeticiones aumentan la impresión de que

221
el texto traducido incluye cierto vacío semántico (o vacían ese texto
de su sentido originario, transformándolo en sentido aparente), y
obstaculizan la evolución del discurso, aunque, de meandro en
meandro, el punto final termine escribiéndose (como en “A medio
borrar”). Ese flujo semántico circular de banalidades recurrentes
presenta, dicho sea de paso, ciertas semejanzas con las pautas
estructurales de la organización de los relatos (en particular las de El
limonero real). Por ejemplo:

Cada minuto de la máquina Cada minuto de la máquina Cada minuto


de la máquina equivale entonces Cada minuto de la máquina equivale
entonces a cien horas a cien horas equivale entonces a cien horas
de trabajo de la obrera punto y coma o bien cada minuto de trabajo
o bien cada minuto de trabajo o bien cada minuto de trabajo de la
máquina le permite a la obrera le permite a la obrera diez días de
reposo punto diez días de reposo punto Le permite a la obrera diez
días de reposo punto. (LM 66)

En Cicatrices la elección de un equivalente único para un buen


número de significados plantea dudas que el juez no logra resolver.
A cada palabra del texto de origen que se cita le corresponde una
multiplicidad en español: la traducción produce entonces una
dispersión semántica interpretable como otra manifestación de un
disfuncionamiento del eje paradigmático del lenguaje (y produce,
por lo tanto, una lengua que se asemeja a la de los colastinés).
Nótese, también, que algunos pasajes citados de la novela de Wilde
remiten insistentemente, por connotación, a la situación del
personaje que está traduciéndolos: la fuente que se descifra se
convierte en espejo, pero en un espejo empañado. La dificultad para
tomar decisiones definitivas sobre el vocabulario es una alusión
transparente a la incapacidad de nombrar un destino sufriente, hecho
de fobias por el curso ineluctable del tiempo, de una identidad
dispersa, de fantasías sexuales invasoras. El fragmento que sigue es
muy claro al respecto:

Escribo : "Dieron las tres y después las cuatro, y después la media hora
hizo sonar su doble repique (teo) (campanada), pero Dorian Gray no se
movió. Estaba tratando de reunir (juntar) (amontonar) (hilvanar)

222
(enhebrar) (atravesar) los hilos (pedazos) (fragmentos) escarlatas (rojos)
(rojizos) de su vida, y darles una forma, para hallar su camino a través del
sanguíneo (sangriento) laberinto de pasión por el cual (que) había estado
vagando". (CI 171)

Los dos fragmentos citados se sitúan en textos que preceden


inmediatamente “La mayor” (Cicatrices es de 1967 y “A medio
borrar” de 1971). En ese relato de 1972 los trastornos del lenguaje y
las dificultades expresivas, que se justificaban antes por el trabajo
en sí de la traducción, invaden el discurso del narrador. El conjunto
de los procedimientos de frenado, recurrencia, amplificación léxica,
hesitación paradigmática, agramaticalidad, se despliega en un texto
a veces críptico. Dichas perturbaciones se inscriben, como ya fue
señalado, en un intento de expresión de un aquí-y-ahora que permita
recuperar el tiempo huidizo. El lenguaje se 'quiebra' (como el
código narrativo, como la identidad de los personajes), perdiendo su
valor de denominación. La viscosidad, la negrura, lo pastoso, la
materia indeterminada, contaminan la palabra, ocupan la escritura,
se transforman en la “tinta negra” de los melancólicos (Starobinski
1963): la lengua adhiere, deja de fluir, se detiene, se acumula, se
concentra, perdiendo sus contornos, se muere ante del lector, se
anula. El 'suicidio' del texto parece cumplirse en un relato incapaz,
por la exposición en sí de su construcción, de significar nada sobre
nada. La impresión de arbitrariedad, otra vez, se pervierte en
incredulidad paralizante, en duda proliferante; el código se ha vuelto
absurdo, inutilizable, desaparece detrás de la multiplicidad. La
autorreferencialidad del proceso de escritura, de la selección
progresiva y definitiva de palabras, da lugar a una arborescencia
abrumadora:

Estoy parado, pareciera, entonces, inmóvil, en la terraza fría, pareciera, sí,


momentáneamente, sin poder sacar, de todo esto, nada. Es un estado que,
se diría, no debiese, o mejor, no hubiese debido, de ningún modo, en la
condición, o tal vez, en el nudo, en la raíz, no hubiese debido, o no
debiese, mejor, sin embargo, al parecer, apareciendo, confundir, o fundir,
borrando los límites, si la expresión pudiese, en este momento, decir, de un
modo preciso, algo, no hubiese debido, decía, o no debiese, no debía haber
mejor, apareciendo, confundido o fundido. (LM 28)

223
Antes de ser fábula (en Lo imborrable y en La pesquisa), antes de
superarse con un reaprendizaje (en El entenado, y, de nuevo, en Lo
imborrable), la afasia es una realidad que amenaza directamente al
texto escrito, ya que la duda pasa, en este ejemplo, de la traducción
al texto en sí. La 'locura' del lenguaje remite, de más está decirlo, a
la imposibilidad de transmitir los contenidos de la 'otra lengua' y
muestra una desorientación profunda. El cataclismo melancólico,
tan temido, tiene lugar, también, en el derrumbe del lenguaje
literario.22
Es interesante subrayar que los zigzags, los tanteos, los avances y
retrocesos del narrador del relato reproducen las expresiones
utilizadas por el padre de Wenceslao en El limonero real, en el
episodio comentado en el inicio del capítulo, es decir en el momento
de encontrar su camino en la isla borrada por la neblina. Buscando
sus palabras, Tomatis enuncia sus dudas en “La mayor”: “...donde
hubiese debido, o debiese, mejor, debiese, sí, o no, hubiese debido,
mejor, hubiese debido, sí, ¿o debiese?, sí, o no...” (LM 29); mientras
que en la nada perceptiva, el padre de Wenceslao intenta hallar una
senda y expresa sus vacilaciones: “—Sí — dice —. Es por aquí. ¿Es
por aquí? No. Sí, sí. No. Sí. Es por aquí. [...] — Me parece que es
por aquí — dice [...] — Sí — dice el padre. Debe ser por aquí” (EL
25). El extravío de uno parece ser el resultado o un eco del extravío
del otro. Y hay que recordar que en El limonero real también se
produce un derrumbe del lenguaje, puesto que una serie de frases
marcadas por un sema de negación (“Enanan nenadas nas nos nuna
nene none nena nana na ona none nanina”) desembocan en un
rectángulo negro que reemplaza las palabras en la página: el
lenguaje, el relato, el universo se anulan en la oscuridad sin sentido.
Ahora bien, otra vez un nacimiento se esboza: luego de esta
desaparición del lenguaje, un relato del génesis comienza, un relato
que se inicia con una enunciación repetida de la primera letra del
alfabeto y con una serie de onomatopeyas que reproducen el
balbuceo de los niños cuando aprenden a hablar
(“aaaaaaaaaaaaaaaaa aa a agth, agth, srkk, srkk aaa aa agtth srk srk
agth”) (EL 139)23. La novela llega al fondo de la indeterminación

224
semántica, retorna el origen de la palabra, para redefinir, en ese
mismo gesto regresivo, el camino de la expresión. La pérdida y
recuperación del lenguaje, en tanto que fábula o en tanto que
práctica, son entonces una manifestación importante de la regresión
melancólica y de su superación en la obra de Saer, bajo la forma de
un nuevo nacimiento en el universo estricto pero tranquilizador de
lo simbólico.

5.3 - “El escritor no es nadie” (figuras de autor, autobiografía)

Me trouvant dépourvu et vide de toute


autre matière, je me suis présenté moi-
même à moi, pour argument et pour sujet.
Montaigne

El recorrido interpretativo de este trabajo ha mostrado que todos o


muchos de los elementos presentes en la construcción ficcional de
Saer podían, con matices, interpretarse como imágenes metafóricas
o alegóricas de la creación literaria, y que por lo tanto, más allá de
su verbalización más explícita (en El entenado) un relato mítico de
nacimiento de la escritura se iba definiendo progresivamente en la
obra. Dentro de la dinámica de autorreferencialidad interrogativa, de
corte melancólico, sería útil interrogarse sobre algunos episodios
que representan el proceso de escritura, y en particular sobre la
figura emblemática del autor que se define entonces. Representación
del autor que remite, por supuesto, al metadiscurso crítico de Saer
(en donde se trata a menudo de la función y los límites del trabajo
del escritor), pero también a una concepción del sujeto y a una
posición ante la autobiografía. Dos fuerzas imponen en la obra de
Saer una representación peculiar de la creación: por un lado el
vaciamiento del sujeto, tan obsesivamente significado, y la repetida
afirmación sobre una falta de sentido o sobre la imposibilidad de
expresión valedera, es decir características de raigambre
melancólica; por el otro, un contexto intelectual de producción, en
donde la crisis de la representación da lugar, a fines de los sesenta, a
la proclamación de la muerte del autor, de la desaparición del sujeto

225
ante el texto, del borrado de la figura singular que se definía en la
obra literaria.
La traducción podía significar a la vez un acto de palabra y una
relación con el texto; era, en cierto sentido, legible en tanto que
transcripción de afectos primarios en código inteligible, pero
también sugería un intento de asimilación de códigos ajenos gracias
a la lengua íntima — aunque desencadenando una profusión
semántica que anulaba el mensaje. La traducción propone también
el primer 'retrato' de escritor que conviene analizar. En “A medio
borrar” Pichón se encuentra, en el medio de la Zona inundada, con
Washington, ese intelectual mayor y admirado, aislado en una casa
rodeada por las aguas; es entonces que el hombre le dicta su
traducción del El derecho a la pereza. Esta escritura induce, en el
que se dispone a partir de la ciudad, una serie de imágenes que
puede tomarse como un espejo de la posición intelectual, identitaria
y afectiva de un autor trabajando:

Ahora estoy sentado frente a la máquina de escribir, las manos elevadas


sobre el teclado, esperando que Washington me dicte. Si cuando suene su
voz, y yo me incline rápido, golpeando las teclas con la yema de los dedos,
alguien entrase, viéndonos, [...] creería, y seguiría creyéndolo si no lo
sacáramos del error que soy, inclinado sobre las teclas, otro. Y yo mismo,
en el momento en que comienzo a golpear, vacío de prevención, despecho,
miedo, indiferencia, dedicado sencillamente a escribir, me suspendo,
borrándome, sin ser yo, y teniendo, por un momento, sino la posibilidad de
ser otro, la certeza, por lo menos, de no ser nadie, nada, como no sean las
frases que vienen de la boca de Washington y pasan a través de mí, de mis
brazos, salen por la punta de mis dedos y se imprimen, parejas, en el papel
acomodado en la máquina. (LM 65)

Al instalarse frente a la máquina de escribir, Pichón se convierte en


otro, impresión que no remite solamente a la perpetua confusión
entre él y su hermano gemelo, sino que significa también la
anulación previa de la identidad (la instalación en una postura de
vacío: “la certeza de no ser nadie”), necesaria para lograr 'pasar al
acto', es decir a la escritura. El aspecto mecánico y algo alienante de
la escena recuerda otra escritura, la del Gato en Nadie nada nunca,
cuando éste pasa horas copiando direcciones en sobres vacíos,

226
actividad sin finalidad, sin sentido ni mensaje, marcada por la
repetición. Cdemás, las palabras y frases que Pichón imprime en la
hoja componen un mensaje indescifrable (la indeterminación
semántica del texto traducido que ha sido subrayada), mensaje
dictado por una figura paterna. El escritor sería, si seguimos las
posiciones esbozadas en esta imagen, como una hoja permeable por
la cual las frases de los antepasados cruzarían sin obstáculos,
aniquilando al pasar las quimeras de una creación personal. Sería un
'escribiente' sin voluntad de un discurso originado en otra parte.
Encontramos en este ejemplo la esterilidad melancólica, la tiranía de
lo pulsional y las paradojas del hijo confrontado con la palabra
tradicional.
La ocasión, que se sitúa en las tierras fundadoras de una
literatura (en esa pampa mil veces recorrida por textos, ideologías,
reflexiones críticas en aumento constante), contiene, y no es
sorprendente, imágenes múltiples de la creación. Dos de ellas son
interesantes y en alguna medida opuestas. La primera es irónica e
inversa a la de “A medio borrar”. En el poder de transmisión
telepática, de desplazamiento de objetos, de distorsión de la materia,
de representación de lo oculto (los dibujos por ejemplo), por parte
de Bianco, puede verse una figura del escritor que, gracias a la
ilusión referencial, es capaz de construir otro mundo, tan evocador y
verosímil como el real (en la medida en que el rechazo de la materia
sería, en términos literarios, una negación del referente, del sentido,
de la historia). El escritor reina en la esfera de la representación, lo
que supone, en una pose idealista, la creencia de que la única verdad
es el texto y que es por lo tanto posible liberarse de la materia en
tanto que “residuo excremencial del espíritu” (LO 18). En el
efímero triunfo de Bianco (situado nada menos que en la capital de
las modas literarias que fue París) hay una percepción irónica del
autor en tanto que vedette todopoderosa, omnisciente, omnipresente
en la sociedad moderna como un dios hogareño. Luego, su fracaso
explica no sólo el viaje a la pampa sino el proyecto que allí lo lleva:
el de escribir una refutación a la ideología de los positivistas, ya que
lo impreso es “indestructible”; si ha aceptado hundirse en la
“penumbra” es para resurgir en “páginas luminosas” (LO 31). Y

227
aunque él reemplaza ese proyecto de revancha con inversiones
económicas y elucubraciones paranoicas, Bianco, que ha aprendido
“tarde” a escribir (LO 110), no construye un rancho en la
inmensidad espiritual de la pampa para edificar una refutación a los
positivistas, sino para escribirla. De más está decir que el dominio
supuesto de la palabra, y la trascendencia del pensamiento, zozobran
en la materia femenina y en lo irresoluble que resulta la aprehensión
fidedigna de un acontecimiento de la realidad.
Pero lo más significativo con respecto al papel del escritor es sin
duda alguna la figura del tape Waldo, cuya historia se introduce en
la novela con una digresión poco justificada, como si se tratase de
un relato capaz de aclarar desde un punto de vista singular la intriga
principal. El tape Waldo, ese ser rechoncho, débil mental, goloso,
informe, sucio, que por un arte de magia con ribetes milagrosos se
pone a proferir dísticos de octosílabos, aparentemente herméticos,
pero que son tomados como presagios certeros (“Vide un pájaro en
el cielo pasar ardiendo en su vuelo” — LO 181). Waldo es hijo de
una mujer “con mucho de india en sus rasgos” (LO 164) y de un
hombre presentado en términos tradicionales (una especie de
Moreira o de Fierro, con la cohorte de cepos, calabozos, servicios en
el ejército, y deambulaciones por la frontera en su biografía), pero
decadente, violento y repetidamente incestuoso con sus hijas. Waldo
es un bastardo como todo gaucho, es el fruto de la 'barbarie” de la
tierra, y es también, parafraseando el nombre de un personaje de
Arlt, el “hombre que vio el parricidio”, ya que su hermano mayor y
sus hermanas matan al padre a palazos. Es un testigo ingenuo y
ultralúcido — como el def-ghi, como la hija de Luis Fiore en
Cicatrices —, que va a quedar marcado por lo visto y por su
imposible enunciación posterior: la imagen percibida es
intransmisible y perturba definitivamente la comunicación
discursiva. La extraña capacidad escrituraria de Waldo es el fruto de
una violencia fundacional (similar al parricidio en la horda primitiva
o al de Moisés según Freud), asociada con lo gauchesco — y por lo
tanto con lo nacional. El crimen y el horror, presentes en la primera
infancia de Waldo, suscitan entonces una relación particular con el
lenguaje: es un adivino regresivo, como un ser que no ha nacido

228
todavía o que se ha detenido en algún momento lejano de su
desarrollo; es ávido, emite sonidos no articulados; su modo de
hablar es primario, anterior, en los límites de la afasia. Este curioso
poeta es a la vez una parodia del payador sabio que más que padre
es amigo cuando da consejos rimados, y una repetición 'de
entrecasa' del célebre oráculo de Delfos, tan enigmático en la
enunciación de sus predicciones, y tan infalible (al menos cuando
anuncia el destino de Edipo). Es un idiota, cuyas frases sin sentido
producen un delirio interpretativo (se espera de él una verdad
inhallable en el resto de la sociedad), suscita una adhesión
expectante y masiva, y permite por fin un rentable negocio, sin que
lo dicho sea dominado, sin que ningún tipo de conciencia, saber,
control, correspondan a un papel atribuido por casualidad en el
grupo social. Waldo es un ser contaminado por un derrumbe
simbólico comparable con los numerosos ataques de locura en la
obra de Saer: su lucidez tiene que ver con un onirismo que se fija
más allá del lenguaje, con una expansión aniquiladora de lo
pulsional, con una emergencia sin leyes de lo imaginario — de lo
literario — similar a lo que sucede durante las orgías de los
colastinés.
Estos 'retratos' son significativos: una instancia vacía, anulada
por el discurso paterno en medio de un paisaje regresivo (Pichón);
un intento de control obsesivo del saber que fracasa ante el misterio
de la materia; y por fin la imagen de Waldo, que condensa una
constelación de aspectos distintos. En él encontramos, primero, la
mirada escéptica de Saer sobre la figura mediática del escritor y
sobre las particularidades de circulación de sus 'productos'. Luego,
una ironía iconoclasta que pervierte los mitos fundadores de la
escritura en Argentina, transformando al gaucho que toma la
guitarra y crea una literatura, en un ser informe, cuyos dones deben
ponerse en duda y que sólo son el fruto de una contingencia. A la
creación en sí misma se la ve como una forma (los dísticos
octosílabos), pero su contenido y sus efectos son casuales: en
semejantes condiciones, intentar construir sobre esa forma un
sistema interpretativo, supone una intención compulsiva y exterior
de encontrar en ella sentido, ya que por definición el sentido está

229
ausente24. Por último, y aquí reaparecen las imágenes de traducción
y de vacío, el escritor es una instancia casi inexistente, situada en un
espacio indeterminado entre el mundo pulsional y el universo del
lenguaje, a caballo entre la anulación de sí y la palabra, dudoso
entre los caramelos y la poesía. El retrato es, también, excesivo: el
marco tradicional de la pampa se prestaba a la caricatura.
En todo caso la imagen coincide, si se relativizan sus excesos,
con los traductores de afecto primario en código que han sido
estudiados, y también con las imágenes de escritores inciertos,
melancólicos y a veces estériles que aparecen en el corpus (Tomatis,
Sergio Escalante, Washington). Hay una única figura 'heroica' de la
creación, la del def-ghi, capaz, después de su descenso a la sombra,
de regresar para transcribir, en un texto que al fin de cuentas
contiene un 'mensaje', la experiencia de la otra cara de la luz. Logra
hacerlo gracias a un ritual de escritura que incorpora alimentos, en
armonioso eco con la historia de canibalismo que está contando,
pero alimentos dominados, asimilados en un marco inmutable. Las
descripciones de su trabajo de escritor lo muestran comiendo y
bebiendo: una aceituna verde, una aceituna negra, un trago de vino,
siempre los mismos sabores, a la misma hora y en el mismo orden
(EE 146-147). Así, no con rechazo sino por asimilación y
superación, consigue a la vez transmitir y sugerir una síntesis, en la
medida en que en la última página de su autobiografía un “nosotros”
ilógico lo integra, en castellano, en el mundo de los indios:

Al fin podíamos percibir el color justo de nuestra patria, desembarazado


de la variedad engañosa y sin espesor conferida a las cosas por esa fiebre
que nos consume desde empieza a clarear y no cede hasta que no nos
hemos hundido bien en el centro de la noche. Al fin palpábamos, en lo
exterior, la pulpa brumosa de lo indistinto, de la que habíamos creído,
hasta ese momento, que era nuestro propio desvarío [...]. Al fin
llegábamos, después de tantos presentimientos, a nuestra cama anónima
(subrayado mío). (EE 200-201)

Ya no hay dos mundos sin comunicación posible, no hay más dos


lenguas reacias a cualquier traducción, pero una especie de
comunión final, la del sentido desplegado (Sztrum 1991: 270). Se

230
trata, de todos modos, de una excepción en una constante imagen
negativa del escritor.
A medio camino entre la representación de una figura de escritor
y de los juegos con lo que la crítica denomina el 'autor implícito', La
pesquisa desarrolla imágenes complejas del proceso de creación. En
ella, el ambiente de suspición universal y la proliferación de
secretos sugeridos y revelados no se limitan a lo puramente
argumental, es decir a la intriga policial. A los dos grandes enigmas,
el de los orígenes de Morvan y el de la identidad del asesino, se les
agrega, desde las primeras líneas de la novela, un tercero, que no
concierne actos materiales, sino discursivos; es decir: quién habla,
quién cuenta, quién toma la palabra para describir con tanta minucia
los estados de ánimo, las asociaciones, el pasado y el
comportamiento de Morvan. Recién en el segundo capítulo,
cuarenta y dos páginas después del inicio del texto, se aclara la
situación de la enunciación: una cena, en la Zona, durante la cual
Pichón cuenta la historia de los crímenes; otro narrador, ya no
intradiegético y sin embargo simétrico al del primer capítulo, se
desenmascara entonces y ocupa su verdadero lugar en la novela. El
narrador principal, hétero y extradiegético, encuentra un reflejo
intratextual en Pichón, o sea que los desdoblamientos también
conciernen la enunciación; la palabra está proferida por una
instancia simétrica y múltiple: Pichón/narrador/Saer. Pero hasta ese
momento, el de la resolución del enigma sobre la identidad del
narrador, asistimos a un juego con la posibilidad (absolutamente
iconoclasta dentro de la poética saeriana), de que una instancia
identificable con Saer en persona sea quien toma campechanamente
la palabra para contar algo sucedido en París (y además en un barrio
en el que el escritor vivió muchos años, el onzième arrondissement).
“Tendrían que haber estado allá y vivir en ese barrio como yo”
afirma incluso el narrador (LP 37), creando así un suspenso dirigido
a los lectores del conjunto de su obra: ¿estaríamos asistiendo a la
aparición de un yo 'autobiográfico' en un universo ficcional que ha
borrado toda alusión explícita a la vida del escritor? En este caso
también se sugiere una 'pista falsa', basada no sólo en las
coincidencias con los pocos elementos biográficos difundidos por

231
Saer, sino igualmente en el carácter limitado de la zona de acción
del asesino y de vigilancia de parte de Morvan, espacio cerrado que
reproduce, en medio de la capital francesa, algunas características
de la recurrente Zona saeriana. Y, más allá de la ironía sobre sí
mismo y sobre los lectores, el sortilegio efímero que finge
transportar la Zona a París y darle la palabra 'directamente' al
escritor, no es ajeno a la formulación inteligible, en La pesquisa, de
contenidos presentes subterráneamente en la obra precedente: el
acercamiento fingido al verdadero yo de la enunciación de la obra es
también una pista (borrada, como era de esperar), que nos lleva a
leer con cuidado la trascendencia del fantasma sexual y criminal
puesto en escena en la novela.
En Lo imborrable el papel de narrador de Tomatis conllevaba
toda una serie de marcas estilísticas tendientes a construir un sujeto
de la enunciación verosímil; salvo en contadas excepciones, y más
allá del uso de la primera persona verbal, el texto expone en todo
momento que es Tomatis el que habla. En este caso, al contrario, la
función enunciadora de Pichón no está basada en signos textuales
reconocibles25. La impecable musicalidad, la amplitud de las frases,
el tipo de comparaciones y de obsesiones materiales remiten
directamente a los demás narradores saerianos. Aunque se supone
que Pichón siguió los acontecimientos en “todos los diarios” (LP
119), él se instala en la posición de un narrador omnisciente, o al
menos capaz de transcribir los pensamientos más secretos e íntimos
de Morvan y los deseos o intenciones escondidos de muchos
personajes. Su posición de narrador es por lo tanto voluntariamente
inverosímil, y corresponde en este sentido a la de las novelas
tradicionales, o con la clarividencia final de los detectives en las
novelas policiales, lo que permite el trompe-l’oeil sobre la
verdadera identidad del sujeto de la enunciación arriba comentado.
Su posición implica por lo tanto una afirmación insolente de la
arbitrariedad que rige la elección de las diferentes instancias
textuales. El ser/no ser narrador de Pichón es la apertura de un
diálogo, frecuente en Saer, con las expectativas del receptor; no sólo
cuando, burlonamente, el narrador anuncia su respeto a una verdad
(“quiero que sepan desde ya que este relato es verídico” — LP

232
11)26, o cuando impone su palabra como un acto totalitario
(“¡Shht!... aquí el que cuenta soy yo” — LP 131), sino inclusive
cuando interpela directamente a su interlocutor (que resultan ser
Tomatis y Soldi, pero que en el primer capítulo todavía es el lector
de La pesquisa), para aludir irónicamente a su propio saber, y para
defender hábilmente una omnisciencia injustificable:

Ustedes se deben estar preguntando, tal como los conozco, qué posición
ocupo yo en este relato, que parezco saber de los hechos más de lo que
muestran a primera vista y hablo de ellos y los transmito con la movilidad
y la ubicuidad de quien posee una conciencia múltiple y omnipresente,
pero quiero hacerles notar que lo que estamos percibiendo en este
momento es tan fragmentario como lo que yo sé de lo que les estoy
refiriendo, pero que cuando mañana se lo contemos a alguien que haya
estado ausente [...], el corolario verbal también daría la impresión de estar
siendo organizado, mientras es proferido, por una conciencia móvil,
ubicua, múltiple y omnipresente. (LP 22)27

Por supuesto, y más allá de esta declaración de principios (más


ritual que efectiva en el desarrollo del texto), las certezas de la
omnisciencia van a diluirse en la dicotomía de las dos identidades
posibles del asesino. Con todo, el paralelismo entre el ser/no ser
narrador y el ser/no ser asesino es evidente. Culpable de crimen o
culpable de escritura: en el terreno textual y ficcional en donde
desea situarse la obra saeriana, la destrucción de toda ilusión
referencial tiene el efecto de igualar actos teóricamente materiales y
actos exclusivamente discursivos. Por ello no es sorprendente que
los comentarios sobre los crímenes puedan ser leídos como
comentarios sobre la organización de la materia narrativa, sobre la
puesta en escena de fantasmas, o sobre la relación del autor
biográfico con su obra. Por ejemplo:

El hombre o lo que fuese desaparecía detrás de sus actos, como si la


perfección que había alcanzado en el horror le hubiese dado el tamaño del
demiurgo que únicamente existe en los universos que crea. En su trato
debía ser persuasivo y seguramente amable, bien vestido y bien educado...
(LP 34)

233
Dentro de la problemática del doble desarrollada en el texto,
podemos incluir la del escritor frente al mundo de pulsiones que se
trasluce en su obra; por un lado respetable personaje público, por el
otro perverso polimorfo, o demiurgo que sólo existe en tanto que
creación formal, dentro de universos de pesadilla. Detrás de las
apariencias, se oculta un creador de escenas de espanto — los
asesinatos —, es decir fragmentos narrativos a los que se les
atribuye una significación trascendental y cifrada (como a los
dísticos proferidos por Waldo), fragmentos cuyo sentido
permanecerá para siempre fuera de alcance. Efectivamente, el ritual
de los crímenes lleva a otra esfera lógica, diferente de lo real
perceptible (es una ficción), y por eso no puede traducirse en
términos inteligibles. Los crímenes son representaciones
preverbales, son actos de comunicación vital y fallida, son un reflejo
paroxístico de la creación:

Al odio, el crimen le basta, de modo que le ritual privado que desplegaba


estaba más allá del odio, en un mundo contiguo al de las apariencias en el
que cada acto, cada objeto y cada detalle, ocupaba el lugar exacto que le
acordaba en el conjunto la lógica del delirio, únicamente válida para el que
había elaborado el sistema, e intraducible a cualquier idioma conocido.
(LP 38)28

Es decir que podemos vislumbrar un interrogante sobre la dosis de


responsabilidad en los actos imaginarios cometidos en la ficción. El
juego con la identidad del narrador, ocultada y afirmada, o la ironía
sobre su omnisciencia, no son sólo recursos distanciadores y
afirmaciones de cierta lucidez sobre los metadiscursos literarios,
sino una ficcionalización, en las instancias mismas de enunciación,
de los vínculos, especulares, entre un hombre, su discurso y sus
creaciones imaginarias.
Dentro de esos interrogantes, la cuestión del sentido, o al menos
la de la interpretación, es fundamental; por un lado por la doble
explicación posible de los acontecimientos, pero también porque ese
“demiurgo” que es el asesino (¿y es preciso recordar que la
narratología utiliza sistemáticamente el término 'demiurgo' para
referirse a un narrador omnisciente?), no sólo pasa al acto, o sea que

234
no sólo pasa de una dimensión exclusivamente pulsional a su
representación codificada, sino que también es el único para quien
lo realizado (el crimen en tanto que rito) adquiere un sentido. Más
aún: dentro del caos del mundo, el crimen tendría la capacidad de
fijar una lógica, delirante y exclusivamente individual, pero
existente (LP 38). El sentido de los crímenes, como el de las obras,
es, finalmente, un enigma indescifrable; así se preserva lo escrito de
toda interpretación destructora, como si fuese necesario desplegar
un sistema defensivo para que el acto catártico de la escritura siga
siendo posible. Significativamente, Soldi, uno de los interlocutores
de Pichón, persigue la ingenua meta de comprenderse a sí mismo,
“siquiera fragmentariamente”, gracias al estudio de la teoría
literaria; como si el intento de desentrañar cierta verdad o sentido en
“esos tejidos abigarrados” que son los textos, fuese una tarea a la
vez ingenua, loable e imposible (LP 51). Porque la literatura y el
crimen son también salvavidas en lo innominado:

...en medio de esa acumulación de casualidades que urdían la textura del


mundo, únicamente el hombre [...] que salía a repetir [...] el rito invariable
del que él mismo había establecido las leyes, había sido capaz de rebelarse
y de crear, aunque más no fuese para sí mismo, un sistema inteligible y
organizado. (LP 136)

La dimensión pulsional de la creación, a menudo definida por Saer


como la clave de la producción literaria, está en La pesquisa
convertida en una ficción que asocia a un serial killer con lo cabría
denominar un serial writer.
Ahora bien, los metadiscursos sobre la literatura no sólo están
presentes en el diálogo irónico con el lector. Reproduciendo una
estructura de revelación progresiva, en los párrafos que preceden he
dejado de lado un elemento esencial: el hecho de que la pesquisa del
título, como se recordará, no anuncia solamente la investigación
policial que desenmascara al autor de una serie de crímenes, sino
también una investigación sobre la identidad del autor de un
manuscrito que los herederos de Washington hallaron entre sus
papeles después de su muerte. Antes de empezar a cenar y a oír el
relato de Pichón, los tres amigos han viajado a la casa de Rincón

235
Norte para hojear el manuscrito; todo el segundo capítulo narra la
serie de especulaciones que la novela anónima ha suscitado y las
peripecias de esa visita poco productiva. Entre las dos líneas
argumentales el punto en común es, evidentemente, la búsqueda de
un autor o de un culpable. Los razonamientos de Morvan sobre los
crímenes y los razonamientos de Soldi sobre el manuscrito están
construidos con la misma lógica, parten del mismo análisis sucesivo
de indicios y eventualidades (LP 53-54). En la casa de Washington
la difícil extracción del manuscrito de una caja de metal, la
descripción detallada de su aspecto, su posición en el medio del
grupo que lo observa, hacen de esa novela un verdadero 'cuerpo del
delito', interrogado incesantemente para intentar adivinar quién
puede ser el responsable de su existencia (LP 61). La primera línea
del texto anónimo, que empieza con puntos suspensivos, parece
aludir a lo que ha sucedido antes: “...prueba de que es sólo el
fantasma lo que engendra la violencia” (LP 62), aunque más no sea
porque la carga fantasmática de los asesinatos de ancianas en París
es tan evidente que la “prueba” de la que se trata podría
perfectamente ser el primer capítulo de La pesquisa. Y sin seguir
agregando ejemplos de un funcionamiento estructurante,
agreguemos un comentario sobre la oposición que se define detrás
del paralelismo: por un lado vemos acontecimientos violentos,
turbios, oscuramente pulsionales; por el otro asistimos a
conversaciones, conflictos y sentimientos 'diurnos' o al menos
banales. La primera historia es la versión oculta, pesadillesca, de lo
que se juega en un código social aparentemente sereno. Esta
distinción retoma, claro está, la distancia que existe entre los actos
cometidos en la órbita de la literatura (y sobre todo de la literatura
provocadoramente transgresiva como la del marqués de Sade, a la
que la novela se refiere entre líneas) (LP 154) y los actos
aparentemente normales de la vida cotidiana. Distinción que
también forma parte de una lectura política de la novela, como
veremos luego.
El enigma de la autoría de En las tiendas griegas da lugar a una
serie de ecos, posibilidades y alusiones que sería engorroso detallar
aquí. Notemos, con todo, que el manuscrito fue hallado en un baúl

236
rotulado por Washington “Inéditos ajenos”, y que el círculo de
amigos del escritor fallecido parte de la certidumbre de que él no
puede haber sido el autor, porque “Washington nunca hubiese
escrito un relato” (LP 61), como si escribir un relato fuese un acto
demente u ominoso, y como si detrás de ese rótulo “inéditos ajenos”
no pudiese esconderse un extrañamiento ante la propia obra
(comparable por lo tanto con el extrañamiento de Morvan ante lo
que serían sus propios actos, sus propios crímenes). Y sobre todo,
hay que subrayar la compleja red de indicios que asocian ese libro
imaginario con la obra de Saer, por el título (que parece contener,
como un mensaje cifrado, los sonidos de otro título, El entenado),
por la temática mitológica (que dialoga con las alusiones
mitológicas de los pensamientos de Morvan), por las similitudes con
otro manuscrito “hallado” (el de Las nubes), por el espacio único
que sirve de marco a ese relato, y por la problemática de la
aprehensión múltiple de todo acontecimiento que desarrolla
supuestamente En las tiendas griegas. De la misma manera que
Morvan era el sujeto y el objeto de una pesquisa, la búsqueda de un
autor desconocido dentro de La pesquisa no remitiría sino al único
culpable posible: Saer.
Esta constatación hace más que reforzar la asociación latente
entre crimen y escritura; también prolonga una línea temática: la de
la filiación. Paternidad problemática de la novela y de Morvan, libro
sin autor o libro sin sentido, como un hijo sin padre. La
imposibilidad de firmar plenamente, o como quien dice de 'cerrar'
un relato, se combina aquí con las infinitas variantes a las que dan
lugar las ficciones sobre los orígenes. La pesquisa construye fábulas
exasperadas sobre la responsabilidad de lo escrito, sobre la
identificación entre el sujeto de la enunciación y su producto, sobre
lo inconcebible que resulta ser escritor. Por lo tanto no es
sorprendente que la firma ocupe un lugar central en las dos líneas
ficcionales: firma que falta en la primera página de En las tiendas
griegas, y firma que resulta ser la clave de la identidad del asesino.
Porque una carta rota en mil pedazos en la oficina de Morvan se
convierte, en un momento dado, en un rompecabezas que el
comisario arma hasta constatar que le falta una sola pieza, el pedazo

237
de papel en donde se encontraba la firma del autor de la misiva. Ese
trozo de papel aparecerá en el departamento de la víctima número
veintiocho, y será la prueba fundamental de la culpabilidad de
Lautret primero y de la de Morvan después. En ambos casos es el
hallazgo de una “firma” lo que daría la sensación de un
rompecabezas completo: el relato y el acontecimiento monstruoso
tendrían por fin un autor (LP 106). En todo caso, la práctica de una
escritura transgresiva del código policial, la puesta en perspectiva de
un vértigo narrativo sin resolución, la integración de un relato
metadiegético dentro de la diégesis, la asimilación por paralelismo
entre autor de crímenes y autor de ficciones, suponen interrogarse
entonces sobre la relación entre el universo codificado del texto
literario y el mundo de pulsiones que lo motiva, y también sobre la
relación entre el contenido aparente de lo afirmado y la cascada sin
fin de sentidos latentes. Los crímenes ponen en escena la literaridad
del discurso, a partir de lo pulsional. Después de El entenado, esta
nueva peripecia de una representación legendaria de la propia
escritura introduce una figura peculiar de autor, la de un individuo
anónimo, borrado, escindido, pero también 'intérprete', creador y
responsable de mundos de pesadilla.
En el conjunto de los relatos saerianos el tiempo circular, el
lenguaje que se autodestruye, las repeticiones, la proliferación
semántica, la intertextualidad multiplicada hasta el borrado, las
interpretaciones inciertas, tienden a significar la indecisión sin fin
de un autor y a atribuirle al lector una posición de desconfianza
generalizada. La figura del autor se dibuja como una fortaleza de
sentido inexpugnable, y el papel del lector como el de un pesquisa
ante un misterio. La obra sería una simple propuesta, un traspaso de
poderes que exige una lectura indiciaria y especulativa para
completar un texto humilde; no sería más que un resabio de
acontecimientos históricos, de otras pasiones, de otras ficciones. La
'muerte del autor', proclamada con bombos y platillos, la
desaparición del sujeto en la producción del texto, parecen
cumplirse en estos textos dubitativos29. Pero si el relato en sí es
problemático, detrás de la aparente impotencia se formula una
hipótesis fuerte sobre la creación en la medida en que este

238
mecanismo condensa la multiplicidad de coordenadas y
circunstancias que explican, en la versión saeriana, la aparición de
una obra literaria. En todos los niveles se destaca una actitud lúcida,
pesimista, incrédula — condiciones necesarias para preservar la
credibilidad —, pero también la constancia de un sujeto unificador.
Ante la amenaza permanente de un caos narrativo, ese sujeto se
define como un límite de contención; para contrarrestar el 'suicidio'
del texto, la última herramienta es referirse a la existencia de una
intencionalidad creadora. Porque la obsesiva autorreferencialidad
refuerza la concentración semántica en el acto en sí de la escritura y
por lo tanto en el autor: si todo 'significa' la escritura, inclusive la
nada recurrente, todo 'significa' un autor exterior a una diégesis que
funciona como una pantalla ocultadora. La incertidumbre inherente
a la enunciación muestra, con insistencia, a un autor concentrado en
la tarea melancólica de contarnos que no podrá contarnos nada: él
construye pero en la duda, afirma negando, cita borrando, afirma un
vacío pero pone en escena fantasmas fulgurantes. Y aunque la
intencionalidad de la creación sea indescifrable, como la imagen en
el tapiz de Henry James, su sombra instala, en un vago horizonte
extratextual, a un escritor que es paradójicamente dueño de la
palabra — o dueño de la duda. Por otro lado, el borroneado aparente
de la capacidad expresiva del autor corresponde, seguramente, al
borroneado de la imagen paterna que se repite en el corpus: se elude
la función autoral en la medida en que el modelo paterno es
claudicante o inexistente, y que la biblioteca propone una
multiplicidad inhibidora de figuras intercambiables: el lugar
referencial no puede ocuparse, por lo que se fabrica más allá, con
otros materiales, una función escrituraria. De hecho podemos pensar
que en el corpus la profusión de sentidos, lecturas, enunciados,
historias, es una estrategia de representación de un autor 'deseante'
que se oculta y exhibe de ese modo (Couturier 1995); en todo caso
la ocultación como estrategia de autorrepresentación recorre toda la
producción de Saer: la afirmación borrada será una forma retórica
frecuente, como lo serán también la autolectura y la
autointerpretación. El autor desaparece, no hay figura tutelar, no hay
sujeto del enunciado: sólo hay texto. La impunidad así obtenida

239
permite la expresión; y esa expresión es intensamente intertextual,
dubitativa, autorreflexiva, pero también violentamente pulsional
(como lo son los fantasmas de El entenado y La pesquisa). Bajo las
recurrentes alusiones al vacío, a la impotencia expresiva, la
incredulidad y la lucidez pesimista, Saer fija una renovada figura del
autor que, paradójicamente, “nace” — son sus palabras — con la
partida de Argentina y con la publicación de Cicatrices y que
“crece” con esa serie de novelas construidas sobre las ruinas de la
novela perdida.

*****

El retrato de Waldo o del serial killer en tanto que figuras de autor


corresponden también a ciertas la visión del escritor que se definen
en algunos ensayos de Saer y asimismo con una relación peculiar
que se establece entre el mundo ficcional y la autobiografía. Por
supuesto, las afirmaciones ensayísticas sobre el tema no obedecen a
los mismos principios que las imágenes ficcionales, y por otro lado
se integran en una concepción de la escritura vigente en la segunda
mitad del siglo XX. Pero tanto en la obra como en los textos
críticos, se percibe el mismo espejeo de imágenes de vacío que traza
una concepción del autor radicalmente diferente a la mediática o
institucional, así como fija un programa subjetivo de creación que
supone la anulación de los condicionamientos previos a la escritura,
la exclusión de cualquier imperativo nacional o genérico, el borrado
de toda intencionalidad rígida. Esta figura de escritor es
probablemente el fruto de una integración de la reflexión crítica
sobre la producción y la circulación de la literatura, pero también, y
quizás sobre todo, una lectura intensa de los textos freudianos como
fundamento de la concepción misma de la creación y de la
recepción de los textos literarios. La manera con la que Saer
construye una imagen de sí mismo en tanto que escritor prolonga
estas posiciones, ya que su imagen se caracteriza, de manera
paradójica, por un rechazo explícito de definir imagen alguna; y por
otro lado, aunque su disponibilidad, su cultura y sus arranques
polémicos sean conocidos en ciertos medios universitarios e

240
intelectuales, en los textos y metatextos del escritor no aparece
prácticamente ninguna referencia a su biografía.
“Una concesión pedagógica”: bajo ese título mordaz, él expuso
en 1984 los únicos datos autobiográficos que parecería estar
dispuesto a divulgar:

..nací en Serondino, provincia de Santa Fe, el 28 de junio de 1937. Mis


padres eran inmigrantes sirios. Nos trasladamos a Santa Fe en enero de
1949. En 1962 me fui a vivir al campo, a Colastiné Norte, y en 1968, por
muchas razones diferentes, voluntarias e involuntarias, a París. Tales son
los hechos más salientes de mi biografía (Saer 1986: 10).

Estas informaciones, que desde el título se niegan a jugar el juego


de la autobiografía, fueron publicadas en “Razones”, prólogo o
presentación de una antología de textos (Juan José Saer por Juan
José Saer), que por la fecha de edición (1986) y la importancia del
estudio panorámico de María Teresa Gramuglio en ultílogo del
libro, forman parte de una etapa importante de la divulgación de la
obra. En el momento de presentarse en tanto que escritor
reconocido, merecedor de una antología, Saer escribe ese ensayo
fragmentario, “Razones”, en donde comenta algunos aspectos de su
concepción de la escritura, sin ningún tipo de concesión, justamente,
a la autobiografía o a la delimitación voluntaria de una figura de
autor. Si proyecta una imagen de sí mismo, se trata de una imagen
en negativo — en el sentido fotográfico del término —, o sea una
imagen de ausencia, de borrado, de desaparición incierta detrás de
una obra que, a su vez, se caracteriza por la inestabilidad semántica.
Casi diez años después, cuando Graciela Speranza para su libro de
entrevistas a escritores Primera persona le pide a Saer que escriba
una corta narración de su vida, el escritor reproduce casi
textualmente la presentación autobiográfica de “Razones”, como si
esas escuetas frases fuesen lo único que puede conocerse sobre la
existencia material del hombre que escribe. Es de notar, con todo,
que una pequeña corrección — o reescritura — refuerza la
impresión de un texto importante pero cifrado, en la medida en que
una palabra desaparece: en la segunda versión, la partida a París no
obedece más a razones voluntarias e involuntarias, sino solamente a

241
las voluntarias. Mínimo retoque de un retrato autobiográfico arisco:
de eso no se habla o no se puede hablar. Por supuesto, la escasez
funciona como una puesta de relieve y sería por lo tanto tentador
subrayar la dramatización indirecta que produce la focalización en
tan pocos elementos, o sea en una vida hecha de un lugar de
nacimiento, de un origen desarraigado por la nacionalidad de los
padres, de tres mudanzas o pérdidas: la del lugar de la infancia, la de
la casa familiar, la de Santa Fe. Sin adentrarnos en las opciones
interpretativas abiertas por esta constatación notemos que Saer, en
el inicio de la entrevista con Graciela Speranza, justifica su actitud
desconfiada ante la posibilidad de conocer la verdad de toda
biografía:

Una biografía transcurre en un plano secreto y todos los datos exteriores


son inflexiones anecdóticas, manifestaciones externas de esa vida que es
compleja, oscura, poco legible y difícil de desentrañar. Obviamente existe
un género literario que es la biografía, que es interesante por esos datos
exteriores. Ésa es su razón de ser pero también su límite. Aquello que
realmente queremos saber del biografiado es siempre difícil de penetrar.
Por lo tanto no sé si vale la pena detenerse mucho en la biografía, no por
razones de pudor — no tengo ningún tipo de pudor ni de vergüenza —
sino porque me parece que no hay una metodología viable para ocuparse
del problema. Debe ser por eso que prefiero la ficción (Saer 1995c: 150-
151).

Estas declaraciones corresponden a un ocultamiento sistemático, en


entrevistas y artículos, de todo elemento autobiográfico en la
explicación — casual o mitificante —, de la creación, así como
corresponden al borrado toponímico de la Zona y a los numerosos
mecanismos de relativización que caracterizan la producción
ficcional del escritor. En una obra que se sitúa en el plano de la
problematización de la representación como terreno fértil para
rendir cuenta de una posición existencial, la desconfianza o
incredulidad ante las fáciles certezas de la autobiografía son las
primeras manifestaciones, las más inmediatas pero también, quizás,
la más patéticas, de una dramatización de la expresión gracias a la
literatura. El primer sentido, el más evidente y vital (la propia
existencia, la infancia, la historia íntima de ilusiones, frustraciones y

242
creencias), es incomunicable. Lo que hay para decir y conocer es
impenetrable, oscuro, poco legible. En la visión que Saer da de la
autobiografía se repite y amplifica su visión melancólica de la
realidad como una selva espesa, en donde el escritor sólo puede,
peligrosamente, hundirse, perderse, diluirse, para transmitir, no un
conocimiento, sino una incertidumbre dinámica: la de un contacto,
una percepción, un fantasma. En los antípodas de cualquier
formalismo, la autorreferencialidad, el borrado, la contradicción y
proliferación semánticas, características de su obra ficcional,
intentan transmitir lo enigmático de lo real. Y, por lo tanto, lo
enigmático de la propia vida, de la propia figura del hombre que
escribe.
Por otro lado es notable que Saer reproduzca, en sus ensayos
sobre otros escritores, el mismo vacío de identidad, de personalidad
e inclusive de voluntad. En El concepto de ficción podemos rastrear
una serie de figuras respetadas o rechazadas de la historia de la
literatura, lo que conlleva una valoración repetida de la
indeterminación o de la especificidad irreductible de lo literario,
tanto en los proyectos de tal o cual creador como en la definición
misma de los géneros o de las posibilidades de interpretación. Y,
por supuesto, en la imágenes positivas de ciertos escritores:
Sarmiento es un verdadero escritor porque, más allá de sus ideas, se
maravilla por lo que las contradice; a Di Benedetto o a Juan L. Ortiz
se los reivindica porque se definen como autores marginados,
atípicos, reacios a etiquetas, nacionalidades y clasificaciones, y
porque trabajan seriamente la originalidad y la aterritorialidad
metafísica de la literatura. Pero es el retrato de Gombrowicz el que
le permite a Saer trazar con más precisión los rasgos de su propia
imagen de escritor:

Ser polaco. Ser francés. Ser argentino. Aparte de la elección del idioma,
¿en qué otro sentido se le puede pedir semejante autodefinición a un
escritor? Ser comunista. Ser liberal. Ser individualista. Para el que escribe,
asumir esas etiquetas, no es más esencial, en lo referente a lo específico de
su trabajo, que hacerse socio de un club de fútbol o miembro de una
asociación gastronómica. [...] A priori, el escritor no es nada, nadie,
situación que, a decir verdad, metafísicamente hablando, comparte con los

243
demás hombres, de los que lo diferencia, en tanto que escritor, un simple
detalle, pero tan decisivo que es suficiente para cambiar su vida entera: si
para los demás hombres la construcción de la existencia reside en rellenar
esa ausencia de contenido con diversas imágenes sociales, para el escritor
todo el asunto consiste en preservarla (Saer 1997b: 17).

El escritor “no es nadie”: la expresión, ya utilizada en “A medio


borrar” para referirse al borrado de Pichón frente a la máquina de
escribir, remite a ese 'ser nada' de la conciencia o saber de una
mentalidad arcaica como la de Waldo. La falta de sentido, el
silencio de los afectos, el vacío del paisaje, la improbable
inteligibilidad de los acontecimientos y las interpretaciones, toda la
esterilidad amarga y escéptica de la melancolía contamina al sujeto
supremo de la expresión literaria: el autor. El relato es imposible y
detrás del texto no hay nadie. La obra, al igual que el mundo, es un
desierto enigmático.
En este plano como en tantos otros, la obra presenta con todo las
primicias de una contradicción de la negatividad; aquí también se ve
surgir una corriente opuesta que sugiere la eventualidad de una
inversión del vacío. En 1991 Saer publica un largo ensayo intitulado
El río sin orillas que, bajo la forma de un viaje espacial y libresco a
lo largo del Plata y del Paraná, esboza un retrato vívido de
Argentina, de su geografía, de su historia, de su literatura; a lo largo
de ese viaje, y como por descuido, abundantes informaciones
autobiográficas aparecen. En realidad el libro plantea interrogantes
complejos alrededor de lo que se podría circunscribir hablando de la
referencialidad de las ficciones saerianas, puesto que muchas
páginas de El río sin orillas dialogan con los relatos del corpus.
Aunque más no sea por la insistente (y a veces humorística)
descripción geográfica: toponimia, vientos, flora, fauna, son
mencionados y comparados con representaciones textuales: la Zona,
tierra de especificidad literaria, encuentra así referentes materiales
(Saer 1991: 101-158). Por otro lado el libro retoma el relato de la
llegada de los españoles en la región (los viajes de Díaz de Solís y
de Gaboto) y sus diferentes peripecias, lo que, a su manera,
contradice la 'no historicidad' de El entenado, una ficción que ya
había representado esos acontecimientos (a partir por otro lado de

244
las mismas fuentes, como el relato de Schmidel, que puede
considerarse como uno de los hipotextos de la novela) (ibídem: 53-
71) . En una lógica similar, leemos descripciones de la pampa del
XIX que se asemejan, irónicamente, a las que habíamos leído en La
ocasión: aquí también, la visión de la pampa yuxtapone realidades
históricas y mitificaciones literarias, tan importantes en este caso ya
que se trata de una posición iconoclasta (ibidem: 78-92). Por fin, el
ensayo sintetiza la historia de Argentina como una historia de
violencia, jugando de nuevo con las expresiones literarias; la última
dictadura, en particular, ocupa un lugar central en ese pasado
histórico y muchos comentarios de Saer sobre el cataclismo moral
del período tendrán ecos ficcionales dos años después en el discurso
de Tomatis, el narrador de Lo imborrable.
Por lo tanto, después de un largo recorrido novelesco que repetía
con tanta insistencia la imposibilidad expresiva, la nada referencial,
la dilución de la percepción, el borrado del pasado en el momento
de intentar atraparlo en un texto, El río sin orillas lleva a cabo una
inversión paradójica, similar a los mecanismos de limitación de la
negatividad que han sido estudiados en el relato. A pesar de las
apariencias, el referente existe, la historia tuvo lugar, el
conocimiento y la expresión parecen concebibles. En ese sentido es
significativo que el libro, que avanza hacia una negrura pesimista (la
tercera parte, intitulada “Invierno” trata de la dictadura) se cierre
con una nota optimista, que retoma las 'epifanías del instante' que
permitían compensar la visión cataclísmica de la cronología. La
cuarta parte, “Primavera”, narra en detalle un momento de “delicia”,
hecho de simple percepción armoniosa de un árbol, el río, una
mujer, dos niños, de algunos momentos mágicos. Esta experiencia
sensible es transmisible gracias a la literatura; su positividad reside
en la capacidad que se expresa en ella de 'nombrar' la felicidad del
instante. Y no es casual que en el mismo capítulo se desplieguen
variaciones sobre los términos utilizados históricamente para
describir el color específico del Plata, o sea sobre un poder de
denominación (ibidem: 205-250). Por otro lado, si esa región del
mundo, que en el inicio del libro el escritor contempla de lo alto de
un avión, es un lugar de pertenencia, su descripción es una manera

245
de describirse a sí mismo, de significarse, introduciendo, también, la
ambigüedad:

Era mi lugar: en él, muerte y delicia me eran inevitablemente propias.


Habiéndolo dejado por primera vez a los treinta y un años, después de más
de quince de ausencia, el placer melancólico, no exento ni de euforia, ni de
cólera ni de amargura, que me daba su contemplación, era un estado
específico, una correspondencia entre lo interno y lo exterior, que ningún
otro lugar del mundo podía darme. Como a toda relación tempestuosa, la
ambivalencia, la evocaba en el claroscuro, alternando comedia y tragedia
(ibidem: 17).

Inferimos en el fragmento el reconocimiento de un origen, la


aceptación de una ambivalencia, la superposición mágica entre
circunstancia y universalidad, y luego, más allá de la distancia, el
“placer melancólico” de contemplar pero también de nombrar ese
lugar que es una imagen cifrada del sujeto.
Porque El río sin orillas no funciona solamente como un espejo
referencial de ficciones que reproducirían la cadena de
confirmaciones y contradicciones de la veracidad de los relatos, sino
también como la fuente secreta de un retrato autobiográfico
(Bracamonte 2000). El texto introduce a cada instante una primera
persona (que de acuerdo con el pacto de lectura es identificable con
la de Juan José Saer), y a cada instante se descubren páginas
autobiográficas que sugieren, con insistencia, puntos en común
entre acontecimientos ficticios y acontecimientos de la vida del
escritor. Por ejemplo, la fundación del fuerte Sancti Spiritus por
Gaboto en 1527 y gracias a un atajo temporal vertiginoso, está
relacionada con el pasado de Saer: “...el fuerte Sancti Spiritus fue
fundado, casi sin ninguna exageración, enfrente de mi casa” (Saer
1991: 57). El marco de la acción de El entenado, así como el de
“Paramnesia”, un relato que se desarrolla en ese fuerte, remiten, a su
manera, al espacio de la infancia:

Los cuatro o cinco pueblos que rodean el que en la actualidad se llama


Puerto Gaboto [...] constituyen el espacio arcaico de mi infancia y uno de
mis primeros recuerdos, justamente, unos cuatrocientos quince años
después de la fundación del fuerte, es el de una tarde domingo, en que

246
estoy saliendo del río... (ibidem: 58)

La autobiografía se entremezcla íntimamente con la historia y con


las ficciones, en un movimiento de confesión, de expresión posible,
aunque el escritor se apresure a comentar ese tipo de digresiones
con una distanciación irónica:

Más de un lector se estará preguntando a qué viene, en pleno relato


histórico, esta digresión autobiográfica. De más está decir que, habituado a
denostar, por principio, toda autobiografía, o a clasificarla, sin muchos
miramientos, en el rubro literatura de imaginación, yo mismo, en su lugar,
hubiese hecho la misma pregunta, pero el hecho de haber nacido, unos
pocos siglos más tarde, casi enfrente del fuerte de Sancti Spiritus erigido
por Gaboto, me permite en tanto que observador privilegiado, apoyar con
datos empíricos... (ibidem: 58-59).

Esta negación de lo que acaba de evocarse se repite luego (“Me he


permitido este nuevo desliz autobiográfico para que el lector
comprenda hasta qué punto, para el hombre de la pampa...”)
(ibidem: 77) y no implica un pudor del escritor (Saer se expone de
manera mucho más espectacular en los fantasmas de sus ficciones),
sino que reactualiza una convicción melancólica sobre la
imposibilidad de alcanzar un conocimiento fehaciente acerca del
pasado y de sí mismo. Por su lado, el subtítulo de El río sin orillas
borra de antemano, en un gesto cuyo sentido se ha vuelto familiar a
lo largo de este trabajo, la dimensión afirmativa, referencial y
autobiográfica que el libro podría introducir en el resto de la obra
saeriana. Efectivamente, la tapa precisa que se trata de un Tratado
imaginario, precaución restrictiva que recuerda la inversión con la
que Roland Barthes iniciaba su libro autobiográfico, Roland Barthes
par Roland Barthes: “Tout ceci doit être considéré comme dit par
un personnage de roman" (Barthes 1986a).
En el plano de los juegos entre autobiografía y obra ficcional, lo
que podría tener mayores consecuencias es un elemento paratextual
aparentemente menor. La dedicatoria del libro está redactada así:
“En el recuerdo de José Saer (Damasco 1905 - Santa Fe 1966) y de
María Anoch (Damasco 1908 - Santa Fe 1990)”, y consolida la

247
impresión entonces de un viaje real hacia orígenes autobiográficos,
hacia un pasado personal asociado, antes que nada, a los padres
(fallecidos en el momento de la publicación del libro, lo que explica
el homenaje). La figura de la madre pareciera particularmente
importante, ya que el regreso no ficcional hacia los orígenes se sitúa
inmediatamente después de su muerte (El río sin orillas se publica
en diciembre 1991). Pero dentro de una concepción de la literatura
en la que todo es significativo, en particular los paratextos30, esta
evocación de los padres sería instructiva para la comprensión de
ciertas páginas de la saga novelesca del escritor. Porque Cicatrices,
esa novela en la que la muerte del padre y el conflicto edípico
desempeñan un papel determinante, fue escrita un año después de la
muerte del padre de su autor; asimismo, Lo imborrable (1993) y su
puesta en escena cataclísmica de la muerte de la madre se publica
poco después del fallecimiento de María Anoch. Esta constatación
incita a volver a otra dedicatoria, la que introducía una reedición de
los primeros relatos y que ya fue citada: “Para Clara y Jerónimo,
estas historias juveniles, como pruebas, frágiles, de que hay tal vez
una vida antes del nacimiento" (Saer 1983a: 7). En una perspectiva
autobiográfica, corresponde leer en ella la afirmación de un
nacimiento de la obra luego de la muerte del padre y como
consecuencia de la partida de Santa Fe (en 1966 y 1968
respectivamente). La escritura aceptada y reconocida es el fruto de
una confrontación con un drama íntimo y con un alejamiento que
evoca los de Pichón y del def-ghi; al mismo tiempo, la creación está
asociada a un nacimiento y la escritura lograda aparece marcada por
un abandono reciente del cuerpo materno (ya que las obras de
juventud serían la prueba de una vida 'prenatal'): todo esto no hace
más que confirmar interpretaciones provenientes de las ficciones.
Lo que habría que subrayar es el movimiento, cifrado pero
indiscutible, de puesta en perspectiva autobiográfica de la propia
obra; por detrás de las negaciones irónicas, hay algo que se asemeja
a una 'confesión' personal que no llega a cristalizarse, que
finalmente no agrega nada en la comprensión de las novelas, pero
que muestra, con su incertidumbre, los conflictos de representación
y borrado que atraviesan la figura del autor en Saer.

248
Frente a la anulación del sujeto, a la incertidumbre generalizada,
a la supuesta impotencia expresiva, se trata de sugerir una
reapropiación silenciosa de lo escrito para firmar, en un rincón casi
invisible de la obra, la autoría de lo representado. Por ejemplo con
intervenciones de los personajes como en Glosa. Cuando el
Matemático y Leto le preguntan con insistencia qué quiso decir
Washington (un escritor), narrando una historia de mosquitos
durante la fiesta de cumpleaños, Tomatis responde con pasión:

Porque el que dice, del mosquito, que es tal o cual cosa, no dice, dice
Tomatis, a decir verdad, del mosquito, nada. Dice de él, no del mosquito,
dice Tomatis, y lo repite [...]: ¡Dice de él! ¡Dice de él!, con el tono no
exento de pasión, de quién, demostrando poco a poco un complot, profiere
por fin la revelación fundamental... (GL 134)

Por otro lado, la confesión autobiográfica tanto como la reescritura


ensayística y referencial de algunas novelas en El río sin orillas, son
medios de acentuar las expectativas del lector y sugieren, en un sutil
sfumato, que si algunos elementos de las novelas son 'ciertos', el
resto (la dimensión autobiográfica sobre todo en su esfera
fantasmática) también lo es. Cuando en alguna declaración suya,
Saer reconoce al pasar esas correspondencias, no hace más que
corroborar un efecto de lectura de su obra: que los colastinés sean
“la tribu de (sus) pulsiones” o que el escritor haya vivido un
episodio depresivo similar al de Tomatis, son informaciones en
alguna medida redundantes frente a la marca íntima de las ficciones
(Saer 1995a: 38, 1995b: 78). El crítico ocupado en encontrar claves
referenciales susceptibles de detener la inestabilidad semántica de la
obra podría dedicarse a identificar paralelismos entre ciertos
elementos de los relatos y la biografía del escritor. Esta posibilidad
no es sólo el resultado de la publicación de El río sin orillas, un
libro que en cierta manera la autoriza, sino la consecuencia de una
impregnación subjetiva, bastante coherente, que recorre los textos,
sean cuales fueren los narradores, las peripecias ficcionales o época
de producción. Sería, de todos modos, un esfuerzo inútil, aunque la
impresión de 'confesión secreta' que deja la saga saeriana sea tan
fuerte, es decir la impresión de una autobiografía imaginaria (así

249
como había un “tratado imaginario”), o la de un intento de
conocimiento que despliega, con virtuosidad, los impedimentos y la
dicha de la escritura melancólica.
Hay un resabio de mala fe en las afirmaciones precedentes, ya
que, con fines demostrativos, llevo las representaciones del autor
implícito y de la autobiografía hasta sus últimas consecuencias (es
algo así como la enunciación de una evidencia o la paráfrasis del
comentario de Tomatis: “¡Dice de él! ¡Dice de él!”). Al hacerlo no
me ocupo — erradamente — de la intención explícita del escritor,
porque el proyecto de alcanzar una expresión vital, esencial,
claramente autobiográfica, está presente en su obra. Y la esperanza
de construir un 'fantasma' que sea elocuente para la colectividad —
que se convierta en un objeto de comunicación eficaz — es también
explícita. Desde cierto punto de vista no se trata de negar el
referente o de poner entre paréntesis su propia figura de autor frente
a la escritura. Al contrario, la voluntad de dominar la obra y de
encontrar en ella un reflejo que pueda proponer interrogantes que
seguramente no tienen respuesta, es muy perceptible. Pero ese
dominio se articula en una distanciación, en la incorporación de los
procesos y motivaciones de la escritura, en una explotación
ficcional de los laberintos de la melancolía, en la construcción de un
mundo complejo y denso, aun si, al final del camino, el escritor
llegue a decirse, como Borges en el epílogo de El hacedor, que ese
mundo, cuyos rasgos fueron dibujados con tanto esfuerzo, traza la
imagen de su propia cara.

Notas

1. Es la conclusión de María Teresa Gramuglio: “¿Podríamos leer allí,


parafraseando a Barthes, la propuesta de un triunfo del relato, la maravilla de
un relato potencialmente infinito y jamás saturable, cuya única interrupción
posible fuera la muerte? ¿O se trata, por el contrario, de marcar los límites, de
señalar la dificultad del relato para dar cuenta de la virtualidad inagotable del
acontecer? El relato, parece decir el texto, es siempre insuficiente” (Gramuglio
1986: 291).

250
2. En una entrevista Saer explica el texto como una metáfora del significante; el
sujeto principal del libro sería, precisamente, la imposibilidad de agotar el
significante (y por ende, la narración), definiéndose como una puesta en duda
de las retóricas realistas (Saer 1997b: 294). El escritor alude también al
contexto 'antirrealista' de la producción de la novela: “En el momento en que
escribí esa obra el realismo era considerado como infamante; los escribas, sin
saber muy bien de dónde venía la consigna, lo habían desterrado de la
república de las letras”.
3. Nótese que, al contrario de los demás personajes de la novela, el padre no
tiene nombre; es, simplemente, el “padre”, lo que privilegia su función sobre
su existencia independiente en tanto que instancia ficticia. Este fragmento ha
sido ya estudiado, en términos a veces similares, por Silvia Larrañaga-
Machalski (Larrañaga 1994: 227 y ss).
4. Sería redundante desarrollar una lectura más compleja a partir de esta cita,
pero nótese que le sentimiento de Wenceslao aquí transmitido retoma algunas
características de la angustia laberíntica estudiada por Gaston Bachelard
(Bachelard 1986: 210-260), y que esa angustia de perderse en un laberinto de
sueños, en un laberinto 'interior' por lo tanto, está perfectamente representada
en los paseos nocturnos de Morvan en La pesquisa.
5. El debilitamiento del padre y la confrontación con lo arcaico que lo sigue
recuerdan el destino del grumete en El entenado, solo en las costas primitivas
de América, 'abandonado' por el capitán que muere en el momento preciso en
que se disponía a nombrar el peligro escondido detrás del vacío aparente de
esas tierras.
6. Al menos en publicación, ya que Cicatrices fue escrito en 1967, mientras que
las fechas de creación de El limonero real irían de 1963 a 1972.
7. Freud evoca, en el caso de Dostoyevski, una culpabilidad de origen edípico
para explciar la pasión autopunitiva por el juego, lo que sería pertinente en
este ejemplo en la medida en que El jugador es uno de los hipotextos de la
novela (Freud 1972i: 3004-3016).
8. En una entrevista de 1988 Saer afirma que “ocasión es también
acontecimiento” y alude a los ecos de Kierkegaard en su novela (Saer 1988).
9. Dentro de las estrategias de reescritura estudiadas por Florencia Garramuño,
se puede constatar que el “retorno al pasado” conlleva un regreso a la
“garantía del hilo narrativo”, pero ese regreso, en la medida en que supone
una autorreferencialidad (una inclusión, en la enunciación, de ciertas
ficcionalizaciones del acto enunciativo), también funciona como una “crítica
al uso aproblemático de esos modos enunciativos en los textos del pasado”
(Garramuño 1997: 11-16).
10.Con respecto al final trunco, Saer afirma que éste corresponde a una especie de
parodia de las novelas decimonónicas, y agrega: “Evidentemente, aquello que
el lector está esperando saber, no lo sabe nunca. Lo cual supone un salto
importante cuando uno está escribiendo una novela. Yo mismo como lector, si

251
estuviese leyendo una novela policial, pediría que me devuelvan mi dinero"
(Saer 1995c:155).
11.Saer recusa la idea, desarrollada por la crítica, de un retorno al relato clásico
después de Nadie nada nunca, y defiende la idea de una experimentación de
otro tipo con los límites del relato: “No es que yo reivindicara un relato
tradicional cuando hacía esas cosas — El entenado, La ocasión — sino que
quería tomar elementos del relato tradicional pero tratarlos de otra manera, no
los mismos que en los otros relatos" (Larrañaga 1994: 648).
12.Por ejemplo, léase la descripción de las dificultades que tiene el grumete en el
momento de reconstruir el pasado, es decir de organizar en relato: “El centro
de cada recuerdo parece desplazarse en todas direcciones y como cada detalle
va creciendo en el conjunto, y, a medida que ese detalle crece otros detalles
que estaban olvidados aparecen, se multiplican y se agrandan a su vez,
muchas veces me digo que no solamente el mundo es infinito sino que cada
una de sus partes, y por ende mis propios recuerdos, también lo es. En esos
días me sé decir que los indios, guardándome tanto tiempo con ellos, no
supieron preservarme del mal que los roía” (EE 176-177). Esta descripción
podría corresponder a la puesta en duda del relato lineal en varios textos de
Saer (y sobre todo en El limonero real). Las trabas al relato, programáticas, se
convierten también en ficción justificadora y superadora en El entenado.
13.Myrna Solotorevsky desarrolla una lectura del relato que se limita a verlo
como un ejemplo de las teorías del Nouveau roman (y viendo las
especificidades de esa tendencia literaria como manifiestos vanguardistas y
marcadamente 'ideológicos'). Sin embargo, la autora llega a una conclusión
interesante, al afimar que la revelación final se define como una toma de
conciencia frustrante y disfórica; el deseo y la desilusión que entonces
emergen serían un rasgo modernista pero, en la medida en que no hay una
perspectiva heroica sino una tonalidad escéptica de autoironía, el relato sería
un ejemplo de la tradición posmoderna. (Solotorevsky 1991 y 1993).
14.Para refrescar la memoria: “En uno que se moría/mi propia muerte no vi,/pero
en fiebre y geometría/se me fue pasando el día/y ahora me velan a mí.”
15.Doy algunos ejemplos de las primeras páginas: “...en una palabra, en fin, o en
dos mejor, para ser más exactos, todo eso” (GL 14); “..el sol [...] ha llegado a
estar lo bastante alto, en la mitad de su ascenso pongamos, como para que, por
la intensidad de eso que llamamos luz, llamemos, al estado que resulta, la
mañana...” (GL 18); "Leto ni se da vuelta y, en rigor de verdad, como se dice,
¿no?...” (GL 22).
16.Es la visión de Saer: “Y bueno, aquí, habrás notado que en el tiempo real de la
novela, la novela termina bien. Y ése es un poco el sentido de la comedia. Es
decir que mientras se puede detener un poco el tiempo, hay comedia. Pero si
el tiempo continúa, toda comedia termina en tragedia. Pero en el tiempo real
de la novela, es decir el que va desde la primera cuadra hasta la última, ése es
el tiempo real, ahí todo termina bien” (Saer 1988b: 159).

252
17.La misma visión de un instante mágico como resolución de las aporías del
tiempo pero también como medio de aplacar angustias melancólicas, aparece,
con sentidos diferentes, en muchos otros textos, por ejemplo en las últimas
páginas de El río sin orillas. Sobre el valor del presente en la representación
del tiempo histórico, cf. infra: “El retorno de la historia: la dictadura según
Saer”.
18.“Generalizando el caso anterior, podríamos inferir que todas las formas tienen
su virtud en sí mismas y no en un «contenido» conjetural. Esto concordaría
con la tesis de Benedetto Croce; ya Pater, en 1877, afirmó que todas las artes
aspiran a la condición de la"música que no es otra cosa que forma” (Borges
1985b: 11). Significativamente, las más agudas experimentaciones formales
de Saer corresponden al período de su creación en donde el escritor pretendía
reproducir modelos musicales: “Personalmente escucho mucha música, y
frecuentemente su perfección formal despierta en mí la nostalgia de un relato
que sea forma pura, a lo cual tiende, sin ninguna duda, El limonero real que,
hacia el final busca desprenderse de los acontecimientos para resolverse poco
a poco en forma pura” (Saer 1997b: 296).
19.Otro ejemplo que asocia, en una modalidad diferente, una problemática de
identidad y una distanciación y exposición de la artificialidad del lenguaje se
encuentra en La ocasión. El protagonista, Bianco, cuya indeterminación
identitaria ya ha sido comentada, habla muchos idiomas, todos con acento
extraño, como si tuviera una “malformación en la lengua”, en la medida en
que está hecho de “indeterminaciones de varios órdenes, natales, raciales,
lingüísticas” (LO 18). Por otro lado, el narrador, constantemente, precisa en
qué lengua se expresan algunos personajes (aunque todo el texto esté escrito
en castellano), mostrando a cada paso que siempre una multiplicidad
laberíntica de posibilidades se le presenta al locutor — o al escritor.
20.Véase descripción de la lengua en la novela, que incluye, a su manera, un
interpretación (EE 156-157). Es interesante también el análisis del campo
semántico de la palabra def-ghi (EE 171-173).
21.Nótese que esta relación palabra-realidad parece ilustrar la creencia en una
omnipotencia de las ideas que Freud les atribuye a los pueblos primitivos,
omnipotencia que sería, de todos modos, característica del pensamiento
infantil (Freud 1972e: 1794-1809).
22.Sobre características del discurso melancólico, marcado a la vez por una
conexión lógica desmesuradamente importante pero carente de diferenciación,
consistencia, vitalidad, significado, y sobre la afirmación de la negación,
paradoja inherente a la expresión melancólica, véase Marie-Claude Lambotte
(Lambotte 1993: 375-411).
23.Esta interpretación, a menudo propuesta por otros críticos, fue formulada muy
detalladamente por Graciela Montaldo: “Inmediatamente después de esta
pérdida-restitución del lenguaje («z-a» final y reinicio) comienza el relato del
génesis de las islas. La mancha negra se convierte entonces no sólo en la

253
disolución discursiva sino también en la instauración de una nueva posibilidad
de recomponer ese discurso a partir del cual sea posible retomar la narración
que se diluyó en la 'oscuridad'. La salida de la mancha negra, a través de los
primeros 'balbuceos', parece requerir una narración genética para volver a
abordar — a partir de una lengua recién re-constituida — la historia”
(Montaldo 1986: 67).
24.Como en el caso de Waldo, la obra de teatro escrita por el grumete en El
entenado produce un marcado entusiasmo en el público, lo que lleva al
narrador a preguntarse si su comedia transmitía, sin que él se diese cuenta,
“algún mensaje secreto del que los hombres dependían como del aire que
respiraban”, aunque de sus versos “toda verdad estaba excluida” (EE 138-
139). En Las nubes, otro 'demente' perdido en la pampa, Troncoso, retoma
algunos rasgos de profeta y creador de discursos ilógicos pero fascinantes para
sus interlocutores (LN 206-207).
25.A menos que algunos galicismos (por ejemplo “obseder” por “obsesionar” —
LO 21 —, “evitar de hacer” por “evitar hacer” — LP 101) correspondan a una
intención de recrear particularidades verosímiles del habla de un argentino que
residió en París durante años.
26.Lo que, recordémoslo, tiene algo de cierto: no porque los acontecimientos
contados remitan a una historia real, sino porque una historia real los inspira;
en alguna medida, la ironía es aquí también autoironía.
27.La lectura de esta cita se presta a múltiples comentarios. Uno de ellos,
anecdótico pero significativo de cierta relación con los lectores, trata de la
dimensión polémica que toma la elección del estilo de La pesquisa. Saer
comenta en estos términos la recepción de Lo imborrable: “Ese libro le cayó
mal a mucha gente porque dicen que yo soy grosero, que mi estilo no es el
mismo de siempre, pero en realidad en la novela está hablando Tomatis, y yo
tenía que adoptar otro lenguaje que no fuese el mío. En La pesquisa he
restituido la decencia que esperan ciertos críticos de «un narrador serio»”
(Saer 1995a: 38).
28.La imagen de una construcción sofisticada, como punto de paso a la locura y a
la creación, ya aparecía en Glosa en la figura del padre de Angel Leto, ese
hombre que pasa su tiempo montando y desmontando mecanismos sutiles de
radiotelefonía o televisión que le dan “una coherencia irrefutable” a su delirio
(lo que lo lleva al suicidio). Nótese, también, que la puesta en escena de los
días que preceden su muerte son calificados de “comedia” (como Glosa, la
novela que contiene el relato de su destino), que los demás personajes parecen
perdidos por falta de “director” después del suicidio, y que, muchos años más
tarde, la evolución de la personalidad de Angel, anunciadora de su propio
suicidio, incluye un extrañamiento comparado con el comportamiento de un
actor que interpreta varios papeles secundarios en una misma comedia (GL 79
y 244). Dentro de la exposición aguda de la construcción narrativa, el trabajo
del escritor está comparado con esos intentos de 'construir' un objeto de

254
comunicación complejo, de 'fijar' un comportamiento para los personajes, y de
'fracasar' en una autoanulación final.
29.Sobre la definición y evolución del concepto de autor (su 'muerte y
resurrección'), véase Michel Contat (Contat 1991), que analiza las posiciones
clásicas de Borges, Barthes, Foucault y Deleuze.
30.De acuerdo a las afirmaciones del propio Saer: “En mis libros todo tiene
relación: la dedicatoria, cuando hay alguna frase en la dedicatoria, y los
acápites, naturalmente, ¿no?, o los epígrafes” (Linenberg 1987: 416-417).

255
6
Tradición, saber, reescrituras

Toi, le coude au genou, le menton dans la main,


Tu rêves tristement au pauvre sort humain:
que pour durer si peu la vie est bien amère,
que la science est vaine et que l’art est chimère.
Théophile Gauthier

El relato y el lenguaje permiten la confrontación fértil de una


sensibilidad con un código (el de los modos narrativos heredados, el
del lenguaje organizado y preestablecido antes del inicio de la
escritura). Ambos sistemas no son, por supuesto, abstractos ni
virtuales, sino que se inscriben en una esfera cultural y vinculan al
individuo con una organización semiótica del mundo que lo supera.
Los relatos de Saer exhiben de cierta manera esa situación, en donde
una posición afectiva va a ponerse en escena en sus conflictos con
los códigos de comunicación preestablecidos: el relato y el lenguaje
son los vectores de una dramatización singular, que remite a la
carga fantasmática de la obra tanto como a las problemáticas
culturales subyacentes en el período de su escritura. Así como el
niño integra el código lingüístico materno, con dificultad y gracias
primero a la imitación, hasta lograr apropiarse de ese sistema de
signos ajeno, ya constituido, el escritor, en la versión saeriana,
también parece ir redescubriendo y aprendiendo los elementos
dispares de modos de expresión heredados y que, en un primer
momento, suscitan más desconfianza que adhesión. El proceso de
redescubrimiento del relato y del lenguaje, paralelo a las peripecias
afectivas de la melancolía, lleva en sus consecuencias a una
problemática central, tanto de la literatura contemporánea — de más
está decirlo — como de la obra de Saer: la relación con el saber, la
tradición, las filiaciones literarias. La reescritura, gesto que se
confunde con el de la creación, marca los límites y las posibilidades
de la posición de un escritor enfrentado con todo lo que ya ha sido
escrito, pensado, descubierto, organizado; de un escritor solitario

244
frente a una barrera inhibidora y a una lucidez irónica. La impresión
de que el único camino que se puede recorrer es el que ha sido
trazado por otros y al mismo tiempo la repetida conciencia de que la
escritura es un proceso de búsqueda y renovación, producen
entonces una dinámica de relecturas, citas, reescrituras,
ficcionalizaciones cruzadas de saberes dispersos.
Lo que estoy evocando aquí es a la vez un fenómeno mayor de la
creación literaria (y en general artística) de fines del siglo XX y
como tal es, también, un lugar común de la crítica. Retomando las
opciones iniciales de este trabajo, es decir proponer una
interpretación peculiar de la obra de Saer (evitando en la medida de
lo posible toda repetición de las constantes ya estudiadas, y
prefiriendo más bien la singularidad que permita un conocimiento
mayor del objeto), retomando entonces esas ideas iniciales, dejo de
lado conscientemente todo lo que podría decirse sobre las prácticas
de reescritura, intertextualidad y relación con la tradición en la obra
de Saer a partir de fenómenos culturales o ideológicos. Por otro
lado, las estrategias intertextuales y las incorporaciones ficcionales
de 'saberes constituidos' (o sea de un saber reconocido por grupos
sociales en tanto que explicaciones de fenómenos del universo), son
uno de los aspectos más ricos y complejos del corpus. Algunos,
como la relación con las fuentes y la visión de la historia en El
entenado o el diálogo con el género policial en La pesquisa han sido
tratados en varios ensayos críticos; otros merecerían serlo. Aquí me
limitaré a comentar algunos gestos de recuperación, variación y
transgresión de modelos, textos y saberes, que pueden explicarse o
ponerse en relación con la posición melancólica analizada, a fin de
exponer las paradójicas modalidades de representación de la
tradición que esa actitud afectiva determina.
En todo caso, para el que contempla la impresionante
construcción narrativa de Saer y se concentra en las corrientes
intertextuales de todo tipo, así como en las alusiones a un saber
constituido, la imagen es, a primera vista, desconcertante, en la
medida en que el enmarañamiento de referencias y procedimientos
parece inextricable. Encontramos una proliferación de personajes de
escritores o de lectores de literatura que, de más está decirlo, hablan

245
de literatura y hacen alarde de nombres, títulos, citando seriamente
o deformando fragmentos, o profiriendo juicios cuyo sentido y
función son inciertos (¿intervención del autor, contrapunto irónico,
puesta duda de las expectativas y de las escalas de valores del lector,
de los medios, de la crítica universitaria, o, en realidad, 'guía' de
interpretación de la obra que los incluye?). Encontramos también
referencias y citas intertextuales de obras conocidas: situaciones,
personajes, niveles de lengua, esquemas narrativos, aparecen como
indicios, no siempre descifrables a primera vista, que exigen una
interpretación y sugieren, por lo tanto, un sentido trascendente.
Encontramos inclusive, como variante extrema de esta última
eventualidad, verdaderos procesos de reescritura, con el doble
movimiento de recuperación, distanciación y crítica que ésta
supone. En una perspectiva similar, encontramos complejos juegos
de aplicación transgresiva de algunos géneros muy codificados de la
literatura occidental (la novela policial, la novela histórica, el cuento
popular, para nombrar sólo tres). Encontramos una biblioteca, así
dibujada, que integra nombres heterogéneos, pero en la que figuran
en primer lugar algunos textos fundadores, es decir asociados a una
idea de origen (las Crónicas tanto como el Martín Fierro y toda la
literatura sobre la pampa del siglo XIX, por ejemplo). Encontramos
una profusión de alusiones a la ciencia — incluso a las ciencias
exactas o 'duras' —, y en particular a grandes sistemas de
conocimiento e interpretación, como la antropología y el
psicoanálisis. Encontramos páginas que funcionan como 'puestas en
ficción' de algunas ideas filosóficas o de algunos diagnósticos
psicoanalíticos. Encontramos la demostración repetida de un
dominio conceptual de las teorías contemporáneas sobre el texto
literario y una tensión permanente entre una exposición y una
superación contradictoria de esas teorías. Encontramos, para
terminar sin ser exhaustivos, una posición irónica que domina todos
estos elementos, como un nuevo desdoblamiento de las huellas
intertextuales, ya que la ironía, reflejo del reflejo, conciencia del
pensamiento que se observa a sí mismo, es un medio de
contemplarse en los escritos de los demás.
Ante semejante complejidad, una intuición se impone: frente al

246
saber, a la tradición, a la biblioteca que precede esas ficciones debe
suceder algo fundamental; bajo la proliferación invasora — y
supuestamente estelirizante —, una línea coherente debe
esconderse. En este aspecto mi hipótesis consiste en suponer que el
conflicto melancólico puesto de relieve motiva ciertos dispositivos
de la práctica intertextual y de la incorporación de algunos aspectos
de la tradición y del saber constituido en la obra de Saer — de
rendir cuenta con las limitaciones y las especificidades arriba
explicadas. La confirmación, luego del análisis, de esta hipótesis,
permitirá quizás resolver una contradicción que salta a la vista y que
puede delimitarse con algunas preguntas: ¿cómo conciliar la
omnipresencia de las representaciones de lo íntimo, lo pulsional, lo
regresivo, lo material, lo perceptivo, lo fantasmático, con contenidos
digamos culturales, también omnipresentes? ¿Qué relación se
establece entre la nada tantas veces mencionada y este florilegio
bibliográfico? ¿Dónde se encuentran los pasajes que vinculan la
Biblioteca de Babel saeriana con las islas barrosas de la Zona?
Una constatación ante todo, superficial pero sugestiva: la
proliferación intertextual, apenas esbozada en los párrafos
precedentes, recuerda la multiplicidad (del relato, del léxico, de la
materia desmenuzada) ya señalada. Ahora bien, si la multiplicidad
significaba, en otros niveles, una anterioridad — los orígenes del
mundo, de la fábula, del hombre, de las palabras, que nacen y toman
formas inestables —, y si la multiplicidad transmitía nostalgias
melancólicas sobre una unidad perdida, en este caso la proliferación
orienta hacia otra actitud saturnina, marcada esta vez por la
posteridad. Por un lado se trataba de remontar el tiempo, por el otro,
de confesar que es, en alguna medida, demasiado tarde: la inanidad
esencial del propio proyecto de escritura se explica por una
conciencia lúcida sobre lo que precede. Frente a los esplendores del
pasado literario es inútil alzar la voz para agregar una nota
obligatoriamente débil o disonante. Sin embargo, el melancólico no
se rinde, recorre esos escritos del pasado con particular insistencia,
como si quisiera atesorar discursos capaces de transmitir, con
mágico poder, un indecible que su propio discurso no logra
formular. Jean Starobinski, leyendo la Anatomy of Melancholy de

247
Robert Burton (1621), identifica ya en esa época una actitud mal du
siècle antes de tiempo, actitud que, desde la Antigüedad hasta la
posmodernidad, es inherente a la cuestión de la creatividad y la
novedad literarias. Un párrafo elocuente de Starobinski que me
atrevo a traducir:

Nada nuevo, ésa es una de las convicciones fundamentales de la


conciencia melancólica. Por lo tanto, todo ha sido dicho, todo está
acabado. Y sin embargo, Burton está empeñado en un trabajo
interminable, en una operación que no tiene fin. Porque la melancolía que
se toma a sí misma por objeto de su labor es insondable: se describe, se
analiza, se contempla sin llegar nunca hasta el fondo. ¡Imposible agotar el
tema! Sería agotar el mal que de antemano se sabe que es inagotable. [...]
Para colmar su propio vacío, el autor de la Anatomy of Melancholy
acumula las palabras de los otros, las citaciones latinas, la sabiduría de las
naciones, toda la interminable palabrería que viene de otro lado. Se llena
de substancia ajena (Starobinski 1962: 22-23).

La reflexión de Starobinski podría servir de punto de partida para


una interpretación de las recurrencias saerianas y de la tarea, a su
manera interminable (porque repetitiva, hecha de autodestrucciones
y de reinicios), emprendida por el escritor argentino. Esos
comentarios son interesantes, sobre todo, por el vínculo que se
establece entre melancolía y enciclopedismo, entre una esterilidad
aparente y un culto paradójico a las obras del pasado. El
melancólico, en tanto que figura tradicional, se caracteriza por la
tristeza pero también por una dolorosa meditación que conlleva un
conocimiento de los diferentes modos de pensamiento: junto con su
carácter solitario, incapacitado para la acción, aparecen rasgos de
sabiduría y lucidez que son inherentes a su estado (Redondo 1997:
121-146). La impresión de falta de sentido del universo (esa
revelación que irrumpe como un ataque de locura en la conciencia)
o el descubrimiento de lo inoperante de los sistemas de
representación existentes (lenguaje, relato) van a la par de un
conocimiento agudo del pasado, de un diálogo intenso con la
tradición, a la vez horizonte nostálgicamente inalcanzable e
instrumento ineficaz para atribuirle por fin un sentido a la realidad
que el sujeto percibe.

248
Con respecto a la posición ante la tradición y a la ambivalencia
de Proust (la dificultad de encontrar un tema personal y original se
convierte, en sí, en el tema que Marcel ha buscado a lo largo de En
busca del tiempo perdido), Daniel Gunn señala que el mayor
sufrimiento viene de la incapacidad de hablar con palabras que no
sean las palabras de los otros y formula la hipótesis de una
'resistencia del arte' que sería, de por sí, fértil. Es decir que el crítico
se pregunta si los imperativos formales de la literatura (y ante todo
la necesidad primordial de un inicio y de un final), no son de cierto
modo productores y reproductores de literatura (Gunn 1990: 131).
La creación se llevaría a cabo entonces en un estado de tensión entre
rechazo y aceptación de una tradición codificada. Las subversiones
del relato y del lenguaje, y la superación de las tentaciones de
anulación, ya estudiadas, confirman estas hipótesis. Escribir sería, al
mismo tiempo, confrontarse con un 'libro ideal', portador de una
verdad plena, destinado a una universalidad sin límites; a un libro
que pondría el punto final a todos los libros y que diría la última
palabra, pero es un libro traicionado por el libro real, por las frases
efectivamente escritas. Escribir sería matar a ese libro ideal, a ese
'niño maravilloso' que se lleva dentro, aceptando renunciar a una
representación de la plenitud (ibidem: 65)1. La plenitud se encuentra
en otra parte, en los libros de los demás, en la tradición que, a pesar
de las relecturas, la ironía, la reescritura, no se deja nunca dominar
totalmente. Escribir es, en la posición melancólica, enfrentarse con
un vacío y un exceso que vuelven vana de antemano la aventura que
comienza. En el Museo de la novela de la Eterna, una novela que no
termina de empezar, que despliega una mirada incrédula sobre las
inmensas tierras por recorrer, que se interroga sobre las
posibilidades de decir lo que no será dicho, Macedonio Fernández
escribe un ”Prólogo a la eternidad” que ilustra la posición
comentada:

Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le


decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También
eso ya me lo han dicho, repuso quizá desde la vieja, hendida Nada. Y
comenzó.
Una frase de música del pueblo me cantó una rumana y luego la he hallado

249
diez veces en distintas obras y autores de los últimos cuatrocientos años.
Es indudable que las cosas no comienzan; o no comienzan cuando se las
inventa. O el mundo fue inventado antiguo (Fernández 1999: 175).2

Las estrategias intertextuales de Saer se inscriben en esa


perspectiva. Su diálogo con las obras del pasado, de peculiar
intensidad, es simétrico a las interrogaciones sobre el código
narrativo o el lingüístico, y desencadenan una búsqueda de sentido
que pasa por una negación (desacralización, ironía, transgresión) y
por una recuperación (reescritura, cita, nostalgia). Los relatos de los
otros se confunden con un objeto perdido, con ese libro que es
impensable escribir; “La mayor”, gracias a sus alusiones inaugurales
al poder de evocación mnemónicas de Proust, y por lo tanto a su
poder de creación/recreación del pasado, es paradigmático desde
este punto de vista (recuérdese: “Otros, ellos, antes, podían”). Citar
(o reescribir, o referirse), es otra manera de expresar una separación:
ese libro, no se lo escribirá, es otra plenitud que no será alcanzada
(al igual que los colastinés veían el placer pulverizarse en el
momento de cumplir su deseo de consumir carne humana). Citar es
rebelarse, rechazar con deformaciones el modelo, la tradición, los
esquemas que anulan, a priori, la propia expresión o la condenan a
ser insuficiente. Pero citar es también protegerse: frente al libro
infinito, al texto como un espejo de lo idéntico, a la tentación de un
regreso sin límites hacia afectos primarios, citar es hallar el camino
de la comunicación, es recurrir a una palabra preestablecida, es
significar la intención de integrar un código, como el def-ghi, en el
plano de la fábula, lo integra y se vuelve escritor. El grumete,
después de ese cruce del océano que se asemeja a un pasaje por una
nada circular y sin puntos de referencia (“Mar y cielo iban
perdiendo nombre y sentido” — EE 15), se regocija con su llegada a
una tierra firme, aunque sea una tierra hostil o al menos desconocida
para él:

La alegría fue grande; aliviados, llegábamos a orillas desconocidas que


atestiguaban la diversidad. Esas playas amarillas, rodeadas de palmeras,
desiertas en la luz cenital, nos ayudaban a olvidar la travesía larga,
monótona y sin accidentes de la que salíamos como de un período de

250
locura. Con nuestros gritos de entusiasmo, le dábamos la bienvenida a la
contingencia. Pasábamos de lo uniforme a la multiplicidad del acaecer. [...]
Teníamos enfrente un suelo firme en el que nos parecía posible plantar
nuestro delirio. (EE 17)

Esta llegada celebrada es la llegada al sentido anhelado, o sea al


relato, al lenguaje, pero también a la tradición. La herencia, aunque
traicionada, transgredida, ocultada, se sitúa en esa tierra firme en
donde es posible “plantar” su propio delirio; después de la nada
anuladora en donde el mundo sólo existe en el recuerdo de un
individuo, después del vacío impecable percibido en la mitad del
océano por la expedición, las costas americanas traen consigo las
representaciones codificadas que son esa naturaleza exuberante y
esa geografía excesiva, traen las Crónicas y los libros de viajes del
XVIII y del XIX, traen la historia, la antropología de los pueblos
primitivos, traen la literatura que transformó en objetos estéticos,
ideológicos, identitarios todos esos elementos, traen las parodias y
miradas irónicas sobre esos procesos culturales, traen el lenguaje
peculiar que se hablará en esas costas y en el que está escrito el libro
que leemos, y muchas otras cosas. Así como el grumete viaja,
regresa y renace hasta recuperar el lenguaje y el relato, la travesía
también implica una recuperación problemática pero indispensable
del pasado cultural. Porque además de una coordenada imaginaria,
de lo que se trata es de una concepción dinámica de la tradición. Y
en un artículo reciente Saer escribe una frase perfectamente límpida
sobre el tema: “La tradición sería esa constante que permite a
nuestras pulsiones y a nuestros tanteos transformarse en símbolos,
es decir en cultura" (Saer 1997a: 16).3
Por último, hay que subrayar que los juegos intertextuales y los
avatares de una representación del saber llevan la marca, también,
de los conflictos edípicos — con las especificidades del corpus: el
padre está ausente, el padre está muerto, el padre es el objeto de una
búsqueda que pasa por un reaprendizaje. También reconocemos las
huellas del reencuentro con la palabra: frente al mundo pulsional, la
asimilación de una norma sirve de tabla de salvación y de
recuperación del sentido. La pérdida del objeto de deseo será
asumida bajo la forma de una nostalgia y de una verbalización de

251
fantasmas. Para el melancólico, afirma Kristeva, la instauración de
una filiación simbólica gracias a la literatura es un gesto de
desapego y de nostalgia por la madre perdida; es una manera de
significar la separación (lo que será válido tanto en la integración de
otros autores, textos y tradiciones, como en la creación de
verdaderos abolengos de personajes en el mundo cerrado de la
Zona) (Kristeva 1987: 34-35). Más allá de las funciones en la
economía de los relatos y de las concepciones de la escritura que se
deducen de la omnipresencia de la alusión, la cita o la reescritura, se
podría cotejar la dinámica del padre borrado, matado, buscado,
reencontrado (que son figuras recurrentes de la Novela familiar), y
la relación compleja que la obra de Saer establece con sus
'antepasados'. La biblioteca es la otra cara de la Zona: de los dos
lados se ven surgir linajes entrecruzados y conflictos de pérdida y de
recuperación. A pesar de la diversidad, a pesar de la capacidad de
variar las fuerzas ajenas que actúan en la ficción, los procesos
intertextuales parecen repetir entonces los movimientos de
atracción, rechazo, pérdida y nostalgia de la posición melancólica.
Por otro lado, la ironía será un elemento omnipresente en este
proceso. No se trata, por supuesto, de una ironía definida en
términos retóricos que supondría una contradicción entre dos
mensajes, uno explícito, el otro implícito y de algún modo opuesto
al primero, sino más bien de una posición ante lo narrado; o sea una
representación de fragmentos de lenguaje, de situaciones narrativas,
ideas o creencias, que demuestran una inadecuación esencial, una
falta de adhesión, una distancia, sin que haya 'otro' contenido. Desde
este punto de vista, la ironía corresponde a una actitud moral o a una
búsqueda de verdad y no a una figura de estilo. La práctica
intertextual, sea como fuere, es inseparable en Saer de cierta dosis
de ironía, o al menos de la articulación de una mirada irónica sobre
el pasado literario y los saberes constituidos. En la medida en que la
ironía conlleva, obligatoriamente, una alusión a otro texto (bajo
formas múltiples), esta afirmación no es en sí sorprendente: ironía e
intertextualidad se encuentran a menudo asociadas. Algunos críticos
se preguntan inclusive si no corresponde percibir en la ironía un
condensado de los rasgos específicos de toda literatura:

252
comunicación diferida, ambivalencia, juego con los valores,
desdoblamiento, papel de lo implícito, importancia de las
resonancias intertextuales, creación de un lector partícipe, son
componentes activos en una tanto como en la otra (Hamon 1996:
13-42 y 153). Estas afirmaciones, demasiado generales, no permiten
avanzar. En cambio es interesante notar que la ironía supone una
lucidez, una conciencia, un control, pero que tienden hacia la nada,
que alcanzan una plenitud autodestructora, según la opinión de
Vladimir Jankélévitch: “La ironía, es la conciencia de la revelación
con la cual el absoluto, en un momento fugitivo, se cumple y al
mismo se destruye; y el arte no es sino el instante de pasaje, la bella
y frágil apariencia que a la vez expresa y anula la idea”
(Jankélévitch 1979: 18-19, traducción mía). Aquí reconocemos la
actitud saeriana de enunciación, reflejo y caída en el vacío del
sentido. Se instala una inteligencia aguda, una clarividencia
desilusionada que, por la concatenación de inversiones irónicas,
parecen signada por la sinrazón. Porque la ironía no es sólo un rasgo
inherente a la intertextualidad, también define un modo de
aprehensión del mundo y de la literatura que, ante el más mínimo
trastorno podría, por exceso de lucidez, destruir los puentes que
unen la conciencia y el resto del mundo para caer en la
indeterminación — indeterminación que, sin embargo, es el punto
opuesto de la lucidez irónica. Eso le sucede a Morvan, el
investigador perspicaz en La pesquisa durante su afasia final: no
habla, duda entre la afirmación y la negación y, de tanto en tanto,
emite una risita singular: “De vez en cuando, la risita sarcástica y
pensativa reaparecía, lo cual, en vez de hacer progresar los
interrogatorios, los empantanaba, porque esa convicción secreta y
satisfecha que la risita parecía revelar, era como una pared lisa de
acero que se interponía entre él y el universo...” (LP 154).
Efectivamente, el mecanismo es paradójico: por un lado hay una
adhesión regresiva a la materia, una ficcionalización multiforme de
los orígenes y de las tentaciones de regreso a la madre arcaica; del
otro, una distanciación radical, hecha no sólo de conciencia, sino
también de una cadena sin fin de elaboraciones motivadas por esc
misma conciencia: una construcción a la vez explicativa, ocultadora

253
y negadora. La utilización del saber psicoanalítico en el corpus debe
inscribirse en esa perspectiva: es un medio para poner en escena
conflictos latentes y pulsiones ocultas, pero en la medida en que a
esa utilización se la acompaña de la afirmación constante de un
saber racional, de un control de lo que se expone, y también de
algunas inversiones que impiden la instalación duradera de una
interpretación psicoanalítica en el horizonte narrativo, se puede
deducir que el psicoanálisis está utilizado a partir de una posición
irónica. Por lo tanto, la expresión esbozada pierde su sentido, no
tiene trascendencia: en vez de abrir los caminos de una
comunicación, la ironía parece cerrarlos, uno a uno, negando la
eventualidad de una construcción que corresponda a los contenidos
profundos del sujeto. En última instancia, la dinámica de afirmación
de una lucidez todopoderosa culmina, como se podrá constatar en el
análisis de algunos ejemplos, en una multiplicidad asemántica que
se asemeja a la indeterminación del punto de partida.
La ironía, tanto como la intertextualidad, son sin embargo
espacios para emerger de la indeterminación que acosa al
melancólico; por lo cual, desde siempre, la ironía está íntimamente
asociada a la melancolía4. En La princesa Brambilla de E.T.A.
Hoffmann hay una figura perfecta que ilustra esa asociación.
Gracias a un reflejo en una fuente, la melancolía va a ser superada:

El Pensamiento destruye la Intuición, y arrancado del seno de la Madre, el


hombre erra sobre la tierra tambaléandose en el extravío de la ilusión, en la
ceguera del vértigo, hasta el instante en que el propio reflejo del
Pensamiento le procura al Pensamiento en sí mismo el Conocimiento de
que el Pensamiento existe, y que en el seno de la mina infinitamente rica y
profunda que le ha abierto la Reina maternal, es el Pensamiento el que
reina como un amo, aunque tenga que obedecer como un vasallo.

Jean Starobinski, que cita el fragmento, ve en él un movimiento


básico de la ironía (pensamiento que se piensa y que se apodera de
su propia soberanía) (Starobinski 1966b: 446, traducción mía);
también podríamos leer allí la función de protección, gracias a una
separación simbólica, que la razón le propone al hombre extraviado
en los laberintos de lo idéntico. Pero ese pensamiento conduce al

254
conocimiento, no a la acción; permite percibir, nombrar, comunicar,
no recuperar. Para Kierkegaard la ironía es la otra cara de la
melancolía porque su desapego es ilusorio, lo que implica riesgos,
ya que el vértigo de lo posible puede llevar a la pérdida de equilibrio
del ironista (ibidem: 457). Nada se gana para siempre: la
comprensión, la autorreflexividad, la inclusión de todo el saber del
mundo, no son sino efímeras protecciones frente al abismo de la
muerte regresiva. La ironía es una trampa porque ayuda a delinear
los contornos del propio sufrimiento, ofrece medios de exposición
distanciada de lo que hasta entonces se encontraba 'adherido' al
sujeto, propone el bálsamo de un conocimiento reflexivo, pero, en el
mismo movimiento de denominación y aprehensión, la ironía
pervierte los alcances de lo enunciado, desvaloriza, por su
relatividad pesimista, todas la verdades, transforma el retrato — que
sin embargo ella misma ha dibujado — en caricatura, y al fin de
cuentas, encierra al sujeto en un indecible mucho más profundo. Es
sobre esa línea, suspendida entre el humor negro de la melancolía y
el brillo gélido de la ironía, que la intertextualidad saeriana traza su
trayecto inestable.

6.1 - Orígenes (El entenado)

Tú que puedes, vuelveté,


me dijo el río llorando
los cerros que tanto quieres,
me dijo,
allá te están esperando
Atahualpa Yupanqui.

En la mayoría de las posturas que se insinúan en la representación


intertextual se encuentran signos que remiten a elementos arriba
resumidos; el recorrido por algunos casos de intertextualidad o de
inclusión del saber, permitirá prolongar esas afirmaciones generales
con ejemplos. Tomemos relatos que tratan de manera directa de los
orígenes, es decir también de una tradición (y de dos períodos
significativos: la Conquista, la pampa del siglo XIX): “El

255
intérprete”, El entenado, La ocasión. “El intérprete” es, por su
brevedad, paradigmático. Varias veces volvimos a ese relato en el
que era posible identificar un fantasma de parricidio, un apego
nostálgico al universo materno perdido, una definición del individuo
hablante como un traductor de afecto en código y como un
intérprete de indicios primarios en sentido inteligible, y finalmente
como un modelo de la posición melancólica, la de ese Felipillo,
anciano, cerca de la muerte, culpable; ese Felipillo que ha perdido el
peso afectivo de las palabras, hundido en una mirada nostálgica
hacia el pasado. Se puede afirmar que esa fábula resume muchos
conflictos y algunas de las peripecias de los relatos regresivos
detalladamente estudiados hasta ahora. El texto, sin embargo, posee
bases históricas, integra informaciones sobre ciertos
acontecimientos y personajes de la Conquista del Perú. Hay por
supuesto algunos anacronismos (sobre todo en el nivel del lenguaje
y en el tipo de reflexiones del protagonista), hay algunas marcas
textuales que impiden una lectura ingenua del relato en tanto que
reconstitución verosímil de la historia. Pero Felipillo es un
personaje histórico, Ataliba también. La llegada de los
conquistadores por el mar, la alusión a los quipus, el juicio del Inca,
los escasos elementos descriptivos (barcos, vestimentas, ciudades),
inscriben en el relato una corriente de verosimilitud que no es sólo
narrativa sino que también utiliza lo que hemos denominado el
saber constituido: en este caso, el saber historiográfico. No es éste el
lugar para tratar, como dijimos, las estrategias de representación de
las fuentes históricas en Saer; se trata más bien de mostrar la
simultaneidad de dos relatos: uno fantasmático, pulsional, regresivo;
el otro histórico — aunque polémico —, verosímil — aunque
anacrónico. La incorporación del discurso historiográfico se
acompaña de algunas inversiones ideológicas, de algunas puestas en
perspectiva que remiten a la época contemporánea; dicha
incorporación también deja ver la intención de reflexionar sobre la
memoria y la escritura más que un quimérico objetivo de construir
una visión verdadera de una página del pasado. Sin embargo, el
edificio historiográfico — al igual que el código narrativo
impecable de ese texto construido como la analepsis autobiográfica

256
de un anciano —, está allí presente en tanto que garante de la
posibilidad de contar, al mismo tiempo otra cosa. No se trata de
postular la banalidad de una 'doble' lectura (o de lecturas múltiples),
sino de afirmar que la coexistencia de dos niveles de sentido
(fantasmático e intertextual) es la condición sine qua non para que
la melancolía pueda encontrar una ficción que la represente.
El entenado prolonga ese mecanismo, volviéndolo más
complejo. Una doble perspectiva rige la narración en la novela: la
del protagonista en tanto que actor de los acontecimientos
principales del relato, y otra, la de ese protagonista, convertido en
narrador al final de su vida y que evoca, en el silencio de una noche
andaluza, las imágenes del pasado mientras nos habla, en un
singular juego de reflejos, de su cuerpo que escribe, de la pluma que
traza las letras en la hoja blanca, de una vela que tiembla en la
oscuridad. Toda la novela está marcada por la doble mirada, a la vez
inmersión en el pasado y distancia contemplativa, interrogativa, lo
que condiciona una posición irónica. Los límites de la
reconstrucción histórica en Saer ya están presentes en esa
constatación: el texto se encuentra en la historia (en el otrora) y en
el momento de la escritura (el ahora, que fácilmente pasa del fin del
XVI — época de la escritura ficticia — a la época contemporánea y
a la verdadera escritura de la novela) (Bastos 1990). Florencia
Garramuño, analizando este fenómeno característico de la
reescritura y causa primera de una proliferación de discursos y de
relatos, subraya que la distancia entre presente y pasado es simétrica
a la que separa al sujeto del objeto, y que resulta, como un abismo,
imposible de cubrir5, lo que permite integrar la perspectiva en
contrapunto de la novela en una perspectiva melancólica (el sujeto
frente al objeto deseado, frente al objeto perdido, frente al pasado
irrecuperable). También en este ejemplo el escritor esparce indicios
que remiten directamente a una verosimilitud y a una recuperación
del saber historiográfico; aquí también vemos aparecer,
transformarse y deformarse referencias a las Crónicas y a las
imágenes fundadoras del Nuevo Mundo. Los indicios, las
referencias, van a ser al mismo tiempo contradichos en todo
momento, pero crean una trama que estructura el relato de la

257
regresión más transparente del corpus saeriano — una trama que,
por lo tanto, la oculta, es decir la vuelve posible. Todo esto no
produce un efecto de reconstrucción verídica o de una recuperación
del pasado; son simplemente marcas que permiten, después del
descenso, reencontrar, gracias a las alusiones a una tradición y a un
saber, el camino de regreso. Y recordemos que ese regreso toma, en
la ficción, la forma de un aprendizaje de esa misma tradición, de ese
mismo saber.
En muchas páginas de la novela sería posible afinar esta lectura
general para probar, en el desarrollo de los acontecimientos, en el
tipo de reflexiones y de referencias puestas sobre el tapete por el
discurso del narrador, una doble distancia que significa, con
vehemencia, un doble nivel — un mundo doble. La distancia
(inmersión en el pasado, evocación posterior gracias a la escritura,
o, si se quiere, fantasma actuado y relato de un fantasma) se
asemeja, por el tipo de oposiciones que distingue los dos polos
presentes, a las dos lenguas que, imaginariamente, son perceptibles
en tantas ficciones de Saer: la lengua 'sin palabras', materna, la
lengua aprendida y a veces disfórica. A la herencia se la transgrede,
porque es en sí insatisfactoria, pero la herencia es también inherente
al relato que significa esa insatisfacción. Tomemos las primeras
páginas de la novela que, en la medida en que se desarrollan en
España y sólo preparan el paso al otro lado, son un momento del
texto en el que las referencias históricas e ideológicas proliferan (en
ellas se alude a acontecimientos reales tanto como a creencias
vigentes al principio del siglo XVI, y luego abundantemente
retomadas por las Crónicas). Ahora bien, en una primera ruptura
con el contrato de lectura de una novela histórica tradicional o con
una hipotética reescritura de la Picaresca, el libro comienza con un
párrafo que enuncia, en un tono lírico, una nostalgia contemporánea,
una nostalgia suscitada por “costas vacías” y por cielos abrumadores
que esconden volcanes en actividad (“como si el cielo hubiese sido
la pared acribillada de un volcán en actividad que dejase entrever
por sus orificios la incandescencia interna” — EE 11). Este primer
párrafo, que anuncia también la edad del personaje (“ahora que soy
un viejo”) finge ignorar, no solamente los géneros literarios y el

258
horizonte de expectativas del lector, sino también la historia. Su
discurso es intemporal, marcadamente afectivo y, ya, es
melancólico, en la queja sobre una tierra perdida y en la imagen de
un cielo que, en vez de remitir a una espiritualidad, significa un
desbordamiento disimulado, el de un volcán a punto de explotar. El
desenfreno pulsional de los colastinés está allí, escondido detrás de
las estrellas.
Cuando las expectativas del lector parecen frustrarse
(expectativas justificadas, además, por el texto de la contratapa que
resume la acción de la novela), el segundo párrafo integra una
norma, un código: en algunas líneas se narran los orígenes del
personaje, su orfandad, su vida en el puerto, sus inicios en la vida
adulta. Por supuesto, hay allí abundantes distorsiones en
comparación a lo que El entenado pretende ser (una falsa Crónica),
pero al menos la novela establece, en esta segunda etapa, un diálogo
con el género, tanto como con la Picaresca. La manera de retomar
los hipotextos genéricos es anacrónica, teniendo en cuenta el
lenguaje empleado y el tipo de reflexiones que acompañan las
peripecias argumentales, pero, con todo, la novela puede comenzar:
la tradición, maltratada, está presente6. El tercer párrafo retrocede y
retoma la expresión lírica de una carencia y de una ilusión ya
enunciadas en el incipit. Las motivaciones del viaje van a ser
detalladas, y sólo son motivaciones oníricas, desprovistas de
cualquier verosimilitud histórica: “lo importante era alejarme del
lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, hecho de
intensidad y delicia, del horizonte circular” (EE 12). El cuarto
párrafo vuelve a invertir la perspectiva, puesto que allí se trata
minuciosamente de las fantasías de los habitantes del puerto —
históricamente verosímiles —, fantasías producidas por la reciente
llegada de los españoles a América, así como se anuncia, entonces,
el destino de la expedición en la que el muchacho se embarca (las
Molucas), lo que resulta ser el primer indicio que permite identificar
su aventura con la de Francisco del Puerto, el grumete de la
expedición de Juan Díaz de Solís.
Hay entonces dos lógicas activas en el relato, aquí claramente
separadas, en otros episodios superpuestas. Estas dos lógicas

259
corresponden a las dos perspectivas temporales pero también a dos
niveles diferentes de ficción. Uno es anacrónico, irónico, pero
histórico; concierne grupos sociales, creencias, ideologías; propone
una visión extraña y filosófica de la Conquista, parte de una
estrategia de reescritura (Garramuño 1997), tomando posición sobre
ciertas versiones del acontecimiento y ampliando su mirada hacia
otros momentos de la historia (otra Conquista, otra masacre: la
Conquista del Desierto en el siglo XIX), e interrogándose, al mismo
tiempo, sobre algunas páginas traumáticas de la actualidad argentina
del momento (los desaparecidos del Proceso). El segundo nivel
retoma un relato regresivo y una posición melancólica, inscritos
aquí en la categoría intemporal de los mitos personales. Si el
protagonista es hasta tal punto indiferente ante lo que le sucede, si
parece tan ajeno en todos los grupos humanos que lo rodean, si no
reacciona y no se compromete en lo que le pasa, es que, según la
justificación sugerida por la novela, él se siente el sujeto de una
'nada originaria' que intenta superar. Su función lo reduce a no ser
más que un testigo: debe observar, contar y no actuar. Pero la
distancia infranqueable que lo separa del resto (y finalmente, que lo
separa de su propio relato), se explica gracias a la doble lógica, o a
la doble corriente que atraviesa el libro. El protagonista-narrador
está instalado en los contenidos afectivos; a su alrededor, la Historia
y la Literatura pasan, como medios que permiten continuar un
itinerario personal. El es un hombre contemporáneo perdido, por
arte de magia, en un extraño texto histórico: todo eso no concierne
los objetivos imaginarios de su viaje. Pero la armazón referencial es
un intermediario indispensable para que el viaje tenga lugar.
Esta conclusión se confirma si tomamos en cuenta la serie de
indicios que remiten, en la novela, a saberes constituidos. Por lo
pronto, como ya se ha dicho, El entenado parte de un gesto de
fabulación con raíces históricas, el que consiste en imaginar lo que
podría haber escrito Francisco del Puerto, el grumete de la
expedición de Solís, si, diez años después de su llegada a América,
hubiese vuelto a España con Sebastián Gaboto. A este primer pacto
de escritura que impondría cierta verosimilitud, se le agregan
mecanismos de reescritura de algunas Crónicas o Relaciones de

260
Indias existentes, o al menos una trama de afirmaciones,
situaciones, posiciones de enunciación, que remiten directa o
indirectamente a un corpus extenso7. Pero más allá de las fuentes
directas, la orgía de los colastinés quizás se 'asemeja' (entre
comillas, ya que es difícil dar con el verbo que exprese una
operación tan tortuosa) al canibalismo de los tupinambas, uno de las
más conocidos de América (Nouvelle… 1972: 71-84), es decir que
encontramos una realidad antropológica a la que se le agrega, por
supuesto, una larga tradición de representación del canibalismo, de
los hombres primitivos, y de sus funciones en la construcción de un
juicio sobre otras sociedades (de Montaigne a Rousseau, por lo
menos), así como aparecen los valores imaginarios tradicionalmente
asociados a la antropofagia (la denominada ilusión caníbal) (Bucher
1979: 324-325). Y si es necesario ponerle comillas al verbo
asemejar es porque el rito colastiné retoma elementos característicos
de los tupinambas, por ejemplo, pero los contradice en algunos
puntos esenciales en cuanto al sentido social y simbólico del
acontecimiento8: la fuente no es operativa para entender lo que
sucede en la novela y la mirada interna del fenómeno se encuentra
negada por la dimensión explícitamente alegórica, si no filosófica,
de la orgía. En cuanto a las representaciones imaginarias de los
indios y del canibalismo, la oposición entre, por un lado, una visión
fantasmática aguda y negativa del fenómeno y por el otro, el bon
sauvage metafísico, también pierde toda vigencia en la medida en
que los rasgos definitorios de la tribu la asocian a las dos caras de
una representación supuestamente antinómica. Dos caras, que valga
la evidencia, también pueden leerse en relación con otra dicotomía
fundadora (civilización-barbarie), lo que introduciría en la novela
una alusión al destino de los indios en lo que será la Argentina y una
visión pesimista de la historia contemporánea, es decir el período
del Proceso (ya que civilización y barbarie se superponen y anulan
mutuamente).
Pero, en aparente paradoja, esta novela establece un diálogo
intertextual intenso con la obra freudiana y con el corpus textual del
psicoanálisis. Ya comentamos que Saer, para inventar la lengua de
los indios, retoma un artículo de Freud sobre las palabras

261
originarias, así como vimos que ciertos mecanismos fundamentales
de esa esfera de saber aparecían ilustrados en la orgía: la relación de
objeto (con el doble aspecto material e imaginario de la carne
humana deseada) y el retorno de lo reprimido como mecanismo
explicativo del desenfreno veraniego de los colastinés9. Más
ampliamente, el gesto en sí de creación de un mito para rendir
cuenta de la emergencia de la Ley y de la afirmación del sujeto en
un plano individual, repite la invención freudiana de un mito de
origen: el de la prohibición del incesto y de la interiorización de la
Ley que figura en Tótem y tabú10. Intentando aplicar lo individual a
lo social, Freud inventa una tribu situada en un otrora fabuloso que
pasa del deseo al crimen parricida y del parricidio a la Ley; una
tribu que permite explicar, gracias a peripecias ficcionales, una
realidad psíquica contemporánea. Si bien Saer retoma entonces el
principio temporal, causal y pulsional del mito freudiano, su versión
tiende, de más está decirlo, a anular toda explicación cerrada, toda
sistematización de un saber posible sobre el hombre a partir de su
pasado o su imaginario: la orgía, aunque entre líneas repite la fiesta
parricida imaginada por Freud, sólo produce una represión
temporaria, ya que con la llegada del verano una especie de
'compulsión de repetición' (utilizando otra expresión connotada)
lleva al grupo a reanudar el proceso de desbordamiento pulsional
primero y de inhibición después. Lo que en Freud era
paradigmáticamente fundacional, en El entenado no es más que una
peripecia en una serie de recurrencias; lo que llevaba por un lado a
renunciar a las mujeres de la familia y a la integración retrospectiva
de la figura paterna, en la novela no es más que un gesto efímero de
contención de un exceso que amenaza destruir, cada año, al sujeto,
al grupo humano, al cosmos entero. Si se pone en escena el
momento de la emergencia del deseo y de su confrontación con la
Ley, ese instante está condenado a volver cíclicamente, sin otra
separación ni renuncia posible que la muerte (que la desaparición de
la tribu, tal cual sucede al final de la fábula narrada).
La utilización del psicoanálisis en toda la obra — así como las
referencias puntuales a otro sistema de explicación del devenir
humano, la etnología —, no implica ni certezas ni la afirmación de

262
un avance en el conocimiento. No se trata, en ningún momento, de
proponer una clave interpretativa o metafórica de orden intertextual.
Saer, como proponía Barthes, parece atravesar el monumento
psicoanalítico como admirables avenidas de una gran ciudad: como
una ficción (Barthes 1986b: 91)11. En este contexto hay que
recordar las opiniones expresadas por el escritor en un artículo sobre
“Tierras de la memoria” de Felisberto Hernández, en el cual pone de
relieve el uso de una simbología evidentemente inspirada por el
psicoanálisis, para luego rechazar una interpretación basada en ese
sistema de pensamiento:

Detenernos en el evidente sentido psicoanalítico clásico que el texto


presenta a primera vista, sería caer en la trampa de concebir "Tierras de la
memoria" como un texto enfermo, un texto del que la invención creadora
de Felisberto sería escasamente responsable...
La elección deliberada de la simbología psicoanalítica, lejos de agotar el
contenido del inconsciente, o de dar una explicación rígida de la neurosis
posible del narrador, contribuirá, más bien, poniendo en juego toda una
serie de dimensiones narrativas, a mostrar la infinitud y la irreducibilidad
[sic] de la narración a un esquema interpretativo cualquiera (Saer1977a:
318 y 320).

Aunque no sean opiniones definitivas de Saer12, estas afirmaciones


son sugestivas; si las tomamos al pie de la letra, significan que un
saber sirve de instrumento para dominar el contenido de lo
enunciado, y por ende para prever — y evitar — cualquier
interpretación organizada. En una posición a la vez extralúcida y
negativa, el escritor afirma una conciencia de la resonancia psíquica
de sus ficciones, e introduce referencias a un saber que podría
atribuirles un sentido, pero el mismo tiempo, al citar y ficcionalizar,
toma distancia, desvirtúa la exégesis esclarecedora: la inclusión de
la interpretación cifrada junto con la fábula es un gesto de
distanciación irónica, pero también de pesimismo. Acosado por lo
inaprensible del sentido, el autor parece afirmar, contra viento y
marea “yo sé”, y contestar de antemano “ya lo sabía”. Afirmación
que no significa una negación de la polisemia de la literatura, sino
más bien un esfuerzo por asumirla lúcidamente, hasta sus últimas
consecuencias, defendiendo a todo precio la irreductibilidad de lo

263
literario. Quimera a la cual se opone la conciencia de lo inútil del
intento, lo que una cita del último párrafo de El entenado ilustra,
cuando, sorprendido por el eclipse, el grumete escribe:

Por venir de los puertos, en los que hay tantos hombres que dependen del
cielo, yo sabía lo que era un eclipse. Pero saber no basta. El único justo, es
el saber que reconoce que sabemos únicamente lo que condesciende a
mostrarse. (EE 201)

“Saber no basta”, constatación que explica la ambivalencia de la


relación con el saber y el sentido, y por ende la tensión y la carga
imaginaria de la intertextualidad. El saber se acumula, se recorre,
prolifera y lleva a una desilusionada negatividad. El saber, en Saer,
es melancólico.
Historiografía, Crónicas, etnología, psicoanálisis: la lista no se
agota con estos elementos. Las reflexiones del protagonista y la
cosmogonía de los colastinés dialogan también con ciertos sistemas
filosóficos de corte idealista para citar otro aspecto13. Pero sea cual
fuere el elemento que se tome, el mismo mecanismo se constata: se
cita y se borra, se alude y se niega, se sugiere una interpretación y se
la contradice — se la vuelve lógicamente imposible. Ninguna teoría
establecida, ningún saber constituido puede rendir cuenta del
sentido de la novela: la proliferación heterogénea las anula
mutuamente en tanto que claves; todas las teorías, todos los saberes
tendrían, hipotéticamente, algo que decir sobre él. Posición
paradójica: por un lado el saber se encuentra integrado como un
medio de representación, como un medio de verbalización (y en
particular el psicoanálisis: gracias a él se exteriorizan las pulsiones,
se las transforma en ficción; sin el escudo protector de un saber
ajeno, el fantasma regresivo y melancólico no hubiese sido
representable). Pero a ese mismo saber se lo expulsa, se lo aleja
gracias a contradicciones voluntarias, para enarbolar un control de
lo narrado que desestabiliza toda interpretación unívoca. Entre los
dos extremos (fantasma y referencia intertextual en tanto que clave
interpretativa), se desliza el texto saeriano, a la vez recuperación y
negación, afirmación y superación de un saber establecido.

264
6.2 - Pampas (La ocasión)

Contemplar el mapamundi es como mirar al


fondo de uno mismo, el esquema de la historia
del hombre. Es ver el esqueleto de la tierra.
Ezequiel Martínez Estrada

Algunos aspectos de La ocasión marcan una diferencia aparente con


respecto a las posiciones y la práctica textual de Saer sobre los
relatos desplazados en el tiempo, tal cual se habían definido pocos
años antes con El entenado. En esa novela el borrado onomástico, la
imprecisión temporal y la dimensión pulsional y metafísica
desdibujan en buena medida la presencia de una lectura fuerte de
obras referenciales: una lectura de las Crónicas como textos en
donde el imaginario impide la percepción del Nuevo Mundo, o sea
como textos que dramatizan lo inaprensible que resulta aquello que
la cultura no enseña previamente a descifrar. En cambio, el espacio-
tiempo de La ocasión se inscribe, vehementemente, en la historia.
No sólo pululan en la novela las referencias temporales, sino que
algunas páginas muy conocidas y trascendentes de la historia
argentina en general, y de las transformaciones del medio rural en
particular, están puestas en escena o son al menos mencionadas,
como si fuese necesario afianzar a cada paso un efecto de realidad
histórica del relato. El protagonista, Bianco, es el que toma la
iniciativa de alambrar los campos en la pampa (con las conocidas
consecuencias económicas, humanas y literarias); su presencia en la
llanura corresponde a los primeros esbozos de la colonización
agrícola de tierras dedicadas exclusivamente a la ganadería y a las
tensiones producidas por la distribución de algunas tierras fiscales
(distribución insuficiente que explicaría el fracaso de dicha
colonización). También asistimos al inicio de la ola inmigratoria
que transformará definitivamente el país, a los conflictos entre
lugareños y extranjeros, y a las primicias de una urbanización
generalizada; asimismo constatamos que nuevas clases poderosas
surgen, desplazando a las viejas familias patricias, con los cambios
consecuentes en la topografía de las ciudades. Paralelamente el

265
narrador alude a los heridos de la guerra del Paraguay, a la zanja de
Alsina, a la peste de fiebre amarilla de 1871 o al Ejército Grande.
Toda la segunda mitad del siglo XIX se despliega así, dentro de una
lógica analítica aparentemente sólida. El intertexto referencial
parece ser un discurso historiográfico, por momentos polémico e
iconoclasta, pero que tiene algo que decir sobre la pampa del siglo
XIX: la intención de explicar fenómenos contemporáneos y de
subrayar la “persistencia histórica de ciertos problemas” (Saer
1997b: 49) gracias a acontecimientos fehacientes sucedidos en el
pasado resulta palpable. Las coincidencias entre la visión de la vida
económica y social de la pampa en la novela, y las descripciones
que Saer lleva a cabo en El río sin orillas refuerzan esta impresión
de intencionalidad polémica y de estrategias narrativas de
verosimilitud14. Desde el punto de vista de su relación con la
historia, El entenado presentaba variaciones sobre el imaginario que
había impregnado un acontecimiento histórico (la Conquista), hasta
desdibujar su realidad, mientras que La ocasión empieza afirmando
la existencia de la realidad detrás de un espacio paradigmáticamente
imaginario.
Pero la novela también trabaja tradiciones culturales. En el plano
literario se percibe un desplazamiento de tópicos: el malón, el
gaucho, los duelos, la iniciación a la vida ambulante en la
inmensidad vacía, los caballos, el viajero inglés en la pampa,
aparecen fugazmente en el texto pero con características opuestas a
las previsibles. Las nubes, años más tarde, va a repetir y a ampliar la
representación irónica de las imágenes heredadas; así vemos que
detrás de la proverbial impasibilidad del gaucho se oculta una
susceptibilidad enfermiza (LN 96), que los indios simulan hablar
mal castellano, incluyendo gerundios e infinitivos, como buscando
corresponder a una representación codificada (LN 210), que la
habilidad del rastreador en Facundo se convierte, en el personaje de
Sirirí, en una valentía y un dominio del espacio que parecen salidos
de una historieta más que de un documento histórico (LN 233-234)
y, por último, que los indios rinden culto a locos en Areco (LN 30),
alusión al gaucho arquetípico, Don Segundo Sombra y a una
ficcionalización distanciada de la transformación del gaucho 'malo'

266
en héroe nacional (o en santón colectivo): “Aballay” de Antonio Di
Benedetto15. Como adhiriendo a lecturas que asocian los procesos
de mitificación del gaucho y de la vida tradicional con la
perduración del dominio económico y político de ciertas clases
sociales, el escritor borronea los arquetipos. En un primer momento
pareciera que para dialogar con una tradición, el escritor la estuviese
denunciando o destruyendo: en 1872, en el momento de publicación
y de fervorosa lectura del Martín Fierro, en la pampa no hay más
que intereses concretos y transformaciones del tipo de producción
de materias primas. La tropilla que galopa sin jinetes por la llanura,
imagen fuerte de las primeras páginas, remitiría por lo tanto al
comentario de Macedonio Fernández, citado con fruición por Saer:
los gauchos nunca existieron, y no serían más que una invención de
los caballos para no sentirse solos en la pampa. En todo caso, la
posición desenmascaradora de las tradiciones aceptadas, la crítica en
filigrana de las versiones previas sobre la historia argentina, la
visión a contrapelo del contexto de producción del Martín Fierro,
los cambios polémicos de perspectiva, la intención explícita de
perturbar las lecturas otrora canonizadas, asocian la postura saeriana
con la de Martínez Estrada (en particular con la que éste desarrolla
en Muerte y transfiguración de Martín Fierro)16. Y más allá del
lugar elegido para referirse a la pampa histórica, otros elementos de
la novela establecen un diálogo con la obra del 'radiólogo': en el
hecho de que Bianco — un extranjero apátrida — sea el reflector
del relato, que sea la causa directa de ciertas mutaciones esenciales
de la pampa y que inclusive sea, quizás, la figura emblemática del
antepasado de los argentinos, no es imposible ver una alusión a la
mirada de los viajeros ingleses, esa mirada desplazada, excéntrica
que, según Martínez Estrada, tiene una legitimidad y una
originalidad que le falta al resto de la literatura nacional. Por otro
lado, en la descripción de las ciudades como construcciones que
controlan apenas la emergencia irreprimible de una fuerza telúrica
omnipresente, o en el pesimismo apocalíptico del final de la novela
(que culmina con la irrupción de una peste aniquiladora en tanto que
parábola eventual del destino de la Nación), podemos ver también
rasgos conocidos de una obra que Saer considera esencial en la

267
literatura argentina.17
Este sería un primer movimiento del texto, una primera órbita de
sentido, en donde se despliega una dimensión histórica y política,
que en las últimas obras del escritor está cada vez más presente,
junto con una voluntad de denostar cualquier tipo de nacionalismo o
populismo y de rechazar toda tradición única. Saer es consciente de
la dimensión ideológica de su creación y, a su manera, toma
posición, lo que al fin de cuentas también corresponde a una figura
impuesta: escribir sobre la pampa supone intervenir en una polémica
que ha nacido y envejecido junto con la Nación que se fundó en su
supuesta inmensidad. Pero los proyectos literarios del escritor se
articulan en movimientos pendulares que borran lo dicho,
transforman las afirmaciones en paradojas y limitan los hipotéticos
recorridos unívocos de las obras: lo dicho no 'cuaja', aunque se
refiera a una tradición tan conocida y documentada como la de la
pampa histórica. Porque a contramano de la 'matericlidad' del
contexto histórico, la representación del paisaje pampeano está
directamente condicionada por una tradición textual, en donde
ciertos tópicos son retomados hasta la exasperación. Dentro de una
multiplicidad de valores, la pampa es también un lugar vacío,
símbolo de lo espiritual: un “lugar propicio a los pensamientos”
para Bianco, ese enemigo del positivismo que trata de encastrar
unas a otras las ideas como ladrillos con el fin de “liberar a la
especie humana de la materia”. Se trata de un espacio mental que
“representa mejor que ningún otro lugar el vacío uniforme, el
espacio despojado de la fosforescencia abigarrada que mandan los
sentidos, la tierra de nadie transparente en el interior de la cabeza en
la que silogismos estrictos y callados, claros, se concatenan”. La
llanura carece por lo tanto de toda realidad concreta, palpable, es
una representación de la conciencia o una metáfora de posibles
“meditaciones filosóficas”. La dimensión virtual, fantasmática de la
pampa, va a la par con su artificialidad, a medias dibujo y a medias
construcción imaginaria: la casa de Bianco tiene el espesor de un
“telón pintado”, ya que es “más decorado que vivienda” (LO 9-11).
En ese lugar falso, el hombre y los caballos “tienen algo de
fantasmáticos en el campo liso y vacío y tan idéntico a sí mismo en

268
todas sus partes, que a pesar del trote rápido, ellos parecen estar
realizando una parodia de cabalgata en el centro exacto del mismo
espacio circular” (LO 37); por lo tanto, los personajes carecen en
ese contexto de verosimilitud: son representaciones más que
personas. Bianco, solo en la inmensidad, “da la impresión de ser,
durante unos segundos, no un ser humano, sino la estatua que lo
representa, una reproducción de madera, tamaño natural, recubierta
de colores un poco chillones, un anacronismo recién pintado erigido
en medio de la llanura” (LO 17).
La definición de la pampa como un espacio enigmático, en donde
la materia y el pensamiento desarrollan una batalla diaria (Montaldo
1993: 132), induce dos comentarios diferentes. El primero tiene que
ver con la distancia entre el tiempo referencial de la acción y el
tiempo de la escritura de la novela (perspectiva que aquí también es
un contrapunto): el escritor incluye la artificialidad pictórica o
escultórica en la descripción del espacio como rasgo definitorio de
la perspectiva contemporánea que utiliza y asume al hablar de la
pampa del siglo XIX. Así se expone la convención de toda ficción
histórica, en la medida en que la realidad de la que se trata aparece
aureolada por la conciencia actual sobre la dimensión cultural e
imaginaria del espacio fundador de la Argentina. Simétricamente a
la ausencia de gauchos, Saer convierte a la pampa en un desierto
psíquico y en un decorado de teatro. La verosimilitud arriba
comentada se afirma entonces como una verosimilitud construida
hoy en día, a partir de la lectura y la interpretación de una tradición
textual; el movimiento es el del alejamiento momentáneo (el de un
supuesto realismo histórico) y el de un acercamiento lúcido, lo que
refuerza la impresión de un interrogante sobre los estigmas del
pasado en el presente (problemática a la vez política y melancólica).
La descripción de la llanura en las primeras páginas de la novela
instaura un pacto de lectura en donde la recreación del siglo XIX es
a sabiendas anacrónica, y que por lo tanto remite constantemente a
la época de la escritura. Sobre la contemporaneidad, también, y
afirmando una evidencia, digamos que la irrupción de una ficción
sobre la pampa histórica en la trayectoria de Saer no es ajena al
período de fin de dictadura de la Argentina de los ochenta. La

269
ocasión, así como la otra ficción sobre los orígenes que es El
entenado, está en relación con un fenómeno más amplio de
reescritura y de ficcionalizaciones de la historia que podría asociarse
con una problemática política e ideológica de fin de siglo.18
A los mecanismos desrealizantes de reescritura y a la
proliferación de perspectivas, hay que agregarle la incertidumbre
sobre el desenlace de la novela y sobre la idgntidad del hijo, que son
elementos que contraponen una limitación tajante a las certezas de
la integración de una historia documentada (y vimos cómo La
ocasión retoma y pervierte la lógica causal del relato). En realidad,
las abundantes referencias, reescrituras, polémicas y tomas de
posición que se acaban de presentar y resumir permiten identificar
en La ocasión una tensión similar a la señalada en El entenado. Si al
derecho leemos la constelación de alusiones a saberes y tradiciones
(y de representaciones marginales de algunos textos fundadores de
una literatura, como el Martín Fierro), al revés se descifran los
sufrimientos de un hombre que pretende probar la superioridad del
espíritu y que fracasa cuando intenta demostrar esa superioridad. Un
hombre que se encuentra, en el inicio de la novela, solo frente a una
inmensidad pampeana (espacio de la indeterminación regresiva y
amenazadora ya analizado), un hombre que frente a ese espacio
anterior y sin puntos de referencia impone el alambrado: es decir la
construcción geométrica que contiene y da forma. Un hombre que
proyecta escribir para probarle al mundo la validez de sus creencias:
frente a la incertidumbre de la realidad la respuesta es la palabra, el
saber, la lógica (palabra, saber y lógica que serán, por supuesto,
anulados por la irrupción de la peste y por la incertidumbre
inherente a la identidad del hijo). Un hombre, por fin, que atraviesa
el relato obsesionado por los enigmas de la materia (el cuerpo
femenino que se convierte en cuerpo materno) y por una paternidad
futura pero hipotética, que son los elementos de la novela
ampliamente comentados en la primera parte de este trabajo. Bianco
vive un sufrimiento psíquico en medio de un laberinto referencial,
en la extensión desierta de una inmensa biblioteca. ¿Cuál elemento
sirve de soporte a cuál? ¿La construcción de una visión de la
historia y las tomas de posición sobre una tradición literaria son

270
'metáforas' de un conflicto íntimo? ¿O es lo contrario? ¿Hay que
privilegiar la Novela familiar o el desenmascaramiento de la
tradición? ¿Qué es lo que cuenta, la fábula que ve en el acto de
nacimiento de la Argentina moderna un cataclismo (el “hic incipit
pestis” final) o la descripción de la relación sexual que, quizás,
fecunda el cuerpo de la joven esposa? Leamos un fragmento sobre
esa relación sexual, fragmento que remite a fantasías ya estudiadas
de penetración y muerte regresiva:

Una franja de vello [...] se estira [...] hasta formar con el triángulo del
pubis una flecha negra que parece indicar, inequívoca, el camino al abismo
rojizo. Bianco entra en ella. Aterrado, se deja caer contra el cuerpo que se
sacude, forma palpitante y casual, sin otra ley que las de sus propias
transformaciones, sus apetitos químicos, sus tejidos ávidos y sus humores,
materia arracimada en ganglios, en nervios, en piel, en sangre humeante, y
se siente otra vez vencido, sin ganas de estar vivo ni de recomenzar, soplo
preso en las garras excremenciales de lo secundario, hasta que borrando
incluso su asco y sus vacilaciones, arrastrándolo durante un tiempo
incalculable por un pasadizo negro, sobreviene el orgasmo, la lluvia súbita
de esperma que libera, fecunda y perpetúa. (LO 58-59)

La respuesta a las preguntas planteadas es, por supuesto, ni uno ni


otro. La construcción intertextual y los mojones instalados en el
exterior del “pasadizo negro” tienen la función de permitir el acceso
a ese misterio, a ese fantasma (son el “camino al abismo rojizo”). La
pampa, por la constelación de valores originarios, fundadores y
femeninos que se le asocian en la tradición argentina, es un medio
para la representación codificada de la indeterminación melancólica.
Y por esa vía, la tradición se encuentra, en una inversión
espectacular, transformada; el pasado, incierto como la paternidad y
la materia, puede ser a su manera releído, y las pulsiones, aunque
introduzcan la duda y el borrado, les atribuyen a los contenidos
colectivos la marca de una aprehensión personal del mundo (es
decir que son la condición de una verdadera 'novedad' o toma de
palabra original). La creación, intensamente erotizada, se presenta
bajo la forma de ese flujo de semen (“la lluvia súbita de esperma
que libera, fecunda y perpetúa”), pero se fundamenta y se alimenta
en el universo heredado, en el antes cultural, en la posibilidad,

271
incierta pero no inverosímil, de fundar aún hoy un linaje familiar —
de fundar aún hoy una tradición literaria.
Lo dicho permite llegar a algunas conclusiones generalizantes
sobre la representación de la historia en Saer. Evidentemente, sería
superfluo señalar que muchos de los mecanismos descritos en las
páginas precedentes forman parte de un fenómeno de mayor
alcance, lo que se ha denominado a veces la 'Nueva novela
histórica', y que sin ser un género constituido, presenta una serie de
rasgos a menudo señalados: multiplicación de perspectivas y de
versiones sobre el pasado, puesta en duda de historias oficiales,
ironía, heterogeneidad, anacronismos, exposición autorreferencial
de la construcción, mecanismos de reescritura (el pasado se
encuentra mediatizado por textos ya escritos sobre él), etc. Pero si
las modalidades narrativas son en alguna medida comunes a una
vasta producción, en el caso de Saer éstas corresponden a una visión
personal de la literatura y de la historia, una visión de tonalidades
melancólicas. En un texto siempre citado cuando se habla de El
entenado, el escritor, refiriéndose a Zama de Antonio Di Benedetto,
niega la posibilidad de escribir novelas históricas: “La pretensión de
escribir novelas históricas — o de estar leyéndolas — resulta de
confundir la realidad histórica con la imaginación arbitraria de un
pasado perfectamente improbable”. Y agrega: “Toda narración
transcurre en el presente, aunque habla, a su modo, del pasado. El
pasado no es más que el rodeo lógico, e incluso ontológico, que la
narración debe dar para asir, a través de lo que ya ha perimido, la
incertidumbre frágil de la experiencia narrativa, que tiene lugar, del
mismo modo que su lectura, en el presente”(Saer 1997b: 48-49). En
las frases citadas y en todo ese texto circula una puesta en duda del
realismo ingenuo de la novela histórica y la afirmación del carácter
convencional de cualquier proyecto narrativo sobre el pasado. Como
en otros ensayos y como la práctica literaria en sí lo demuestra, se
transmite una percepción paralizante de la tradición literaria: si el
género es inoperante, si está basado en artificios ineficaces, ¿cómo
seguir escribiendo?; si la literatura no es sólo una 'experiencia
narrativa' de representación de lo real, pero es también la
transcripción ordenada de acontecimientos ya sucedidos, y si el

272
pasado está para siempre fuera de alcance, ¿cómo narrar? Esa
negación de una aprehensión eficaz del otrora, esa focalización en
un presente que es lo único verdadero, la confusión de la historia
con un proceso imaginario, es decir el borrado de toda certeza, de
toda recuperación de lo que fue, son también rasgos de pesimismo.
A la representación del pasado se la acompaña con una afirmación
explícita de la imposibilidad misma de representarlo, de poseerlo —
o de explicarlo, como vimos en la multiplicación de saberes
convocados y frustrados. En este nivel, al igual que en muchos
otros, la obra afirma que el relato es imposible.
Y si ponemos la representación de la historia en la perspectiva
del mito de nacimiento de la escritura y del valor del origen en los
cimientos afectivos de la obra, notamos una coincidencia
interesante. Las fantasías regresivas, las obsesiones con el
engendramiento y lo materno, la dinámica paradójica que lleva
hacia un pasado íntimo que es a la vez amenazador y anhelado,
corresponden a la presencia dubitativa de ficciones históricas. Al
origen no se puede volver, al origen no se lo puede conocer ni
poseer, pero el origen está constantemente presente, en una
perspectiva negativa que recuerda el borrado de toda afirmación
plena y de todo relato cerrado. El origen es la nada (como la
filiación ausente del grumete en El entenado, como la visión
problemática de la identidad, característica en tantos personajes), el
origen es un vacío múltiple e inaprensible, es una materia primordial
y disfórica, es una biblioteca en la cual ya no hay recorridos
positivos ni saberes determinados. O, peor todavía, el origen es un
cataclismo (el de la masacre de los colastinés, el de la peste que
funda la Argentina moderna en La ocasión), cataclismo que repite
las imágenes de derrumbe de la razón y la irrupción de lo pulsional
que surgían en los cuadros de demencia o en las experiencias de
extrañamiento ya estudiados. Refiriéndose a la función de la
filosofía en Zama Saer propone una comparación significativa al
respecto: “Zama en cambio no es el producto de ninguna filosofía
previa: encuentra más bien espontáneamente a la filosofía, como
Edipo a su padre desconocido en una encrucijada trágica” (ibidem:
50). Parafraseando lo dicho por el escritor, podría pensarse que la

273
obra de Saer, en su dinámica regresiva y en sus fundamentos
melancólicos, 'encuentra' la historia, historia que es un padre
perdido, ausente, un padre que no se reconoce y que se asesina casi
por descuido. Por otro lado, los orígenes así representados (como un
conjunto heterogéneo de textos y saberes contradictorios), no
significan solamente los orígenes de la Nación, de la argentinidad,
sino también los orígenes de la obra. El autotematismo surge,
solapadamente, en este mecanismo: el despliegue de referencias
fundadoras, la negación de una fuente única, el freno a todo sentido
establecido, son también una manera de narrar la emergencia de la
obra a partir de los otros textos, de los otros saberes, a partir de la
palabra del otro. El mito de nacimiento de la escritura como sujeto y
objeto fundamental de la saga saeriana es, también, el recorrido
contradictorio por saberes, fuentes y textos que explican (que
generan, que engendran) el texto que leemos.

6.3 - Mitos (El limonero real, La ocasión, La pesquisa, Las nubes)

...otro tercero tendrá miedo de que Atlas, que


sostiene el mundo, se canse y lo mande a
paseo, de manera que tanto él como todos
nosotros resultaremos aplastados y
espachurrados unos contra otros...
Galeno

Todo lo que se refiere a los orígenes, intensamente interrogados en


El entenado y La ocasión, permite una constatación: la carga
intertextual, los juegos de género, citas y deformaciones de la
tradición tienen siempre una dimensión de 'búsqueda de
explicación', de interrogante sobre lo pasado (en la acción, en el
sujeto, en la historia cultural). La regresión imaginaria es también
cultural y lleva a otros textos, a otros relatos. De este punto de vista,
y dentro de la multiplicidad de estrategias intertextuales de
representaciones de la tradición, un último elemento merece ser
puesto de relieve, y es la recurrente utilización de un corpus de
mitos y textos clásicos (Antigüedad grecolatina, La Biblia).

274
Partiendo de una hipótesis laxa (se trataría de un corpus que remite,
a causa de su lugar en nuestra cultura, de una estructura lógica
'primitiva', de una función mágicamente definitoria, a esa misma
idea de origen explicativo), se puede interpretar algunos gestos de
reescritura paródica o, a su manera, respetuosa. La asociación con el
origen permitirá, también, completar con otro ejemplo simétrico el
valor imaginario atribuido a la regresión histórica y al acto de
escritura.
En algún momento se han evocado los dos relatos intercalados
que aparecen en El limonero real. Después de la anulación de la
historia y del lenguaje en el espacio negro que reemplaza al texto, el
primero de esos relatos retoma el Génesis — la creación del mundo
o, en este caso, de las islas —, en una vertiginosa combinación del
surgimiento de la tierra y de la vida a partir del agua omnipresente
(como un estribillo vuelve la afirmación “Agua y después más nada.
Más nada” — EL 139 y ss.), con la aparición de la división del
trabajo y de las diferencias sociales. Este “Génesis criollo”
(Gramuglio 1986: 287-292), tanto cosmogónico como
socioeconómico, se prolonga con una reescritura paródica de La
Odisea. El segundo relato, que precede directamente el desenlace,
está construido a partir de los tópicos de un cuento maravilloso —
aparecen sirenas, augurios, pruebas, desenlaces felices. Estos dos
modelos (dos hipotextos de valor mítico y un género) son formas
estrictas, capaces de transmitir contenidos cifrados y trascendentes
(La Biblia) o marcados por una estructura lógica identificable (los
cuentos maravillosos). Los relatos intercalados, por su valor de
'origen' son coherentes con el áurea de inicio cósmico de la
construcción de la novela (comenzada por un “Amanece” recurrente
y por una regresión de antediluvianas connotaciones — EL 9-29),
tanto como lo son la presencia de algunos mitemas del mito de
Edipo19 y de otra página bíblica, el sacrifico de Abraham. Sin
retomar el análisis de Graciela Montaldo (que demuestra el valor de
origen y/o de fundación de estos relatos dentro de la regresión hacia
la nada fundadora de la escritura), recordemos que, en una novela
que gira alrededor de una dilución y una pérdida de la capacidad
expresiva, el encuentro con esos códigos significa la recuperación

275
posible de la fuerza narrativa; se trata, como ya lo hemos
constatado, de un movimiento de regreso a las fuentes (del universo
pero también de los relatos) para renacer, para superar el círculo
(Montaldo 1987: 69-81). Esta reescritura no es, por supuesto,
reverente. La presentación del Génesis acumula procedimientos
paródicos: el lenguaje y las imágenes (elegidos en función de los
que serían verosímiles en los habitantes de la costa del Paraná), la
transcripción criolla de figuras míticas de La Odisea, y luego las
alusiones a la situación socioeconómica de la región y la división
del trabajo, introducen rápidamente la distancia, el desfasaje, el
juicio incierto, que caracterizan la parodia y proscriben una lectura
ingenua. Se narra, pero a partir de una posición irónica que, hasta
cierto punto, niega lo que se está narrando. En el cuento maravilloso
se acumulan las situaciones tópicas, las reacciones convencionales,
el lenguaje estereotipado; hay en él una especie de exacerbación de
lo 'falso', de lo codificado y pobre semánticamente (es un relato que
parece, de por sí, incapaz de transmitir nada sobre la realidad, ya
que funciona en sí mismo y para sí mismo). Ahora bien, a pesar de
la incertidumbre que estos mecanismos pueden inducir, hay un
movimiento de recuperación de un código; y es en esos dos relatos
que el lector se entera de ciertos eslabones indispensables de la
historia de Wenceslao (en particular las circunstancias de la muerte
del hijo), o al menos, es allí en donde se le propone la única versión
inteligible de acontecimientos que, en la acción principal, están
apenas sugeridos. Historia de la pareja, relaciones familiares,
conflictos afectivos entre diferentes personajes, peripecias variadas
que han precedido ese almuerzo de fin de año que, a pesar de tantos
intentos, no se ha logrado narrar: a lo que sucedió antes (al pasado),
a lo que explica un presente constantemente trabado por el círculo,
por lo arcaico, por la proliferación y la repetición, sólo se lo puede
transmitir con ironía, parodia, distanciación incrédula y humorística.
Pero también, gracias a códigos estereotipados y fundacionales (los
primeros relatos, el origen del hombre y del mundo), algo se puede
conocer sobre ese pasado. A pesar de los mecanismos de negación,
la exhibición de impedimentos expresivos, las formas heredadas y
los mitos de origen le atribuyen un sentido a una novela inestable.

276
Porque los dos relatos intercalados que citamos aparecen en
articulaciones fundamentales de la novela: sirven para recuperar el
sentido después del espacio negro (después de la muerte del relato),
y para cerrar la novela, narrando a su manera las circunstancias del
nacimiento y la muerte del hijo. Más allá del efecto irónico de
descreimiento generalizado, sin la dudosa información que la
reescritura integra, El limonero real sería incomprensible.
En otro contexto de orígenes (ya no cósmicos sino nacionales),
los que funda la pampa histórica), vemos aparecer una nueva
reescritura paródica de La Biblia. En La ocasión y después de la
relación sexual determinante entre Bianco y Gina, esa relación que
termina con una “lluvia súbita de esperma” fecundante, el capítulo
siguiente comienza con una digresión que toma la forma de un
relato mítico: una reescritura del episodio de la estrella de Belén y
del viaje de los Reyes Magos en busca del Niño. Más tarde
sabremos que se trata del argumento de una alegoría teatral
proyectada por Garay López. Del Génesis pasamos al Nacimiento,
en una lógica simétrica a, por un lado, el ambiente 'prehistórico' de
las orillas del Paraná pobladas por animales antediluvianos, y del
otro la historia documentada y conocida de la Nación que se funda
en la pampa. El relato de la búsqueda del Niño desemboca en una
página blanca: a pesar de los signos anunciadores, a menudo
interrogados e interpretados, a pesar de una exploración
encarnizada, los Reyes y su séquito tienen que reconocer lo
evidente: allí no hubo nacimiento, no hay pesebre, no hay Niño-
Dios, no hay milagro. En Belén todos duermen; por más que se
investigue, hurgue y revuelva, no hay nada de nada (LO 61-66)20.
Esta recuperación paródica del texto bíblico se justifica, primero, en
una lógica de verosimilitud: el personaje de Garay López está
construido con rasgos insistentes de un dandy fin de siècle; su
ateísmo, su interés insolente por los mitos, su escepticismo, su
esnobismo, están repetidamente subrayados y vuelven posible, en el
contexto cultural de la época, que él sea el autor de la alegoría (a
pesar de cierta precocidad, puesto que su posición sería más
verosímil en un Modernista, veinte años después). Pero de más está
decir que esta transformación de la tradición funciona también como

277
una imagen cifrada de la novela que leemos; es una puesta en
abismo de la lógica narrativa de La ocasión y de algunos de sus
valores simbólicos: en el desenlace del relato no habrá nacimiento,
el enigma pacientemente planteado no será resuelto. No se sabrá
quién es el padre del hijo que Gina espera: esta ignorancia, en un
plano textual, equivale a una ausencia; si Gina no da a luz en el
marco de la ficción es que su hijo no existe, que no existió nunca,
como el paradigma del hijo que es Jesús. Consecuentemente, el
relato se percibe a sí mismo como una compleja construcción, una
búsqueda frenética, un movimiento perpetuo, pero detrás de los
cuales o al final de los cuales, no hay estrictamente nada. La
negación del sentido está, otra vez, propulsada al primer plano y
reemplaza el desenlace: por más que intentemos, nosotros también,
interpretar, descifrar, suponer, no encontraríamos nada.
Acabábamos de asistir a un 'acontecimiento', a un 'comienzo'
(Bianco había quizás fecundado a su mujer); la alegoría bíblica
incluida inmediatamente después anula el efecto producido por ese
esperma: no habrá escritura.
Con respecto al contexto de la pampa histórica, definido más
arriba, la alegoría es también significativa. De una tradición
argentina pasamos a otra tradición, la bíblica; ahora bien, ese texto
de referencia por antonomasia que es La Biblia (el Libro) se vuelve
engañoso: el mensaje transmitido por la estrella de Belén es
indescifrable, confuso o inexistente. No hay buena nueva ni tierra
prometida (y la Argentina, sobre todo, no lo es, a pesar de las
utopías de los inmigrantes, presentes en la novela). Ya no hay
relatos que mantengan una función de guía, una verdad intrínseca,
un valor de punto de referencia. En el pasado, en la filiación, hay
vacío: bastardía del hijo de Bianco, fracaso de la Nación que está
naciendo durante la novela, incertidumbre del acto narrativo. Como
se puede constatar, las variantes de los juegos intertextuales, aunque
diferentes, llevan a conclusiones similares; en este caso, la
integración de la tradición bíblica conlleva una figura de pesimismo
irónico, que concierne, en un solo movimiento, al relato en tanto
que código y a la Nación en tanto que proyecto. El mismo
cataclismo arrasa con el futuro, ocupado por lo quimérico del

278
sentido; y no es anodino, en la perspectiva melancólica que lo
fundamenta, que ese cataclismo gire alrededor de la fecundación,
del nacimiento, de la paternidad. Pero, otra vez, recordemos que
esta figura de un vacío, este andamiaje de la nada, están construidos
gracias a un intenso diálogo intertextual que les permite existir; un
diálogo intertextual que reconoce y niega la función referencial de
los textos que preceden la propia obra. La anulación se encuentra,
desde cierto punto de vista, anulada por la potencialidad de
significación de una tradición traicionada y venerada.
La integración de estrategias intertextuales aparece entonces
marcada por la idea de orígenes ya subrayada en otros planos:
orígenes del sujeto, tanto en las representaciones imaginarias de lo
arcaico como en el saber que estipula la posibilidad de darle sentido
a la realidad gracias a un retorno a lo primitivo (el psicoanálisis);
nostalgia por un otrora cósmico fuera de alcance que justifica
múltiples gestos regresivos y ficcionalizaciones del pasado; orígenes
de la historia (continental y nacional). A esta enumeración para nada
exhaustiva cabe agregarle entonces la presencia de reescrituras y
alusiones a los mitos de origen en nuestra cultura. Por lo pronto el
Génesis bíblico, confundido con una idea de nacimiento (lo que
permite pasar de lo cósmico a lo individual); los dos ejemplos dados
(El limonero real y La ocasión) no son excepciones: el Génesis
también estaba presente, por ejemplo, en el inicio de casi todas las
secuencias narrativas de Nadie nada nunca (recuérdese: “No hay, al
principio, nada. Nada”), lo que superpone, por lo tanto, creación del
universo y creación literaria. El comienzo del tiempo, nivel cero de
la existencia del mundo, es también el punto crítico de la obra, la
primera frase, el inicio del espacio-tiempo de una ficción. Empezar
una novela supone reproducir la Creación: las trabas, las
dificultades, los alcances metafísicos, la complejidad de lo narrado,
son por lo tanto proporcionales a la trascendencia que se le atribuye
al acto de escritura.
Es en esta perspectiva que se puede comprender la presencia de
la mitología grecorromana en la obra de Saer. A partir, por lo
menos, de la reescritura del mito de Edipo y de La Odisea en El
limonero real, la mitología está constantemente presente (aunque se

279
encuentre, a su vez, a menudo mediatizada: es decir que se citan
textos que a su vez remiten a la mitología). Frente al relato de 'hoy'
(a la historia presente, a la lengua utilizada) se instala en filigrana un
'otrora' (otra historia, otra lengua). El mito es a la vez un modelo de
narración (el mito es en sí y etimológicamente, un relato, es el
primer relato), un espacio fabuloso de pasiones y, gracias a su
función social (y al psicoanálisis), una especie de enigma, de texto
cifrado que contiene verdades radicales. Dos ejemplos, uno
exclusivamente mítico (La pesquisa), el otro mítico-literario (Las
nubes), para completar lo dicho.
El primer párrafo de La pesquisa contiene una de las numerosas
alusiones a la mitología griega que irán apareciendo en el texto; en
este caso, al rapto de Europa, a su violación y a una promesa
incumplida de Zeus. Evidentemente, hay en este incipit una
referencia al espacio de la ficción: para comenzar su primera novela
situada en el viejo continente, Saer recuerda la violación originaria
de Europa por Zeus (lo que por otro lado tiene quizás alguna
relación con la temática de la colaboración y el nazismo en la
novela). Pero más allá de este juego irónico, y como un tema
musical, el episodio de la violación de la ninfa que dio su nombre al
continente se repetirá cíclicamente; y poco a poco sabremos que la
información sobre el mito proviene de un libro que el padre le
regaló a Morvan cuando era niño, libro que Morvan, internado en el
hospicio al final de la novela, reclama y luego hojea con fruición. El
comisario parece haber olvidado entonces el expediente policial
sobre los crímenes, que sin embargo se encuentra a la vista en su
mesa de luz, y prefiere ese libro de imágenes y relatos asociados con
la infancia; es allí, en esas configuraciones heredadas y
tradicionales, que se oculta el sentido indescifrable de los actos que
él habría cometido (LP 161). Anterioridad histórica y anterioridad
individual se mezclan, enigma personal, enigma cultural se
confunden; y como corresponde en la perspectiva psicoanalítica del
relato, la mitología aparece asociada a la niñez. Por otro lado, en los
episodios de sonambulismo, pesadillas o delirio surgen, como
claves de reconocimiento, varios monstruos mitológicos que
representan figuras femeninas amenazadoras: Escila y Caribdis,

280
Gorgona, Quimera. Las apariciones de estos monstruos en los
billetes de banco sirven de aparente clave distintiva para saber si
Morvan se sitúa en la realidad diurna o en otro mundo, hecho de
oscura indeterminación; pero también remiten, de más está decirlo,
a las imágenes negativas de la maternidad que el hombre se habría
forjado en la infancia, leyendo ese libro 'originario'.
La historia de Morvan y de los crímenes se desarrolla por lo tanto
bajo un signo mitológico, lo que resulta ser uno de los elementos
que asocian los acontecimientos puestos en escena con una
problemática de los orígenes. La mitología instala una perspectiva
de ante rem, tanto cultural como individual, y corresponde a la
reconstrucción de acontecimientos pasados y violentos de toda
pesquisa policial. La figura de ciertas imágenes femeninas
amenazadoras, la recurrente alusión a la violación de Europa por
Zeus, o la presencia sugerida, metonímicamente, de la Esfinge y de
Edipo, son una serie de indicios que refuerzan la coherencia de la
historia de Morvan y le dan una trascendencia generalizante (las
alusiones mitológicas reproducen e interpretan el comportamiento
del asesino: violaciones, mujeres terribles, incestos, asesinatos).
Pero más allá de los efectos de construcción, la utilización de la
mitología griega supone entonces la presencia, frente al texto leído,
de otro texto, anterior, trascendente, intemporal, y cargado de cierta
verdad: la doble perspectiva de El entenado aparece aquí también,
bajo formas inéditas. La temporalidad múltiple de lo que será
narrado en la novela (en un hoy codificado y en una resurgencia de
lo arcaico fuera de toda medida temporal), introduce la oposición
entre el mundo diurno y ese mundo onírico por el cual deambula
Morvan y que, en el momento del desenlace, se volverá la única
realidad ya que el conflicto entre lo exterior racional y lo interior
indeterminado se resolverá con una desaparición de lo real, con una
expansión sin palabras de lo arcaico. Es decir que el mito se define
como un relato fragmentario, cargado de contenidos trascendentes e
inexpresables de otra manera, y que, por sus orígenes lejanos y su
valor de fuente de nuestra cultura, juega el papel de relato
primordial. Además, y por metonimia, la referencia a la mitología
griega remite entonces al mito más leído en la cultura occidental: el

281
de Edipo. Así como en Las gomas de Robbe Grillet el epígrafe de
Sófocles y la cita de la adivinanza propuesta por la Esfinge son
indicios que anuncian una reescritura moderna del mito griego, el
incipit mitológico de La pesquisa instala su ficción en una órbita
mítica, tanto en lo que se refiere a los acontecimientos (Morvan,
como Edipo, no logra probar su inocencia, según el juicio de
Saer)21, como, por supuesto, en relación con la lectura
psicoanalítica, y la evidente 'ilustración' de esa lectura que
constituye el comportamiento de Morvan. Y recordemos que toda
alusión a Edipo en este contexto refuerza el parentesco con el
género policial, ya que un juicio frecuente de la crítica transforma al
del rey de Tebas en el primer detective y a su historia en la primera
investigación policial (Caillois 1974: 179, Eisenzweig 1983: 272-
274). Buscar el sentido es el objetivo: el del enigma de la Esfinge, el
de la identidad del culpable, el de un traumatismo infantil olvidado.
Y, última vuelta de tuerca, recordemos que en La pesquisa otros
enigmas aparecen, otras búsquedas se llevan a cabo: el de la
identidad de un escritor ignorado y anhelado, el autor de En las
tiendas griegas. Esa novela imaginaria es, a su vez, una reescritura
de La Ilíada (en un juego de resonancias, ya que el título es la cita
un verso de César Vallejo). La doble presencia de la mitología (en la
historia de los crímenes, en la pesquisa literaria), refuerza la
asociación entre contenidos pulsionales y creación literaria que ya
ha sido subrayada. En capítulos anteriores se había llegado a la
conclusión de que la obra de Saer integra el 'mito freudiano' de la
definición del sujeto en tanto que sujeto de deseo como un medio de
ficcionalización del nacimiento de la escritura. Esta perspectiva está
por lo tanto reforzada por la presencia de la mitología griega, es
decir por relatos codificados y reconocidos colectivamente como
fundadores. Los mitos en La pesquisa, al igual que casi todo en la
obra, representan, dramatizan e interpretan el acto de escritura.
Así como la definición cultural del personaje de Garay López
volvía verosímil la escritura ficticia de la alegoría bíblica, la
formación del narrador-protagonista de Las nubes, 'hijo' de las
Luces y de la Europa enciclopédica, explica, en un primer nivel de
lectura, sus constantes alusiones a la cultura grecorromana (Sarlo

282
1997). En lo que percibe o vive en América, el personaje encuentra
a menudo equivalencias con elementos de la Antigüedad22, lo que
remitiría también a ciertos gestos de anacronismo referencial sobre
la pampa histórica y los orígenes de la Nación (del Facundo y su
desierto arábigo a la función de los guerreros griegos en El payador
de Lugones, pasando por alguna lectura apocalíptica de Martínez
Estrada). Pero, más allá de este mecanismo de verosimilitud, hay
que subrayar la coherencia del campo referencial elegido: mientras
que en La pesquisa la función del psicoanálisis y el tipo de
acontecimientos facilitaban una integración enriquecedora de la
mitología griega, en Las nubes, en donde también se trata de la
fundación de una Nación y de una lengua, las citas, alusiones y
reescrituras remiten a Roma, es decir el gran estado organizado, la
referencia política y judiciaria, la fuente de la lengua hablada en
Argentina — lengua en la que está escrita la novela. En todo caso, el
gesto inicial de la novela histórica (evocación textual de un pasado
actualizado a partir del presente de la escritura), se prolonga en este
caso con la inclusión constante de la figura de Virgilio y de dos
hipotextos, La Eneida y la cuarta Bucólica: es decir que a la primera
'regresión' imaginaria se le agrega otra regresión, que va hasta las
fuentes de la cultura de la que se trata, reproduciendo la estructura
temporal de El entenado, por ejemplo. En realidad, los juegos
intertextuales y autorreferenciales crean un vértigo temporal
regresivo que es en parte una regresión realizada de texto en texto:
el relato inaugural del libro se sitúa a fines del siglo XX (época de la
verdadera escritura de la novela), pero se refiere a un período
anterior de escritura, indeterminado, y que podría corresponder a
mediados del siglo XIX; la acción principal de la novela nos
retrotrae a principios del siglo XIX, y de entonces a la escritura de
los textos por Virgilio, en el siglo I antes de Cristo (textos que a su
vez se refieren, en parte, a acontecimientos sucedidos en un 'otrora'
ahistórico: la guerra de Troya y sus consecuencias). Por otro lado,
ese 'segundo' pasado que se representa (el de la Antigüedad), ese
segundo origen que se convoca, ya no es material ni histórico sino
textual: el viaje en el tiempo se transforma, imperceptiblemente, en
una trayectoria de lectura dentro de una biblioteca. Saer introduce

283
un desliz de la realidad a la literatura, estableciendo una
equivalencia en la cual lo que sucede en una puede explicar o
transformar a la otra. Conocerse a sí mismo es, también, aprender a
leer y saber leer supone un proceso complejo de aprendizaje de
verdades sobre el sujeto.
Encontramos entonces dos grandes series de citas y reescrituras
en el texto, una sobre La Eneida, la otra sobre la cuarta Bucólica.
Las peripecias del viaje del doctor Real y su comitiva (de la Zona a
Buenos Aires), desde ya desvalorizadas por una multiplicación de
anuncios y cumplimientos deceptivos, están inscritas en el marco de
una repetición de otro texto,"son el eco material de una cita: “Cada
una de las vicisitudes de nuestro viaje está relacionada para mí con
algún verso de Virgilio” afirma el doctor Real (LN 130). En
particular la trama (un viaje arriesgado a través de la pampa) y el
desenlace, parecen ser configuraciones que ilustran la lectura de
textos clásicos. En lo que respecta a La Eneida, la elección en sí de
la fuente textual tiene efectos interesantes: Saer retoma una obra de
Virgilio, que puede leerse anacrónicamente como la
institucionalización de un mito fundacional, el que convierte a
Roma en la heredera de Troya (es la 'Nueva Troya'): algo así como
el Facundo, el Martín Fierro o la “Fundación mitológica de Buenos
Aires”. Un mito que parte de una tradición griega, que a su vez tiene
varias versiones diferentes, una de las cuales — la más antigua —,
aparece ya en la La Ilíada, que es a su vez un texto basado en mitos
anteriores. Aquí también, entonces, el primer gesto de retorno al
pasado (en este caso textual) desencadena una dinámica de retroceso
hacia las fuentes mismas del relato (y de la Nación, por supuesto).
La Eneida de Virgilio narra un viaje de alejamiento de la patria
después de su destrucción (la guerra de Troya), viaje hecho de
peripecias dramáticas, y luego la fundación de una nación poderosa;
es el relato de un viaje que no es de regreso (como La Odisea), sino
de creación. Se trata de un mito, pero que cobra connotaciones
nacionales; en él se fijan entonces los orígenes fabulosos del
imperio más poderoso de la Antigüedad occidental. Con respecto a
Las nubes, las alusiones al viaje de Eneas integran una
interpretación de lo narrado: dimensión iniciática del viaje para el

284
personaje, justificación de la analogía pampa/mar por una repetición
de la navegación de Eneas en llanura, destrucción implícita de la
Zona junto con su partida, trasfondo fundacional para la Nación (la
acción de la novela se sitúa entre 1802 y 1816, fecha en la que Las
tres acacias se cierra, o sea el momento de la declaración de
Independencia). Pero, por supuesto, la comparación entre hipotexto
e hipertexto le atribuye una fuerte tonalidad irónica al proceso
histórico representado indirectamente en la novela: los que viajan
son locos, prostitutas y borrachos, en la Nación que se funda no se
puede dirimir la diferencia entre razón y locura, el 'héroe' que
conduce la comitiva es un hombre acosado por la incertidumbre. La
recuperación de ese texto mítico-literario, la reescritura de una
reescritura, la fabulación que le atribuye a una Nación un pasado
glorioso, desemboca, como era previsible, en una negación de la
lógica (que tiene, por otro lado, prolongaciones generalizantes, dada
la cultura enciclopédica del doctor Real). Y cuando no es la locura,
y si seguimos al doctor Weiss y al personaje de Teresita, sólo queda
la sexualidad en tanto que certeza y realidad.
El desenlace positivo de la novela (la caravana logra llegar a la
Casa de salud, a pesar de las peripecias negativas del viaje), se
explica por una repetición de la cuarta Bucólica: “como en la cuarta
Bucólica, las Parcas, por esa vez, dijeron que sí” (LN 239): la
ficción, que comienza y termina con menciones de ese texto, tiene
lugar también en un libro y no sólo en la realidad. Porque más
directamente todavía, Las nubes parece recorrer otro texto de
Virgilio, la cuarta Bucólica. Se trata del anuncio de un 'Siglo
glorioso', de una Edad de oro gracias a la llegada de una nueva raza,
asociada al nacimiento de un niño: cuando éste crezca, la felicidad
será perfecta. Es en este texto que aparece un verso célebre que
convirtió a Virgilio, por errada interpretación, en anunciador del
cristianismo (por lo cual el Dante, en La divina comedia, lo elige
como guía en el otro mundo). Lo que comienza, la Edad de Oro,
remitirían, irónicamente, a la Argentina moderna (y una ficción
situada en la pampa sería, también, la forma moderna e invertida de
una Pastoral). Por otro lado, el papel de guía de Virgilio en Dante
sería equivalente al papel de Virgilio en Las nubes; la trayectoria

285
pasa por el 'infierno' — el incendio —, pero no se muere, se vuelve
a la superficie y al sentido gracias al marco intertextual elegido23.
Hay que señalar, de nuevo, una doble perspectiva en este
mecanismo: la primera es una manera indirecta e incierta de
proponer significados históricos (sobre la Argentina del siglo XIX o
la Argentina contemporánea), en donde la realidad se reduce a
textos y a una versión deformada, caricaturesca, que remeda
torpemente la grandeza de un otrora mítico (inclusive la de las
'gloriosas' jornadas de mayo de 1810 o de julio de 1816). La otra es
la repetición, gracias al molde hipotextual codificado por la cultura,
de contenidos imaginarios; porque la cuarta Bucólica narra un
nacimiento, una maternidad, anuncia cierto porvenir (que en
Virgilio se opone al que aparece repetidamente en la obra de Saer):
el nacimiento es una bendición — como el de Jesús —, y gracias al
reconocimiento de la sonrisa de su madre, el niño será digno de la
mesa de un dios y del lecho de una diosa. El cotejo de Las nubes y
la cuarta Bucólica llevaría a repetir, melancólicamente, el incipit de
"La mayor": "Otros, ellos, antes, podían".
La lectura de algunas modalidades de integración de la esfera
mítica se inscriben, de más está decirlo, en conocidas problemáticas
culturales. Desde ya la relación con culturas centrales —
emblemáticamente significadas con los textos citados — es
importante en un escritor del interior que escribe desde el margen
(Santa Fe, o sobre todo París), y que niega la tradición de jerarquías
y privilegios para cualquier centro de creación o de pensamiento24.
La constante problemática de la traducción en Saer, también remite
al consabido conflicto de asimilación, comprensión, deformación y
recreación de culturas europeas en América latina: en la versión
propuesta por este escritor la traducción es un gesto de reescritura
insolente, o sea de apropiación reivindicativa. Luego, la crisis de la
representación, la función de la reescritura en los procesos de
creación, la mediación textual e ideológica que se impone como
fenómeno fundamental de la literatura contemporánea; por último,
el balance negativo de la evolución de la Argentina, las irónicas
representaciones a una Edad de oro (tanto cultural como nacional),
el pesimismo y la desorientación en los juicios ideológicos que se

286
pueden formular sobre el fin de siglo a orillas del Plata. Sin poner
en duda entonces ni tampoco tratar los desarrollos múltiples que
estas ideas permiten (y que inscribirían la producción de Saer en una
esfera más amplia), notemos por un lado la coincidencia entre las
funciones del origen y de la historia, que acabamos de analizar, y la
peculiar incorporación de mitos de variado valor fundacional. Por
otro lado, notemos también el isomorfismo entre los contenidos
imaginarios y afectivos, las peripecias fantasmáticas detalladas en la
primera parte de este libro, y la particularidades de los hipotextos
elegidos, las lecturas e interpretaciones de ellos que se proponen en
las novelas, las funciones narrativas y semánticas que cumplen
dentro de la economía de los relatos.
El pasado, el gran pasado, el de la Antigüedad fundadora, el de
La Biblia y de Homero, el de Edipo y Virgilio, está en ruinas. Entre
ese pasado y la actualidad, un cataclismo destruyó la capacidad
expresiva y el valor explicativo de ese otrora que sustentaba la
memoria, la palabra, la comprensión del mundo. La clave (del
hombre, o sea del texto) está en el pasado, pero éste se ha
convertido en una prehistoria de pulsiones, nacimientos
traumatizantes, anhelos frustrados, proliferación anuladora. La obra
revisa los textos originarios, los relatos de donde emerge la palabra
propia, retrocede hasta la página primera, descuartiza y recupera los
relatos primigenios, las primeras peripecias, el momento sublime en
donde se fecunda el relato, surge el tiempo narrativo inicial, se
explica el mundo. Con un paroxismo existencial, al citar, mezclar y
deformar la palabra fundadora, al retomarla con una ironía
constante, se prolonga y dramatiza el conflicto melancólico en la
órbita de una búsqueda de sentido cultural e histórico. La crisis de la
representación, la desorientación posmoderna, los juegos
transtextuales son, en Saer, una peripecia imaginaria. Y el pasado es
una cuestión de textos: hablar del pasado, hablar del origen, es
hablar de lo que permite la emergencia del texto que leemos. El
autotematismo de Saer, que ya vimos ocupar un lugar esencial en la
búsqueda de sentido del cosmos (gracias a las representaciones
irregulares del relato), también aparece aquí: al texto literario se le
atribuye una trascendencia metafísica y afectiva mayúscula. Citar,

287
releer, reescribir, son las estrategias textuales de un deseo regresivo,
de una angustia melancólica, de una nostalgia por el objeto perdido.
Retomar los textos míticos fundadores es un gesto regresivo. Porque
no se trata, nunca, de empezar, de partir de cero, de retomar la
primera página y de reinventar la palabra, el relato y el mundo: no
hay, no puede haber creación absoluta. Si en Nadie nada nunca se
afirmaba que “No hay al principio nada” como un refrán obsesivo,
si lo mismo se repetía en El limonero real (“Agua y después más
nada. Más nada”), si la filiación del grumete en el entenado es el
vacío (el 'antes nada' sugerido por su nombre), no se puede sino
constatar que esa obsesiva afirmación de una nada original no es
cierta. En el principio, antes de la propia obra, hay una tradición, un
mito, una cultura, un saber, una palabra heredada. El regressus ad
uterum (por el que comenzaba, también, El río sin orillas), el
hundimiento en la nada, el partir de cero, el derrumbe y el deseo
melancólicos de anulación del tiempo y del sujeto, encuentran en su
camino una trayectoria ya trazada, un fundamento, un cimiento
preexistente. No hay página uno, no hay inicio, no hay creatividad
absoluta en Saer, no hay génesis ni principio del relato: todo es
reescritura porque se trata de remontar la historia literaria o el
tiempo histórico de los hombres. Al inicio, al origen, se regresa; La
Biblia, la mitología (tanto como los relatos históricos), repiten el
gesto de regresión que domina, en otros niveles, el imaginario.
Prolongando una analogía ya utilizada: como en el festín colastiné,
alguien se queda fuera del pozo negro de la orgía incestuosa y
caníbal; la tradición, el mito, la biblioteca, son, como Virgilio en La
divina comedia, los guías en el descenso; y al mismo tiempo
preparan el ascenso posterior: el triunfo del relato, la verbalización
del deseo, la invención del sentido.

6.4 - Realismos (Lo imborrable)

Empecé a saberlo, desaprensivo, irónico,


sin sospechar que estaba enterándome...
Juan Carlos Onetti.

288
La principal línea narrativa de Lo imborrable concierne una serie de
acontecimientos que no han sido comentados. Tomatis conoce a un
extraño distribuidor de libros, de cierta edad (Alfonso) y su
asistente, la joven Vilma. La complicidad que se instala entre ellos,
en buena medida forzada, se justifica por el juicio negativo que los
personajes comparten sobre un best seller de la época del Proceso,
La brisa en el trigo. Esta novela aparece como el paradigma de una
literatura aborrecida: previsible, comercial, escrita con recetas
narrativas tradicionales, construida en función de las expectativas
del público y con una estética conservadora simétrica a la imagen de
colaboración del autor — un antiguo habitante de la Zona — con el
régimen militar. Algunas citas y resúmenes de la acción la muestran
— con insistente exceso — como un pastiche que retoma los
principios narrativos de Madame Bovary y da una visión
caricaturesca de la novela decimonónica. El juicio sobre la estética y
los valores ideológicos subyacentes de La brisa en el trigo debe
ponerse en correlación con El viento en Florida, ese largometraje
que un personaje de la oligarquía local y futuro dirigente del
régimen militar comenta en Glosa: los mismos recursos narrativos
remanidos, la misma falsedad estructural, los mismos efectos
previsibles son puestos de relieve en el relato del argumento de la
película — y sobre todo en el posterior comentario negativo del
Matemático, personaje que obtiene la complicidad del lector
gracias, entre otras cosas, a algunos juicios sobre el valor histórico
racista y antiindígena del argumento (GL 222-223). En Lo
imborrable, después de numerosas peripecias y vueltas al tema,
Alfonso le presta su ejemplar del libro a Tomatis, el que descubre,
al leer las notas marginales, que el juicio severo que Alfonso
expresa sobre La brisa en el trigo se fundamenta en una escala de
valores a su vez perimida. Efectivamente, su censura parte de un
reproche esencial: la falta de realismo del relato, es decir su
inadecuación a un referente — y, podemos suponerlo, su falta de
rigor en la aplicación de un proyecto literario de corte realista.
Alfonso no critica, por ejemplo, el tópico del triángulo amoroso de
un hombre mayor, su esposa y un joven maestro, ni el consabido

289
intento de suicidio de la mujer abandonada por su amante, sino que
él insiste, con particular tenacidad, sobre el contrasentido que
implica afirmar que, en la región donde se desarrolla la acción, se
siembra trigo, cuando en la realidad allí no se produce más que maíz
y girasol. Por lo tanto el personaje concluye: “Un libro como La
brisa en el trigo, en el que no hay un sólo elemento verídico, que es
de una falsedad premeditada de una punta a la otra...” (LI 122).
La lectura en abismo de ese libro dentro de Lo imborrable remite
a la vez a un tipo de ficción (tomando de paso posición sobre ciertos
fenómenos de producción y distribución de la literatura), tanto como
a una ilusión referencial, en apariencia fuera de lugar en la
recepción culta de la literatura en la época contemporánea. Es decir
que esa lectura nos sitúa, de nuevo, en la amplia órbita de lo
intertextual (un tipo de relato, un tipo de discursos sobre el relato) y
en lo verificable (una situación política dada, ciertas características
del mercado editorial en las sociedades occidentales). A nosotros,
los lectores, se nos invita a asociarnos a la censura del libro y al
rechazo del sistema de verificación realista que propone Alfonso: el
postulado subyacente en este episodio consiste en afirmar que el
relato se sitúa en una esfera de verdad específica, diferente de la del
mundo material (que es, por otro lado, una hipótesis que Saer
desarrolla con vehemencia en un ensayo, “El concepto de ficción”
como veremos más adelante). De todas maneras, y conviene
recordarlo, todo lo que se refiere a La brisa en el trigo está escrito
con una dosis de humor que se opone a las alusiones a la agonía de
la madre de Tomatis y a la crisis depresiva del personaje, lo que
desde cierto punto de vista lo diferencia de los juegos intertextuales
ya comentados. La doble lógica narrativa, puesta de relieve en otros
aspectos, aparece aquí como dos mundos independientes entre sí:
por un lado una ficción frívola, a menudo cómica y que integra
estrategias autorreflexivas; por el otro, los abismos de la muerte y
de la locura, simétricos a otros abismos, los de la represión política.
Frente a lo que 'cuenta' en la novela (lo que de veras se cuenta), los
episodios y discursos sobre La brisa en el trigo, además de proponer
una leve complicidad a los lectores (sobre estéticas perimidas y
efectos nefastos del mercado en la producción literaria), también

290
funciona como un 'divertimiento' (en todos los sentidos del
término): es lo que no tiene importancia.
Ahora bien, al final de Lo imborrable la obsesión de Alfonso con
esa novela y su empeño en probar la falsedad referencial de lo que
se afirma en ella, cambian de cariz porque de pronto surge una
'revelación' en tanto que clave inesperada para comprender lo
sucedido. La anécdota principal de La brisa en el trigo — el
adulterio, el suicidio 'a la Bovary' de la mujer — serían
acontecimientos verídicos, vividos por Alfonso en persona, su
esposa y Walter Bueno, el autor de la novela incriminada. Es decir
que las acusaciones de falsedad no serían la actualización
anacrónica de una estética decimonónica por parte de Alfonso, sino
un fenómeno afectivo de negación (o renegación); por otro lado, la
estética convencional e inoperante de la novela estaría, a pesar suyo,
transmitiendo informaciones fidedignas sobre la realidad y el
pasado. El juego de espejos tiende, a esta altura del partido, a borrar
el mensaje (que estaba, en este aspecto al menos, tan claro): ¿qué
debemos entender de esta confirmación del realismo de la novela?
¿Que la poética caduca y casi ridícula de La brisa en el trigo es la
correcta? ¿Que los interrogantes sobre la referencialidad del texto
son pertinentes en la medida que, aplicados como corresponde,
desembocarían en una revelación sobre biografías de hombres y
mujeres reales? Es por supuesto imposible adherir a tales ideas; pero
entonces, ¿qué sentido tiene esta serie de inversiones que pasan de
lo intrascendente a un efecto de sorpresa, que integran una
desconfianza (de tipo policial o indiciario) en la lectura y que
proyectan en el primer plano un elemento aparentemente
secundario? ¿Cómo descifrar el discurso del escritor sobre la
literatura detrás de esta multiplicación desorientadora? Además, la
mala fe inherente a la crítica de Alfonso (su intención de denunciar
la falsedad para esconder lo verídico), ¿no está proponiendo una
visión caricaturesca de la relación con el sentido en Saer? ¿La
puesta en escena, con tonalidades paródicas, de la duda detrás de la
cual se perfila un sentido negado y trascendente, no implica una
autoironía velada? ¿Como leer los acontecimientos afectivos de Lo
imborrable — la agonía de la madre, la castración, la depresión —,

291
después de esta inversión que quiere ser 'superflua'? La diferencia
entre el proyecto y su resultado — artificio comercial, fabricación
por un lado; por el otro, secreto representado a pesar del autor —,
¿no significan una destrucción de la lucidez, puesto que la novela se
sustrae a las críticas, tan justificadas, que se puede formular sobre
ella? Estas preguntas proliferantes no tienen respuestas unívocas:
estamos en presencia de otra anulación de un 'contenido' que había
sido afirmado con insistencia y que estaba sólidamente sustentado
por un consenso literario, ideológico, político. El saber, la
conciencia, el dominio racional, aquí también y de un modo sutil,
fracasan.
Para esbozar una explicación del fenómeno, más allá de la
desestabilización de cualquier convicción intelectual — constante
en las estrategias intertextuales de Saer —, se puede recurrir,
nuevamente, a los contenidos afectivos o pulsionales. Contenidos
que serían en este caso edípicos, ya que el relato que hace Alfonso
de su relación real con Walter Bueno lo transforma en un hijo
posible (“...podrían haberlo recibido como un hijo, si la completa
anestesia moral de Walter Bueno no hubiese sido un obstáculo
insalvable” — LI 212). Si se quisiera montar un rompecabezas
interpretativo perfecto — y reductor —, habría que sacar la
conclusión de que el adulterio de la esposa de Alfonso con Walter
cobra entonces un áurea de relación incestuosa desplazada; luego
notar que la 'revelación' permite, cerrando el círculo, integrar una
dimensión adúltera en la relación sexual entre Tomatis y Vilma (el
desenlace de la novela sugiere un casamiento de la mujer con
Alfonso), así como darle a esa relación ecos edípicos, dadas las
especificidades del triángulo amoroso dibujado por los tres
personajes y el paralelismo entre la muerte de la madre, la
'castración' simbólica de Tomatis y su recuperación de la sexualidad
gracias a Vilma. Esta interpretación exigiría una corroboración
detallada gracias a un análisis más amplio y la confrontación con
otros indicios. El interés sería, de todos modos, limitado: la puesta
en evidencia en sí misma de un deseo incestuoso en la trama de una
obra literaria equivale a enunciar un secreto a voces. El mecanismo
de representación es más importante: el narrador utiliza el humor

292
intertextual y establece una complicidad intrascendente con el
lector, para ocultar un contenido negado (un contenido que integra
su propia negación en un mismo movimiento).
En Lo imborrable leemos una exhibición de evidencias (la crítica
del mercado, el repudio de los best sellers, la impugnación de la
ilusión referencial), para circunscribir mejor un punto ciego del
sentido. Un punto paradójico, puesto que la falsedad de La brisa del
trigo (su estética criticable, sus postulados narrativos, sus
concesiones al 'gusto del público') aparecían como un 'contenido';
esa falsedad correspondía a una escala de valores, mientras que su
veracidad impone un sentido inexplicable por el saber o la ideología
(¿cómo es posible que una obra inaceptable pueda transmitir
pasiones íntimas y verdades biográficas?). A pesar de la
incorporación de un código estereotipado en esa novela, a pesar de
su artificio en alguna medida programático, a pesar de su carácter
exclusivamente comercial y superficial, allí, en una novela
'incorrecta', detrás de los elementos analizables por la razón y la
cultura, hay una representación pulsional concreta. No es la
trascendencia de lo que se representa lo que cuenta en este ejemplo
paródico — a diferencia de otros textos —, sino un funcionamiento,
un principio: el de una maniobra de ocultación organizada a partir
de variados elementos extratextuales, y que termina por diluirse,
dejando adivinar el 'otro relato', lo anterior y no narrado (o,
prolongando la metáfora, la 'otra lengua'). Es una figura casi
abstracta sobre la representación que se esboza en este vaivén: la
inteligencia y sus construcciones, por más complejas y perfectas que
sean, desembocan en una suspensión, una oquedad, un núcleo
inexplicable, pero también en una constatación recurrente: existe
allí, siempre más lejos, sentido. Toda interpretación, sea cual fuere,
todo sistema cerrado de transcripción, se encuentran, contra viento y
marea, puestos en duda: se nos presenta un objeto complejo y
sofisticado, que ofrece una serie de indicios aparentemente
descifrables, y luego, como por arte de magia, el objeto desaparece,
los indicios se contradicen, la nada se instala, otro camino de lectura
se dibuja, más allá del texto. Hay que retomar el proceso desde el
principio, hay que recomenzar la búsqueda de un contenido de todos

293
modos inasible.
La problemática de la representación en Saer — que se inscribe
en la representación problemática de la literatura contemporánea —,
desemboca en tensiones sobre el realismo, es decir en un intento de
rendir cuenta de lo real gracias a un proceso que implica
conocimiento, comprensión de lo representado; pero de un realismo
que trae consigo la afirmación constante de una imposibilidad y la
utilización del proceso en sí de representación como materia de la
ficción (el realismo, como objetivo, como práctica, como ilusión,
están incluidos en lo representado; no sólo se intenta 'decir' el
mundo, sino que también se narra el mecanismo de verbalización
realista frustrada). Y más allá del realismo, las potencialidades de la
representación mimética y satisfactoria introducen una dimensión
interrogativa acerca de la verdad. Los ensayos de Saer retoman, una
y otra vez, una teorización sobre las dificultades de rendir cuenta de
la realidad, sobre las trabas insalvables que impiden todo
conocimiento certero, sobre las dificultades para determinar el grado
de verdad o falsedad de cualquier relato o texto literario. En “El
concepto de ficción” estas ideas se exponen como inherentes a la
ficción en sí. A partir de la complejidad que supone toda suposición
de verdad o falsedad, la estrategia de un 'realismo pesimista' aparece
como una respuesta lúcida:

Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las


posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad
objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando
la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa
realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la
verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria (Saer 1997b:
12).

La ficción es entonces incierta, mezcla de “un modo inevitable”, lo


empírico y lo imaginario y por lo tanto no debe ser creída en tanto
que verdad, “sino en tanto que ficción” (ibidem). Los juegos e
inversiones sobre La brisa en el trigo son una puesta en práctica de
esta percepción de la literatura (o el ensayo citado es una especie de
metatexto explicativo de los objetivos semánticos de la novela) así

294
como lo son algunos desenlaces que anulan la verdad en tanto que
concepto operativo para la comprensión de las ficciones (por
ejemplo los desenlaces de La ocasión y de La pesquisa). Estas
posiciones retoman algunas producciones intelectuales sobre la
literatura en la posguerra y suponen un diálogo con las teorías
críticas.
Pero en nuestra perspectiva, la anulación de la verdad, ese
terreno incierto en donde lo representado es verdadero y falso al
mismo tiempo, en donde lo que se escribe existe y no existe, en
donde, a pesar de la comprobación recurrente de que lo imaginario
no 'es', de que la realidad muestra y repite la pérdida del objeto, toda
esa estrategia que tiende a darle algún tipo de trascendencia, de
existencia, de materialidad a lo inexistente, a lo soñado, aparece
como un eco de las problemáticas melancólicas ya estudiadas. La
'muerte' de la novela, a menudo afirmada por Saer, la incredulidad
invasora, el mutismo latente en esas opiniones estéticas lúcidamente
desarrolladas, remiten a una visión saturnina. Frente a la melancolía
que suponía toda descripción realista tradicional (ya que dibuja la
trayectoria de un deseo de posesión frustrado, según las lecturas
habituales del Realismo y el Naturalismo decimonónicos), un
escritor contemporáneo integra la evolución de la definición de lo
real y de lo ficticio, asimila el carácter convencional e inoperante
del discurso, acepta la imposibilidad de una representación plena.
Pero esa lucidez no anula sino que prolonga un deseo de posesión
(de verbalización), un deseo que logra subsistir, que logra ser
representado, gracias a la definición de un terreno intermediario en
donde se 'sabe' que todo es falso y al mismo tiempo se anula la
escala de valores o los sistemas de confirmación que permiten
afirmar falsedad o verdad. La desaparición en sí de toda verificación
posible (la ficción no es ni falsa ni verdadera en su esencia, lo
narrado en ella no existe ni deja de existir), reproduce el
funcionamiento de la 'creencia' en la visión psicoanalítica (Mannoni
1985: 9-33)25. Los objetivos de la literatura son los de mantener
vigentes espacios en donde lo deseado siga siendo verosímil, a pesar
de la prueba de realidad que contradice esa posibilidad. No se trata
de negar la realidad, al contrario, sino de abrir en ella una fisura en

295
donde lo imaginado tenga la misma consistencia, la misma
trascendencia, el mismo valor que lo vivido. La anulación de la
dicotomía verdad/falsedad, y su exposición explícita (en las
ficciones o en los metatextos ensayísticos del autor) es, también, un
mecanismo de renegación (Verleugnung), de defensa de la 'realidad
de lo imaginario'. Esta constatación podría extenderse a muchas
prácticas literarias contemporáneas, es decir a una literatura que ya
no tiene las certezas del realismo26; la particularidad en Saer sería la
de integrar una teorización sobre ese punto, no para negar la
capacidad de representar la realidad sino para seguir
representándola: el carácter dubitativo, incierto y antinormativo de
la literatura sería un medio de transmitir una posición existencial. Es
lo que afirma el escritor en otro ensayo, “La narración-objeto”,
refiriéndose a novelas de Rulfo, Onetti y Di Benedetto, pero en
términos esclarecedores para la lectura del realismo y de la
distorsión del relato en su propia producción:

Esa indeterminación de sentido, sin embargo, no empaña su pertinencia ni


disminuye en nada su eficacia. Muy por el contrario: las imágenes
confusas, inacabadas de esas narraciones, sus alusiones enigmáticas, la
brusquedad de sus transiciones, la linearidad constantemente trastornada
de los acontecimientos o, por el contrario, su regularidad engañosa
engendrada por una lógica que se nos escapa, el mundo hecho pedazos, la
existencia singular de sus caracteres resultan, confrontados a nuestra real
experiencia humana, mucho más verosímiles que tantos discursos
pretendidamente racionales, políticos, económicos, científicos, religiosos,
filosóficos... (Sagr 1999a: 28).

Al mismo tiempo, esa impresión de verosimilitud dada por la


incertidumbre y la lucidez irónica, corresponden también a una
posición melancólica. La duda y el carácter experimental de la
búsqueda de representación corresponden a la dinámica ya
comentada de 'búsqueda de sentido', de un sentido que se niega en el
proceso mismo de su afirmación, lo que instaura la tarea de
verbalización en una perspectiva de inacabamiento (y por lo tanto,
de creatividad prolongada). Y, última digresión sobre el valor
imaginario de algunas teorizaciones sobre la verdad y el realismo,
nótese que en el artículo citado la definición de un peculiar

296
“concepto de ficción”, equidistante de la verdad y de la falsedad,
parte de la impugnación del género biografía y de la pretensión de
incluir en ella la veracidad (opuesta, por lo tanto, a la invención de
la ficción). Si la biografía es, por antonomasia, un género de ficción
para Saer (como vimos en el capítulo precedente), la ficción sería,
simétricamente, un género de veracidad autobiográfica, o el único
instrumento posible para transmitir algo sobre sí mismo dentro del
pesimismo melancólico.

6.5 - Investigaciones (La pesquisa)

A l’être qui en est possédé, tout devient


indifférent; la ruine d’un monde saurait à
peine l’émouvoir. Je voudrais alors que la
terre fût une bombe remplie de poudre, et j’y
mettrais le feu pour m’amuser.
Hector Berlioz

Así como la cuestión del realismo, de la recepción de la literatura y


de las teorías literarias mediatizadas en las sociedades
contemporáneas permitían una representación de la incertidumbre y
de la dinámica melancólicas de búsqueda de sentido, la utilización e
inclusive la reescritura de ciertos géneros literarios muestran
mecanismos parecidos. Se trata de una recuperación de formas
heredadas, que son a la vez el vector de una representación indirecta
y anulada y el punto de partida de una repetición obsesiva. En
última instancia, lo estudiado sobre el relato, es decir la utilización
autorreferencial de la forma narrativa — la expansión de sus
potencialidades, diversificadas y borradas —, corresponde a
fenómenos similares. Salvo que, en ciertos casos como en La
pesquisa, a la forma relato se le agrega una dimensión genérica
significativa que merece un comentario detallado (y que resulta
interesante también porque ese texto superpone, con la misma
complejidad que lo hacía El entenado, una tradición literaria con
una ficcionalización de las teorías psicoanalíticas). También en este
caso se incluye una estructura rígida y reconocible, que abre el

297
camino a una recuperación de la capacidad expresiva, pero que
desemboca en una implosión. Ya el diálogo contradictorio con la
novela histórica lo había demostrado: la reescritura de los géneros
heredados supone, a su manera, la presencia de un doble relato (el
del género que se retoma y se pervierte, el de los intentos de
expresión del mutismo melancólico).
La historia de un serial killer (personaje central de algunas
pesadillas narrativas contemporáneas), es el nudo argumental de La
pesquisa27. La construcción narrativa de Pichón desemboca en un
desenlace preparado por ciertos indicios: el monstruo, el “hombre o
lo que fuese” en el que piensa repetidamente el comisario, es él
mismo, es Morvan. En este sentido el título se refiere tanto a la
indagación policial como al sujeto que indaga: la pesquisa y el
pesquisa se combinan; la elucidación de lo inconcebible (el sadismo
teatralizante de los crímenes), es decir la autoría de esos actos
'inhumanos', remite a la conciencia que los investiga. Sin embargo,
el relato de Pichón, aunque comienza planteando un enigma
comparable al tradicional whodunit de las novelas policiales, no
contiene ninguno de los elementos previsibles de una pesquisa: no
hay sospechosos, interrogatorios o descubrimientos progresivos de
móviles y circunstancias, sino una larga introspección de la
conciencia reflectora de los acontecimientos, la de Morvan, que
resulta ser la ocasión de descubrir que él podría cometer o haber
cometido esos actos, más allá de la identidad del criminal. La
investigación no consiste en un barajar culpables posibles, sino en la
descripción de una conciencia y en una serie de analepsis narrativas
que construyen una trayectoria biográfica y psicológica. En esa
introspección, la única zona de misterio es la repetida afirmación de
que el hombre buscado por el comisario le produce “una sensación
de proximidad e incluso de familiaridad” (LP 16). La novela retoma
una variante transgresiva del código que las novelas policiales
utilizan a menudo: el que cometió los crímenes es alguien que por la
deontología de su oficio o según las reglas del género, no puede ser
criminal: el representante de la ley, de la moral, de la ciencia están a
priori excluidos de la suspición general que prepara el
desenmascaramiento final, así como lo están los personajes que

298
cumplen ciertas funciones dentro del relato: el destinatario de la
investigación, el detective, el narrador (Dubois 1992: 105-118).
La consecuencia es una generalización: la excepción, el horror, el
deseo inexpresable, son el fruto de todos y de cualquiera, dentro de
la ciudad laberíntica, lo que también representa el sentido final de
toda novela policial: el quién es quién desemboca en una
inestabilidad del ser, en una culpa universal. El desenlace, que
interrumpe la proliferación de sospechas y revelaciones, funciona en
esos relatos como un límite compulsivo que frena la propagación de
una crisis de identidad y de la responsabilidad de todo ser humano
(y ante todo la del lector, que pasa así de la satisfacción
fantasmática a una disociación tranquilizadora entre él y el
individuo que comete los crímenes. La identificación de un culpable
es una intervención milagrosa que borra la culpa aunque da a
conocer la falta) (Eisenzweig 1983: 131-132). El borrado de la
investigación y la expansión de la introspección sitúan
explícitamente el contenido de La pesquisa en lo que sería un
contenido simbólico latente de toda novela policial: la
incertidumbre identitaria, los abismos que separan la conciencia
lógica de los deseos, la existencia de una verdad insospechada bajo
las máscaras. Porque la actitud especulativa del comisario no tiende
únicamente a poner un nombre, una identidad detrás de los ritos
macabros que se repiten sino a comprender cómo es posible que
alguien los lleve a cabo. Y si en algún momento del relato es
evidente que los indicios acusan a Morvan, el enigma para el lector
subsiste pero cambia de objetivo: ya no quién es el culpable, sino
cómo explicar que él lo sea. Utilizando la temática del doble, Saer
ficcionaliza un juego entre banalidad cotidiana y horror, entre
Cultura y Caos, lo que desde Chesterton se considera la
problemática esencial de todo relato policial: no sólo un combate
entre el Bien y el Mal, sino la toma de conciencia de que la vida
urbana moderna es una guerra entre las fuerzas caóticas del crimen
y las fuerzas morales que salvaguardan la sociedad, tal como lo
hacían los caballeros andantes de otrora (ibidem: 41) .
La culpabilidad de Morvan, evidente y sorpresiva a la vez, es una
variación sobre la inquietante extrañeza freudiana, con la aparición

299
de contenidos insospechados y arcaicos en el lugar de la
racionalidad meticulosa. En este contexto es importante señalar en
qué términos y en qué perspectiva el relato de Pichón en La
pesquisa retoma la estructura indiciaria y la dinámica de la
interpretación exhaustiva, para probar la culpabilidad de Morvan, su
punto de llegada lógico y necesario. Curiosamente, la identidad del
asesino, así demostrada, está sugerida por una serie de indicios que
en vez de remitir a la lógica de las investigaciones policiales remiten
al psicoanálisis, es decir a otro sistema interpretativo que ha sido a
menudo asociado al de los detectives (ibidem: 267-268); un sistema
que también, a partir de indicios aparentemente anodinos, accede a
significados medulares (Ginzburg 1986: 139-181); bajo las
máscaras, el psicoanálisis descubre, a su manera, terribles verdades.
El paralelismo entre las dos revelaciones, la dimensión edípica de
los crímenes, la repetida metáfora de lo inconscienve como lo
oscuro y innombrable que emerge en ciertas situaciones límites, lo
traumatizante del comportamiento materno (que abandonó a su hijo
recién nacido para huir con un miembro de la Gestapo), la muerte
del padre como desencadenante, más la puesta en escena del crimen
en tanto que un nuevo nacimiento, todo el contenido explícito e
implícito de la introspección de Morvan funciona entonces como
una fuente de indicios para el narratario, dentro de la lógica de
lectura desconfiada que caracteriza la recepción de relatos
policiales. Y al mismo tiempo sirve de punto de partida para el
informe psiquiátrico que, al final de la novela, justifica el
comportamiento criminal del comisario.
Los psiquiatras utilizan elementos que por definición conciernen
a cualquier ser humano; con todo, en la medida en que el
comportamiento criminal encuentra en él una explicación
satisfactoria (cada gesto, a pesar de su absurdo aparente, cobra
sentido), el informe se define entonces como el equivalente de los
tradicionales razonamientos finales de los detectives en la novela
policial de enigma. La interpretación es finalista, borra lo
irreductible, y por lo tanto es una versión renovada de las
tranquilizadoras explicaciones lógicas que caracterizan el género. El
conocimiento certero de la psiquis que propone el psicoanálisis es

300
aquí un esquema sin valor, sin relación con la experiencia de un
individuo; su saber sería comparable con la imagen que la policía
tiene del asesino según el juicio del narrador: “...menos una persona
humana que una imagen sintética, ideal, constituida exclusivamente
de rasgos especulativos, sin que entrara en su composición un sólo
elemento empírico” (LP 37). Por lo tanto, el informe carece de
validez por su carácter unívoco: “Por deformación profesional, los
policías tienden tal vez a creer demasiado en la simulación, y los
psiquiatras demasiado en la demencia. Una tercera explicación,
como todo lo que no tiene nombre, les parece inaceptable” (LP
154). El sentido del acontecimiento del que se trata quedaría, por lo
tanto, fuera de alcance, porque los actos rituales de cada crimen se
basan en una lógica “únicamente válida para el que había elaborado
el sistema, e intraducible a cualquier idioma conocido” (LP 38). Las
referencias repetidas a la locura, a la psiquiatría, al psicoanálisis,
son por lo tanto irónicas, y quizás comparables a las alusiones en la
novela a la sociedad de consumo estandarizada: la psicologización
interpretativa y finalista de nuestra cultura dejaría de lado la esencia
de la psiquis humana. Se trata aquí también de un mecanismo de
dramatización: el psicoanálisis articula los efectos de suspenso
alrededor de la identidad del asesino y acentúa el efecto negativo del
desenlace (ya que a pesar de haber asimilado ese saber explicativo,
el sentido de los crímenes termina esfumándose). La teoría
freudiana representa un orden racional que se pone en duda, lo que
produce una introducción de la locura en el orden de lo simbólico, o
la perturbación, por la irrupción de lo inexplicable, de un código que
se finge aceptar — después de todo, la exhibición y la anulación del
código narrativo obedecía a principios similares. Y el mecanismo,
presente en El entenado y en La ocasión, se reproduce en otros
textos, con igual intensidad: incorporación de un saber, explotación
de sus posibilidades dramáticas e imaginarias, recuperación de sus
relatos fundadores, pero anulación, in fine, de los objetivos de
conocimiento y de interpretación que son el fundamento en sí de ese
saber.
En lo que respecta a la utilización del psicoanálisis en la
literatura, recordemos que se trata de un fenómeno que supera, por

301
supuesto, el marco de la La pesquisa y la obra de Saer: la
posibilidad de que un tiempo esconda otro tiempo en sus repliegues
más íntimos, que un espacio abra paso mágicamente a otro espacio,
que una identidad se revele contener otra identidad, que una fábula
(sueño, fantasía, relato) incluya, sin nombrarlos, contenidos
trascendentes para personajes de otra fábula, que deseos no
formulados sean el motor de la acción, que la construcción del
sentido se resuelva en ambigüedades argumentales pero también
discursivas, que en el flujo a veces indolente de las frases circule
una revelación marcante, que las expectativas narrativas se
construyan más con solapados indicios que con efectos
inmediatamente perceptibles, son algunos procedimientos
frecuentes en la literatura contemporánea que derivan en parte de la
teoría psicoanalítica, y que son en todo caso fácilmente
identificables en otras obras de escritores argentinos — como en
Cortázar y en Puig. Las nubes, con su problemática sobre la locura y
su borrado sistemático de la frontera entre razón y delirio, reproduce
y amplía el fenómeno ya subrayado en El entenado y La pesquisa,
gracias a una serie velada de alusiones a las teorías de Freud,
alusiones que afirman la imposibilidad de un conocimiento certero
de la psiquis humana28. Esta imposibilidad es la otra cara de la
lucidez (en esa novela como en todo el corpus): el saber produce el
resultado paradójico de agudizar la negrura melancólica. En Las
nubes aparece un discurso 'positivista' o 'enciclopedista' que tiene
resonancias con el de Bianco en La ocasión; el doctor Weiss (cuyo
nombre traduce el del otro personaje), siempre curioso y
preocupado por el conocimiento de lo real sabe, también, que razón
y locura se confunden, que el conocimiento no protege de la
melancolía, al contrario: “...a medida que iba aumentando el
conocimiento aumentaba también el lado oscuro de las cosas” (LN
28).
Con todo, La pesquisa desarrolla hasta aquí ciertas certezas
relativas. Al proponer otra explicación de lo sucedido, y por lo tanto
otro culpable, la novela va a socavarlas. Como se recordará, es
Tomatis quien, rechazando la versión de Pichón (ampliamente
justificada por la lógica de su relato e inclusive por la problemática

302
de las demás novelas saerianas), formula una resolución distinta del
enigma, ya no de inspiración psicoanalítica sino basada en la lógica
formal de las novelas policiales. En esta segunda versión, el asesino
sería el adjunto de Morvan, Lautret, quien no sólo es su mejor
amigo y el amante de su mujer, sino que también es quien aparece
explícitamente como la otra cara del comisario29. La interpretación
de Tomatis borra lo afirmado, destruye la compleja construcción en
donde un deseo inexpresable había por fin encontrado una
representación, horrible pero fidedigna; a la motivación oscura la
reemplaza la habilidad maquiavélica. O si no destruye, por lo menos
desestabiliza lo dicho, porque ambos personajes (Morvan y Lautret),
al funcionar como dobles, limitan la transformación producida por
la versión de Tomatis en el sentido final de la novela: en vez de
ponerse en escena a una bestia inhumana capaz de cometer crímenes
horrendos, escondida en pliegues profundos de la conciencia de
Morvan, se trataría de otra relación de reflejos, de otro tipo de
desdoblamientos, sin que la culpabilidad del comisario deje, en
alguna medida, de estar en juego.
Por otro lado, la interpretación de Tomatis refuerza el parentesco
con el género policial. Hasta ese momento se habían acumulado
algunos tópicos: los crímenes que introducen un desorden
intolerable y la necesidad de encontrar al asesino para restablecer un
equilibrio previo; los personajes contrastados de los dos policías,
uno seductor y brillante (Lautret), el otro introvertido y maniático,
pero más capaz (Morvan); las rivalidades profesionales y sexuales
junto con las presiones políticas y los conflictos entre cuerpos de la
policía; una primera pista falsa, elaborada por Morvan, según la cual
el asesino es Lautret; el coup de théâtre de la culpabilidad del
comisario, preparado por la consabida serie de indicios, y sobre todo
la dinámica indagatoria y suspicaz que domina todo el relato. Pero
es cierto que, por la tonalidad de las reflexiones de Morvan, por la
temática planteada por los crímenes y por el tipo de interpretación
que Pichón y los psiquiatras franceses llevan a cabo en la novela, el
texto se aleja de un género del cual toma esquemas estructurales y
sentidos simbólicos generales. En cambio, la versión de Tomatis,
hecha de hábiles cálculos, reproduce los razonamientos

303
deslumbrantes de los detectives clásicos, y tiene por lo tanto el
paradójico efecto de anular las certezas del relato utilizando el cierre
tranquilizador de las novelas policiales, esa puesta en orden a partir
de construcciones lógicas tan impecables como arbitrarias, que
sirven de punto final para acabar con el desorden proliferante
(Dubois 1992: 61). El efecto es brillante y sorpresivo: la
construcción racional (y tradicional, ya que remite a un género
masivo y a un corpus conocido) introduce el caos.
Aquí, la doble culpabilidad lleva a una indeterminación
anárquica. Hasta entonces la investigación policial nos propone un
conocimiento progresivo del sujeto de la pesquisa — Morvan —
para lograr explicar, en términos psicológicos, y gracias a una
utilización funcional y esclarecedora de su biografía, cómo es
posible que el comisario sea el culpable. El primer desenlace de la
novela deja de lado algunos aspectos del relato policial para intentar
un conocimiento supremo, una gnosis del asesino, es decir, de todo
hombre. Pero al reemplazar el funcionamiento genérico por una
problemática más acorde con las obsesiones de la obra saeriana, la
novela está introduciendo, insensiblemente, una nueva modalidad de
'satisfacción formal', de rompecabezas bien montado, sin piezas
perdidas ni sobrantes. Este triunfo de la interpretación, que anula la
incertidumbre inherente a la transcripción del mundo, es a la vez
una autointerpretación, una interpelación irónica del discurso crítico
sobre la obra saeriana, y una reafirmación de lucidez sobre los
contenidos, explícitos o latentes, de lo escrito. Por supuesto, era de
esperar que Saer no se conformase con la ironía. Es en ese sentido
que la versión de Tomatis resulta paradójica, porque reintroduce la
incertidumbre, a pesar de su claridad lógica que parte de una total
indiferencia por las motivaciones inconscientes; según él, el enigma
es material y no psicológico: se trata de demostrar cómo el asesino
actuó para lograr cometer los crímenes y al mismo tiempo inducir la
abrumadora culpabilidad de Morvan. Lautret habría matado con
toda lucidez “únicamente por placer”, porque “lo excitaba estimular
en ellas (las ancianas) la ilusión, reavivar las últimas chispas
débiles de la esperanza, y después, de un gesto inopinado y brutal,
aniquilarlas. Y todo esto sin ningún desdoblamiento ni nada

304
parecido: perfectamente lúcido y satisfecho...” afirma Tomatis (LP
165). Esta versión de los acontecimientos también es paradójica con
respecto al género policial puesto que, en vez restablecer un orden,
con un culpable, una sanción y una normalización posterior,
introduce una moraleja profundamente amoral: desde ya porque el
culpable (Lautret) no recibe su merecido castigo sino que triunfa
mediática, profesional y amorosamente; y además porque la
impunidad y la lucidez del criminal dan una visión de los
comportamientos humanos mucho más escalofriante que la paciente
construcción justificadora de la culpabilidad eventual de Morvan.
Y, en tanto que último avatar del doble desenlace, hay que tomar
en cuenta que el pesimismo y lo sarcástico de la versión de Tomatis
nos informan, paralelamente, sobre la recepción de la realidad o de
todo relato, ya que en la comprensión del enigma, y en los términos
elegidos para su resolución por el personaje, vemos también una
constante de la personalidad, del tipo de intervenciones y de la
visión del mundo (definida como “casualista” y “adolescente” por
Saer) (Saer 1995a: 38), que caracterizan a Tomatis en las novelas
precedentes. Las circunstancias personales transforman la
comprensión del relato y la interpretación de cualquier
acontecimiento: la proliferación de versiones sobre el cumpleaños
de Washington, justificada por las múltiples proyecciones afectivas
de cada personaje, ya había, en Glosa, ficcionalizado esa visión de
la recepción. Las dos versiones, las dos explicaciones, son también
la prueba de una relatividad sin salida, sin síntesis posible; la
relación entre los hombres, y entre ellos y el mundo está signada por
una subjetividad infranqueable.
El hecho en sí de recurrir al género policial, aunque significativo,
no es sorprendente: las expresiones más vanguardistas de la novela
y el cine contemporáneo han utilizado sistemáticamente el esquema
crimen-enigma-resolución, dentro de una semiología de la norma y
la infracción. Y la puesta en duda del género y de los límites del
código, que es inherente a la evolución del género policial en
constante redefinición, ha sido también utilizada como un medio
autorreflexivo para significar la crisis de la representación. En La
pesquisa tenemos, por un lado, una visión de la novela policial

305
como la resolución de un enigma o, mejor dicho, como el relato del
proceso que permite al detective (y al lector), ir reconstruyendo el
rompecabezas de lo sucedido, pieza por pieza, hasta obtener una
figura perfecta que agota a su manera el contenido del
acontecimiento del que se trata. Saer utiliza estos aspectos del
género (pulsión amenazante, razón reordenadora), lo que lo inscribe
en una amplia tradición literaria en donde se encuentra, por
supuesto, Borges30. Pero por otro lado, el carácter convencional de
la estructura policial, su rigidez que parece proponer objetos
montables y desmontables a piacere, y por lo tanto su arbitrariedad
intrínseca, tanto como la compulsiva variación formal que esta
rigidez induce, su capacidad de transformación dentro de un marco
cada vez más laxo, su innovación retórica que se desplaza de la
escritura en sí (o del sacrosanto estilo) a secuencias de otro orden y
dimensión, todos estos elementos hacen de la novela policial el
género por excelencia, el relato por antonomasia, la imagen perfecta
de la literatura contemporánea. El orden aparente del género oculta,
en realidad, un caos narrativo a duras penas dominado por el
desenlace. Esta tensión entre orden y disolución del relato es lo que
está en juego en la novela de Saer. En ella, al igual que en ciertos
textos del Nouveau Roman, la pesquisa es una pasión demente,
simbólicamente asociada al acto moderno de escritura que se busca
a sí misma en una autorreferencialidad sin fin (Dubois 1992: 49-61).
La adopción crítica de una forma narrativa supuestamente cerrada
(forma que, en su momento, alimentó algunas utopías
estructuralistas de puesta en orden del relato), supone establecer una
equivalencia entre un dominio positivo y fértil de un género
codificado y el desenlace significativo del enigma planteado por el
crimen. Conocer el relato o conocer al asesino, restablecer el orden,
tanto en lo que concierne la sospecha y la culpabilidad proliferantes,
como en el acto de creación y representación: el diálogo de la
novela con sí misma y la adopción de un género codificado son
mecanismos que tienden a limitar la libertad escéptica y sin trabas
de la creación contemporánea.
Al retomar el género se retoman los discursos críticos sobre la
novela policial, y una tradición de su adopción paradójica por

306
creaciones especulativas y dubitativas; se trata de integrar el
carácter rígido y lógico, tanto como la variabilidad y puesta en duda
de los modelos que definen a ese esquema narrativo desde sus
orígenes. La reescritura lúcida de modelos en Saer no es, claro está,
una novedad: El entenado o La ocasión ya habían planteado, como
vimos, la posibilidad de estar 'adentro' y 'afuera' al mismo tiempo.
Así se afirma y se niega toda asimilación de formas codificadas,
toda utilización del estatuto tradicional de personaje, toda intriga,
suspenso o narratividad31. Y mientras que El entenado, bajo la
forma de una autobiografía y de una ficción histórica,
problematizaba la cuestión de la memoria o de las relaciones entre
el imaginario y la experiencia, o mientras que La ocasión ponía en
un primer plano la idea de una filiación (escrituraria y familiar), La
pesquisa toma de la novela policial la instauración de un
acontecimiento (un crimen) como eje de la obra. Y en nuestra
época, el único acontecimiento narrable, la única historia todavía
pertinente, sería, según lo afirma Jacques Dubois, la historia del
crimen revelado, como si las demás hubiesen perdido su
credibilidad y que sólo ésta, con su conjunción de enigma lúdico y
de pesquisa dramática, guardase intacto su poder de atracción
(Dubois 1992: 51).
Es sabido que en la obra la noción de acontecimiento,
paralelamente a la de percepción, condensa la puesta en duda formal
de los límites del acto literario y funciona al mismo tiempo como
motor de una ficcionalización autorreferencial. Saer reconoce sus
interrogantes al respecto; no sólo sobre la posibilidad de expresar
con palabras cualquier hecho o recuerdo, por nimio que sea, sino
sobre la eventualidad misma de aprehender y conocer cualquier
acontecimiento32. Interrogar un crimen, como lo hace la novela
policial, supone entonces una indagación en esta perspectiva, al
menos según la lectura de la novela policial que lleva a cabo el
escritor. Y al mismo tiempo, la exacerbación de interrogantes sobre
el acontecimiento y el sentido, la virulencia de una introspección
que desemboca en la propia culpa, la dramatización de las
posibilidades de interpretar o explicar los crímenes (dramatización
que funciona gracias a la ficcionalización y el fracaso hermenéutico

307
del psicoanálisis), son los vectores de una verbalización
extremadamente significativa (pulsiones agresivas contra el objeto
de deseo, puesta en escena del regreso al seno materno, búsqueda
delirante del sentido de los orígenes en el acto de hurgar en el
cuerpo femenino, atribución del valor de revelación cuasi mística a
un crimen incestuoso y sádico, etc.). Si la historia, las Crónicas, la
etnología y los mitos psicoanalíticos trazaban la trayectoria del viaje
iniciático y regresivo de El entenado, en este ejemplo, el género más
convencional, masivo y 'falso', junto también con un empleo
incrédulo, irónico, del psicoanálisis, percibido como una versión
culta y mítica de la indagación de los detectives, son esos dos
elementos sobre todo los que permiten narrar, representar,
significar. Nótese, por otro lado, que la escritura indiciaria, la
inclusión de la recepción 'desconfiada', la estrategia de
interpretación integrada en la creación misma, son características de
toda la obra de Saer, y no de una novela que sólo resulta ser una
culminación explícita de posiciones anteriores. Y al mismo tiempo,
la indagación introspectiva de Morvan y la indagación retrospectiva
de la pesquisa (el “¿qué sucedió otrora?”), también conciernen el
conjunto de los relatos del autor. No sólo porque la investigación
policial es simétrica a una pesquisa literaria en la novela, sino
porque en La pesquisa se establece un diálogo intenso con relatos
anteriores de Saer (diálogo demostrado en la primera parte de este
trabajo y que concierne, en un primer nivel, Cicatrices, “A medio
borrar”, Nadie nada nunca, El entenado y Glosa)33. Por lo tanto,
aquí también, la introspección llevada a cabo gracias a saberes y
sistemas de conocimiento o de representación ajenos al texto, toda
esa indagación es también autorreferencial y concierne la génesis, el
sentido, los fantasmas y los conflictos melancólicos de la obra. Si
me referí en capítulos anteriores a dos lenguas (la arcaica e
irrepresentable, la conocida e insatisfactoria), nótese un paralelismo
significativo: como en cualquier novela policial tenemos dos
historias, dos temporalidades (la del crimen y la de la pesquisa), una
se construye de manera analéptica (o regresiva), la otra es
progresiva. Una será narrada plenamente (la pesquisa que lleva a
descubrir el nombre del asesino), la otra se encuentra obstaculizada

308
por las incertidumbres finales sobre la identidad del asesino y por la
puesta en duda de los saberes que podrían explicar los motivaciones
de los crímenes. Dos historias, que también son la historia de una
escritura (incierta, desconfiada como una pesquisa) y una historia
pulsional a medias narrada pero de acceso en parte imposible.
Por supuesto, sobre la novela o sobre los demás textos de Saer, la
conclusión es que lo narrado va a ser borrado, que los mecanismos
de distanciación irónica son múltiples, que el efecto final será la
afirmación de lo incomprensible e incognocible de las pulsiones: lo
único verdadero, lo único que cuenta, es el cataclismo final, es la
vejez, es la muerte que se cierne como una sombra sobre los
personajes en la intriga argentina de La pesquisa. Con todo, a pesar
de esa proliferación caótica, la novela también significa la
posibilidad de narrar. Los obstáculos son múltiples, la incertidumbre
domina, la escena ficcional está ocupada por numerosos
monumentos intertextuales de difícil comprensión; y sin embargo, el
relato tiene lugar. Quién es el culpable, quién lo hizo, quién firma,
quién es responsable, quién es el sujeto en el medio de objetos
monstruosos, quién domina su pasado, sus actos y sus palabras: a
estas preguntas, derivadas del whodunit, la respuesta ya no es nadie,
nada, nunca, sino yo, tú, todos. Por eso la novela policial se define
según Saer como el emblema de una literatura contemporánea
posible: a través de indicios, y en un juego con la proliferación de
expectativas, el hecho de narrar se instaura como una actividad que
pone en duda leyes, apariencias y órdenes, que se ejerce en la
frontera entre caos y conocimiento, que se autodestruye como único
recurso para que el espejismo acabe siendo, no sólo inédito, sino
también pleno, fidedigno, eficaz.34

6.6 - Lecturas, autolecturas

Pero andando yo con esta pena tan grande,


una noche, estando en oración,
representóseme Nuestro Señor y mostrándome
mucho amor, me dijo: «Espera un poco, hija,
y verás grandes cosas».

309
Santa Teresa de Jesús

Allons, Eugénie, mettons-nous à l’ouvrage !


Marqués de Sade

Dentro de las posibilidades de lectura de las diferentes estrategias


intertextuales y las variadas modalidades de incorporación de un
saber y de representación de una tradición, elegí aquellas que podían
ponerse en relación con las conclusiones sobre la posición
melancólica y con el relato edípico estudiados en la primera parte
del libro. Significativamente, los ejemplos analizados en este
capítulo corresponden a los juegos de cita y reescritura más
espectaculares y trascendentes, pero no son los únicos. Antes de
terminar con algunos comentarios sobre los efectos de la
'autorreescritura', mencionemos rápidamente otros tipos de
intertextualidad, a fin de ampliar la perspectiva definida.
Dos ejemplos que problematizan, con tonalidades opuestas, la
representación del deseo gracias a algún tipo de intertextualidad. En
un texto constantemente amenazado por la dilución como es Nadie
nada nunca, resulta interesante recordar que el encierro del Gato y
Elisa en una casa a orillas del río va a la par de una lectura de
Filosofía en el tocador de Sade, lectura que se define, de antemano,
como una verbalización heredada, tomada de la tradición, de los
contenidos latentes en el relato. La presencia de esa novela funciona
como una interpretación abierta (como una eventualidad de
interpretación), es decir que completa y aclara lo dicho (o lo no
dicho), y al mismo tiempo inscribe en una tradición las turbias
corrientes pulsionales que emergen en los episodios sexuales (que,
se recordará, anuncian los crímenes sádicos de La pesquisa). Es una
distanciación que profundiza y permite la representación de lo
oculto: frente a las ansias de posesión, a pulsiones de destrucción
del objeto de deseo, en vez de recurrirse a la teoría psicoanalítica o a
la etnología (como en El entenado), se incluye la obra 'maldita' por
excelencia, el paradigma de la enunciación explícita y codificada de
lo 'innominable'. También sobre la cuestión del deseo, hay que
recordar que la ninfomanía de Teresita en Las nubes corresponde a
una interpretación irreverente de las obras de Santa Teresa de Avila.

310
Consecuentemente con la relación estrecha que se establece entre
este personaje y los místicos españoles, ella escribe un Manual de
amor siguiendo el modelo de la mística homónima (a quién, afirma
irónicamente el narrador, “imita demasiado”): como en otros casos
se esboza una cascada de textos reales o imaginarios sobre la
conjunción del deseo y el misticismo (o sea sobre el sentido y las
posibilidades de expresión de un"deseo). También como en otros
casos, junto con una alusión a la obra de la santa española se
reproduce el proceso de interrogación incrédula (pero fértil) a un
relato de origen: en este caso, a la Pasión de Cristo y a sus
consecuencias sobre el destino humano (destino que en la
perspectiva planteada por sor Teresita es una cuestión sexual, de
interpenetración trascendente, de paso de lo físico a lo divino). En
todo caso, la intertextualidad con la obra de Santa Teresa y las
alusiones generales al misticismo son complejas, documentadas y se
definen en varios niveles, permitiendo una lectura de la novela a
partir del pensamiento místico cristiano (paralela, entonces, a la que
llevamos a cabo a partir de la Antigüedad y Virgilio)35. Otra figura
de proliferación intertextual se esboza, y otra vez se recurre a
discursos fundacionales y explicativos para enunciar gracias a
juegos humorísticos, paródicos y destructores.36
Con respecto al valor estructurante que puede tener la biblioteca
que precede la propia obra, nótese que Cicatrices, esa novela que
avanza hacia una anulación (el suicidio final justificado por la frase:
“me falta todavía borrar algo, para que se borre por fin todo” — CI
262), esa novela que comienza por instalar los cimientos de la
Novela familiar saeriana, esa novela que parece significar una
variación sufriente alrededor del conflicto edípico y la emergencia
de la melancolía, o sea esa novela dominada por lo afectivo,
pulsional e imaginario, también está construida gracias a otros
textos. El autotematismo en ella no se limita a la representación de
actos de escritura, transcripción o interpretación, sino que pululan
en el texto — y en particular en la primera parte — una serie de
citas, alusiones, menciones de todo un corpus textual que toma las
proporciones de una biblioteca abundante y heterogénea. Las tres
primeras partes tienen un correlato intertextual, un “doble sistema

311
referencial” (ya que remite por un lado a la realidad y por el otro al
espacio de una ficción literaria) (Stern 1983: 969) , y el conjunto de
la obra está recorrido por textos literarios y figuras de escritores. En
cuanto al doble sistema referencial se destacan Salinger y El largo
adiós en el caso del relato de Angel (personaje cuyo tono
enunciativo presenta similitudes con el del narrador de Guardián
entre el centeno y que confiesa modelar su comportamiento a partir
de la novela de Chandler), El jugador en el de Sergio (que lee y
comenta la novela en la cárcel), El retrato de Dorian Gray en el de
Ernesto (por la traducción, pero también por su homonimia con el
protagonista de La importancia de llamarse Ernesto de Oscar
Wilde). En líneas generales, el funcionamiento de la novela le debe
mucho al género policial pero también a lecturas de Faulkner
(mencionado con Luz de agosto — CI 22), ya que la división en
historias autónomas y enigmáticamente asociadas remite a Las
palmeras salvajes y la progresión hacia un relato inteligible después
de vaivenes temporales en cuatro partes con fechas diferentes
retoma lateralmente la estructura novelesca de El sonido y la furia.
El sistema de citas y alusiones también anuncia procedimientos
narrativos (La celosía — CI 53 — que prefigura el tipo de
descripciones de la tercera parte), proyectos estéticos (la antología
de poesía inglesa — CI 54 —, asociable con la función de la poesía
en Saer), intenciones metafísicas (discusiones y citas filosóficas),
recuperaciones de fragmentos argumentales (el cuento “As” de Di
Benedetto en la segunda parte), sentidos generales que, en
comparación con lo narrado, toman matices paródicos o irónicos
(Tonio Kröger en la primera parte, las historietas en la segunda), y
finalmente trayectorias de lectura que sitúan al propio texto en
oposición con textos rechazados (Lolita, Ian Fleming, el realismo
mágico, Manuel Gálvez son juzgados negativamente). A estos
nombres habría que agregarles otros, mencionados (Valéry, Zweig,
Rousseau, Burroughs, H. G. Wells), y los que podrían surgir en el
estudio de la novela: Proust (como en todas las ficciones de Saer,
aunque más no"sea por la superposición de la historia de una
escritura con su resultado, por el estilo, por el papel de la
percepción, por la coherencia del conjunto de la obra) y por

312
supuesto Borges, que trona por encima de esta biblioteca que tiende
a ser infinita y que sirve de modelo para una afirmación indirecta
gracias a la cita, al comentario y al refugio en la alusión intertextual.
Estos y otros autores son un trasfondo cultural, un modelo
intertextual, un mapa literario en el que se sitúa la propia novela.
Esta profusión es abrumadora: la lectura de los otros libros domina
hasta la parálisis el propio texto. La creación contemporánea
aparece como la cicatriz de una biblioteca; bajo el texto escrito
circula un mundo de textos, cuya relación es evidente o enigmática
con lo creado; la ficción presente es la escoria, la manifestación
tardía de otros libros: es el resto visible de una literatura sin
dificultades. El descenso hacia un borrado final, justificado por una
carga fantasmática agobiante, se lleva a cabo, aquí también, gracias
a un itinerario de lecturas, a todas estas presencias intertextuales en
el segundo plano del texto. La muerte no es ineluctable; el 'suicidio'
de la novela, en la última página, está relativizado por la intensidad
de lo leído.
También podría mencionarse la aparición esporádica de algunos
paradigmas del conocimiento positivo, como por ejemplo el
discurso científico, que son integrados y puestos en duda; hay toda
una corriente de 'ciencias duras' en Saer que se diluyen en la misma
percepción dubitativa de la lógica racional. Los personajes del
Matemático en Glosa y de Mauricio en Lo imborrable ilustran ese
movimiento. El Matemático en particular, con su adhesión ferviente
al razonamiento lógico como solución a las 'pasiones', representa
una parodia de cierto tipo de pensamiento exacto; él postula, por
ejemplo, la posibilidad de “sustituir el éxtasis por la ecuación”, lo
que da lugar a una desopilante tentativa de reducir las relaciones
entre el sujeto y la realidad a una fórmula, que termina siendo nada
menos que R = x Ss O (S Ss O) (GL 171). Y también en Glosa, la
misantropía y melancolía de Tomatis lo llevan a una diatriba en
contra de los científicos que, además de ilustrar las exageraciones y
arbitrariedades que son habituales en ese personaje, transmite una
visión de la ciencia que corresponde a la incredulidad generalizada
que reina en esa novela (y en particular con la distanciación irónica
del narrador con respecto a todo nombre, concepto o expresión que

313
él utiliza):

¿Científicos? repite casi gritando Tomatis. Y después, de esta manera:


mercachifles a sueldo de la policía más bien, que pretenden conocer lo que
ellos llaman realidad porque creen saber que lo que han decidido sin
consultar a nadie que son plantas necesitan efectuar algo a lo que le han
puesto el nombre arbitrario de fotosíntesis para lo que ellos dicen que es
crecer. (GL 119)

Esta diatriba, por otro lado, corresponde a la irrupción en el


personaje de las “aguas negras” que lo llevarán al episodio
depresivo narrado al final de esa novela y en Lo imborrable. La
posición sobre la ciencia se deduce entonces de una percepción
afectiva del mundo.
Para terminar, un ejemplo que parece resumir lo dicho. Se trata
del artículo periodístico de Tomatis en Nadie nada nunca, artículo
que propone, al final de la novela, una interpretación de los
asesinatos de caballos, o sea que funciona como un intento de
resolución de lo que se asemeja a un enigma policial (y que es, en
todo caso, un acontecimiento inexplicable). La interpretación de
Tomatis acumula procedimientos de recuperación y deformación de
varias categorías diferentes del saber. En ella, se hace referencia a
los Atridas, al chivo expiatorio, a crímenes rituales, al consumo de
carne de caballo en Francia, a los sacrificios realizados por las tribus
de Oceanía, a las investigaciones de un etnólogo llamado Leopold
Bloom (!) que denomina esas ceremonias “sinécdoques rituales”,
etc. (NN 191-192). Como capas sucesivas, las referencias
extratextuales se suman unas a otras sin proponer el más mínimo
indicio sobre el sentido de esos actos incomprensibles. De todos
modos, el florilegio enciclopédico no tenía más objetivo que el de
impresionar al lector (o el de obtener un aumento de sueldo por
parte del director del diario). Y aunque el Gato se ríe a carcajadas al
leer el artículo, ese texto absurdo contiene, bajo una forma
caricaturesca, algunos gestos fundamentales de la intertextualidad
saeriana: proliferación, heterogeneidad, enciclopedismo, ironía,
humor, relatividad del sentido. Porque no es anodino, desde luego,
que sea también Tomatis el que proponga, en un tono más serio, una

314
segunda interpretación de los crímenes de ancianas al final de La
pesquisa, y que su interpretación represente un cataclismo lógico
que aniquila toda eventualidad de una afirmación plena.
La repetición de la anécdota (Tomatis proponiendo versiones
explicativas de dos casos distintos de crímenes en serie) permite
integrar un último elemento que es necesario mencionar. Me refiero
a un fenómeno fundamental en el corpus: la intertextualidad interna.
La coherencia argumental de la obra incluye prolongaciones de
peripecias, reapariciones de personajes y la unidad espacial y a
veces temporal de las ficciones, pero mucho más allá de esta
primera construcción. Hay un trabajo constante de autocita, de
repetición y variación, de reformulación de lo ya dicho, de
autointerpretación de lo ya narrado; toda una red, sólida y de gran
complejidad, une y sustenta los diferentes textos saerianos. En este
sentido, también, puede afirmarse que cada texto, cada palabra, es
un eco, una repetición, una prolongación, y, sobre todo, un regreso a
lo ya narrado. Escribir es volver atrás, es reanudar con un tiempo
que alguna vez se abrió y se cerró (el de otras ficciones). Si parece
redundante desarrollar este aspecto con ejemplos y análisis es
porque los diferentes elementos estudiados en otras páginas de este
trabajo permiten poner de relieve la intensidad del fenómeno (y
porque se trata, también, de un dispositivo que merecería un
detallado trabajo de identificación, formalización e interpretación).
Algunos ejemplos importantes han sido comentados: piénsese en la
relación establecida entre el cordero asado de El limonero real, la
orgía de El entenado y la cena entre amigos de La pesquisa; o el
carácter recurrente y progresivo de la relación con el deseo y la
mujer que se podría rastrear en Cicatrices, Nadie nada nunca, El
entenado y La pesquisa. Pero más allá de los verdaderos fenómenos
de reescritura construida y de variación amplificadora de lo mismo,
más allá de las estrategias de autointerpretación y de cambio a
posteriori del sentido de lo ya escrito, las ficciones saerianas
acumulan indicios, señales, marcas, que remiten a otros textos del
autor y que superan, para su desciframiento, la competencia de una
primera lectura, por más atenta que sea.
Con los años, con la acumulación de textos, el mecanismo se

315
acentúa. Así, por ejemplo, Las nubes parece ser, también, un
catálogo de citas, repeticiones, alusiones, recuperaciones irónicas de
otros relatos de Saer (y en esa serie, La ocasión ocupa un lugar
central, lo que se explica por la ambientación histórica en la pampa).
La novela lleva al paroxismo entonces el sistema de autocita y de
alusión indiciaria a lo que precede. Dos ejemplos significativos en
un conjunto vastísimo. En el momento de la revelación del doctor
Real junto a su caballo (LN 180-186), podemos ver la presencia de
dos páginas anteriores. Por un lado, la intimidad física con el animal
remite a la relación ambigua que el Gato establece con los caballos
en Nadie nada nunca (relación con fuertes componentes sexuales y
con un trasfondo sádico evidente), relación que sugiere, entre líneas,
la posibilidad nunca confirmada de que el personaje sea el
responsable de los asesinatos en serie de caballos. Y al mismo
tiempo, el contenido en sí de la revelación que suscita un
irremediable extrañamiento en el doctor, es la convicción súbita de
que el animal sabe más del universo que él mismo, o sea que se trata
de un ser dotado de conciencia y de lucidez; esta convicción,
trascendente para el personaje, puede asociarse a la larga discusión
sobre el tropiezo de caballos en Glosa y el carácter intencional o
casual del fenómeno, cuyo carácter humorístico no impide de que se
trate, en última instancia, del planteamiento de la misma pregunta.
(Y una lectura más cuidadosa podría profundizar la semejanza como
lo vimos en el capítulo precedente: al final de la discusión entre el
Matemático y Leto sobre el tema, es Leto quien, “absorto” en una
“sensación depresiva”, “se lleva el cordón por delante” sin
proyectarlo, quererlo ni preverlo, lo que de pronto sugiere que el
hombre — el punto de referencia en la discusión —, tampoco posee
raciocinio, conciencia ni capacidad de decisión alguna sobre sus
actos. El resultado de esa larga discusión es ambivalente y engloba
al hombre dentro del problema) (GL 216). Estas repeticiones
vuelven, de modos diferentes, a lo ya escrito: la primera replantea el
enigma de la responsabilidad del Gato, o al menos los contenidos
imaginarios que unen a un hombre y un animal, dándole o no
verosimilitud a su responsabilidad criminal; la segunda parece
prolongar los interrogantes que, en la cena de cumpleaños de

316
Washington, no habían tenido una respuesta satisfactoria.
Por otro lado, la ficcionalización del origen de Las nubes
también es una repetición o una variante de una ficcionalización de
la escritura ya utilizada: como sucedía con el manuscrito encontrado
entre los papeles de Washington en La pesquisa, Las nubes es un
manuscrito 'hallado' y la identidad de su autor es incierta (lo que ya
sucedía con En las tiendas griegas). Los dos 'hallazgos' son llevados
a cabo por el mismo personaje (Soldi) y su lectura concierne a los
mismos personajes (Pichón y Tomatis). La diferencia sería que el
hallazgo de En las tiendas griegas está narrado con verosimilitud y
precisión (circunstancias, efectos afectivos e intelectuales), y que las
dudas sobre la identidad del autor dan lugar a especulaciones serias,
simétricas a la investigación policial en pos del asesino en la intriga
parisina; mientras que para justificar la existencia del manuscrito de
Las nubes se utiliza un pretexto remanido — y por lo tanto irrisorio:
a Soldi (que según él mismo afirma, “le cae bien a las viejas”) se lo
confía una “nonagenaria”, una nonagenaria que “nunca lo leyó” y
que (“por suerte para ella, la pobre”) oportunamente muere antes de
que éste termine de descifrarlo. Por otro lado, la cuestión de la
autoría o de la veracidad (¿se trata de un documento auténtico o de
un libro de ficción?) aparece aquí descartada con una boutade sobre
el carácter ficticio de todo texto u objeto en el universo (LN 13)37.
Ultimo detalle interesante, el doctor Real, en un momento dado
formula en su mente lo siguiente: “...porque es la razón lo que
engendra la locura” (LN 185); ahora bien, esta frase resulta ser la
reescritura de las primeras palabras de En las tiendas griegas (y las
únicas citadas de esa novela imaginaria), primeras palabras que
constituyen el “miembro conclusivo de una frase de la que falta toda
la parte argumentativa” afirma el narrador: “...prueba de que es sólo
el fantasma el que engendra la violencia” (LN 62). ¿Qué
conclusiones sacar de todo esto? Por lo pronto parece tratarse de un
gesto de autoparodia: del mecanismo verosímil de hallazgo y de
interrogantes en La pesquisa pasamos a una versión tópica y
distanciadora; por otro lado, el origen en sí del manuscrito proviene
de una relación privilegiada entre Soldi y “las viejas”, lo que
también asocia, de modo inquietante, ese rasgo del personaje a La

317
pesquisa (ya que le asesino también “les cae bien a las viejas”); la
transformación de la primera frase de En las tiendas griegas, que
guarda la misma estructura lógica, asocia razón con fantasma por un
lado, y locura con violencia por el otro, resultado semántico que
merecería reflexión; y por último, digamos que la cita deformada de
la primera frase de En las tiendas griegas funciona como un indicio
dentro de una lógica indagatoria, que sugeriría, para un 'lector-
detective', que el autor de esa novela y el del manuscrito de Las
nubes podría ser la misma persona.38
La complejidad en sí de las circunstancias de estas reapariciones
de lo precedente en Las nubes muestra, en parte, la inanidad de un
análisis prolongado. Porque los efectos que rápidamente se deducen
de lo dicho son contradictorios: por un lado hay autoparodia (el
doble hallazgo del manuscrito), por el otro se vuelve sobre lo nimio
para atribuirle trascendencia (del tropiezo de caballos al saber
ultralúcido). Además, las circunstancias, indicios y resonancias son
demasiado intrincados para suponer que un verdadero sentido (una
revelación) podría producirse gracias a la interpretación acertada de
estos (u otros) ejemplos de autointertextualidad. Los modelos
musicales, aquí también, deben mencionarse como justificación de
este aspecto del proyecto saeriano: la autocita es una manera de
'ritmar' y de 'firmar', con motivos en alguna medida abstractos o
desprovistos de claros objetivos de significación. Pero, como lo
vimos en Lo imborrable, el dispositivo en sí es digno de ser
comentado, ya que ese dispositivo puede inscribirse en la
perspectiva de una relación con la tradición, el saber y la biblioteca
que precede la propia obra.
Las consecuencias serían múltiples. Desde ya, parecería que
antes de comenzar la escritura de una novela, el texto tiene una
'filiación', está instalado en repeticiones, citas y ecos dentro del
sistema al que pertenece; la exasperación de las técnicas de
reescritura lleva a percibir la propia obra como 'otra', como una
biblioteca que también se recorre en búsqueda de explicaciones,
relecturas, transformaciones, deformaciones. La autorreescritura
supone una teoría de la literatura — el escribir, ya se sabe, se lo
concibe como reescritura; pero también implica una posición

318
melancólica ante la creación; todo es repetición: de otro texto, de
otro relato, de otro fantasma (de lo otro, objeto de una investigación
sin fin). Así, la función que se le atribuye al lector es la de un
indagador desconfiado, atento a los indicios, en una dinámica
hiperbólica de multiplicación de secretos o pistas que no son
siempre reconocibles ni del todo fértiles (no desembocan
necesariamente en ninguna revelación sólida). De todos modos, ese
sistema de indicios alrededor de la intertextualidad interna está, al
igual que las estrategias de cita y reescritura, sugiriendo un sentido
(la posibilidad, virtual en alguna medida, de descubrir un sentido
oculto si se lograse interpretar correctamente los indicios de
repetición, las asociaciones creadas por la autoalusión, etc.); pero se
trata de una concepción tortuosa y hasta perversa de lo que sería el
sentido y los medios de alcanzarlo. El mecanismo define a las
ficciones como unidades truncas, como elementos inacabados, como
objetos en busca de una plenitud que, quizás, la próxima novela
podrá traerles: se escribe una novela única, se significa a todo
momento que lo propuesto no es más que un eslabón o un borrador,
que el conjunto, idealmente, terminará dibujando una forma
satisfactoria fuera de alcance — terminará recuperando la palabra
expresiva, el objeto perdido, el sentido transformador. Y, por
último, la 'vuelta atrás' hacia lo publicado antes, la trayectoria
circular que retorna a las mismas tierras ficcionales, la recuperación
de cronologías y palabras de otrora, también son posiciones
regresivas, de nostalgia, son intentos de no romper con lo que fue,
son una indagación imaginaria en el propio pasado. La dinámica de
exploración en pos de un sentido, el gesto de reactualización de lo
ya escrito (lo ya vivido, lo ya leído), la voluntad de sugerir la
presencia, siempre más allá, de una significación trascendente, el
intento de establecer una esfera coherente, una unidad perdida, todas
esas constantes melancólicas de la obra de Saer también se
manifiestan en la intensa práctica de intertextualidad interna.

Notas

319
1. El concepto de niño maravilloso corresponde a una representación
inconsciente en donde se concentran los anhelos idealizados que los padres
transmiten a los niños. Es una construcción en la que deseos profundos se
entrevén y que es necesario matar para deshacerse del dominio de fantasmas
parentales. Daniel Gunn retoma, para construir su comparación de ese niño
maravilloso con un 'libro maravilloso', un ensayo de Serge Leclaire, On tue un
enfant : un essai sur le narcissisme primaire et la pulsion de mort (Leclaire
1975).
2. Nótense las evidentes resonancias borgeanas que la cita induce en cualquier
lector. La filiación — el término es apropiado — Macedonio-Borges-Saer se
manifiesta, ante todo, en este plano (en “Apuntes” Saer afirma que “Museo...
vuelve anticipadamente anacrónica mucha literatura narrativa, aún escrita por
sus epígonos, entre los que me atrevo a contarme") (Saer 1999a: 175).
3. En una segunda edición del texto, el autor reemplaza significativamente la
palabra “pulsiones” por “ilusiones” (Saer 1997b: 111): ¿las ilusiones serían las
pulsiones perdidas?
4. En la concepción del Renacimiento, la risa descarga el bazo del humor negro
de la melancolía (Redondo 1997: 130). Para Carlos Gurméndez, en un estudio
que alude a grandes melancólicos irónicos (Sócrates y Kierkegaard), “la ironía
es el lenguaje del melancólico” (Gurméndez 1994: 85-91). Marie-Claude
Lambotte también parte de esos dos filósofos al tratar el humor y la ironía en
el discurso melancólico, agregándole una figura del romanticismo alemán,
Jean-Paul (Lambotte 1999: 103-116).
5. Lo que la lleva a concluir, con razón, que El entenado, “con su contrapunto
entre presente y pasado, destruye la posibilidad de relatar un pasado que no
sea producido desde algún presente. No se trata, en esa construcción, sólo de
negar la objetividad. De lo que se trata es de unir una narración del pasado con
una perspectiva personal, subjetiva, determinada por un tiempo «presente»
específico” (Garramuño 1997: 109). La idea en sí de un contrapunto temporal
la tomo de esta lectura.
6. Por ejemplo, el narrador le atribuye a una instancia social amplia e imprecisa
— el puerto tanto como sus habitantes —, los roles de padre y de madre, lo
que sería un comentario digno de un hombre del siglo XX, para el que esos
roles son funciones simbólicas que pueden ser ocupadas por elementos
variados. Este tipo de anacronismo ideológico es sistemático en la novela y
corresponde a las intenciones explícitas del autor (Saer 1988b). Nótese, por
otro lado, que la novela retoma lateralmente peripecias de El buscón de
Quevedo.
7. La primera y más directa referencia intertextual es el diario de Hans Staden
(Staden 1944), a la que cabría agregar los textos de Ulrich Schmidel, Alvar
Nuñez Cabeza de Vaca y Bernal Díaz del Castillo por lo menos. Sobre la
fuentes históricas y su utilización en la novela la bibliografía es abundante

320
(Bastos 1990, Garramuño 1997, Sztrum 1991, Gnutzmann 1992, Larrañaga
1994: 84-92, Manzi 1995b: 128-129).
8. Por ejemplo en el desenfreno y la anulación de la Ley que prolonga el
consumo de carne humana, lo que más allá de la anécdota destruye la vaga
verosimilitud etnológica del rito.
9. Cf. supra, 3.4: “La tribu melancólica”. Sobre la ficcionalización y los efectos
semánticos del retorno de lo reprimido en el plano colectivo, cf. infra “El
retorno de la historia: la dictadura según Saer”.
10. Los conocidos términos de ese mito son los siguientes: “Los hermanos
expulsados se reunieron un día, mataron al padre y devoraron su cadáver,
poniendo así un fin a la existencia de la horda paterna. Unidos, emprendieron
y llevaron a cabo lo que individualmente les hubiera sido imposible. [...]
Además el violento y tiránico padre constituía seguramente el modelo
envidiado y temido de cada uno de los miembros de la asociación fraternal, y
al devorarlo se identificaban con él y se apropiaban una parte de su fuerza. La
comida totémica, quizá la primera fiesta de la Humanidad, sería la
reproducción conmemorativa de este acto criminal y memorable que
constituyó el punto de partida de las organizaciones sociales, de las
restricciones morales y de la religión.” Lo que explica las consecuencias
inmensas que Freud le atribuye a esa 'fiesta caníbal' es el efecto de obediencia
retrospectiva que permite la integración de una ley paterna hasta entonces
inexistente o rechazada (Freud 1972e: 1838-1839).
11. Con palabras del propio Saer, se trataría de la “utilidad poética del
pensamiento freudiano” (Saer 1977a: 321).
12. En otros textos expresa ideas mucho más matizadas sobre el tema, por
ejemplo en “Razones” (Saer 1986). Sobre las lecturas literarias de Freud,
véase “Freud o la glorificación del poeta” (Saer: 1997b: 159-163).
13. Mucho se podría escribir sobre la filiación borgeana de la tribu y de su
concepción del mundo (mucho más de lo dicho sobre el hipotexto que
representaría “El informe de Brodie” y al que Saer niega como modelo de
inspiración). En realidad sería factible leer El entenado a partir de Borges
(estableciendo paralelos con textos clásicos como “Las ruinas circulares” y el
valor materializante del sueño, o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y el valor
genésico de la palabra, por ejemplo). Por otro lado, nótese que hay en El
entenado una eventual reescritura de otra novela, El mar dulce de Payró, o al
menos, que los dos textos narran el mismo episodio histórico, con estrategias
narrativas, discursivas e ideológicas opuestas. Joaquín Manzi analizó en
paralelo los dos textos (Manzi 1996a).
14. Con todo, hay que señalar desde ya que la historia no ocupa el lugar central (a
pesar de tratarse de acontecimientos fundamentales para el futuro del país), en
la medida en que una problemática metafísica (el conflicto entre idea y
materia), una narrativa (alrededor de la suspensión del desenlace) y una
imaginaria (el relato legendario del nacimiento de un melancólico), ocupan el

321
centro del escenario. La elección del contexto histórico no es ni casual ni
gratuita y merece ser interpretada, pero no necesariamente en tanto que
referente inmediato ni dentro de un proyecto explicativo. Con esta salvedad, la
percepción de Sergio Chejfec es acertada: “Esta aproximación (de la historia
en la novela), sin embargo, como en el resto de la literatura de Saer, no es en
modo alguno histórica en sentido genérico, sino más bien lateral. Quizá
convencidas de que los individuos nunca poseen una conciencia histórica
acerca de sus actos y su contexto social, semejante a la que después con los
años les otorgará la posteridad, las narraciones de Saer se construyen
apoyadas en esa diferencia. Los acontecimientos históricos resultan una
referencia natural pero no grandilocuente, y casi cotidiana aunque poco
alegórica. Esa especie de dimensión provincial o pueblerina de la historia —
en la cual los hechos decisivos no llegan desvanecidos sino que adquieren el
matiz cotidiano e inmediato de lo particular — supone de hecho una
contraposición con otras escrituras actuales que aspiran a representar tanto
Historia como Interpretación en un mismo nivel de transparencia y
ejemplificación” (Chejfec 1988: 5).
15. Di Benedetto es uno de los escritores que Saer reivindica de manera constante.
En todo caso “Aballay” establece un mecanismo de reescritura sobre la
pampa histórica que se asemeja a la que se llevará a cabo en Las nubes: una
ficción histórica situada en el siglo XIX, una dimensión claramente simbólica
e irónica de esa representación, pero sobre todo un desliz constante de ese otro
tiempo (frente al tiempo de la escritura) hacia otros pasados: el de la
hagiografía cristiana (los estilitas), el de las religiones paganas de la
Antigüedad. La pampa es un laberinto de textos que, a partir de una idea de
fundación, remite a otros textos, a otras fundaciones. Sobre algunos aspectos
de la reescritura de una tradición literaria, véase un artículo de Beatriz Sarlo
(Sarlo 1997).
16. Sobre Martínez Estrada, su tesis ruralista sobre la literatura argentina, y el
papel atribuido a los extranjeros en la legitimidad cultural, parto del análisis
de Graciela Montaldo (Montaldo 1993: 103-119).
17. Saer ha enunciado repetidos juicios valorativos al respecto. Por ejemplo:
“Muerte y resurrección de Martín Fierro me parece un libro extraordinario, el
mejor libro que se ha escrito sobre Martín Fierro. Uno de los mejores libros
que se ha escrito en la Argentina" (Larrañaga 1994: 645). Nótese que en la
evocación de la pampa histórica hecha por Saer también pueden verse ecos de
otro libro admirado (y prologado por él en su edición francesa): La pampa de
Alfred Ebelot.
18. Este es el punto de partida del libro de Florencia Garramuño (Garramuño
1997). En el variado corpus de este trabajo Florencia Garramuño estudia,
además de El entenado de Saer, una novela situada en la pampa histórica, La
liebre de César Aira. La autora emite la hipótesis de una posible periodización
cultural para la reescritura, dentro del período histórico y estilístico

322
denominado “posmodernismo”. Y aunque la reescritura tendría más que ver
con procesos de legitimación cultural que con una recuperación del discurso
historiográfico, el corpus elegido se caracteriza por una sincronía en la
publicación, que coincide con coyunturas históricas de “transiciones
democráticas” en tres países latinoamericanos (coyuntura percibida empero
como marco histórico de la producción más que como justificación de una
eventual historización de la literatura a partir de la reescritura).
19. O, como algún trabajo crítico lo sugiere, al mito de Layo (Fürstenberger
1997). El mismo año en que se edita la novela en Barcelona, Saer publica una
serie de ensayos y esbozos de argumentos ficcionales sobre la mitología
griega y en particular sobre la historia de Edipo, “Atridas y Labdacidas” y
“Filocles”, cuyo objetivo principal es interrogarse, humorísticamente a veces,
sobre el sentido del comportamiento de esos personajes legendarios (Saer
1974).
20. Adriana Astutti señala la posible dimensión de reescritura de un poema de
Eliot que tendría este episodio (Astutti 1999: 118). El texto de Eliot del que
se trata es “Viaje de los Magos".
21. “Ese es uno de los temas fundamentales de La pesquisa en donde él mismo no
puede probar que no ha sido él. Asimismo tenemos un antecedente ilustre de
esto que es Edipo. Edipo está investigando un crimen o una transgresión sin
saber que es él mismo el que la ha cometido, está buscando un culpable sin
saber que es él" (Saer 1995a: 41).
22. Por ejemplo: el rito melancólico de Prudencio se interpreta gracias a Zenón y
Cicerón, Troncoso “pone en práctica etimología” latina de palabra delirio (LN
200), para explicar el comportamiento de ese personaje se lo compara con
Calígula (LN 205), etc.
23. La presencia de La divina comedia en la obra de Saer podría haber sido
estudiada en una perspectiva fundacional similar a la de la mitología. En La
pesquisa, en particular, Tomatis declama algunos versos que remitirían tanto a
un cataclismo inminente (la muerte, la vejez) como a la fundación de un
'Nuevo mundo' (la Argentina) (LP 77).
24. Esta idea, repetida en los ensayos de Saer, aparece explícitamente enunciada
en el texto inaugural de Las nubes, en boca de un personaje: “Lo que es válido
para un lugar es válido para el espacio entero, y ya sabemos que si el todo
contiene la parte, la parte a su vez contiene al todo” (LN 12).
25. Octave Mannoni, en un artículo cuyo título es evocador del proceso ( “Je sais
bien, mais quand même”, o sea: "Ya lo sé, y sin embargo”), pasa de la
renegación original (sobre la castración) a la creencia en general, y en
particular a la creencia en lo representado (por ejemplo intenta identificar al
'crédulo del imaginario' que funciona en cualquier espectador de teatro).
26. La definición de lo real y de la noción de fantástico en Cortázar, por ejemplo,
obedece a principios similares, así como la afirmación virulenta de una

323
'existencia' peculiar para los hombres y espacios de la ficción en Onetti (Santa
María y sus pobladores).
27. Escribir una novela policial situada en París después, para empezar, de Poe,
implica también movilizar un fondo intertextual importante (genérico y de
corpus), voluntaria o involuntariamente. Sería vano por lo tanto formular
hipótesis sobre hipotextos virtuales de La pesquisa. Nótese, con todo, algunas
coincidencias entre la novela y una investigación de Maigret, Maigret tend un
piège de Georges Simenon (serial killer, mujeres víctimas, radio de acción
limitado a un barrio parisino 'típico', etc.).
28. En lo que respecta a las posibles alusiones al corpus freudiano, el delirio de
Troncoso recuerda por momentos uno de los casos más célebres descritos por
Freud (el del presidente Schreber); el protagonista estudia la psiquiatría en la
Salpetrière junto a su maestro, el doctor Weiss (lo que instala la sombra de
Charcot y de Sigmund, su alumno); Soldi, un personaje contemporáneo,
interrumpe el relato para proponer una interpretación sobre la locura de
Prudencio basada en una vulgata freudiana a ojos vista empobrecedora (LN
174), etc.
29. En la primera mención del personaje, Pichón afirma que era imposible
concebir personas “más diferentes” que Morvan y Lautret (LP 31), pero dentro
de una lógica de desdoblamiento de contrarios (del tipo Dr. Jekyll y Mr.
Hyde), en la cual Lautret se define, primero, como la 'parte visible' y 'sociable'
de Morvan, y como su reemplazante junto a su mujer, para quien esa relación
amorosa es “una especie de prolongación de sus relaciones con Morvan” (LP
130). El nombre del personaje lo anunciaba: Lautret = l’autre est, como lo
señala Joaquín Manzi (Manzi 1999: 557).
30. Y como diría Borges, mientras que en una novela psicológica “se admite
cualquier extravagancia que corresponda al carácter del personaje”, el cuento
policial es un “cuento intelectual”, en donde nada es inexplicable, y que, en un
período “caótico” de la literatura, éste tuvo la función de salvar el “rigor
lógico” (Borges 1992: 161). El relato de las peripecias del crimen durante una
cena en la Zona, y los comentarios y especulaciones que suscita, repiten las
características del primer tipo de relatos policiales según el mismo Borges, en
los que “la historia se limita a la discusión y a la resolución abstracta de un
crimen, tal vez a muchas leguas del suceso o a muchos años” (Borges 1985c:
96).
31. Estas y otras afirmaciones sobre la 'transgresión' o la adopción atípica del
género por Saer son afirmaciones en alguna medida relativas (sólo permiten
una demostración que me parece pertinente), ya que la integración y
distanciación con respecto al código son, al contrario, definitorias de una
pertenencia a él. En palabras de Uri Eisenzweig, el criterio para medir el
acierto de un relato policial es la impresión paradójica de que se inscribe en
una tradición porque se aleja de ella (Eisenzweig 1986: 173). Esta idea de
forma plena gracias a la deformación del código tradicional corresponde a

324
algunos gestos de relación con el pasado literario y cultural en Saer y por lo
tanto explica, también, la adopción del género policial por el escritor.
32. "Para mí el estatuto del acontecimiento es extremadamente cambiante, muy
sobredeterminado por otros acontecimientos. De modo que es como si el
acontecimiento no tuviese vida propia. Somos nosotros los que le damos vida
al acontecimiento. Incluso hasta las cosas más irrefutables o más
irremediables que acontecen sólo lo son para ciertas subjetividades que las
viven, pero en el conjunto de lo que acaece todo acontecimiento se relativiza,
se pierde, desaparece" (Saer 1995a).
33. Cicatrices y Nadie nada nunca, en particular, presentan elementos
argumentales genéricos y estructurales que anuncian la integración de la
novela policial en La pesquisa. Muchas afirmaciones hechas sobre la historia
del serial killer parisino podrían aplicarse a las otras dos novelas. En
Cicatrices también se distribuyen premisas de pertenencia genérica que no se
confirman, y el mecanismo indiciario o indagatorio no 'cuaja' nunca: ni la
pesquisa, ni el enigma sobre la identidad del criminal, ni la distribución
previsible de roles (abogado, detective, periodista, juez, policía, criminal,
víctima), nada toma la forma esperada.
34. Sobre La pesquisa en relación con el código de la novela policial varios
trabajos existen (Larrañaga 1997a, Manzi 1995b: 113-127, Scavino 1997).
35. Por ejemplo, el vaqueano que guía a la comitiva en la pampa se llama Osuna,
nombre de un místico español (Francisco de Osuna) que Santa Teresa leyó y
que tuvo una influencia decisiva en su propio pensamiento. Por otro lado, las
ideas y prácticas de sor Teresita retoman los objetivos de la mística y la
descripción de los estados de la revelación de Santa Teresa. El objetivo es la
unificación con Dios en la plenitud de la fe y del amor (convertido en
ninfomanía en Las nubes), gracias a un camino con tres grados: purgatio,
illuminatio, unio. Teresa distinguía cuatro clases de éxtasis: arrebatamiento,
ímpetu, arrobamiento y vuelo del espíritu, y afirmaba constantemente la
“humanidad de Cristo” (lo que justifica la dimensión sexual que el camino
místico toma en Las nubes), etc. Evidentemente, el discurso místico no le
merece a Saer el mismo respeto que los mitos fundacionales ya analizados,
pero, a pesar de los efectos humorísticos de la doble lectura y el
desciframiento de alusiones, en última instancia el mecanismo es similar al de
la recuperación del Génesis o de La Odisea.
36. Nótese que la referencia a los místicos españoles, y en particular a Santa
Teresa, también establece una relación con ejemplos tópicos de la melancolía.
La monja española distingue y analiza distintas clases de melancolía.
37. En palabras de Soldi: “Tomatis afirma que no se trata de un documento
auténtico sino de un texto de ficción. Pero yo digo, pensándolo bien, ¿qué otra
cosa son los Anales, la Memoria sobre el calor de Lavoisier, el Código
Napoleón, las muchedumbres, las ciudades, los soles, el universo?” (LN 13).

325
38. Una enumeración sobre Las nubes podría prolongar laberínticamente lo dicho.
Algunos ejemplos lacónicos. Tanto los nombres como las características de
muchos personajes aluden a otros personajes posteriores en la cronología pero
anteriores en la escritura (Weiss remite a Bianco por el nombre y al padre
Quesada por su función — EE —, Troncoso reproduce le comportamiento de
Waldo — LO —, los hermanos Verde son simétricos como Pichón y el Gato,
un “doctor López” atraviesa la escena narrativa — los “López Garay” y
“Garay López” abundan en otros textos —, la sobrina de Wenceslao en El
limonero real también se llama Teresita, etc.). Asimismo, reaparecen temas
(en el sentido semántico pero también musical del término): caballos, cielo,
orgías, la locura que construye un mundo propio coherente (como el asesino
en La pesquisa); o se repiten acontecimientos (inundación como en “A medio
borrar”, galope hacia un “lugar del horizonte” — La ocasión y El entenado),
etc.

326
7
El retorno de la historia: la dictadura según Saer

Esto es lo que el Apóstol llama tristeza del


mundo que fabrica muerte.
David de Augsburgo

La omnipresencia del ciclo, los retornos a lo mismo, los frenos o


digresiones de las cronologías, figuran como etapas de un recorrido
regresivo o como una dispersión sin fin. El tiempo que no pasa, que
se resiste a avanzar y que retoma, en movimientos invertidos, las
fuentes de la vida, constituye una figura antitética del desarrollo
ineluctable, el que corta sus lazos con el origen, el que condena a la
pérdida, el que empuja a los hombres hacia la muerte. Aun en el
caso de Glosa la caminata lineal, isomorfa de un tiempo percibido
como cataclísmico, se dispersa en movimientos temporales
múltiples. El futuro y el pasado de la cronología se borran, dejando
una exaltación del instante, del antitiempo que implica una
supervivencia de otro tiempo, el tiempo mágico, irrepresentable
aunque nunca olvidado, aunque siempre pueda irrumpir (e irrumpir
a menudo bajo aspectos terroríficos). Por otro lado, todas las
perturbaciones del orden cronológico tienden a empantanar al relato
en una incapacidad de fijar una ficción y un tiempo únicos. Las
especificidades temporales, tal cual han ido definiéndose a lo largo
de las páginas precedentes, se integran armoniosamente en los
postulados sobre la posición melancólica de la escritura saeriana.
Ahora bien, para el melancólico, que ignora la función del tiempo,
no hay historia. Antihistórico ya que sin origen entonces, el
melancólico guarda un secreto que se le escapa a él mismo, el del
nacimiento del mundo (Lambotte 1999: 80-81). O, para decirlo con
palabras del grumete en El entenado, el venir de la nada impide la
definición de una perspectiva histórica determinada: "Si para
cualquier hombre el propio pasado es incierto y difícil de situar en
un punto preciso del tiempo y del espacio, para mí, que vengo de la

314
nada, su realidad es mucho más problemática" (EE 108). Por lo
tanto no es sorprendente que cuando el grumete, ya viejo, escribe su
biografía, lo haga noche a noche comiendo las mismas aceitunas y
tomando tragos del mismo vino "cuyo saber es idéntico al de la
noche anterior y al de todas las otras noches" (EE 146): aun para el
'historiador' que está construyendo un pasado, lo único seguro es el
presente. Las obsesiones temporales con un ahora que sería lo
cierto, contaminan por lo tanto la evocación del pasado. La única
verdad concreta y perceptible es el presente; un presente que huye y
que se convierte para siempre en una quimera. El presente no es más
que una pausa, un instante en la espera de la nada; la perspectiva de
un cataclismo mortuorio es el único horizonte (y ese cataclismo,
asociado con las representaciones melancólicas de la muerte,
también es el futuro colectivo): lo inmediato es intrínsecamente
amenazante. El pasado no es más que una repetición sin fin de un
presente sombrío, es decir que el ahora resulta ser el compás de
espera de un desenlace vital que superpone hundimiento de la razón,
destrucción cósmica, pérdida de sentido. Es lo que se afirma
explícita o implícitamente en muchas ficciones saerianas; Glosa en
particular está construida a partir de esa evolución lineal del tiempo
y del caminar de los personajes hacia un futuro de catástrofes que
no permite, tampoco, un conocimiento fidedigno del pasado. Esta
visión digamos metafísica del instante determina una aprehensión
negativa de la historia pero también de lo actual.
Ahora bien, así como el relato implicaba un tipo de relación de
conocimiento o comprensión posible del mundo, la temporalidad
literaria significa, también, una forma de representar la posición del
sujeto ante el devenir colectivo, y por esa vía, entre líneas, una
interpretación de ese devenir. La temporalidad sugiere, sotto voce,
una visión de la historia. En este caso es de la historia inmediata, la
que es primero presente y luego pasado de lo que se trata, y no de
una tradición histórica ante la cual la ironía y la reescritura actúan
como fuerzas de desorientación; es la historia que no está
mediatizada por textos, creencias y perspectivas, sino que, en tanto
que flujo, acompaña la vida del sujeto. Es el ahora de la biografía
colectiva del escritor, la visión que se va armando, a partir de pautas

315
imaginarias, ideológicas y textuales, sobre un mundo en
movimiento. Si la evocación construida del pasado fundacional
estaba transformada por una relación con la cultura, por una
obsesión con los orígenes, por una incredulidad invasora que
excluye la verdad definitiva y el relato esclarecedor (como en El
entenado, La ocasión, Las nubes), el devenir histórico, paralelo a la
escritura en sí, va a plantear otros problemas o dificultades, va a
irrumpir en la escritura con modalidades distintas. Es imposible
alcanzar un conocimiento fidedigno del pasado histórico, afirman
Saer y sus textos melancólicos, sólo puede hablarse del presente,
sólo puede intentarse un cuestionamiento de los enigmas del
presente (a pesar de una compulsión de regreso que lleva a
confrontarse con ese relato pleno de los orígenes, relato fuera de
alcance). ¿Pero qué sucede cuando ese presente se convierte en
pesadilla, es decir cuando el sujeto está confrontado con el horror
histórico? ¿Cómo la impotencia y la incredulidad melancólicas van
a reaccionar frente al infierno de lo colectivo (y ya no a las
amenazas íntimas), al cataclismo imaginario que se 'cumple'?
La obra de Saer contiene una respuesta singular a una de las
problemáticas más agudas para la creación literaria argentina, es
decir la relación del escritor con la realidad política. En la óptica del
sacrosanto contexto de producción, las primeras novelas de Saer —
por lo menos — deberían estar marcadas por las polémicas sobre la
función social de la literatura y por los ecos de los parricidas de
Contorno, las lecturas de Sartre, la revolución cubana. Y a partir de
los ochenta, las ficciones se escriben durante la dictadura o
inmediatamente después. Sin embargo, ambos aspectos de contexto,
tan marcantes para escritores de varias generaciones distintas,
parecen en cierta medida ausentes del proyecto saeriano, aunque la
historia contemporánea y los dramas de lo político estén
constantemente presentes, pero presentes donde no se los espera,
disfrazados, desplazados, pervertidos por una mirada subjetiva e
incrédula. Sería posible, con todo, determinar los elementos de una
paradoja similar a la sugerida para iniciar el análisis de la tradición
y la intertextualidad: ¿cómo conciliar una escritura solipsista, que
gira con tanto fervor alrededor de una conciencia, de una

316
individualidad melancólica, una escritura que pasa y vuelve a pasar
por las mismas tierras de un origen a la vez indeterminado y
perdido, con una presencia explícita de lo colectivo, ya que esa
misma escritura integra, desde sus comienzos, páginas enteras de la
historia contemporánea argentina? En particular, ¿qué relación
habría entre la posición incrédula y melancólica del 'ser-en-el-
mundo' saeriano y la emergencia repetida, en las ficciones, de
ciertos episodios de la última dictadura militar?
El primer rasgo en común que conviene señalar entre los dos
niveles es una apropiación subjetiva de la historia que reproduce la
previsible posición negativa. Paralelamente a la representación en
zigzags de la ficción, Cicatrices incorpora una constelación de
referencias transparentes al peronismo — proscrito en el momento
de la acción de la novela. Al peronismo se lo representa como un
pasado traumatizante que podrá explicar sufrimientos y
comportamientos, sin que se organice una visión coherente del
período. Es más bien la figura de un pasado absoluto lo que domina,
y como siempre en el corpus, es la figura de un pasado
incomprensible. El otrora, personal, colectivo o narrativo, es
fundamentalmente huidizo. A lo político lo contamina la misma
impotencia que a la memoria y el relato: está presente, gira y vuelve
al primer plano, sin tomar un contenido concreto. Su particularidad
sería la relación con la biografía de los personajes; mientras que las
ficciones históricas introducían un relato ejemplar, una fantasía
organizada, una leyenda individual de los traumas de origen, la
inclusión de la historia inmediata es una manera de representar y
dramatizar la relación de un hombre con su propio pasado (su
infancia, su juventud, su dosis personal de tiempo perdido). La
historia inmediata supone una causalidad más clara, menos soñada
que los relatos de orígenes; y, en cierta medida, abre
paradójicamente las puertas para una percepción íntima de lo
colectivo.
Porque junto con la historia edípica y la posición melancólica, en
Cicatrices también aparece otro tipo de causalidad, otro pasado
reprimido, otras líneas que explicarían el derrumbe psicológico de
Escalante por ejemplo o el crimen de Fiore: el pasado político. Con

317
la misma insistencia y con el mismo tipo de presencia indiciaria, se
asocia una situación presente con un pasado de tensión, violencia y
conflictos que fue silenciado. Por ejemplo, la atracción morbosa de
Escalante por el juego, su búsqueda insaciable de un "pasado hecho"
que se escondería en las cartas del punto y banca, es la consecuencia
directa de su encarcelamiento el día de su boda — el 16 de
septiembre de 1955 —, de lo que resulta que al salir empieza a
jugar; el juego es, por lo tanto, una forma de 'cicatriz' de ese
episodio, sin que la relación causa-efecto sea evidente. En todo
caso, sea el fraude electoral en los años treinta, los aparatos
gremiales durante el peronismo, o la represión y cárcel de los
sindicalistas después de la Revolución Libertadora, el texto sitúa en
la historia el mismo tipo de acontecimientos causales que el
psicoanálisis vería en la muerte del padre y en los deseos edípicos
en Angel, o en las fantasías sexuales que se contraponen con un
vacío en la conciencia del juez López Garay (y es significativo que
esas fantasías superpongan lo pulsional con lo social, por la puesta
en escena de gorilas fornicadores, pero también miembros de una
sociedad jerarquizada y autoritaria). La constelación de referencias
al período 1945-1955 — a veces hechas de significantes, como la
palabra 'gorila', o de fechas, como el 1° de mayo, día del crimen —
explica que se haya leído el título como una alusión al trasfondo
histórico de los años sesenta (las "cicatrices del peronismo") (Croce
1990: 81), afirmación justificada si se completa ese juicio diciendo
que el peronismo, por su proscripción, por las pasiones que pudo
suscitar, y por su perduración subterránea en la vida política de esos
años, es representado como un equivalente de contenidos psíquicos
acallados por una represión consciente. La Revolución Libertadora
y la represión antiperonista no explican los acontecimientos de la
novela, sino que se presentan como causas difusas, incomprensibles
pero indiscutibles, de dramas que confunden lo individual y lo
colectivo. Saer retomará el supuesto isomorfismo entre las
perturbaciones del funcionamiento de una psiquis y el desorden
social traumatizante en el momento de integrar en su obra la
represión en la Argentina de Videla.1
En el contexto de producción de la novela (1967), estos

318
principios son provocadores, ya que consisten en renunciar a darle
un sentido a la historia, cuando el compromiso postulaba, al
contrario, una intervención transformadora. Porque con respecto a
los años sesenta en Argentina y a la politización creciente de los
intelectuales, la posición del escritor en Cicatrices muestra una
particularidad en las maneras de instrumentar una visión de lo
colectivo. La desaparición o la muerte del sentido y del relato
corresponde aquí a la desaparición o la muerte de la realidad — en
particular la realidad política: en su obra la historia no es lo que
sucede sino lo que ha sucedido, y lo que, como todo acontecimiento
pasado que se intenta transformar en relato inteligible, se destroza
en el momento de aprehenderlo. La obra de Saer incorpora la
historia, la integra y descifra a partir de una posición metafísica y
afectiva, pero al mismo tiempo no interviene en el enfrentamiento
de fuerzas sociales, es decir, si bien es una literatura histórica, se
niega a ser política. Si la rebeldía lúdica de Rayuela, publicada
pocos años antes, corresponde a la convicción de que la expresión
sólo resulta posible después de haber subvertido la forma novelesca
tradicional (rebeldía y subversión que anuncian el compromiso
político de Cortázar), aquí la dispersión de la estructura lineal refleja
una incertidumbre profunda. La crisis de la representación lleva a la
crisis de la comprensión del sentido de la historia; la impotencia, la
extrañeza, la distancia escéptica ante lo político reflejan esa
desorientación general frente a la posibilidad de representar lo real.
Si es verdad que los indicios políticos proliferan, si el texto postula
la perduración de tensiones de ese orden, es también para reafirmar
la imposibilidad de una literatura autónoma, sin que la
representación del peronismo conlleve certezas ni creencias en la
capacidad de intervenir en la realidad. La partida a Francia de Saer y
la renuncia consecuente a ocupar un lugar en esa historia quizás no
sean ajenas a esta posición.
Un análisis similar podría llevarse a cabo sobre "A medio
borrar": la presencia continua de los camiones del ejército en la
Zona inundada, las explosiones que ritman el relato como un fondo
sonoro inquietante (se dinamitan los puentes para frenar la subida de
las aguas), los comentarios sarcásticos que anuncian el final ("Volvé

319
pronto que en una de ésas no encontrás nada"; "Esto, dice, se hunde.
Se hunde" — LM 70), la visión apocalíptica final, con carpas de
refugiados, sombras y fogatas que iluminan apenas un paisaje
pesadillesco, todos estos elementos sugieren una lectura histórica2.
El cataclismo regresivo, gran acontecimiento imaginario en el
relato, es una imagen perfecta para significar una hecatombe social.
Pero, más allá del isomorfismo entre destino de una conciencia y
devenir de un país, ¿qué dicen estos textos sobre lo político?
Aparentemente poco. Lo que leemos es una constatación dos veces
negativa: pesimista en cuanto al futuro eventual del país, pero sobre
todo de incertidumbre sobre la posibilidad en sí de representar lo
colectivo. La compleja estructura temporal de La ocasión, que
vuelve sin cesar al pasado del protagonista, sin lograr superar el
presente de la diégesis principal y sin dar por lo tanto la clave de la
historia (una visión del futuro del país, es decir del pasado de los
argentinos de hoy), establece la misma imposibilidad. La crisis de la
representación, de inspiración melancólica en este caso, conlleva
una incapacidad de representar la historia.
El problema se resuelve de cierta manera con una afirmación
insolente de la ausencia de sentido, a la que se le agrega una
posición excentrada (Saer vive en Francia desde 1968). Sin
embargo, la cuestión reaparece con agudeza en la obra partir de
Nadie nada nunca, es decir a partir de la integración de la dictadura
en la trayectoria novelesca, y en particular de la represión y de la
violencia física, la que sufrieron los desaparecidos. Algunos
componentes de la melancolía van a proponer una forma inesperada
de representación de esa violencia tanto como de sus ecos en el
cuerpo social; se trata por un lado de lo pulsional (orgía de los
colastinés, fantasmas del Gato, crímenes en La pesquisa), y por otro
la represión (en el sentido de Verdrängung: vacío repetitivo,
silencio, ausencia de afectos, emociones, ideas) que no es más que
la cara opuesta del mismo fenómeno. A pesar de la impotencia
expresiva, nunca puesta en duda, el paso al acto de tipo pulsional y
su represión le brindan a Saer los medios de construir una
ficcionalización muy peculiar del horror histórico que vivió su país;
ficcionalización sugestiva e inédita porque, precisamente, aparece

320
acuñada por la posición melancólica.
La fecha de publicación de Nadie nada nunca es significativa:
1980, es decir en plena dictadura militar (el libro es contemporáneo
del período narrado, elemento que condiciona, seguramente, los
modos de ficción elegidos); pero 1980 es también el año de edición
de Respiración artificial de Ricardo Piglia, en donde cierta
utilización de las formas de narración, del ensayo literario, de la
pesquisa policial, de la indagación biográfica, de la historia del siglo
XIX, del despliegue de sentidos latentes y de niveles diferentes de
lectura, estaban ya proponiendo una sofisticada manera de construir
sentidos alrededor de lo indecible (y bajo una censura estatal
estricta) (Balderston 1987); un libro que se convirtió, rápidamente,
en el emblema de una escritura cifrada y de una representación
problemática de la dictadura. En comparación, la novela de Saer (y
en particular su visión de la actualidad argentina), pasó
desapercibida, y fue necesario que la trayectoria novelesca del autor
continúe, se complete, y luego que el tiempo cambie la perspectiva
para que la omnipresencia de la dictadura en ese relato se vuelva
visible (aunque hoy en día, los abundantes estudios sobre la 'novela
de la dictadura' no incluyen aún en los diferentes corpus la obra de
Saer, con la reciente excepción de un libro de Jorgelina Corbatta)
(Corbatta 2000: 65-100, Dalmaroni 2000). La primera dificultad
para leer lo que está escrito en ese texto se explica por la forma
tomada por la historia, o al menos por lo colectivo: se trata de un
enigma, una clave, un secreto; es la 'otra cara' de lo diurno, del
sentido, del destino humano. Leer la presencia de la dictadura y de
la represión en el texto supone dedicarse a un trabajo de
reconstitución, de identificación de indicios, de repeticiones y redes
semánticas, y por lo tanto llevar a cabo un trabajo de detective,
como en una novela policial hermética en la cual no sólo se
ignoraría la identidad del asesino sino que se ocultaría el crimen en
sí. Esta codificación no es el resultado de una censura o autocensura
impuestas por la situación política y que exigiría receptores
iniciados o cómplices (la novela fue escrita en Francia y publicada
en México), sino la manifestación de una incredulidad y una
desconfianza que son inherentes a las modalidades de

321
representación elegidas. La historia ocupa aquí el lugar del sentido,
del secreto, del mensaje; y sería superfluo volver atrás para recordar
las resistencias y frenos que estos conceptos suscitan en la creación
saeriana.
Y sin embargo, la historia está presente, íntimamente asociada al
resto de los elementos que componen esa novela compleja. Los
indicios abundan: fragmentos de comentarios, alusiones repetidas a
un miedo inexplicado, autos amenazadores que cruzan la escena
ficcional, una biblioteca municipal incendiada, son signos todos
ellos que pueden fácilmente interpretarse, sobre todo en un período
en que la censura agudizaba las competencias de los lectores. Pero
sería interesante poner de relieve un funcionamiento más amplio,
para probar un isomorfismo entre los conflictos melancólicos y la
percepción de la violencia política. Sin retomar las modalidades de
organización del relato, nótese que una red muy tenue de
metonimias y metáforas asocian por aproximaciones sucesivas las
diferentes líneas narrativas de la novela, hasta desembocar en una
representación de la dictadura (y el verbo desembocar es una
imagen en sí, ya que no hay final ni resolución, sino circulación,
comunicación, impregnación).
Comencemos por lo más 'íntimo'. En el relato de las relaciones
sexuales entre el Gato y Elisa, figuran formas distintas de cierta
violencia física: la de una amenaza de posesión sádica ("ya vas a ver
cómo ahora te voy a hacer, para que veas", frase recurrente durante
el contacto sexual — NN 53-54); la de un recorrido 'interior' por el
cuerpo de la mujer y que toma visos de un descuartizamiento
imaginario (NN 194); la del descubrimiento de manchas de sangre
en la sábana (NN 130); y, por supuesto, esa lectura comentada de
Sade que lleva a conclusiones sobre la necesidad de destruir al
objeto deseado como único medio de poseerlo (NN 166-167). Esta
línea temática, apenas esbozada, se inscribe en la dinámica ya
estudiada de las pulsiones agresivas de la melancolía. Ahora bien, se
puede delimitar una serie de puntos de contacto con otras series, por
contigüidad o analogía. En la casa donde se desarrolla la acción, se
encuentra un caballo bayo con el cual el Gato emprende una lucha
erotizada, lucha que da lugar a un sueño en el que ese mismo

322
caballo aparece, dotado de una verga descomunal (NN 21-23). La
referencia a la verga en erección anuncia el episodio del
descubrimiento de la mancha de sangre en la sábana, ya que esa
mancha aparece enseguida después de una comparación de la
virilidad del Gato con la de un caballo (NN 130). En el mismo
sueño, Tomatis se refiere a una "sociedad equina" que rendiría culto
a los caballos en celo (NN 23) — sociedad equina organizada
alrededor de la sexualidad, y que recuerda otra sociedad animal,
jerarquizada y autoritaria, la de los gorilas en Cicatrices. En otro
episodio, el Gato monta el caballo bayo y lo siente "estremecerse"
("El bayo amarillo se estremecía entre mis piernas" — NN 55). Por
otra parte, el temor que surge en la novela toma una forma singular
en Elisa, la que explica su miedo a avanzar en el campo, porque
teme encontrar allí algo ("tiene la impresión de que entre los yuyos
se oculta algo, algo que no espera otra cosa que la llegada de algún
caminante para ponerse en evidencia" — NN 79). Ese algo se
precisa luego, con la forma de un cadáver, aunque el miedo sigue
siendo un miedo irracional, marcado por la anterioridad: ella teme
encontrar cuerpos olvidados, ("cuerpos olvidados que se deshacen a
la intemperie"), escondidos en un lugar del pasado ("el fondo de la
tierra, que es el lugar en el que reposa, ya lo sabemos, el pasado")
(NN 80-81). Ahora bien, al primer caballo asesinado lo encuentran
"entre unos pastos", mucho después de su muerte, lo que concretiza
los miedos de Elisa (NN 92). Los demás asesinatos dan lugar a ritos
macabros, en los que los animales son tajeados, vaciados de sus
vísceras, a veces decapitados con peculiar encarnizamiento (NN 92-
97). La serie de crímenes es en sí incomprensible, aunque algunos
personajes secundarios le atribuyen dos explicaciones posibles, una
política — pero irónica: "Ha de haber [...] mucho de política en todo
eso", la otra psíquica ("...es como una peste que se apodera de los
hombres y que mata, por interpósita persona, a los caballos" — NN
111). La lectura de estos ejemplos sobre los caballos y el erotismo
permiten señalar puntos en común u obsesiones: la sexualidad
percibida como un instinto animal temible, condenado a la
insatisfacción o a la destrucción de lo deseado; el temor de un
retorno de algo arcaico, asociado tanto a la muerte como a una

323
pulsión excesiva. Los caballos son el sujeto y el objeto de una
representación pulsional: son la imagen de un deseo tanto como las
víctimas de un paso al acto demente. Esta interpretación se justifica
además por la reaparición de imágenes similares, luego, en la orgía
de los colastinés y en los crímenes de ancianas en La pesquisa.
Pero, de ejemplo a ejemplo, otros sentidos han ido emergiendo:
el temor de encontrar cadáveres olvidados remite inmediatamente a
los cuerpos de los desaparecidos, sobre todo porque el Gato, ante los
miedos de Elisa, contesta que para desembarazarse de cadáveres es
mucho más fácil tirarlos al río con un peso en los pies (práctica que
sería referencial, o que era, en todo caso, efectiva en esos años en
Argentina). Además, la organización de los caballos alrededor de un
culto al falo tiende a mostrar una imagen paródica de una sociedad
entregada a sus fantasmas: la visión de la colectividad argentina en
tanto que 'horda primitiva' está allí sugerida. Y la investigación
sobre los asesinatos de caballos acentúa y prolonga las alusiones a
una situación política, aunque más no sea con el uso de nombres
connotados. El primer sospechoso es un borracho, Videla (NN 93),
y el comisario que tiene a cargo la resolución de esos enigmas
criminales se llama, o al menos lo llaman, "Caballo Leyva",
sintagma rápidamente dejado de lado por el narrador, que se refiere
a él con el epíteto más simple de "Caballo" (sólo la mayúscula sirve
para quitarle ambigüedad al mensaje y a distinguirlo de los
animales). Ese Caballo es un torturador 'especializado', al que se lo
percibe cubierto de sangre cuando asesinan a su propio caballo (NN
101-104), antes de ser él mismo asesinado por la guerrilla (NN
185). En una novela en la que no sucede aparentemente nada, la
muerte del comisario, la irrupción del ejército en las inmediaciones
de la casa en donde viven Elisa y el Gato, y por fin una tormenta
que sugiere un cataclismo, substituyen, por el lugar que ocupan en
la diégesis, un desenlace, un acontecimiento, el núcleo de un relato
difuso.
Sería arduo resumir lo que Nadie nada nunca enuncia sobre la
dictadura, a pesar de que todos los caminos de lectura que puedan
recorrerse desembocan o pasan por esa página histórica. Lo que es
característico y digno de atención, es la asociación entre lo pulsional

324
y lo político: en el juego complejo de causalidades afirmadas y
borradas de la escritura saeriana, sería utópico intentar separar los
dos niveles. Que se tomen los asesinatos de caballos, por ejemplo, y
se constatará que se inscriben tanto en una óptica fantasmática como
en el marco de una imagen de perturbación, desatino colectivo,
emergencia de algo reprimido que pone en duda las normas
elementales de vida en común; la orgía de los colastinés, después de
todo, funciona de manera similar puesto que más allá de los
evidentes contenidos pulsionales que explican su desarrollo, la orgía
también pone en escena a un grupo social autodestruyéndose en un
retorno incontrolado de lo reprimido (o apenas controlado con la
periodicidad de los festines y la reglamentación de la cocción de la
carne). Esta es la imagen obsesiva de lo colectivo que atraviesa la
obra de Saer: la de una conciencia racional que se derrumba frente a
la presión de fuerzas bárbaras que emergen y destruyen el edificio
social: el diagnóstico apocalíptico de Martínez Estrada (que también
fue un lector de Freud), no es ajeno a la visión pulsional de lo
social. Superposición que se confirma si se piensa que los elementos
más claramente políticos pueden, a su vez, ser leídos en otro
sentido. Algunos indicios recurrentes sugieren que el Gato podría
ser el asesino: sus relaciones con los caballos son ambiguas (como
la lucha citada lo muestra), él intercambia miradas enigmáticas con
el bayo (NN 48-49), y el animal desconfía del hombre: "La
desconfianza con que vio que me aproximaba se volvió furia, e
incluso espanto, cuando me puse a ensillarlo y sobre todo cuando lo
monté" (NN 54). La superioridad fálica del caballo parece motivar,
primero, la hostilidad del personaje (y también una ambigüedad
homosexual, perceptible en el ejemplo precedente con el verbo
"montar"). Luego, enseguida después de haber confesado que siente
odio y celos contra él ("los atisbos de celos o de odio"), nos
enteramos de que el Gato posee un revólver y balas en un cajón (NN
76-77). El hombre podría ser el autor de los crímenes — el peso
aplastante de lo no dicho se aclararía — y por razones más o menos
descifrables pero de orden fantasmático, a pesar de que la presencia
del arma, a su vez, remite al ambiente de inseguridad general — a
una amenaza —, tanto como a la eventual actividad militante del

325
personaje. Todas estas hipótesis no se confirman nunca, pero
sugieren un vínculo entre él y los asesinatos, vínculo inducido
también por algunos aspectos de las pulsiones sexuales que surgían
en sus relaciones con Elisa. Y si nos detenemos en la mención del
revólver, el protagonista tendría, consecuentemente, cierta
responsabilidad en la muerte del Caballo Leyva, como ya ha sido
dicho en el momento de poner de relieve una trama edípica.
En Nadie nada nunca la presencia de la dictadura está, al igual
que el relato que la contiene, marcada por una incertidumbre; su
impregnación pulsional la vuelve poco legible, o al menos poco
legible más allá de una constatación negativa: en la resistencia a las
fuerzas negras de lo arcaico, la violencia política es una desgracia
más en una dinámica que la supera. Pero la búsqueda del relato y
del sentido, en la cual está instalada la obra saeriana desde
Cicatrices, toma a cargo también una búsqueda inédita de expresión
de este período histórico argentino3. El viaje regresivo de El
entenado se inscribe en esa perspectiva: remontar el tiempo hasta
las fuentes olvidadas de la historia, hasta las capas reprimidas de
una conciencia social, con el fin de descubrir los gestos primarios,
las pulsiones fundadoras, que convertirían a la dictadura y a la
represión en un relato organizado, un discurso lógico, una etapa que
se puede superar, inscribir para siempre en el pasado. Escribir la
historia de una regresión peligrosa a las fuentes del deseo y de la
creación literaria, es también retomar la historia de cero, retomar la
coherencia del lenguaje, explicar con un mito íntimo el devenir
colectivo: la regresión, sobre todo en la perspectiva melancólica que
le atribuye a un otrora mágico la fuente de las perturbaciones del
presente, es, también, una búsqueda de explicación resolvedora. Ese
gesto legendario de elaboración de la violencia política ya es más
límpido, más legible, más coherente que la multiplicidad confusa de
Nadie nada nunca, entre otras cosas porque un número importante
de indicios (contradictorios, como siempre) asocian a la tribu
colastiné con la sociedad argentina contemporánea; este valor está
también acentuado con el áurea 'antropológica' o sea de clave de
orígenes sociales, que rodea el texto. En todo caso, la novela,
publicada en 1983 (el año de la caída del régimen militar) y que

326
pone en escena deseos primitivos, pasos al acto, masacres y
procesos de recuperación de una filiación y una palabra, insinúa
entonces una relación estrecha con la historia contemporánea: poner
en escena, en un país conservador y autoritario como era la
Argentina, un episodio de canibalismo y de incesto del cual surge
progresivamente la Ley, la Palabra, la Cultura, implica también un
cuestionamiento de una sociedad crispada en sus principios morales
y hundida en la arbitrariedad. El entenado sería, entonces, el
cimiento de un mito que transpone, y por lo tanto cuestiona, los
deseos y los pasos al acto de una sociedad en crisis. Porque es
notable el valor catártico de una construcción sobre el regreso al
sentido, y más ampliamente, en un período de violencia política y de
desorientación afectiva, la paradójica y huidiza potencialidad de
hablar del tema que posee la novela. Esta ambigüedad permite no
sorprenderse que al final del texto el narrador (un español, huérfano,
que ha pasado casi toda su vida en Europa), enuncie una frase
inesperada sobre América que ya ha sido comentada en otro sentido:
"Al fin podíamos percibir el color justo de nuestra patria" (color que
es "la pulpa brumosa de lo indistinto") (EE 200). La reconciliación
con los orígenes, con la historia y con el relato, no son ajenas,
seguramente, a esta ilógica afirmación de lucidez y de pertenencia
(Monteleone 1993). Mucho se ha comentado la pregunta que figura
en Respiración artificial acerca del "libro de la dictadura" ("¿Quién
de nosotros escribirá el Facundo?"); si tomamos en cuenta el tipo de
cuestionamientos que podrían plantearse sobre ese período a partir
de la lectura de El entenado, y si valoramos la multiplicidad de
sentidos sugeridos y borrados gracias a una utilización fértil de
'relato ejemplar' o 'legendario', la novela de Saer sería, a su manera
(pesimista, proliferante, pulsional) la representación más indirecta
pero también la más radicalmente interpretativa del autodenominado
Proceso de Reorganización Nacional. Ya no Civilización o
Barbarie, sino Razón o Pulsión.
El gesto en alguna medida mitificante de elaboración de la
violencia política es más límpido entonces que la multiplicidad de
Nadie nada nunca, a pesar de la distancia temporal y la abundancia
de otros sentidos esbozados. En tres novelas posteriores, que

327
prolongan algunas pautas sugeridas por los textos ya estudiados, la
dictadura será representada de manera mucho más directa: se trata
de Glosa, Lo imborrable y La pesquisa. La diégesis central de
Glosa está marcada por la contingencia, el azar y el cálculo de
probabilidades: el encuentro impremeditado entre Angel Leto y el
Matemático va a suscitar ese paseo a lo largo de una avenida y los
intentos infructuosos de reconstruir un acontecimiento.
Paralelamente, otras páginas de la historia personal de los
personajes cobran forma, y numerosas prolepsis cuentan el futuro de
ambos (militancia política y muerte para Angel, casamiento con una
militante, viudez y exilio para el Matemático). Ahora bien, si
encontramos una serie de informaciones sobre los orígenes de los
dos hombres (el conflicto edípico de Angel ha sido analizado en
detalle en la primera parte de este libro), la biografía se encuentra
reforzada con alusiones a los orígenes sociales, ideológicos y
políticos del Matemático (GL 27, 44, 57). El relato de la fiesta de
cumpleaños de Washington, aunque irrealizable, sirve de punto de
partida para un relato de la biografía de ese personaje, una biografía
fundamentalmente política, lo que permite recorrer muchas
peripecias históricas anteriores al tiempo principal de la ficción
(1961), es decir el peronismo, la militancia sindical, los debates en
la izquierda marxista (GL 67, 178-183). El juego de contrastes, que
sería fastidioso mostrar más detalladamente, es explícito: la historia
— el relato — es imposible, mientras que la historia colectiva
puede, gracias a esa misma imposibilidad, ser ampliamente narrada:
la novela propone un verdadero recorrido por los años cuarenta y
cincuenta en esa Argentina que, veinte años después, va a conocer la
barbarie. Hay un isomorfismo entre el pasado personal (las
circunstancias del suicidio del padre de Angel) y el pasado político,
en la medida en que ambos condicionan el futuro: los dos relatos (el
íntimo y el colectivo) se reúnen para explicar un destino, el de
Angel, convertido en guerrillero y en suicida como lo había sido su
padre.
Por otra parte, en una inversión de trágicas consonancias, el
paseo de los dos personajes va a repetirse en París en 1979, a lo
largo del boulevard Saint Germain, después del encuentro de dos

328
personajes (el Matemático y Pichón) con diputados socialistas para
denunciar la represión en Argentina. El relato no es más la
combinación de probabilidades, ya que la historia de esa sociedad
ha sido escrita: la reiteración del primer paseo permitirá informar al
lector de la muerte de Washington, el secuestro del Gato y Elisa, el
suicidio de Angel. Sin embargo, la constatación de este devenir
nefasto no implica certezas o posiciones claras, sino más bien un
escepticismo invasor, una amplificación de la desorientación. El
paseo representa un emblema de la muerte, ya que su repetición no
conlleva una recuperación; muestra, al contrario, la inmensidad de
la pérdida, la inutilidad de querer fijar un tiempo, un lugar, un
sentido, palabras, ante el destino mortífero de los hombres:

...se han puesto a caminar despacio bajo el sol inesperado del febrero, frío,
y húmedo sobre todo, como ya ha sido consignado por otros, no es cierto,
muchas veces, aunque se trate, como decía un servidor, desde el principio,
de la misma, siempre, también desde el principio y hasta el fin, si hubo,
como dicen, los que dicen saber, principio y si habrá, como pretenden, fin
— decía, ¿no?, la misma Vez, en el mismo, ¿no?, como ya dije varias
veces, en el Mismo, a pesar de la ciudad, de Buenos Aires, de París, de
Uppsala, de Estocolmo, y más afuera, todavía, como decía, Lugar. En una
palabra, entonces, o en dos mejor para ser más exactos, todo eso. (GL 141-
142)

Es decir que si el relato esquiva su esterilidad expresiva ("como ya


ha sido consignado por otros") y logra, en un contrapunto
significativo, contar la historia (que se convierte en la historia de los
personajes, apresados en un torbellino que los supera), la
trascendencia en sí de esa historia parece esfumarse. El isomorfismo
entre orígenes íntimos y orígenes colectivos no hace más que
profundizar, en una dimensión magnificada, el balance de
negatividad. La temporalidad, incierta, múltiple, termina
resolviéndose en una mirada retrospectiva única; esa mirada, que el
narrador y los personajes pueden tener sobre lo sucedido antes,
confirma la impresión de falta de sentido, de desesperación
inexpresable, y supone un balance lúcido pero terrible:
sobrepasando las anécdotas biográficas e inclusive las desgracias
históricas, si se descifran correctamente los signos de la realidad,

329
todo significa la inminencia cósmica de la muerte (es la "misma
Vez", es el "Mismo" en un indeterminado y generalizante "Lugar").
Es decir que la falta de sentido del relato y del mundo, significada
por el avance ineluctable del tiempo (por la caminata de veintiuna
cuadras), ese avance que no puede culminar sino en un cataclismo,
como vimos en el momento de analizar la construcción de la
temporalidad y del relato, determinan una interpretación de la
historia. La dictadura y su barbarie ocupan el lugar del hundimiento
melancólico tan temido.
Lo imborrable y La pesquisa retoman la representación de la
represión durante la dictadura en tanto que fuerza pulsional,
destructora, difícil de enunciar y justificadora una visión pesimista
del mundo. La depresión de Tomatis en Lo imborrable corresponde
a la agonía de su madre y al desarrollo de ciertos rasgos de
personalidad, ya sugeridos en Glosa — e inclusive en "La mayor".
Sin embargo, el encierro en una intimidad dolorosa, las trabas
repetidas que le interceptan el paso cuando intenta salir a la calle,
las alusiones recurrentes al vacío moral — o a una perversión
moral — simbolizado por la televisión, todos ellos son signos que
permiten superponer, en un mecanismo ya subrayado, un
sufrimiento psicológico y una situación política extremada. Agonía
de la madre, convertida en materia regresiva, agonía de la
Argentina, hundida en pulsiones primarias: la analogía es quizás
demasiado evidente, aunque esté sugerida con insistencia.
Las analepsis sobre la vida amorosa de Tomatis (narradas, ellas
también, con un humor corrosivo que recuerda el tono de comedia
de Glosa), culminan a su vez y casi por sorpresa, en un episodio de
colaboración de la segunda esposa del protagonista con las fuerzas
de represión y en el secuestro de una muchacha conocida por la
pareja (LI 175-181). La depresión de Tomatis, en la relación
inmediata de causa a efecto, comienza precisamente con la falla
moral de su esposa (su cobardía ante la represión) y con la
separación conyugal que le sigue (a la muchacha la secuestran por
culpa de la mujer, o sea por esa misma cobardía). Sólo después se
afirma una razón más profunda de la crisis depresiva, es decir la
agonía de la madre:

330
Después de dos o tres días de borrachera, me hice una valija y me vine a la
casa de mi madre. Podía haber venido nomás con lo puesto porque de
todos modos me bañaba una vez cada quince días y durante tres meses no
salí una sola vez a la calle. Mi madre, ciega a causa de la diabetes, se
estaba muriendo en su dormitorio, en la cama de matrimonio que mi padre
había desertado veinte años por otra menos exigente, la tumba. (LI 181-
182)

En el fragmento citado vemos superponerse la historia edípica


(vuelta a una situación familiar infantil que excluye la presencia
paterna del lecho conyugal), la transformación de la madre en madre
arcaica, la obsesión con la muerte y — la conjunción es
fundamental — una causalidad histórica, ya que es un
acontecimiento de orden ético, y bajo la presión de una violencia
colectiva, lo que provoca la confrontación con ese pasado familiar o
fantasmático olvidado. Al dejar a su mujer por razones ético-
políticas, Tomatis deja la sexualidad, la energía vital, la voluntad, la
razón: el personaje inicia una regresión. La dictadura contamina,
como puede percibirse, todos los niveles del relato. Las aguas
negras en las que el protagonista teme sumergirse, la locura de
Mauricio que descifra mensajes delirantes en las telenovelas, las
amenazas de dilución, la castración simbólica, así como la escritura,
la estética y la crítica de La brisa en el trigo que ya hemos
comentado, todos estos elementos pueden inscribirse en un sistema
en donde la represión política ocuparía el centro. Y, al mismo
tiempo, ese centro sigue siendo el yo, la conciencia, como pantalla y
lugar de recepción de la demencia colectiva. Al fin de cuentas, a
pesar de la organización progresiva de un relato sobre la última
dictadura argentina, el acento sigue puesto en una subjetividad (en
este caso en los efectos que la historia, la otredad, tendrían en un
sujeto). La historia, a pesar de todo, no es más que una peripecia,
trágica por sus alcances, transcendente por sus consecuencias, pero
sin embargo una peripecia más en la relación del hombre saeriano
con el mundo.
En el párrafo precedente hablé de una "organización progresiva"
de un relato sobre la última dictadura: en efecto, lo que se inicia

331
tangencialmente en Nadie nada nunca, míticamente en El entenado
y narrativamente en Glosa y Lo imborrable, termina desplegándose
con una complejidad notable en La pesquisa (que parece funcionar,
por lo tanto, como el desenlace — ¿provisorio? — de lo que podría
denominarse el 'ciclo de la dictadura' en Saer). Al mismo tiempo,
esta nueva tentativa de ficcionalización va a introducir otros
sentidos e interpretaciones del período. En la intriga parisina, como
se recordará, el informe psiquiátrico da, al final del texto, una
explicación completa de las motivaciones inconscientes de los
crímenes: la clave del enigma se sitúa entonces en el pasado del
protagonista: poco antes de empezar la serie de asesinatos, Morvan
se entera de un secreto que rodeaba su nacimiento: su madre,
inmediatamente después del parto, había huido con un oficial nazi,
abandonando a su marido — un resistente comunista — y al bebe
que acababa de nacer. La pesquisa del título culmina en una
revelación con claros ecos históricos: detrás de lo inexplicable de
los crímenes se esconde una página histórica — el nazismo — y un
acontecimiento culpabilizante — la colaboración con las fuerzas de
ocupación, emblemáticamente identificada con las relaciones
amorosas entre francesas y oficiales alemanes. Son las marcas
dejadas por el paradigma de la barbarie en el siglo XX (el nazismo,
que por supuesto sugiere el mayor traumatismo para la conciencia
moral de occidente, el Holocausto), son los 'pasos al acto' sociales
los que motivan y explican la demencia personal. En el marco de la
dictadura argentina este aspecto es interesante, porque primero
introduce una perspectiva ideológica que puede interpretarse y
recorrerse (el Proceso como peripecia marginal de 'lo mismo que el
nazismo' o, como escribiría Saer, de lo "Mismo"), pero sobre todo
por el valor ejemplar del horror y la potencialidad de significación
que parece haber cobrado el nazismo en nuestro sistema de
representaciones (y, coincidencia significativa, Ricardo Piglia
también utiliza ese parangón del espanto en Respiración artificial).
De todas formas, el doble desenlace (la segunda interpretación de
los indicios y la identidad diferente del asesino que propone
Tomatis), destruye el efecto tranquilizador del desenlace;
destrucción de la puesta en orden que, en este contexto, implica

332
también una anulación de la explicación histórica del fenómeno, o
una desestabilización de la posibilidad de comprender el presente de
los hombres gracias a un pasado histórico.
La segunda línea ficcional de la novela está situada en la Zona.
Pichón, que es el hermano de un desaparecido — el Gato —, está de
regreso en la Zona y narra la historia policial a dos amigos. Pero su
estadía en la ciudad no es sólo una ocasión para cenar, conversar, y
entretener agradablemente a sus interlocutores con un cruento y
polisémico enigma policial, sino también para participar en esa
pesquisa de orden literario, la búsqueda del autor de un manuscrito
anónimo, manuscrito que es, claro está, una novela histórica. El
relato policial y la cuestión de la identidad del autor ocultan en
alguna medida lo que pareciera ser un hecho fundamental: Pichón,
que reside en París, ha regresado por primera vez después del
secuestro de su hermano para terminar trámites de una herencia (la
de su madre, recientemente fallecida). Y aunque apenas se
menciona este aspecto en la novela, asistimos con todo a un viaje en
lancha que por casualidad lo lleva — junto con su hijo y los
amigos —, a pasar frente a la casa en donde el Gato y Elisa fueron
secuestrados (o sea frente al espacio ficcional de Nadie nada
nunca), casualidad que permite al narrador agregar algunas escuetas
circunstancias en el relato del acontecimiento. Otro enigma se
plantea entonces, ya que la desaparición de personas deja abiertas
ciertas preguntas: ¿Cómo murieron el Gato y Elisa? ¿Quién los
mató?, preguntas que parecen ser el desenlace de la intriga parisina
y de la búsqueda de un autor en la Zona.
Florinda Goldberg le atribuye a este episodio el lugar central de
la novela, a partir de la idea de que esa 'casualidad' produce el
enfrentamiento con un sentido hasta entonces desplazado o
reprimido. La profusión de misterios en La pesquisa (enigmas
policiales, psíquicos, históricos, literarios), sería el reflejo de una
zona de misterio esencial: la que rodea las circunstancias de
desaparición y muerte del Gato y Elisa. Para llegar a esta
conclusión, la autora lleva a cabo un estudio que prueba la presencia
de numerosas correlaciones textuales entre los tres enigmas (y que
tienen que ver con una autoría o responsabilidad: de los crímenes,

333
de una novela, de las desapariciones), y a la vez la existencia de
connotadores que aluden a la historia argentina reciente (Goldberg
1997). La verdad de lo ocurrido se define así como una meta
anhelada pero fuera de alcance, lo que se trasluce en el doble
resultado de la pesquisa policial, en la incertidumbre final sobre el
autor del manuscrito, y más globalmente, en la acumulación de
indicios, pistas y borrados de sentido que dejan en blanco el
desenlace general del texto. Tanto el psicoanálisis como la novela
policial son así utilizados como métodos para acceder a una verdad,
pero ambos desembocan en una culpabilidad indefinida: la puesta en
duda del primer desenlace supone que la culpabilidad universal
(todos culpables, todos colaboradores); y la interpretación
psicoanalítica abre la posibilidad de que cualquiera termine
hundiéndose en las zonas de delirio que tal vez llevaron a Morvan a
cometer los crímenes. La verdad de lo ocurrido es inaccesible y la
culpabilidad es general; a pesar de los asesinatos,
descuartizamientos, violaciones pre y post mortem, y otros actos
macabros puestos minuciosamente en escena durante los crímenes,
algo sigue sin ser dicho, hay una dimensión de verdad que se
escapa. La historia no está detrás, no es legible ni narrable; la
búsqueda de culpables, la interpretación de indicios, la explicación
de los hechos, el relato de las circunstancias, son tareas aún vigentes
en las cuales la literatura (con sus potencialidades y limitaciones)
parece poder jugar un papel definido.
Pero si la historia no se encuentra en el pasado, si no está detrás,
si no es narrable, ¿dónde está situada? ¿Cómo se la representa en La
pesquisa y cuál es el sentido de esa representación? Para contestar a
estas preguntas notemos la recurrencia, en las dos diégesis de la
novela, de la contraposición de un orden aparente con un desorden
esencial. Retomemos rápidamente algunos elementos que pueden
corresponder a este esquema. En la diégesis parisina se acumulan
las referencias a una sociedad consumerista, mediatizada,
racionalista, reivindicativa y segura de sí, que como sabemos oculta
en su seno a un criminal capaz de poner en duda estos principios
tranquilizadores. Las certezas de la sociedad francesa y su buena
conciencia histórica, gracias a la explicación de la locura repentina

334
de Morvan, se oponen también a la Colaboración en particular, y
más ampliamente a la página negra que hace tan pocos años se
escribía en el corazón de Europa, el continente de la democracia y
de los derechos humanos. Y en cuanto al personaje del comisario, su
conciencia parece escindida entre un tiempo y un espacio normal,
racional, conocido, y un espacio-tiempo esencialmente diferente (el
de la ciudad de su sonambulismo), marcado por rasgos arcaicos
(formas indefinidas de inspiración onírica, obsesivas referencias
mitológicas, repeticiones cíclicas), o sea entre un mundo dominado
y un mundo primitivo que irrumpe, ocupa y destruye lo conocido.
En la diégesis argentina encontramos el mismo tipo de
confrontación entre un orden social aparentemente sereno (el de la
Argentina democrática), bajo el cual circulan resabios de la barbarie
de la dictadura. Por otro lado, la cordial y sabrosa comida que
comparten Pichón y sus amigos, reproduce los rituales criminales de
París como ya fue dicho: la amable comensalidad de los amigos
establece un puente inquietante entre la banalidad cotidiana y un
deseo destructor. Además, subrayemos que la diégesis parisina está,
en líneas generales, marcada por la oscuridad, el frío, la angustia, la
locura, y por fin el crimen, mientras que en la otra diégesis reina un
buen humor cálido (tanto en el clima como en las relaciones
humanas), o sea que la historia del serial killer se presenta, dentro
de la estructura general de la novela, como la otra cara o la otra
posibilidad de un mundo — o de un relato — armónico. Nótese que
este 'doble relato', de tonalidades opuestas, retoma inclusive la
dinámica que vincula Glosa y Lo imborrable, dos novelas asociadas
en el proyecto de Saer, y que se presentan también como una cara
diurna (la juventud, el humor y la comedia de Glosa), y otra
nocturna (la edad adulta, la depresión y la dictadura en Lo
imborrable); y también que esta división del mundo narrativo entre
un presente sereno y un pasado de espanto, a su vez recuerda las dos
'lenguas' o los dos 'relatos' que ya han sido estudiados.
Esta oposición entre apariencias y fondo oscuro, entre relato
armónico y anulación del sentido, entre presente sereno y pasado
criminal, podría ponerse en relación, no sólo con la posición
melancólica que funciona como modelo de construcción, sino

335
también con las especificidades de la represión en Argentina, es
decir con la figura de los desaparecidos y los modos en que la
conciencia (o la subjetividad) de un sujeto puede tomar (o percibir,
o soñar, como diría Bachelard) ese destino trágico. Es decir que las
particularidades de la desaparición de personas tendrían una
potencialidad imaginaria que La pesquisa utiliza y desarrolla.
Porque la imagen de los desaparecidos, tal cual está presente aún
hoy en Argentina es una imagen paradójica: es la imagen de un
borrado de cuerpos que conlleva una proyección de cuerpos
torturados, sufrientes, pero también — y en esto reside su
extrañeza — de alguna manera excesivamente presentes. Por un
lado una ausencia, por el otro una puesta en escena, con resabios de
construcción imaginaria, de actos sádicos, como si un mismo
acontecimiento histórico se desarrollase en dos realidades
ontológicamente distintas: el orden frío del espacio público
sometido a la represión, el reverso del decorado en donde los pasos
al acto y el desorden pulsional no tienen límites. Este doble aspecto
de la imagen de los desaparecidos se fue fijando en la esfera social a
través de relatos mediatizados en dos momentos decisivos: con la
divulgación de los testimonios que figuran en el informe de la
CONADEP Nunca más — retomados en un programa televisivo —,
y con las peripecias de los juicios públicos de algunos responsables
militares — a su vez transmitidos masivamente por televisión.
También hay que recordar el papel de los símbolos de una
presencia/ausencia creados por los defensores de los derechos
humanos (carteles con nombres, fotos pegadas en pañuelos blancos,
rondas repetidas de las madres y siluetas dibujadas en veredas y
paredes) y toda una producción textual (periodística, política,
paraliteraria, y ya, historiográfica) que retoma incansablemente la
yuxtaposición de un silencio aparente (el vacío de una desaparición)
con un horror apenas vislumbrado. Sin embargo, ningún testimonio
de sobrevivientes ha logrado hacer coincidir los nombres y los
cuerpos de las víctimas individuales con suposiciones o
generalizaciones sobre el tipo de torturas o asesinatos practicados;
allí están las fotos de los lugares de detención como escenarios
vacíos de una tragedia que sucedió pero que no es representada. Las

336
tumbas colectivas catalogadas NN y los hijos de desaparecidos
desperdigados en familias y filiaciones que no les corresponden, son
las únicas cicatrices tangibles de un drama histórico traumatizante.4
Se podría entonces postular que la oposición de un orden
aparente con un desorden destructor, estructurante en La pesquisa,
retoma los rasgos esenciales de la imagen de los desaparecidos, tal
cual la hemos definido (y no que los cuerpos despedazados de las
ancianas 'representan' o 'remiten' a los desaparecidos, por supuesto).
Repetida, obsesivamente, se instala, en el reverso de lo visible, una
indeterminación que es una constante de la melancolía pero que en
esta novela toma el particular sentido de una indeterminación de
origen histórico. Detrás de lo dicho, lo indecible; detrás de lo
percibido, el pozo negro de lo pulsional y de la muerte. El relato y la
representación de la realidad están marcados entonces por la misma
dimensión paradójica que caracterizaba lo que queda de los
desaparecidos (una ausencia) y lo que se imagina que se sabe sobre
ellos (la tortura y la muerte). El horror aparece como una fuerza que
roe, ocupa, interviene, reemplaza lo conocido, lo que nos lleva a
ampliar la interpretación de la oposición subrayada: como en la
conciencia de Morvan (si creemos que él fue el asesino), una fuerza
arcaica, irracional, cargada de deseo y de ansias de destrucción
emerge; se trata de algo anterior pero no terminado, algo que es
antiguo e inmediato al mismo tiempo, algo que se sitúa en un nivel
diferente del de la percepción y la conciencia diurnas. Se trata de la
tematización de un mecanismo central para la teoría psicoanalítica:
el retorno de lo reprimido, que ya aparecía en la representación de la
orgía de los colastinés. El pasado en La pesquisa es el pasado que
no pasó sino que fue desplazado del escenario visible a otros
escenarios; es la otredad extraña y familiar del inconsciente. Esa
página inenarrable es asimilada a algo que es pretérito pero que está
dentro del presente, que no se conoce porque hubo un esfuerzo
compulsivo de olvido, y que si regresa pone en duda las
coordenadas racionales que rigen el funcionamiento del universo.
La biografía de Morvan ilustra, con voluntario exceso demostrativo,
ese mecanismo.
Michel de Certeau en sus estudios sobre el discurso histórico y el

337
psicoanálisis señala que la tarea fundamental de la historiografía es
la delimitación entre un antes y un ahora (entre ellos y nosotros),
que marca períodos y decisiones de no ser más el mismo, lo que
termina produciendo un orden narrativo: la historia es un relato
inteligible. Y en comparación con el psicoanálisis, si este último
también retoma el relato como forma de organización, las
representaciones del tiempo y la memoria difieren: mientras que la
historiografía sitúa el pasado al lado del presente (y la frontera entre
ambos sería el conocimiento historiográfico en sí), el psicoanálisis,
a partir de la noción de retorno de lo reprimido, representa esa
relación entre pasado y presente como una imbricación (uno en el
lugar del otro), una repetición (uno reproduce al otro bajo otra
forma), y un equívoco (¿qué está en el lugar de qué?) (De Certeau
1984: 8-12). En esta perspectiva podemos afirmar entonces que la
representación de la historia en La pesquisa retoma la
representación del tiempo y la memoria que postula el psicoanálisis
y no la que implica una presentación de los elementos del pasado en
el orden en que habría que leerlos, según la delimitación del
discurso historiográfico entre un antes y un ahora. Esta utilización
del psicoanálisis supone una confusión de lo individual y de lo
colectivo, o una visión solipsista del universo, en donde la
conciencia del yo y el mundo se superpondrían como entidades
equivalentes (De Certeau 1987: 104-105). Aunque el fantasma de
violación y descuartizamiento del cuerpo femenino recorre la obra
saeriana y encuentra en La pesquisa su formulación explícita, el
análisis de la obra debe integrar el lugar de impacto entre una
estructura psíquica individual y el mundo (Leenhardt 1973: 117-
154). En esta óptica podemos leer en ella una interpretación de las
causas de la represión política, que a pesar de sus interrogantes
asimila psicosis individual y pasos al acto colectivos. Se sugiere
también que la imposibilidad de enunciar lo sucedido corresponde a
trabas debidas a traumatismos inconscientes. Se desencadena una
búsqueda de culpables (tanto en el título de la novela, en el
argumento en sí, como gracias a los indicios proliferantes). Se parte
de la afirmación radical de que el período histórico que circula por
detrás de la ficción 'no pasó', y que todos los espacios de horror que

338
creó siguen, de cierta manera, abiertos. O sea que en la novela
puede leerse procesos de indagación sobre la historia reciente y la
búsqueda de culpables, que ya no se sitúan en el plano lineal de lo
historiográfico, quizás porque en Argentina hubo juicios, hubo
acusados, hubo culpables oficialmente reconocidos y condenados,
sin que la cuestión de la responsabilidad se resolviese. Pero también
se puede leer intentos de verbalización del traumatismo dejado por
el carácter pulsional de las escenas de tortura: al ponerlas sobre el
tapete dentro de una lógica psíquica y no legal o histórica, la novela
cumple su función de terreno de elaboración de acontecimientos que
no han sido integrados pacíficamente en discursos tradicionales. La
novela policial en La pesquisa es por lo tanto la forma elegida para
plasmar una investigación situada en la intersección de lo
individual, lo literario y lo social.
Es notable, en este sentido, que La pesquisa haya sido el primer
éxito de ventas de la carrera de Saer, en el momento exacto en que
las desapariciones y la tortura 'retornaban' en la escena política
nacional como algo no resuelto: poco después de la publicación de
la novela, el Congreso adoptó una ley de indemnizaciones para las
víctimas de la represión y sus familiares5. Pero la imagen de los
desaparecidos retornó sobre todo a causa de los 'arrepentidos' (como
el ya célebre Scilingo), es decir esos miembros de las fuerzas
represivas que confesaban culpas y necesidades de verbalización —
más o menos sinceras, pero presentadas así —, y que tomaban la
palabra en esa época para construir relatos inéditos, muy
mediatizados y de gran intensidad porque, después de todo, ellos
son los únicos testigos vivos de lo sucedido. Significativamente, la
sociedad recibió los relatos como cierta 'novedad', como un
'descubrimiento' o como la siniestra confirmación de una 'verdad' de
la historia (cuando en plano exclusivamente informativo se trata de
repeticiones de textos anteriores, como el informe de la
CONADEP). A pesar de la masa de testimonios que había circulado
en 1984, una 'duda' perduraba en la conciencia colectiva o, si se
quiere, una forma de olvido voluntario se había progresivamente
instalado en Argentina.6
La tematización desplazada de la imagen de los desaparecidos en

339
la literatura saeriana es una manera de descifrar y asimilar las
potencialidades imaginarias de un proceso histórico, para
ficcionalizarlas luego en un orden diferente. De más está decir que
no se trata de postular una misión mesiánica de la palabra literaria
en el plano colectivo, sino su participación en la construcción de los
sentidos del pasado; y sin que dicha participación contradiga las
particularidades del discurso ficcional, por supuesto, ni suponga una
funcionalidad inmediata o comprobable mecánicamente. Es en la
asimilación múltiple de contenidos históricos y materiales
pulsionales que se define el trabajo del escritor según Saer, que lo
califica de misión ingrata ya que, "en la selva oscura de la historia,
es él quien debería avanzar a lo más hondo de la noche", y también
recuerda que, aunque ese trabajo es a menudo desalentador, "el
escritor tiene el inmenso privilegio de forjar, para todos, imágenes
que son emblema del mundo y que, si llegan a perdurar, traerán tal
vez con ellas, duradero, el sabor compartido de un lugar que es al
mismo tiempo delicia, misterio y amenaza" (Saer 1989a: 120-121).

* * * * *

La dictadura en la versión saeriana instrumentaliza así la perspectiva


histórica que rige toda escritura de sí mismo. En la visión freudiana
de la construcción ficcional, la escritura es siempre narcisista, pero
también establece un eje temporal entre un pasado que sólo cobra
sentido cuando se repite (cuando transforma el presente). En la
historicidad del fantasma encontramos el recuerdo de una
experiencia anterior que crea una situación actual en la que se
prefigura un porvenir: pasado, presente, futuro, como enhebrados
entonces en el hilo del deseo que los atraviesa (Freud 1972b,
Chiantaretto 1997: 170). Por otro lado Freud desarrolla en varios
textos hipótesis sobre el trauma colectivo como fundamento de la
temporalidad histórica, en la medida en que supone que el tiempo de
la historia es el tiempo de incubación de cierta catástrofe anterior (el
parricidio de la horda primitiva, el asesinato de Moisés). Es decir
que esta manera de aprehender la historia tiende a focalizarse en el
presente como única certeza (en armonía entonces con las

340
posiciones de Saer sobre el tema). Slavoj Zizek afirma que en la
rememoración de antiguos traumas, lo importante no es llegar a la
verdad factual de algún acontecimiento olvidado desde hace tiempo,
sino que en el retorno a ese episodio lo que cuenta es un "recuerdo
del pasado", es decir la manera en que el recuerdo actúa en el sujeto
que habla (Zizek 1993: 13). Y el mismo autor agrega que el carácter
ficticio, la deformación de lo sucedido son entonces más ciertos o
más trascendentes que cualquier verdad, en la medida en que el
psicoanálisis postula que la realidad está 'puesta' por el sujeto (de la
misma manera en que la concebían los idealistas alemanes), y que
por lo tanto es la construcción subjetiva de la realidad lo que puede
atribuirle un sentido y no características inherentes a ella y en todo
caso autónomas del yo. Por lo tanto, si en la máscara hay más
verdad que en lo que ésta oculta (porque la máscara determina la
posición del sujeto en una red simbólica), es en la ficción histórica
en donde puede interrogarse el sentido de un acontecimiento (por
ejemplo la tortura o la desaparición de personas) para intentar
incluirlo en una red simbólica que lo vuelva descifrable (ibidem: 15
y 39).
Y no sólo interrogar el sentido de un acontecimiento sino
también formular las ineludibles preguntas sobre la identidad que le
plantea al sujeto la transformación de la historia en barbarie. Paul
Ricœur supone que la unión de la historia y de la ficción (el relato)
puede resolver precisamente los dilemas de la identidad,
atribuyéndole al sujeto una 'identidad narrativa' entendida como un
'sí mismo' (ipse) que se definiría en la estructural temporal. Al
dilema del Mismo y del Otro, al dilema del sentido, lo resolvería
entonces una identidad dinámica que proviene de la composición
poética de un texto narrativo. Ahora bien, esta 'identidad narrativa'
se aplica tanto a la comunidad como al individuo, en la medida en
que ambos se constituyen gracias a relatos convertidos en historia
efectiva. Para fundamentar estas hipótesis Ricœur desarrolla en
paralelo dos ejemplos, el del trabajo de elaboración
(Durcharbeitung) definido por Freud y el del Israel bíblico. En
ambos, la construcción progresiva de un relato instaura al sujeto
como tal. La comunidad judía encuentra su identidad en la

341
recepción de los textos que ella misma produjo; y el paciente
substituye con una historia coherente y aceptable esos fragmentos
de historias ininteligibles e insoportables que surgen durante el
tratamiento: la historia de una vida se construye con una serie de
rectificaciones aplicadas a relatos previos, al igual que la historia de
un pueblo, de una colectividad, de una institución, procede de una
serie de correcciones introducidas por cada nuevo historiador
(Ricœur 1991: 439-446). El resultado es semejante: un sujeto se
reconoce en la historia que se cuenta sobre sí mismo, en cierto
momento, en algún presente que está destinado a transformarse, a
ser puesto en duda, a ser narrado de otra manera, en otro orden y,
quizás, por otro sujeto. La incertidumbre, la dimensión fantasmática
atribuida a lo colectivo, la desorientación que confunde lo
individual y lo social, aunque no permiten llegar a conclusiones
claras en un plano lógico, no impiden que la dictadura narrada por
Saer pueda cumplir, con su mecanismo en sí de verbalización
intermitente y progresiva, una función de ese orden.
Las problemáticas planteadas por el párrafo precedente superan
ampliamente los objetivos y las herramientas conceptuales de este
trabajo, ya que el recorrido monotemático de la melancolía nos lleva
a plantear grandes temas de reflexión filosófico-política en la
segunda mitad del siglo XX. Prolongar estas ideas implicaría
comenzar, en una circularidad de corte saeriano, otro trabajo. Me
limitaré, lacónicamente, a constatar que la representación de la
historia en la obra de Saer parece marcada por una percepción del
sujeto y de la temporalidad similar a las que acabo de resumir. El
escritor afirma, de todos modos, el isomorfismo entre un sujeto
escindido, determinado por pulsiones, y el devenir colectivo:

Sería absurdo creer que el material pulsional que origina, entretejiéndose


en ella, la escritura, es de índole ahistórica, porque la historia misma es
una especie de comunidad pulsional o que aspira a serlo, estrangulada por
el peso de instituciones sociales que son el producto de abstracciones
totalizantes (Saer 1989a: 108).

Esta "comunidad pulsional" explica la desorientación y los miedos


inexpresables de Nadie nada nunca, las muertes y los actos

342
violentos sufridos por los personajes de Glosa, los traumatismos
psíquicos producidos por la dictadura en Lo imborrable, el olvido
maléfico y las amenazas de un retorno de lo reprimido en La
pesquisa. Sea como fuere, el esquema de base, el de una adhesión a
fuerzas primarias, el de un apego melancólico que ocultaría en sus
quejas y silencios una virulencia destructora, se encuentra por lo
tanto ampliado a la escena colectiva y proporciona a la vez una
versión y una interpretación de la dictadura. Porque si la emergencia
de las 'aguas negras' lleva a la depresión, a la afasia, a la pérdida de
puntos de referencia y a veces al crimen, el mismo proceso en la
órbita social produce, en la óptica saeriana, fenómenos
comparables7. La dictadura sería el paso al acto, el retorno de lo no
dicho, de lo reprimido, y vector de una impresión recurrente de falta
de sentido.
La insistencia con la que se retoman hecatombes originarias
(orgía antropófaga y masacre de los colastinés en El entenado, peste
en La ocasión, inundación e incendio en Las nubes), no es sólo la
figura de un nacimiento traumatizante, sino también una modalidad
de búsqueda imaginaria de causas de un traumatismo histórico. La
tensión de esa búsqueda consiste en el hecho de que se trata de un
intento de volver lógico (en la perspectiva de causalidad) lo que, sin
embargo, el propio texto presenta como definitivamente alógico. El
mito regresivo de nacimiento de la palabra y la escritura no funciona
sólo como la dramatización de una creación frenada por la
melancolía, sino también como una metáfora para rendir cuenta de
una percepción espantada — y totalmente justificada — de una
locura real: la de lo histórico. Si varias veces se pudo constatar que
la esterilidad melancólica es paradójica, ya que se exhibe en un
movimiento que la supera (el relato, la expresión, la integración de
lo simbólico terminan realizándose), la irrupción de una hecatombe
colectiva en la obra es la oportunidad, no sólo de dejar atrás la
impotencia comunicativa, sino también de proponer al cuerpo social
una elaboración ficcional de una página de su pasado.
Porque aunque limitada, incierta y proliferante, la representación
propuesta corresponde al carácter marcadamente traumatizante del
período evocado. En el intento de reconstruir la verdad de los

343
hechos, de transmitir la dimensión metafórica de los hechos, y de
verbalizar lo fantasmático de los hechos, habría un trabajo de
elaboración del pasado inmediato (elaboración en el sentido
psicoanalítico del término), una asimilación y una pacificación de
las huellas negativas y angustiantes de la historia percibida como un
paso al acto. Distorsiones del relato, heterogeneidad de materiales,
mezcla de referencialidad y de desplazamientos, confusión de
planos: se cuenta una historia cifrada, en la que se expresa un
sufrimiento frente a un sistema de referencias. En la propuesta
saeriana lo indecible no es el horror histórico en sí, sino la
subversión de órdenes y valores que ese horror impone al sujeto. La
sociedad se define según el modelo psíquico de la dualidad
escindida; la historia se divide entonces entre un escenario
conocido, diurno, descifrable, objeto de pesquisas y conflictos de
ideas, y otro escenario, en donde las sombras miman peripecias
fantasmáticas que funcionan como reveladores, enigmáticos pero
poderosos, de lo que está en juego en la escena visible. La doble
lectura posible, los dos niveles constantemente evocados en la
representación de la historia (pulsiones, fantasmas, imaginario por
un lado; acontecimientos, ideologías, cronologías por el otro),
significan acentuadamente esta dimensión. Encontramos en todo
caso una constante en esta percepción de la historia por la literatura,
constante que la obra de Saer comparte con importantes sectores de
la representación cultural de este fin de siglo: no hay — ya no
hay — una verdad histórica ajena al sujeto que podría funcionar
como reguladora de la vida social. El pasado en tanto que referente,
afirma Jameson, ha desaparecido: las novelas ya no representan el
pasado, sino representan ideas e imágenes acerca del pasado, lo que
implica una ruptura en la cadena simbólica, puesto que ni el sujeto
ni la sociedad asumen su propia historia, perdidos frente a
momentos de presente yuxtapuestos, desvinculados, discontinuos y
fragmentarios (Chiantaretto 1997: 136). La historia no es más un
discurso organizador y explicativo, no es más ese gran Otro que
sirve de límite, de punto de referencia para los individuos. Lo
indecible y las múltiples distorsiones del sentido en la
representación de lo histórico significan quizás ese conflicto: el

344
sufrimiento y la desorientación frente a un derrumbe lógico, la
necesidad de expresar una pérdida que no es sólo imaginaria o
histórica, sino también simbólica. La historia no es sólo enigma,
sino también fantasía de espanto; es ese "murmullo enfermizo de la
historia" en la expresión de Piglia (Piglia 1996: 205), es esa
"pesadilla de la que quiero despertarme" en la frase de Joyce a
menudo citada.
Ignorando sin miramientos los condicionamientos ideológicos y
las expectativas que pesan en la creación, Saer se atreve a proponer
una imagen ultraliteraria y exacerbadamente subjetiva de la
dictadura. De hecho, él establece así un intercambio íntimo con el
receptor, sin imponer interpretaciones cerradas sino sensaciones
confusas pero intensas, que serían la única verdad. El sentido de los
libros (el sentido de la historia) está delante y no detrás, el sentido
está en nosotros; inestable — como las epifanías del instante —, la
inminencia del sentido se despliega en el momento de la lectura (o
de las lecturas), con la mínima pero trascendente certeza de delicias,
misterios y amenazas compartidos.

Notas

1. Martín Kohan ha llevado a cabo una lectura en paralelo de la novela y de


¿Quién mató a Rosendo? de Rodolfo Walsh, a partir de la hipótesis de que
ambos libros "discuten la política" ya que ambos introducen un mismo
elemento: la figura de un sindicalista culpable de un asesinato (Fiore y
Vandor, respectivamente) (Kohan 1993).
2. Un indicio permitiría fechar la acción del relato y darle un marco histórico
definido: en 1966, es decir el año del golpe de Onganía, se produjo una
inundación excepcional en Santa Fe.
3. Y esto corresponde, por supuesto, a las preocupaciones éticas manifestadas a
menudo por Saer; en particular sobre la necesidad de volver al traumatismo de
la dictadura gracias a discursos organizados, a la justicia, a una puesta en
orden moral (Saer 1991: 159-204).
4. Al recordar todo esto no se trata de poner de relieve las dificultades, tan
conocidas, para llevar a cabo un trabajo de duelo en tales condiciones, sino de
subrayar un fenómeno más amplio: la desorientación provocada por todo lo
que atañe a los desaparecidos, y la carga imaginaria que conlleva la evocación
de sus condiciones de detención y muerte, elementos que, como lo afirmaba

345
Bruno Bettelheim hablando de las cámaras de gas y de la bomba de
Hiroshima, son los desencadenantes de una 'angustia de muerte' aniquiladora,
que se justifica históricamente, pero similar a las obsesiones de la melancolía
(Bettelheim 1979: 21).
5. La primera edición de la novela — rápidamente agotada — aparece en
noviembre 1994. La ley n° 24.321 sobre la desaparición forzada de personas,
que define esa noción como una figura jurídica, es sancionada el 11 de mayo
de 1994, mientras que la ley n° 24.411, que fija los montos y los requisitos
para las indemnizaciones, es sancionada el 7 de diciembre del mismo año.
6. Las diferentes ediciones y tiradas del informe de la CONADEP son
analizables en esta perspectiva: entre noviembre de 1984 y noviembre de
1985, o sea en un año, hubo once ediciones y 215.000 ejemplares impresos;
entre mayo de 1986 y abril de 1992 — casi seis años —, hay seis ediciones
(tres en 1986) y 27.000 ejemplares, o sea que después de una divulgación
masiva hay un freno progresivo; pero entre mayo de 1994 y mayo de 1995,
asistimos a una nueva aceleración de la circulación editorial del libro: tres
ediciones y 14.000 ejemplares en un año. Por otro lado, recuérdese que entre
1984 y 1994 se promulgan varias leyes y decretos que, aunque reconocen la
culpabilidad de los militares, banalizan su trascendencia histórica y fomentan
un borrado de los interrogante sobre el pasado: ley de Obediencia debida, ley
de Punto final, amnistía a los generales condenados.
7. Léase otra cita significativa si se la lee 'desconfiadamente': "...todo gobierno,
si tiene veleidades totalizantes, en la medida en que pretende modelar el
mundo hasta hacerlo coincidir, por la fuerza, con la horma fantasmática, es
una forma de locura" (Saer 1989a: 115).

346
8
La metafísica de la modernidad (conclusiones II)

Paris change! mais rien dans ma mélancolie


N’a bougé! palais neufs, échafaudages, blocs,
Vieux faubourgs, tout pour moi devient allégorie,
Et mes chers souvenirs sont plus lourds que des rocs.
Charles Baudelaire

Si le monde signifie quelque chose, c’est qu’il ne


signifie rien.
Roland Barthes

A partir de la omnipresencia de la muerte este trabajo fue


despejando una doble oposición que, en última instancia, termina
remitiendo a fenómenos similares: la primera es la oposición entre
un universo paterno debilitado, excluido, explorado, y un universo
materno deseado, arcaico, amenazante. La segunda opone un orden
determinado (el del relato organizado, la lengua estructurada, el
sentido expresado) y un caos latente (el de lo indicible, la
multiplicidad, la circularidad del relato anulado). Esta dinámica,
esta constante tensión, puede leerse entonces como la concretización
de una secuencia originaria — y de alguna manera narrativa: la del
desapego de la madre, la del borrado o supresión del padre, la de
una búsqueda de su figura (su entronización expiatoria), así como la
expresión continua de una nostalgia primordial que oculta la
virulencia de las pulsiones de posesión violenta y de muerte. Esto es
lo que se repite en las obras de Saer, si partimos de la coherencia
imaginaria de la obra. Pero en la perspectiva autorreferencial y
autotemática de su escritura, se puede leer también ciertos episodios
de ese relato que concierne los primeros pasos del hombre
consciente (la relación con el deseo, la identidad, la diferencia; las
angustias primarias, una separación dolorosa, el aprendizaje de la
palabra; la existencia vista en tanto que duelo ininterrumpido, pero
también la amenaza de un retorno de lo reprimido), como una
ficcionalización recurrente del acto de creación, que es el objeto de

342
preocupación por excelencia de Saer y de la literatura
contemporánea. Esta ficción toma la forma mítica de un regreso a
los orígenes del yo y de la conciencia: bajo la mirada lúcida de un
hombre culto de fines del siglo XX, a la escritura se la representa
como un nuevo recorrido por ciertas etapas primitivas,
determinantes en la afirmación del sujeto consciente y hablante.
Porque el misterio de la creación no parece comprensible gracias a
la razón: la profusión de discursos relativistas en el seno de la crítica
contemporánea tiende a reafirmar las imposibles certezas al
respecto. Todas las hipótesis estrictas sobre el tema que son
formulables incluyen un escepticismo clarividente pero negativo;
para referirse a la literatura, como otrora para significar lo sagrado,
es necesario utilizar relatos ejemplares, es decir puestas en escena
de procesos que se desarrollan en el tiempo y en el espacio. El
nacimiento del lenguaje y los conflictos edípicos son una metáfora
continuada de la creación, metáfora que atraviesa la obra como un
medio, pragmático y poético, de resolver efímeramente la
desorientación intelectual ante la escritura.
Los diferentes componentes de los textos giran alrededor de una
fragmentación melancólica: dispersión de la identidad, proliferación
del relato, inestabilidad del lenguaje, superposición de referencias
intertextuales, interpretaciones múltiples y contradictorias. En
varios niveles distintos se identifican esos relatos primitivos, esa
otra lengua, que frenarían la existencia de la obra. Al mismo tiempo,
la construcción revela una explícita intención formalizadora; se
integra en la explicación del mundo el rigor lógico de las ciencias
exactas, se incorpora un saber y una tradición rigurosos: frente a la
fragmentación se define entonces la búsqueda de una forma,
concepto vago que sería interpretable como un 'marco', una
estructura presente en la génesis de los textos, una coartada que a la
vez niega, oculta, compensa y sobre todo permite la expansión de
las 'pulsiones'. La forma lleva a la obra, que es la “posibilidad
convertida en poder”, el punto de pasaje de lo “supremo
indeterminado” a lo “extremo determinado” para decirlo con
palabras de Maurice Blanchot (Blanchot 1988: 107). Porque rendir
cuenta del proceso de anulación y recuperación de la figura paterna

343
implica también una inscripción en lo simbólico: las paradojas de
una escritura autorreferencial y autotemática, que se percibe a sí
misma como imposible, que esquiva esa imposibilidad gracias a la
ficcionalización de su propio surgimiento, es una escritura que
problematiza su relación con el código, con lo preestablecido, con
los imperativos heredados. Ese mito de nacimiento corresponde a
episodios, peripecias, pero también a procesos mucho más
abstractos, en los cuales la forma contiene, refrena, se opone y da
lugar a un 'fondo' (un fondo negro, pastoso, oscuramente arcaico).
Por lo tanto, también podemos aprehender el anhelo regresivo y la
tensión entre orden y caos, entre razón y pulsión, entre figura
paterna y reino de las Madres, como un principio generador de los
relatos; ese conflicto y esa metáfora no son sólo una representación
sino también los materiales con los cuales se construyen los textos.
Porque siempre sería posible inscribirlos en un funcionamiento
dialéctico entre indeterminación e determinación, caos y razón,
'fiebre' y 'geometría', y probar que los relatos funcionan a partir de
una amplificación de ese tipo de oposiciones — introducidas en las
primeras páginas —, y también que esas oposiciones determinan las
bifurcaciones, las digresiones, el estilo, y para decirlo en pocas
palabras, la estructura. Así es como Saturno anula el tiempo, la
impotencia se transforma en fuerza expresiva, el sentido aparece en
el primer plano (aunque se eclipse en la página siguiente): la ficción
puede crearse, la literatura va a seguir escribiéndose. No sólo se
evita el obstáculo, aparentemente infranqueable, sino que se lo
convierte en el cimiento sobre el que se construye la obra que hasta
entonces ese mismo obstáculo impedía existir.
En esta perspectiva sería útil comentar los principios estéticos y
los discursos metaliterarios de Saer, ya que, en última instancia, la
teoría es también un reflejo de afectos, en la medida en que éstos
condicionan toda elección consciente (Doubrovsky 1988: 8). Las
afirmaciones del escritor sobre la novela, el realismo y la ilusión
referencial, o sobre las novelas históricas, muestran, primero, una
incorporación del pensamiento crítico en la ficción. En el contexto
cultural de producción de la obra, se trataría de otro ejemplo del
diálogo posible entre teoría y creación (diálogo que es

344
particularmente fértil en Argentina). Sin embargo, algunas
posiciones se integran armoniosamente en la perspectiva
interpretativa del presente trabajo. No hay, stricto sensu, una
reflexión sobre la creación en la obra de Saer; se trata más bien de
una praxis paradójica, bajo la forma de una representación de la
creación en tanto que acto existencial mayor, que compromete en su
movimiento a los orígenes, el inconsciente y el destino colectivo de
los hombres. El rechazo del realismo se explica también por la
imposibilidad, constitutiva de la melancolía, de confiar en la
inteligibilidad del mundo: cierta posición imaginaria ante la materia
precede la exposición de la dimensión arbitraria del código literario.
Los ensayos y las ficciones de Saer repiten sin tregua que el relato
no es más que una convención artificial, pero la posición afectiva
subyacente transmite al mismo tiempo una queja que concierne la
irrealidad del mundo. La puesta en duda constante del relato realista
y de sus ilusiones, identificable en las opciones formales estudiadas
pero también característica de los textos ensayísticos del escritor,
aparece a la par de una 'desrealización depresiva': puesto que el
mundo ha perdido, en una dinámica melancólica, su densidad o
capacidad de afirmarse como real, el relato va a ser arrastrado por la
misma incertidumbre, el pesimismo y la duda (Starobinski 1963:
26). Asimismo, la imposibilidad de obtener una imagen fiel de la
historia gracias a la literatura, en todo momento explícita en los
textos, parte de una constatación objetiva sobre el carácter
convencional de las novelas denominadas históricas. Pero la
escritura de El entenado o la de “El intérprete” son ambiguas:
adentro y afuera, exposición de una incredulidad e intentos, a pesar
de todo, de conseguir una reconstrucción del pasado que, al fin de
cuentas, se desea. Son relatos que se sitúan constantemente en la
frontera con lo inverosímil, sin aceptar el objetivo de una
transmisión del pasado gracias a la literatura, pero sin tampoco
renunciar a ese objetivo quimérico: la íntima superposición de
pulsiones y de historia es en este sentido significativa. Ahora bien,
esa negación lúcida es simétrica a las afirmaciones y metáforas
recurrentes sobre la imposibilidad de conocer cualquier pasado, de
integrar satisfactoriamente cualquier acontecimiento terminado,

345
aunque sea mínimo, en un texto literario. El rechazo de la novela
histórica es la prueba de un pesimismo melancólico; no hay más que
un presente ominoso porque el pasado, que pasa para siempre, es
inasible.
Y en lo que concierne la novela en sí misma, la repetida puesta
en duda del género y las abundantes reflexiones de Saer sobre el
tema postulan la anemia de un género identificado con el siglo XIX,
sus creencias, una clase social dominante, cierta visión del mundo.
En esta perspectiva la novela ya no existe. Pero a partir de
postulados similares, otros escritores han llevado a cabo
desmantelamientos de todo tipo que niegan en su desarrollo textual
la forma novelesca. Saer no: también en este sentido él escribe en
una frontera, afirmando la imposibilidad sin alejarse demasiado de
esas tierras abandonadas, siempre contempladas con nostalgia; crea
a partir de una renovación y un cuestionamiento permanente de las
formas sin provocar una fractura frontal. Y así es como encontramos
en su producción, con todas las restricciones previsibles, una novela
histórica, una novela de iniciación, una novela policial, una novela
psicológica..., que todas pretenden ser repeticiones lúcidas, irónicas,
deformadas, de un objeto improbable. La pérdida no ha sido
integrada como tal, sino que se define en tanto que dinámica: cada
novela pone en escena la pérdida de la novela, la nostalgia por la
novela perdida, la imposibilidad absoluta y sin embargo superada de
escribir todavía novelas. La fascinación de Saer por Faulkner y su
universo son interpretables en este sentido; es una obra que cambió
las coordenadas de un género (como la de Joyce, otra referencia),
pero que lo hizo logrando una representación densa de lo que era,
hasta entonces, el contenido de la novela tradicional (historia,
pulsiones, destinos). Renovación, entonces, para no perder. La obra
de Saer retoma (es una constatación más que paradójica si la
efectuamos a partir de El limonero real, “La mayor” o Nadie nada
nunca), la fuerza evocadora, el pacto afectivo y la visión
universalizante, del género novela en sus versiones más eficaces. El
proceso de afirmación negada y de resurrección problemática de la
novela se asemeja a lo que sucede en La pesquisa: después de la
muerte del autor (Washington), que escribía poco y parecía sobre

346
todo marcado por una ironía inteligente pero paralizante, se
encuentra un manuscrito entre sus papeles (es su herencia), un
manuscrito cuya responsabilidad no puede — no debe —
atribuírsele; un manuscrito, por otro lado, que no es sino una novela
histórica que trata de la sempiterna problemática saeriana: la
aprehensión eventual del tiempo y del acontecimiento. La novela es
un verdadero 'cuerpo del delito', expulsado fuera de las
responsabilidades colectivas, como el criminal en la diégesis
parisina; es un objeto extranjero, improbable, inconcebible. Pero
existe; a pesar de todas las evidencias, contra toda verosimilitud, la
novela ha sido escrita. La obra de Saer, marcada por los frenos y
triunfos de una creación melancólica, parece definirse en ese
surgimiento tan anhelado como incierto.

* * * * *

En el largo recorrido textual por la obra de Saer ha ido emergiendo


con distintas particularidades la cuestión del sentido. El sentido
trascendente y fuera de alcance, el sentido como objetivo y
problemática, el sentido como proceso y efecto paradójico de relatos
dubitativos. En este plano, por lo menos, no hay conclusiones
posibles, no hay cierre ni formalización susceptibles de figurar en
las últimas páginas del presente trabajo. Se trata de una literatura de
carencia, o de una construcción que intenta paliar y reemplazar la
carencia (en un principio afectiva e íntima, pero más ampliamente,
de carácter ético e ideológico). No sería descabellado sugerir que la
obra de Saer es reductible al desarrollo multifacético y
circunstanciado de una aporía del sentido. De ese sentido afirmado
y borrado en posiciones dialécticas, o digamos dinámicas, que se
suceden y oponen. El conflicto ante un sentido inasible (un sentido
que en sí mismo no podría definirse unívocamente, más allá de todo
contenido circunstancial) tiene un sistema causal de justificación,
que es la percepción melancólica del mundo y del sujeto, percepción
tanto imaginaria, afectiva, pulsional como metafísica. Pero la
problemática del sentido también se inscribe en un contexto cultural
conocido, el de la crisis de la representación en el siglo XX, crisis

347
de representación que Saer encara sin ninguna frivolidad, porque el
objetivo no es el de exponer lo inoperante de un género o de un
modo narrativo, sino ir más allá: “No se trata de celebrar la muerte
de la novela y la desaparición del personaje, sino de trabajar en ese
suelo estético inseguro” (Sarlo 1993). Ambos aspectos (melancolía
y crisis — o modalidades — de representación), han ido
constituyendo el eje del estudio propuesto; es decir la trayectoria
que une las 'pasiones' al relato, la 'fiebre' a la 'geometría', lo
subjetivo y secreto al objeto de comunicación estética e imaginaria.
Freud suponía, en ese artículo fundador que es “El poeta y los
sueños diurnos” que la clave de toda ars poetica residía en los
mecanismos de exhibición y ocultación del deseo que originaba la
obra, fenómeno central a la que se le agrega el beneficio de un
placer formal e intelectual: el placer estético. Sin mitificar los
alcances de la interpretación, sin pretender substituir el texto por un
sentido velado pero ordenador — el sentido revelado —, el estudio
propuesto se ha concentrado en esa paradójica 'exhibición
ocultadora' u 'ocultación exhibidora' que parece constituir la clave
de la creación saeriana. En última instancia, el resultado de esta
lectura interpretativa de la obra de Saer es una comprensión
(seguramente más metafórica que efectiva) de los pasos de
emergencia, definición, posibilidad y realización de todo texto
literario.
Pero la aporía del sentido, en su doble perspectiva afectiva y
literaria, plantea interrogantes que superan el marco propuesto aquí.
Por un lado, a la posibilidad de narrar se la inscribe en una esfera
trascendente que no es ajena a una problematización del
conocimiento (relación entre tiempo y relato o entre palabra y
referente). Por otro lado, la interpretación de raigambre
psicoanalítica integra hipótesis fuertes sobre la constitución del
sujeto, sobre los vínculos entre razón y pulsión, sobre las
representaciones y acciones del tiempo (del pasado en el presente,
por ejemplo). Es decir que la posición melancólica, la recuperación
ficcional del mito de Edipo, la exacerbación fértil de la esterilidad
narrativa contemporánea, incorporan dos nuevos elementos que
podrían haber sido a su vez los ejes de una lectura de la obra de

348
Saer. Me refiero a la filosofía y a la modernidad (Fabry s.f.). Sin
llevar a cabo afirmaciones tajantes en un terreno que sólo he
recorrido superficialmente, me parece útil, a esta altura del libro,
abrir perspectivas en estas dos direcciones, para relativizar la
insistencia algo monotemática en la función y alcance de la
melancolía individual que puede leerse en las páginas precedentes.
El psicoanálisis modela ciertos aspectos de la metafísica
saeriana. En la obra, la percepción recurrente del sujeto como un ser
escindido (en donde se juegan permanentemente conflictos entre la
conciencia, la voluntad, la inteligencia y un fondo pulsional), no es
una pura representación de experiencias, sino también el desarrollo
de una hipótesis sobre el ser y la razón que se origina en el
pensamiento freudiano. Asimismo, la percepción de un tiempo
focalizado en el presente pero determinado, poblado, obsesionado
por el pasado, por un pasado que es incognocible pero inmediato,
siempre dispuesto a resurgir y transformar el 'aquí y ahora',
constituye también un desplazamiento de una esfera de saber precisa
a la reactualización de la principal dificultad de toda metafísica (la
aprehensión del tiempo). Por último, la definición de la verdad, de
la creencia, del sentido, que se deduce de este sistema conceptual y
esta definición del sujeto, también constituye un esbozo de
respuesta sobre las posibilidades (o imposibilidades) del
conocimiento del objeto, del sujeto y del mundo. De todos modos,
el psicoanálisis, así como ha sido leído desde la literatura (el
principio narrativo, el mito, la función del Yo en el siglo XIX),
también lo ha sido desde la historia (De Certeau) o la filosofía
(Ricœur). Y aunque el psicoanálisis pueda inscribirse en la
perspectiva de una preocupación metafísica, es indispensable
reconocer también la presencia de lecturas, principios e ideas que
provienen de diferentes sistemas filosóficos conocidos. Merleau-
Ponty supone que la obra de todo gran novelista está sustentada por
dos o tres ideas filosóficas (sin relación necesaria con un proyecto,
como sucedió con Sartre); el ejemplo más conocido es, por supuesto
Proust, con la presencia del pasado en el presente y la vigencia del
tiempo perdido (ideas que dialogan conflictivamente con los
postulados de Bergson), pero Merleau-Ponty menciona también el

349
Yo y la Libertad en Stendhal o el misterio de la historia como
aparición de un sentido en la casualidad de los acontecimientos en
Balzac. Siguiendo el modelo de lectura utilizado en el capítulo
“Tradición, saber, reescrituras” hubiese sido posible recorrer la
producción saeriana a partir, por ejemplo, de Kierkegaard, o de las
elucubraciones idealistas de raigambre platónica que en algunas
articulaciones de la obra llevan a definir a la realidad como el
resultado de la denominación por un sujeto (piénsese, por ejemplo,
en la visión del mundo de los colastinés). El agudo autotematismo
saeriano encuentra entonces en un mundo definido en tanto que
emergencia solipsista de una conciencia, la imagen filosófica de la
creación.
Pero creo que la referencia central proviene de otra corriente de
pensamiento, otra corriente que permitiría integrar las obsesiones
materiales, la focalización en la percepción, la trascendencia del
instante, en una perspectiva algo diferente a la melancólica. A esta
altura del libro se imponía mencionar a Maurice Merleau-Ponty,
aunque más no sea lateralmente, porque la fenomenología en
general y el pensamiento del filósofo francés sobre la percepción y
el conocimiento no son quizás ajenos a la dimensión metafísica de
una obra atravesada por lecturas de ese orden. Merleau-Ponty
postula que la fenomenología cambia la percepción de la filosofía
en la literatura, ya que no se trata de explicar el mundo o descubrir
en él las “condiciones de posibilidad” (como era la intención de la
metafísica clásica) sino formular una experiencia del mundo, un
contacto con el mundo que precede cualquier pensamiento sobre el
mundo. Es decir que la metafísica, así definida, ya no resulta ser una
construcción conceptual que intentaría reducir las paradojas, sino
que correspondería a la experiencia de cada uno en todas las
situaciones de la historia personal y colectiva. Por otro lado, la
percepción sería definible como una vía acceso a la verdad, ya que
no hay “hombre interior”: el hombre “es” en el mundo, en el mundo
se conoce a sí mismo. Todo lo que el hombre sabe, aun lo que sabe
gracias a la ciencia, lo sabe a partir de su propia percepción o de una
experiencia del mundo sin la cual los símbolos de la ciencia
carecerían de sentido, ya que la experiencia de la propia conciencia

350
es lo que permite medir las significaciones del lenguaje. Estas
afirmaciones (subyacentes en la corriente fenomenológica de la
literatura occidental de posguerra), leídas desde Saer producen un
efecto de resonancia; por ejemplo cuando Merleau-Ponty introduce
el término, tan saeriano, de contingencia, en tanto que elemento
central de la posición filosófica del hombre: la contingencia de todo
lo que existe y de todo lo que vale no es, según él, una pequeña
verdad a la que habría que atribuirle, mal o bien, un lugar en algún
rincón del sistema, sino que es la condición de la percepción
metafísica del mundo. Por otro lado, la función de la experiencia
introduce la dimensión subjetiva en el pensamiento científico y
filosófico: hay metafísica a partir del momento en el que, dejando
de vivir la evidencia del objeto — objeto sensorial u objeto de
ciencia —, percibimos indisolublemente la subjetividad radical de
toda nuestra experiencia así como su valor de verdad. La literatura
de Saer está fundamentada en una concepción de la experiencia y de
la subjetividad (sobre todo de la experiencia sensible y de la
subjetividad pulsional), que pretende, con la incorporación radical
del sujeto en el mundo, convertirse, también, en literatura
metafísica. La desorientación, la carga afectiva, la dispersión de la
verdad, son a su vez los efectos materiales de una definición
existencial del proyecto narrativo. Porque, y también esto lo afirma
Merleau-Ponty, en la perspectiva fenomenológica, la tarea de la
literatura y la de la filosofía no son disociables. Cuando se trata de
darle la palabra a la experiencia del mundo y mostrar cómo la
conciencia se escapa en el mundo, tampoco es posible satisfacerse
con una supuesta transparencia impecable de la expresión. La
expresión filosófica integrará las mismas ambigüedades que la
expresión literaria y la literatura será plenamente metafísica aún
cuando no utilice un solo término del vocabulario filosófico. Estas
afirmaciones son interesantes en la medida en que Saer asume la
dimensión interrogativa y trascendente de la palabra literaria, así
como su función de vía eventual de conocimiento (la literatura es
esa “antropología especulativa”, expresión tan a menudo citada): la
literatura como opción fugaz de conocimiento se explica e inscribe
en la perspectiva metafísica. Pero lo dicho también permite integrar

351
en una esfera especulativa (la de una 'metafísica de la historia'), las
modalidades particulares de representación de la experiencia
colectiva en el corpus. La simetría entre el funcionamiento social y
el funcionamiento pulsional (que sustenta la visión de la dictadura
en la obra de Saer), aunque enigmática en última instancia, es
significativa — tiene 'sentido' — y pareciera corresponder a las
modalidades del conocimiento social en la perspectiva de Merleau-
Ponty, cuando éste afirma que no pasamos a lo universal dejando de
lado nuestra particularidad, sino haciendo de ella un medio para
alcanzar a los demás, según esa “misteriosa afinidad” que explica
que la situaciones se comprendan entre ellas (Merleau-Ponty
1996).1
La expresión de Merleau-Ponty “misteriosa afinidad” no
resuelve, con todo, algunos enigmas planteados por el corpus. Me
refiero en particular a la espectacular coincidencia entre una
evolución pulsional (de enunciación progresiva de un fantasma) y
procesos sociales. Los crímenes de La pesquisa son el desenlace
imaginario de un largo itinerario de representación trabada y
progresiva: desde el conflicto edípico y el crimen en Cicatrices
hasta el misterio cósmico del cuerpo materno en La ocasión y Lo
imborrable, pasando por los asesinatos de caballos y la sexualidad
destructora en Nadie nada nunca y por la orgía metafísica de El
entenado, toda la obra puede leerse como un intento de
verbalización de algo estrictamente íntimo, de una imagen
exclusivamente individual. Pero esa verbalización 'coincide', en
1994 en Argentina, con una problemática colectiva de
representación, represión y retorno traumatizante de la historia
reciente. El fantasma saeriano es legible (es incluso ultralegible)
gracias a una especie de percepción imaginaria de la vida social que,
en algún punto y con mecanismos por definir, se vuelve íntima (o lo
íntimo adquiere, en su proceso de desplazamiento y ocultación,
resonancias sociales). La coincidencia entre lo fantasmático-afectivo
y lo ideológico-histórico, sigue siendo, en todo caso para mí y
quizás por influencia del descreimiento saeriano, un enigma. Es
decir que más allá de la constatación de una presencia simultánea
(constatación de por sí trabajosa), el secreto del mecanismo persiste

352
— y al mismo tiempo es trascendente: allí es donde la fantasía se
convierte en objeto de comunicación colectiva. 'Algo' sucede
(retomando el artículo citado de Freud) durante el paso de la
fantasía despierta a la obra, algo que integra el producto en esferas
conceptuales preestablecidas y que al mismo tiempo las transforma
e interpreta. En el pensamiento crítico el problema se resuelve, en
regla general, ignorando el origen pulsional de la literatura, negando
su dimensión fantasmática, situándose del lado de los sistemas y de
las ideas (o reduciendo, en las lecturas psicoanalíticas, la obra a una
representación del único sujeto creador). Y aun los más lúcidos
críticos actuales, que utilizan conceptos y valores de raigambre
freudiana o lacaniana, o los psicoanalíticas que tratan cuestiones
colectivas, lo hacen sin problematizar el paso entre las dos esferas.
La dimensión pulsional 'está' en las producciones sociales o puede
definirse en términos políticos: este punto de partida (el de una
verdad sin justificaciones) es extremadamente fértil en la
aprehensión de ciertos fenómenos culturales y estéticos, pero no
resuelve el enigma al que me refería antes.
Sin pretender resolverlo, quisiera mostrar ahora otra
'coincidencia' significativa entre el universo solipsista, pulsional y
melancólico de Saer y un fenómeno histórico-ideológico de gran
envergadura: la modernidad. La presentación escéptica que antecede
estas líneas marca límites: en conclusión del libro sólo pretendo
recordar, con una enumeración heterogénea, que la negatividad, la
proliferación, la exacerbación de una forma inoperante, las
preocupaciones sobre el tiempo y la muerte, la percepción
nostálgica de un sentido perdido, la representación escindida del
sujeto, el borrado traumatizante de las figuras referenciales, las
obsesiones sobre los orígenes, son también constantes conocidas de
la modernidad. Y, al mismo tiempo, en el superficial catálogo de
ejemplos que sigue, señalar un elemento de la elaboración teórica
sobre el tema, es decir la importante dimensión melancólica de ese
fenómeno cultural. Ante el enigma, queda la lucidez melancólica:
reconocer la existencia de lo que no se puede verdaderamente
interpretar.
Yves Bonnefoy, en el prólogo de un libro de Jean Starobinski

353
sobre la melancolía en Baudelaire, asimila vertiginosamente
melancolía y modernidad:

...la melancolía constituye quizás el rasgo más específico de las culturas de


Occidente. Nacida del debilitamiento de lo sagrado, de la distancia
creciente entre la conciencia y lo divino, la melancolía es la astilla en la
carne de esa modernidad que, desde los griegos, no cesa de nacer pero no
termina tampoco de desprenderse de sus nostalgias, sus lamentos, sus
sueños. De ella procede el largo séquito de gritos, gemidos, risas, cantos
extraños, oriflamas móviles en el humo que atraviesa todos nuestros siglos,
fecundando el arte, sembrando demencia — demencia disfrazada a veces
en razón extrema en el utopista o el ideólogo (Starobinski 1989: 7-8,
traducción mía).

Esta percepción panorámica permite inscribir la escritura saeriana


en la perspectiva de la melancolía de la Antigüedad, la del
Renacimiento, la del Barroco escéptico, la del siglo XIX; es decir
inscribir esa escritura en una órbita social y cultural2.
Concentrémonos en el siglo XIX que es el punto de partida de la
modernidad tal cual se la define hoy en día. Ross Chambers
demuestra que el sentido de un texto que funcionó como emblema
de la melancolía, “El cisne” de Baudelaire, es perfectamente
inasible. El poema traza un recorrido semántico que rehúye a cada
instante gracias a una serie de referencias históricas, míticas,
culturales, a una apertura y un cierre inciertos, a un movimiento
melancólico de búsqueda de un objeto de deseo fuera de alcance. La
exégesis crítica del texto, abundante y contradictoria, reflejaría el
objeto estudiado: la delimitación de temas y sentidos prolongaría, en
una obsesiva repetición, la indagación incluida en el propio poema.
Al igual que los deslices de sentido en “El cisne”, la obra de Saer
crea una dinámica de búsqueda, pero esa búsqueda es simétrica a
una autointerpretación irónica, una autoexégesis frustrada, que
multiplica los efectos de reflejo. El proceso es en este aspecto
ejemplar, ya que concentra el doble movimiento de expresión
literaria y de interpretación resolutoria, sin que ninguna de las dos
logre superar la incertidumbre melancólica. En el horizonte del
saber extratextual no hay, tampoco, instrumentos de conocimiento
que vuelvan expresable lo que la obra no puede expresar, ya que

354
esos instrumentos forman parte de un sistema de explicación que a
su manera ha fracasado. La melancolía no es sólo inherente a la
creación, sino también a las teorías racionales que toman al relato en
tanto que objeto de estudio. Maurice Couturier, asociando la muerte
del autor y la muerte de Dios (la primera, fenómeno fundamental de
la evolución del pensamiento literario en el siglo XX, la segunda,
punto de partida de la irrupción de la modernidad), llega a la
conclusión significativa de que la novela moderna es generadora de
angustia:

¿Cómo explicar de otra manera la abundante literatura producida sobre el


tema desde hace más de un siglo para definir las características y reglas de
la novela, para analizar sus mecanismos e identificar a sus actantes? Esta
angustia tiene como principal (y quizás único) origen la huida (si no la
muerte) del autor. [...] A fuerza de repetir públicamente que el autor ha
muerto ("one more god gone" como decía con despecho William Gass), la
crítica se instaló en una neurosis de angustia que posee una dimensión
efectivamente metafísica (Couturier 1995: 93-94, traducción mía).

La prueba suprema del pesimismo en las ficciones de Saer es la


integración de esa 'ausencia' de autor y la proliferación consecuente
del texto. En todo caso, en el fragmento citado aparecen elementos
conocidos: la crisis del sujeto, la extrañeza que genera la
modernidad, las especificidades de la creación después de la
desacralización del arte: toda la historia de la literatura desde el
siglo XIX se despliega así. Notemos simplemente que la
desaparición del sujeto a la que se refiere Couturier, remite a la
impotencia expresiva y a la desertificación del mundo y del yo que
caracterizan a la melancolía. El pensamiento crítico contemporáneo
estaría así contaminado por el mismo mal del que sufren los
creadores: la angustia ante un mensaje huidizo, los sufrimientos ante
la pérdida definitiva de la tierra prometida del sentido.
En todo caso, la melancolía saeriana se inscribe en la esfera de la
modernidad y en la crisis de la representación que tiene sus raíces
en ese siglo XIX: la focalización en el presente, fruto de una
intención de representar la 'vida moderna' en la opción de
Baudelaire, conlleva una impresión de futilidad. Al igual que el
pasado, el presente tiende a parecer irreal; su representación

355
incorpora una conciencia de sí misma, conciencia que se substituye
al presente, ya que el proceso de transformación en signos del
presente implica borrarlo de la imagen, condenarlo a otros intentos y
a una variación formal, en una búsqueda de aprehensión imposible
(la re-presentación excluye la posesión de lo actual). El ser, en tanto
que absoluto, desaparece de la escena artística: sólo queda un “duelo
perpetuo” en palabras del propio Baudelaire (Froidevaux 1989: 16-
21). La melancolía del XIX es inseparable de una transformación
ideológica e histórica, y es la marca de la posición del artista, a la
vez privilegiado (por su lucidez) pero también víctima (por el
sufrimiento que produce esa lucidez). El derrumbe de la positividad
del progreso, que deja entrever una catástrofe, es el signo de un
avanzar tan ineluctable como mortífero, ya que supone una pérdida
continua y la inminencia de la muerte (Benjamin 1979: 211-251).
Esto explica que a menudo se haya puesto de relieve la dimensión
melancólica del período.3
A esta evolución de la conciencia se le agrega, en los albores del
siglo XX, la cohorte de incertidumbres producida en Europa por la
Primera guerra mundial. Las vanguardias radicales y el
neofantástico nacen de la ineficacia de la razón (la ciencia deja de
poder dominar rigurosamente a la realidad) y de la irrupción de una
barbarie inexplicable. Los historiadores de arte han estudiado los
motivos saturninos incorporados en cuadros de algunos pintores
italianos y alemanes en los años veinte, subrayando su parentesco
con la Melencolia I de Durero, pero también la presencia, como
telón de fondo, de ciudades incendiadas: la melancolía, en ese
período incierto, aparecía en tanto que anuncio de un cataclismo. El
ejemplo de De Chirico es en esta óptica interesante, teniendo en
cuenta sus modalidades de recuperación de la perspectiva del
Renacimiento, es decir lo que fue, alguna vez, un instrumento de
racionalización de la realidad, así como la esperanza de que el
hombre pueda intervenir en lo visible y logre convertirse en dueño
de la naturaleza — a pesar de que el instrumento en sí era, ya, una
causa de melancolía. En los cuadros de De Chirico, la misma
perspectiva, utilizada con exceso, instala un teatro de sombras: se
invierten las etapas del proceso representativo, la obra no se origina

356
más en lo visible sino que juega con el dispositivo perspectivista
hasta desmontar sus mecanismos, es decir los vínculos que las cosas
pueden tener entre sí. La representación, reducida a no ser más que
una quimera de sí misma, es un objeto vacío de sentido (Clair 1996:
84-124). En otro plano y con otros instrumentos, la novela
tradicional, que fue en alguna etapa de la historia literaria una forma
triunfante de representación, va a dar lugar en el siglo XX a una
exposición de sus mecanismos y modalidades de escritura; pero será
una exposición desprovista de la lógica inherente al género y de las
certezas acerca del mundo que justificaban esos mecanismos y
modalidades. Esta constatación es, al fin de cuentas, un resumen
lacónico de las posiciones saerianas.
La mención de De Chirico en este contexto se justifica también
por la importancia que la representación pictórica tiene en el corpus
saeriano. La descomposición de lo visible preconizada por el
Cubismo, la distorsión de los cuerpos y las metamorfosis
monstruosas o mecánicas, características de otras tendencias
vanguardistas, podrían corresponder a fenómenos similares (así
como la evolución de un Mondrian, primero inspirado por la
teosofía y que decide excluir toda subjetividad irracional, adoptando
tres colores primarios como único objeto de representación). La
nada perceptiva sería una respuesta a una búsqueda ética — a una
búsqueda de sentido, ya que la descomposición de lo visible refleja
una incredulidad melancólica. No es casual entonces si aparecen en
la obra de Saer pintores que practican una pintura abstracta e
inclusive, en “A medio borrar”, que crean cuadros vacíos: “un
rectángulo blanco, árido, que no difiere en nada de las paredes del
taller” (LM 50). La evolución de la representación pictórica en el
siglo XX sería, por lo tanto, una imagen apropiada para ilustrar las
contradicciones entre visible e invisible, entre decible e indecible,
que se plantean en la escena literaria: en ambos casos a los
esplendores de la Creación se los reemplaza con las tierras áridas de
la melancolía. En La náusea de Sartre (1938), la inanidad de los
esfuerzos de Roquentin por rendir cuenta de esa percepción
particular de los objetos que se impone en su conciencia, parece
corresponder a la misma lógica: una 'extrañeza' (similar a la de los

357
personajes saerianos) ocupa el lugar del conocimiento pleno. No es
por lo tanto sorprendente que el escritor haya pensado intitular su
novela Melancholia, y que el grabado de Durero figure en la tapa de
una de las ediciones actuales de la novela.
Después de la Segunda guerra mundial, otras tendencias y otras
obras prolongan la percepción negativa de la expresión. El libro de
Nathalie Sarraute, La era del recelo (1956), integra en la creación la
marca de la desconfianza, y no es ajeno a teorías literarias en las que
se excluye el referente, se mata al autor, se disuelve la obra,
postulando la existencia de un texto gozoso e infinito. En las
ficciones no hay más cierre ni racionalización, sino una posición
regresiva de expansión del placer. La proliferación del sentido, la
exhibición de las estructuras, la originalidad anulada en pos de una
intertextualidad invasora, la percepción de la literatura como un
mecanismo que gira sobre la nada, reproducen, a su manera, las
incertidumbres melancólicas. El Nouveau roman, con su inhibición
del sujeto (no hay nadie en la escena narrativa) y sus intentos
proliferantes de representar las apariencias sensibles de los objetos,
se asemeja en muchos niveles al proyecto saeriano — como se lo ha
subrayado a menudo. El poder de expresión se topa rápidamente con
la imposibilidad de transmitir un simple fenómeno sensible: no hay,
al fin de cuentas, nada para decir, porque al sujeto se lo define como
un ente desprovisto de los instrumentos básicos para afirmar lo
preexistente. Como en un cuadro cubista, la suma de puntos de vista
borra el objeto y transforma al mundo en un desierto de sentido. En
esta perspectiva es notable que, paralelamente al 'retorno del sujeto'
que a veces se identifica en el pensamiento occidental actual, los
propios predicadores del Nouveau roman hayan escrito libros
autobiográficos. Philippe Lejeune analiza con pertinencia las
trampas de ese borrado del referente que podían deducirse de ciertas
posiciones programáticas del movimiento, así como pone de relieve,
en esas autobiografías, las estrategias específicas de inversión y
rodeo de las formas clásicas, utilizadas para seguir siendo el “dueño
del juego” (o, mejor en francés y respetando el juego: “le maître du
je”) (Contat 1991: 51-70). Sea como fuere, Alain Robbe-Grillet
reconoce ahora la importante dimensión autobiográfica de su obra,

358
aun si incluye la incertidumbre en lo representado (incertidumbre
que se justifica según él por la dimensión enigmática de lo real). “El
mundo me parecía tener una relación estrecha con el sentido, pero
ese sentido era perfectamente enigmático” afirma el escritor,
reforzando por una vía imprevisible su parentesco con la posición
de Saer. No se trata de borrar el referente, pero de representarlo tal
cual el escritor lo percibe, es decir insertado en un mundo
incomprensible. Si la escritura es la búsqueda de un conocimiento
faltante, ese conocimiento — o desconocimiento — contamina el
pasado personal. Esa es la razón por la cual Robbe-Grillet se
interroga sobre una eventual 'Nueva autobiografía' que incorporaría
esta percepción particular del relato de la propia vida del escritor
(ibidem: 37-50). Hay que subrayar que El río sin orillas, teniendo
en cuenta la fecha de su publicación y los engañosos juegos de
expresión/negación de contenidos autobiográficos, puede incluirse
en una tendencia apenas esbozada hoy en día.4
Sin adentrarnos en las tierras pantanosas de la posmodernidad y
la desaparición de los 'grandes relatos' que legitimaban el saber
occidental, dos palabras sobre el sistema literario al que pertenecería
Saer, es decir la literatura argentina. Las rápidas constataciones
sobre el surgimiento de la modernidad y la crisis de la
representación (o de la confianza en la capacidad expresiva),
podrían repetirse en el marco preciso de Argentina. Desde la ironía
fin de siècle de los modernistas o de la elegía melancólica sobre la
pampa que es Don Segundo Sombra, hasta las imágenes
pesadillescas y pastosas de un Buenos Aires en plena
transformación en Arlt; desde la obra que se piensa, se refleja, se
proyecta y se destruye a sí misma en Macedonio Fernández hasta
los laberintos sin centro, la resurgencia obsesiva de las mismas
metáforas, los círculos infinitos de una biblioteca, la pesadumbre de
una palabra perdida, la cita como medio indirecto de afirmar una
pasión cifrada en Borges: estos y muchos otros ejemplos
permitirían esbozar un doble recorrido de la literatura argentina, el
de una modernidad cataclísmica y el de la crisis de la
representación. Las primeras líneas de este trabajo mencionaban el
nombre de Borges, y varias veces en su desarrollo surgió alguna

359
referencia al 'clásico' por excelencia de la literatura argentina;
también mucho se ha escrito, en otros libros, sobre el Borges
fundador de la posmodernidad literaria. La lectura detallada de la
obra de Saer, propone, me parece, una relectura posible de Borges,
o, mejor, leer a Borges en tanto que precursor de Saer (leer a
Borges a partir de Saer), lo que tendría la ventaja de presentarnos un
Borges mucho más desorientado, pesadillesco y melancólico que el
habitual: un escritor ultralúcido pero perdido ante un mundo
incomprensible, un Borges fundamentalmente sufriente, recluido en
ese escepticismo solitario en el que sobreviven tantos personajes
suyos y que es el rasgo definitorio de una recurrente figura de
escritor. Como en “La Biblioteca de Babel”, en donde las
impecables construcciones lógicas desembocan en el caos, la
literatura en Borges es una búsqueda de sentido que se desmorona
antes de triunfar. A pesar de la impresionante simetría y la rigidez
formal de la Biblioteca imaginaria, el desenlace parece ser una
esperanza tan aislada como improbable, y el destino, de todos
modos, estar simbolizado por ese cadáver del sujeto,
descomponiéndose, hundiéndose, disolviéndose en la caída infinita
(“Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda;
mi sepultura será el aire insondable: mi cuerpo se hundirá
largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por
la caída, que es infinita” ) (Borges 1995: 87). Pero detengámonos
aquí, en medio del vértigo borgeano. No se trata de proponer una
visión, ni siquiera sintética, de los problemas tratados que son a la
vez lugares comunes de la crítica y el punto de partida de cualquier
reflexión sobre la creación artística a fines del siglo XX, sino que se
trata de postular, con algunos ejemplos, la posibilidad quimérica
(extratextual en el caso de este trabajo), de ir más allá de la presente
lectura de la melancolía.

* * * * *

El celebérrimo grabado de Durero Melencolia I (1517) consiste en


una alegoría de la melancolía bajo la forma de un personaje con alas
de ángel, pensativo, rodeado por una serie de instrumentos de

360
medida, sentado en un decorado arquitectónico mientras que, a lo
lejos, el sol se pone en el mar. Esta imagen retoma una tradición
iconográfica al tiempo que introduce nociones y modos de
expresión inéditos, en la medida en que yuxtapone dos elementos
contradictorios provenientes de fuentes distintas: un alma sensible,
ensimismada en su subjetividad dolorosa, y un espíritu lógico,
dotado de los instrumentos necesarios para aprehender y reproducir
el universo. El grabado simbolizaría “Geometría entregada a la
melancolía o la Melancolía dedicada a la geometría” (Klibansky
1989: 493-494, traducción mía). La obra tuvo una inmensa
influencia y fue interpretada de múltiples maneras, aunque hoy se
impone el análisis propuesto por Erwin Panofsky y Fritz Saxl,
quienes subrayan la influencia que Saturno, señor del tiempo, tenía
en las matemáticas, en la geometría, y consecuentemente en la
pintura. La reproducción de la realidad gracias a la perspectiva, el
empeño de poner en orden las propiedades del espacio, significarían
en sí mismos una carga melancólica, ya que la precisión que mide,
reduce, delimita el mundo, lleva al artista a entrar en contacto con
una esfera metafísica fuera de alcance. La dimensión melancólica de
semejante intento ha sido a menudo señalada: el dominio de lo
visible supone, al fin de cuentas, renunciar al ser en sí, prefiriéndole
la sombra de las apariencias (Clair 1996: 101)5. El retrato del
escritor dibujado por la intensa autorreferencialidad de la obra de
Saer recuerda esa alegoría. Ya no alma, sino cuerpo del creador
(carne, substancias, percepciones, materias) puesto en el primer
plano; un creador rodeado por una impresionante colección de
potencialidades: saberes, lucidez, precisión expresiva; un creador
adosado a una biblioteca infinita que parece haber recorrido
exhaustivamente; un creador que demuestra que las técnicas
literarias, los juegos de enunciación, las dispersiones y
recuperaciones del relato no tienen secretos en su tarea de escritura.
Pero un creador penetrado por una tristeza tan grande como los
medios de los que dispone para representar lo real, medios
desperdigados por el suelo, a la vez ignorados y utilizados con
desconfianza.
A pesar de todo, en esta imagen del creador irrumpe de vez en

361
cuando la risa de la ironía, prueba de un humor desilusionado y
fruto de la incredulidad. Cuentan que a Demócrito lo consideraban
demente porque se reía de todo, y cuentan también que los abderitas
le pidieron a Hipócrates que lo curara de esa risa irrespetuosa.
Cuando éste llegó a la casa del filósofo, Demócrito estaba disecando
animales con la esperanza de encontrar allí el origen de la
melancolía. Conociendo la razón de su risa, Hipócrates sacó la
conclusión de que no era el filósofo el demente, sino el mundo
(Klibansky 1989: 12). A pesar del brillo y la virtuosidad de algunas
páginas de su obra, Saer gira constantemente alrededor de una
indagación similar a la de Demócrito; como el asesino de La
pesquisa, él despedaza el cuerpo del relato en pos de un secreto y
una plenitud que — ya lo sabe — no se encuentran en ese tenue
cadáver sino en la búsqueda en sí misma.

Notas

1. Véase también el prefacio de Phénoménologie de la perception en el que


Merleau-Ponty define la fenomenología comentando las ideas de Husserl
(Merleau-Ponty 1998: I-XVI). En ese texto el filósofo descubre marcas de
fenomenología en tres figuras marcantes en las lecturas saerianas:
Kierkegaard, Nietzsche y Freud .
2. Por lo pronto en la relación del sujeto con el orden social. Refiriéndose a la
obra de Burton, Jean Starobinski ya señalaba que el tormento depresivo podía
convertirse en retórica consciente y funcionar como un medio de enfrentarse
con las deficiencias de la sociedad y de sus dirigentes: la melancolía vehicula
una actitud marginal u opositora (Starobinski 1963: 28). Ross Chambers lleva
a cabo una constatación similar sobre textos modernistas franceses, que
también aparecen marcados por la melancolía; aunque se autodefinan como
apolíticos (no hay en ellos resistencia directa), son al mismo tiempo obras que
proponen lecturas derivadas de valores marginales o rebeldes (Ross Chambers
1987).
3. Por ejemplo: ”La melancolía cimienta la «crisis de valores» que sacude al
siglo XIX y que se expresa en la proliferación esotérica. [...] Al Verbo se lo
vive menos como encarnación y euforia que como búsqueda de una pasión
que permanece innombrable o secreta, y como presencia de un sentido
absoluto que parece tan omnivalente como inasible y abandónico. En el

362
contexto de la crisis religiosa y política iniciada por la Revolución, se vive
entonces una verdadera experiencia melancólica alrededor de los recursos
simbólicos del hombre” (Kristeva 1987: 181, traducción mía).
4. Enfance de Nathalie Sarraute es de 1983, Le miroir qui revient y Angélique ou
l’Enchantement d’Alain Robbe Grillet se publican en 1985 y 1988
respectivamente. Recordemos que El río sin orillas aparece en 1991.
5. La expresión francesa que estoy citando, intraducible, es más hermosa:
“lâcher la proie de l’être pour l’ombre des apparences.”

363
Bibliografía

Obras de Juan José Saer


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Aires: Seix Barral, 2000.
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Reedición anunciada en Seix Barral Argentina.
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1974 Atridas y Labdacidas” y “Filocles” (ensayos) in Angel Rama (ed.),
Novísimos narradores hispanoamericanos en Marcha. 1964-1980,
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Bibliografía crítica
N.B.: en esta bibliografía crítica figuran los diferentes ensayos y artículos que
trabajé durante la preparación y escritura del libro, pero también algunas
referencias que no pude consultar, pero que resulta útil presentar aquí para
esbozar otra bibliografía sobre el tema (véanse las de Silvia Larrañaga-Machalski
y Joaquín Manzi en sus sendas tesis así como las publicadas por Rita Gnutzmann
en 1996 y por Martínez Bermúdez en el 2001. Esta última es muy completa en lo
que se refiere a los textos de Saer).

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