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sividad sirven de contraste, -nada o casi nada es invención Funes el memorioso
mía en el decurso breve"del :iíltimo; todo lo que hay en él
está implícito en un libro famoso y yo he sido el primero
en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo. En la -.
alegoría del Fénix me impuse el problema de sugerir
un hecho común -el Secreto- de una manera vacilante ..._ . • r

y gradual que resultara, al fin, inequívoca; no sl hasta ,_ ,

dónde la fortuna me ha acompañado. De El Sur~ que


es acaso mi mrjor cuento, básteme prevenir que es Lo recuerdo (y:o no tengo derecho a .pronunciar
P.f?sible leerlo com,o direc_ta nar:ración .de hechos novelescos ese verbo . sagrado, sólo ·un hombre -en la tierra
y ianib_ieit de ~/ro mo40. .. . ' tuvo derecho y. ese ·hombre -l'la :múerto) -con u:m.a
· · Sc~ópenháuér,· p_e' Quincey, Stevenson, . , Mau{~ner, oscura pasionaria en la .mano, ; viéndofa como
~haw,_..,.~f!esterion, _' I.~_on 13!.0.J, forma_tJ. el c~~so·-. hetero­ nadie la ha visto, aunque la- mirara des.de ·él .ci:e;.
ge~ef, di /oj ""qptores .fJU! . c(iñti~uament_~ , ,.eleo . .: En ~tf púsculo del .d ía -:hasta el ·de la noche, -toda· una
]CJnlasla;gfst~lógica titulaaa Tres yersiones de Judas~
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~~ vida..:._¡entera. Lo r~cuerdo, -la ;cara taciturna _.: y .


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·~eo PfrHbir-·e1 remotp infltfio de/. últiffi~. aindiada · ·y singhlarmente remota, detrás ··del .ci-
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J. L. B.
garrillo. &eoll.erdo·'(creo) · sus ·man©§. :~,afila:das ·'cde
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_, _ trenzador.•,Recuerdo -cerca·-de esas marros ~un mate.;·
~0 con las armas.--de la Banda -.O riental; .recuerdo ·en'.

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li· ~ vago paisaj.é lacustre. Re-0uerdo darameIÍ~e~ su.Y.ozf
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la··voz ·pausada:-, -rdentida..'y rrasabdel·.,. 0dllero·an-

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.. esas desventüras; ·Peclr:o -Leandro Ipúthe ·ha ~es-
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crito que Punes era un precursor de los super- mostrarse indiferente a la réplica tripartita del
hombres, «un Zarathustra cimarrón y vernáculo»; otro.
no lo discuto, pero n o hay que olvidar que era Me dijo que el muchacho del callejón era un tal
también un compadrito de Fray Bentos, con Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como
ciertas incurables limitaciones. la de no darse con nadie y la de saber siempre la
Mi primer recuerdo de Punes es muy perspicuo. hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una
Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del planchadora del pueblo, María Clementina Punes,
año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había y que algunos decían que su padre era un médico
llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con del saladero, un inglés O'Connor, y otros un
mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San domador o rastreador del departamento del Salto.
Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y esa Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de
no era la única circunstancia de mi felicidad. los Laureles.
Después de un día bochornoso, una enorme tor-
menta color pizarra había escondido el cielo. Los años ochenta y cinco y ochenta y seis
La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían veraneamos en la ciudad de Montevideo. El
los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté,
que nos sorprendiera en un descampado el agua como es natural, por todos los conocidos y,
elemental. Corrimos una especie de carrera con finalmente, por el «cronométrico Funes». Me con-
la tormenta. Entramos en un callejón que se testaron que lo había . volteado un redomón en
ahondaba entre dos veredas altlsimas de ladrillo. la estancia de San Francisco, y que había quedado
Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de
secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un incómoda magia que la noticia me produjo: la
muchacho que corría por la estrecha y rota vereda única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de
como por una estrecha y rota pared. Recuerdo San Francisco y él andaba en un lugar alto; el
la bombacha, las alpargat~s, recuerdo el cigarrillo hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía
en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin limites. mucho de sueño elaborado con elementos ante-
Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas riores. Me dijeron que no se movía del catre,
son, !renco ? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el puestos los ojos en la higuera del fondo o en
otro r~spondió: Faltan cuatro minutos para las una telaraña. En los atardeceres, permitla que lo
ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta
aguda, burlona. el punto de simular que era benéfico el golpe
Y o soy tan distraído que el diálogo que acabo que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás
de referir no me hubiera llamado la atención si de la reja, que burdamente recalcaba su condi-
no lo hubiera recalcado mi primo, a quien esti- ción de eterno prisionero: una, inmóvil, con los
mulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto
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perdone; el prestigio de ser el destinatario de un
en la contemplación de un oloroso gajo de san-
telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo
tonina.
Fray Bentos la contradicción entre la forma ne-
No sin alguna vanagloria yo había iniciado en
gativa de la noticia y el perentorio adverbio, la
aquel tiempo el estudio metódico del latin. Mi
·tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un
valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el
viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda
T hesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio
posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que
César y un volumen impar de la Natura/is historia
me faltaba el Gradus y el primer tomo de la Natu-
de Plinio, que excedía (y sigue .excediendo) mis
ra/is historia. El «Saturno» zarpaba al día siguiente,
módicas virtudes de latinista. Todo se propala en
por la mañana; esa noche, después de cenar, me
un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las
encaminé a casa de. Funes. Me asombró que la
orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos
noche fuera no menos pesada que el día.
libros anómalos. Me dirigió una carta florida y
En el decente rancho, la madre de Funes me
ceremoniosa, en la que recordaba nuestro en-
cuentro, desdichadamente fugaz, «del día siete de recibió.
febrero del año ochenta y cuatro», ponderaba los Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo
y que no me extrañara encontrarla a oscuras,
gloriosos servicios que don Gregario Haedo, mi
porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas
tío, finado ese mismo año, «había prestado a las
sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa,
dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó»,
el corredorcito; llegué al. segundo patio. Había
y. me solicitaba el préstamo de cualquiera de les
una parra; la oscuridad pudo parecerme total.
volúmenes, acompañado de un diccionario «para
Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa
la buena inteligencia del texto original, porque
voz hablaba · en latín; esa voz (que venía de la
todavía ignoro el latín>>. Prometía devolverlos en
tiniebla) articulaba con moroso deleite un dis-
buen estado, casi inmediatamente. La letra era
curso o plegaria o incantación . . Resonaron las
perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que
silabas romanas en el patio de tierra; mi temor
Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al prin-
las creía indescifrables, interminables; después, en
cipio, temí naturalmente una broma. Mis primos
el enorme diálogo de esa noche, supe que for-
me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo.
maban el primer párrafo del vigesimocuarto ca-
No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a
pítulo del libro séptimo de la Natura/is historia.
estupid~z la idea de que el arduo latín no requería
La materia de ese capítulo es la memoria; las
más instrumento que un diccionario; para des-
palabras últimas fueron 11t nihil non iisdem verbis
engañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad
redderetur audit11m.
Parnassum, de Quicherat, y la obra de Plinio.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo
El catorce de febrero me telegrafiaron de
que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me pa-
Buenos Aires que volviera inmediatamente, por-
rece que no le vi la cara hasta el alba; creo reme-
que mi padre no estaba «nada biem>. Dios me
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morar el ascua momentánea del cigarrillo. La las memorias más antiguas y más triviales. Poco
pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí después averiguó que estaba tullido. El hecho
la historia del telegrama y de la enfermedad de apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovi-
mi padre. lidad era un precio m1nimo. Ahora su percepción
Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. y su memoria eran infalibles.
Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas
otro argumento que ese diálogo de hace ya medio en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos
siglo. No trataré de reproducir sus palabras,_ y frutos que comprende una parra. Sabía las for-
irrecuperables ahora. Prefiero resumir con vera- mas de las nubes australes del amanecer del treinta
cidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía
estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sa- compararlas en el recuerdo con las vetas de un
crifico la eficacia de mi relato; que mis lectores libro en pasta española que sólo había mirado una
se imaginen los entrecortados periodos que me vez y con las lineas de la espuma que un remo
abrumaron esa noche. levantó en el Río Negro la víspera de la acción del
Ireneo empezó por enumerar, en latín y espa- Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada
ñol, los casos de memoria prodigiosa registrados imagen visual estaba ligada a sensaciones muscu-
por la Natura/is historia: Ciro, rey de los persas, lares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los
que sabía llamar por su nombre a todos los sol- sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces
dados de sus ejércitos; Mitridates Eupator, que había reconstruido un día entero; no había du-
administraba la justicia en los 22 idiomas de dado nunca, pero cada reconstrucción había reque-
su imperio; Simónides, inventor de la mnemo- rido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo
tecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de re- solo que los que habrán tenido todos los hombres desde
petir con fidelidad lo escuchado una sola vez. que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son
Con evidente buena fe se maravilló de que tales como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba:
casos maravillaran. Me dijo que antes de esa Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras.
tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo
había sido lo que son todos los cristianos: un rectángulo, un rombo, son formas que podemos
ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con
(Traté de recordarle su percepción exacta del
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las aborrascadas crines de un potro, con una punta
tiempo, su memoria de nombres propios; no me de ganado en una cuchilla, con el fuego cam hiante
hizo caso.) Diez y nueve años había vivido como y con la innumerable ceniza, con las muchas caras
quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvi- de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas
daba d e to do, de casi todo . Al caer, perdió el estrellas veía en el cielo.
conocimiento; cuando lo recobró, el presente era Esas cosas me dijo; ni enton·ces ni después las
casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también he puesto en duda. En aquel tiempo no h abía
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cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, nombre propio; Punes proyectó alguna vez un
inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un idion1a análogo, pero lo desechó por parecerle
experimento con Punes. Lo cierto es que vivimos demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto,
postergando todo lo postergable; tal vez todos Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol,
sabemos profundamente que somos inmortales y de cada monte, sino cada una de las veces que la
que tarde o temprano, todo hombre hará todas había percibido o imaginado. Resolvió reducir
las cosas y sabrá todo. cada una de sus jornadas pretéritas, a unos setenta
La voz de Punes, desde la oscuridad, seguía mil recuerdos, que. definiría luego por cifras. Lo
hablando. disuadieron dos consideraciones: la conciencia de
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un que la tarea era interminable, la conciencia de que
sistema original de numeración y que en muy era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no
pocos días había rebasad<? el veinticuatro mil. No habría acabado aún de clasificar todos los recuer-
lo había escrito, porque lo pensado una sola vez dos de la niñez.
ya nó podía borrársele. Su primer estimulo, creo, Los dos proyectos que he indicado (un vocabu-
fue el desagrado de que los treinta y tres orienta- lario infinito para la serie natural de los números,
les requirieran dos signos y tres palabras, en lugar un inútil catálogo mental de todas las imágenes
de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta
ese disparatado principio a los otros números. balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o
En lugar de siete inil trece, decía (por ejemplo) inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no
Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El lo olvidemos, e.ra casi incapaz de ideas generales,
Ferrocarril; otros números eran Luis Melián La- platónicas. No sólo le costaba comprender que el
finur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la símbolo genérico perro abarcara tantos individuos
caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de dispares de diversos tamaños y diversa forn1a; le
quinientos, decía nueve. Cada palabra tenia un molestaba que el perro de las tres y catorce (visto
signo particular, una especie de marca; las últimas de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro
eran muy complicadas... Yo traté de explicarle de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia
que esa rapsodia de voces inconexas era precisa- cara en el espejo, sus propias manos, lo sorpren-
mente lo contrario de un sistema de numeración. dían cada vez. Refiere Swift que el emperador de
Le d'ije que decir 365 era decir tres centenas, seis Lilliput discernía el movimiento del minutero;
decenas, cinco unidades; análisis que no existe en Punes discernía continuamente los tranquilos avan-
los «números» El Negro Timateo o manta de carne. ces de la corrupción, de las caries, de la fatiga.
Punes no me entendió o no quiso entenderme. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad.
Locke, en el siglo xvn, postuló (y reprobó) un Era el solitario y lúcido espectador de un mundo
idioma imposible en el que cada cosa individual, multiforme, instantáneo y casi intolerablemente
c?-da piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han
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abrumado con feroz esplendor la imaginación de
los hombres; nadie, en sus torres populosas o en
sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la
T Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión
pulmonar.

presión de una realidad tan infatigable como la 1942.


que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo,
en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy
difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo;
Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se
figuraba cada grieta y cada moldura de las casas
precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos
importante de sus recuerdos era más minucioso y
más vivo que nuestra percepción de un goce físico
o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un
trecho no amanzanado, había casas nuevas, des-
conocidas. Funes las imaginaba negras, compactas,
hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección
volvía la cara para dormir. También solía imagi-
narse en el fondo del río, mecido y anulado por
la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el fran-
cés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo,
que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, ·abstraer. En el abarro-
tado mundo de Punes no había sino detalles, casi
inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por
el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche
había 'hablado. Ireneo tenia diecinueve años; había
nacido en 1868; me pareció monumental como el
bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las
profecías y a las pirámides. Pensé que cada una
de mis palabras (que cada uno de mis gestos) per-
durada en su implacable memoria; me entorpeció
el temor de multiplicar ademanes inútiles.
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