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Gustavo Bueno, La República de Platón y el archipiélago Gulag, El Catoblepas 134:2, 2013

   
 
   

 
El Catoblepas • número 134 • abril 2013 • página 2

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foros de nódulo y el archipiélago Gulag invierno 2018

el correo imperial Daniel López


Gustavo Bueno Anti-Escohotado
Hevia Echeverría
Publicado en Alborá, Oviedo, mayo de 1978
Escrito panfletario
Martín López
(número único, páginas 31-34) Mujer y feminismo
Antonio López Calle
Antropología Quijote
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qué es · agitprop El desplazamiento
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Ignorabimus!

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• Filosofía del Deporte

1. Marx había dejado dicho: «Los filósofos, hasta ahora, han querido conocer el 30 1 2 3 4 5 6 7 8 9
mundo, pero de lo que se trata es de cambiarlo.» Esta tesis famosa es muy 40 1 2 3 4 5 6 7 8 9
ambigua. Sin duda, contiene mucha verdad referida al plano de las intenciones, pero 50 1 2 3 4 5 6 7 8 9
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su verdad es muy escasa cuando la referimos al plano de las efectivas posiciones
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históricas (si es imposible un conocer puro, habrá que concluir que incluso quienes
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únicamente han querido conocer, también habrán tenido que contribuir al cambio,
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aunque no sea más que por haber contribuido a detener un cambio, a «cambiar el C0 1 2 3 4 5 6 7 8 9
curso de un cambio» que, sin ellos, se hubiera producido). Y, de cualquier modo, no C1 1 2 3 4 5 6 7 8 9
 
es verdadera del todo, ni siquiera en el plano de las intenciones, puesto que muchos C2 1 2 3 4 5 6 7 8 9
  filósofos –o «maestros pensadores»– anteriores a Marx también han querido C3 1 2 3 4 5 6 7 8 9
deliberadamente cambiar el mundo. A veces, incluso, para subordinar ese cambio a C4 1 2 3 4 5 6 7 8 9
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ulteriores propósitos de conocimiento puro. Solo comenzaría acaso a ser
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significativa la tesis de Marx si se la interpretase en otro sentido, a saber, según una
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clave mucho más radical: «Todo aquel que filosofa, en el fondo, no quiere cambiar el C8 1 2 
mundo; y el que quiere cambiar el mundo, debe dejar de filosofar, debe realizar la
Filosofía.» Pero es muy dudosa esta pretensión de reducir Marx a Tomas de Kempis  
(«Más vale sentir la compunción que saber definirla»). Marx, cuya vida estuvo
prácticamente consagrada a la definición de conceptos, al conocimiento.

2. Entre aquellos filósofos anteriores a Marx que también «quisieron cambiar el


mundo», se nos aparece, el primero en importancia, Platón, el autor de La República
–la primera exposición de la teoría «científica» de una sociedad comunista sui
generis, una teoría que, más de una vez, ha sido considerada como precursora del
«comunismo científico». No siempre ha sido aceptada la pertinencia de esta relación
entre Marx y Platón, desde un punto de vista «marxista»: toda una campaña contra

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Gustavo Bueno, La República de Platón y el archipiélago Gulag, El Catoblepas 134:2, 2013

Platón ha venido desencadenándose desde supuestos más o menos contagiados de


marxismo. Desde Nizam a Farrington, desde Thomson a Dynnik, se extiende una
campaña tendiente a subrayar los componentes reaccionarios (esclavistas,
oligárquicos) de Platón, frente a los componentes revolucionarios (proletarios,
democráticos) de la doctrina marxista. Es la simpatía por Marx la que alimenta, en
gran medida, el odio a Platón.

3. Sin embargo, los llamados (aunque sea por motivos meramente editoriales)
«nuevos filósofos» franceses –y, en particular, André Glucksmann y Bernard Henri-
Levy– han vuelto a defender la sustancial identidad entre Platón y Marx, si bien
cambiándola de signo. Diríamos, por tanto, que es ahora el odio a Marx aquel que
alimenta el odio a Platón, y recíprocamente. Porque ambos «maestros pensadores»
quedarían simultáneamente condenados en cuanto servidores de un «estado de
cosas» de una «estructura» que se mantiene a través del esclavismo y del
comunismo, a través del capitalismo y del socialismo: la estructura del Orden del
mundo, del cual es un eslabón (y no el «más débil») el Estado: la realidad del Amo,
del Poder implacable, necesario y opresor de todo cuanto signifique fresca, libre y
creadora espontaneidad espiritual y personal. Platón, como Marx –y como Hegel–, al
hablar del Estado, de la Sociedad, de las Clases sociales o del Lenguaje, están
siempre refiriéndose a un Todo pensado como algo anterior a sus Partes, a los
hombres «de carne y hueso». Al presentar como evidente el Orden racional del
Mundo, están sometiéndose al Amo, al poder dominante (racional y planificador) que
comienza en la República platónica y termina en los campos de Auschwitz o en el
Archipiélago Gulag. Glucksmann cita El Político (293d):

«Y aunque tengan que matar, o exiliar a éste o aquel para purgar y sanear la ciudad,
exportar a colonias como se diezma a las abejas para hacerla más pequeña o
importar a gente del extranjero o crear nuevos ciudadanos para hacerla más grande,
mientras se apoyen en la ciencia y en la justicia para mantenerla y de mala la
conviertan en la mejor posible, queda definido por términos parecidos que una
constitución debe ser para nosotros la única constitución recta…»

Y Levy asimila a Platón al propio Lenin –la crónica de Lenin al Kairos de Platón–
porque, al parecer, tanto Platón como Lenin, en cuanto revolucionarios políticos, son
buenos relojeros y en el fondo no buscan hacer otra cosa sino tratar de ajustar las
vidas humanas al orden del Tiempo, al ritmo implacable de la Realidad, a los
dictados del Amo. Hay diferencias de presentación, pero no hay cambio histórico
profundo en unos cursos de acontecimientos que marchan siempre en la misma
dirección: la estructura permanece a través del cambio de los tiempos y solamente
se hace más potente, más universalmente aplastante. Es la estructura de la
totalidad, la estructura del Estado, que vigila el orden de las cosas materiales y el
orden de las cosas espirituales (el orden del Lenguaje). «En los diálogos de Platón,
en las ceremonias de la Plaza Roja se convoca al instrumento vocal para reclamar
su único 'sí', manifestación del total dominio del discurso del Amo» –leemos en La
cocinera y el devorador de hombres. Y, sin perjuicio de estas asimilaciones, Levy
recurre a Platón en el momento que necesita acuñar su concepto de una Historia
que no varía propiamente, sino que mantiene la unidad de sus «especies»,
renovadas una y otra vez en su oficio de organizadoras del orden ineluctable del
mundo. El socialismo no constituye, según esta argumentación, una transformación
histórica de inaudita novedad revolucionaria con respecto al capitalismo, en cuyo
seno germinó. El socialismo es sólo la contrafigura del capitalismo, el proletariado es
una clase vaciada de contenidos y que solo puede rellenarse (haciéndose real,
saliendo del nebuloso estado conceptual en el cual la concibió Marx) a expensas de
la propia cultura burguesa. Y el capitalismo (nos dice Levy) no es, a su vez, sino el
estado superior del platonismo.

Frente a este orden, intemporal en sí mismo, ahistórico, nada cabe propiamente


hacer: es imposible destruirlo, es necio pensar en la posibilidad de una «revolución».
Quienes pretenden cambiar el mundo, resultan ser propiamente los guardianes del
orden, y terminan por encontrarse envueltos por ese orden implacable del cual eran
ya cómplices. No cabe propiamente actuar, sino resistir –la «resistencia pasiva» del
último Glucksmann, que alcanza las tonalidades hindúes del ghandismo. No se trata
de cambiar el mundo, sino de conocerlo –viene a decirnos Levy; porque solo queda
abierta la posibilidad de la lucidez que denuncia la realidad maligna del mundo y

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esta posibilidad (casi una nada) es el último contenido («gnóstico», diríamos


nosotros) de la libertad.

4. La aproximación de Marx a Platón, tal como la llevan a cabo estos «nuevos


filósofos», no es una operación enteramente nueva. Fue realizada ya por el
pensamiento liberal, por el Popper defensor de la Sociedad abierta. (Bertrand
Russell, por su parte, había advertido, en 1920, que la Unión soviética tendía a
organizarse según el modelo de la República de Platón.) Asimismo, la aproximación
de Lenin (o de Stalin) a Marx –en sentido crítico, tan distinto del que alcanza esta
aproximación en la interna tradición del Kremlin– también se encuentra casi
totalmente ejecutada en el apólogo de Orwell. A fin de cuentas, los cerdos de la
Granja que acaban andando a dos patas, son tan cerdos como el primer cerdo que
diseñó la teoría de la explotación de los animales por los hombres; y el contenido de
esa «revolución traicionada» que nos expone Orwell no es otra cosa sino el
resultado de un proceso de imitación en virtud del cual son los valores humanos
aquellos que terminan por ser el objeto de la propia vida de los animales liberados.
(Sin embargo, el simbolismo de la novela de Orwell no se agota seguramente en sus
referencias a la «revolución traicionada»; hace resonar también las relaciones de los
ingleses con los negros, o con los indios –y, en esta perspectiva, Animal Farm
admite una lectura racista, y colonialista, en cuanto constituye la ironía de los
movimientos de liberación nacional). Pero los «nuevos filósofos» llevan al límite
estas operaciones de aproximación. «La hora de la revolución soviética –nos dice
Levy– no fue, en realidad, sino una aceleración de la historia industrial de Rusia;
creyendo poner las bases de un calendario socialista, no hizo más que desequilibrar
el segundero del capitalismo mundial, el leninismo no hizo otra cosa que un
colbertismo a escala oriental.»

El punto principal en el cual han insistido estos «nuevos filósofos» es en todo


caso el de la afinidad y continuidad entre Marx y Stalin –pero entendiendo por Stalin
al Stalin del XX Congreso. Ese Stalin que, desde Trotsky hasta Merleau Ponty, ha
querido ser disociado de Marx. Pero afirma Levy: «No hay campos de concentración
sin marxismo, decía Glucksmann. Es preciso añadir no hay socialismo sin campos
de concentración, no hay sociedad sin clases sin su verdad terrorista.» El stalinismo
es marxismo, no es una desviación del marxismo, un accidente que pueda reducirse
a la personalidad de Stalin, ni siquiera es una desviación imputable a la democracia
que la «revolución en un sólo país» hubo de improvisar. Es una manifestación más
del «orden del mundo», y en los escritos de Marx podría verse ya la prefiguración
del «octubre campesino», en el que millones de Kulaks fueron deportados,
asesinados, discriminados del verdadero proletariado industrial, siguiendo una pauta
que Marx ya habría dado, y después Kautsky (añadiríamos por nuestra cuenta) con
su teoría de las cuatro capas del proletariado. «El eterno rebaño que desde Pedro el
Grande hasta Stalin no dejó de doblar la cerviz está ya previsto en Marx, en los
Manuscritos y en El Capital, cuando considera a los desclasados (al lumpen) y a los
campesinos como la canalla a la que habría que prohibir ensuciar las radiantes
avenidas del nuevo mundo progresista». El campo de concentración es marxista, tan
marxista como Auschwitz era nazi. El marxismo no es una ciencia sino una ideología
como las demás, que funciona como las demás, para disimular la verdad al mismo
tiempo que para modelarla. El marxismo es el opio del pueblo.

5. La percepción de una identidad sustancial entre Platón y Marx –y por tanto,


entre Platón y Stalin o Hitler– es el resultado (a nuestro juicio) de un modo de pensar
de naturaleza metafísica y ahistórica, no dialéctica. Se trata en el fondo (creemos)
del ejercicio de un pensamiento monista: el monismo de la historia universal, el
monismo progresista –sólo que cambiado de signo. Porque la Historia, se supone
ahora, camina en línea recta, en una progresión uniforme, que no conduce
ciertamente hacia el Bien (hacia la Utopía), pero sí hacia el Mal, hacia la catástrofe,
hacia la muerte. El mismo progreso técnico no sería otra cosa, para estos nuevos
filósofos (que siguen en esto a Heidegger) sino la historia del nihilismo devastador,
que nivela las diferencias y tritura los cuerpos y las almas. Bajo la égida de la
barbarie técnica «el universo se convierte en un espacio homogéneo, en un campo
neutralizado, glauco y tétrico, desierto, donde reina, en fin, como dueña y señora, la
ley secular de la equivalencia de los lugares y de la indiferencia de las cosas». Y el
marxismo es sólo un episodio más de este curso progresivo hacia un socialismo
bárbaro en el cual se borrarán las diferencias, un socialismo inerte proporcionado a

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la creciente homogenización de la materia. Levy reconocerá con todo que este


«proceso» es necesario, como una ola que se extiende implacable y envuelve a
todos los hombres. A todos menos a aquellos que sean capaces de mantener en su
espíritu el fuego de la ética y del deber moral: «sólo queda el deber de protestar
contra el marxismo a falta de poder olvidarlo.» Y aquellos que pueden protestar son
los intelectuales. No se sabe bien cuál pueda ser el contenido de esta protesta ante
un orden que se declara necesario, una vez que el ecologismo ha sido considerado
como utópico. Acaso ese contenido no pueda estar muy lejos del ser para sí
sartriano, de la liberación por la nada –Levy se nos revelaría entonces como un
seguidor de Hegesias–, acaso sea ese espiritualismo ateo que alimenta su protesta
con el arte –y entonces Levy se nos mostraría como un goliardo: «solamente el
Poeta, el Pintor, el Músico, saben dar nombre al mal y pescar sus perlas
sangrientas».

No negamos las terribles confluencias que hubieron de tener lugar entre las
formas del nazismo y del estalinismo. Se trata de interpretar estas confluencias de
otro modo, como un episodio de la symploke de sistemas sociales y políticos
enfrentados, que caminan acaso en la misma dirección pero que llevan sentidos
contrarios. No se trataría de «justificar» los horrores del estalinismo como episodios
subordinados a un bien superior. Pero tampoco es posible ignorar todo lo que la
revolución de octubre ha significado de hecho como freno del capitalismo y como
contribución al progreso y edificación del comunismo. Estamos ante una cuestión
que resulta ser la verdadera piedra de toque de la dialéctica. Se trata de reconocer
la contradicción entre ambos momentos y de reconocerla como una resultante
necesaria, histórica, que nadie trata de bendecir sino, por de pronto, de constatar;
que nadie trata de deducir desde la perspectiva de unos supuestos fines globales de
la Humanidad, cuanto de construir desde la perspectiva de sus causas. Tampoco los
horrores en medio de los cuales se edificó el capitalismo pueden ocultar las nuevas
«formas de humanidad» (entre ellas, el individuo universal resultante de la economía
de mercado mundial, según Marx, que de él brotaron). El Capital ha nacido entre
sangre y lodo; y el archipiélago Gulag no es más importante que la trata de esclavos
de los siglos XVI, XVII, y XVIII a partir de la cual se fraguaron tantas conciencias que
hoy lo critican. Pero criticar al Gulag desde el capitalismo es algo así como criticar al
dogmatismo del Diamat desde posturas cristianas –necesariamente solidarias de su
tradición inquisitorial. Es simplemente falta de sindéresis. Levy y Glucksmann, sin
embargo, sólo quieren ver en estas semejanzas la perpetuación y reproducción de
una misma estructura que avanza implacable y se mantiene por encima del curso de
la historia. Si el poder se atribuye al todo –al Estado– y si se parte de la hipótesis de
que fuera del Estado total no queda nada de poder –salvo la impotencia– entonces
la historia del poder habrá de reducirse al proceso de la reproducción de esa
totalidad monótona que aplasta necesariamente a las partes a las cuales envuelve y
cuyo Orden constituye, como un momento necesario del Orden del Mundo.

Pero si en lugar de usar esta oposición (metafísica) entre el Todo y la Nada se


acude a la oposición dialéctica entre la parte (el Estado, en cuanto explotador, no es
el todo, sino una parte o clase social, dominadora de otras clases sociales) y la parte
(que, por tanto, debe tener ya un poder: el poder burgués contra el Estado feudal, el
poder obrero contra el Estado capitalista) entonces la historia política ya es
lógicamente al menos posible. Porque las proporciones de esta oposición entre las
partes y las partes pueden ya cambiar, y han cambiado de hecho, según un orden
interno, que es el orden de la historia. La dialéctica de las partes frente a las partes
es la dialéctica del pluralismo: no existe un todo global, monista (la totalidad
insoslayable de la que habla Levy) que avanza implacable hacia un fin, bueno o
malo. Pero la concepción dialéctica de los procesos históricos pluralistas, que no se
reducen a ningún monismo, benigno o cruel, es la condición para pensar la
posibilidad de escapar del cerco de esa conciencia desventurada en la que respiran
los nuevos filósofos franceses, y que no es otra cosa sino la conciencia de una
impotencia.

Los que están sometidos a un Estado explotador, en la medida en que se


sienten algo más que una nada (pura impotencia) –y no se sienten una nada en la
medida en que son efectivamente algo, un poder– podrán alimentar racionalmente
un proyecto revolucionario, que habrá de ser distinto en cada situación histórica.
Desde el punto de vista del pluralismo histórico y dialéctico, Marx no puede

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reducirse a Platón; sus diferencias son sustanciales –son diferencias históricas– sin
perjuicio de que esas diferencias sólo puedan perfilarse con precisión sobre el fondo
común de sus semejanzas abstractas. El pesimismo histórico de Levy no es otra
cosa sino el mismo optimismo histórico leibniziano cambiado de signo: Levy es así
simplemente un anti-Cándido. Pero tanto Cándido como su negación se sostiene en
el mismo tronco metafísico, el monismo: contraria sunt circa eadem.

15 marzo 1978

© 2013 nodulo.org
 

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