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UN PRESIDENTE PARA ENFRENTAR LA DESIGUALDAD

La gente ya está bastante acostumbrada a ver a Colombia punteando en los listados de


desigualdad. Los resultados que nos ubican más cerca de Haití que de Argentina (para no ir muy
lejos) no causan mayor estremecimiento.

Parece natural, obvio, inmodificable, incluso aceptable, que al 20 por ciento más pobre de los
colombianos le corresponda menos del 5 por ciento del ingreso nacional, mientras que el 20 por
ciento más rico cuenta con el 50 por ciento de ese ingreso. No faltan los descarados, con nostalgia
medieval, que piensan que los privilegiados –como monarcas ungidos– y los pobres –como los
súbditos– merecen esa distribución. Los sometidos quedan a la espera de la magnanimidad de los
elegidos.

En asuntos de rankings, importa más el descenso reciente de Colombia en la clasificación de la


FIFA –del puesto 13 al 16–. Y la fiebre mundialista tiene más temperatura que el tema de la
desigualdad en la contienda electoral. Sin embargo, hay razones para que, así como los hinchas
reclaman cambios de técnicos y formaciones cuando llegan las rachas de malos resultados, el día
de las elecciones presidenciales votemos por propuestas correctivas de la desigualdad.

Primero, la desigualdad económica es una forma de injusticia social. Refleja que millones de
colombianos hacen parte de una nación que no brinda suficientes oportunidades para que todos
accedan a los beneficios que la sociedad genera. Barato el patriotismo que se escucha por ahí
mientras este tema no sea atendido con efectividad.

Segundo, la desigualdad económica se traduce rápidamente en desigualdad política: algunos votos


valen más que otros. La desigualdad debilita la democracia. Los intereses de los grupos que
concentran el ingreso y la riqueza no están necesariamente alineados con los intereses de los
pobres o de la clase media. A través de la financiación de las campañas de los legisladores y del
ejecutivo, los grupos de interés condicionan la política económica y regulatoria.

No es sorpresa, entonces, por ejemplo, que los asalariados paguen tasas efectivas de impuestos
más altas que muchas personas naturales beneficiarias de las utilidades, o que se protejan algunos
gremios de la competencia, o que queden vacíos jurídicos para que los corruptos no sean
sancionados con severidad. La desigualdad mina la democracia y las instituciones necesarias para
el desarrollo económico de largo pazo del país.

Y que quede claro que para corregir la desigualdad económica no es necesario fracturar el país. Se
puede arrancar con una estrategia de mayor y mejor gasto público en educación y salud. Por cierto,
la Cepal ha mostrado evidencia de que el gasto público en salud y educación es el mecanismo que
más corrige las desigualdades de ingreso en Colombia, por encima, por ejemplo, de las
transferencias públicas en efectivo o las contribuciones a seguridad social. De hecho, las pensiones
en Colombia intensifican las desigualdades.
En tres semanas, votaré por un candidato que priorice el gasto público en educación y salud para
remover las barreras que se le han puesto al desarrollo de Colombia. Y pondré las manos en las
orejas para no escuchar el canto de sirenas de que eso se logra con una reducción del Estado –con
menos gasto y con menos impuestos–.

Un avance fuerte y modernizador de los sectores públicos de educación y de salud debe ser
financiado con más impuestos pagados por las personas naturales que más se han beneficiado de
la sociedad por largo tiempo.

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