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Un gran frío,
una atroz abstinencia,
los limbos de una pesadilla de huesos y de músculos, con el
sentimiento de las funciones estomacales que suenan como una
bandera en las fosforescencias de la tormenta.
Imágenes larvarias que se empujan como con el dedo y no están en
relación con ninguna materia.
Por más que me digan que ese peligroso lugar está en mí mismo, yo
participo de la vida, yo represento la fatalidad que me elige y no es
posible que toda la vida del mundo, en un momento dado, me cuente
junto con ella ya que, por su naturaleza misma, amenaza el principio de
la vida.
Existe algo que está por encima de toda actividad humana: es el
ejemplo de esa monótona crucifixión en la que el alma no acaba de
perderse.
Jamás podrá esta alma que se ahorca dar alguna precisión, ya que
el tormento que la mata y la descarna, fibra tras fibra, ocurre por debajo
del pensamiento, por debajo de adonde puede llegar la lengua, puesto
que es la ligadura misma de lo que hace y que la mantiene
espiritualmente aglomerada, que se rompe a medida que la vida la
llama a la constancia de la claridad. Nunca hay claridad en esa pasión,
en esa especie de martirio cíclico y fundamental. Y sin embargo vive,
pero con una duración con eclipses en la que lo huidizo se mezcla
perpetuamente a lo inmóvil, y lo confuso a esa lengua puntiaguda de
una claridad sin duración. Esa maldición posee una alta enseñanza para
las profundidades que ella ocupa, pero el mundo no ha de oir la lección.