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Memorias de un provinciano1

Capítulo I
Entre la fronda y el cielo

Mis primeros recuerdos, como ocurre siempre, proceden de una realidad mágica, ya que todo es
fabuloso y sorprende para quien empieza a presenciar hechos y a mirar el mundo. Borrado el
niño que fui, cuanto le aconteció a ese mínimo personaje que en vano trato de rescatar, carece
de interés, pero vuelve como transfigurado y sostenido por el prestigio adicional del tiempo.
Los sucesos y las cosas, en sí mismos incógnitos, son lo que somos y alcanzan el nivel de
nuestro sentir. Todo chico empieza a comprobar, con explicable asombro, que el mundo es
diverso. No es otro el rasgo íntimo que lo diferencia del adulto, para quien tanto los bienes
naturales como los artificiales, cuando el sentimiento estético no lo asiste, sólo tienen valor de
uso. Mis primeras experiencias, que corresponden, como es evidente, a los recuerdos más
antiguos, fueron un largo vaivén entre mi casa paterna y la muy próxima de mi abuelo. Fuera de
los patios donde prosperaban la glicina y la madreselva, esas visitas a la casa de mi pariente me
comunicaron el sabor de lo ignorado y me permitieron encontrar el escenario inicial de mi
aventura. Como es sabido, todas las conquistas del párvulo son especiales y toman origen en
cierta inquietud corporal. Ausentes los conceptos y los géneros, su regocijado empirismo es el
único instrumento de que dispone para acceder al conocimiento. Ya diré de estas visitas a cuyo
favor podía ganar la calle, es decir, asomarme a la vida. En rigor, ese mundo era Gualeguay,
ciudad chica o pueblo grande cuya edad excede con mucho el siglo y medio.
No me mueve el propósito de narrarme ni me ofrezco a la curiosidad del lector. Sin embargo,
me aclaran y descubren los juicios que aquí formulo acerca de personas y acontecimientos. Por
obra de la palabra, como la divinidad de los panteístas, nuestro rostro puede estar en todas
partes. No me presento, pero estoy detrás de los elogios y censuras que me inspiran los otros.
Soy la suma de las impresiones que en mí promueve el mundo. Habré de mostrarme, pues, de
modo indirecto y reflejo. Prefiero que mi carácter, si algún interés posee, si no es digno de la
sombra, se manifieste a través de los demás.
Robusto, jovial, vivaces los ojos verdes y fuerte la bóveda de la cabeza, mi padre entraba en los
juegos que improvisábamos sus cuatro hijos. El advenimiento muy posterior de una hermana,
festivamente llamada por sus progenitores, como es habitual, la hija de la vejez, no ensancha mi
1
La versión que se publica ha sido transcripta de Ediciones Culturales Argentina, Buenos Aires, 1967. Se
agregan algunos comentarios y pequeñas correcciones que el propio autor anotó sobre esta versión.

1
censo porque rememoro aquí los juegos de un tiempo que no fue el suyo. En fila y a paso de
marcha, con unos jalones –elementos de trabajo – al hombro, recorríamos el patio a la vez que
entonábamos aires militares italianos. Puesto que se trataba de un desfile, nada mejor que
acompañarlo con marchas. Sólo recuerdo aquella despedida para nosotros risueña y pintoresca,
de quien debe partir para la guerra:
“Addio, biondina, addio,
che l’armata se ne va”
Mi padre integraba la columna y proponía la letra, pues su empeño no era otro que enseñarnos,
como al descuido, su idioma patrio. En lo que a mí respecta, los juguetes que me deparaban
más agrado eran el teodolito, los sextantes y los innumerables jalones pintados de rojo y blanco
que mi padre llevaba al campo para cumplir sus tareas. Los paisanos, entre respetuosos y
confusos, lo llamaban el “mensurero”. Solía acompañarlo en sus salidas, pues esos viajes tenían
para mí el sabor2 de la aventura. Cuando no era posible recurrir al ferrocarril, o cuando la
distancia no era grande, se hacía necesario disponer de un vasto carruaje, no recuerdo si de un
breack, para transportar los palos, las cintas métricas y demás instrumentos. Mientras el coche
hundía sus ruedas en caminos hoy increíbles, yo pedía precisiones sobre el pelaje de las
tropillas o sobre los pájaros que se desbandaban a nuestro paso. Cierto mediodía otoñal
llegamos a la casa de un hombre gigantesco y melancólico que se lamenta del poco rendimiento
de sus potreros y quería verificar la extensión del predio que le habían vendido. Era nuevo en
ese pago, si bien la propiedad de un pariente cercano lindaba con la suya. Tendidas las líneas y
medidos los ángulos, mi padre comprobó que le faltaban algunas hectáreas, pues su codicioso
pariente había corrido el alambrado para ganar terreno a sus expensas. Mis asombrados siete
años presenciaron entonces los gestos incomprensibles pero sin duda vehementes de aquel
hombrón, cuyas palabras imprecatorias parecían dirigirse más al cielo que al sinvergüenza
limítrofe. Indignado por el despojo, al tiempo que golpeaba el suelo con sus grandes botas,
hundía un pulgar en su boca y miraba hacia lo alto, profiriendo execraciones y juramentos
contra todos sus parientes y contra el mismo Dios, que había permitido el latrocinio. Su voz
poderosa resonaba en los campos llenos de paz. Habló de hacer un escarmiento, se prometió
incendiario y, finalmente, blandió un cuchillo, pero vuelto el alambrado al lugar debido se fue
calmando de modo paulatino. Por último, celebró con un espléndido asado la recuperación de
las hectáreas robadas y dijo su gratitud al Supremo. Nunca había visto un hombre tan dolorido
y tan colérico, y no por otra causa recuerdo este episodio campesino.

2
En corrección manuscrita: la seducción.

2
Cierta vez, en otra salida, como me prestaran un manso petiso, me perdí en la laguna de Hugo,
que en realidad era un extenso bañado cubierto de vegetación menuda. En aquel tiempo, ese
lugar alevoso, mintiéndose tierra, escondía el agua, y hubo un momento en que ésta llegó al
codillo de la cabalgadura. Pero más grave que mi navegación a rienda y carona fue el hecho de
que perdiera todo punto de referencia, pues a mi alrededor no veía ni árboles ni casas. Anduve
largo rato sin destino y sin rumbo, hasta que advirtieron que era preciso orientarme. Con
excepción de ese susto, siempre que seguí a mi padre en los viajes profesionales que lo
llevaban al campo, pasaba días felices. No sólo me era dado andar a caballo, sino que pude
conocer estancias y hombres.
Corrido algún tiempo y ya mejorada mi caligrafía, como una prolongación o consecuencia de
aquellas pericias sobre el terreno, ayudaba a mi padre –bajo la promesa de recibir un regalo– en
la tarea de asentar los informes que debía enviar al Departamento Topográfico, con sede en
Paraná. Poco entendía yo de triangulaciones y nada de grados, minutos y segundos, pero ponía
en limpio los borradores con letra regular y esmerada. Casi siempre me tocaba el capítulo
denominado “Límites y linderos”. Mi contribución, no sólo me justificaba y por la vía del
hacer, me concedía un sentido, sino que era útil en aquellos años todavía ajenos a la máquina
dactilográfica. La puerta del escritorio donde trabajábamos daba sobre el zaguán, según la
estructura de las antiguas casas de provincia. Había allí, entre otros muebles, dos bibliotecas de
madera tallada en cuyo cristal delantero estaban grabadas las iniciales del dueño, un sillón
giratorio, un pizarrón de ignorado destino –nunca logré saber para qué servía– un barómetro
que siempre se equivocaba, una mesa escritorio entre cuyos papeles siempre se perdía la pipa
de mi padre y otra mesa sustentada sobre caballetes, como las que utilizan los dibujantes, en la
cual se confeccionaban los planos. En esta última podían verse tiralíneas, escuadras, pequeños
recipientes donde se graduaban los colores y esos rollos de papel azulado que utilizan los
cartógrafos. Pendía de la pared un enorme mapa de Entre Ríos que yo consultaba con mucho
deleite. En ese cuarto, como en casi todos los de aquel tiempo, necesariamente extraño a los
medios técnicos que hoy conocemos, la madera privaba sobre toda otra sustancia. El moblaje y
las decoraciones siempre la exigían; por obra de la evolución cumplida en nuestro siglo, los
ebanistas y los carpinteros parecen corresponder al pasado.
Frente al escritorio, y también sobre la calle, estaba la sala penumbrosa. 3 La definía cierto
ornato entre pesado y trivial, pero su frescor de habitación clausurada hasta el atardecer me
atraía en los meses de4 verano. Allí estaban el piano, la consola con su espejo rectangular no
3
En corrección manuscrita: accesible desde el pasadizo del zaguán.
4
En corrección manuscrita: del.

3
más bajo que el techo, unas mesitas doradas cuyo fulgor ingenuo me parecía casi mágico, unos
hondos sillones enfundados y una antigua lámpara de pie5 que perduraba muy oronda a pesar
del advenimiento de la luz eléctrica. A diferencia de los amigos íntimos, en ese lugar eran
recibidos los visitantes con quienes la familia no había trabado una amistad más llana y
frecuente. En su ámbito sereno, entre aquellas paredes calizas y un poco afectadas por la
humedad, como dándome un premio por haber copiado dos o tres informes sobre diligencias de
mensura, y tendido en un sofá, leía las noticias que sobre los Carlos y Luises de Francia
contenía un diccionario biográfico extraído de la biblioteca de mi padre. Siquiera por razones
afectivas o por las resonancias nostálgicas que en mí despierta, conservo los dos tomos de ese
Dizionario Biografico Universale, per cura di Fr. Predari (Milano, 1865). En ese mismo sofá,
cuatro o cinco años después, intenté leer “La cuádruple raíz de la razón suficiente”, pero era
insuficiente mi capacidad razonante o no había entrado de lleno en la edad de razón, de modo
que mi empeño fue del todo vano. Como no se me había ocurrido empezar por el vocabulario
filosófico, se me escapaba el sentido de las propocisiones. Schopenhauer, autor de esa tesis
juvenil, no obtuvo de mí recompensa alguna.
Aquí debo volver sobre mis pasos para no dejar atrás algunos hechos que corresponden a mis
primeras experiencias. En realidad, no sabemos lo que en nosotros alienta del pasado. Está
plenamente en nuestro ser, pero ignoramos cuándo habrá de resurgir y cómo nos determina. Los
caprichos de la memoria me traen ahora cierta dramática escena preparada por la muerte. Era
yo muy chico cuando se enfermó Arturo, un hermano menor que contrajo meningitis. El mal lo
arrebató en dos o tres días, pero no me era dado medir la desgracia sino por sus efectos, por la
sombría atmósfera que creaba, por la actitud y las voces de los mayores. Sentía a través de los
otros. Con el socorro de un poeta digo lo que no logro comunicar de otro modo: “Yo era niño
entonces, yo nada sabía de la muerte, yo era inmortal”. Confuso y deprimido, miraba a todos
sin entender lo que sucedía. Advertí que habían llegado muchos amigos de mis padres y que
todos hablaban a media voz. Escrutaba el rostro de los visitantes, iba de un lado a otro, percibía
que algo había salido de quicio.
A esa edad puede uno ignorar la causa, pero siempre participa de la congoja que lo rodea. Estos
hechos corresponden a los últimos momentos de mi hermano; no puedo decir con precisión si
aún vivía cuando presencié la triste, la insólita escena: agitada, fuera de sí, tratando de recurrir
a lo imposible, mi madre se inclinaba sobre Arturo, cuya respiración tal vez había cesado, para
mojar su frente con agua helada. Incoherente, pidiendo ayuda a todos y desordenada por la

5
En corrección manuscrita: de mecha.

4
desesperación, se acercó nuevamente a él para allegarle aire con un convulso abanico. Ese día
se grabó con tanta intensidad6 en mí que puedo recordarlo más de medio siglo después. Nunca
logré saber, y quizá no lo supieron los adultos de entonces, si mi madre, perdida en su dolor, no
estuvo abanicando a un muerto.
La vida recobraba lentamente sus fueros. Una extensa glicina, con sus gajos pródigos volcados
sobre una casa contigua, ponía grata penumbra en nuestro segundo patio. Por sus ramas yo
podía ascender hasta escalar los techos. En aquel patio –ladrillo y fronda– construía las
pandorgas que después remontaba desde la azotea. Dentro de las diversas especies de ese
artefacto aéreo, prefería la “estrella” y el “medio mundo”, quizá por su complejidad formal y su
policromía: todo chico goza los colores de manera mágica. El rectangular barrilete –gorrión de
aquellos cielos– era la más oscura y modesta especie de pandorga. Una vez salí con mi
hermano y unos amigos –todos bajo la vigilancia de una persona mayor– rumbo a la costa,
donde dimos piolín a nuestras pandorgas. Era común cortar, con filosos vidrios, atados a la cola
del cometa, el piolín de los otros. En ese juego cruel nos entretuvimos. Recuerdo que fue
grande la aflicción de mi hermano, todavía muy chico, al percibir que mis amaños daban por
tierra con su “medio mundo”. No dije nada, pero el remordimiento y la compunción me
invadieron el ánimo; de no ser así, hoy no guardaría memoria de la llorosa escena.
Encaramada en las ramas de la hermosa glicina que todo lo invadía, una muchacha de la
vecindad, cuya madre era amiga de la mía, cierta callada siesta, a mis hermanos y a mí, nos
llenó de terror. Había ocultado su rostro tras un antifaz y cubierto su cuerpo con un manto sobre
cuyo fondo blanco se destacaban círculos dorados y negros. El ropaje inusual y la desfigurada
voz nos hicieron creer que se trataba de la “solapa”, fantasmón punitivo que integra el acervo
de las supersticiones campesinas. Por lo general, se recurre a ese embeleco para intimidar a los
chicos que rehúsan acogerse al reposo de la siesta. Una sábana blanca y un ser humano bastan a
la creación del prodigio, pero nuestra vecina había introducido una variante plástica en esta
tradición. Su exornado manto era excesivamente español. Sin embargo, la prenda que la cubría
y el hecho de sorprendernos desde una rama muy alta, alimentaron nuestra credulidad. Nos
sentimos ante una aparición temible. Pero Carmencita Medina, cuyo rostro yo empezaba a
mirar con agrado, nada tenía de temible.
En la casa de mi abuelo materno también había patios dilatados; en ellos, con más libertad que
en todo otro lugar permitido, podía intentar juegos riesgosos. Dos parrales de uva negra los
cubrían, y junto al tapial limítrofe, en una especie de levantado cantero con borde de material,

6
En corrección manuscrita: fuerza.

5
florecían la achira y el jazmín. El fondo era de tierra; allí daban sus frutos unas higueras desde
cuyas ramas yo solía arrojar las brevas, más belicoso que erótico, a las criadas de los vecinos.
Era una casa de altos, y esta condición altiva la prestigiaba ante mis ojos. Sin embargo, las
piezas de arriba, que nadie habitaba, sólo contenían ferrados baúles, lámparas que en su tiempo
dieron luz de querosene, cajas donde un día encontré oxidados instrumentos de cirugía,
armarios llenos de antiguos documentos que nada documentaban –ya carentes de sentido– y
unos gruesos libros científicos cuyas tapas habían desprendido los años. También vi unos
amarillentos diplomas universitarios, redactados en latín, según me dijeron. Me gustaba el
olvido, la quietud misteriosa de esos cuartos donde todo era anacrónico. La realidad inmediata
sólo entraba allí bajo las especies del dulce en almíbar para todo el invierno y de la carne
porcina ya curada, cuyas piezas pendían durante meses de las vigas del techo. Con gran pasmo
miré cierta mañana a un hombre de increíble fuerza que acababa de llegar en un carro, y que
traía una pesada carga; soltó un grave ronquido en el momento de tomar envión, puso sobre sus
rectos hombros el animal sacrificado y así lo introdujo en la casa. Aquella proeza muscular fue
la primera que presenció mi infancia.
Mi abuelo, ya muy viejo, permanecía largas horas en un sillón, especie de trono desvencijado
desde el cual formulaba preguntas sobre la política local, pues apenas podía leer los periódicos.
Las pocas cosas que supe de él me fueron contadas después de su muerte, por sus hijas o por
viejos amigos de la familia; como es natural, no podían confiárselas a un niño. Referencias
aparte, sólo recuerdo que estaba casi postrado y que solía quejarse del precario equilibrio de sus
anteojos. Y no olvido que en una de mis carreras impetuosas por el patio, sin advertir su
presencia, lo embestí de modo tan infortunado que cayó junto a mis pies. No le ocasioné daño
alguno y la reprimenda fue leve, pero la consternación y la vergüenza me acompañaron durante
muchas semanas. Como no me era dado discernir sentimientos, ignoro si la ternura y la piedad
se unían en mí a la impresión de haber cometido una falta muy grave.
Cierta noche en que la tía Adela, aún soltera, se preparaba para ir a un baile, mi abuelo quiso
verla, es decir, quiso apreciar su aspecto y su vestido de fiesta. Serían las diez de la noche
cuando, espectral y tembloroso, se levantó de la cama para allegarse a su hija. Hizo acercar una
lámpara7 y, a pesar de su visión nublada, la contempló largo rato. Nunca andaba por la casa a
esa hora. Dadas las circunstancias, se hubiera dicho que un ser de otro mundo había entrado en
la habitación. Este pequeño episodio nocturno me pareció extraordinario.

7
En corrección manuscrita: vieja lámpara de mecha.

6
Mi abuelo había sido médico de policía en Gualeguay. Tuvo trato con muertos y asistió a
muchos heridos de arma blanca. “Lo dejaron como pa’salarlo”. Así se expresó, según la
tradición familiar, un irónico paisano que golpeó a su puerta para que verificase una defunción.
Aludía sin duda a un hombre que había recibido numerosos tajos y planazos. No fui
contemporáneo de los hechos en que mi abuelo debió intervenir, pues antes de que yo naciera,
se había jubilado. Supe, sin embargo, que en los días de elecciones y durante los festejos del
Carnaval, tuvo mucho trabajo. Había llegado a Entre Ríos cuando la provincia curaba sus
heridas, después del último levantamiento jordanista. Vivió un tiempo en Villaguay, pueblo del
que fue edil, y alguna vez oí comentar que allí tuvo un vehemente altercado con un señor de
apellido Landín, al que corrió desde el edificio municipal hasta la costa del río, sin darle
alcance: su adversario era un nadador excelente. Una mujer de mucho predicamento, la
hermosa doña Gerónima Montiel –diestra8 en el manejo del lazo y de los ojos– hizo las veces
de mediadora y presidió la reconciliación.9 A propósito de doña Gerónima diré, de camino, que
cierta madrugada, persiguió a caballo y enlazó a un hijo suyo que había cortejado más de la
cuenta, para huir luego al monte, a una muchacha que merecía todo el afecto de la amazona
correctiva.
Cuando pasaba el día en casa de mi abuelo, cuyo cariño se podía medir por los postres que
mandaba preparar para obsequiarme, a pesar de la frecuencia de mis visitas, me sentía en un
mundo nuevo, en un ámbito donde quedaba mucho por descubrir. Cierta noche dormí allí, en
una habitación que daba a la calle. Siempre me había correspondido una pieza de adentro. Hago
memoria de esta experiencia placentera porque me comunicó el sabor de lo exótico. El silencio
exterior, de tiempo en tiempo interrumpido por los pasos de los transeúntes o por el rumor de
algún diálogo que gradualmente se perdía, me causaba un inexplicable agrado. Sentí que vidas
ignoradas, al pasar junto a mí hacían más dulce y misterioso el ambiente. Aquellas pisadas en la
vereda fueron parte de mi yacente, de mi quieta aventura.
Ya octogenario, con la visión casi perdida y avecinado a la pobreza, que apenas mitigaba una
irrisoria jubilación del Estado, su ocaso fue sombrío y penoso. Como su hijo Ricardo lo
ayudaba desde Buenos Aires, sin duda corregía su desconsuelo esa afectuosa constancia y
encontraba satisfacción, antes moral que material, en la actitud del vástago que no olvidaba sus
deberes. También en este orden de cosas el tiempo trajo mudanzas. Según cierta ética de
contenido variable, el hombre ha de ajustar su conducta, como si no tuviera un centro fijo, a la

8
En corrección manuscrita: hábil.
9
En corrección manuscrita: siempre me causó extrañeza el animoso interés que ella puso en ese avenimiento.

7
ocasión y al momento, pero los principios eran más fuertes que las circunstancias en aquellos
días.
Puesto que le sobrevivió veinte años, conservo de mi abuela recuerdos más nítidos y firmes que
de su marido. La muerte no modificó las costumbres de la casa, cuyos habitantes –dos mujeres–
me agasajaban con frecuencia. Tuve de tal modo, grato es decirlo, dos hogares.
(La casa paterna era bulliciosa y vehemente. De ahí, más tarde, mi voz apagada y mi
propensión a la penumbra).
El hecho de ser el mayor de los nietos y la circunstancia de andar por los diez años de edad, me
permitían esa libertad traslaticia. Sin renunciar al feliz escalamiento de azoteas, en aquella casa
solía hojear unas revistas italianas muy pobladas de ilustraciones. Tengo bien presente que en
una de ellas miré un retrato de Tolstoi y una caricatura del político Cavour. Con un desacierto
que el tiempo no quiso rectificar, ya intentaba el dibujo, pero no salía mucho del ejercicio
mimético: no hice otra cosa que reproducir las caras ilustres, las coronas reales y los vistosos
uniformes que propagaban las revistas. Víctor Manuel III y Jorge V estimulaban, no la
inventiva ausente, sino la actividad plástica en que me complacía. Después le tocó el turno a los
republicanos, cuyos discursos, comentados por los mayores, me llenaban de admiración.
Bosquejé muchos perfiles de Millerand, de Poincaré, del ascendente Clemenceau. También
ensayé el paisaje; lo prefería agravado por una fronda entre ensimismada y oscura, al modo de
los ingleses. Poco más tarde, el naufragio del Titanic fue también mi naufragio artístico. Con un
realismo totalmente irreal me empeñé en mostrar los diversos aspectos de esa tragedia náutica
que conmovió al mundo. En mi cartulina estaban el capitán impartiendo órdenes desde el
puente de mando, los botes de salvamento a punto de volcarse, los infortunados que luchaban
con el mar y otras escenas patéticas. Llevé ese trabajo a la escuela, donde pronto me vi rodeado
de los alumnos más expertos en dibujo. Se abstuvieron de abrir juicio; alguien opinó que era
preciso estudiarlo con más detenimiento. Al volver a las tareas del aula, la maestra y los
condiscípulos me abrazaron en silencio, como si me presentaran sus condolencias.
Sin excesiva tristeza sospeché que había errado el camino y que mis desvelos plásticos nunca
darían fruto sabroso. Ese día (día del juicio artístico) abandoné para siempre colores y
esfuminos. En cambio, mi copoblano el pintor Quirós, que ya tenía mucha tela vendida, se
mostró más empeñoso y persistente.
Retorno por un momento, si el orden cronológico lo permite, a mis primeros meses de escolar.
Alumno mediano o sólo invisible en los grados superiores, fui el más lento de mi promoción
durante el lapso inicial, en el período de los palotes elementales. Como todos los novatos

8
poseídos de timidez, no quería ir a la escuela y tardé mucho en aprender a leer. Entre lágrimas y
sacudones, pues intentaba zafarme de su mano coercitiva, Laurentina Almada –una muchacha
del campo que servía en mi casa y de la cual hablaré en seguida– me llevó por primera vez al
curso inferior. Pasado el tiempo, la adaptación al medio me permitió un rendimiento menos
lamentable, pero no quiero dejar en un fondo de sombra la torpeza y la morosidad que
estuvieron y acaso están en mi espíritu. Como si el tiempo me esperara mansamente, nunca
supe realizarme con prontitud.
Laurentina Almada, joven cerril que no abdicó de las costumbres adquiridas en su infancia,
había venido de los montes de Nogoyá, donde vivían sus padres, autores de once hijos, sin
contar la mencionada muchacha migratoria. Naturaleza pura, su lenguaje traslucía la inocencia
y la rudeza del ambiente donde vio la luz y padeció el hambre. Se hallaba cómoda a la vecindad
de los niños porque ella misma no había superado la edad pueril. Era espontánea y directa
como toda la gente de sus pagos, donde crecían la palma y el avestruz. Más de una vez dijo que
le gustaba comer los cogollos de unas plantas selváticas, no recuerdo cuáles. Cantaba canciones
de su tierra –ente otras, una que reiteraba alegremente: Colirón, colirón– y sabía algunas coplas
humorísticas o despectivas que sin duda fueron aprendizaje de su infancia: Cabeza de pulga
flaca, pescuezo de tongoré… Sus virtudes canoras y su juventud imperiosa despertaron el
interés de los proveedores que todas las mañanas, luego de arrimar sus carros a la puerta,
dejaban el pan o la verdura. Con sincera satisfacción afirmaba que habían formulado propuestas
muy buenas, pero prefirió quedarse con nosotros. Esta lealtad conmovedora no impedía, por
cierto, que sacrificase palomas a Venus en sus días de holganza. O bien cuando la familia se
hallaba en Buenos Aires.
En todo chico resuenan con intensidad los vocablos. Ello se debe, entre otras causas, al hecho
de que padres y maestros establecen un severo deslinde entre lo permitido y lo prohibido.
Dentro de este ámbito, donde la realidad queda reducida a signos, el bien y el mal están
originariamente en las palabras. Laurentina no había pasado por la escuela ni había sufrido
reconvenciones por su desembarazo verbal; en consecuencia, siempre gozó de una espléndida
soltura expresiva y nunca se atuvo a convenciones puntillosas, ni de ninguna otra índole. Como
no pendía del juicio ajeno, su ser y su decir eran una misma cosa. Hablaba de una manera
visceral. Así pude comprobarlo cierto día, en que iba a su lado, por la calle, camino de una
tienda. Pasamos junto a la casa de un rico especiero minorista, el señor Govinci, cuyas hijas, no
más letradas que Laurentina, a pesar de los fulgurantes anillos paternos, se mantenían célibes.
Sin embargo, una de ellas empezó a ser visitada por un hombre de las chacras –como entonces

9
se decía– que todas las semanas llegaba en un ligero sulky para rendirle su tributo de hortalizas.
El señor Govinci miraba con buenos ojos esa amistad creciente. En el preciso momento de
enfrentar su casa vimos que se detenía el sulky pletórico. Ajena por entero al efecto que en mí
suscitaban sus palabras y sin advertir que abría una brecha en mi recato verbal, Laurentina me
dijo con inocencia: “Ahí viene el lindo macho de Isabel Govinci”. Se trataba, en verdad, de una
afirmación prematura, pero mi rural acompañante, para quien la palabra novio carecía de
sentido, nunca practicó distingos ni se avino a percibir matices.
Mi campo de acción no tardó en extenderse al barrio y luego a todo el pueblo y sus aledaños. A
favor de esa libertad, probábamos nuestra puntería, mis compañeros de escuela y yo, en los
primeros carteles metálicos que conoció el vecindario y que divulgaban las virtudes tónicas –
me parece– del Ferro10 Quina Bisleri. Nuestras pedradas resonaban en la noche reciente.
También salíamos, en las mañanas del domingo, provistos de hondas pajaricidas, a recorrer las
afueras, donde abundaban los nidos y los naranjales. Me consterna un poco el recuerdo de ese
hábito despiadado y alegre, no así el del sedentario Cartier, un obrero ya viejo que me contaba
las crueldades de la guerra franco-prusiana. Había venido a la Argentina treinta años atrás,
después de servir en el ejército de su patria. Sentado en el umbral de un galpón donde se
depositaban “frutos del país”, con humildad que a veces parecía desgano, evocaba sus horas de
riesgo, sus vicisitudes, sus batallas. De su boca fluían nombres de lugares y de jefes: Napoleón
III, Sedán, Moltke. Todo eso ya no era nada para aquel héroe que se dormía en el umbral, luego
de dictarme, con más bonhomía que interés, su ocasional lección de historia.
Desatendía o sorteaba yo las clases de piano, que me impartía el profesor Di Pasquo, cuya
melena discreta y ondulada flotaba en la imaginación de muchas de sus alumnas, para
emprender excursiones urbanas o suburbanas, con Tincho Marcó, 11 bueno y simple como el
pan, o bien con Amaro Villanueva, cuyos méritos literarios 12 proyectan honor sobre Entre Ríos.
He nombrado, como diría Apollinaire, a mis camaradas más antiguos. Con ellos y con otros
compañeros de escuela, cierto anochecer de invierno, examinamos el terreno, cubierto de
escombros, de la demolida Escuela Modelo –puesta abajo para levantar un edificio escolar de
nuevo tipo – donde descubrimos unas gastadas flechas de piedra cuya posesión originó un
forcejeo que acabó por destruirlas. Ello no impidió que conservara una honda impresión de
nuestra vagancia vesperal entre las ruinas. Sabíamos que en solar de la escuela, un siglo atrás,
hubo un cementerio. Esta circunstancia lúgubre, además de acrecer nuestra curiosidad, daba un

10
En la primera edición: Hierro.
11
En corrección manuscrita: Martincho.
12
En corrección manuscrita: hoy.

10
valor inusitado a nuestros actos y palabras. Allí nos sentíamos, literalmente, en otro mundo. Si
bien con las rodillas magulladas, todos regresamos muy contentos de aquel lugar ruinoso que
cansó nuestros cuerpos y estimuló nuestra fantasía.
Las satisfacciones y los agrados del niño parecen tener un manantial misterioso. Remonto el
tiempo hasta una tarde en que debía asistir, con mis hermanos, a una fiesta escolar, cuyo motivo
he olvidado. Todo lo que en esos casos ocurre –obsequios, guirnaldas, versos, canciones –, me
alegró por anticipado. Pero me puse tan contento como el día en que la tierra removida me
ofreció unas flechas de piedra cuando mi padre, mientras nos preparábamos, me confió la
misión de echar un vistazo para verificar si la gente ya se había reunido. Conjeturo que el
vocablo vistazo me deslumbró, pero tengo la certeza de que me sentí a la vez importante y
halagado porque se me encargaba una labor de tanteo y reconocimiento que yo tenía por muy
útil. Ese día fui el soldado que lucha desde la más riesgosa vanguardia.
Interrumpían mis cursos escolares algunos viajes a Buenos Aires. No se había construido, o
empezaba a construirse, la línea de que es parte el ferriboat.13 Por tanto, era preciso trasladarse
en tren hasta Puerto Ruiz, de donde partían diversos barcos. “El Astrea”, “El Londres”, “El
indio”, luego de recorrer los meandros del Paraná descendente, salían al Plata y daban con el
puerto metropolitano. Como todos se conocían, nadie viajaba solo. Después de la comida, los
pasajeros jugaban al ajedrez o a las damas. En uno de esos viajes, hacia la caída del sol, mi
padre y yo, situados en la borda, recibimos el saludo de don Justo Gómez, que agitaba su
sombrero desde la ribera. Excelente criollo, don Justo tenía un campito que mi padre había
medido y amojonado. Esos viajes eran la paz misma del pueblo trasladada al buque. Pero en
una ocasión noté cierta inquietud en los rostros. Si bien nada se me dijo, tenía la certidumbre de
que “El Astrea” estaba quieto. Después supe que se había cortado la cadena del timón.
Naturalmente, los viajeros examinaron todas las consecuencias posibles del mínimo
desperfecto. La construcción del ferriboat, siquiera parcialmente, vino a modificar las viejas
costumbres y, al mismo tiempo, acercó la provincia entrerriana a la capital. En un principio, en
su etapa de proyecto, el nuevo medio de transporte fue muy resistido. “Estos ingleses van a
depositar al pueblo entero, por tandas semanales, en el fondo del río”, decían los más
atemorizados. Por lo general, la gente prefiere los riesgos antiguos y los accidentes que ya son
parte de una sedimentada experiencia, quizá porque permiten establecer ciertas constantes
estadísticas. No quiere nuevas formas de muerte. Pese a ello, el ferriboat vino a ser, respecto de
los lentos barcos que salían de Puerto Ruiz, lo que el moderno frigorífico respecto del primitivo

13
En corrección manuscrita: ferry.

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saladero. Los vascos o descendientes de vascos, cuyos saladeros dieron fama a la provincia, se
quedaron con las estancias, con la materia prima; los ingleses construyeron plantas frigoríficas
donde se ponía precio a esa materia prima. He aquí un sugestivo paralelismo o acuerdo entre la
evolución técnica y los procesos económicos que sin duda ha de interesar a los cultores del
materialismo dialéctico. La historia del progreso, como los astros que giran sobre sí mismos,
tiene un hemisferio de luz y otro de sombra.
En todos mis regresos, como sujeto a un rito afectuoso, visitaba a las familias de la vecindad.
La casa de doña Victoria Calvo, madre de cinco hijas mozas y dueña de un naranjal tan
apetecible como su progenitura, estaba a poca distancia de la nuestra. Algo más lejos relucían
los frascos y las probetas de la botica de Bordato, regida por un tal Aranguren, a quien admiré
no bien supe que participaba en las carreras de Tilbury, muy populares entonces. Unos metros
más allá estaba el solar de los González Calderón, donde muchos años antes –en una
desaparecida casa rudimentaria– se alojó Garibaldi, héroe traslaticio que hubo de sufrir
confinamiento en Gualeguay. Como las dádivas de la memoria nada tienen de constantes y
como no dispongo de documentación sobre aquella época, no puedo decir si el libertador
italiano convaleció de sus dolencias –había llegado al pueblo con heridas de guerra– en esa
casa, o si permaneció oculto en ella para evitar la persecución de los rosistas, pero lo cierto es
que su nombre está vinculado con el lugar que rememoro. Al lado de la botica vivía don
Floriano Crespo, hombre que gozaba de mucho aprecio. Enfermo de gravedad, fue sometido a
una trepanación que acaso apresuró su muerte. Recuerdo este hecho sombrío no sólo por la
pena que sintieron los amigos de Crespo, sino porque las operaciones de tal índole eran
realmente insólitas en los medios provincianos. De modo reflejo, sensible a la turbación que
produjo en los míos la llegada de un cirujano procedente de Buenos Aires, compartí la
inquietud con que los mayores siguieron las alternativas del difícil caso. En mi alarmada
imaginación había martillos y serruchos terroríficos.
He mencionado algunos de los lugares donde se holgó mi infancia. Las veredas que
correspondían a las casas de los Calvo y de los Crespo fueron la pista eventual de muchas
carreras pedestres, pero también el escenario de la rápida amistad y la pronta rencilla. Pese a mi
apocamiento, cierta vez corrí a un chico algo menor que yo por las calles que ahora reveo. Esa
pobre hazaña fue censurada por una muchacha de Calvo que siempre intentó adoctrinarme con
afecto. El tiempo no ha desvanecido sus palabras: “Vení a tomar el chocolate y no te andés
haciendo el Juan Moreira”. Anoto este hecho menudo para poner en evidencia que a principios
de siglo, no sólo en la campaña bonaerense, sino en mi provincia y, presuntivamente, en todas

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las demás, Juan Moreira encarnaba el mito del “hombre malo”. Los artistas del picadero lo
habían propagado, pero otro tanto hicieron con muchos de sus congéneres que, sin embargo, no
entraron en la memoria colectiva. A cuatro décadas de su muerte, Moreira gozaba de maciza
realidad. Ha crecido y decrecido después del bayonetazo que le infirió el sargento Chirino. Su
nombre es hoy menos habitual y sospecho que no lo salvan del olvido sino los estudiosos de
nuestra literatura.
Dejé muchas horas y muchos gritos felices en la casa de doña Victoria Calvo. Anciana cordial y
obsequiosa, gusté14 de los frutos de su huerto –muy próximo al pueblo– siempre que llegaba el
carro colmado por la buena estación. Me consideraba una especie de nieto adoptivo, y muchas
veces me dio a probar el tierno damasco, que vierte su esencia en pura delicia, y también en su
casa, después de las correrías que me dejaban sediento, fue mi alivio y mi fiesta el gustoso
sabor de la sandía, cuya fresca entraña se hubiera dicho inaccesible al rigor de los veranos.
¿Qué otras cosas que no sean colores y sabores puede vivir un chico?
Asimismo, en el ámbito familiar de doña Victoria, sin proponérmelo, oí más de la cuenta, acaso
porque mis pocos años no inspiraban prevenciones. En ese tiempo descubridor seguía con
interés todos los diálogos de los adultos, y si bien no daba con el sentido, recogía las formas y
los énfasis. Retenidas las frases, la explicación vendría mucho después, en la edad del
entendimiento. La menor de las de Calvo, en la puerta del zaguán, conversaba con su novio,
que en ese momento se despedía. Era aquél un noviazgo oficial, pero la madre creyó
conveniente encarecer su obra. Vino de la penumbra con algunas preguntas amables y luego se
dirigió al prometido para hacerle el elogio de su hija. Mientras yo jugaba a pocos pasos de allí,
doña Victoria historió la infancia, la educación, las habilidades y las tranquilas costumbres de la
cortejada. No quería dejar ninguna duda acerca de los primores que se llevaría el novio. Su
exposición, en la que había legítimo orgullo materno, era fluida y categórica:
—“Sin caer en ninguna exageración, puedo decirle que sabe bordar, sabe hacer postres, sabe
escribir con buena ortografía, sabe callar a tiempo, sabe poner ventosas y practicar sangrías y,
lo digo con explicable complacencia, no le gustan mucho los paseos. La eduqué para que sea
mujer de su casa. Debo enterarlo de estas cosas, pues su modestia es grande y nunca habla de sí
misma. Para que esa modestia excesiva no la perjudique, yo la muestro y describo sin faltar a la
verdad. Es servicial y ahorrativa. Cuando se arremanga para hacer una carbonada, hasta los
vecinos se alegran. Sabe conducir y poner orden en una casa, como pocas de su ambiente

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En corrección manuscrita: gasté.

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podrían hacerlo. Créame, Julio, estas virtudes se van perdiendo. Mi hija sabe lo que en mis
tiempos sabía toda buena mujer de hogar.”
Este fue el emotivo discurso prenupcial que oímos el novio, su prometida y yo. La elocuente
señora enumeró las muchas cosas que sabía hacer su hija y descolló en el encomio de sus
rasgos morales, pero no dijo si sabía amar.

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