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Philippe Bourgois *
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Quería asegurarse de que yo registrara con claridad su réplica final y la in-
cluyera como una cita directa en el libro sobre la cultura callejera y la eco-
nomía subterránea que estaba escribiendo en esos momentos.
“César: — No, Felipe, no entiendes. No es bueno ser tan chulo con la gente, chico,
porque se aprovechan de ti. Ese cabrón estuvo hablando estupideces un rato largo, de
que éramos blanditos, que él controlaba el bloque y que puede hacer lo que le de la
gana. O sea, lo ‘cojimo’ suave, hasta que empezó a hablar de esto y que si lo otro, y
que nos iba a chotear con la policía. Ahí fue cuando cogí el bate; le eché el ojo al ha-
cha que guardamos detrás del Pac-Man, pero después dije “¡no! quiero algo que sea
corto y compacto. Sólo le tengo que dar un par de cantazos pa’ tumbarlo”.
[Gritando a través de la puerta para que todos puedan escucharlo afuera del local] ¡No
controlas nada, porque te sacudimo’ el culito! ¡Ja, ja, ja! [Volviendo hacia mí.] Eso fue
justo cuando tú saliste, Felipe. Te lo perdiste. Me puse loco. Ves, Felipe, en este lu-
gar no puedes dejar que la gente te coja de mango bajito, si no te haces fama de blan-
dito del barrio.”
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bilidad aterrorizada que lo afectó mientras crecía en East Harlem. Hijo de
una adicta a la heroína que lo tuvo a los 16 años, fue criado por una abue-
la que le pegaba con regularidad, pero también lo quería profundamente.
Enviado a una escuela reformatorio por golpear a un maestro con una si-
lla, César admitió que
“lloraba todos los días; era un gran imbécil. Pensaba en el suicidio. Extrañaba a mis
mamás. Quiero decir, la ’buela, tú la conociste. Aparte era un chico –tenía 12 o 13 años–
y los otros chicos me pegaban y toda esa mierda. Me pateaban el culo. Siempre anda-
ba lastimado. Era un reformatorio asqueroso. Muchas veces veía a los maestros casti-
gar a los chicos haciéndolos quedar desnudos afuera bajo la nieve”.
“Después aprendí. Al pelear me ponía tan loco que dejaban de molestarme por un tiem-
po. ¡Era un verdadero salvaje! A veces, por ejemplo, agarraba una silla o un lápiz o cual-
quier otra cosa y los dejaba hechos un verdadero desastre. Así que pensaban que era
un salvaje y un loco de verdad. O sea, siempre me metía en peleas. Aunque perdiera,
siempre las empezaba. Así me quedaba un poco más tranquilo, porque después nadie
“chavaba”2 […..] conmigo.”
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dio de encuestas o de la consulta de censos públicos no comprenden la in-
tensidad de la relación que uno debe desarrollar con cada individuo de su
muestra a fin de obtener información pertinente sobre los contextos cultu-
rales y las dinámicas procesales de las redes sociales en contextos holísticos.
Los antropólogos no correlacionan variables estadísticas independientes;
antes bien, explican (o mencionan) las razones (o accidentes) por y a través
de las cuales las relaciones sociales se despliegan dentro de sus contextos lo-
cales (y globales). En un plano ideal, los antropólogos desarrollan una rela-
ción orgánica con un ámbito social en que su presencia sólo desvirtúa
mínimamente la interacción social original. Debemos buscar un rol social
legítimo en el seno del escenario social que estudiamos, a fin de entablar amis-
tades (y a veces enemistades) que nos permitan (con un consentimiento in-
formado) observar directamente las conductas de la manera menos invasiva
posible. Una de las grandes tareas de los observadores participantes es po-
nerse “en el pellejo” de las personas que estudian para “ver las realidades del
lugar” a través de “ojos locales”. Como es natural, ese objetivo es imposible
de alcanzar en términos absolutos y, tal vez, hasta sería peligroso si nos lle-
va a olvidar el desequilibrio de poder que existe en relación a los sujetos es-
tudiados. En efecto, los antropólogos posmodernos han criticado con dureza
la premisa de que la esencia de un grupo de personas o una cultura puede ser
entendida y descripta por alguien ajeno, y traducida en categorías analíti-
cas académicas. Esta ilusión es parte de una imposición modernista inevi-
tablemente totalizadora y representativa, en última instancia, de un proyecto
opresivo. Sin que las personas estudiadas lo sospechen, los antropólogos co-
rren el riesgo de imponerles categorías analíticas e imágenes exotizantes mar-
cadas por el poder, en nombre de una autoridad académica etnográfica
asumida con arrogancia. Para evitar atribuir con pretextos científicos imá-
genes enajenantes a las personas que estudian, los etnógrafos deben ejercer
una crítica autorreflexiva y reconocer que una cultura no tiene necesariamente
una única realidad o esencia simple. Las culturas y los procesos sociales son
de manera ineludible más –pero también menos– de lo que puede aprehender
alguien exterior a ellos cuando intenta condensarlos en una monografía o un
artículo etnográfico coherente. No obstante, con el fin de definir de un mo-
do significativo la observación participante, basta con decir que los antro-
pólogos culturales, pese a todos los problemas que implica el reportaje
transcultural, tratan de acercarse lo más posible a los mundos cotidianos lo-
cales sin perturbarlos ni juzgarlos. La meta global es alcanzar una perspec-
tiva integral de las lógicas internas y las coacciones externas que inciden en
el desarrollo de los procesos locales, y reconocer al mismo tiempo –y con hu-
mildad– que las culturas y los significados sociales son fragmentarios y
múltiples. En definitiva, que todos somos formados y limitados por las
perspectivas de los momentos históricos, y la inserción social y demográfi-
ca que nos toca.
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En el caso de mi trabajo con distribuidores de crack en el este de Harlem,
aun antes de poder iniciar formalmente mi investigación, tuve que enfren-
tar la abrumadora realidad de la segregación racial y de clase propia de los
guetos estadounidenses. En un comienzo las cosas sucedieron como si mi piel
blanca fuera el signo de la fase final de una enfermedad contagiosa que ha-
cía estragos a su paso. Las bulliciosas esquinas se vaciaban en medio de una
lluvia de silbidos cada vez que me acercaba: los nerviosos vendedores de dro-
gas se dispersaban, seguros de que yo era un agente encubierto de la divi-
sión de narcóticos. A la inversa, la policía me hacía saber que estaba violando
leyes inconscientes del apartheid cada vez que me ponían con brazos y pier-
nas extendidos contra una pared para registrarme en busca de armas, dro-
gas y/o jeringas. Desde su punto de vista, la única razón por la cual un “chico
blanco” podía estar en el barrio después del atardecer era para comprar dro-
gas. De hecho, la primera vez que unos policías me pararon traté de expli-
carles en un tono que yo consideraba cortés que era un antropólogo dedicado
a estudiar la marginación social. Convencidos de que me burlaba de ellos,
me inundaron con una letanía de maldiciones y amenazas mientras me es-
coltaban hasta la parada de autobuses más cercana y me ordenaban que de-
jara el Este de Harlem: “vete a comprar tus drogas en un barrio blanco, cochino
hijo de una gran…”
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heid urbano norteamericano. Desde un punto de vista metodológico, la úni-
ca manera de comenzar a hacer preguntas personales provocativas y tener
la expectativa de embarcarse en conversaciones sustanciosas sobre la com-
pleja experiencia de la marginación social extrema en Estados Unidos
consiste en entablar relaciones duraderas basadas en el respeto mutuo.
Por eso, tal vez, es tan exigua la comprensión que posee la academia de la
experiencia de la pobreza, la marginación social y el racismo. Las tradi-
cionales metodologías de investigación con orientación cuantitativa de los
sociólogos o criminólogos de clase media alta tienden a hacer acopio de in-
venciones. Pocos integrantes de los márgenes de la sociedad confían en los
extraños cuando se les hacen preguntas personales invasivas, sobre todo en
lo concerniente al dinero, las drogas y el alcohol. De hecho, a nadie –rico o
pobre– le gusta responder a preguntas tan indiscretas e incriminatorias.
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Harlem y South Bronx en busca de trabajo. Unos treinta años después, su
teoría de la cultura de la pobreza permanece en el centro de las polémicas
contemporáneas en torno de los núcleos urbanos deprimidos de Estados
Unidos. Pese a ser un socialdemócrata favorable a la expansión de los pro-
gramas gubernamentales contra la pobreza, su análisis teórico propone una
explicación psicológica reduccionista –casi un equivalente de culpar a la víc-
tima– de la persistencia transgeneracional de la miseria. En cierto nivel, pa-
reció el toque de difuntos para los sueños de la Gran Sociedad de la presidencia
de Johnson y representó un desmentido a la idea de que era posible erradi-
car la pobreza en Norteamérica. La teoría de Lewis resuena tal vez más que
nunca en las campañas contemporáneas en pos de la responsabilidad indi-
vidual y los valores familiares que han sido tan celebradas por los políticos
conservadores en las elecciones nacionales estadounidenses realizadas a lo lar-
go de la década del noventa. En un artículo publicado en Scientific American
en 1966, Lewis escribió:
“Por lo común, a los seis o siete años los niños de los barrios pobres ya han asimilado las
actitudes y valores fundamentales de su subcultura. En lo sucesivo se enfrentan a la im-
posibilidad psicológica de aprovechar en su plenitud las condiciones cambiantes o las
oportunidades de mejora susceptibles de aparecer durante su vida.
[…] Es mucho más difícil deshacer la cultura de la pobreza que remediar la pobreza misma.”
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