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DIFERENCIA ENTRE LO TEMPORAL Y

ETERNO
Autor: V.P. JUAN EUSEBIO NIEREMBERG
Colección: https://www.ebookscatolicos.com
DIFERENCIA ENTRE LO TEMPORAL Y
ETERNO
POR EL
V.P. JUAN EUSEBIO NIEREMBERG

DE LA COMPAÑIA DE JESUS
APOSTOLADO MARIANO
RECAREDO, 34. SEVILLA-3
Introducción
El tiempo es limitado, la eternidad no tendrá fin. ¡Tremenda verdad que jamás podremos
comprender plenamente!

En el libro profético del Apocalipsis, cap. 10, 1-7 se nos anuncia el fin de los tiempos: «Vi a
otro ángel poderoso que descendía del cielo envuelto en una nube; tenía sobre su cabeza
el arco iris, y su rostro brillaba como el sol, y sus pies, como columna s de fuego, y en sus
manos tenía un libro abierto. Y poniendo un pie sobre el mar y el otro sobre la tierra
gritó con poderosa voz como león rugiente…»
Entonces, el ángel que estaba sobre el mar y sobre la tierra levantó al cielo su mano
derecha, y juró por el que vive por los siglos de los siglos, que creó el cielo y cuanto hay en
él, la tierra y cuanto hay en ella, el mar y todo cuanto él contiene, QUE YA NO HABRA MAS
TIEMPO».
En aquel momento acabará el tiempo y seguirá la eternidad, infinita porque nunca
tendrá fin. «Gran pensamiento» llamaba San Agustín al pensamiento de la eternidad, que
puede convertir en santos a los más grandes pecadores.

Y San Juan de Ávila afirmaba que «el que cree en la eternidad y no se hace santo
merecería que lo encerrasen en una casa de locos». ¡Gran disparate es el de los que
prefieren los goces caducos del tiempo al goce sin fin de la eternidad! Este libro servirá
para que sepamos apreciar los unos y menospreciar los otros. ¡Ojalá acertemos en la
elección!
CAPITULO PRIMERO
La ignorancia que hay de los bienes verdaderos; y no sólo de las cosas eternas, sino de
las temporales.
Para el uso de las cosas ha de preceder su estima, y a su estimación, su noticia; la cual
es tan corta en este mundo, que no sale fuera de él a considerar lo celestial y eterno para
que fuimos criados.

Pero no es maravilla que estando las cosas eternas tan apartadas del sentido, las
conozcamos tan poco; pues aun las temporales que vemos y tocamos con las manos las
ignoramos mucho. ¿Cómo podremos comprender las cosas del otro mundo, pues las de
éste en que estamos no las conocemos? A esto puede llegar la ignorancia humana, que
aun no conoce aquello que piensa que más sabe. Las riquezas, las comodidades, las
honras y todos los bienes de la tierra, que tanto manejan y codician los mortales, por eso
las codician, porque no las conocen. Razón tuvo San Pedro cuando enseñó a San
Clemente Romano que el mundo era una casa toda llena de humo, en la cual nada se
puede ver; porque así como el que estuviese en semejante casa ni vería lo que estaba
fuera de ella, ni lo que estaba dentro, porque el humo estorbaría la vista clara de todo, de
la misma manera sucede que los que están en este mundo ni conocen lo que está fuera
de él, ni lo que está dentro; ni entienden cuanta sea la grandeza de lo eterno, ni la vileza
de lo temporal, ignorando igualmente las cosas del cielo como las de la tierra. Y por falta
de conocimiento truecan los frenos de la estimación de ellos, dando la que merecen las
eternas a las que son temporales, y haciendo tan poco caso de las celestiales como se
debe hacer de las perecederas y caducas; siendo tan contrario a la verdad, como nota
San Gregorio, que al destierro de esta vida tienen por patria, a las tinieblas de la
sabiduría humana por luz y al curso de esta peregrinación por estancia y morada, siendo
causa de todo esto la ignorancia de la verdad y poca consideración de lo eterno; por lo
cual a los males califican por bienes, y a los bienes por males.

Por esta confusión del juicio humano rogó David al Señor que le diese de su mano un
maestro que le enseñase cuáles eran los verdaderos bienes, diciendo: ¿Quién me
mostrará los bienes? (Ps. 4, 6). Porque todo lo ignora el mundo, aun los mismos bienes
del mundo, y lo que más tiene entre manos; sucediéndonos lo que a los hijos de Israel,
que teniendo el maná a la vista, y en las mismas manos, no lo conocían y preguntaban
qué era aquello (Ex, 16, 15). Pero aun esta curiosidad nos falta a nosotros, que no
preguntamos qué son las riquezas, por las cuales pasan los mortales tantos peligros de
muerte. ¿Qué son las honras, por las cuales se rompen los corazones humanos de envidia
y ambición? ¿Qué son los deleites, por los cuales se estraga tanto la salud y viene a
perderse la vida? ¿Qué son los bienes de la tierra, que sólo se pueden gozar en la
peregrinación que hacemos en el destierro de esta vida, y han de desaparecer a la
entrada de la otra, como desapareció el maná a la entrada de la tierra prometida?

Con razón Cristo nuestro Redentor llamó en el Apocalipsis (2, 17) escondido al maná,
porque teniéndole en las manos no lo conocían los hebreos. Así son las cosas de esta
vida, escondidas al sentido, las cuales, aunque tocamos, no las conocemos y confundimo s
la estimación de ellas, haciendo por las temporales lo que sólo deberíamos hacer por las
eternas, y menospreciando a éstas por estimar aquéllas, que debían ser menospreciadas,
porque faltando el conocimiento de las cosas faltará su estimación, y se errar á en su uso.
Lo que va en esto se podrá también echar de ver en los que comían el maná; porque a
unos les vino a causar hastío y provocar al vómito, y a otros les sabía dulcemente y al
manjar que más querían: tanta diferencia como ésta hay en el bueno o ma l uso de las
cosas; y el buen uso de todas depende de su noticia.

Despierten y abran los mortales los ojos, y conozcan la diferencia que hay entre lo
temporal y ETERNO, para que den a cada cosa su estimación debida, despreciando todo
lo que el tiempo acaba, y estimando todo lo que la eternidad conserva; a la cual deben
buscar en el tiempo de esta vida, y por las mismas cosas temporales granjear las eternas,
lo cual no podrán conseguir sin el conocimiento de unas y de otras; para que, puesta la
mira en lo eterno, como de más estima, conserven lo temporal, aunque por sí no tenga
alguna, y de lo que es caduco y perecedero hagan consistente y duradero.

El maná que dio nuestro Señor a los hebreos mientras peregrinaban en el desierto, hasta
llegar a la tierra prometida, entre otras misteriosas significaciones que tenía, una es ser
símbolo de los bienes de esta vida, en la cual peregrinamos hasta llegar a la tierra que
nos tiene prometida de la bienaventuranza eterna. Por eso se pudría y corrompía luego
durando muy poco, como lo hacen todas las cosas de este mundo; sólo la parte de maná
que se cogía con intención de guardarlo para el sábado, que es figura de la gloria, y de
conservarlo en el Arca para llevarlo a la tierra prometida, no se corrompía. Tanto
importa tener el respeto levantado y puesto en las cosas eternas, para que aun del uso
de las temporales y caducas ganemos la eternidad, y lo pequeño volvamos grande, lo
mudable consistente y lo mortal inmortal y sin fin.

Algunos filósofos que consideraron mejor las cosas de esta vida, aun sin atención a la
eterna, hallaron en ellas muchas faltas, las cuales reduce a tres el sabio emperador y
filósofo Marco Aurelio Antonio, el cual dice que tienen estas tres tachas: de ser
pequeñas, mudables y corruptibles hasta llegar a su fin. Todas estas condiciones
hallaremos dibujadas en el maná. Porque su pequeñez era tanta, que dice la Sagrada
Escritura que era menudo y tan pequeño como cosa molida en un mortero, cuando se
hace polvo. Su variedad y mudanza era tan notable, que, llevado desde el campo donde
se cogía hasta los reales (1), si llevaban un quintal se venía a resumir y mermar en una
pequeña medida de gomor-, para con unos se espesaba, y para con otros se extendía y
esponjaba. Su corrupción era tan en breve, que no pasaba un día sin que se llenase de
gusanos y corrompiese del todo. Con todas estas condiciones costaba mucho trabajo el
gozar de él y comerle; porque primero se cansaban moliéndolo muy bien, cociéndolo y
haciéndole otros beneficios. De la misma manera los bienes de esta vida, con todas sus
tachas y malas calidades, no se alcanzan ni gozan sin mucho molimiento y cansancio.

(1) Los reales = los campamentos.

Es verdad que la apariencia tenia buena, porque, como dicen los setenta intérpretes, era
semejante al cristal transparente y lúcido. Esta es la condición de los bienes de este
mundo, que tienen resplandor y apariencia; pero son más frágiles que el vidrio, son
menguados, son variables e inconstantes, con mil mudanzas que tienen; son
corruptibles, caducos y mortales; y sólo por el resplandor que muestran al sentido los
buscamos como eternos y grandes.

Dejemos la apariencia y superficie pintada, y miremos la sustancial verdad de las cosas,


y hallaremos que todo bien temporal es muy pequeño, lo eterno grande; lo temporal
inconstante, lo eterno firme; lo temporal breve y temporal, mas lo eterno duradero, y al
fin eterno. Esto sólo bastaba para que se estimase más que todo lo temporal, aunque
esto fuese más que lo eterno. Pero siendo lo temporal en sí tan corto y tan mudable, y lo
eterno tan grande y tan firme, ¿qué diferencia habrá de lo uno a lo otro? San Gregorio
juzgó que era bastante para que fuese la distancia inmensa, por lo cual dice; «Inmenso es
lo que seguirá sin término, y poco es todo cuando fenece.» El mismo santo notó que el
poco conocimiento y memoria de la eternidad es la causa del engaño de los hombres,
que estimen los bienes falsos de esta vida y desestimen los espirituales y eternos de la
otra; y así dice: «Que el pensamiento de los predestinados siempre tiene su intención
puesta en la eternidad; aunque éstos, poseyendo gran felicidad de esta vida, aunque no
tengan peligro de muerte, siempre lo miran presente.» Al contrario hacen las almas
obstinadas que aman la vida temporal como cosa permanente, porque no entienden
cuán gran cosa sea la eternidad de la vida futura; y como no consideran la solidez de lo
perpetuo, juzgan al destierro por patria; a las tinieblas, por luz, y a la carrera, por
estancia; porque los que no conocen las cosas mayores, aun de las muy pequeñas no
podrán, juzgar.

Por esto, empezaremos a correr el velo y descubrir la distancia que hay de los bienes del
cielo a los que son de la tierra, por la consideración de la eternidad y flaca condición del
tiempo; luego llegáremos a tratar de la vileza de lo temporal y de la grandeza de lo
eterno. Porque como un filósofo dijo de la luz que no había cosa más clara ni más oscura,
se puede decir lo mismo de otras cosas tenidas por muy claras, las cuales no están
entendidas. Y no son las menos oscuras la eternidad y tiempo', y así, procuraremos
darlas más a entender, ayudados de la lumbre de la fe, doctrina de los santos y
desengaño de los filósofos.
CAPITULO II
Cuán eficaz consideración sea la de la eternidad vara mudar de vida.
El pensar en la eternidad llama San Agustín grande pensamiento, porque es su
memoria de grande gozo a los santos, de grande horror a los pecadores: para unos y
otros de grande provecho; hace obrar cosas grandes y muestra la pequeñez de las cosas
de la tierra, perecederas y caducas. Por esto quiero dar principio con esta luz a descubrir
el campo de la poquedad, engaño y vileza de lo temporal, y encomendar la consideración
de lo eterno, porque es la que más había de estar en nuestro pensamiento, como
perpetuamente la tenía en el suyo David, al cual, porque fue pecador, le causó horror y
pasmo, y cuando santo, le alentó mucho a serlo más, sacando de su meditación
incomparable provecho de su espíritu; y así repite su memoria tantas veces en sus
Salmos, donde a cada paso dice: para siempre, o eternamente, o por los siglos de los siglos.

En esta eternidad pensaba el Profeta David de día y ésta meditaba de noche; ésta le
forzaba a dar voces al cielo, ésta le hacía clamar a Dios, ésta le enmudecía y quitaba el
habla con los hombres, ésta le pasmaba y hacía con su consideración faltar los pulsos,
ésta le atemorizaba, ésta le ponía acíbar en los gustos de esta vida, y daba a conocer la
pequeñez de todo lo temporal; ésta le hacía entrar dentro de sí y examinar su con ciencia;
ésta, finalmente, le redujo a hacer una milagrosa mudanza de su vida, empezando con
más fervor a servir al Señor. Todos estos efectos de la memoria de la eternidad se verán
sólo en el salmo 76, 5; allí dice, entre otras cosas: Anticipáronse mis ojos a las vigilias;
túrbeme, y no hablé palabra. La razón de esto da luego, diciendo; Pensé en los días
antiguos, y he tenido en mi pensamiento los años eternos, y los medité de noche con mi
corazón. Este pensamiento le fue causa que se desvelase tanto; porque en él pensaba
antes que saliese el sol, y en él se estaba pensando muchas horas después de puesto, con
tan grande asombro de lo que es eternidad, que le faltó el aliento, como él mismo dice, y
se estremecía con el vivo concepto que hacía de lo que es perecer eternamente en el
infierno o gozar de la bienaventuranza para siempre.

Y no es maravilla que este grande pensamiento de la eternidad atemorizase a un tan


santo rey; pues el profeta Habacuc (3, 6) dice que los más altos collados del mundo se
encorvaron, estremeciéndose por los caminos de la eternidad. El santo mancebo Josafat,
cuando se le presentó la eternidad, puesto de una parte el infierno y de otra el cielo,
quedó atónito y sin fuerzas, sin poderse levantar de la cama, como si tuviera una mortal
dolencia. Los filósofos más bárbaros, con menor luz, se atemorizaron de lo mismo, y así,
para símbolo de la eternidad escogieron cosas espantosas. Unos representaron la
duración eterna en figura de un dragón feroz, que desde una grande hoya con la boca
abierta, acechaba a los hombres para tragárselos vivos. Otros la dibujaron pintando una
horrible y profunda caverna, en cuya entrada había cuatro gradas: una de hierro, otra de
bronce, otra de plata, otra de oro; en las cuales estaban muchos niños de diversas
suertes jugando y entreteniéndose, sin reparar en el peligro de caer en aquella
profundísima mazmorra. Fingieron esta sombra de la eternidad no menos para ser digna
de temor y espanto, que espantados ellos de la locura de los hombres, que se ríen y se
entretienen en cosas de la vida, sin acordarse que han de morir, y que pueden caer en lo
profundo del infierno; porque no eran otra cosa aquellos niños que jugaban a la entrada
de tan horrenda y lóbrega sima, sino los hombres, mientras viven en esta vida, cuyas
ocupaciones son de niños; y estando tan cercanos a la muerte y eternidad que después
de ella se sigue, no les causa pavor ni cuidado para dejar sus entretenimientos y vanas
ocupaciones de la tierra.

Verdaderamente es mucho de espantar que esperándonos tales extremos, como son, o


gloria eterna o tormentos sin fin, vivamos tan sin temor ni cuidado de lo eterno. La causa
es porque no se ponen los hombres a considerar lo que es esto, qué es eternidad, qué es
infierno para mientras Dios fuere Dios, qué es gloria sin fin; por eso se quedan tan de
asiento y obstinados en sus gustos perecederos como si fueran inmortales, lo cual
significaban aquellas gradas de metales tan duros. Pero a David, que lo meditó e hizo
concepto de lo que son años eternos, le causó tan grande pasmo, y le despertó con tal
cuidado y vigilancia, que hizo una extraordinaria mudanza de su vida, y dijo con grande
resolución entre sí: Ahora empiezo-, esto es una mudanza de la diestra del muy Alto (.Ps.
76, 11). «Ahora, empiezo a vivir espiritualmente, a entender sabiamente, a conocer
verdaderamente, viendo la vanidad de este siglo presente y la felicidad del futuro,
reputando por nada toda mi vida pasada, mi aprovechamiento y perfección, y tomare a
pechos con nuevo propósito, con más nuevo fervor, con estudio más vehemente, las
sendas de una vida mejor, entrando en los caminos del aprovechamiento espiritual y
comenzando cada día de nuevo.» Y porque conoció él mismo tan trocado su corazón,
confesó que aquella resolución era milagrosa, diciendo: Esta mudanza es de la mano del
Altísimo', como si dijera: El haberme mudado de esta suerte, de las tinieblas de la
ignorancia al resplandor de la sabiduría, de los vicios a las virtudes, de hombre carnal a
espiritual, se ha de atribuir a la ayuda y misericordiosa asistencia de Dios, que por medio
de este conocimiento de la eternidad ha dado tan notable vuelco a mi corazón. Alumbra
grandemente este gran pensamiento de lo eterno, y da conocimiento verdadero de las
cosas.

Pero no sólo en los santos, sino en los filósofos, causó particular efecto y desprecio de las
cosas temporales la consideración quieta y sosegada de lo eterno, aun mirándolo sin los
dos extremos tan diversos que nos propone la religión cristiana. Séneca se queja mucho
que le hubiesen interrumpido la meditación de la eternidad, en la cual estaba embebido
como en un dulce sueño, suspensos y aligados los sentidos, gustando mucho de esta
consideración: «Deleitábame—dice entre otras cosas—de inquirir en la eternidad de las
almas, y por cierto de creerla; entregábame todo a tan grande esperanza; y ya me
enfadaba de mi mismo, despreciaba todo lo que quedaba de la edad aun con salud
entera, por haber de pasar a aquel tiempo inmenso, y a la posesión de todo siglo.» Tanto
pudo en este filósofo la consideración de lo eterno, que le hizo despreciar lo más
precioso de lo temporal, que es la vida. En los cristianos debe causar mayor efecto, pues
conocen que no sólo pueden vivir eternamente, sino que han de gozar o penar para
siempre, conforme a sus obras y vida.
CAPITULO III
La memoria de la eternidad es de suyo más eficaz que la muerte.

I
Por esto importará mucho hacer vivo concepto de la eternidad, y después de hecho,
tener continua su memoria; porque será de suyo más eficaz que la memoria de la
muerte. Que si bien una y otra es muy importante, más generosa es la de la eternidad,
más fuerte y más fecunda de santas obras. Por ella las vírgenes han guardado pureza, los
anacoretas han hecho severas penitencias, y los mártires han padecido la muerte, a los
cuales, en su tormento, no alentó el miedo de la muerte, sino el temor santo de la
eternidad y amor de Dios. Los filósofos, aunque no esperaban la inmortalidad en la otra
vida como nosotros sólo con la memoria de la muerte se retiraban de la vanidad del
mundo, despreciaban sus grandezas, componían sus acciones y ajustaban su vida a las
reglas de la razón y virtud. Epicteto aconsejaba que se trajese siempre la muerte en
nuestro pensamiento. «De esta manera, dice, no tendrás bajo pensamiento ni desearás
nada con ansia.» Platón decía que tanto más sabio serla uno cuanto más vivamente
pensara en la muerte; y así, mandaba a sus discípulos que anduviesen descalzos siempre
que hiciesen camino; significando en esto que en el camino de esta vida siempre
habíamos de tener descubierta su extremidad y fin, que es el morir y acabarse todo. Mas
los cristianos que tienen fe de la otra vida han de añadir la memoria de la eternidad: y
por las ventajas que hará esta memoria a la de la muerte, se podrá echar de ver lo que va
de lo eterno a lo temporal. Por eso a los filósofos movía tanto la muerte, porque con ella
se habían de acabar todas las cosas de la vida mortal: es el término hasta donde
solamente pueden gozar los hombres de riquezas, deleites y honras, y con ella ha de
cesar todo. Otros, que deseaban morir, era porque con eso hablan de fenecer sus males.
Pues si así espanta la muerte, sólo porque quita los bienes de la vida, los cuales por otras
mil maneras suelen faltar, y son de suyo, aun antes de la muerte de su poseedor,
perecederos, y en sí tan cortos y menguados, peligrosos y llenos de cuidados y
sobresaltos; y si la esperaron otros porque quita males temporales, aunque tan
pequeños como son los de este mundo, ¿por qué no nos ha de mover la eternidad, pues
asegura, no sólo bienes eternos, sino inmensos, y amenaza con males, no sólo sin fin,
pero excesivos?

Sin duda, si se hace concepto de la eternidad, mucho más poderosa es su memoria que lo
es la de la muerte; y si de ésta han tenido los hombres sabios tan notable memoria, y la
aconsejaban a otros, más se debe tener de la eternidad. Zenón, deseoso de saber un
medio eficacísimo para componer su vida, refrenar los apetitos de la carne y guardar las
leyes de la virtud, consultó sobre ello a un oráculo, el cual le remitió a la memoria de la
muerte, diciendo: Anda a los muertos, y consúltalos, y de ellos aprenderás cómo has de
componer tu vida. Porque viendo que los muertos ya no tienen nada de lo que tuvieron,
y que juntamente con su vida expiraron todas sus felicidades, no las estimaría ni se
ensoberbecería con ellas. Grandes monarcas usaron de la memoria de la muerte por
antídoto de su fortuna, para que no fuese peor su vida que su posteridad. El rey Felipe de
Macedonia tenía mandado a un paje que le dijese cada mañana tres veces: «Felipe,
hombre eres», acordándole que había de morir y dejarlo todo. El emperador
Maximiliano I, cuatro años antes de morir, mandó le hiciesen su ataúd, para que siempre
le acordase otro tanto, y estuviese con voz muda diciendo: «Maximiliano, piensa que te
has de morir y dejarlo todo.» Ni los emperadores abisinios se descuidaron en esto;
porque en su coronación les traían, entre otras ceremonias, un vaso lleno de tierra y una
calavera de muerto, advirtiéndoles, al principio de su reinado, cómo habían de tener fin.
Finalmente, convinieron en esto todos los filósofos, que toda su filosofía era meditación
de la muerte.

Pero sin duda que hay más que filosofar sobre la eternidad, y más espantoso es haber de
durar para siempre los tormentos del infierno que haber de acabarse presto los mayores
imperios. Más horrible cosa es haber males eternos, que pasarse bienes temporales. Más
maravilla es que sea nuestra alma inmortal, que lo es que haya de morir nuestro cuerpo.
Así los cristianos, principalmente los que tratan de perfección, más han de procurar
hacer concepto de la eternidad que temer la muerte, cuya memoria no habían de haber
menester para despreciar todo lo temporal Porque el primer paso, según el consejo de
Cristo, había de ser este de renunciar todo lo que posean, para que, quitados los
impedimentos de la perfección cristiana, se empleasen en santas obras y ejercicios de
virtudes, con la consideración y memoria de la eternidad que les aguarda para premio de
ellas. Había de sonar en nuestro corazón muchas veces esta horrenda voz: «¡Eternidad!,
¡eternidad! No sólo has de morir, sino después de muerto te aguarda una eternidad.
Acuérdate que hay infierno sin fin, y ten memoria que hay gloria para siempre.» Más
poderosa cosa será, para que cumplas la Ley de Dios, acordarte que eternamente lo has
de pagar, o si la quebrantas, que lo has de pagar con dolores sin fin, que saber que han
de acabar contigo los bienes y males de esta vida. Acuérdate, pues, de la eternidad, y
resuene en lo más íntimo de tu alma: «¡Eternidad!, ¡eternidad!»

Por eso, la Iglesia, cuando consagra a los padres de ella, que son los Obispos, les trae a la
memoria esta tan eficaz y fuerte memoria de lo eterno, diciendo: Estén en tu pensamiento
los años eternos, como lo hizo David. Y en la asunción y coronación de los Pontífices, les
queman delante de los ojos un poco de estopa con las palabras: «Padre santo, así se pasa
la gloria del mundo»; para que a la vista de aquel resplandor breve y transitorio se
acuerden de los ardores sempiternos. Y Martín V tomó por armas y blasón una hoguera
encendida, que llegaba a quemar en breve una tiara de Pontífice, una diadema imperial,
una corona de rey y un capelo de Cardenal. Porque si no cumplen con las obligaciones de
su oficio, arderán en breve por una eternidad en los infiernos, cuya memoria quiso tener
siempre presente en este provechoso símbolo.

¡Oh, cómo el pensamiento de la eternidad debe producir en nosotros una gran vigilan cia!
En efecto; ¿qué cosa hay que la deba causar mayor que andar entre estos dos extremos
de gloria o de pena eterna? ¿Qué cosa había de hacer más desvelarnos que correr este
peligro de caer en el infierno? ¿Cómo pudiera dormir a quien sólo le sirviese de puente
entre dos altísimos peñascos un estrecho madero de medio pie de ancho, corriendo,
mientras pasaba, vientos fortísimos, y viendo que se caía en un horrendo despeñadero?
No es menor el peligro de esta vida; porque el camino para pasar al cielo es estr echísimo
los vientos de tentaciones vehementísimos, los riesgos de ocasiones frecuentísimos, los
engaños de los ruines consejeros muchísimos. En evidentes peligros andamos; ¿cómo
podrá un cristiano dormirse y descuidarse? Sin duda ninguna, cosa es más dificultosa
salvarse, mirando a nuestra naturaleza depravada y las asechanzas del demonio, que
pasar un hombre muy pesado sobre una cañaheja quebrada un caudaloso y precipitado
rio.

También el pensamiento de la eternidad es un antídoto eficaz contra el vene no de la


culpa. En efecto: ¿con qué cuidado procurará librarse del pecado el que considere que
por un solo pecado mortal se merece una eternidad de penas?

También el pensamiento de la eternidad es un lenitivo, el más suave contra la furia de


las pasiones desordenadas. ¿Cómo, pues, será posible que pueda vengarse de su enemigo
el que considere que con esto puede incurrir en el odio eterno de todo un Dios? ¿Quién
podrá entregarse a la avaricia y a la ambición, si considera que por los bienes pasajeros
de esta vida se padece miseria eterna en la otra? ¿Quién podrá entregarse a los gustos
mundanos, si considera que por un placer de un momento se dan en el infierno
tormentos sin fin?

Finalmente, este gran pensamiento de la eternidad es fecundo de santas obr as; porque
¿quién hay que si considerase con viva fe, que por la que es momentáneo y leve se da un
peso de gloria eterna, no se animara a obrar cuanto pudiere, a padecer mucho y sufrir
por Dios? Oh, cuán fecundo de obras heroicas es este santo pensamiento: ¡Espérame
gloria eterna! Los triunfos de los mártires, las victorias de las vírgenes, las penitencias de
los confesores, efectos son de esta consideración.
¡Oh santo pensamiento, que así haces vigilantes y atentos a los descuidados, así sanas a
los más encancerados y corrompidos con el veneno del pecado, sosiegas las mayores
tormentas de nuestras concupiscencias, fecundas en saritas obras a los más tibios y
estériles de virtudes! ¿Quién hay que no procure tenerte y fijarte en su alma? ¡Oh si los
cristianos lo grabasen en su corazón para que nunca le borrasen ni echasen de si, ¡cuán
diferentemente vivirían! ¡Y cómo se les lucirla en sus obras! Porque aunque la memoria
de las cuatro postrimerías sea muy eficaz para reformar la vida, ésta de la eternidad es
como la quinta esencia, la cual en virtud contiene a todas.
CAPITULO IV
Del estado de los hombres en esta vida, y miserable olvido que tienen de la eternidad.
Antes que lleguemos a declarar las condiciones de la eternidad, cosa tan necesaria
para vivir santa y virtuosamente, pongamos delante de los ojos el olvido y engaño
miserable de los hijos de Adán, de cosa tan importante; pues viven tan descuidados,
amenazándolos por momentos la eternidad, y no distando de ella más espacio de dos
dedos, como dijo un filósofo. Porque ¿qué hay de los navegantes a la muerte, sino el
grueso de una tabla? ¿Qué hay del colérico a la eternidad sino el filo de una espada? ¿Qué
hay del soldado a su fin sino cuanto puede alcanzar una bala? ¿Qué hay del ladrón a la
horca, sino lo que hay de ella a la cárcel? Finalmente, ¿qué distancia hay en el más sano y
robusto hasta la eternidad, sino lo que hay de la vida a la muerte, que está muy
inmediata, pues tantas veces sucede repentinamente y por momentos debe esperarse?
La vida de un hombre no es sino un camino peligroso que va a la orilla de la eternidad, y
con certeza de caer en ella. ¿Cómo vivimos descuidados? ¡Qué abiertos llevaría los ojos,
con qué tiento pondría los pies quien caminase juntamente a un gran despeñadero, no
por más ancha senda que cuanto cabían los pies, y ésa llena de tropiezos! Pues ¿cómo los
que andan cerca de la eternidad no atienden a su peligro?

Declaró bien San Juan Damasceno este riesgo y engaño de los hombres con una
ingeniosa parábola, en que nos propone al vivo el estado de la vida. Dice que iba un
hombre huyendo de un furioso unicornio, que sólo con sus bramidos hacía temblar los
montes y resonar los valles. Huyendo de esta manera, sin advertir a dónde iba, cayó en
una profunda hoya; pero al caer extendió las manos para asirse donde pudiese, y topó
con unas ramas de un árbol que allí estaba, al cual se agarró fortísimamente y se detuvo
en él muy contento, pensando había escapado con eso de su peligro. Pero mirando a la
raíz del árbol vio a dos grandes ratones, uno negro y otro blanco, que le estaban
continuamente royendo muy aprisa, y que ya estaba para dar de allí abajo. Mirando
después el suelo de la hoya en ella un disforme dragón que echaba fuego por los ojos, y
le estaba mirando con aspecto terrible,!a boca abierta, esperando que cayese para
tragársele Luego, echando los ojos a un lado de la pared de la hoya a que estaba
arrimado aquel árbol, vio que tenían sacadas las cabezas cuatro ponzoñosos áspides
para morderle mortalmente. Pero mirando también a las hojas del árbol advirtió que
algunas destilaban algunas gotas de miel, con lo cual él, muy contento, olvidado de los
demás peligros que por tantas partes le amenazaban, se estaba entreteniendo cogiendo
gota a gota la miel, sin reparar en más, ni haciendo ya caso de la fiereza del unicornio
que estaba en lo alto, ni de la terribilidad del dragón que estaba en lo bajo, ni de la
ponzoña de los áspides que estaban al lado, ni de la fragilidad del árbol que estaba para
caer, ni del riesgo que él sentía de írsele los pies y despeñarse; porque todo esto le hacía
poner en olvido una gota de miel, con la cual estaba todo ocupado cogiéndola y gustando
de ella.
En esta imagen veremos representado el estado de los hombres, que, olvidados de los
peligros de esta vida, tan llena de ellos, se dan a sus gustos. Porque el unicornio significa
la muerte, que desde que nace un hombre le sigue y va tras él; la hoya es el mundo, que
está lleno de males y miserias: aquel árbol es el curso de la vida; los ratones que le ro en,
uno blanco y otro negro, son el día y la noche, que, sucediéndose continuamente, le van
por horas y momentos acabando; los cuatro áspides son los cuatro elementos o humores
que constituyen nuestra complexión, que en excediendo alguno, se turba y acaba toda la
composición humana, y con ella la vida; aquel horrendo y espantoso dragón es la
eternidad del infierno, que está dilatando su garganta y boca para tragar a los pecadores;
la gotita de miel son los gustos y entretenimientos de esta vida. Y es tan gr ande el
divertimiento de los hombres, que no advierten por un breve deleite a tantos riesgos
como están expuestos, y viéndose cercados por todas partes de tantos peligros de la
muerte cuantos son los modos y causas que hay de morir, que son infinitos, y so n otras
tantas bocas o puertas de la eternidad, se están saboreando en una gota de miel de un
gusto momentáneo, que les ha de hacer echar las entrañas por los siglos de los siglos.

¡Pasmo es el olvido que de esto tenemos! ¡Asombro es que no nos sobresalte este riesgo!
¿Cómo es esto? ¿Que cada momento nos amenace una eternidad y que nos descuidemos
tantos días y meses? Dígame el más sano y robusto, ¿qué año tiene seguro de que no le
acometerá la muerte y le arrojará de un empellón en el abismo eterno? ¿Qu é digo año
seguro? ¿Qué mes del año, y qué semana del mes, qué día de la semana, qué hora del día
y qué instante de cada hora tiene seguridad? Pues ¿cómo comemos descuidados, cómo
dormimos seguros, cómo nos podemos holgar con gusto alguno de este mundo?

Si uno entrase en un campo que estuviese todo lleno de asechanzas y trampas secretas,
que en poniendo el pie sobre una habla de caer sobre alabardas y picas, o .en la boca de
un dragón, y viese a sus mismos ojos que otros hombres que con él habían entrado iban
cayendo en ellas y desapareciendo, él se estuviese danzando y corriendo en aquel campo
sin recelo de nada; ¿quién no dijera que aquel hombre estaba loco? Por cierto, más loco
estás tú, pues viendo que tu amigo cayó en la trampa de la muerte, y que a tu vecino se le
sorbió ya la eternidad, y que tu hermano se hundió ya en la hoya de la sepultura, tú te
estás tan seguro como si no te esperara otro tanto.

Aun siendo incierto el morir, te habías de desvelar por cualquier duda o peligro que de
ello tuvieses; ¿qué debes hacer siendo tan cierto que tarde o temprano te has de entrar
por la boca de la eternidad? Maravilla es cómo se previenen los hombres contra los
peligros, aunque sean muy inciertos. Si oyen decir que hay salteadores en algún camino
que roban a los pasajeros, ninguno pasa por allí sino armado y prevenido, y muchos
juntos. Si oye que hay pestilencias, busca muchos antídotos y contrapestes, y
guardándose en cosas muy menudas. Si sospecha que ha de haber hambre, previénese,
con tiempo, de trigo. Pues ¿cómo sabiendo que hay muerte, que hay juicio de Dios, que
hay infierno, que hay eternidad, no estamos alerta, no nos apercibimos?

Abramos los ojos y miremos el peligro en que estamos: miremos dónde asentamos el
pie, porque no perezcamos. Que es muy peligroso el estado de esta vida; y con razón le
comparó Isidoro Clario a un puente tan angosto que apenas caben los píes, debajo del
cual esté un lago de aguas negras, lleno de serpientes y fieras y animales ponzoñosos,
que se sustentan de los que caen del puente. A un lado y a otro hay jardines, prados,
fuentes y edificios muy hermosos. Pero así como sería locura del que pasase puente tan
peligroso divertirse en mirar los prados y edificios sin tener cuidado de los pies, así es
locura de los que pasan por esta vida pararse a mirar los bienes de ella sin mirar por sus
pasos y obras. Añade Cesáreo Arelatense, que este puente tiene el mayor peligro en el
fin, porque allí es lo más estrecho de él y donde se viene a peligrar, y éste es el paso
estrechísimo de la muerte. Miremos en vida dónde asentamos el pie con seguridad para
el cielo, porque en la muerte no le pongamos en vago, y perdamos la eternidad, a la cual
viene a parar nuestra vida.

¡Oh eternidad!, ¡eternidad!, ¡qué pocos son los que se previenen para ti! ¡Oh eternidad,
peligro de peligros, y riesgo sobre todos los riesgos, si se yerra el golpe! ¿Cómo no se
aperciben para ti los mortales, y cómo no te temen? No hay peligro mayor que el de la
eternidad; no hay riesgo más cierto que el de la muerte; ¿cómo no nos apercibimos y
armamos para ella? ¿Cómo no nos prevenimos de lo que será de nosotros mientras Dios
fuere Dios? Esta vida presente ha de durar muy poco; las fuerzas nos han de faltar, los
sentidos se nos han de entorpecer, las riquezas nos las han de quitar, las comodidades se
nos han de acabar, el mundo nos ha de echar de sí; ¿por qué no miramos lo que ha de ser
de nosotros después? A otra región nos han de enviar para muy despacio; ¿por qué no
miramos qué hemos de hacer allá?

Pues para que veamos esta nuestra suerte, y sepamos ser prudentes, diré otra parábola
del mismo San Juan Damasceno. Había una ciudad muy grande y populosa, cuyos
moradores tenían esta costumbre de elegir por rey a un extranjero que no tuviese
noticia de aquel reino y república, al cual por un año le dejaban hacer libremente cuanto
quisiese; pero después, cuando él estaba más descuidado y sin recelo, pensando que
había de reinar toda su vida, llegaban de repente a él y le despojaban de las vestiduras
reales, y sacándole desnudo por la ciudad, le llevaban a una isla muy lejos, donde venía a
padecer extrema pobreza, sin tener qué comer ni vestir, mudándole tan sin pensar su
fortuna en todo lo contrario: sus riquezas en pobreza, su gozo en tristeza, sus regalos en
hambre, su púrpura real en quedarse desnudo. Pero sucedió una vez que uno de éstos
que eligieron por rey era hombre muy prudente y astuto, el cual, entendiendo por un
consejero aquella mala costumbre de los ciudadanos y su notable inconstancia, no se
ensoberbeció nada con la dignidad y reino que le hablan dado; sólo cuidaba de cómo
había de mirar para sí, para que después de privado del reino y desterrado a aquella isla,
no pereciese de pobreza y hambre, cuyo destierro estaba por momentos temiendo. El
consejo que tomó fue: mientras le duraba el reinado, hacer pasar con gran secreto todos
los tesoros de aquella ciudad, que eran muy grandes, a la isla adonde había de venir a
parar. Habiéndolo hecho así, vinieron al cabo del año los ciudadanos con grande
alboroto para deponerle de su dignidad y oficio de rey, como lo habían hecho con sus
antecesores, y enviarle desterrado. El se partió para allá sin ninguna pena, porque había
enviado delante grandes tesoros, con los cuales vivió con mucha abundancia y grandeza,
habiendo perecido de hambre los demás reyes.

Esto es, pues, lo que pasa en el mundo y lo que debe hacer el que quiere ser prudente.
Porque aquella ciudad significa este mundo loco, vano, inconstantísimo, en el cual,
cuando piensa uno que reina, de repente le despojan de todo, y desnudo va a parar a la
sepultura, cuando menos lo esperaba y más ocupado estaba en gozar y entretenerse con
sus bienes transitorios y caducos, como si fuesen inmortales y perpetuos, sin tener
memoria alguna de la eternidad, adonde en breve le destierran, desnudo y
desamparado, para perecer con una muerte eterna, para penar en aquella tierra de
muertos, oscura y tenebrosa, donde sólo hay sempiterno horror y lobreguez. Pero el
prudente es el que, considerando lo que le ha de suceder en breve, de salir despojado de
este mundo, se previene para el otro, y con obras santas de penitencia, caridad y
limosna, traspasa sus tesoros a la región en que ha de habitar para siempre, ordenando
bien aquí toda su vida. Pensemos, pues, en lo eterno, para que ordenemos lo temporal y
logremos lo temporal y lo eterno.

La consideración de la eternidad entendió San Gregorio que estaba figurada en aquella


despensa bien proveída de precioso vino, en el cual dice la esposa que la introdujo el
esposo, y ordenó en' ella la caridad; porque dice que cualquiera que con atención algo
profunda considerare en su ánimo la eternidad, se podrá gloriar diciendo: Ordenó en mi
la caridad (Cant., 2, 4), porque conservará mejor orden de amor, amándose a sí menos, y
más a Dios y por Dios; porque aun lo que le fuere más necesario de lo temporal no lo
usará sino por lo eterno.
CAPITULO V
Qué sea la eternidad, según San Gregorio Nacianceno y San Dionisio.
Empecemos, pues, a declarar algo de lo que es inexplicable, y formar algún concepto
de lo que es incomprensible, para que conociendo los cristianos, o, por mejor decir,
ignorando menos lo que es eternidad, tiemblen de cometer una culpa, o dejar una obra
de virtud, estremeciéndose que, por cosas tan pocas como las de la tierra, desperdicie n
las que son tan grandes como las del cielo.

Viendo Agripina, romana, el gran desprecio de su hijo, que derramaba el oro y plata
como si fuese agua, deseó corregir su prodigalidad, y una vez que mandó dar casi la
cuarta parte de un millón, hizo la madre juntar otra tanta cantidad de ‘dinero, y
extendida en unas mesas se la mostró toda Junta, para que, viendo con los ojos lo que
moncaba aquello que tan temerariamente había maltratado, se moderase en sus grandes
desperdicios. No tiene otro remedio el perdimiento y locura de los hombres, sino
ponerles delante lo que pierden y malbaratan por un gusto que se toma contra la Ley de
Dios: pues por lo que es muy pequeño pierden lo que no tiene fin.

Por esto deben considerar qué sea no tener fin, qué es durar para siempre, qué es
eternidad.

Pero ¿quién podrá declarar esto? Porque la eternidad es un océano inmenso, cuyo fondo
no se puede hallar; es un abismo oscurísimo, donde se hunde toda la facultad del
entender humano; es un laberinto intrincado de donde nadie puede salir; es un perpetuo
estar, que carece de futuro y pasado; es un continuo circulo, cuyo centro está en todas
partes y su circunferencia en ninguna; es un grande año que siempre empieza y nunca
topará con el fin; es lo que no se puede comprender y siempre se debe aprender y
pensar.

Pero para que digamos algo y hagamos alguna aprensión de lo incomprensible, veamos
cómo la definen los santos. San Gregorio Nacianceno no sabe qué decirse de lo que es,
sino lo que no es, y así dice: «La eternidad no es tiempo, ni parte de tiempo»; porque el
tiempo y sus partes se pasan, más en la eternidad no se pasa ni se ha de pasar nada.
Porque todos los tormentos con que entra un alma en el infierno, tan enteros y vivos
como fueren al principio, le han de atormentar después de millones de años; y de todos
los gozos con que entra el justo en el cielo no se ha de menoscabar alguno.

El tiempo tiene de suyo traer costumbre y disminuir las cosas; porque lo que al principio
pareció nuevo, después disminuye su sentimiento; pero la eternidad siempre está
entera, siempre es la misma, no pasa nada por ella: los dolores con que empieza en los
condenados, después de mil siglos serán flamantes y nuevos; la gloria que en el primer
instante recibe quien se salva, siempre le parece reciente.

No tiene partes la eternidad; toda es de una pieza; no hay en ella disminución ni


menoscabo. Y aunque los gustos de esta vida, que andan con el tiempo, sean de tal
condición que con el tiempo se disminuyen, ni haya en este mundo algún deleite que si
durase mucho no se transformara en pena, y, por el contrario, las penas con el tiempo se
menoscaban y curan; muy al contrario es la tela que hace la eternidad, porque toda es
uniforme, no tiene gusto que canse ni pena que afloje. Y así, conforme a San Dionisio
Areopagita, la eternidad es inmutabilidad, inmortalidad, incorruptibilidad de una cosa
toda existente, y en un espacio que no parece sino que siempre se está de una misma
manera; porque, como dijo el Sabio, donde cayere el leño, allí quedará; si cayeres como
tizón infernal en el profundo del abismo, siempre estarás allí ardiendo como caíste, sin
que nadie te levante, mientras Dios fuere Dios: allí te estarás sin que te puedas volver de
un lado a otro.

Es la eternidad inmutable, porque no se compadece con ella mudanza; es inmortal,


porque no cabe en ella fin; es incorruptible, porque nunca tendrá disminución. Los males
de esta vida, por desesperados que sean de remedio, no carecen de este consuelo; que, o
con la mudanza se alivien, o con la muerte se acaben, o con la corrupción se disminuyan.
Todo esto falta a los males eternos, los cuales jamás tendrán el alivio de mudarse, ni el
remedio de acabarse^ ni el consuelo de disminuirse. La mudanza de trabajo suele servir
de descanso, y un enfermo, por acongojado que esté, con mudar de lado se alivia; pero
las penas eternas en un mismo punto y fuerza permanecerán mientras Dios fuere Dios,
sin modo alguno de mudanza.

El manjar más gustoso y saludable del mundo, que fue el maná, sólo porque fue
continuo, vino a causar hastío y vómito. Las penas que se continúan para siempre, ¿qué
tormento no causarán permaneciendo siempre de una misma manera?
El mar tiene sus menguantes y crecientes; los ríos, sus avenidas; los planetas, varios
sitios; el año, sus cuatro tiempos; a las mayores fiebres les viene su declinación, y el
dolor más agudo, en llegando a lo sumo, suele decrecer: ¡sólo las penas eternas no
tendrán declinación, ni verán sus ojos mudanza!

El andar por el camino todo llano, que parece el más descansado, suele cansar más,
porque le falta variedad: ¿cuánto cansarán los caminos de la eternidad, aquellos dolores
perpetuos que no pueden mudarse, ni topar con el fin, ni experimentar disminución? Los
que fueron los tormentos de Caín ahora cinco mil años, ésos son ahora después de
pasados tantos siglos; y lo que son ahora, eso serán de aquí a otro tanto de tiempo; sus
partes compiten con la eternidad de Dios, y la duración de su desdicha con la duración
de la gloria divina. Y mientras Dios viva, ellos lucharán con su muerte, y estarán
muriendo inmortalmente; porque aquella muerte eterna dura, y aquella vida miserable
mata, porque tiene todo lo peor de la vida y de la muerte. Viven los miserables para
padecer, y mueren para no gozar: no tienen el descanso de la vida, ni el término de la
muerte; sino, para mayor tormento suyo, tienen la pena de la muerte y la duración de la
vida.

Mira, por el contrario, cuán dichosa suerte sea la de los que mueren en gracia, pues su
gloria será inmortal, sin miedo de que se ha de acabar: su bienaventuranza inmutable,
sin poderse envejecer; su corona incorruptible, sin haberse de marchitar: donde no
pasará día por los gozos; donde siempre el contento será nuevo, y su gloria reverdecerá
por perpetuas eternidades; donde la bienaventuranza será siempre una misma, y la
gloria, que ahora seis mil años tuvo San Miguel, tiene ahora tan fresca como el primer
día; y la que ahora tiene será tan nueva idea de aquí a seis mil millones de años como
hoy.
CAPITULO VI
Qué sea la eternidad, conforme a Boecio y Plotino.
Lleguemos a escuchar el parecer de Severino Boecio y Plotino, dos grandes filósofos,
y el uno no menor teólogo, qué sienten acerca de este misterio y secreto de lo eterno.

Definió Severino Boecio a la eternidad diciendo que era una total y perfecta posesión de
una vida interminable: la cual definición, aunque principalmente conviene a la eternidad
de Dios, también se puede ajustar a la eternidad de las criaturas racionales que le gozan,
porque tienen una total y perfecta posesión de bienes en una vida eterna que nunca se
ha de acabar.

Con razón la llamó posesión, por el cumplimiento de su gozo; porque la posesión es el


mejor modo de gozar una cosa, el cual denota señorío pleno; porque el que tiene algo
prestado o en depósito, aunque goce de ello, no es con la libertad del que lo posee.

Dice más: que esta posesión es total, porque es de todos los bienes, sin faltarle alguno; y
es de todos juntos, sin ser menester para gozarse que sean unos después de otros,
porque todos se pueden gozar. No tienen los bienes, de esta vida esta tan noble
condición, porque aunque uno tuviese todos los bienes de ella, no los pudiera lograr
juntos, sino sucesivamente, yéndose unos y sucediendo otros. El emperador Heliogábalo,
que fue quien más quiso y procuró gozar de ellos, por mucha diligencia y prisa que se
dio, apenas pudo lograrlos de una vez a tres o cuatro juntos. Mientras estaba en los
banquetes no pudo atender a los saraos: y mientras estaba en los saraos no pudo
atender a las fiestas de los espectáculos; y mientras se ocupaba en esto no se entretenía
en las músicas; y mientras oía las músicas no pudo solazarse en la caza y tontería; y
mientras se deleitaba en la montería no pudo cebarse en su sensualidad. Para gozar de
unos gustos había de dejar otros; de suerte que, aunque no los tuvo todos, porque le
faltaron los que gozaban otros hombres particulares, aun de aquellos que pudo gozar, no
los pudo gozar juntos. Mas al justo en el cielo no le falta bien, y teniendo todos los b ienes
no ha menester sucesión para gozarlos, porque de todos goza juntamente.

Es también perfecta la posesión de la bienaventuranza, por la seguridad que tiene de no


poderla inquietar nadie. Ninguno puede poner pleito sobre ella, ninguno la puede hurtar ,
ninguno la puede turbar. Es también perfecta su posesión porque se goza
cumplidamente, no como los bienes de la tierra, que no se pueden gozar enteros, porque
o la distancia del lugar, o la imperfección del sentido, o la mezcla de algún dolor y
cuidado, o, por lo menos, la multitud de objetos y oposición suya, es causa de que no se
gocen entera y perfectamente. Mas aquella bienaventuranza eterna toda se posee
perfectamente y se percibe enteramente su gozo, y se penetra y embebe en el alma todo
lo esencial de su dulzura; la cual no puede menoscabar mezcla de pena, ni sobresalto de
cuidado, ni incapacidad de sujeto, ni distancia del sitio, ni grandeza de objeto; porque
dolor ni cuidado no cabe allí, y el sujeto se eleva, y el objeto se acomoda, y por distancia
y espacio no se pierde su gusto y deleite eterno.

Por todo eso dijo también Plotino que la eternidad era una vida llena y toda juntamente;
porque en ella estará lleno y cumplido cuanto hubiere de vida. Porque estará lleno y vivo
el sentimiento de todos los bienes con toda la capacidad del alma; y porque no habrá
parte de vida en el hombre que no esté llena de dulzura, gozo y descanso. La vida de los
oídos estará llena percibiendo concertadísimas músicas; la vida del olfato estará llena
con la fragancia de suavísimos olores: la vida de los ojos estará llena apacentándose de
toda hermosura; la vida del entendimiento estará llena conociendo al Criador; la vida de
la voluntad estará llena amándole, gozándose y deleitándose con él.

La vida temporal no puede tener esta llenura ni satisfacción, aun en cosas menores, y la
atención de un sentido impide a la del otro, y la del cuerpo a la del espíritu. No se puede
gozar aquí sino por partes la vida, y ésa menoscabada. Pero en aquella eterna felicidad
ha de ser lleno el vivir, total el poseer y perfecto el gozar; donde vive todo lo que puede
aquí morir; que ni por incomposibilidad de los objetos, ni por impedimento de los
sentidos, ni por incapacidad del alma, se dejan de gozar todos los bienes juntos con
todos los sentidos y potencias juntas.

Además de esto, esta posesión tan total y tan perfecta y tan llena, es por una vida sin
muerte, por un espacio sin término, por un día que es eterno, el cual vale por todos los
días, y encierra todos los años, y abraza todos los siglos, y sobrepuja todos los tiempos;
porque en ella nada pasó, y el bien de ella no pasará.

Al contrario es en los miserables pecadores, cuya eterna miseria tiene semejante


condición para el mal que la eternidad del bienaventurado para el b ien; en los cuales
están los males, no como quiera, sino en posesión, porque estarán en sus tormentos con
todo lo que son, con alma, con cuerpo, con todos sus sentidos y potencias: no como en
cosa prestada, sino como en cosa tan propia, que ni aun enajenar la podrán: porque no
hay cosa más propia y debida que lo es la pena a la culpa. Y no sólo ellos, pero los males
en ellos tomarán posesión de cuanto son, porque los sentidos, los miembros, los artejos
del cuerpo, las potencias del alma, las facultades más espirituales estarán poseídas de
fuego, amargura, dolor, rabia, despecho, miseria y maldición.

Por lo cual esta posesión de los malaventurados será total, porque será de todos los
males. No habrá mal que falte allí, donde harán concurso todas las desdich as y
tormentos; no faltará allí ni en el gusto amargura, ni en el apetito hambre, en la lengua
sed, ni en la vista horror, ni en el oído asombro, ni en el olfato podredumbre, ni en el
corazón pena, ni en la imaginación espanto, ni dolor en cada miembro, ni fuego en las
mismas entrañas. Todos los males poseerán los desdichados, y todos totalmente. Porque
con ser tantos sus tormentos, que si uno a uno los hubiesen de padecer, hablan de
padecer en ellos muy largos años, y bastaran para ser tremenda su suerte; pero sobre
todas sus desdichas es que los han de padecer de por junto. Ni el dolor de una parte del
cuerpo ha de esperar que cese en otra, ni la pena del espíritu ha de aguardar a que acabe
el fuego de abrasar la carne. Todos los males a una han de acometer; todos de un golpe
han de estar cayendo sobre los pecadores. Una gotera sola cava una piedra. Y para
acabar Dios con el mundo bastó que lloviese en él por cuarenta días. Pues ¿qué será
cuando llueva su Justicia fuego, azufre y tempestades sobre un condenado, no por
cuarenta días, sino mientras Dios fuere Dios?

Además de esto, no sólo poseerán los males todos y de por junto, sino consumada y
enteramente. Porque ni se menoscabará el sentido con la multitud de los dolores, ni se
embotará con su grandeza; pues tan despierto y vivo estará para todos, como si
padeciera en uno solo; tan perfectamente han de sentir el rigor entero de cualquiera de
sus tormentos, que el fuego solo, no solamente les ha de penetrar los huesos, corazón y
entrañas, pero hasta la misma alma inmediatamente ha de abrasar su incendio con
tormentos inmortales. Porque la posesión de su miseria será total, será perfecta, será
llena; total, porque padecerá todos los males; perfecta, porque los padecerá totalmente,
y llena, porque padecerá en todos sentidos, facultades y potencias que pueden padecer.
No es este estado y vida para durar, o, por mejor decir, no es esta muerte para vivir; pero
vivirá en los malaventurados esta muerte para mientras tuviere Dios vida, y durará su
miseria para mientras tuviere Dios gloria.
CAPITULO VII
Declarase qué es la eternidad, conforme a San Bernardo

I
De otra manera declara San Bernardo la eternidad, diciendo: «Que es la que abraza todo
tiempo, el pasado, el presente y el futuro. Porque no hay días, ni años, ni siglos que
harten a la eternidad; ella sola se sorbe todos los tiempos posibles e imaginables, y le
queda estómago desembarazado para más».

Fuera de esto abraza todo tiempo, porque goza cada instante lo que ha de gozar en todo
tiempo. Por lo cual llamó Marsilio Ficino a la eternidad momento eterno; y nuestro
Leonardo Lesio dijo que era juntamente larguísima y brevísima. Es larguísima, porque
sobrepuja a todo tiempo, y durará infinitos espacios; es brevísima, porque en un instante
de tiempo tiene lo que puede tener por tiempo infinito. Porque así como el tiempo es un
instante que vuela y pasa, porque no hay en el tiempo más que el instante presente, el
cual está siempre corriendo y mudándose de uno en otro cada paso y momento, así la
eternidad no es más que un instante que permanece y que está siempre fijo y estable,
porque en ella están todas las cosas juntas y consistentes siempre en un mismo estado.
Por ella pasan todos los tiempos, y sucediéndose unos a otros, ella está presente y
perseverante en todos.

El tiempo y todas las cosas temporales son como un arrebatado río, en el cual con mucha
priesa van corriendo unas olas y otras, sin cesar de estarse mudando perpetuamente.
Pero la eternidad es como una roca firmísima, o la madre del mismo río por donde pasan
las aguas, que corriendo por ella unas y otras sin volver más a parecer, ella se está
siempre en un mismo lugar. Así son todas las cosas temporales, que sin permanencia ni
consistencia alguna van, sin volver jamás, pasando muy apriesa a la presencia de la
eternidad. Y como la madre del río, con estar parada, contiene todas las aguas que
corren en el río, así la eternidad abarca todos los tiempos que pasan por ella.

Es también la eternidad como el punto que está en el centro de un círculo, el cual


corresponde a toda la circunferencia del mismo círculo y a cada uno de sus puntos, y se
los está mirando igualmente. Porque de la misma manera la eternidad corresponde a
todo tiempo, a todos los instantes de tiempos, y tiene presente con modo maravilloso lo
que por todos los siglos ha de tener. Y así es un instante que equivale a infinitos tiempos,
porque no tiene una parte después de otra, SINO TODA su extensión la tiene recogida en
un instante: de suerte que en cada momento de tiempo tiene todo junto , cuanto se
extendiere por infinitas distancias del tiempo. Porque así como la inmensidad de Dios
tiene en un punto toda la grandeza divina que sin término ni linde se dilata por todas
partes, de suerte que no tiene menos en un punto que en millones de leguas; así también
la eternidad recoge en un instante toda la duración divina, aunque se extienda por
tiempo infinito. Y esto participan las criaturas racionales en la otra vida, en el modo que
son capaces, cuanto a lo esencial de su gloría o pena, y conforme a su capacidad.

De donde se sigue una cosa bien para considerar: que aquel bien adonde se llegare la
eternidad, se hace infinitamente mejor, y esto de dos maneras, esto es, como si
dijéramos con dos infinidades; por el contrarío, aquel mal, al cual se le apegare la
eternidad, le hace infinitamente peor también de otras dos maneras. La primera, por
razón de la duración, porque le da duración infinita; y una cosa, cuanto más dura, por
mayor se tiene. El contento de un día no es tanto como el de una semana; pero mucho
mayor bien será el de un mes, y mucho mayor el de un año, y mucho mayor el de cien
mil, y así irá creciendo su estimación mientras más durare; por lo cual el que durare
infinito es más estimable infinitamente. De la misma manera el dolor, cua nto más tiempo
durare, mayor mal será; y si durare infinitamente, será mal infinito, que excederá
infinito a otro cualquiera, aunque sea mayor en grandeza; en tanto grado, que si a uno le
dieran a escoger estarse quemando vivo en un horno de cal, y juntame nte padecer
cuantas enfermedades y dolores conoce la medicina, y cuantos géneros de tormentos
han padecido los mártires, y los atroces suplicios que se han ejecutado en hombres
facinerosos; y todo esto habiendo de durar tan largo tiempo, como son dosciento s mil
millones de años, porque no habían de pasar de allí, o sólo sufrir una jaqueca o dolor de
muelas por toda una eternidad, sin haber de tener fin jamás, debía escoger antes todos
aquellos tormentos juntos que no sólo este dolor. Porque aunque aquéllos excederían
tanto en grandeza, éste los excedía infinito en duración; al fin, aquéllos, aunque tan
excesivos, eran temporales, y éste, aunque tanto menor, eterno: con esto aumenta su mal
infinitamente; en aquéllos había esperanza que se habían de acabar; és te no tenia
remedio.

Atréveme a sospechar que con el concepto vivo que tienen los condenados de la
eternidad, si le dieran a uno de ellos a escoger qué quisiera más: o que le aliviasen de sus
tormentos, y quedarse con sólo un mal de piedra continuo eter namente, o que le
añadiesen cuantas penas y tormentos padecerán en todos sus sentidos todos los
condenados juntos por espacio de mil millones de años limitadamente, escogiera esto.
Por lo menos, en rigor se debía escoger por menor mal; porque aunque las pe nas eran
tanto mayores, habían de tener fin; y el dolor de piedra, aunque tanto menor, había de
ser eterno.

Vengan ahora a cuenta todos los estimadores de lo temporal. Si los tormentos del
infierno, tan excesivos, fueran llevaderos con sólo que fuesen temporales, y se
escogieran antes que un solo dolor eterno, aunque fuese ligero, ¿cómo no sufrirán con
paciencia un solo mal ligero por tan breve tiempo como el de esta vida, a trueque de no
sufrir eternamente los tormentos del infierno? Si los gigantes en tiempo (hablemos así),
a la presencia de un pigmeo en la eternidad, no hacen bulto ni parecen, ¿cómo le espanta
a uno un pigmeo titubeando en tiempo, y no le hace temblar un gigante armado y
caballero en la eternidad? ¿Cómo no nos mueve un eterno infierno, y tememos un dolor
temporal? ¿Cómo no hacemos penitencia? ¿Cómo no tenemos paciencia en nuestros
males? ¿Cómo no sufrimos cuanto hay que sufrir en esta vida por no sufrir un solo
tormento en la eternidad? No son de temer las penalidades de este valle de lágrimas,
pues han de tener fin, en comparación de las que no se han de acabar. Esté uno muy
contento de padecer aquí, donde se padece poco y por poco tiempo, por no padecer
donde se padece mucho y por mucho tiempo.

Lo mismo considera en los bienes. Si hubiese uno de tener todos los tesoros de la tierra y
todos los gustos de los sentidos por cien mil cuentos de millones de años, pero sin pasar
de allí, los pudiera todos juntos trocar por un solo gusto para siempre. Pues ¿cómo no
trocamos un gusto perecedero de la tierra por los inmensos bienes y gozos que hemos
de poseer en el cielo eternamente? Todos los bienes del mundo temporales se podían
dar por sólo asegurar uno que fuese eterno: ¿por qué no aseguramos todos los eternos,
dejando a veces sólo uno temporal? infinitamente excediera al señorío de todo el mundo,
por todo el tiempo que él durare, sólo ser señor de una casa para siempre. No hay
comparación de tiempo a eternidad: todo lo temporal, por grande que sea, se ha de
estimar bajamente: todo lo eterno, por pequeño que sea, se ha de estimar muy
subidamente. De modo que lo temporal, ni por su grandeza ni por su duración tiene
comparación con lo eterno, por pequeño que sea éste. Y para que exageremos esto lo
posible, el mismo ser de Dios, si fuese sólo por tiempo, se podría dejar por otro ser que
fuese eterno; ¿y estará muy contento el avariento con el corto tesoro que mañana se lo
quitará la muerte, y podrá ser que hoy se lo quite el ladrón, despreciando por él en el
cielo sus tesoros eternos? Por cierto que, aunque Dios no nos prometiera en la otra vida
sino sólo el gusto de un sentido que había de ser para siempre, habíamos de dejar en
ésta todos los gustos de ella: y así, es inmensa locura de los hombres que,
prometiéndosenos para siempre los inmensos gozos del cielo, no dejemos nosotros
algunos de la tierra.
El segundo modo por el cual hace la eternidad donde se llega: al bien infinitamente
mejor, y al mal infinitamente peor (1), es por razón de que recoge en cada instante, como
a sí, todo; de manera que en cada instante se siente lo que ha de tener por cuanto
durare: y como ha de durar infinito, recoge en cada instante como un infinito,
sintiéndose cada instante lo que tiene de presente y tendrá de futuro. Y así, dice un
Doctor; «Con la eternidad todo el bien que una cosa puede tener sucesivamente en
infinito tiempo lo recoge en uno, y hace que se dé, y sienta y goce de por junto; como si
todo el gusto que un espléndido banquete pudiera dar sucesivamente por parte de
tiempo infinito lo resumiera en uno, y todo ese deleite junto se diese por tiempo eterno,
sería infinitamente mejor y de mayor estima.» Lo mismo hace la eternidad en los males y
penas, porque las recoge de cierta manera en uno, y hace que se sientan de por junto,
porque aunque no estén actualmente juntas, hace que se aprendan todas juntas, y así
causa en el alma un dolor sin modo ni tasa.

(1) Del primer modo viene hablando desde la pag. 38: De donde se sigue…
Estos son verdaderamente males, pues son males por todas partes; por su extensión
y por su intensión; por lo que duran y por lo que son; pues por lo que duran no tienen
fin, y por lo que son no tienen medida. ¿Qué doliente hay que considerando esto tenga
impaciencia, pues su dolor en esta vida ha de tener fin, y tiene en sí medida? Picaduras
de mosquito son los mayores males temporales respecto del menor eterno. Y así, por
escapar de todos los eternos, no es mucho se padezca uno temporal.

Temblemos de estas dos lanzas que tiene la eternidad, de estas dos infinidades con que
aumenta sus males, porque son dos lanzas mortales que atraviesan de parte a parte a los
condenados, y dos incomparables peñascos con que les abruma y despedaza. Todo lo de
acá es risa, es un papirote, es una chinita respecto de lo eterno, que abarca a todo s
tiempos, y con el mal de todos ellos da sobre un condenado cada instante.

Además de lo dicho, tienen esto los bienes y males de la eternidad: que no sólo les
condiciona y aumenta lo futuro, sino también lo pasado, aunque fuese temporal. Porque
los bienaventurados del cielo no sólo se están gozando en esta hora de la gloria que
tienen de presente y de futuro, sino de la pasada, y hasta de los bienes verdaderos que
tuvieron en esta vida, que son sus virtudes y obras buenas, de las cuales se están ahora
recreando, y se gratularán de ellas por toda la eternidad. De suerte que todo bien
pasado, presente y futuro concurre a una al colmo de su gozo, y se amontona en su
felicidad el bien de todos los tiempos, hasta el de esta vida. ¡Cuán diferentes son los
bienes temporales, pues aun de lo que tienen de presente no se dejan gustar! Porque no
hay gozo temporal que no le desazone alguna falta, o sobresalto, o peligro. Y si aun en lo
presente no se dejan gozar, menos lo harán en lo futuro; porque como no tengan
seguridad, están tan lejos de comunicar su gozo venidero, que desabren al gusto
presente con el temor de perderlo. Y este mismo temor quita la advertencia para que la
memoria de lo pasado les consuele; antes suele causar más pena su temor cuanto más
gozo se experimentó antes.

Por todos los lados son mejores los bienes eternos, a los cuales hemos de aspirar y
afanar por alcanzarlos a costa de todo lo temporal; y en esta vida, en cuanto se pudiere,
imitar la misma eternidad, lo cual será con las tres virtudes que señala San Bernardo, el
cual dice: «Con la pobreza de espíritu, con la mansedumbre y con el llanto se renueva en
el alma una semejanza e imagen de la eternidad que abraza a todos los tiempos, pues
que con la pobreza merece lo futuro, con la mansedumbre posee lo presente, y con el
lloro de la penitencia recobra también lo pasado».

Y verdaderamente que quien tiene estima de lo eterno no había de hacer otra cosa más
que el ejercicio de estas tres virtudes.

Lo primero, dejando con la pobreza de espíritu todo lo temporal y trocándolo por lo


eterno, no queriendo nada en esta vida, para hallarlo mejorado en la otra; porque así
como la eternidad aumenta infinitamente al bien o mal adonde se arrima, así el tiempo
disminuye grandemente a todo aquello adonde se llega, y lo arrebata tras si. Cosas que
se han de acabar, no haría mucho uno en dejarlas; cosas que han de parar en nada, por
nada se pueden reputar.

Lo segundo, con la mansedumbre y paciencia debe insistir el cristiano en obrar bien y


vencer las dificultades de la virtud, pues ha de ser remunerado eternamente su trabajo
leve. Todo lo que se padece en esta vida es regalo respecto de lo que se padece en la otra.
¿Quién, viendo el infierno abierto, sin tener fondo el abismo de sus males, no llevará con
paciencia el rigor de la penitencia, y con mansedumbre la sinrazón de la injuria, sin
turbarse por nada la paz interior del alma, atendiendo únicamente, por fuego y por agua,
a obrar bien y agradar a su Redentor? ¿Quién, viendo el cielo que le aguarda, no se
animará con grande regocijo a hacer mucho y padecer por Dios con mucho fervor y
aliento? Escribe Rufino que vino una vez al abad Aquilio cierto monje para darle cuenta
cómo en guardar la celda sentía mucho tedio y tristeza; al cual respondió el prudente
abad: Esto nace, hijo mío, de que no piensas en los tormentos eternos que tememos ni en
el descanso y gozo que esperamos; porque si esto pensaras, aunque estuviera tu celda
manando e hirviendo en gusanos, y te llegaran hasta la garganta, con todo eso,
estuvieras en medio de ellos y perseveraras en tu recogimiento sin tedio ni enfado.

Lo tercero, con lágrimas y dolor del alma se debe procurar recompensar por los pecados
pasados, y satisfacer por ellos con dolorosa contrición y amargura de su corazón, pues la
eternidad de bienes que por ellos perdió, con la penitencia se repara. Porque es tan
eficaz esta virtud, que restaura lo pasado; y aunque dicen que lo hecho no tiene remedio,
y que en lo pasado no hay poder, esta poderosísima virtud tiene tanto poder, que
deshace lo hecho y prevalece en lo pasado; pues los pecados hechos quita, como si no se
hubiesen hecho.
CAPITULO VIII
Qué es en la eternidad no tener fin.

I
Todas estas declaraciones y definiciones de la eternidad aún no son bastantes para
significar su concepto ni para declarar su grandeza; ni aun se entiende bien, como notó
Plotino, lo que los autores que la definen sintieron. Antes se podía decir de ella lo que
dijo Simónides cuando le pidió el rey Hierón de Sicilia que declarase qué cosa era Dio s.
Tomó el filósofo espacio de un día para responderle, y considerarlo entretanto. Pasado
aquel día, dijo que habla menester considerarlo más tiempo, y pidió para ello otros dos
días; al cabo de los cuales pidió otros cuatro; los cuales pasados, dijo que mientras más
lo pensaba, más hallaba qué pensar y menos cómo explicarse, porque se le escondía más
mientras más andaba en su consideración. Lo mismo se puede decir de la eternidad: que
es un abismo tan profundo, que no puede hacer pie en su ponderación el conocimiento
humano, porque mientras más se considera, tiene más que considerar. Y así como dijo
San Dionisio Areopagita que Dios no se podía decir lo que era, sino lo que no era, y sobre
lo que era, así también la eternidad no se puede tanto declarar por lo que es, como por lo
que no es, o sobre lo que es.

No es la eternidad tiempo, no es espacio, no es siglo, no es millones de siglos, sino sobre


millones de siglos, sobre todo tiempo, sobre todo espacio. No es eternidad esta vida que
gozas y presto se ha de acabar; no es eterna la salud con que ahora estás; no son eternos
tus entretenimientos: no son eternas tus posesiones; no son eternos tus tesoros: no son
eternos aquellos en que confías; no son eternos estos bienes en que te complaces; tienes
que dejarlo todo. Mayor cosa es la eternidad, y sobre todo eso son las cosas eternas,
sobre los reinos, sobre los imperios y sobre toda felicidad.

Por eso Lactancio y otros autores declararon a la eternidad por lo que no era, diciendo
unos que eternidad es lo que no tiene fin; otros, lo que no tiene mudanza; otros, lo que no
tiene comparación; esto es, lo que no es limitado, lo que no es mudable, lo que no es
comparable. Bastará declarar y hacer anatomía de estas tres condiciones de la eternidad,
si bien no para dar a entender lo que es, por lo menos para causarnos pavor y estima de
ella, que es lo que más nos conviene, y juntamente gran desprecio de todo lo temporal,
que es limitado, mudable y poco.

II
Por la primera condición de no tener fin, dijo Cesáreo, que la eternidad es un día que
carece de tarde, porque nunca verá puesto el sol de su claridad. Esto se entiende de la
eternidad de los santos; porque la de los pecadores no es sino una noche que carece de
mañana, porque nunca les amanecerá el sol; en eterna lobreguez y oscuridad han de
estar, abrasándoles sus cuerpos y atormentando sus almas. Y si al calenturiento que se
desvela estándose en su cama regalada, una hora de la noche le parece un siglo, y está
por momentos esperando la mañana, ¿qué será estar una noche eterna sin dormir los
que durmieron en esta vida donde hablan de velar, padeciendo tantos tormentos y en
cama de fuego abrasador sin esperanza de mañana? Por cierto que aunque no hubiera
en el infierno otra pena sino estar en aquella lobreguez y noche sin fin, era para
asombrar su memoria.

Esta misma condición de carecer de fin significaron los antiguos con la figura del anillo
con que figuraban a la eternidad, porque en el anillo no se halla fin. Con más misterio la
llamó David «corona», según Dionisio Cartusiano, cuya redondez también carece de fin,
para significar que una eternidad sin fin ha de ser el premio y corona de nuestras buenas
obras y paga de las malas.

Temblar debíamos de esta voz: «Sin fin por las obras malas»; gozamos debíamos de
estas palabras: «Sin fin por las obras buenas», sí cabe en nuestro concepto lo que es
durar sin fin; porque nadie puede decir con demasía ni exagerar lo que es, y siempre se
dirá menos. Porque, como pondera San Buenaventura, si un condenado derramase de
cien a cien años una lagrimita solamente, y se fuese guardando cada gota de éstas, hasta
que viniesen, después de innumerables centenares de años, a ser tantas que igualasen
con el mar, ¿cuántos millones de años fueran necesarios para igualar, no digo ya al mar
océano, sino a un solo arroyuelo? ¿Por ventura podríase decir, después de lleno un mar
en tantos millones de siglos: ésta es eternidad, aquí acabó? No, sino empezó. Tórnense a
guardar otra vez las gotas de lágrimas tan tardías de aquel miserable condenado, y
llenen otra vez el piélago después de tantos millones de centenares de años, ¿acabariase
entonces la eternidad? No, sino que empezaría como el primer día. Repítase lo mismo
otras diez, otras veinte y otras cien mil veces; hínchense y rebosen otros cien mil
océanos con las pausas y tardanzas que hemos dicho; ¿topa- ríase, por ventura, con el
suelo de la eternidad? No, sino que nos quedaríamos en la superficie, y tan profunda e
inapelable estaría ella como al primer paso. No hay número ni guarismo que p ueda
comprender los años de la eternidad; porque si todos los cielos fueran otros tantos
pergaminos, todos escritos de una parte y de otra de números y más números
aritméticos, no llegaran todos ellos a decir la más mínima parte de la eternidad; porque
no tiene parte, sino que está toda entera; y aunque no hubiera océano que tuviera tantas
gotas, ni monte que tuviese tantos granos de arena, no se podrían contar por ellos los
años de la eternidad.

Para declarar más esto, quiero contar lo que pasó a Arquímedes. Había en su tiempo
unos filósofos que decían que el número de las arenas del mar era infinito; otros, aunque
decían que no era en si infinito, pensaban que no podían comprenderse en número
alguno. Para refutar a unos y otros, hizo Arquímedes un libro muy docto y agudo, que
dedicó al rey Qelón, en el cual probaba que aunque el mundo estuviese todo lleno de
arena, y él fuese mayor que ahora es, era toda aquella multitud de arenas limitada, y que
se podía reducir a número, y él hace la cuenta de todas cuantas serian. Después de este
filósofo, el P. Clavio hizo la misma cuenta de con cuántos granitos de arena se podía
llenar todo cuanto espacio hay debajo del firmamento, cuanto ocupan agua, aire, fuego y
los cielos, esto es, cuanto espacio hay debajo de las estrellas fijas: y haciendo cada
granito de arena tan pequeño e indivisible, que diez mil de ellos hicieran un granito de
adormidera o mostaza, viene a sumarlos todos tan en breve cuenta, que la puso en un
renglón, porque el número de ellos no consta más que de una unidad y cincuenta y un
ceros.

Supuesto, pues, que tanta multitud de millones de millones de granos se comprende en


tan breve cuenta, cotéjese qué serán los años infinitos que comprenderá la eternidad.
Porque no digo una plana de un libro, sino que si todo un libro fuese de guarismos: ni
digo sólo un libro, pero cuanto papel hay en el mundo; y aunque el mundo todo, desde el
firmamento, estuviese lleno de papel y todo el firmento estuviese escrito de números, no
comprendieran todos la más mínima parte de la eternidad, con ser tanta la multiplicidad
que se añade en cada número, que a cada cero que se añade lo va doblando diez siempre.
Porque si a una unidad se añade un cero, hace diez; si se añade el segundo, hace ciento;
si se añade el tercero, hace mil; y de esta manera se van con tanta prisa multiplicando los
números; por donde podrá cada uno considerar que, añadiendo cien ceros, se hace tal
número cual no puede concebir la imaginación. Pues ¿qué sería añadiéndose tantos
cuantos pudiesen caber en un pergamino tan grande como el cielo? Pues todo este
número tan innúmerable no es como la menor partecita de la eternidad. Porque después
de pasados tantos años como se pudieran comprender en tan gran suma, estuviera la
eternidad tan infinita como el primer día. Todos aquellos años últimamente toparían con
el fin, y se vendrían a acabar, y otros tantos más y millones de veces más; pero la
eternidad siempre será, y estará después de pasados todos estos millares de siglos como
si empezase entonces.
Piense el cristiano despacio cuán larga vida sería la de cien mil años. Pues no ha pensado
nada respecto de la eternidad. Piense diez veces cien mil; no ha hecho nada. Piense mil
veces mil millones: no ha quitado ni una partecita de ella. Piense mil millare s de millones
de millares de millones: aún está entera sin tocar la eternidad. Piense otros millones de
veces otro tanto; no ha dado aún con el fin de la eternidad; antes se estará siempre en su
principio, porque, como dijo Lactancio: «¿Con qué años se puede hartar la eternidad,
pues no tiene fin?» Hallará- se siempre en el principio, porque toda es principio; y
verdaderamente de esta manera se pudiera dar forma para definirla no poco
significativamente: «Eternidad es un perpetuo principio y ningún fin»; po rque siempre
está al principio y nunca estará en su fin; siempre está nueva, siempre está entera, con
nada la pueden disminuir.

Quiten de la eternidad tantos años cuantas gotas de agua hay en el mar, cuantos átomos
hay en el aire, cuantas hojas hay en los campos, cuantos granos de arena hay en la tierra,
cuantas estrellas hay en el cielo; aún se estará toda entera. Añádanla otros tantos años;
no por eso será mayor ni estará más lejos de su fin, porque nunca le tendrá, y en
cualquier punto tiene su principio. Nunca, nunca tendrá fin, y siempre, siempre estará en
el principio.

Considere uno que hubiese un monte de arena que llegase desde la tierra al cielo, y un
ángel quitase de allí a cada mil años un granito solamente: ¿cuántos millares de años, y
más millares e innumerables de millares se pasarán hasta que desapareciese aquel
monte? Póngase a hacer cuenta el más diestro contador: ¿qué tantos años pasarían hasta
que se menoscabase la mitad de él, disminuyéndole tan despacio aquel ángel? Parece
este trabajo que no era posible tener fin pero engañase nuestro entendimiento, que fin
tendría aquello, y llegarla tiempo en que se hubiese consumido la mitad de aquel monte
y todo él. Últimamente llegarla tiempo en que sólo faltase el último granito, y éste
también se quitaría de allí. Pero de la eternidad nunca llegará el fin; y después que se
hubiese acabado de consumir aquel monte de arena, no se hubiera disminuido nada de
lo eterno, sino que estuviera el monte de la eternidad tan entero como al principio;
después de pasados millones de siglos, después de consumidos millones de aquellos
montes, estarán las penas de los condenados tan enteras, flamantes y vehementes como
al principio.

III
¿Quién pudiera sufrir que le estuviesen quemando medio lado por un año enter o? Pero
¿qué digo estarse quemando de un lado? No, sino sólo el estar descansando recostado de
un lado sin levantarse ni mudarse al otro por espacio de un año. Lo cual fue una rigurosa
penitencia que hizo el Profeta Ezequiel por mandado de Dios, que le ordenó que
estuviese echado sin levantarse de un lado por espacio de trescientos y noventa días.

Esto cumplió el santo Profeta con la gracia divina, pero fue un género de penitencia
rigurosísima. Pues si en sólo estar un año echado de un lado, hay tanto que sufrir, ¿qué
será estar por toda una eternidad en aquella noche y lobreguez del infierno, tendido
como cayere el condenado, en una cama de fuego, lloviendo sobre él todo linaje de males
sin fin ni término alguno? ¿Qué cristiano hay que, si considerara es to de manera que
hiciera de ello vivo concepto, no fuera otro? ¿Quién pudiera tener gusto momentáneo de
la tierra corriendo tanto peligro de dolores eternos del infierno? ¿Quién se atreviera a
pecar arriesgando a penar tanto? ¡Oh cuán eficaz remedio fuera, de las estragadas
costumbres de los pecadores, si se pusiesen a pensar esto; que la eternidad no tiene fin,
que ha de durar para siempre! ¡Oh si cada día pensasen en esto media hora, o siquiera
cada semana, cómo mejorarían su vida!

Pero no se ha de pensar en esto de corrida, sino despacio, con atención y profundidad,


revolviendo en su ánimo que es eternidad lo que nunca ha de tener fin, nunca, nunca.
Porque así como el manjar que no se desmenuza y digiere no entra en provecho, así la
eternidad bien pensada, rumiada y digerida hará grande provecho en nuestras almas.

La fuerza de esta consideración declara el caso que refiere Benedicto Renato de un


hombre mundano, bien desvanecido y vicioso, que se llamaba Fulcón, el cual, como era
dado a todo género de gustos y regalos, así también no quería que le faltase el de la cama
blanda y sueño largo. Pero una noche que le faltó la gana de dormir, pasóla dando
vuelcos de un lado a otro, deseando por momentos que amaneciese el día. Entre este
desvelo le vino al pensamiento esta consideración: ¿Por qué tanto tomaras estar de ésta
suerte? ¿Por espacio de dos o tres años en continuas tinieblas, sin la conversación de tus
amigos y el entretenimiento de tus juegos, aunque estás en cama de plumas tan blanda?
Por cierto, intolerable trabajo sería. Pues has de saber que no has de salir libre de esta
vida; no pienses que has de salir sin que te toquen el pelo de la ropa, porque para bien
ser, has de caer en una cama enfermo, donde pasarás muy malas noches, si no es que
mueres de repente, que será peor. Y después de salir de la cama donde hubieres de,
morir, ¿sabes qué cama te aguarda? ¿Sabes en qué lecho te ha de hospedar la muerte? Tu
cuerpo tendrá por colchón la tierra dura, y será comido de gusanos; pero de tu alma,
¿qué podrás decir de cierto? ¿Sabes a dónde has de ir? Por cierto, según tu vida presente,
al infierno irás a parar. ¡Qué terrible cama de fuego te espera allí, donde no dos o tres
años, sino por una eternidad, habrás de estar en perpetuas tinieblas y tormentos, y mil, y
otra vez mil, y mil millones de veces mil años no bastarán a pagar por uno de tus gustos
ilícitos! Allí no veras eternamente al sol, ni al cielo, ni a Dios. ¡Ay de mí, miserable! ¡Ay de
mí! Si este poco de desvelo no puedo sufrir, ¿cómo sufriré eternos tormentos? Lo que
importa es mudar de camino, pues por éste vas perdido.

Con estas consideraciones hizo tal concepto de la eternidad, que no podía echar de sí el
pensar en ella, hasta que determinó entrarse religioso, diciendo entre si muchas veces;
¿Qué hago yo aquí, miserable? Gozo del mundo, y no se me logra su gusto; padezco
muchas cosas que no quisiera, y carezco de otras que quisiera tener; afánome por cosas
de esta vida; pero ¿qué premio me aguarda de este trabajo vano? No tienes gusto
cumplido; pero aunque le tuvieras, ¿qué te puede durar? ¿No ves cada día los que se
mueren y entran en la eternidad? ¡Oh eternidad, eternidad, que si no eres en el cielo,
dondequiera que seas serás pesada, aunque fuese en una cama muy regalada!
Aseguremos el cielo, y por lo poco no perdamos lo mucho, ni por lo temporal lo eterno.
Así lo ejecutó, y se entró religioso cisterciense.

IV
En todas nuestras obras hablamos de tener en el pensamiento: ¡Para siempre! Para
siempre me han de premiar lo que hiciere bueno, o me castigarán si pecare gravemente.
Con esto se animará el cristiano a obrar siempre buenas obras y obrarlas bien. Si en
todas nuestras acciones pusiésemos la mira y tuviésemos el respeto a la eternidad, no
hallaríamos dificultad en alguna obra buena; y así, en todas fijemos los ojos en la
eternidad que se ha de dar por la obra que se hace en un momento. Bendito sea Dios por
todas las eternidades, que nos dará un premio sin fin por trabajos tan breves que apenas
tienen principio.

Quejóse una vez Eurípides, insigne poeta de los griegos, que en tres días enteros no pudo
hacer sino con gran trabajo sólo tres versos. Estaba presente otro poeta llamado
Alcéstides. y dijo: «Pues yo para hacer cien versos bástame un día, y los haré con gran
facilidad.» Replicóle entonces Eurípides; «No os espantéis, porque vuestros versos no
son más que para tres días, mas los míos son para una eternidad.» De la misma manera
Zeuxis, excelentísimo pintor, pero espacioso sobre manera, preguntado por qué era tan
prolijo en su pintura, deteniéndose tanto en ella, respondió: «Pinto despacio porque
pinto para la eternidad.» Engañose, por cierto, porque ya no hay pintura suya; y de
Eurípides se han perdido muchas obras; más ninguna obra buena del justo perecerá. Y
no hemos menester gastar un día para ganar una eternidad, porque con el acto de
contrición que se hace en un momento ganamos el gozo que ha de durar sin fin; pero
debemos aprovecharnos de la consideración de Eurípides y Zeuxis para hacer, no sólo
las obras buenas, sino muy bien hechas; pues no obramos para sólo esta vida, sino para
la eternidad, que siempre debe estar en nuestra memoria.

El provecho que causó en el real profeta David su consideración fue una resolución firme
de mejorar la vida mudándose en otro hombre, alentándose a mayor observancia y más
alta y celestial perfección; y así, en aquel salmo en que dice: Que pensaba en los días
antiguos y en los años eternos, añade luego el efecto de su meditación, diciendo que
había de empezar de nuevo, porque la mudanza que sintió en su- corazón era de la
poderosa mano de Dios; porque considerando que la eternidad nunca acaba y siempre
empieza, y que todo es principio y ningún fin, se determinó de dar tal principio a nuevo
fervor y vida más perfecta, que nunca desmayase en su propósito, queriendo en esto
imitar a la eternidad, que así como ella siempre empieza, así él quería siempre empezar
a merecerla. ¿Y qué mucho, si lo que hemos de gozar, o hemos de penar, siempre ha de
empezar, que también nosotros empecemos siempre a merecer lo uno y huir lo otro? El
premio no ha de desfallecer, y es razón que el servicio no se canse: el gozo siempre ha de
empezar; ¿qué mucho que el trabajo sea como de quien siempre empieza? El descanso
no ha de tener fin, y el merecimiento debe estar siempre como en su principio.

Con esta consideración aprovechó mucho el santo Arsenio, haciendo cuenta, aun
después de muchos años que había hecho una vida santísima, que entonces empezaba,
repitiendo el dicho de David: «Ahora empiezo, ahora empiezo.» Nunca hemos de mirar lo
trabajado, sino animamos a trabajar más por Dios. Como lo hacia el Apóstol San Pablo, el
cual dijo de sí que se olvidaba de todo lo pasado y dilataba su corazón y ánimo,
extendiéndole para lo de adelante. Lo cual dijo el Apóstol en sazón que había pasado
tanto y hecho tales servicios a Dios y en bien de las almas, que habia ya trabajado más
que todos los Apóstoles: después que se entró por las sinagogas de Damasco a predicar
públicamente a Jesucristo, con peligro evidente de la vida, y padeciendo tal persecución,
que si no fuera echándole por los muros de la ciudad le hubieran hecho mil pedazos;
después que en Arabia convirtió mucha gente; después de haber convertido muchos en
Tarso y Antioquia: después de haber sido arrebatado al tercer cielo; después de haberle
escogido el Espíritu Santo para su Apóstol, y hecho grandes milagros y prodigios;
después de haber dado algunas vueltas a Asia la Menor y toda la Grecia y lo mejor de
Europa, convirtiendo innumerables gentes; después de haber hecho grandes limosnas,
recogiéndolas con gran trabajo suyo, y hecho grandes jornadas, llevándolas a los pobres
de Jerusalén; después de haber padecido innumerables persecuciones: después de haber
sido apedreado muchas veces, y la una haberle dejado ya por muerto: después de haber
sido azotado varias veces y sido preso muchas; después de haber hecho infinitos
servicios a la Iglesia; después de todo esto, no le parecía que habla padecido ni hecho
nada por Cristo; y olvidado de todo estaba como el primer día de su conversión, y
determinado a hacer más, a sufrir más, a trabajar más y empezar de nuevo, teniéndose
después de tantos trabajos y servicios por siervo inútil y sin provecho, como nos
aconsejó Cristo cuando dijo: «Después que hubiereis hecho todo lo que os he mandado,
decid: Siervos somos inútiles, hicimos lo que debimos hacer.»

Compare uno sus trabajos, su celo, su predicación, su caridad, con los del Apóstol, y
hallará que no ha empezado. Pues ni el Apóstol, después de haber pasado a los
merecimientos en que muchos santos murieron con grande santidad, se olvidó de todo y
juzgó que no habla hecho nada, tornando a empezar de nuevo, nosotros, que aún no
hemos empezado, ¿por qué nos hemos de cansar antes de empezar? Empecemos
siempre de nuevo, pues la eternidad que esperamos siempre ha do ser nueva, y siempre
ha de empezar. «No nos gloriemos, dice Dionisio Cartusiano, de los méritos de la vida
pasada, ni pensemos de nosotros que somos algo; sino hallámonos cada día tan nueva y
fervorosamente como si aquel mismo día empezáramos de nuevo y juntamente
hubiésemos de morir.»
CAPITULO IX
Cómo es la eternidad sin mudanza.
La otra condición de la eternidad es perseverar sin mudanza, lo cual daban a
entender los antiguos con misteriosos símbolos.

Unos la significaban pintando una silla; conforme a lo cual dice el profeta Isaías que vio
al Señor sentado en un trono muy levantado, representándose en esto la grandeza de su
eternidad. Y San Juan en el Apocalipsis celebra tantas veces la silla de Dios, dibujándonos
por ella su eterna duración. Y más claramente el profeta Daniel, cuando se le representó
Dios como era eterno, y por eso le llama él Antiguo de los días, le vio todo el cabello
blanco y asentado. No es esta vida para de asiento, no nos hemos de parar en ella. Las
miserias que en ella hay dan bastante a entender que no la hizo Dios para de propósito
ni para durar; de prestado es, no hay que detenernos en ella, sino caminar a largo paso al
monte de la eternidad. Vida tan miserable, ella misma dice que hay otra donde
hallaremos descanso, pues aquí no la topamos. En el cielo han de cesar todas nuestras
desdichas y miserias: allí se han de enjugar las lágrimas de este valle de ellas: allí han de
tener descanso nuestras fatigas; allí ha de hallar asiento la inquietud de nuestro corazón.
No hay modo de vida, ni suerte de estado, ni condición de hombre, ni grandeza de
dignidad, ni abundancia de riquezas, ni felicidad de la fortuna que haya dado en este
mundo descanso.

Esta circunstancia de lo eterno es muy para temer en los malos que hayan de estar en
aquellos tormentos eternos, sin haber mudanza en ellos, cuanto a la pena esencial, sin
sentir alivio alguno, ni aun de mudar un tormento en otro igual, ni revolverse de un lado.
San Paulino dijo de San Martín que su descanso era mudar de trabajo; porque,
verdaderamente, aunque no se cese de trabajar, el mudar un trabajo en otro, aunque no
sea menor, alivia. No han de tener refrigerio los miserables, ni les será permitido
mudarse de un lado a otro. Cosa espantosa es que después que cayó en el infierno el
primer hombre que se condenó, que habrán pasado ya cinco mil años, no haya tenido
mudanza que le haya sido de alivio desde entonces acá, habiendo habido tantas en el
mundo. Porque mientras aquel miserable ha estado sin mudarse en sus atrocísimas
penas, han pasado grandes alteraciones en el mundo.

La Naturaleza, ¿qué alteraciones no ha padecido en este tiempo? ¿Cuántas islas se ha


tragado el mar? De una dice Platón que anegaron las aguas, que era mayor que Europa y
África (1). Los terremotos, ¿qué edificios han dejado seguros, o, por mejor decir, qué
montes? Porque muchos se han trastornado, otros han brotado de nuevo. ¿Cuántas
ciudades se han hundido? ¿Cuántos ríos se han secado, y vomitado otros por divers as
madres? ¿Qué torres no se han caldo? ¿Qué muros no se han deshecho? ¿Qué memorias
no se han olvidado? ¿Cuántas caras han mudado las cosas? ¿Cuántos vuelcos han dado
los mayores reinos? ¡Y aquel miserable no ha podido dar uno! ¿Cuántas veces se ha
revuelto el año? ¿Cuántas primaveras y otoños han pasado? ¿Cuántas noches? ¿Cuántos
días? Y él está como el primer día de aquella noche oscura; y con haber, entre tanto que
está penando, dado vueltas el sol a todo el mundo elemental cosa de un millón y
setecientas mil veces, el miserable no podrá verse mudado ni una vez, ni un paso de
donde cayó en el infierno.

No se congoje el infierno en su dolencia, ni el pobre en su necesidad, ni el afligido en su


tribulación; pues los males de esta vida se mudan con el tiempo, o se alivian con el
consuelo, o se acaban con la muerte; pero los miserables condenados ni aun con la
esperanza de morir se pueden consolar; porque si entre tanta multitud de acerbísimas
penas hubiese alguna esperanza de su fin, sería de algún alivio ; mas no es así, que por
todas partes tienen cerradas las puertas al consuelo. La esperanza es la que engaña los
males, y quita gran parte de su sentimiento; ni hay trabajo que con ella no sea tolerable;
y los más afligidos y ahogados respiran con sólo pensar en el fin de sus miserias o en la
mudanza de sus males; pero ¿qué alivio puede tener un condenado, pues su
miserabilísima desdicha no ha de tener fin, ni un leve punto de alteración sus dolores?

(1) Se refiere a la Atlántida.

Tuvieran por consuelo que de aquí a mil años les dieran la gota de agua que pidió el
rico avariento. ¿Qué digo de aquí a mil años? De aquí a cien mil años, y de aquí a mil
veces cíen mil, como les diesen término señalado y abriesen la puerta de una ligera
esperanza. Si todo el espacio cuanto ocupa la tierra, y cubre el agua, y llena el aire, y se
extienden todos los cielos, estuviese lleno de granos de trigo, y dijesen a un condenado
que después que los hubiese comido todos un pajarito que de cien mil a cien mil años
vendría a tomar uno, y en llevándose el último le darían la gota de agua que se pidió a
Lázaro, se consolara de ver en el rigor de sus penas esta sola mudanza y alivio tan
pequeño. Pero no le tendrán; y después de tantos millones de millares de años estarán
como al principio, tan penados, tan rabiosos, tan sin consuelo como siempre. Esto les ha
da hacer despedazar los corazones, viendo su remedio de todo punto imposibilitado,
habiéndoles sido tan fácil. Porque con unas migajas de pan que caían de la mesa pudiera
granjear aquel rico los gozos eternos, y ahora le es imposible el alivio de una gota de
agua. ¡Qué rencor tendrán contra sí mismos acordándose que con carecer del gusto de
un momento pudieran haber escapado de tormentos eternos! ¡Qué rabiosas tendrán las
entrañas considerando que pudieron tener remedio, y que ahora sin remedio penan!

Abra, pues, el cristiano los ojos y remedie, ahora que puede, lo que no podrá cuando
quiera. Ahora es tiempo aceptable, ahora es tiempo de salud (2 Cor., 6, 2), ahora es tiempo
de perdón y jubileo, ahora puede ganar en un momento lo que en toda la eternidad no
podrá remediar.

Ahora sí que es tiempo de perdón cada año, y cada mes, y cada día, y cada hora, y cada
momento. ¿Qué diera un condenado por un cuarto de hora de los días e nteros y semanas
que pierden los hombres en esta vida para poder hacer penitencia? No seamos nosotros
pródigos de cosa tan preciosa; no perdamos tiempo perdiendo en él la gloria y
arriesgando el infierno. El tiempo de esta vida es cosa tan preciosa, que dijo de él San
Bernardo este encarecimiento: «El tiempo tanto vale como Dios»; porque con él se gana
a Dios. No desperdiciemos cosa de tanto valor, sino gocemos de este barato, que por
tiempo ganemos eternidad, y al mismo Dios, Señor de la eternidad, cumpliéndose lo que
dijo el Eclesiástico (20, 12): Hay quien por poco precio redime muchas cosas. Sobre las
cuales palabras dice Gaufrido: «Si se te debe a ti una amargura eterna, y tú puedes
escapar de ella por sufrir lo temporal, grandes cosas, sin duda, compra ste con poco
precio.»

En los bienes eternos es también gran consuelo carecer de mudanza, y que no sólo no se
han de acabar, pero que ni disminuirse podrán, y que consumiéndose o mudándose
todos los bienes temporales, ellos siempre permanezcan en un mismo ser y estado para
siempre. Coteje el cristiano la brevedad y mudanza de los bienes de esta vida con la
inmutabilidad y eterna duración de los gozos de la otra. Atienda la diferencia que hay
entre estas dos palabras: AHORA y SIEMPRE. Los necios del mundo dicen: Holguémonos
ahora. Los cuerdos y virtuosos dicen: Más vale, dejándonos de holgar ahora, gozar
siempre los bienes eternos. Los mundanos dicen; Vivamos ahora regalados. Los siervos
de Cristo dicen; Muramos ahora a la carne, para que vivamos siempre y sin mudanza por
toda la eternidad. Los pecadores dicen; Gocemos ahora del mundo. Los temerosos de
Dios dicen; Huyamos del mundo inestable para que gocemos siempre del cielo. Cotéjese
cuáles son más cuerdos, los que miran lo que dura el momento de ahora, o los que,
atienden a la eternidad de lo que es siempre-, los que quieren padecer sin provecho
alguno eternamente, o los que quieren ahora padecer un poco de tiempo con tan gran
provecho como es el del reino de los cielos.
i Oh vida miserabilísima e inconsolable de los condenados, que ni han de tener fin sus
tormentos, ni mudanza sus dolores, ni provecho sus penas. Tres cosas solas son las que
consuelan en los trabajos de esta vida, o que vendrán a tener fin, o que con la mudanza
se aliviarán, o con el provecho que de ellos se espera se recompensarán. Todo esto ha de
faltar a las penas eternas, en las cuales ni habrá esperanza de fin, ni de mudanza, ni de
utilidad, ni de provecho. Tremenda cosa será padecer por toda una eternidad sin
provecho ninguno, por no haber querido padecer un momento de tiempo con tan gran
provecho como es la gloria de Dios eterna y el reino de los cielos.
CAPITULO X
Cómo es la eternidad sin comparación.
De todo lo dicho se colige la tercera calidad de la eternidad, que es ser sin
comparación-, porque así como no hay comparación de lo infinito a lo finito, así no la
puede haber de lo eterno a lo temporal; y así como dista tanto de la grandeza de Dios un
grano de arena, como el monte Olimpo, así distan tanto de la eternidad mil años, como
un cerrar y abrir de ojos. Por lo cual dijo Boecio que más semejantes son un momento de
tiempo y diez mil años que diez mil años y la eternidad. No hay encarecimiento que
pueda declarar la grandeza de lo eterno, ni exageración que explique la pequeñez de lo
temporal y brevedad del tiempo.

Por eso David, cuando se puso a pensar cuánto había pasado desde que crió Dios al
mundo, llamó días a los siglos que habían corrido hasta su tiempo, diciendo: Pensé en los
días antiguos. Y no es mucho que llamase días a los siglos', pues en otra parte dijo que mil
años eran delante de Dios como el día de ayer, que ya pasó. Aún más lo significó San Juan
cuando llamó hora a todos los años que había desde su tiempo hasta el fin del mundo,
con haber pasado ya mil y novecientos años. Pero cuando se puso David a pensar en la
eternidad, con ser sola una, y como hablan los santos, un día, la llamó años eternos, los
cuales dijo que tenía en su pensamiento, aumentando como pudo el concepto de la
eternidad y disminuyendo el del tiempo. Por lo mismo, el profeta Daniel, declarando la
gloria de los varones apostólicos, dijo en número plural que resplandecerían como
estrellas en perpetuas eternidades. Pareciéndoles que no bastaba su nombre ordinario
para declarar lo que es una eternidad, la explicó con el nombre de muchas, diciendo:
«Eternidades», y añadiendo fuera de esto el epíteto de «perpetuas». Pero por más que se
declare la eternidad, no se puede declarar.

Háganse lenguas los profetas, llámenla eternidad de eternidades, llámenla días muchos,
llámenla siglos de los siglos, llámenla eternidad y más allá; todo queda corto para explicar
su infinita duración. Por lo cual dijo Eliú de Dios que el número de sus años era
inestimable: porque cuantos años son imaginables no se pueden comparar con sola la
eternidad. Bien se puede comparar un cuarto de hora con mil millones de siglos; pero
mil millones de siglos no tienen comparación con la eternidad, respecto de la cual todo
tiempo se desvanece; ni es más un momento que millones de años, porque ni en el
momento ni en los años hay proporción comparándose con la eternidad. Y así, respecto
de ella todo es igual, o, por mejor decir, todo es nada, todo desaparece. Por lo c ual dijo el
Sabio (Eccli., 11, 8), muy al intento, estas palabras; Si hubiese vivido el hombre muchos
años, y en todos ellos hubiese gozado de deleites, debe acordarse del tiempo tenebroso y de
los días muchos (así llama a la eternidad), los cuales, cuando vinieren, todo lo pasado se
hallará ser vanidad-, porque desaparecerá todo.

En el punto que mueren los hombres, todos son iguales cuanto a las cosas de esta vida; el
que vivió mucho y el que vivió poco, el que se deleitó mucho y el que se deleitó poco, y
aun el que tuvo grandes gustos y el que tuvo muchos trabajos; porque todo se acabó, y
ya ni el uno siente los gustos ni al otro duelen los trabajos. En el punto que expiró San
Romualdo, después de cien años de asperísima vida, ¿qué tuvo de todos sus rig ores? Y
en muriendo el penitentísimo Simeón Estulta, ¿qué tuvo después de ochenta años de la
prodigiosa penitencia que en ellos hizo? ¿Qué tuvo de pena del áspero cilicio que en tan
dilatado tiempo no se quitó de día ni de noche? ¿Qué tuvo de su continuo a yuno y largas
oraciones? Por cierto, no tuvo ya más pena ni más fatiga que si en todos ellos hubiera
tenido los regalos de Sardanápalo; de dolor no tuvo nada, pero de admirable gozo y
gloria tuvo, tiene y tendrá mucho. ¿Qué tuvo San Clemente Ancirano en el tiempo que
murió, de veintiocho años en que fué rabiosamente atormentado de la crueldad de los
tiranos? Por cierto, de dolor no más que si hubiera gozado en ellos de todos los deleites
del mundo; pero de la gloria tiene una eternidad; porque si la malicia de una hora hace
olvidar los deleites de cien años, mucho mejor la bondad y bienaventuranza de una
eternidad hará olvidar los dolores de solos veintiocho años. ¡Oh prodigioso momento de
la muerte, que acaba todo esto temporal y perecedero, y da principio a lo eterno, y
trastrueca todas las cosas! Acaba con los gustos de los pecadores y empieza con los
tormentos para nunca acabar; acaba con las penas y asperezas de los santos y empieza
con los gozos eternos.

Mire el cristiano lo que coge: igualmente han de tener fin los gustos con que peca y las
penas con que satisface; e igualmente no han de tener fin los tormentos por que pecó y
los gozos por que mereció. Escoja lo que le estará más bien; mire si le será mejor labrar
para si un eterno peso de gloria con el ligero y momentáneo trabajo de la penitencia;
porque aunque la hiciera por espacio de cien años, respecto de la eternidad es un
momento. No espante a ningún penitente la vida larga, que no hay nada largo respecto
de lo eterno. Bien dijo San Agustín que «todo lo que tiene fin es breve». Fin tienen cien
años de penitencia, y así es breve esta penitencia. Fin tienen mil años, y fin tienen cíen
mil, y fin tienen cien mil millones; y así todo este tiempo, al parecer inmenso, es breve, y
respecto de la eternidad no es más que un instante.

De la misma manera habíamos de mirar cien mil años como una hora; y por sí, la vida
larga tan poco se había de desear como la breve, porque tan poco bulto hace respecto de
lo eterno. Y así como respecto de un cuerpo sólido no tiene más proporción una
superficie que cien mil, porque no bastarán todas a componer una partecita sólida, más
que si fuera una sola; así también respecto de lo eterno no es menos un año que cien mil,
ni más cien mil que un año; y a todo tiempo, aunque sea un millón de siglos, hemos de
mirar como a un instante, y a todo lo temporal como a una superficie que tiene sólo
apariencia, pero no cosa alguna de solidez ni sustancia; y todos los tiempos, con cuantos
bienes temporales hay, no podrán componer un bien solo de lo incomprensible de la
eternidad. Si toda la tierra respecto del cielo se dice que es un punto, con ser finita' y
limitada la grandeza del cielo, ¿qué mucho que todo tiempo sea como un instante
respecto de la eternidad, que es infinita? De la tierra al cielo, y aun de un granito de
arena al más alto cielo, hay proporción; y con todo eso, es un punto en su comparación.
Pero de cien mil años a la eternidad no hay proporción, y así serán menos de un instante.

¡Oh ceguera de los hombres, que hagan tanto caso del tiempo; que en vida quieren
gustos y en muerte memoria, y en vida y muerte nombre y fama! ¿Para qué? ¿Para un
momento? ¿Para un instante? ¿Para qué quieres gusto en vida que mañana se te
acabará? ¿Para qué quieres memoria vana y caduca después de muerto, pues no te
puede durar más que hasta el fin del mundo, y éste no tardará muchos años? Y aunque
tarde un millón de siglos, breve es, pues se ha de acabar, y todo es como un momento
respecto de lo eterno.

Así como se ha la inmensidad de Dios respecto del lugar, así se ha la eternidad respecto
del tiempo; y como respecto de la inmensidad de Dios no es más todo el mar que una
gota de agua, ni es menos un átomo del aire que todo el mundo, así también, respecto de
lo infinito de la eternidad, no es más cien mil siglos que medio cuarto de hora. Pues si
Dios te diera medio cuarto de hora de vida solamente y supieras que, después de
muerto, dentro de una hora se habla de acabar el mundo, ¿gastaras aquel tiempo en
acomodarte y en procurar fama después de tu vida? Por cierto que no te acordaras más
que de aparejarte para morir, y no trataras de dejar nombre vano y gran memoria de ti.
Sábete que lo mismo debes hacer, aunque tuvieras por muy cierto que habías de vivir
cien años y que el mundo no se había de acabar en cien mil; porque todo lo que tiene fin,
breve es, y todo tiempo, respecto de la eternidad, es como un día, una hora y un
momento. Sábete que San Juan dijo que ya estaba su tiempo en la última hora del mundo
(1 Jo., 2, 18), aunque faltaban tantos años; porque todos esos años no eran más que una
hora respecto de lo eterno: y asi como no tuvieras cuenta de dejar nombre de ti en el
mundo, si sólo faltase una hora para acabarse, tampoco la debes tener ahora, aunque
faltasen muchos siglos.
Si supieras de cierto que hablas de vivir cíen años, y que en todos ellos no hubieras de
comer sino lo que sacaras del tesoro de un gran rey por espacio de una hora, que te
determinase para ella, ¿fuéraste, por ventura, aquella hora a pasear? ¿Detuviéraste en
alguna vana conversación? ¿Pusiéraste a buscar entretenimientos? Por cierto que no
cesaras de trabajar y darte prisa, cargándote de aquellos tesoros. Pues ¿cómo te
descuidas sabiendo que tu alma ha de vivir una eternidad, y que no ha de tener sino lo
que en esta vida ganare y mereciere? Mira el poco tiempo que te dan para proveerte
para lo eterno; ¿cómo te descuidas, cómo te paseas, cómo te entretienes. cómo ríes,
cómo no lloras y haces pedazos tus carnes a penitencia y rigor? Más es una hora
respecto de cien años y de cien mil, que son cien mil respecto de la eternidad. Pues si en
aquella hora de atesorar no pararas por parecerte poco tiempo, ¿por qué pararás de
merecer en el tiempo de esta vida, aunque fuese de cien años, pues fuera un momento
respecto de lo eterno?

Mira qué son cien años respecto de im millón de años, y mira qué serán respecto de la
eternidad. Si te dieran cien años de tormentos por un millón de contentos, te venia a
salir muy barata esta feria, pues dabas diez mil veces menos de lo que recibías. Mas no
por cíen años de penalidades, sino por una hora de mortificación de un gusto, te dan una
eternidad de gloría. Considera cuánto menos das de lo que recibes, porque sí tan larga
vida de trabajo fuera, respecto de un millón de años, diez mil veces menos, ¿qué será
comparado con la eternidad, respecto de la cual millones de millones de siglos no es un
instante?

Mira que es poco un espacio de esta vida para granjear la eterna. Mira que es poco todo
tiempo para merecer la eternidad. Con razón dijo San Agustín: «Por el descanso eterno
habías de tomar un trabajo eterno; habiendo de recibir la eterna felicidad, hablas de
sufrir eterno padecer.» Pues ¿cómo te puede parecer mucho el tiempo breve de esta
vida? No dudo sino que no hay justo en el Cíelo ni pecador en el infierno que todas las
veces que tiende los ojos por la eternidad no se admire y se asombre de que una cosa tan
breve como esta vida sea la llave de bien o mal tan largo. Mira cuán barata se te da la
eternidad de la gloria, lo que es infinito por lo finito: pesa mil años en comparación de lo
eterno, pesa diez mil, pesa cien mil; no haces nada, todo es humo y paja, porque no hay
comparación de lo infinito a lo finito, ni de lo vivo a lo pintado.

Lo mismo que se dice del tiempo se puede decir de lo que en él corre, que los males y
bienes temporales son pintados respecto de los eternos. Pues mira cuán barato se te da
una gloria sin fin por un trabajo breve, y una bienaventuranza verdadera por un trabajo
pintado. ¡Y que la quieras despreciar por un gusto fingido y de un momento! Por cierto
que no digo evitar deleites de esta vida; pero abominar de ellos debes, y buscar la
eternidad por pena, por hierro y por fuego. Porque así como ella sin comparación excede
a todo tiempo, así debe buscarse en todo tiempo con fervor, diligencia y ansias
incomparables sobre todo lo temporal.

Mira antes que tuviste un gusto, que por una eternidad no tuvo ser tu gusto; mira
después de pasado, otra eternidad en que no le tendrá, ¿qué viene a ser más que si no
hubiera sido? Todo tiene principio y fin en medio de la eternidad, que ni tuvo principio
ni tendrá fin; se hunde y se absorbe como sí no hubiera sido. Y así tampoco aprovechará
todo lo temporal que pasa, sí no sacas de ello algún fruto eterno que perma nece.
CAPITULO XI
Qué cosa sea el tiempo, según Aristóteles y otros filósofos, y la poca consistencia de la vida.
Aunque de todo lo dicho se puede colegir lo que es el tiempo, la vida temporal y
cuanto con el tiempo pasa; con todo eso, lo consideraremos ahora más particularmente,
después de haber tratado de la eternidad, para formar más vivo concepto de la bajeza de
las cosas temporales y grandeza de las eternas.

Define el tiempo Aristóteles diciendo que es «la medida del movimiento», porque donde
no hay mudanza ni sucesión, no hay tiempo. Declara más esto Eleusipo, añadiendo que el
tiempo es la medida del apresuramiento y carrera que hace el sol. Y Próculo dijo que era
el número de las correrías y revoluciones de los cuerpos celestes. Los pitagóricos d ijeron
que era la última esfera que rodea las demás; esto es, el último cielo, cuyo rapidísimo
movimiento es sobre toda ligereza y movimiento; conforme a lo cual dijo San Alberto
Magno que era la medida del movimiento del primer móvil. De manera que el tiempo es
un accidente de cosa tan inconstante como el movimiento. Por lo cual dijo Avicena: «El
tiempo es cosa más flaca que el movimiento.» Mira, pues, qué hay que fiar de la vida
humana, pues es miembro de una cosa tan inconstante, flaca y veloz, que pasa y corre al
paso que corre el sol, y dan vueltas al mundo las estrellas del firmamento, que exceden
en su curso y velocidad, no sólo a las aves que vuelan, pero al mismo viento. Sábete que
no viene la muerte tras ti con zapatos de plomo; alas trae, y volando viene a buscarte con
tanta celeridad, que no se puede imaginar mayor. No sólo excede a las aves del aire, pero
ni hay pieza de artillería disparada que con más furia se mueva, que ella corre por todas
partes, y no te dejará de alcanzar.

Considera cuantas cosas conoces que hay ligeras, y piensa que todas se mueven a paso
de tortuga en comparación de la muerte. Muy velozmente se mueve un neblí cuando va
tras la garza; pero flema es toda su velocidad en comparación del tiempo, y de la muerte
que viene en él caballero, para hacer en ti presa. Más ligeramente que un ave se mueve la
saeta que dispara el cazador, pues la hiere y mata aunque vaya volando por los aires;
pero lerda es la saeta más ligera en comparación de la que te ha disparado la muerte
desde el punto en que naciste. ¿Y qué cosa se puede imaginar más veloz que un rayo que
cae del cielo? Con todo eso, es su movimiento muy espacioso respecto de la presteza con
que corre la muerte; porque es al paso del movimiento de las estrellas del firmamento,
que más ligeramente se mueven, cuya velocidad es tan prodigiosa, que corren en un día
más de mil y diecisiete millones y medio de leguas, y en una hora más de cuarenta y dos
millones, según el cómputo más moderado del P. Clavio. A este paso viene la muerte tras
ti; ¿cómo no te recelas? Más ligera viene que un águila, más veloz que un rayo, con tal
ligereza que aun el pensamiento no la alcanza; ¿cómo no temes y te sobresaltas? Ya está
suelto el arco; contra ti está disparada la saeta, y viene a dar en ti; ¿cómo no abajas
siquiera la cabeza y te humillas y reconoces?

Si supieses que un tiro de artillería querían dispararte, y que no podías huir el golpe, no
sabrías qué hacerte. Pues ¿qué si te dijesen ya está disparado? Murieras con sólo el
susto. Pues sábete que mucho más precipitada y ligeramente se ha disparado contra ti el
tiro de la muerte, y no sabes desde dónde partió, ni dónde está ya; porque aunque
estuviera muy lejos de ti, ella corre con tanta prisa, que no puede dejar de dar contigo
muy presto. Pero como no sabes de cuán lejos partió, debes por momentos estarla
esperando, pues por momentos viene.

Fuera de la ligereza, se ha de considerar aquella condición del tiempo, que notó


Aristóteles que es medida del movimiento, en cuanto tiene primero y postrero-, esto es, en
cuanto con continua sucesión unas partes tiene después de otras. Lo cual tiene
esencialmente el mismo tiempo, como notó Averroes; de manera que no tiene capacidad
para dar de por junto las cosas, sino por partes, dejando unas de ser par a venir otras,
muriéndose cada momento las primeras para que vengan las segundas. Los bienes que
puede gozar la vida en la niñez se han de dejar cuando vienen los de la mocedad; y los de
la mocedad cuando vienen los de la vejez. La candidez, seguridad e inocencia de los
niños se pierde con la juventud: y las fuerzas y vigor de la juventud no están ya con el
seso y juicio de la vejez. De suerte que no es el tiempo para damos todo junto inocencia,
vigor y prudencia, sino, con ser tan limitados los bienes de la vida, los da tan
limitadamente, que a la misma vida da por partecitas, y mezcla en ella tantas partes de
muerte como da en trozos de vida. Primero que venga la niñez ha de morir la edad del
infante; primero que venga la vida pueril ha de morir la niñez; antes que venga la
juventud ha de acabarse la puerilidad, y la misma juventud muere primero que venga el
estado de varón; el cual, también, antes que venga la vejez, ha de expirar; y hasta la
misma vejez muere para que venga la edad decrépita. De suerte que en una misma vida
hallará uno, antes de morir, que ha muerto muchas veces; y con todo eso no acabamos
de persuadimos que hemos de morir una. Volvamos, pues, los ojos a nuestra vida
pasada, y consideraremos qué se hizo de nuestra niñez, de nuestra puerilidad, de
nuestra juventud. Ya murieron en nosotros. Pues de la misma manera morirán todas las
demás edades y vidas de la vida.

No solamente moriremos en los principales tiempos de ella, sino cada hora y momento,
con una perpetua sucesión y mudanza de cosas. ¿Qué contento hay en la vida que no
muera luego, y le suceda algún pesar? ¿Qué afecto da pena que no le suceda otro con otra
pesadumbre igual o mayor? Por lo ausente, por que se entristeció uno; teniéndole
presente se enfada; lo que deseado le dio congoja, poseído le da cuidado, y perdido,
pena.

No hay punto de vida en que no gane mucha tierra la muerte. Ni es otra cosa el
movimiento de los cielos sino un ligerísimo torno en que se está siempre recogiendo el
ovillo de nuestra vida, y un velocísimo caballo en que corre la posta la muerte. No hay
momento de vida en que no tenga igual jurisdicción la muerte. Y como dijo un filósofo,
no hay punto de tiempo que no le dividamos con la muerte.

Y si bien se considera, no vivimos sino un punto, porque no tenemos de vida sino este
instante presente. Los años pasados ya pasaron, y no tenemos de ellos más que si
fuéramos muertos. Los años que han de venir aún no los vivimos, ni tenemos de ellos
más que sí no hubiéramos nacido. El día de ayer se desvaneció; el de mañana no sabes lo
que será; del de hoy ya se te han pasado muchas horas que no vives, y te faltan de vivir
otras que no sabes si las vivirás. De manera que, sacado todo en limpio, no vives sino
este momento, y en ese mismo te estás muriendo. De suerte que no puedes decir que la
vida es sino la mitad de un momento, y un indivisible dividido entre vida y muerte. Con
razón se puede llamar esta vida temporal, como dijo Zacarías, sombra de la muerte,
porque a sombra de la vida se nos entra la muerte; y como a cada paso que da uno da
otro su sombra, así también no da paso la vida que no dé otro la muerte. Y así como la
eternidad tiene esta propiedad, que siempre empieza, y así es un pierpetuo princip io, así
también esta vida siempre acaba, y se está feneciendo; por lo cual se puede decir un
perpetuo fin y una continua muerte. No hay gusto en la vida, aunque durara veinte años
continuos, que se pueda gozar presente, sino sólo un punto, y éste con tal contrapeso,
que no menos se avecina en él la muerte que le goza la vida.

Finalmente, es de tan poco ser y sustancia el tiempo, y. por consiguiente, nuestra vida,
que no tiene ser permanente, como dice San Alberto Magno, sino sucesivo y arrebatado,
sin poderse detener en su carrera, con la cual va precipitado a dar en la eternidad, y
como si fuera un caballo desbocado atropella con todo y lo arruina, sin poder pararse. Y
a la manera que no se pudiera gozar de la vista de un bizarro caballo lleno de Joyas y
galas, si fuese siempre corriendo a rienda suelta, así también, porque no paran un punto
las cosas de esta vida, no se puede gozar bien de ninguna; todas corren a rienda suelta
hasta estrellarse con la muerte y hacerse pedazos con su fin.
No significó poco esta misma condición del tiempo el nombre que le dio el emperador y
filósofo Marco Aurelio, cuando dijo: «El tiempo es una ola arrebatada»; porque así como
una recia ola hunde con gran velocidad la nave y no deja gozar al navegante de las
riquezas que lleva, así hace el tiempo con su arrebatamiento y furia; que arruina y anega
todo. Consideró este filósofo tanta brevedad y presteza en el tiempo, que lo mismo juzgó
era vivir largo tiempo que corto; y así, añadió una sentencia que quiero referir aquí par a
desengaño nuestro: «Sí te dijera Dios que habías de morir mañana o ese otro día, no
hicieras ya mucho caso en que murieses ese otro día, y no mañana, si no es que tuvieses
un ánimo muy apocado y vil. Porque ¿qué diferencia había de uno a otro, por ser ta n
poca la distancia? Pues de la misma manera juzga que no has de tener por gran
diferencia morir después de mil años, o morirte mañana. Considera a menudo cuántos
médicos se han muerto, que tomando el pulso a los enfermos arquearon las cejas;
cuántos matemáticos (1) que se alabaron de haber dicho a otros cuándo habían de
morir; cuántos filósofos, que disputaron largamente de la muerte y de la mortalidad;
cuántos muy celebrados en la guerra, que mataron a muchos; cuántos reyes y tiranos,
que con gran insolencia usaron de su poder; cuántas ciudades se han muerto, para
decirlo así. Helíce, Pompeya y Herculano, y otras innumerables. Añade a éstos cuántos
has conocido y ayudado a sus exequias, que uno tras otro se han muerto, y lo que ayer
fue pez, hoy es guisado o ceniza: momentáneo es todo tiempo.» Todo esto es de este
sabio príncipe.
(1) Astrólogos.
CAPITULO XII
Cuán breve sea la vida: por la cual se ha de despreciar todo lo temporal.
Mira, pues, ahora, qué es el tiempo y qué es tu vida, si se puede imaginar co sa más
veloz e inconstante. Compara la eternidad, que siempre está en un estado, con el tiempo,
que tan arrebatadamente corre y se muda. Mira que así como la eternidad da una
estimación infinita a las cosas adonde se llega; así el tiempo ha de quitar la es timación'
de cuantas cosas con él se acaban. El menor gozo del cielo debes estimar infinito, porque
ha de durar infinitamente: y el mayor contento de la tierra debes estimar en nada,
porque ha de acabarse y parar en nada, menor tormento del infierno te hab ía de causar
un pavor inmenso, por haber de durar sin fin; y los mayores tormentos de esta vida no
tenías que temer, pues han de cesar y acabarse. Cuanto la eternidad engrandece las
cosas, tanto las disminuye el tiempo; y así como lo eterno debe tener estimación de cosa
infinita, aunque ello fuese pequeño, así lo temporal se debe estimar en nada, aunque
fuese infinito, porque ha de parar en nada. Por cierto que aunque fuese uno señor de
infinitos mundos, y tuviese infinitas riquezas, si las había de dejar y acabar con todo, no
tenia que estimarlo más que la nada, pues en nada ha de parar.

Y si todas las cosas, temporales tienen esta mala propiedad, por ser caducas y
perecederas, de no debérselas mayor estimación que a lo que no es, pues han de dejar de
ser tan presto, con muy particular razón se debe estimar en nada la misma vida del
hombre, porque es más frágil y perecedera, y poco más que el no ser. No tiene el hombre
cosa más frágil y caduca que su vida. Las posesiones, las heredades, las riquezas, los
títulos y las demás cosas del hombre duran aun después del hombre; pero no su vida, la
cual es tan delicada, que un poco de frío o calor que exceda la acaba, y un poco de viento
que corra, o una respiración de un enfermo, o una gota de ponzoña, basta para que
desaparezca. De manera que, si se considera bien, no hay vidrio como ella; porque el
vidrio, sí no le tocan, dura; mas nuestra vida, sin tocarla se consume y acaba. Al vidrio
puédenlo guardar, y durará siglos; para la vida no hay guarda ninguna; ella p or sí misma
se consume.

Todo esto tuvo muy bien entendido el rey David, que fue el más dichoso y poderoso
príncipe que tuvieron los hebreos, y rey de un reino tan grande que abrazaba los dos
reinos de Judá y de Israel, y de cuanto prometió Dios a los israelístas que no alcanzaron a
poseer hasta su tiempo, y extendió su imperio a otras muchas provincias con tanta sobra
de riquezas, que el oro rodaba por su casa y corte; por lo cual dejó grandes tesoros a su
hijo Salomón. Pues este tan afortunado príncipe, considerando que había de tener fin su
grandeza, luego lo calificó todo por nada; y no sólo sus reinos y riquezas tuvo por
vanidad, pero su misma vida; por lo cual dice: Pusiste, Señor, a mis dios medida, y así, toda
mi sustancia es como la nada (Ps. 38, 6). Todas mis rentas, todos mis reinos, todos mis
trofeos y toda mi hacienda, cuanto poseo, con ser rey tan poderoso, es nada. Luego
añade: Pero, sobre todo, es una universal vanidad todo cuanto es el hombre que vive-, esto
es, toda mi vida; porque la vida del hombre es la cosa más frágil de cuantas tiene el
hombre. Esta baja estimación y esta vanidad tienen las cosas, aunque las hubiésemos de
gozar mil años. Pero habiéndose de acabar tan presto, y más de lo que pensamos, ¿qué
caso se puede hacer de todo? ¡Oh si hiciésemos concepto de esto, de cuán breve es la
vida, y cómo se despreciaran todos sus gustos!

Es cosa está tan importante, que mandó Dios al más principal de sus Profetas que saliese
por las calles y plazas y a voces pregonase y diese grandes clamores de cuán frágil y
breve es nuestra vida. Porque estando profetizando el profeta Isaias (40, 6) el más grave
y escondido misterio que le reveló Dios, que es la Encamación del Verbo eterno, oyó de
repente una voz del Señor que le decía que alzase el grito y diese voces, diciéndole:
Clama, clama. El Profeta respondió: ¿Qué es. Señor, lo que tengo de clamar y quieres que
pregone a gritos? Dijóle Dios: Que toda carne es heno, y toda su gloria como la flor del
campo -, porque así como el heno se corta y seca de la noche a la mañana, y la flor se
marchita luego, así es la vida de toda carne, y su hermosura y lozanía se pasa y se
marchita en un día. Sobre este lugar dice San Jerónimo: «Verdaderamente que quien
mirare la fragilidad de la carne, y que cada hora crecemos y descrecemos, y que esto
mismo que hablamos, que dictamos, que escribimos, se nos pasa volando de nuestra
vida, no dudara de decir a su carne que es heno. El que ayer era niño se hace al momento
muchacho, el muchacho se hace de repente mancebo, y hasta la vejez se va mudando por
plazos inciertos; y antes se siente uno viejo que empiece a maravillarse que no es mozo.»

Otra vez, considerando el mismo Santo a Nepociano, que murió en la flor de su edad,
dice: «¡Oh miserable condición la de la naturaleza humana! Vano es todo lo que vivimos
sin Cristo, toda carne es heno y toda su gloria como la flor del heno. ¿En dónde estará
ahora aquel rostro hermoso? ¿En dónde está la dignidad de todo su cuerpo, con lo cual,
como un hermoso vestido, se vestía la hermosura del alma? ¡Ay, dolor! Marchitóse la
azucena corriendo Abrego, y el color de púrpura de la violeta se mudó en amarillez.»
Luego añade: «Debemos, pues, considerar nosotros que lo que hemos de ser en algún
tiempo, y lo que queramos o no queramos, no puede estar muy lejos. Porque si excediese
nuestra vida a novecientos años y se nos concediese la edad de Matusalén, con todo eso,
toda la longitud de vida pasada no serla nada, pues deja de ser. Porque entre aquel que
vivió diez años, y aquel que hubiese vivido mil, después que les hubiese venido el fin de
la vida y la necesidad irrecusable de la muerte, lo mismo es; sino que el viejo sale más
cargado con mayor haz de pecados.»
Pues esta fragilidad y brevedad de la vida humana, con ser tan cierta y clara, quiso
nuestro Señor que publicase su Profeta, juntamente con el misterio más escondido e
ignorado del entendimiento humano, que era su encamación, y el modo de la redención
del mundo, que aun los más altos serafines no conocían ser posible. Porque no acaban
los hombres de persuadirse esta verdad, y conocer la brevedad de la vida, y con verla
acabar cada hora no creen que se ha de acabar en alguna, y con oírlo cada día les es
como un misterio escondido que no acaban de entender. Y así mandó Dios que, como
cosa nueva, pero de grande importancia, nos la persuadiese y publicase Isaias a grandes
gritos y pregones, para que penetrase los corazones humanos. Oigamos, pues, de Dios
esta verdad: Toda carne es heno, toda edad es breve, todo tiempo vuela, toda vida se
desaparece, y gran multitud de años es grande nada.

Oye también cuánta verdad sea esta de los más experimentadas en vivir, qué sienten de
la vida. ¿Acaso te prometes vivir cien años, y que ésa es larga vida? Pues escucha al Santo
Job (7, 16), que vivió doscientos cuarenta y ocho años, y fué el hombre que más pudo
sentir lo que es vivir, así por su prosperidad como por sus trabajos, que parece alargan
más el tiempo, qué dice de todos sus años: Nada son mis días, nada dice que son casi tres
siglos de vida. Otras muchas veces habla de la brevedad de la vida, declarándola con
varias comparaciones y metáforas. Una vez dice que eran sus días más ligeros que un
correo que va por la posta, y que se pasaron como una nave que, pasa de ligero, y como el
águila real cuando arrebatadamente se abate a la presa. En otra parte dice que se
pasaron más prestos que el tejedor da una tijerada en la tela. Otra vez la compara a la
hojarasca seca que se la lleva el viento, y a una pajuela seca. En otro lugar (14, 2) dice
que es la vida del hombre como la flor que sale, y luego se pisa, y que huye como la
sombra, sin permanecer en un mismo estado. Tan poco es la vida, pues por sombra la
calificó el Santo Job, aun en tiempo que era tres o cuatro veces mayor que ahora.

Y no es maravilla, pues sintieron de ella lo mismo los que la alcanzaron tan larga, que
pasaba de novecientos años, que son los que vivieron antes del diluvio, de los cuales los
más están en el infierno, diciendo lo que refiere el Sabio (Sap., 5, 8): ¿Qué nos aprovechó
nuestra soberbia? O el fausto de nuestras riquezas, ¿qué nos ha dado? Pasáronse todas
estas cosas como sombra, como el correo que pasa por la posta, y como la nave que rompe
las aguas inquietas, que no podrá hallarse rastro del lugar por donde atravesó ni deja
senda de si; o como el ave que vuela por el aire, cuyo camino no deja señal alguna, sino sólo
el ruido de las alas que azotaron el viento ligero, y rompiendo por fuerza, camina por los
aires revueltos conmoviendo sus alas, después de lo cuál no se halla vereda por donde hizo
su jornada; o como la saeta tirada al blanco, que no bien hubo dividido el aire, cuando se
tomó a juntar y cerrar como antes, para que no se sepa por dónde pasó. Así también
nosotros, apenas hubimos nacido, cuando al improviso dejamos de ser. Estas son palabras
aun de los tristes condenados que vivieron más de ochocientos años. Y si tan larga vida la
tuvieron por sombra, y juzgaron que apenas habían nacido cuando al momento murieron,
¿cómo piensas tú vivir mucho, pues en este tiempo es mucho llegar a sesenta años? La vida
de ochocientos años no es más que el revolotear de un gorrión, o el disparar de una saeta,
o, por mejor decir, el paso de una sombra. ¿Qué piensas que serán cincuenta años que
podrás vivir?

Por cierto que a vida más larga, esto es, a todo aquello a que se puede extender la vida
humana, comparó Homero a las hojas de un árbol, que cuando mucho, duran un verano.
Y pareciéndole mucho a Eurípides, dijo que la felicidad humana bastaba que tuviese
nombre de un día. Mas juzgando esto por sobrado, dijo Demetrio Falereo que le bastaba
llamarse no hora, sino momento. Platón tuvo por demasía darla algún ser; y así se lo
quitó, diciendo que era sueño de despierto. Y teniendo esto por mucho San Juan
Crisóstomo, lo corrigió, diciendo que era, no sueño de gente despierta, sino de dormida.
No parece que hallaban los filósofos ni los santos comparación con que acabasen de
declarar la brevedad de esta vida, porque ni posta por la tierra, ni navío por el mar, ni
ave por el aire pasa con más prisa. Todas estas cosas y otras que se tienen por veloces no
tienen siempre en su ser su velocidad, sin que alguna vez no aflojen o se paren; pero la
carrera o ímpetu de nuestra vida, con que corre a la muerte, aun mientras dormimos no
se para. Y así le parecía a Fllemlo tan presta y veloz, que dijo que no era esta vida más
que nacer y morir, y que al nacer salimos de un sepulcro oscuro, y que al morir nos
poníamos en otro más triste y tenebroso.

Pues de esta vida tan breve quita el tiempo del sueño, y quitarás la tercera parte de ella;
quita también el de la niñez y de otros accidentes que impiden el sentido y fruto de vivir,
y presto te quedarás con la mitad de esa nada que tienes por mucho. En la vida se
cumple bien lo que dijo Averroes, que el tiempo era un ser disminuido en si, pues ella en
sí es tan poco, y de lo que es se disminuye tanto, pues tantas partes de vida se quitan de
un punto, qué es la vida, respecto de la eternidad.

Además de esto, ¿piensas que esa mitad de la vida que sacaste en limpio es cierta?
Engañaste; porque, como dice el Sabio (EccZ., 9, 12): No sabe el hombre el día de su fin; y
así como a los peces, cuando más seguros están, los prenden en el anzuelo, y a los
pájaros en el lazo, así asalta la muerte a los hombres en el tiempo malo, cuando ellos
menos piensan.
Considera, pues, ahora, cuán viles y de poca sustancia sean todas las cosas temporales, y
cuán frágil es toda la gloria del mundo, pues se funda en tan flaco cimiento. Pues todos
los bienes de la tierra no pueden ser mayores que la vida; y si ella es tan poca, ¿qué
serán ellos, pues son bienes por ella? ¿Qué puede ser un gusto del hombre, pues toda la
vida del hombre es un sueño, y una sombra, y un cerrar y abrir de ojos? Si la vida más
larga es tan breve, ¿qué puede ser el deleite de un momento, por el cual se pierde la
bienaventuranza eterna? ¿Qué bien puede ser de estima que le sustente una vida tan
desestimable y llena de miserias? Figura de esto es aquella estatua de Nabucodonosor,
que aunque era de metales tan ricos como el oro y plata, toda se fundaba en los pies de
lodo, que dando en ellos una china, dio con todo en tierra. Todas las grandezas y
riquezas del mundo tienen por fundamento la vida de los que las gozan, la cual es tan
deleznable, que no digo una piedrecilla, pero un granito de una uva ha bastado para
deshacerla.

Con razón dijo David que todo cuanto es el hombre que vive era universal vanidad-,
porque basta la brevedad de la vida del hombre para envilecer y desvanecer cuantos
bienes puede gozar el hombre. Vanas son las honras, vanos los aplausos, vanas las
riquezas, vanos los gustos de la vida, pues es tan vana y frágil la vida, cuya brevedad es la
vanidad de vanidades, pues hace todas las cosas vanas y viles, y así es una vanidad
universal de todas las cosas. ¿Qué caso hartas de una torre fundada en la arena
movediza? ¿Y qué seguridad tendrás de lo que llevaba una nave barrenada? No debes,
por cierto, hacer más caso de los bienes de esta vida, pues se fundan en cosa tan
inestable como ella. ¿Qué puede ser toda la gloria humana, pues la vida que la sustenta
no tiene más consistencia que el humo, según David, o según Santiago, que un vaporcito
que al momento se desvanece? Y aunque fuese de mil años, en llegando su fin es igual
con lo que duró un día, porque así la felicidad de la vida larga, como la de la corta, es
humo y vanidad, pues una y otra se pasa, y para en la muerte.

Guerrico, dominicano, gran filósofo y médico, después teólogo, oyendo leer el capítulo 5
del Génesis, donde la Escritura comienza a contar los hijos y descendientes de Adán, y el
término de que usa es éste: Toda la vida de Adán fue novecientos y treinta años, y murió;
la vida de su hijo Set fue novecientos y doce años, y murió, etcétera, hizo su cuenta, que
si tales y tan grandes hombres después de tan larga vida al fin paraban en morir, no era
justo perder más tiempo en el mundo, sino poner la vida en cobro, de manera que
cuando acá se acabase no se perdiese; y con esto dio consigo en la Religión de Santo
Domingo, y fue de santísima vida.
¡Oh cuán locos son los hombres que, siendo tan breve la vida, tratan de vivir mucho y no
tratan de vivir bien, siendo cosa averiguada, como dijo Séneca, que todos pueden vivir
bien y que ninguno puede vivir mucho por más que viva! Echase de ver más esta locura
con lo que dice Lactancio, que siendo tan breve esta vida, es fuerza que los males y
bienes que hay en ella sean breves, como los males y bienes de la otra sean eternos. Y
queriendo Dios repartir competentemente estos bienes y estos males, ordenó que a los
bienes breves que se gozan en esta vida sucedan en la otra males eternos, y a los males
breves que se sufren aquí por amor de Dios, sucedan bienes perdurables. Y así,
poniéndonos Dios delante esta diferencia de bienes y males, y dejándonos libertad para
escoger la suerte que quisiéremos, es gran locura, por no sufrir tan breves males, perder
bienes eternos; por gustar de bienes tan breves padecer males tan largos que no tendrán
fin.
CAPITULO XIII
Qué es el tiempo, según San Agustín.

I
Veamos también qué sintió el gran Doctor de la Iglesia, Agustino, sobre la naturaleza del
tiempo, la cual tuvo en su gran entendimiento tan poca estimación y ser, que, después de
haber disputado con suma sutileza para averiguar lo que es, viene a concluir que no lo
sabe. Lo más que llega a alcanzar, que no hay tiempo largo y que solamente se puede
decir tiempo lo que es presente, que es sólo un momento.

Lo mismo sintió el emperador Antonino en su filosofía, por lo cual dice esta sentencia:
«Si hubieses de vivir tres mil años, y sobre éstos otros treinta años, acuérdate que nadie
deja otra vida, sino la que vive de presente. Y así, lo mismo es un espacio larguísimo de
vida que uno brevísimo, porque lo que es presente a todos es lo mismo, aunqu e no sea lo
mismo aquello que ya pasó. Y así parece que no hay sino un punto de tiempo; porque ni
lo pasado ni lo futuro nadie lo puede perder. Porque ¿cómo se puede perder lo que no se
tiene? Por lo cual se deben conservar estas dos cosas en la memoria: Una, que desde el
principio todas las cosas tienen una misma figura y se revuelven en un círculo, y no hay
diferencia del que las esté viendo cien años o doscientos y del que las viese infinito
tiempo. La otra cosa es que aquel que vivió muchísimo y aquel que se murió luego,
pierden lo mismo, porque sólo son privados de lo que es presente, pues esto sólo tienen:
porque lo que no se tiene, tampoco se pierde.» Todo esto dice este sabio príncipe;
porque no haya más sustancia en el tiempo que el momento que es presente.

Pero advierte San Agustín cuán poco se tiene ese mismo momento presente, pues no se
puede afirmar que es, y así dice: «Lo presente, para que sea tiempo, es porque pasa; pero
¿cómo se dice que es, pues la causa por que es, es porque no será? De suerte que no
diremos con verdad ser, sino porque camina a no ser.» Mira de qué fías tu felicidad, mira
en qué columna de bronce colocas tus esperanzas; en una cosa tan poco constante, que
no tiene más consistencia que el dejar de ser, y del mismo venir a no ser recibe su ser, si
tiene alguno. Porque ¿qué ser puede tener lo que es y no es, dejando siempre de ser con
tanto ímpetu y ligereza, que no le podrás detener que se pare más de un momento? Pero
ni ese momento se para, pues el momento que es está siempre en perpetuo y continuado
curso. Dígame el que está en la flor de su edad: ¿qué fuerza puede haber que detenga los
años de su vida que no corra siquiera un solo día? ¿Qué poder habrá para que el gusto
que tuviese una hora se detenga para que no se haya pasado? Procura asir del tiempo, y
no hallarás de qué, porque no se le conoce bulto; y con todo eso corre con tan gran
fuerza, que antes te llevará tras sí que tú le puedas tener; corre a su fin perpetuamente.
Por eso, hablando de la vida el mismo Santo Doctor, dijo que era su tiempo «una carrera
a la muerte», la cual es tan veloz y ligera, y mezclada con tantas muertes de un propio
hombre, que viene a dudar el Santo si la vida de los mortales se ha de llamar antes vida
que muerte; y así dice: «Desde el punto que empieza uno a estar en este cuerpo, que ha
de morir, siempre se hace en él el venir la muerte; porque esto obra su mutabilidad por
el tiempo de esta vida, si acaso se ha de decir vida la que es para que venga la muerte
Porque no. hay ninguno que después de un año no esté más cerca de morir que antes del
año, y mañana y hoy que ayer, y ahora que poco antes; porque todo el tiempo que se vive
se quita del tiempo de vivir, y cada día se hace menos y menos lo que queda, de tal
suerte que no es otra cosa el tiempo de esta vida sino una carrera para la muerte, en la
cual no se permite a alguno pararse un poco o irse más despacio, sino todos son
apremiados a ir con igual apresuramiento.»

Luego añade: «¿Qué otra cosa se hace cada día y cada momento, hasta qu e se acabe de
consumar aquella muerte que se obra, y comienza a ser el tiempo que se sigue después
de la muerte, el cual ya estaba en la muerte mientras se le quitaba la vida? De aquí se
sigue que nunca está el hombre en la vida, desde que está en este cue rpo que muere
antes que vive, si juntamente estar en vida y en muerte no puede, ¿Por ventura está
junto en vida y muerte, esto es, en la vida que vive, hasta que toda se le quite, y en la
muerte, porque ya muere a quien se le quita la vida?»

Por esto mismo dijo Quintiliano: «Que por momentos moríamos antes de tiempos»; y
Séneca dice: «Erramos cuando miramos a la muerte que ha de seguirse, como sea así que
ya ha precedido y se ha de seguir: todo lo que fue antes, muerte es. Y ¿qué importa que
no empieces o que acabes, pues de uno y otro es el mismo efecto de no ser?» Cada día
morimos, cada día se quita alguna parte de la vida; y en el mismo crecer nuestro
descaece y mengua la vida, y este mismo día que vivimos lo dividimos con la muerte.
Bien dijo quien llamó a la vida de este mundo sueño de una sombra.

También se dice en el libro de la Sabiduría que es nuestra vida un paso de - la sombra,


porque la sombra es como una mezcla de la noche y del día. Y así como la sombra se
puede decir que es cierto género de noche, así la vida es cierto género de muerte. Y como
la sombra tiene mezcla de alguna luz, así la vida tiene su parte de morir y su parte de
vivir, hasta que venga a parar en una muerte pura y sólida. Y pues ha de venir a parar en
no ser, será muy poco, principalmente comparado con lo eterno, que siempre ha de
durar.
II
Todo lo que tiene fin es poco, pues viene a parar en nada. Pues ¿por qué quieres perder
lo mucho por tan poco, lo verdadero y muy cierto por lo falso y soñado? Oye a San Juan
Crisóstomo, que dice: «Si porque tuviese sola una noche un sueño alegre, hubiese de ser
atormentado después de despierto cien años, ¿qué hombre hubiera que apeteciera tal
sueño?» Pues ¿cuánta mayor es la distancia que hay de lo verdadero de la eternidad al
sueño de esta vida, de los años eternos del otro siglo a los transitorios de éste? Menos es
esta vida, respecto de la eterna, que una hora de sueño respecto de cien años de vela,
menos que una gota respecto de todo el mar. Prívate ahora de algún gusto por no estar
privado de todo gusto para siempre: pasa ahora algún trabajo porque no pases
eternamente mil tormentos. Porque con razón dijo San Agustín: «Mejor es una poca de
amargura en la garganta, que eterno tormento en las entrañas.»

A todo lo que pasa en tiempo llamó Cristo nuestro Redentor poquito (.Jo., 16, 16). Poquito
llamó al tiempo de su Pasión, con tantos géneros de acerbísimos y muy crueles
tormentos que en ella padeció: poquito llamó al tiempo del martirio de los Apóstoles, con
tan extraños modos de martirios que sufrieron; poco y poquito es cuanto en esta vida
podemos padecer respecto de los años eternos, si bien, como dijo San Agustín, «este
poquito nos parece largo, porque aún estamos en ello; pero cuando se hubiere acabado
echaremos de ver cuán poquito es>. Pongámonos en el fin de la vida, y veremos cuán
pequeña es; y todo lo que en ella parece grande y de cualquier manera, es muy poco
comparado con lo eterno.

A un muy observante y religioso Padre de nuestra Compañía, que se llamaba Cristóbal


Caro, le envió nuestra Señora este recado, que considerase estas dos cosas: «¡Oh, qué
mucho!» y «¡Oh, qué poco!»: esto es, lo mucho, que es la eternidad sin fin, y lo poco, que
es el tiempo de la vida: lo mucho, que es Dios poseído para siempre, y lo poco, que es un
contento de la tierra que hemos de dejar; lo mucho, que es reinar con Cristo, y lo poco,
que es servir a nuestro apetito; lo mucho, que es gloría eterna, y lo poco, que es vivir
mucho en este valle de lágrimas. Porque, como dijo el Eclesiástico (18. 8): El número de
los días de los hombres, cuando mucho, son cien años, y son reputados como una gota de
agua del mar y como un granito de arena, así son pequeñitos los años en el día de la
eternidad. Poco parecerá cualquier tiempo para merecer lo eterno. Con razón San
Bernardo repetía a sus monjes aquel dicho de San Jerónimo; «Ningún trabajo duró,
ningún tormento debe parecer largo, con que se adquiere la gloria de la eternidad.»
A Jacob le parecieron poco siete años que sirvió a Labán, por el amor que tenía a Raquel.
Pues a nosotros ¿por qué nos ha de parecer mucho ningún tiempo por servir a Dios?
Mira a quién sirves tú. y por qué; y mira a quién servía Jacob, y por qué. Tú sirves al Dios
verdadero y por la gloria eterna; Jacob servía a un idólatra engañador, y por una
hermosura caduca. Coteja ahora tus servicios con los de Jacob; mira si ha veinte años
que tú sirves a Dios, como Jacob sirvió a Labán; mira si le puedes decir: De día V de noche
te serví abrasándome con el estío y el hielo, y el sueño se huía de mis ojos, y así te serví por
veinte años en tu casa (Gen., 31, 40). Con esta fidelidad sirvió aquel siervo de Dios a un
pagano. ¿Cómo será que tú sirvas a Dios, si deseas ser su siervo? Todo te ha de parecer
poco, pues sirves a un gran Señor, y por tan gran premio.

Mira en qué empleas tus breves años, que siendo cortos para ocuparles en el
merecimiento de una eternidad, se te pasan entre los dedos sin hacer cosa de provech o.
Bien dijo San Agustín que el tiempo de esta vida se significaba en el hilado de las Parcas,
de las cuales fingieron los sabios antiguos que estaban hilando la vida. El tiempo pasado
era lo que estaba revuelto en el uso; el tiempo por venir, lo que quedaba en la rueca por
hilar; y el presente, lo que se pasaba entre los dedos; porque verdaderamente no
sabemos emplear el tiempo, ocupando en él las manos llenas con santas obras, sino que
se nos pasa con pensar en cosas sin sustancia y provecho. Mira qué tela tan basta sacarás
de tu vida, pues tan poco cuidas de lograr bien el tiempo de ella, que se pasa para nunca
volver. Mejor declaró David este mal empleo, cuando dijo que nuestros años meditarán
como las arañas', otra letra dice: «Se ejercitarán»; porque las arañas aún no hilan lana o
lino, sino los excrementos.de sus entrañas, deshaciéndose y desentrañándose por urdir
su tela, la cual labran con los pies, tan de poca consistencia, que en un momento se
deshace, y tan de poco provecho, que no sirve sino de cazar moscas.

La vida del hombre toda está llena de vanos trabajos y fatigas, de varios pensamientos,
trazas, sospechas, temores y cuidados, que la ejercitan grandemente: encadenando y
tejiendo cuidados a cuidados; afanándose siempre por más; no habiendo bien acabado
con una ocupación cuando se embarazan en otras, y todas tan mal hechas como si las
hiciesen con los pies, añadiendo unos trabajos a otros, y trabajo a trabajo, como la araña
añade unos hilos a otros. Ya pensamos cómo se ha de alcanzar lo que deseamos, luego
cómo se ha de guardar, luego cómo se ha de adelantar, luego cómo se ha de defender,
luego cómo se ha de gozar, y todo viene a deshacerse entre las manos. ¡Qué trabajo
cuesta a la araña urdir su tela! Anda de una parte y de otra, y vuelve a un mismo puesto
muchas veces; consúmese por sacar más hilos de sus entrañas para formar su toldo, y
para ponerle en alto hace muchos caminos. Y en habiendo acabado su obra muy
extendida y ancha, con sólo que la toque una escoba cae toda en tierra. Así son los
empleos de la vida humana, de mucho afán y de poca firmeza, quitando el sueño y
llenando de cuidados, para desvanecerse en un punto, gastando lo más de la vida en
trazas y pensamientos vanos. Por eso dijo David que los años de vida meditaban o
pensaban, como las arañas trabajan y se afanan todo el día en formar sus telas; y así se
va la vida del hombre en continuos pensamientos y cuidados de lo que ha de ser uno, lo
que ha de procurar, lo que ha de alcanzar, y todo es vanidad de vanidades y aflicción de
espíritu-, y (como dice el Sabio) en las cosas del servicio de Dios sólo se tienen
pensamientos y ningunas obras. Con mucha razón dijo Aristóteles que la esperanza de la
vida por venir era un sueño del que vela; y Platón, de la misma manera, llamó a la vida
pasada sueño de gente despierta. Porque así la esperanza humana como la vida se
igualan en esto al sueño, que no tienen consistencia ni ser. Y ninguno hay que después de
haber hecho discurso de Su vida pasada no diga que los sueños y verdades han sido de
una misma manera; porque ya no tiene más de lo que gozó que de lo que soñó,
pareciendo todos sus gustos tan breves, que se les han juntado los fines con los
principios, sin dar lugar a los medios.
CAPITULO XIV
El tiempo es la ocasión de la eternidad, y cómo debe el cristiano aprovecharse de ella.

I
Con ser tan poco y tan deleznable el tiempo, tiene una cosa preciosísima, que es ser
ocasión de la eternidad; pues podemos ganar en poco tiempo lo que hemos de gozar
eternamente, por lo cual es de inestimable valor. Por eso cuando San Juan dijo (Apoc., 1,
3; 22, 10): El tiempo está cerca, en el griego original se dice: La ocasión está cerca-,
porque el tiempo de esta vida es la ocasión de ganar la eterna, y en pasándose no tendrá
remedio ni esperanza de él. Procuremos emplearle bien y no perder la coyuntura de bien
tan grande, cuya pérdida es irreparable, y la lloraremos con eterno llanto.

Consideraremos qué bien es el de la ocasión, y cuán gran sentimiento suele causar el


haberla perdido, para que por aquí conozcamos cómo no s hemos de aprovechar de la
ocasión temporal de nuestra salud eterna; porque no tengamos el arrepentimiento
inconsolable que de no haberla aprovechado tienen los que están en el infierno. Es gran
negocio el de la salvación, y depende de la velocidad del tiempo de esta vida, que es
irrevocable, y muy incierto su término; y así, con cien ojos debemos mirar no se nos pase
ocasión tan importante, y con cien manos la debemos asir.

Conociendo los antiguos la importancia de la ocasión, la fingieron diosa, para declarar


los grandes bienes que trae a los que se aprovechan de ella; cuya imagen adornaban en
esta misteriosa figura. Poníanla sobre una rueda que se estaba continuamente moviendo
alrededor, y con alas en los pies, para denotar la velocidad con que se pas a. No se le veía
el rostro, porque le tenía cubierto con el cabello largo, que por la parte anterior tenía
muy poblado y tendido; porque es difícil de conocer cuándo viene, pero cuando está
presente tiene de dónde asirse. Mas por la parte posterior de la cabeza estaba rasa y
calva, porque en volviendo las espaldas no tiene de dónde la puedan detener. Ausonio,
para significar el efecto que deja a los que la dejaron pasar, que es el arrepentimiento,
añadió que tenía detrás de sí a Metanea, que es la penitencia, la cual solamente quedaba
en pasándose la ocasión; porque es grande el pesar que deja por no haberse logrado.

Otros figuraron la misma ocasión teniendo las manos ocupadas de grandes dones y
bienes, por los muchos que trae consigo; pero acompañada del tiempo, muy veloz, en
hábito de peregrino, que no sólo con dos, pero con cuatro alas la guiaba, por la prisa con
que se pasa. Por lo cual llamó con mucha razón Hipócrates precipitada a la ocasión,
porque corre con tanto apresuramiento como cae lo que se despeña.

Pongamos en medio de la eternidad el más largo tiempo de la vida humana. Sean cien
años, sean doscientos, como novecientos, como se vivía antes del diluvio. No parecerán
más que un instante. Y quien extendiese los ojos por la inmensidad de la duración
eterna, quedaría asombrado que cosa tan breve, pequeña y precipitada sea ocasión de
cosa tan larga y tan grande y permanente. Hagamos ahora esta consideración: que es
todo el tiempo de esta vida breve para ganar la eterna; y no perdamos tiempo,
principalmente, pues no le tenemos seguro. Y así, aunque estuviésemos ciertos de que
hablamos de vivir cien años, no hablamos de dejar perder un momento en que no
ganásemos eternidad. Pero estando inciertos de lo que viviremos, pudiendo morir
mañana, ¿cómo nos podemos descuidar, dejando pasar la ocasión de asegurar nuestra
gloria, no habiendo de ofrecérsenos otra semejante jamás?

Si un diestro artífice hubiese mandado un gran príncipe, pena de la vida, que le tuviese
acabada siempre y cuando se la pidiese, una obra primorosa de su arte, para la cual era
menester tiempo de un año, pero pudiera ser que se la pidiese antes, ¿cómo podía
descuidarse en trabajar para tenerla prevenida, pues le iba en ello la vida? Pues si a
nosotros nos va la vida eterna en estar en gracia de Dios, teniendo viva su imagen
nuestra alma, ¿cómo puede haber en esto descuido, dejando pasar la ocasión de nuestra
salvación?

Al tiempo llamaron Teofrasto y Demócrito «preciosísimo gasto». Terencio dijo: «Que el


tiempo era la primera (esto es, la principal) de todas las cosas.» Zenón decía: «Que no
habla cosa que más faltase a los hombres que el tiempo, y que no tenían de otra cosa más
necesidad.» Plinio estimaba tanto el tiempo, que ni un momento de él quería se perdiese,
y así, viendo pasear a su sobrino, le reprendió diciendo: «Pudieras emplear estas horas
mejor.» Y porque leyéndole uno hizo repetir el mismo sobrino la palabra de un acento
mal pronunciado, pareciéndole que en aquella repetición se había perdido algún tiempo,
le reprendió de la misma manera. Séneca estimaba el tiempo sobre todo precio, y asi
dice: «Hazlo así, y véngate a ti, y al tiempo recógele y guárdale; porque ¿quién me darás
que ponga precio al tiempo?, ¿que estime el día?, ¿que entienda que ha de morir cada
día?» Da en estas palabras a entender que debe ser el tiempo estimado sobre toda
estimación y aprecio. Pues si los gentiles, que no esperaban eternidad que con el tiempo
granjeasen, le estimaban en tanto, ¿qué debemos hacer ahora los cristianos, cuando es el
tiempo ocasión de eternidad?
Oigamos a San Bernardo, que dice en esta materia: «No hay cosa más preciosa que el
tiempo; pero, ¡ay dolor!, que no se halla el día de hoy cosa más vil. Pásanse los días de la
salud del alma, y nadie repara en ella, nadie se dice a sí mismo que el día se le ha de
acabar y nunca ha de volver.» El mismo Santo, doliéndose mucho de que se malbaratase
cosa tan preciosa, dice: «Ninguno estime en poco el tiempo que se gasta en palabras
ociosas. Dicen algunos: Bien podemos ahora parlar hasta que se pase esta hora. ¡Oh
lastimosa razón! Basta que se te pase la hora, siendo la que te ha dado la misericordia de
tu Criador para hacer penitencia, para adquirir gracia, para merecer gloria. ¡Oh
lastimosa palabra! ¡Mientras se pasa el tiempo, siendo aquel en que puedes granjear la
piedad divina!» Y en otra parte dice lo que es bien a propósito para aprovecharnos de la
ocasión del tiempo de esta vida; sus palabras son éstas: «Mientras tenemos tiempo
obremos bien, principalmente, pues el Señor dijo claramente que vendría la noche,
cuando nadie podrá obrar. ¿Por ventura hallarás tú para buscar a Dios y para obrar bien
otro tiempo en los siglos venideros, fuera del que te señaló Dios para acordarte de ti? Y
por eso es día de salud, porque aquí ha obrado tu salud antes de siglos, en medio de la
tierra. Vete, pues, tú, y espera salud en medio del infierno, habiéndose obrado en medio
de la tierra. ¿Qué posibilidad te sueñas de alcanzar perdón entre los ardores
sempiternos, cuando se pasó ya el tiempo de tener misericordia? No te queda: habiendo
muerto en pecado, hostia por los pecados: no se crucificará otra vez el Hijo de Dios.
Murió una vez, ya no morirá. No baja a los infiernos la sangre que se derramó por la
tierra. Bebiéronla los pecadores de la tierra, y no hay que tomen parte de ella los
demonios para apagar sus llamas, ni los hombres compañeros de los demonios. Una vez
bajó allá, no la sangre de Cristo, sino el alma; esto es lo que tuvieron los que estaban en
la cárcel, una sola visita por la presencia del alma, cuando el cuerpo exánime pendía en
la cruz sobre la tierra. La sangre regó la tierra, la sangre se derramó en la tierra, y como
la embriagó; la sangre pacificó a los de la tierra y del cielo; pero no a los que estaban
debajo de la tierra en los infiernos, sino que una vez sola fue allá el alma, como dijimos, e
hizo en parte redención (por las almas de los Santos Padres que estaban en el Limbo),
para que ni por aquel momento faltaran las obras de caridad; pero no pasó más
adelante. Ahora es el tiempo aceptable y a propósito para buscar a Dios, en el cual sin
duda quien le buscare le hallará; pero si le busca dónde y cómo conviene.» Esto es de San
Bernardo.

II
Considera que tendrás arrepentimiento eterno si no te aprovechas de esta ocasión del
tiempo para merecer el reino de los cielos, viendo que con tan poca diligencia le pudiste
ganar, y que por gusto tan breve le perdiste.
Esaú, ¿qué rabia y qué furor tenía cuando volvió sobre sí, y vio que su hermano menor le
había llevado la bendición de primogénito, por haberle él vendido la prímogenitura por
una escudilla de lentejas? Bramaba y deshacíase de coraje (Gen., 27, 34). Mírate a ti en
este espejo, que por un gusto vilísimo y brevísimo vendiste el reino de los cielos. ¿Qué
harías, si hubieras caído en el infierno, sino lamentar con eternas lágrimas lo que en un
breve tiempo perdiste?

Cam, cuando conoció que él y sus descendientes fueron malditos e infames por no
haberse sabido valer de la ocasión, de la cual se aprovecharon sus hermanos, habiéndole
primero venido a él a las manos, ¿qué sentimiento tendría o debió tener? (Gen., 9, 25).
Mide por aquí el sentimiento que tendrá un condenado que, no aprovechándose del
tiempo de su vida, se ve maldito de Dios por una eternidad; y otros que fueron menos
que él estarán benditos y premiados en el cielo.

Pues los yernos de Lot, cuando vieron que pudiéndose escapar del fuego, habiéndoles
rogado mucho que se viniesen con él, no lo quisieron hacer, riéndose de sus consejos
(Gen. 19, 14), cuando después vieron que llovía fuego del cielo sobre ellos y abrasaba
toda la ciudad, ¿qué pesar tendrían de no haberse aprovechado de aquella ocasión tan
buena que se les entró por sus casas? ¡Oh, qué llanto! ¡Oh, qué pena! ¡Oh, qué rabia! ¡Oh.
qué desesperación tendrá un condenado cuando se acuerde que habiendo sido
convidado de Cristo para salvarle en el cielo vea que sobre sí está lloviendo eternamente
una tempestad de fuego, azufre y tormentos!

Pues el rey Hanón, que tuvo tan buena ocasión de tener paces con David, por que le
convidó y rogó con ellas, cuando vio arruinar sus ciudades y quemar sus habitadores
como ladrillos en el homo, a otros a trillar, a otros a despedazar (2 Sam. 12, 31), ¿qué
diera por haberse aprovechado de la ocasión que tuvo de tener amistad con ta n gran rey
y poseer en paz su propio reino? Pero ¿qué tiene que ver eso con lo que sentirá el
pecador cuando se vea a sí mismo abrasar en el infierno, y enemigo eterno del Rey del
cielo, habiendo él perdido el reinar con los Santos? ¿Qué despecho y pesadumbre
tendrá?

El mal ladrón, que fue crucificado con el Salvador del mundo, y tuvo tan buena ocasión
para salvarse como su compañero, y no se supo aprovechar de ella (Le., 23, 39), ¡cuán
grande llanto hará ahora por esto!
¿Y qué arrepentimiento, será el del rico avariento, a quien se le entró tan buena ocasión
por sus puertas, pidiéndole Lázaro limosna, con la cual pudiera redimir sus pecados, y él
la dejó pasar, siendo más inhumano que sus perros, los cuales no le dejaban irse sin
lamer primero sus llagas (Le., 16, 21), usando de misericordia con quien fue tan poco
misericordioso su amo? ¿Qué dirá ahora cuando le falte todo, hasta una gota de agua, por
no haber dado de limosna siquiera una migaja de pan? ¡Qué despecho! ¡Qué rabia! ¡Qué
desesperación tendrá por no haber logrado tan buena ocasión para salvarse!

Porque si bien es verdad que todo el tiempo que vivimos es ocasión para alcanzar la
gloria, pero hay en el discurso de la vida particulares sucesos de los cuales depende más
especialmente nuestra salvación; porque en ellos, o desobligamos más a Dios, o le
obligamos. Como lo hizo el Santo José, cuando por no ofender a su Criador huyó de su
ama, dejándole la capa en las manos (Gen., 39, 12). Este fue un acto excelente con que
obligó mucho a Dios, y mereció que le favoreciese tanto como lo hizo. De la misma
manera Susana se aprovechó de una gran ocasión para salvarse con muchos
merecimientos, cuando escogió antes morir que consentir en aquel torpe gusto con que
la convidaban aquellos dos ancianos (Dan., 13, 23). No se nos ha de pasar coyuntura de
mostrarnos linos con Dios y obligarle con acto heroico, que depende de ocasiones. Por lo
cual dijo el Sabio; No te defraudes del día bueno, y partecita del buen día no se te pase
(Eccli., 14, 14).

A la ocasión definió Tulio que era parte del tiempo acomodado para hacer alguna cosa.
Mitrídates dijo que era la madre de todas las cosas que se han de hacer. Y Polibio, que
era la que dominaba en las cosas humanas. Y no hay duda sino que ocurren algunas
coyunturas que nos dan a las manos grandes ocasiones de merecer, y obrar virtudes
excelentes y actos heroicos, que, si se logran, aseguran mucho nuestra salvación. Por lo
cual ponen algunos, entre otras señales de predestinación, el haber hecho alguna obra
de excelente virtud.

Miremos cómo se han aprovechado algunos de las ocasiones de cosas temporales, para
que seamos nosotros en las eternas no menos solícitos y diligentes. Raquel, ¿con qué
diligencia corrió a encubrir los ídolos (Gen., 31, 34) que llevaba hurtados de su padre?
Abigail, ¿cuán diligentemente procuró salir al encuentro a David (1 Sam., 25, 14) por nó
perder la ocasión de aplacarle? Y sin duda, si se tardara, corrieran evidente riesgo de la
vida ella y su marido, y asimismo toda su familia. Pues Abraham, ¿con qué solicitud fue a
buscar a aquellos cinco reyes que llevaban preso a Lot, su sobrino (Gen., 14, 14), porque
no se le pasase la ocasión de alcanzarlos? Y Saúl, ¿con cuánta tristeza recogió ejército
para tener lugar de socorrer a Jabes Galaad? (1 Sam., 11, 6). No nos Importa menos
ganar el cielo; no seamos más tardos en esto que en granjear las cosas de la tierra.

Oigamos la diligencia y presteza con que el Sabio nos aconseja que cumplamos la palabra
que se dio a un hombre: Hijo mío, si prometiste por un amigo, clavaste tu mano en un
extraño; enlazado te has en las palabras de tu boca, y cautivo estás en tus propias
razones. Haz, pues, lo que te digo, y líbrate a ti mismo, hijo mío; porque caíste en manos
de tu prójimo. Discurre apresuradamente, y despierta a tu amigo; no des sueño a tus
ojos, y no dormiten tus pestañas; escápate de la mano como la cabra montés y como el
pájaro de la mano del cazador (Prov., 6, 1).

Los que están obligados al demonio con sus pecados miren con qué diligencia deben
escaparse de él, sin perder tiempo ni ocasión; y los que están obligados a Dios por
infinitos beneficios y palabra que le han dado, miren cómo le deben satisfacer,
aprovechándose de todas ocasiones Apresúrense, como dice el Sabio; no sean tibios y
tardos; no den sueño a sus ojos, ni peguen sus pestañas por escapar del infierno y del
cautiverio de Satanás, sin perder punto ni ocasión. Lástima es que se nos pase alguna sin
aprovecharla; y miseria inconsolable que se nos pase la vida en cosas de la tierra, sin
buscar las del cielo, siendo ella tan corta y tan breve,, para merecer lo que es tan largo y
extendido para gozar, como la eternidad. Con razón nos amonesta el Apóstol (1 Cor., 7,
29): Esto os digo, hermanos míos: el tiempo es breve; lo que resta es que los que tienen
mujeres estén como si no las tuviesen, y los que lloran sean como que no llorasen; y los que
gozan como si no gozasen; los que compran como si no poseyesen; los que usan de este
mundo como sí no lo usasen; porque se pasa la figura de este mundo. Considerando el
Apóstol tanta brevedad del tiempo, quiere que estemos tan metidos en las cosas de
nuestra salvación y de la otra vida, que en las de este mundo estemos mu y
superficialmente y enajenados de todas ellas, estando en ellas y usándolas como si no las
usásemos.

Miremos que si se nos pasa la ocasión del tiempo de esta breve vida, aun la esperanza de
remedio nos ha de faltar en la otra. No carece de enseñanza lo que fingió la antigüedad,
que Júpiter dio a uno un vaso lleno de bienes. El cual, muy contento con tanta grandeza
de don, que contenía cuanto se podía desear, deseó gozarle luego y habiendo de gozar de
los bienes en su sazón y tiempo, y no todos juntos y a bulto, abrió con imprudencia el
vaso para verlos y gozarlos a un mismo tiempo. Pero apenas le hubo descubierto,
cuando todos volaron por el aire y desaparecieron; y por mucha prisa que se dio a
cerrarle, ya se le habían escapado todos. Sólo le quedó la esperanza. Bien diferente es en
esto la ocasión de nuestra salvación, que, aunque está llena de bienes. en pasándose, ni
aun la esperanza deja; sino en lugar de ella viene el arrepentimiento y pesar eterno, y
más siendo por culpa.

Cuando el rey Joas hirió la tierra tres veces, y el profeta Elíseo le dijo que si la hubiera
herido seis o siete veces, como la hirió tres, acabaría con toda Siria (2 Reg., 13, 19), ¿qué
pesar tendría de no haberlo hecho, aunque no tuvo en ello culpa? Porque bastaba para
su dolor haber tenido ocasión de aquella dicha y no haberla logrado, aunque sin culpa
propia. Pero los condenados miserables, cuando por culpa suya vean que se les ha
pasado la ocasión de bienes tan grandes como son los del cielo, y que están ya sin
esperanza de ellos, no es creíble el sentimiento que por esto tendrán.
CAPITULO XV
Qué es el tiempo, según Platón y Plotino, y cuán engañoso sea todo lo temporal.
Para que entendamos más la pequeñez y vileza de todo lo temporal, no quiero pasar
en silencio la descripción que dio del tiempo Plotino, insigne filósofo de los platónicos: el
cual dijo que el tiempo es una imagen o sombra de la eternidad. Lo cual es conforme a la
Sagrada Escritura. Porque fuera de David, que dijo que él hombre se pasaba en imagen
(Ps. 38, 7), esto es, en tiempo, define el Sabio al tiempo diciendo: Nuestro tiempo es el
paso de una sombra (Sap., 2, 5); la cual no es otra cosa sino una imagen imperfecta,
movediza y vana, de una cosa consistente y sólida. Job (8, 9) también dijo: Como la
sombra son nuestros días sobre la tierra. Y el santo profeta David: Mis días descaecieron
como sombra (Ps. 101, 12). Y en otras muchas partes de la Escritura se usa de la misma
comparación para significar la velocidad del tiempo y vanidad de nuestra vida.

Ni es sin misterio repetirse tantas veces una misma comparación en las sagradas Letras.
Y verdaderamente, pocas comparaciones habrá más proporcionadas para conocer lo que
es eternidad y tiempo que la de una estatua y su sombra. Porque así como estándose
queda e inmoble la estatua por muchos siglos, sin crecer ni menguar, su sombra
continuamente se está moviendo, siendo ya mayor, ya menor, así también,
correspondiéndose tiempo y eternidad, la eternidad siempre está inmoble, firme y fija,
sin recibir más ni menos: pero el tiempo siempre se está moviendo y mudando. Y como
la sombra, que a la mañana es grande, al mediodía menor y a la tarde torna a crecer, sin
haber momento en que no se mude, mueva ni altere, ya a un lado, ya a otro; de la misma
manera la vida no tiene punto fijo, siempre anda en perpetuas mudanzas, y en la mayor
prosperidad suele ser más corta.

Amán, el mismo día que pensaba sentarse a la mesa con el rey Asuero, por el cual había
sido ensalzado sobre todos los príncipes del reino, fue ignominiosamente ahorcado (Est.,
7, 10). Holofernes, cuando pensaba tener el mejor día de su vida, fue miserablemente
degollado (Judit, 13, 10). El rey Baltasar, en el día más célebre que tuvo en todo el tiempo
que reinó, en el cual hizo ostentación de la grandeza de sus riquezas y regalos, fue
muerto de los persas (Dan., 5, 30). Herodes, cuando mostró más su majestad, para lo
cual se vistió de brocado riquísimo de oro y fue aclamado casi por dios, fue herido
mortalmente.

No hay cosa constante en la vida. La luna, cada mes tiene sus mudanzas; pero el tiempo
de la vida del hombre las tiene cada día y cada hora. Ya está uno enfermo, ya sano, ya
triste, ya colérico, ya airado, ya temeroso. Con razón compara Sinesio la vida al Euripo,
que es un trecho de mar que siete veces cada día crece y mengua; porque el más
constante hombre del mundo, que es el justo, cae cada día siete veces (Prov., 24, 16).

La sombra, por donde pasa, no deja rastro de sí; y, en acabando la vida, quedan los
mayores hombres del mundo como si no hubieran nacido ni vivido en él. ¿Cuántos
emperadores .precedieron en la monarquía de los asirlos, tan señores del mundo como
Alejandro, y ya ni de sus huesos se sabe dónde están, ni sus nombres se conocen? Del
mismo Alejandro Magno, ¿qué tenemos sino el retintín de su fama vana? Díganoslo
aquella congregación de filósofos que se juntaron en su sepulcro. Uno dijo: Ayer no bastó
a Alejandro toda la redondez de la tierra; ahora le sobran sólo dos varas de tierra.» Otro
se admiró diciendo: «Ayer pudo librar Alejandro de la muerte a numerosos pueblos;
ahora no puede ni a sí mismo.» Otro exclamó: «Ayer oprimió Alejandro a toda la tierra;
ahora le oprime a él la tierra y no hay en ella ya huella por donde pasó.»

Además de esto, ¿qué diferencia va de una estatua de marfil o de oro a su sombra?


Aquélla es de una sustancia muy preciosa y sólida; ésta no tiene ser, ni cuerpo, ni
consistencia. Así, también la vida eterna es preciosísima y de gran momento; mas la
temporal es vana y miserable, sin tener sustancia en cuantos bienes tiene. La sombra no
tiene más ser que ser privación de la cualidad más buena que hay en la naturaleza, y de
la cosa más hermosa del mundo, que es la luz del sol, de la cual está privada para nunca
lo ver. Así también, esta vida sin sustancia ni ser es privación de grandes bienes, por lo
cual dijo Job (9, 25) Que sus días huyeron y no vieron su ojos el bien. Esto dijo aquel que
fue rey y gozó de grandes riquezas, tuvo muchos criados y numerosa familia y todo lo
que podía el gusto desear. Con todo eso, dice que en su vida no vio al bien; lo cual pudo
decir con mucha verdad, porque todos los bienes de esta vida no se han de calificar por
tales; y aunque lo fueran, duran tan poco sus gustos, que se puede decir que no los
vemos; y aunque duren, teniendo fin, no son más que si no hubiesen sido. Como lo
confesó aquel caballero llamado Rolando, que después de haber entrado en una gran
fiesta con grandes galas, bizarría y regocijo de todos, cuando llegó la noche, exclamó
amargamente diciendo: ¿Dónde está la fiesta que hoy hicimos? ¿Dónde está la gloria de
todo el día? Como este día se pasó sin dejar rastro de sí, se pasarán los demás; y así será
toda la vida, sin dejar nada de sí sino un eterno pesar. Esta consideración le bastó sólo
para mudar de vida y entrarse en la Religión,

Y como en la sombra no hay luz, sino oscuridad, así esta vida está llena de tinieblas y
engaños. Por lo cual dijo Zacarías que estaban los hombres asentados en tinieblas y en la
sombra de la muerte (Le., 1, 79). Muy engañados vivimos, pues siendo esta vida breve,
nos parece larga, y siendo miserable, estamos contentos con ella, y siendo nada, nos
parece todo; pues no hay trabajo a que no se pongan los hombres por su causa, aun con
peligro de perder la eternidad. Esto, sin duda, es lo peor que tiene la vida temporal,
pintándonos muy hermosos sus bienes, para perdernos con ellos, no teniendo en si
sustancia. Por lo cual dijo Esquilo, no sólo que era sombra la vida, sino sombra del humo,
que ciega y tizna y es cosa tan inconstante y vana. Lo cual es también conforme a lo que
dijo David, que sus días se desvanecieron como humo y declinaron como sombra (Ps. 101,
4, 12), juntando en uno la sombra y el humo, dos cosas las más vanas del mundo. Aun
Pindaro lo exageró más, añadiendo que era, no sombra, sino sueño de sombra. ¿Y qué es
sino soñar pensar que esta vida es larga, y esperar prosperidad en ella?

Este es el mayor engaño de los hombres, y gran causa de los demás, no acabarse de
persuadir lo que es la vida y su grande brevedad. Porque a la manera que la sombra no
es nada menos que la estatua cuya sombra es, pero parécese a la estatua y es figura suya,
así también, aunque no es nada menos esta vida que la eternidad, nos parece ser eterna,
como a la verdad sea brevísima. Este.es un engaño muy perjudicial y costoso. Porque si
la vida pareciere lo que es y no nos mintiese, no nos fiaríamos de ella, ni estimaríamos
bien alguno de los que nos promete, pues son tan engañosos e inciertos. Pero como es
imagen y sombra, no son todas sus cosas sino fingimiento y disimulo, que
prometiéndonos bienaventuranzas, está toda llena de miserias, aunque no las
conocemos. ¡Qué contenta va la doncella a casarse, y cuán en breve llora su estado! ¡Qué
gustoso toma el ambicioso su oficio, que le ha de ser semillero de mil pesares! ¡Qué
alegría dan las riquezas, que han de ser ocasión de muerte a su poseedor! Engaño es
todo, disimulación, falsedad y daño; pero como frenéticos no sentimos nuestro daño. ¡A
cuántas enfermedades del cuerpo está expuesto el hombre, de cuántas imaginaciones es
afligido y engañado, con cuántos trabajos lucha, cuántos peligros del alma y cuerpo
corre, cuántas sinrazones tolera, ,cuántas injurias padece, cuántas necesidades y
aflicciones! Tal es toda la vida, que le pareció a San Bernardo poco menos mala que la del
infierno, si no fuera por la esperanza que tenemos de otra mejor del cielo. La infancia
está llena de ignorancia y de temores; la juventud, de pecados; la vejez, de dolores, y
toda edad, de peligros. No hay quien esté contento con su estado, sino quien quiere
morir en vida; de suerte que no puede ser la vida buena sino cuando más se pareciere a
la muerte.

Finalmente, así como la sombra de tal suerte es imagen que tiene todas las cosas al
revés, porque quien se pusiere entre la estatua y su sombra echará de ver que lo que
está a mano derecha de la estatua lo representa la sombra a la izquierda, y lo que está a
mano izquierda lo tiene ella a mano derecha, así el tiempo de tal manera es imagen de la
eternidad, que tiene todas sus propiedades al revés. La eternidad no tiene fin, pero la
vida y el tiempo lo tienen; la eternidad no es mudable, pero no hay cosa más mudable
que el tiempo; la eternidad no tiene comparación por su infinita grandeza, pero la vida y
todos sus bienes son tan cortos y pequeños, que no alzan de la tierra lo que es un punto.

Págs.
CAPÍTULO I.—La ignorancia que hay de los bienes verdaderos, y no sólo de las cosas
eternas, sino de las temporales………………………..…, 7
Cap. II.—Cuán eficaz consideración sea la de la eternidad para mudar la vitía 12
Cap. III.—La memoria de la eternidad es de suyo más eficaz que la de la muerte 16
CAP. IV.—El estado de los hombres en esta vida, y miserable olvido que tienen de la
eternidad. 21
CAP. V.—Qué sea la eternidad, según San Gregorio Nacianceno y San Dionisio 28
CAP. VI.—Qué sea la eternidad, conforme a Boecio y Plotino 32
CAP. VII.—Declárase qué es la eternidad, conforme a San Bernardo 37
CAP. VIII. —Qué es en la eternidad no tener fin 45
CAP. IX.—Cómo es la eternidad sin mudanza 57
CAP. X.—Cómo es la eternidad sin comparación. 62
CAP. XI.—Qué cosa sea el tiempo, según Aristóteles y otros filósofos, y la poca
consistencia de la vida…………………………………..…, 69
Cap. XII.—Cuán breve sea la vida, por la cual se ha de despreciar todo lo temporal 75
CAP. XIII. —■ Qué es el tiempo, Según Sar Agustín 84
CAP. XIV.—El tlemi» es ocasión de la eternidad, y cómo debe el cristiano aprovecharse
de ella 91
CAP. XV.—Qué es ej tiempo, según Platón y Plo- tino, y cuán engañoso sea todo lo
temporal… 101

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