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Sermón #182 El Púlpito de la Capilla New Park Street 1

LA INCAPACIDAD HUMANA
NO. 182
ESTE SERMÓN FUE PREDICADO EL DOMINGO 7 DE MARZO DE 1858,
POR CHARLES HADDON SPURGEON,
EN EL MUSIC HALL, ROYAL SURREY GARDENS, INGLATERRA.
“Nadie puede venir a mí, a menos que el Padre que me envió lo traiga.”
Juan 6:44.

“Venir a Cristo” es una frase muy común en la Santa Escritura. Se


usa para describir esas acciones del alma por las que, abandonando de
inmediato nuestros pecados y nuestra justicia propia, volamos hacia el
Señor Jesucristo y recibimos Su justicia para revestirnos con ella y Su
sangre para que sea nuestra expiación. Venir a Cristo, entonces, encie-
rra el arrepentimiento, la negación de uno mismo y la fe en el Señor Je-
sucristo. Incluye en sí todas esas cosas que son el acompañamiento ne-
cesario de estos grandiosos estados del corazón, tales como la creencia
en la verdad, la diligencia en la oración a Dios, la sumisión del alma a los
mandamientos del evangelio de Dios y todas esas cosas que acompañan
el amanecer de la salvación en el alma.
Venir a Cristo es la única cosa esencial para la salvación de un peca-
dor. Quien no viene a Cristo, haga lo que haga y crea lo que crea, está
todavía en “hiel de amargura y en prisión de maldad.” Venir a Cristo es el
primerísimo efecto de la regeneración. En el momento en que el alma es
vivificada, de inmediato descubre su condición perdida, y se horroriza
ante esa condición, busca refugio y creyendo que Cristo es el refugio ade-
cuado, vuela hacia Él y descansa en Él.
Donde no existe este venir a Cristo, no hay una señal cierta de una
nueva vida. Donde no hay una vida nueva, el alma está muerta en delitos
y pecados y estando muerta no puede entrar en el reino de los cielos. Te-
nemos frente a nosotros un aviso muy sorprendente, incluso detestable
para algunas personas. Venir a Cristo, que es descrito por muchas per-
sonas como la cosa más fácil del mundo, es considerado por nuestro tex-
to como algo total y enteramente imposible para cualquier hombre, a
menos que el Padre le lleve a Cristo.
Nuestro objetivo será entonces reflexionar sobre esta declaración. No
dudamos que siempre será desagradable para la naturaleza carnal. Sin
embargo, la ofensa que se hace a la naturaleza humana es a veces el pri-
mer paso para lograr que se humille ante Dios. Y si es este el resultado
de un proceso doloroso, podemos olvidar el dolor y gozarnos en las glo-
riosas consecuencias.
Primeramente trataré esta mañana de hacer resaltar la incapacidad
del hombre, viendo en qué consiste. En segundo lugar, veremos las for-
mas que el Padre emplea: cuáles son y cómo son ejercitadas en el alma. Y
luego concluiré considerando el dulce consuelo que se puede obtener de
este texto que es árido y terrible en apariencia.
I. Tenemos pues primero LA INCAPACIDAD DEL HOMBRE. El texto
dice: “Nadie puede venir a mí, a menos que el Padre que me envió lo trai-
ga.” ¿Dónde radica esta incapacidad?
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En primer lugar, no se deriva de ningún defecto físico. Si para venir a
Cristo, mover el cuerpo o caminar con los pies puede ser de ayuda, cier-
tamente el hombre tiene todo el poder físico para venir a Cristo en ese
sentido. Recuerdo que una vez escuché a un antinomiano necio que de-
claró que no creía que ningún hombre tenía el poder de caminar a la ca-
sa de Dios si el Padre no le llevara. Ese hombre era verdaderamente un
tonto, porque debió haber visto que mientras un hombre tenga vida y
piernas le resulta lo mismo de fácil caminar a la casa de Dios que a la
casa de Satanás.
Si venir a Cristo incluye decir una oración, el hombre no tiene defecto
físico sobre este particular. Si no es mudo, puede decir una oración tan
fácilmente como decir una blasfemia. Es tan fácil que un hombre cante
uno de los cantos de Zión como que cante una canción profana teñida de
lujuria. No hace falta el poder físico para venir a Cristo. El hombre tiene
todo el poder corporal que se necesita. Y cualquier parte de la salvación
que consista en eso está entera y totalmente al alcance del hombre, sin
necesidad de ninguna ayuda del Espíritu de Dios.
Tampoco reside esta incapacidad en ninguna deficiencia mental. Pue-
do creer que esta Biblia es verdadera con la misma facilidad que puedo
creer que cualquier otro libro es verdadero. En la medida en que creer en
Cristo no sea más que un acto de la mente, soy tan capaz de creer en
Cristo como lo soy de creer en cualquier otra persona. Si Sus afirmacio-
nes son verdaderas sería una pérdida de tiempo que me digan que no
puedo creerlas. Puedo creer lo que Cristo afirma de la misma manera que
puedo creer lo que afirme cualquier otra persona. No hay ninguna falta
de capacidad en la mente: es capaz de apreciar como un mero concepto
intelectual la culpa del pecado, de la misma manera que es capaz de en-
tender la culpa que implica un asesinato. Es posible que yo desarrolle la
idea mental de buscar a Dios, de la misma manera que puedo ejercitar el
pensamiento de la ambición.
Tengo toda la fortaleza mental y el poder que se pueden necesitar en la
medida en que el poder mental sea necesario para la salvación. No, no
hay ningún hombre tan ignorante que pueda argumentar su falta de in-
telecto como una excusa válida para rechazar el evangelio. Entonces, el
defecto no está ni en el cuerpo, ni en lo que debemos llamar en el sentido
teológico: la mente. No existe ni insuficiencia ni deficiencia en ella, aun-
que ciertamente es la depravación de la mente, su corrupción o su ruina,
lo que después de todo, conforma la esencia misma de la incapacidad del
hombre.
Permítanme mostrarles en dónde reside realmente la incapacidad del
hombre. Está en lo profundo de su naturaleza. Debido a la Caída y por
medio de nuestro propio pecado, la naturaleza del hombre se ha vuelto
tan degradada, depravada y corrupta, que es imposible que el hombre
venga a Cristo sin la ayuda de Dios el Espíritu Santo. Ahora, con el obje-
to de poder mostrarles cómo la naturaleza del hombre lo hace incapaz de
venir a Cristo, deben permitirme usar esta figura. Ven a esa oveja, ¡ob-
serven con qué entusiasmo come de su pasto! Nunca se han enterado de
una oveja que busque la carroña, no podría vivir del alimento que co-
rresponde a los leones.

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Ahora tráiganme un lobo y ustedes me preguntan si un lobo puede ali-
mentarse de hierba, si puede ser tan dócil y domesticado como la oveja.
Yo respondo que no, pues su naturaleza va en contra de todo eso. Uste-
des dicen: “Bien, tiene orejas y patas. ¿Acaso no puede oír la voz del pas-
tor y seguirlo adonde quiera que vaya?” Yo respondo: ciertamente. No
hay ninguna causa física por la que no pueda hacerlo, pero su naturale-
za se lo impide, y por lo tanto digo que no puede hacerlo. ¿Acaso no pue-
de ser domesticado? ¿No puede desaparecer su naturaleza feroz?
Probablemente pueda someterse de tal manera que puede llegar a pa-
recer manso, pero siempre habrá una marcada diferencia entre el lobo y
la oveja, ya que hay una distinción en sus naturalezas. Ahora, la razón
de por qué el hombre no puede venir a Cristo no es porque no pueda ve-
nir por alguna razón relacionada con su cuerpo o con el simple poder de
su mente. El hombre no puede venir a Cristo porque su naturaleza está
tan corrompida que no tiene ni la voluntad ni el poder para venir a Cristo
a menos que sea traído por el Espíritu.
Pero déjenme darles un mejor ejemplo. Vemos a una madre con su
bebé en sus brazos. Ustedes le dan un cuchillo y le dicen que le dé al be-
bé una puñalada en el corazón. Ella responde en verdad, de todo cora-
zón: “No puedo.” Ahora, en lo que se refiere a su poder físico, ella podría
si quisiera. Tiene un cuchillo y tiene al niño. El pequeño está indefenso y
la madre tiene la suficiente fuerza en su mano para darle una puñalada.
Pero tiene mucha razón cuando dice que no puede hacerlo. Es muy posi-
ble, como un simple acto de su mente, que la madre piense en matar a
su hijo y sin embargo ella dice que no puede pensar en tal cosa. Y no
miente cuando dice eso, porque su naturaleza de madre no le permite
hacer algo frente a lo cual su alma se rebela.
Simplemente debido a que es la madre del niño ella siente que no pue-
de matarlo. Sucede lo mismo con el pecador. Venir a Cristo es tan detes-
table para la naturaleza humana que aunque los hombres podrían venir
a Cristo si quisieran (al menos en lo que concierne a las fuerzas físicas y
mentales y estas por cierto tienen una muy reducida esfera de acción en
la salvación), es estrictamente correcto decir que ni quieren ni pueden
venir, a menos que el Padre que ha enviado a Cristo, les traiga. Vamos a
profundizar más en este tema, tratando de mostrarles en qué consiste
esta incapacidad humana en sus más mínimos detalles.
1. En primer lugar tenemos la rebeldía de la voluntad humana. “Oh,”
dice el arminiano, “los hombres pueden salvarse si ellos quieren.” Res-
pondemos: “mi querido señor, todos creemos en eso. Pero es precisamen-
te en el si ellos quieren donde está el problema. Afirmamos que nadie
quiere venir a Cristo a menos que sea traído. No, no lo afirmamos noso-
tros sino que el mismo Cristo lo declara así: “Y no queréis venir a mí pa-
ra que tengáis vida.” Y mientras ese “no queréis venir” permanezca en la
Santa Escritura, Cristo nunca podrá ser convencido de creer en ninguna
doctrina de la libertad de la voluntad hombre.
Es sorprendente cómo la gente, al abordar el tema del libre albedrío,
habla de cosas sobre las que no entiende absolutamente nada. “Bueno”
dice alguien, “yo creo que los hombres pueden ser salvos si quisieran.”
Mi querido amigo, ésa no es para nada la pregunta. La pregunta es:
¿tienen los hombres la inclinación natural a someterse a las humillantes
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condiciones del evangelio de Cristo? Declaramos, con base en la autori-
dad de la Biblia, que la voluntad humana está tan desesperadamente in-
clinada al mal, tan depravada, tan orientada a todo lo que es malo, tan
opuesta a todo lo que es bueno, que sin la influencia poderosa, sobrena-
tural e irresistible del Espíritu Santo, ninguna voluntad de hombre podrá
ser obligada a ir a Cristo.
Tú respondes que a veces los hombres sí quieren ir, sin la ayuda del
Espíritu Santo. Yo digo: ¿has conocido a alguien que sí quería? Yo he
conversado con muchos cientos, no, con miles de cristianos, todos con
diferentes puntos de vista, unos jóvenes y otros viejos, pero nunca he te-
nido la suerte de conocer a uno que pudiera afirmar que vino a Cristo
por su propia voluntad, sin necesidad de ser traído. La confesión univer-
sal de todos los verdaderos creyentes es esta: “Yo sé que si Jesucristo no
me hubiera buscado cuando yo era un extraño completamente alejado
del redil de Dios, aun hasta este momento estaría caminando errante
muy lejos de Él, a gran distancia de Él y amando esa distancia cada vez
más.” Todos los creyentes afirman, en un consenso general, la verdad de
que los hombres no vendrán a Cristo hasta que el Padre que ha enviado
a Cristo, les traiga.
2. Otra vez, no sólo la voluntad es obstinada, sino que el entendimien-
to está oscurecido. De todo esto tenemos abundantes pruebas en la Es-
critura. No estoy haciendo simples aseveraciones ahora, sino que estoy
declarando doctrinas que son enseñadas con autoridad en las Santas
Escrituras y conocidas en la conciencia de cada cristiano: que el enten-
dimiento del hombre está de tal manera entenebrecido que no puede en-
tender las cosas de Dios de ninguna manera, hasta que su entendimien-
to sea abierto. El hombre interior es ciego por naturaleza. La cruz de
Cristo, tan cargada de glorias y brillando con todo tipo de atractivos,
nunca le atrae, porque está ciego y no puede ver sus maravillas. Háblale
de las maravillas de la creación. Muéstrale el arco iris que surca el cielo.
Déjale mirar las glorias de un paisaje. Claro que estas cosas sí las puede
ver.
Pero háblale de las maravillas del Pacto de Gracia, coméntale acerca
de la seguridad que tiene el creyente en Cristo, dile las bellezas de la Per-
sona del Redentor, y verás que está sordo a todas tus descripciones. O
regresemos al versículo que notamos de manera especial en nuestra lec-
tura: “El hombre animal no percibe las cosas que son del Espíritu de
Dios, porque le son locura, y no las puede entender, porque se han de
examinar espiritualmente,” y en tanto que es un hombre natural, no tie-
ne el poder de discernir las cosas de Dios. “Bien”, dice uno, “creo que he
desarrollado un criterio razonable en los temas de teología. Pienso que
casi puedo entenderlo todo.”
Cierto, puedes haberlo logrado en cuanto a la letra. Pero en su espíri-
tu, y en una verdadera recepción que penetre hasta el alma y su com-
prensión verdadera, no puedes haberlas logrado, a menos que hayas sido
traído por el Espíritu. Pues en tanto que esta Escritura sea verdad, es
decir que el hombre carnal no puede entender las cosas espirituales, es
imposible que las hayas entendido, a menos que hayas sido regenerado y
hayas sido hecho un hombre espiritual en Cristo Jesús. Entonces la vo-
luntad y el entendimiento son dos grandes puertas, impidiendo ambas
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nuestro paso para venir a Cristo. Y hasta que estas puertas no sean
abiertas por las dulces influencias del Espíritu Divino, están cerradas
para siempre para todo lo relacionado a venir a Cristo.
3. Otra vez, los afectos, que constituyen una buena parte del hombre,
son depravados. El hombre tal como es antes de recibir la gracia de Dios,
ama cualquier cosa más que las cosas espirituales. Si quieres una prue-
ba de esto, mira a tu alrededor. No se necesita un monumento en honor
a la depravación de los afectos humanos. Mira a cualquier lugar: no hay
ni una sola calle, ni una sola casa, no, ni un solo corazón que no mues-
tre la triste evidencia de esta terrible verdad. ¿A qué se debe que los
hombres no se congreguen en todas partes del mundo en la casa de Dios
el domingo? ¿Por qué no nos dedicamos más a la lectura de la Biblia?
¿Por qué la oración es un deber casi universalmente descuidado? ¿Por
qué se ama tan poco a Cristo? ¿Por qué quienes profesan ser sus discí-
pulos son tan fríos en el afecto hacia Él?
¿De dónde proceden estas cosas? Con toda seguridad, hermanos, no
podemos encontrar otra fuente sino ésta: la corrupción y contaminación
de los afectos. Amamos lo que debemos odiar y odiamos lo que debemos
amar. La razón por la que amamos más esta vida que la vida venidera, es
la naturaleza humana, la naturaleza humana caída. No es sino por efecto
de la Caída que amamos más al pecado que a la justicia, y a los caminos
de este mundo más que a los caminos de Dios. Y repetimos de nuevo,
hasta que estos afectos sean renovados y convertidos en un nuevo canal
por medio del llamado soberano del Padre, no es posible que ningún
hombre ame al Señor Jesucristo.
4. Otra vez, la conciencia también ha sido dominada completamente
por la Caída. Creo que el mayor error que comenten los teólogos es
cuando le dicen a la gente que la conciencia es representante de Dios en
el alma y que es uno de esos poderes que retienen su antigua dignidad
alzándose erguido entre sus compañeros caídos. Hermanos míos, cuando
el hombre cayó en el huerto del Edén, la humanidad entera cayó. No
hubo ni un solo pilar del templo humano que permaneciera erguido. Es
cierto, la conciencia no fue destruida. El pilar no se rompió. Cayó, y cayó
en una sola pieza, y allí quedó como el más poderoso fragmento de lo que
fue una vez la obra perfecta de Dios en el hombre.
Pero esa conciencia está caída, estoy seguro. Simplemente miren a los
hombres. ¿Quién posee, de todos los hombres, “una buena conciencia
delante de Dios,” sino el hombre regenerado? ¿Piensan ustedes que si las
conciencias de los hombres les hablaran siempre de manera fuerte y cla-
ra, vivirían cometiendo cada día actos tan opuestos a la justicia como las
tinieblas se oponen a la luz? No, amados; la conciencia me puede decir
que soy un pecador, pero esa conciencia no me puede hacer sentir que
soy un pecador. La conciencia me puede decir que tal y tal cosa es mala,
pero qué tan mala es, esa misma conciencia no lo sabe.
¿Acaso le ha dicho la conciencia alguna vez a algún hombre, sin la ilu-
minación del Espíritu, que sus pecados merecen la condenación? O si
alguna conciencia alguna vez hizo eso, ¿guió a ese hombre a sentir el
aborrecimiento del pecado como pecado? De hecho, ¿alguna vez una
conciencia trajo al hombre a tal negación de sí mismo que llegó a sentir
aborrecimiento de sí y de todas sus obras y la necesidad de venir a Cris-
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to? No, la conciencia aunque no está muerta, está arruinada. Su poder
está dañado, ya no tiene esa agudeza visual ni esa mano poderosa ni esa
voz de trueno que tuvo antes de la Caída. Ha dejado de ejercer, hasta
cierto punto, su supremacía en la ciudad del Alma del hombre. Enton-
ces, amados, debido a la depravación de la conciencia, se requiere que el
Espíritu Santo intervenga para mostrarnos nuestra necesidad de un
Salvador y para traernos al Señor Jesucristo.
“Sin embargo,” dirá alguno, “en todo lo que has dicho hasta ahora, me
da la impresión que consideras que la razón por la que los hombres no
vienen a Cristo es que ellos no quieren en lugar que no pueden.” Cierto,
muy cierto. Creo que la razón de mayor importancia de la incapacidad
del hombre es la rebeldía de su voluntad. Una vez que se supera esa re-
beldía, creo que se ha quitado esa gran piedra que tapa el sepulcro y ya
está ganada la parte más dura de la batalla. Pero permítanme ir un poco
más lejos. Mi texto no dice: “Ningún hombre quiere venir,” sino que dice:
“Ningún puede venir.” Ahora, muchos comentaristas creen que la palabra
puede no es más que una expresión que no conlleva otro significado más
que el de quiere. Estoy convencido que esto no es correcto.
No solamente hay en el hombre una renuencia a ser salvado sino que
también hay impotencia espiritual para venir a Cristo. Y esto se lo puedo
demostrar a cualquier cristiano con mucha facilidad. Amados, me dirijo a
los que ya han sido vivificados por la gracia divina. ¿No les enseña su
experiencia que hay momentos en los cuales quieren servir a Dios pero
que sin embargo no pueden hacerlo? ¿No se han visto obligados a veces a
decir que han querido creer, pero que han tenido que orar: “Señor, ayuda
mi incredulidad”? Porque, a pesar de que tienen todo el deseo de recibir
el Testimonio de Dios, su propia naturaleza carnal ha sido demasiado
poderosa para ustedes de tal manera que han sentido la necesidad de
ayuda sobrenatural.
¿Puedes tú entrar en tu habitación a cualquier hora y caer de rodillas
y decir: “Bien, quiero ser diligente en la oración y estar más cerca de
Dios.”? Yo te pregunto: ¿ves que tu poder es igual a tu querer? ¿Podrías
afirmar, incluso ante el mismo tribunal de Dios, que estás seguro de no
estar equivocado en cuanto a este querer? Tú quieres ser envuelto en de-
voción. Deseas no alejarte de la pura contemplación del Señor Jesucris-
to, pero te das cuenta que no puedes lograrlo, aun queriéndolo, sin la
ayuda del Espíritu.
Pues bien si el hijo de Dios, que tiene nueva vida, encuentra una in-
capacidad espiritual, ¿cuánto más no la encontrará el pecador que está
muerto en delitos y pecados? Si el cristiano maduro, después de treinta o
cuarenta años, aun encuentra que quiere pero no puede; si tal es su ex-
periencia ¿no parece más que probable que el pobre pecador que todavía
es incrédulo necesite tanto el poder como el querer?
Pero hay otro argumento todavía. Si el pecador tiene poder para venir
a Cristo, me gustaría saber cómo debemos interpretar las continuas des-
cripciones de la situación del pecador que encontramos en la Santa Pa-
labra de Dios. Ahora bien, se dice que un pecador está muerto en delitos
y pecados. ¿Podrías afirmar que la muerte sólo significa la ausencia de la
voluntad? Ciertamente un cadáver es tanto incapaz como renuente. ¿O
acaso no ven todos los hombres que hay una distinción entre querer y
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poder? ¿No podría ese cadáver ser lo suficientemente revivido para tener
voluntad y sin embargo ser tan impotente que ni siquiera puede mover
su mano o su pie? ¿Acaso no hemos visto casos de personas que han si-
do suficientemente reanimadas para mostrar evidencias de vida, pero
que sin embargo han estado tan cerca de la muerte que no han podido
hacer el más leve movimiento?
¿No hay una clara diferencia entre dar el querer y dar el poder? Sin
embargo, es muy cierto que donde se da el querer se tendrá el poder. Lo-
gren que un hombre quiera y ese hombre será hecho poderoso, pues
cuando Dios da el querer, Él no atormenta al hombre haciéndolo desear
eso que no puede alcanzar. Sin embargo, Dios hace tal división entre el
querer y el poder, que se ve que ambas cosas son dones muy distintos
del Señor nuestro Dios.
A continuación tengo que hacer otra pregunta. Si eso fuera todo lo que
el hombre necesita para querer ¿no se degrada con eso de inmediato al
Espíritu Santo? ¿No tenemos la costumbre de dar toda la gloria de la sal-
vación obrada en nosotros a Dios el Espíritu Santo? Pero si todo lo que el
Dios el Espíritu Santo hace por mí es darme el querer hacer estas cosas
por mí mismo, ¿no nos hacemos partícipes en gran medida de su gloria?
Y ¿no podría entonces ponerme de pie y decir con toda osadía: “Es cierto
que el Espíritu mi dio la voluntad de hacer esto, pero aun así, yo lo hice
por mí mismo y por lo tanto yo también puedo gloriarme. Puesto que yo
hice todas estas cosas sin ayuda de lo alto, no voy a arrojar mi corona a
Sus pies. Es mi corona, yo me la gané y yo la voy a conservar.”?
Mientras en la Escritura se diga que el Espíritu Santo es siempre la
Persona que obra en nosotros tanto el querer como el hacer por Su bue-
na voluntad, mantendremos como una legítima conclusión que Su obra
consiste en algo más que en hacernos querer. Por lo tanto debe haber al-
go más que la falta de querer en un pecador. Debe haber una real y ab-
soluta falta de poder.
Ahora, antes de dejar este tema, permítanme decirles esto. A menudo
se me acusa de predicar doctrinas que pueden hacer mucho daño. Pues
bien, no voy a negar esa acusación, pues no soy cuidadoso cuando res-
pondo en esta materia. Aquí están presentes varios testigos que pueden
corroborar que las cosas que he predicado han hecho mucho daño, no a
la moralidad o a la Iglesia de Dios. El daño se le ha hecho a Satanás. No
son uno ni dos, sino muchos cientos los que se gozan en esta mañana de
haber sido traídos a Dios. Han sido traídos a conocer y a amar al Señor
Jesucristo después de haber sido profanos quebrantadores del día de
guardar, borrachos o personas mundanas. Y si esto es hacer daño, que
Dios en su infinita misericordia nos envíe más de estos males.
Pero aún hay más: ¿qué verdad hay en el mundo que no hiera al que
quiera ser herido por ella? Los que predican la redención general gustan
de proclamar la gran verdad de la misericordia de Dios hasta el último
momento. Pero, ¿cómo se atreven a predicar eso? Muchas personas son
afectadas al posponer el día de la gracia, convencidos que la última hora
es tan buena como la primera. Pues qué, si predicáramos cualquier cosa
que el hombre puede utilizar indebidamente o puede abusar de ello, en-
tonces deberíamos guardar silencio para siempre. Todavía hay quien di-

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ce: “Pues bien, si yo no puedo salvarme a mí mismo, y no puedo venir a
Cristo, debo quedarme quieto y no hacer nada.”
Si hay hombres que dicen eso, serán condenados. Les hemos repetido
con mucha claridad que hay muchas cosas que pueden hacer. Encon-
trarse continuamente en la casa de Dios está en su poder. Estudiar la
Palabra de Dios con diligencia está en su poder. Renunciar a los pecados
visibles, abandonar los vicios que ustedes practican, lograr que su vida
sea honesta, sobria y justa está en su poder. Para esto no necesitan nin-
guna ayuda del Espíritu Santo. Todo esto lo pueden hacer ustedes solos.
Pero venir a Cristo ciertamente no está en su poder hacerlo si antes no
han sido renovados por el Espíritu Santo. Pero vean que su falta de po-
der no es ninguna excusa, dado que no tienen ningún deseo de venir y
están viviendo en una rebelión voluntaria contra Dios. Su falta de poder
radica principalmente en la obstinación de su naturaleza.
Supongan que un mentiroso dice que no está en su poder decir la ver-
dad, que ha sido un mentiroso por tanto tiempo que no puede dejar la
mentira. ¿Sería eso una excusa para él? Supongan que un hombre que
durante mucho tiempo se ha entregado a sus concupiscencias, les dice
que está tan aprisionado por ellas como por una gran red de hierro, que
no puede librarse de ellas. ¿Aceptarían eso como una excusa? Cierta-
mente no lo es. Si un borracho se ha vuelto tan alcohólico que le resulta
imposible pasar frente a una cantina sin entrar en ella, ¿le disculparían
por eso? No, puesto que su incapacidad para reformarse está en su natu-
raleza , que no quiere ni reprimir ni conquistar.
El acto y la causa de ese acto, ambos provienen de la raíz de pecado y
son dos males que no pueden excusarse el uno al otro. Es debido a que
aprendieron a hacer el mal que ahora no pueden aprender a hacer el
bien, y por tanto, en lugar de permitirles que se sienten y comiencen a
buscar excusas, déjenme poner un rayo debajo de su pereza, para que se
asusten verdaderamente y se levanten.
Recuerden que no hacer nada es quedar condenados por toda la eter-
nidad. ¡Oh, que Dios el Espíritu Santo quiera usar esta verdad en un
sentido muy diferente! Confío en que antes de terminar podré mostrarles
cómo es que esta verdad, que aparentemente condena a los hombres y
les cierra las puertas es, después de todo, la gran verdad que ha sido
bendecida para la conversión de los hombres.
II. Nuestro segundo punto es LAS FORMAS QUE EL PADRE EM-
PLEA. “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere.”
Entonces, ¿cómo trae el Padre a los hombres? Los teólogos arminianos
generalmente afirman que Dios trae a los hombres por la predicación del
Evangelio. Muy cierto. La predicación del Evangelio es el instrumento pa-
ra traer a los hombres, pero tiene que haber algo más que esto. Déjenme
preguntarles: ¿a quién dirigió Cristo estas palabras? Pues, a la gente de
Capernaum, donde Él había predicado con frecuencia, donde había pro-
nunciado tristemente y lamentando, los ¡ayes! de la Ley y las invitaciones
del Evangelio. ¡En esa ciudad había realizado poderosas obras y había
hecho muchos milagros!
En efecto, tantas enseñanzas y tantos testimonios milagrosos les
había dado, que Él declaró que Tiro y Sidón se habrían arrepentido desde
mucho tiempo atrás en cilicio y ceniza, si hubieran sido bendecidas con
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tales privilegios. Ahora si la predicación del propio Cristo no bastó para
hacer capaces a estos hombres para venir a Cristo, no puede ser posible
que todo lo que se necesitaba para que el Padre trajera a los hombres era
simplemente la predicación. No, hermanos, fíjense bien, Él no dice que
ningún hombre puede venir a menos que el ministro lo trajere, sino que
dice: a menos que el Padre lo trajere.
Ahora bien, existe tal cosa como ser traído por el Evangelio y ser traí-
do por el ministro sin ser traído por Dios. Claramente es una atracción
divina la que se quiere describir con esto, una atracción del Dios Altísi-
mo, la Primera Persona de la Santísima Trinidad que envía a la Tercera
Persona, el Espíritu Santo, para inducir a los hombres a venir a Cristo.
Otra persona se voltea y dice con una sonrisa burlona: “Entonces, ¿pien-
sas que Cristo arrastra a los hombres hacia Él, al ver que ellos que no
quieren?” Recuerdo una conversación con alguien que me dijo una vez:
“Tú predicas que Cristo arrastra a la gente tomándola de los cabellos y
los lleva hacia Él.” Yo le pedí que me diera la fecha del sermón en que
prediqué esa extraordinaria doctrina, pues si la recordaba, se lo iba a
agradecer. Sin embargo, no pudo recordarla.
Pero respondí que, si bien es cierto que Cristo no arrastra a la gente
tomándolos de los cabellos, creo que los atrae tomándolos del corazón de
manera tan poderosa como el ejemplo que tu caricatura sugiere. Fíjense
bien que en la atracción del Padre no hay ningún tipo de compulsión.
Cristo nunca obligó a nadie a venir a Él en contra de su voluntad. Si un
hombre no quiere ser salvado, Cristo no lo salva en contra de su volun-
tad. Entonces, ¿cómo le trae el Espíritu Santo? Pues, haciendo que quiera
venir. Es cierto que utiliza la “persuasión moral.” Él conoce un método
más cercano para tocar el corazón. Va a la fuente secreta del corazón y
Él sabrá cómo, por medio de alguna operación misteriosa, cambia la vo-
luntad y la pone mirando en la dirección contraria de tal manera que el
hombre es salvado “con pleno consentimiento en contra de su voluntad” es
decir, en contra de su vieja voluntad es salvado, citando las palabras pa-
radójicas de Ralph Erskine.
Pero él es salvado con su pleno consentimiento porque se le ha infun-
dido el querer en el día del poder de Dios. No se imaginen que alguien va
a ir al cielo pataleando todo el camino y forcejeando contra la mano que
lo lleva. No piensen que alguien va a ser lanzado para que se bañe en la
sangre del Salvador al tiempo que él trata de huir del Salvador. Oh, no.
Es cierto que antes que nada el hombre no quiere ser salvado. Cuando el
Espíritu Santo pone su influencia en el corazón, se cumple la Escritura:
“Atráeme en pos de ti. ¡Corramos!” Lo seguimos en tanto que Él nos lleva,
contentos de obedecer la voz que antes habíamos despreciado. Pero el
punto central está en el cambio de la voluntad.
Cómo ocurre esto, nadie lo sabe. Es uno de esos misterios claramente
percibidos como un hecho, pero cuya causa ninguna lengua puede de-
clarar y ningún corazón puede adivinar. Sin embargo, sí les podemos
decir la manera aparente en que el Espíritu Santo opera. Lo primero que
el Espíritu Santo hace cuando entra al corazón de un hombre es esto: lo
encuentra dotado con una muy buena opinión de sí mismo. Y no hay
nada que impida tanto a un hombre venir a Cristo como una buena opi-
nión de sí mismo. Dice el hombre: “Yo no quiero venir a Cristo. Yo tengo
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mi propia justicia tan buena como cualquiera pudiera desearla. Siento
que puedo entrar al cielo con mis propios méritos.”
El Espíritu Santo desnuda su corazón, le permite ver el cáncer repug-
nante que está allí consumiendo su vida, le descubre toda la negrura y la
inmundicia de esa alcantarilla del infierno, es decir, el corazón del hom-
bre. Entonces el hombre se horroriza, “Nunca pensé que yo fuera así. Oh,
esos pecados que yo consideré pequeños han alcanzado una estatura
inmensa. Lo que pensé que no era más que un montón de tierra ha cre-
cido hasta llegar a ser una montaña. Lo que no era más que una plantita
creciendo en la pared se ha convertido en un cedro del Líbano.” “Oh,”
piensa el hombre, “voy a tratar de reformarme. Haré las buenas obras
que se necesiten para borrar todas mis negras acciones.”
Entonces viene el Espíritu Santo y le muestra que no puede hacer es-
to, le quita el poder imaginario y la fuerza que estaba en la fantasía, de
tal forma que el hombre cae de rodillas en agonía y exclama: “Oh, pensé
una vez que podía salvarme por mis buenas obras, pero ahora me doy
cuenta que—
“Mis lágrimas podrían rodar eternamente,
Mi celo podría no conocer el descanso;
Mi pecado no puede ser expiado con nada
Sólo Tú puedes salvar, Señor debes salvarme.”
Entonces el corazón se despierta y el hombre está al borde de la de-
sesperación. Y exclama: “No podré ser salvo nunca. Nada puede salvar-
me.” Entonces llega el Espíritu Santo y muestra la Cruz de Cristo al pe-
cador, le da ojos ungidos con colirio del cielo y le dice: “Mira a esa Cruz.
Ese Hombre murió para salvar a los pecadores. Sientes que eres un pe-
cador. Él murió para salvarte.” Y Él hace que el corazón crea y venga a
Cristo. Y cuando viene a Cristo porque el Espíritu le ha traído dulcemen-
te, encuentra “la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento, la cual
guardará su corazón y pensamientos en Cristo Jesús Señor nuestro.”
Ahora podrán darse cuenta con toda claridad que todo esto puede hacer-
se sin necesidad de ninguna compulsión. El hombre es traído tan de
buena gana que es como si no fuera traído. Y viene a Cristo dando su
pleno consentimiento, tan de buena gana como si ninguna secreta in-
fluencia hubiera sido aplicada a su corazón. Pero esa influencia debe ser
aplicada, pues nunca ha habido nadie, ni tampoco lo habrá, que pueda o
que quiera venir al Señor Jesucristo.
III. Y ahora nos preparamos para llegar a una conclusión tratando
de hacer una aplicación práctica de esta doctrina. Confiamos que tam-
bién sirva de consuelo. “Bien”, dirá alguno, “si lo que este hombre predi-
ca es cierto, ¿en qué se convertirá mi religión? Porque habrás de saber
que durante mucho tiempo me he estado esforzando y no me gusta que
me digas que un hombre no se puede salvar a sí mismo. Yo sí creo que
puede, y por lo tanto pretendo perseverar en ese esfuerzo. Pero si creo lo
que tú dices, debo abandonarlo todo y comenzar de nuevo.” Queridos
amigos, sería algo muy bueno que lo intenten. No crean que voy a reac-
cionar con alarma si lo hacen.
Recuerden, están construyendo su casa sobre la arena y sólo es un
acto de caridad que yo la sacuda un poco. Les aseguro, en el nombre de
Dios, que si su religión no tiene un mejor fundamento que la propia fuer-
za de ustedes, no podrán resistir el juicio de Dios. Nada durará por toda
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la eternidad que no haya venido de la eternidad. A menos que el Dios
eterno haya hecho una buena obra en su corazón, todo lo que puedan
haber hecho será descubierto en el último día en el que se rendirán
cuentas. Es en vano que vayan a la iglesia o a la capilla, que observen el
domingo, que oren asiduamente. Es en vano que sean honestos con sus
vecinos y que su conversación sea siempre honorable. Si tienen la espe-
ranza de ser salvos por medio de estas cosas, es totalmente en vano que
confíen en eso.
Adelante, sean tan honestos como quieran. Guarden perpetuamente el
domingo, sean tan santos como puedan. No los voy a disuadir de hacer
estas cosas. Dios no lo quiera. Crezcan en ellas pero no confíen en ellas.
Pues si confían en ellas encontrarán que no funcionan cuando más las
necesiten. Y si hay algo más que ustedes crean que pueden hacer sin la
ayuda de la Divina Gracia, entre más pronto se liberen de la esperanza
que se pudo haber engendrado así, mejor para ustedes, pues es una va-
na ilusión confiar en algo hecho por la carne.
Un cielo espiritual debe ser habitado por hombres espirituales y la
preparación para entrar allí debe ser realizada por el Espíritu de Dios.
“Bien”, exclama uno, “yo he estado participando en un grupo donde se
me ha dicho que yo podía, por decisión propia, arrepentirme y creer y la
consecuencia de eso es que he venido posponiendo esa decisión cada día.
Pensé que podía venir en el día que yo quisiera. Que yo sólo tenía que
decir: “Señor, ten misericordia de mí,” y creer, y entonces sería salvo.
Ahora usted me ha arrebatado toda esta esperanza, señor. Siento que el
asombro y el horror se apoderan de mí.” De nuevo digo: “Mi querido ami-
go, eso me da mucho gusto. Este era el efecto que yo esperaba conseguir,
por la gracia de Dios. Ruego que sientas cada vez más eso. Cuando ya no
tengas ninguna esperanza de salvarte a ti mismo, tendré la esperanza de
que Dios ha comenzado a salvarte.
Tan pronto como tú digas: “Oh, no puedo venir a Cristo. Señor, toma
mi mano, ayúdame,” me regocijaré por ti. El que tiene el querer, aunque
no tenga el poder, siente que la gracia ha comenzado a trabajar en su co-
razón y Dios no lo dejará hasta que el trabajo haya sido terminado. Pero
tú, pecador despreocupado, aprende que tu salvación está ahora en las
manos de Dios. Oh, recuerda que tú estás enteramente en las manos de
Dios. Has pecado contra Él y si Él quiere condenarte, condenado estás.
No puedes resistir Su voluntad, ni frustrar su propósito. Has merecido
Su ira y si Él elige derramar la abundancia de su ira sobre tu cabeza, tú
no puedes hacer nada para impedirlo.
Si por otro lado, Él elige salvarte, Él es capaz de hacerlo completamen-
te. Pero tú estás en Su mano de la misma manera que lo puede estar la
mariposa del verano bajo tu propio dedo. Él es el Dios al que ofendes ca-
da día. ¿No tiemblas cuando piensas que tu destino eterno cuelga ahora
de la voluntad de Aquel a quien has enojado y enfurecido? ¿No chocan
temblando tus rodillas y no se te congela la sangre? Si es así, me da
mucho gusto, puesto que esto puede ser el primer efecto en tu alma de la
atracción del Espíritu. Oh, tiembla al pensar que el Dios al que has aira-
do es el mismo Dios del que depende enteramente tu salvación o tu con-
denación. Temblando “besad al Hijo, porque no se enoje y perezcáis en el
camino, cuando se encendiere un poco su furor.”
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12 La Incapacidad Humana Sermón #182
Ahora, la reflexión que consuela es esta: algunos de ustedes están
conscientes en esta mañana que están viniendo a Cristo. ¿No han co-
menzado a llorar la lágrima penitencial? ¿Acaso su habitación no fue tes-
tigo mudo de la preparación por la que pasaron, en medio de oraciones,
para venir a escuchar la Palabra de Dios? Y durante el culto esta maña-
na, ¿no susurraba su corazón esta palabras: “Señor, sálvame o perezco,
porque yo no puedo salvarme a mí mismo? ¿No podrían acaso ahora po-
nerse de pie, aun sobre los asientos y cantar—
“Oh, Gracia Soberana, somete mi corazón;
Quiero ser llevado en triunfo, también,
Un cautivo voluntario de mi Señor quiero ser,
Para cantar el triunfo de Su Palabra.”
Y ¿no he escuchado yo mismo que dicen en su corazón: “Jesús, Jesús,
toda mi confianza está en Ti. Yo sé que ninguna justicia propia puede
salvarme, sino sólo Tú. Oh Cristo, pase lo que pase, me arrojo por com-
pleto en tus manos? Oh, mis hermanos y hermanas, ustedes son traídos
por el Padre, pues ustedes no hubieran podido venir si Él no los hubiera
traído. ¡Cuán dulce es ese pensamiento! Y si Él los ha traído ¿saben cuál
es la conclusión maravillosa? Déjenme repetir solamente un texto, espe-
rando que les traiga consuelo: “Jehovah se manifestó a mí ya mucho
tiempo ha, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te soporta-
ré con misericordia.”
Sí, mis pobres hermanos y hermanas que lloran, en la medida en que
están viniendo a Cristo ahora, el Padre los ha traído. Y en la medida que
Él los ha traído, tienen la prueba que Él los ha amado desde antes de la
fundación del mundo. ¡Dejen que su corazón dé saltos de alegría, ustedes
Le pertenecen! El nombre de cada uno de ustedes fue escrito en las ma-
nos del Salvador cuando fueron clavadas al maldito madero. El nombre
de cada uno de ustedes brilla hoy en el pectoral del grandioso Sumo Sa-
cerdote. Y estaba ya allí antes que el lucero de la mañana conociese su
lugar o los planetas tuvieran su órbita. ¡Gócense en el Señor, todos uste-
des que han venido a Cristo, y den voces de alegría, todo ustedes que
han sido traídos por el Padre. Pues esta es la prueba con que cuentan,
su solemne testimonio, de que han sido elegidos en eterna elección de
entre todos los hombres y de que serán guardados por el poder de Dios,
por medio de la fe, para la salvación que está lista para ser revelada!
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Oren diariamente por los hermanos Allan Roman y Thomas Montgomery,
en la Ciudad de México. Oren porque el Espíritu Santo de nuestro Señor
los fortifique y anime en su esfuerzo por traducir los sermones
del Hermano Spurgeon al español y ponerlos en Internet.
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