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Las luchas de nuestros pueblos son las que nos han permitido llegar a este
Bicentenario en una realidad inédita por las posibilidades de disputa de
proyectos que se han abierto en la región. Al terminar nuestro libro sobre las
experiencias de gobiernos de izquierda y progresistas, a finales de 2007 yo
decía que en estos procesos en construcción “el movimiento no lo es todo” —
rebatiendo a Bernstein— y que es decisiva su dirección; que la derecha ha
puesto todos sus recursos económicos, políticos, militares y simbólicos para
disputar y definir esa dirección, y que aún queda por saber si las fuerzas
aspirantes a la igualdad y a la emancipación humana la disputarán
efectivamente.
Desde comienzos de los 90, está planteada como el camino hacia un “nuevo
desarrollo” de orientación exportadora para “aprovechar las ventajas de la
globalización” mediante la exportación de “lo más abundante”. Retóricamente
presentada como una transición desde ventajas comparativas espurias a una
ulterior competitividad auténtica, que inevitablemente debía ser impulsada por
el capital transnacional por su aporte tecnológico, financiamiento y por su
acceso a mercados.
Ese mayor activismo estatal para fortalecer al sector privado exige la reforma
del estado para hacerlo “chico pero eficaz”. Esa dizque transición obviamente
requería reducción del salario real y alto desempleo: plataforma desde la cual
pueden legitimarse acotadas políticas sociales para reforzar la gobernabilidad.
Veamos en primer lugar esta formulación del “estado social” que tanto
confunde. La estrategia plantea, en el corto plazo, la implementación de un
asistencialismo focalizado hacia la extrema pobreza para absorber tensiones
sociales, que de paso iría liquidando la cultura de derechos, sustituyéndola por
una degradada cultura mendicante. En el largo plazo, se plantea lograr una
reestructuración social profunda.
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