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Resumen: El lenguaje nos constituye. Emergemos a la existencia desde las palabras, las frases, las
narraciones, los textos, las conversaciones… La palabra es paradójica: advenimos desde y hacia ella como
seres incompletos, atravesados por los constreñimientos y las carencias; no obstante, entre sus intersticios se
filtran las posibilidades de la chispa creadora, de la potencia del pensamiento, de las exploraciones de lo otro,
de lo nuevo, de lo que aún no ha sido dicho (ni hecho). Así, pues, en este ensayo propondré un flujo de
reflexiones acerca de los nexos entre libertad, creación verbal y pensamiento crítico.
Al final del proemio de Libertad bajo palabra (1960), Octavio Paz escribe:
“Contra el silencio y el bullicio, invento la Palabra, libertad que se inventa y me
inventa cada día”. Lo que me interesa de esta imagen poética es la lúcida insistencia
de Paz en rescatar eso del lenguaje que no puede ser expropiado por las lógicas de
buscar frenéticamente la mayor productividad y rentabilidad de las sociedades
(post)industriales: el campo de la palabra y del lenguaje no está sometido a
reduccionismo económico alguno –felizmente-. Por el contrario, lo más sensato que
podríamos hacer en la actualidad es devolver un poco a la palabra la chispa creadora
y la potencia del pensamiento, todo aquello que va más allá de la constrictiva
funcionalidad, más allá de ese utilitarismo lingüístico de la vida cotidiana que,
remarco, reduce el lenguaje a una práctica meramente económica, de intercambio de
mercancías, de intercanjeabilidad, donde todo da igual, donde todo es lo mismo.
Retomemos el inicio de la cita: “Contra el silencio y el bullicio…”. La apuesta
de Octavio Paz –y la mía- es no callar, pero tampoco hipotecarnos a esos usos
banales de la palabra propios de la sociedad del entretenimiento que percibimos
tanto en los medios de comunicación, en la ciencia económica y en la política, donde
las palabras cada vez valen menos (o, inclusive, nada). Consideremos al respecto la
contemporánea primacía de la ideología de la evaluación y de la medición donde
todo tiene que traducirse a cifras. Pareciera que la consigna actual es “salvo el
número, todo es ilusión”. Todo se tiene que medir, todo tiene que ser homogéneo,
estandarizable; no lo otro, no la diferencia, no lo nuevo. Antes bien, la propuesta de
Paz de inventar la palabra y ser inventado por ella se abre hacia lo singular, hacia la
inaprehensible alteridad, aquello que no se subsume en lo meramente funcional. Sin
embargo, la paradoja de la libertad desde la palabra es que la palabra misma, por un
lado, nos condiciona a hablar desde un lugar con el que no nos reconocemos
plenamente y, por el otro, nos da la posibilidad de ser nosotros mismos (a pesar de
que no dispongamos de la certeza de qué significa ese “nosotros mismos”).
Asimismo, el pasaje del texto de Paz apunta a ese cruce entre la poiesis y el logos: la
poiesis como la capacidad de crear e imaginar permanentemente, y el logos como esa
posibilidad de pensar desafiando lo ya instituido. Entonces, el cruce entre la poesía y
el pensamiento es una de las búsquedas más deliciosas y urgentes en las que nos
podemos embarcar: la persistencia en el acaecer creador, en el acontecer de lo
naciente, y en el rondar lo inasible e indecible desde la palabra abierta y la
interrogación permanente. Aclarémoslo: lo real es aquello que –sin preexistir a la
palabra- está desbordándose de la palabra misma. No todo puede ser dicho: no
obstante, no tenemos otra forma de aproximarnos a eso heterogéneo,
perturbadoramente plural de lo real, si no es con la palabra.
En uno de sus Poemas humanos (1939), César Vallejo escribe esta rotunda
pregunta: “¿Y si después de tantas palabras, no sobrevive la Palabra?”. Quizás este
verso de Vallejo no solo se corresponda con las líneas anteriores de Paz sino
también con el siguiente enunciado de Cornelius Castoriadis: “Nada nos libra a los
seres humanos de la locura o del suicidio”. Sea como fuere, deseo enfatizar que la
palabra nos da una posibilidad de libertad, pero sin garantías, sin la seguridad de que
“todo va a estar bien” (como reza el slogan de una compañía de seguros). No
podríamos saber si nuestras existencias estarán libres de vicisitudes. En todo caso, lo
constituyente de nuestra condición originaria como seres humanos se funda en la
tensa encrucijada entre libertad y palabra. Reconocer estas paradojas supone
localizarse en lo más interesante del proyecto de la modernidad: ese jugar desde el
lenguaje del afuera, desde la potencia de devenir, desde el cuestionar radicalmente
todo lo existente.
Prosigamos la reflexión sobre nuestra condición de seres hablantes (o, mejor
aún, de seres-habla, de seres-lenguaje) desde un fragmento del poema “En esta noche, en
este mundo” de Alejandra Pizarnik, probablemente escrito en 1972:
(…)
las palabras
no hacen el amor
hacen la ausencia
si digo agua ¿beberé?
si digo pan ¿comeré?
(…)
en esta noche en este mundo
extraordinario silencio el de esta noche
lo que pasa con el alma es que no se ve
lo que pasa con la mente es que no se ve
lo que pasa con el espíritu es que no se ve
En vez de decir “te amo”, “te quiero”, “te deseo” o “te necesito”, el poema
de Adoum explora expresiones morfosintácticas más desafiantes que abren la
posibilidad de otros significados y sentidos. Recordemos, en principio, que la
palabra “amor” también es una palabra, “te amo” son un par de palabras que de
repente no llegan a rendir cuenta de ese tipo de vínculo, no logran capturar esa
forma primigenia de hacer comunidad en los seres humanos, que es el amor (entre
otras cosas). En Annie Hall (1977) de Woody Allen, cuando el protagonista desea
declarar su amor a Annie, en vez de decirle “te amo”, le dice que la frase “te amo”
queda tan corta, resulta tan fallida frente a lo que siente, piensa y sostiene con ella,
de modo tal que le dice, en el doblaje al castellano- “te ammo”, “te armo”, “te
almo”… En fin, Woody Allen comienza allí a jugar de forma seria con el lenguaje y
sus (im)posibilidades. ¿Cómo poner en palabras ‘adecuadas’ y ‘precisas’ esa
inconmensurable pluralidad, esa heterogeneidad perturbadora e irreductible de la
experiencia humana del amor, incluso de cualquier experiencia humana personal o
colectiva? ¿Será que el amor tiene que ver con ese espacio intersticial entre lo
personal y lo colectivo que Lacan llamó lo transindividual, eso que no es meramente
mío ni es meramente del otro sino que es ese campo de intersección entre uno y
otro ser humano? Asimismo, esa “libertad bajo palabra” que es la poesía –en el
amplio sentido de poiesis- emerge de lo transindividual.
Las palabras nos atraviesan y nos dan la posibilidad de pensar las cosas y las
circunstancias más allá de los sentidos ya establecidos, que en la actualidad
provienen del discurso capitalista, del discurso farmacológico, del discurso político y
del discurso mediático, que nos intentan reducir a ser ‘buenos’ sujetos, sujetos
dóciles, sujetos bien disciplinados (tal como Louis Althusser y Foucault lo
subrayaban hace casi medio siglo). Por ello, domesticar el habla resulta crucial para
los poderes instituidos. Por ejemplo, una inmensa cantidad de personas en el mundo
urbano hoy en día habla acerca de todo con lenguaje empresarial, desde el cual la
subjetividad misma es concebida como una empresa: ‘todo’ en función de la lógica
de costo/beneficio. Así, podemos escuchar –cada vez más- afirmaciones como “voy
a invertir mi tiempo en dormir” o “voy a gestionar mis emociones”, como si el
tiempo y el sueño fuesen cosas, que se reducirían a las mediciones, como si las
emociones, los sentimientos, los afectos y los deseos fuesen cuantificables. Ni el
amor ni la libertad ni la palabra constituyen meras estadísticas, porcentajes, números
enteros con decimales para sentirnos conformes con los dispositivos de dominación
sociosimbólica imperantes que expropian nuestra libertad (nunca plena). Tal vez la
libertad bajo la palabra sea uno de los pocos caminos que abisman al sujeto más allá
de las servidumbres voluntarias (de esas que con tanta meticulosidad han puesto en
cuestión Étienne de La Boétie y Friedrich Nietzsche).
Para reimaginar un posible más allá de las voluntarias servidumbres, deseo
convocar la mordaz canción “Pastillas para no soñar” de Joaquín Sabina, aparecida
en su álbum Física y química (1992).