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CONVIVENCIA DE JÓVENES

BOGOTÁ, ENERO DE 2018


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HACIA LA CONQUISTA DE LA INTERIORIDAD

1. ¿PARA QUÉ HEMOS VENIDO?


La primera pregunta que todos nos debemos haber hecho antes
de venir es ¿para qué voy a la convivencia? Pero si no nos la hemos hecho
antes nos la podemos hacer ahora ¿para qué estamos aquí? Aquí estamos
para encontrarnos cada uno con nosotros mismos y para encontrarnos con
Dios y, desde este doble encuentro, encontrarnos también con los demás
que están aquí. Si invertimos el orden es muy posible que no nos
encontremos con nadie, ni con nosotros mismos, ni con Dios, ni con los
demás. Sobre todo esto iremos tratando en esta convivencia.
2. ¿DE DÓNDE VENIMOS?
Venimos de un tiempo de vacaciones. Un tiempo en el que
disponemos de posibilidades para darnos más intensamente al cultivo de la
interioridad que es el único lugar en el que nos hacemos verdaderamente
ricos y donde se encuentra la raíz de nuestra autenticidad. Pero la
experiencia nos dice que esto, que es con mucho lo que más importa para
nuestra vida, por regla general, sufre bastante deterioro en las vacaciones.
Aunque tenemos buenos deseos y vemos lo que nos convendría la
reflexión, la oración, el ejercicio de virtudes, el ir penetrando y
profundizando en tantas riquezas que tiene la vida cristiana, al final el
tiempo se nos acaba yendo de las manos y después de las vacaciones nos
lamentamos de que haya sido así.
Las razones por las que es así las conocemos, pero no va mal que
cada uno haga un examen de conciencia en su caso particular. Por una
parte, quizás no hemos encontrado el “tesoro” que con fuerza nos tire para
dentro, y si no hacemos el esfuerzo con generosidad y amor, quizás no lo
encontremos nunca. A eso se junta la debilidad de una voluntad poco
ejercitada y vigorosa en propósitos virtuosos. Además, en casi todos
nosotros, puede hacer verdaderos estragos la “sociedad de la información”,
que nos convierte en expertos en usar aparatos, curiosos y enterados de
tantas cosas, y vacíos por dentro, sin tener nada que gustar ni que dar
porque estamos secos y, si no ponemos remedio, por este camino
podemos acabar perdiéndonos a nosotros mismos. Estos “medios”, si no
nos defendemos de ellos y de quienes nos los quieren imponer, nos
acabarán quitando lo más nuestro, no perderemos algo nuestro, sino a
nosotros mismos. Estamos saturados de comunicación y al mismo tiempo
pobres en comunión.
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Pero todavía nos podemos seguir preguntando ¿de dónde


venimos? O lo que es parecido ¿dónde vivimos? Todo lo anterior puede ser
cierto, pero es una primera respuesta que se tiene que profundizar.
¿Por qué será todo lo anterior? ¿No será expresión de que
tenemos pocas raíces cristianas? ¿No será que nuestro corazón y nuestra
aspiración está demasiado arraigado en el mundo y poco arraigado en
Dios? Por eso nos falta una madurez cristiana (incluso humana), nos falta
una personalidad definida, nos falta haber descubierto nuestra verdadera
vocación, y por eso andamos de un lado para otro sin saber bien dónde
vamos.
3. NECESIDAD DE SER PERSONAS INTERIORES.
Por todo lo anterior necesitamos cultivar la interioridad. Y estos
días pueden ser una ocasión para hacerlo. Una condición es cortar con todo
lo que nos pueda distraer para hacer el esfuerzo, lleno de esperanza, de
entrar dentro de nosotros mismos. Tenemos que frenar, que cortar en seco
con todo y hacer el experimento, lo mejor que sepamos y podamos, y si lo
hacemos estos días pueden ser para nosotros un nuevo comienzo
En ocasiones más que amigos parecemos enemigos de la
interioridad, y sin una vida interior sólida nos falta peso y quedamos a
merced del viento que más fuerte sopla, que puede ser el capricho, la
afición, el temor, la comodidad, el respeto humano… Decía San Pablo: “no
seamos niños sacudidos por las olas y llevados a la deriva por todo viento
de doctrina… sino que, realizando la verdad en el amor, hagamos crecer
todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo…” (Ef 4, 14-15). Sin el peso
y la solidez de una interioridad cristiana estamos a merced de la moda, de
las novedades, de las ideologías dominantes, que suelen vestir con palabras
de alto valor humano propuestas antihumanas. Nos falta espíritu crítico y
de discernimiento para no tragarnos alimento envenenado.
Decía el Card. Ratzinger poco antes de ser elegido Papa: “Se va
constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como
definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus antojos”.
En cierta medida hemos asimilado el relativismo y eso se expresa en que le
quitamos importancia a nuestras faltas o nos cuesta admitirlas cuando nos
corrigen pensando que es cuestión de opinión.
Seguía diciendo el Card. Ratzinger: “Nosotros, en cambio, tenemos
otra medida: el Hijo de Dios, el hombre verdadero. Él es la medida del
verdadero humanismo. No es ‘adulta’ una fe que sigue las olas de la moda y
la última novedad: adulta y madura es una fe profundamente arraigada en
la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos
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da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y


la verdad. Debemos madurar esta fe adulta”1.
4. CONQUISTAR LA INTERIORIDAD.
Para la maduración en la fe hace falta la formación de la
interioridad y esta tiene un fundamento y tres columnas.
El fundamento es la convicción de que somos amados por Jesús
hasta el punto de que por los sacramentos nos comunica su misma vida y
nos da el Espíritu para que forme a él mismo en nosotros, y junto con esto
la determinación de hacer por nuestra parte todo lo que podamos para que
él quede formado en nosotros.
La primera columna es la reflexión y la oración. La segunda
columna es el ejercicio de virtudes. La tercera columna es el diálogo con el
guía espiritual y la amistad.
El fin de la vida interior es que Cristo vaya quedando formado en
nosotros hasta que podamos llegar a decir lo de San Pablo “vivo, pero no
soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20).
Volviendo al fundamento. Lo más importante es que Jesús sea
nuestro tesoro y que por amor a él queramos vivir su vida. Eso supone que
lo acojamos como la luz que nos ilumina la vida. Que él sea el metro de
medida para nuestros pensamientos, deseos, aspiraciones, obras. Que no
admitamos otra medida que la suya, aunque aceptarla, en ocasiones,
suponga esfuerzo, sacrificio o sufrimiento.
Es importante que tengamos la seguridad de que contamos con su
gracia, que él no es solo un ideal atractivo pero lejano, sino que es una
persona cercana que comparte su vida con nosotros a través de los
sacramentos y por medio de su Espíritu nos da fuerza y hace capaces de
vivirla y nos da su gozo, alegría y paz.
Y no tenemos que olvidar las columnas:
La reflexión y la oración orientada ante todo a cultivar la amistad
con Jesús, al trato de corazón a corazón con él, a aprender a pensar y
querer como él, a descubrir el camino de la fidelidad a su amor.
El ejercicio de virtudes, que no es sino vivir fielmente lo que Jesús
nos pide. Hay virtudes humanas que él quiere que adquiramos, y sobre
todo quiere que vivamos las virtudes que él nos propone en el Evangelio:
ser los últimos, los servidores de todos, amar a los enemigos, ser mansos y
humildes de corazón… Y las virtudes que se desprenden de mirar a la cruz:
amar el sufrimiento por amor a Jesús y por amor a los hombres, como
cauce y camino que desemboca en una vida nueva y fecunda

1 Homilía 18-4-2005.
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Y el diálogo sincero con el guía espiritual. Un diálogo que tiene


como fin que Cristo se vaya formando en nosotros, no otra cosa, y por eso
mismo tiene que incluir el momento de la obediencia, de la docilidad,
porque Jesús fue “el obediente”. Y junto con esto, el diálogo de la amistad,
que tiene el mismo fin. La amistad es un medio necesario para “correr”
hacia el amor a Cristo y, lo que está llamado a cumplir un papel tan grande,
vale la pena que no se convierta en lo contrario. A esta luz todos podéis
repasar vuestras amistades y ver a qué nivel se mueven.

EL AMOR HACE POSIBLE LA COMUNICACIÓN,


MÁS AÚN, LA COMUNIÓN.
1. LAS DIFICULTADES DE COMUNICACIÓN EN UNA SOCIEDAD
SUPERCOMUNICADA.
Nos encontramos en un mundo en el que las comunicaciones cada
vez están más desarrolladas de tal manera que en cualquier momento, si lo
necesitamos, podemos establecer comunicación con una persona sin
importar dónde se encuentre. Al mismo tiempo, en otro sentido, cada vez
es más difícil la comunicación entre las personas. Resulta paradójico
teniendo en cuenta los medios tan sofisticados y potentes de que
disponemos. Esta época nuestra que facilita tanto la comunicación es al
mismo tiempo una época que se caracteriza por la dificultad de
comunicarse, de entenderse. El Papa Francisco habla incluso de una
generalización de la indiferencia.
Esto ocurre en el núcleo más básico de la sociedad que es la
familia: dificultad de comunicación entre padres e hijos, entre hermanos,
entre esposos, que a veces hablan lenguajes tan diferentes y lejanos. Hay
dificultades de comunicación en las empresas, dificultades de
comunicación en las instituciones, dificultades entre los políticos y de los
políticos con la ciudadanía. Dificultades en la información que da la prensa.
Incluso dentro de la misma Iglesia hay falta de entendimiento.
2. EL VALOR DE LA PALABRA.
Como las dificultades para comunicarse son reales hay algunas
teorías filosóficas que ponen en duda o incluso niegan la capacidad de
comunicación entre las personas humanas. En concreto ponen en duda la
capacidad de significación del lenguaje. Si fuera cierto querría decir que
cada uno somos una isla sin posibilidad de verdadero contacto con los
demás.
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En realidad, el problema no está en el lenguaje, en la palabra, sino


en el uso que cada uno hacemos de ella. La palabra es esencialmente un
vehículo de comunicación extraordinario que nosotros podemos
corromper. La palabra la podemos usar para expresar las cosas más
cotidianas que hacen posible la vida; o para fines puramente funcionales
(instrucciones de uso); o para comunicar nuestro conocimiento; o para
hacer poesía; para revelarnos y abrirnos, darnos a conocer a nosotros
mismos y nuestros sentimientos más altos; para comprometer toda nuestra
vida. Con nuestras palabras podemos engendrar confianza en otras
personas, ofrecerles un apoyo para que edifiquen su vida. Pensemos la
envergadura que tiene decirle a una persona con verdad y sinceridad “te
quiero”; en base a esa palabra edifican su vida tanto quien la dice como
quien la recibe. A través de la palabra, y esto es lo esencial y la raíz de todo,
se nos comunica Dios.
Pero este gran potencial del lenguaje lo podemos corromper y de
hecho lo corrompemos con la mentira, con las dobles intenciones, con la
infidelidad. Así, la palabra, que es el medio a través del cual se nos
comunica Dios mismo y nos podemos comunicar con él, el medio a través
del cual nos podemos comunicar y unir con los demás, la podemos
convertir en una mentira que engendra desilusión, desconfianza,
aislamiento, soledad; con ella podemos herirnos, hacer mucho daño. De ahí
la necesidad permanente de que purifiquemos nuestro lenguaje, o mejor
de purificar nuestra mente y nuestro corazón para que nuestras palabras
no sean violentas o un engaño sino bondadosas, verdaderas y fiables.
La raíz del problema de la comunicación entre las personas no está
en el lenguaje. El problema está en la persona, en su egoísmo que lleva a
una comunicación no auténtica y también en el atolondramiento propio de
la superficialidad, que la deja sin contenido. El verdadero problema de la
comunicación entre las personas reside en el egoísmo, en la soberbia, en la
superficialidad que lo banaliza todo y en la falta de escucha. Esto es lo que
hace de la comunidad de los hombres una torre de Babel, en la que,
aunque todos tengan el mismo idioma, cada uno habla un lenguaje
diferente y no logran comunicarse ni entenderse.
3. LA PERSONA ESTÁ CONSTITUTIVAMENTE ORIENTADA A LA COMUNIÓN.
Vamos a tratar de ahondar más en la cuestión de la comunión. Y
vamos a empezar con unas palabras de San Agustín, citadas y comentadas
por Benedicto XVI: “’Él (Dios) es más íntimo a mí que yo mismo’ (cfr. Conf.
3.6.11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en
mí que es mi verdadera interioridad”2. Primero vamos a hacer una

2 Friburgo, 25-9-2011.
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interpretación natural de estas palabras y después nos elevaremos al nivel


sobrenatural.
La persona no es un círculo cerrado cuyo centro es el “yo”, sino
una elipse que tiene una naturaleza bipolar. Nuestra naturaleza está
constituida por dos polos, uno es nuestra subjetividad, pero este polo no da
cumplida cuenta de lo que somos. En nuestra constitución personal hay
otro polo, “algo” que está en nosotros pero que no es nuestro, que nos
trasciende, de lo que no disponemos, sino que recibimos. A este “algo” le
podemos dar varios nombres. Con Santo Tomás de Aquino lo podríamos
llamar la “existencia” o el “ser”; con San Agustín lo podríamos llamar la “luz
de la verdad”; el Papa Benedicto en un discurso habla de la “luz” como lo
primero que Dios creó y que constituye el espacio en el que alcanzan la
existencia todas las criaturas. En cualquier caso, se trata de algo que está
en nosotros, que forma parte de nuestra naturaleza, pero que no es
nuestro, sino que es “algo de Dios” (aunque todavía no es su presencia
personal en nosotros), que nos trasciende, de lo que no disponemos, de lo
que solo dispone Dios porque solo le pertenece a él.
Estos dos polos, el subjetivo y el trascendente, en cada uno de
nosotros son simultáneos, no se da el uno sin el otro. Por este motivo
podemos decir que la persona está constituida por una relación originaria.
La persona, su interioridad, empieza a existir con la unión de estos dos
polos.
Por el polo subjetivo cada uno somos distintos, singulares y únicos.
A él se deben nuestros contornos limitados. Sin embargo, ese “algo” de
Dios que hay en nosotros, es común a todos, nos trasciende, es ilimitado, y
es el que explica que en nosotros haya una apertura, de horizontes
infinitos, en la que caben todas las cosas, una sed insaciable de
conocimiento, de amor, de belleza, que no se puede aquietar con ningún
bien concreto del mundo. Este polo trascendente hace que haya en
nosotros un principio radical y originario de comunicación y de comunión
con todo. Nuestro polo subjetivo nos diferencia, el polo trascendente es la
condición de posibilidad de la comunicación y la comunión.
Otra manera de decir lo anterior es que lo Otro (ese algo de Dios)
forma parte de nosotros mismos, está presente en nosotros, que somos lo
que somos gracias a él, y que crea en nosotros un espacio infinito, en el que
potencialmente cabe todo, que aspira a ser llenado. Esta explicación nos
ayuda a entender a San Agustín, a Pascal, que son personas que han
experimentado y descrito esa apertura infinita y esa sed insaciable que es
el espíritu humano que, siendo finito, no se puede llenar ni calmar sino con
Dios. En la teología medieval se hablaba de que en el hombre hay un
“deseo natural de ver a Dios”. También fuera del ámbito cristiano hay
quien ha experimentado esta realidad, como Sartre cuando dice que “el
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hombre es una pasión inútil”. La raíz y la posibilidad de toda comunión (de


conocimiento y de amor) con las demás personas y cosas, y con Dios está
dentro de nosotros mismos. Este elemento trascendente que nos
constituye abre un espacio íntimo en nosotros en el que nada ni nadie es
extraño o intruso porque está abierto y preparado para acoger con amor a
lo otro, a los otros, y al Otro (Dios). Y su presencia, acogida con amor, no
quita nada, sino que llena y enriquece.
Si solo fuéramos un círculo cerrado cuyo centro es nuestra
subjetividad no tendríamos posibilidades de comunicación. El subjetivismo
y el relativismo serían insuperables. El centro del mundo estaría dentro de
cada uno de nosotros, el yo sería el creador de su propio universo, tanto
desde el punto de vista del conocimiento de las cosas, como de la moral.
Además, los otros serían un estorbo en la medida que el espacio que
ocupan en mí me lo quitan. Se entienden de esta manera las palabras que
dijo Sartre de que “los demás son el infierno”.
En la persona no habría ningún elemento de infinitud, ninguna sed
o inquietud hacia algo más. Todo quedaría sumergido en la inmanencia, y
sería razonable eliminar cualquier pensamiento de Dios que resultaría
innecesario y peligroso pues sus pretensiones de absoluto se traducen en
unas leyes externas a nosotros a las que hay que someterse y que limitan la
libertad. Esta fue la esencia del pecado original, y es el pecado de nuestra
cultura, ya que ésta es la concepción del hombre que ha dominado en el
pensamiento y en la cultura occidental desde hace varios siglos y que
inspira la mayor parte de sus realizaciones.
Pero pensando de esta manera y obrando en consecuencia
entramos en contradicción con nuestra naturaleza, nos arruinamos a
nosotros y negamos el vínculo que hace posible la comunión. El egoísmo
consiste precisamente en colocar el propio yo en el centro y ese espacio
infinito destinado a acoger con amor a Dios, a los demás y al mundo,
llenarlo del amor desordenado a nosotros mismos. Nosotros pensamos que
son ciertas las palabras de San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y
nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti” (Conf. I, 1, 1)
Hasta aquí la interpretación a nivel natural de esas palabras
inspiradas: “’Él es más íntimo a mí que yo mismo’ (cfr. Conf. 3.6.11). Él, que
está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi
verdadera interioridad”. Ahora vamos a pasar al nivel sobrenatural.
4. LA COMUNIÓN CON CRISTO.
Hasta ahora hemos hablado de nuestra constitución natural como
personas en las que hay “algo” que procede de Dios. Ahora vamos a dar un
paso y ya no será “algo de Él”, sino “Él mismo”, en persona, el que esté
presente para dar forma a nuestra interioridad.
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Cuando somos bautizados Dios mismo ocupa ese espacio vacío y


sin límites que hay en nosotros y que no puede ser llenado por nada más.
En ese momento nuestra subjetividad es curada de la herida del pecado
original y se abraza con esta presencia personal, infinita y divina, con un
abrazo de fe, amor y esperanza que ya nada podrá romper. Ahí nacemos
como hijos de Dios para siempre y tenemos por delante el desarrollo
consciente de esa filiación mediante el ejercicio de la fe, el amor y la
esperanza.
En la medida que además de estar presente en mí, también está
en los otros es posible nuestra comunión, la comunión de todos en Cristo, y
esto es la Iglesia. Lo que no sería posible para nuestro yo cerrado e
independiente se hace posible por la comunión con la vida de Cristo que
vive en nosotros.
Cristo en nosotros no es un extraño, no viene a quitarnos nada,
sino a llenar y dar plenitud, a potenciar todas nuestras posibilidades y
darles dimensiones divinas, a romper el estrecho círculo de nuestro yo que
nos encierra en nosotros mismos, en nuestro aislamiento y soledad. Por
eso el cristiano, aunque esté solo nunca es una persona sola.
La primera y gran llamada, que nace de nuestro bautismo es la
comunión con Cristo por la fe, la esperanza y el amor. Y para eso tenemos
que dejar de escuchar y seguir nuestro yo enfermo y herido por el pecado y
escuchar y seguir a Quién está en nosotros para compartir su vida con la
nuestra.
Nuestro primer amor tiene que ser Cristo, que no está fuera sino
dentro, e ir dejando que nuestra subjetividad, nuestro espíritu deformado,
se vaya convirtiendo en el suyo. Él es el verdaderamente bueno, sabio,
bello, libre, el verdadero hombre en toda su plenitud, el Hijo de Dios hecho
hombre. Creer en él, esperarlo todo de él, amarlo sobre todas las cosas, es
vivir como hijos de Dios, hasta que se dé lo de San Pablo: “vivo, pero no soy
yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga, 2, 20). Esta es la vocación de
la vida cristiana. Cuando eso se logra, o en la medida que eso se logra,
entonces vamos siendo uno con él; nuestra subjetividad (mente, voluntad,
sentimientos) se van identificado con la de Cristo, su subjetividad se va
haciendo propia nuestra y la reflejamos y manifestamos de acuerdo con
nuestra naturaleza singular y única. Mientras que no alcancemos el “vivo,
pero no soy yo…” somos personas divididas, porque no se da una
correspondencia entre él y nosotros. En la medida que queremos “ser
nosotros mismos” sin Cristo pecamos, nos alejamos de él y de todos.
Rompemos la comunicación, la comunión.
Cristo en nosotros, Cristo viviendo en nosotros, se convierte en la
fuente del amor con el que amamos a todos y a todo. Esta fuente se
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alimenta ante todo con la Eucaristía, con la oración y se traduce en frutos


de amor.
Si va creciendo en nosotros Cristo entonces nuestra vida es
comunión con Dios y fuente de comunión con los demás. El que está unido
a Cristo, está, por su parte, en comunión con todos. El que está cerrado en
su yo, aunque tenga apariencias de comunión nunca será capaz de
establecerla auténticamente, porque el egoísmo no es fuente de comunión
sino de división.
5. LA COMUNIÓN INTERPERSONAL FUNDAMENTAL: HOMBRE Y MUJER.
En el momento culmen de la creación “Dijo Dios: «Hagamos al
hombre a nuestra imagen y semejanza… Y creó Dios al hombre a su imagen,
a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gn 1, 26-27).
Dios es comunión de Personas, Dios no es una sola persona, sino
que son tres personas entre las que hay una comunión tal que son una
única naturaleza. Una comunión así no la conocemos en el mundo creado
ni en las relaciones humanas, aunque toda la creación está llena de huellas
de la Trinidad.
La imagen que Dios ha hecho de sí mismo nos la indica en estas
palabras del Génesis. En la condición de imagen de Dios no solo entra la
razón, la voluntad, la libertad, la capacidad de expresarse que tiene el
hombre, sino también el ser hombre y mujer creados para la comunión:
“por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y
serán los dos una sola carne” (Gn 2, 24). La “sola carne” es la expresión más
potente de la comunión en el amor del hombre y la mujer.
En la medida que la comunión del hombre y la mujer tiene que ser
imagen de Dios, en él es en el que encuentran el prototipo y modelo que
los tiene que inspirar. Así como en la Trinidad el Padre se dona totalmente
al Hijo y el Hijo se dona totalmente al Padre, y ese Don (Amor) mutuo es el
Espíritu Santo, así el hombre se tiene que donar del todo a su mujer y la
mujer se tiene que donar del todo a su marido y ese don recíproco de uno
al otro es el amor que los hace uno, en la medida que es posible aquí en la
tierra.
Si la persona fuese un yo cerrado no habría un espacio abierto y
acogedor para que una vida entrara en la otra, para que una subjetividad,
purificada y divinizada por la comunión con Cristo, influyera en la otra sin
ser una intrusa, no sería posible la comunión (vivir uno en el otro), sino la
simple convivencia (vivir uno al lado del otro). Hoy esto es una realidad
extendida, incluso se está cambiando el lenguaje y ya no se habla de
matrimonio sino de pareja que, además de poder ser de cualquier sexo,
solo se crea con ella un vínculo condicionado, no de donación, no de amor
y comunión.
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La relación con Cristo es la relación fundamental de toda persona.


Las personas consagradas a Dios han encontrado en él su “tesoro” y ponen
a su disposición toda su persona desprendiéndose de todo lo que hubiera
podido llegar a ser “posesión” suya. Para amar con un amor total,
exclusivo, perenne a Cristo, dejan mujer, hijos, padre y madre, tierra,
riquezas… y sobre todo tienen que dejarse formar hasta el punto de que no
se vea en él sino a otro Cristo de la manera más nítida posible.
La otra relación fundamental, que se edifica sobre la anterior, es la
relación hombre-mujer, tal como Dios la ha proyectado. De ella depende la
Iglesia y la sociedad.
El matrimonio y la familia es la más hermosa relación humana. Lo
más decisivo, después de la relación con Dios, es la relación del hombre con
la mujer, en el matrimonio, pero también más allá de él.
Hasta qué punto es hermoso y decisivo lo experimentáis todos. En
todos hay una fuerte aspiración a este amor, a esta comunión, a que sea
realmente hermosa. Por eso pone en movimiento todas las energías de la
persona. Pero no tenemos que olvidar que lo más hermoso también se
puede corromper. Eso ocurre cuando se hace de la persona un objeto de
uso.
En este caso, con el pobre cuerpo (que en realidad es la persona),
se hace de todo, se le convierte en objeto de deseo, de placer, de vanidad,
un muñeco para ponerle vestidos… Muchos arreglos y muchos vestidos de
las chicas lo que muestran es vanidad, comodidad, anzuelo para peces que
buscan satisfacer sus pasiones.
Hoy, que se habla tanto de la mujer y sus derechos, es cuando está
más maltratada, ha perdido su dignidad. Sed chicas conscientes de vuestra
dignidad, no os hagáis ni os dejéis hacer objetos, tened personalidad y
convenceréis.
El amor hombre-mujer es hermoso y vosotros experimentáis la
llamada de ese amor hermoso dentro de vosotros. Para realizarlo necesitáis
que brote con abundancia y pureza de la fuente divina que cada uno tenéis
dentro, que este amor os ensanche para recibir a la otra persona entera.
Es un amor hermoso. ¿No es hermoso saberse amado por
aquel/aquella a quien tanto amo? ¿No es hermoso que ese amor engendre
una confianza tan grande que quiera compartir con el otro toda la vida?
¿No es hermoso ponerse en sus manos sin reservas, teniendo la certeza de
que me puedo fiar, que puedo proyectar todo lo que me queda de
existencia confiando en su amor? ¿No es hermosa la donación mutua y sin
reservas? ¿No es hermosa la fecundidad? ¿No es hermoso que esto no se
acabe nunca y que siempre madure y crezca?
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Pero requiere una preparación. La grandeza de todo esto tanto a


nivel espiritual, como moral, afectivo… depende de la limpieza de corazón,
de la medida en la que los sentimientos de Cristo se hayan hecho propios.
No hay límites, siempre es posible un amor más grande, y solo ese amor
más grande permite experimentar lo que en él se esconde.
Así como la comunión puede llegar a unas alturas insospechadas,
el egoísmo puede crear abismos de incomunicación. Esos abismos
desgraciadamente se dan, son reales y dolorosos. A veces personas que
parecían quererse de una manera tan total al cabo de un tiempo
comienzan a alejarse y se van abriendo entre ellos brechas y llega un
momento en el que son insuperables.
Decía que la relación hombre-mujer en el matrimonio es
fundamento de la Iglesia y de la sociedad. Pues cada vez hay menos jóvenes
preparados para vivir este proyecto que procede del corazón de Dios y que
es capaz de colmar las expectativas del hombre y de la mujer. Cada vez hay
menos jóvenes preparados. Incluso se les prepara para que ese proyecto no
funcione, para demostrar que es un proyecto fallido. Se forman jóvenes
egocéntricos que solo piensan en ellos mismos, en el éxito, en el placer, en
no comprometerse con nada, jóvenes sin moral, donde la línea entre lo
bueno y lo malo ya no existe; jóvenes inmaduros, que no conocen lo que es
el amor y que por lo tanto son vulnerables y débiles, solitarios, incapaces
de una comunicación y una comunión auténtica.
Pero aun en los casos más extremos, habiendo bajado muchos
escalones en la pendiente del egoísmo, siempre existe la posibilidad,
mediante un acto de humildad, de poner un nuevo principio y comenzar a
salir de las redes del egoísmo y abrirse a la gracia de Dios y al servicio a los
demás.
Todos los proyectos que suponen la colaboración, la solidaridad, el
servicio, y estos son todos los proyectos humanos, requieren personas
capaces de comunicación, de comunión, por lo tanto, personas que están
trabajando por superar su egoísmo y vivir el amor.

EL AMOR TIENE UNA DIMENSIÓN SOCIAL.

1. PLENITUD INTERIOR DE CARIDAD QUE TIENDE A HACERSE DON EXTERIOR.


Decir que el amor tiene una dimensión social parece que casi no es
decir nada porque el amor esencialmente tiene esa dimensión ya que se
refiere a la relación con los demás. El amor no es solo un sentimiento
interior, no es solo una intención, o unos buenos deseos… se traduce en
una donación práctica, se expresa en obras. Pablo VI hablaba de una
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“plenitud interior de caridad que tiende a hacerse don exterior”. Esta


“plenitud interior” no es otra que el amor de Cristo viviendo en nosotros
por nuestra unión con él. Sentimientos buenos, compasivos, incluso actos
sacrificados por los demás, los puede hacer mucha gente, pero en el caso
del cristiano la raíz última no es un sentimiento y unos actos humanos, sino
el amor de Cristo que está vivo y activo en él… “nos apremia el amor de
Cristo” (2 Co 5, 14). Pues bien, esa “plenitud interior”, que no es otra cosa
que la identificación con Cristo, tiende a hacerse “don exterior”, un don
exterior que no consiste solamente en unos actos buenos aislados, sino en
la donación de la propia vida por el bien de los demás, a semejanza de
Cristo y con el deseo de dar testimonio de él para que los demás lo
conozcan y lo amen.
Esto es lo que distingue la entrega del cristiano. Hay personas
buenas que se entregan por los demás. Hay personas que incluso dan la
vida y se sacrifican por otros. En estos actos, de alguna manera está
presente la gracia de Dios, pero, aunque sean actos nobles y elevados, no
acaban de ser el amor y la entrega cristiana. La entrega cristiana tiene su
raíz en Cristo y da testimonio de él. Cuando un cristiano se entrega lo hace
con el amor de Cristo, y para dar testimonio de Cristo, lo hace como
seguidor suyo. Consciente que lo que hace tiene la fuente en Cristo, de él
nace y a él vuelve. No es testigo de sí mismo y de la nobleza humana sino
de Cristo.
Si falta la plenitud interior de caridad, la acción puede ser muy
humana pero no cristiana, y si falta el don exterior, los actos concretos de
entrega, entonces es que no hay plenitud interior, ya que lo interior
siempre se expresa en lo exterior. Lo que una persona ama lo vemos por lo
que expresa y lo que hace con los demás y para los demás.
Cuando una persona se ama a sí misma no vive en la lógica del
don, sino en la de ver qué puede sacar de los demás. Cuando una persona
empieza a amar rompe los límites de sus intereses para estar atento a lo
que puede hacer por los demás y, avanzando por ese camino, resulta que
su interés más importante ya no es él mismo sino servir y buscar el bien de
los otros. Está rodeado de personas con las que vive, con las que trabaja, a
las que quiere, para ellas vive y no quiere que sus inclinaciones egoístas lo
impidan y por eso pasa por encima de ellas y procura en todo vivir para
Dios y para los otros… se va haciendo una persona que existe y vive para los
demás.
Cualquier persona que trata de vivir su vida como un don y un
servicio ya está haciendo una aportación al bien de la sociedad y de la
Iglesia, un bien altamente positivo.
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Esta aportación la hace todo aquel que vive la vida cristiana


porque tendrán que brillar en él todas las virtudes y por lo tanto donde se
encuentre contribuirá a crear un clima de honradez, de respeto por la
dignidad de las personas, etc. Querrá y procurará el bien de las personas.
2. SERVIR AL “BIEN COMÚN”.
Como la persona vive en sociedad su bien depende en gran
medida de las condiciones sociales. Una expresión de este bien está
recogida, por ejemplo, en los derechos humanos. La Iglesia los reconoce
como uno de los mayores logros de cara a respetar y promover la dignidad
de las personas y el desarrollo de las sociedades. Prácticamente todos los
países del mundo los aceptan y los asumen, sin embargo, muy pocos se
comprometen con ellos hasta el final con coherencia. En ocasiones se
hacen verdaderas filigranas legislativas para convertir lo que constituye una
violación evidente de los derechos en derechos universales. Detrás de estas
manipulaciones hay fuertes intereses económicos o ideológicos, o ambos a
la vez.
Un cristiano, aunque no sepa de memoria los derechos humanos,
los vive porque tiene amor a la persona, a su dignidad y concibe su vida
como un servicio a la misma.
Pero no se trata solo de que él los respete y los viva
personalmente, sino que también se tiene que sentir responsable del “bien
común”. El bien común lo define la Constitución Gaudium et spes del
Concilio Vaticano II como “el conjunto de aquellas condiciones de la vida
social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir
más plena y fácilmente su propia perfección” (CIC, 1906).
El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) explica que este bien
común afecta a la vida de todos y comporta tres elementos esenciales: a) el
respeto de la persona, de sus derechos fundamentales e inalienables para
que cada uno pueda realizar su vocación propia, como son las libertades
naturales a actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a la
protección de la vida privada, a la justa libertad, también en materia
religiosa (1907); b) el bienestar social y el desarrollo. Las autoridades deben
facilitar a cada uno lo que necesita para llevar una vida verdaderamente
humana: alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información
adecuada, derecho de fundar una familia, etc. (1908) y, c) la paz, la
estabilidad y la seguridad de un orden justo (1909).
El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (CDSI) dice. “El
bien común es un deber de todos los miembros de la sociedad, ninguno
está exento de colaborar, según las propias capacidades, en su consecución
y desarrollo. El bien común exige ser servido plenamente, no según visiones
reductivas subordinadas a las ventajas que cada uno pueda obtener, sino
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en base a una lógica que asume en toda su amplitud la correlativa


corresponsabilidad. El bien común corresponde a las inclinaciones más
elevadas del hombre, pero es un bien arduo de alcanzar, porque exige la
capacidad y la búsqueda constante del bien de los demás como su fuese el
bien propio (167).
Y un poco después: “El bien común de la sociedad no es un fin
autárquico; tiene valor solo en relación al logro de los fines últimos de la
persona y al bien común de toda la creación. Dios es el fin último de sus
criaturas y por ningún motivo puede privarse al bien común de su
dimensión trascendente, que excede y, al mismo tiempo, da cumplimiento
a la dimensión histórica” (170).
3. ¿CÓMO COLABORAR AL BIEN COMÚN SEGÚN LAS PROPIAS CAPACIDADES?
Después de todo esto puede surgir una pregunta ¿cómo podemos
nosotros colaborar al bien común? La primera y principal aportación es
nuestra integridad humana y cristiana personal. Sin este fundamento
estamos muy limitados, ya que difícilmente puede promover algo positivo
quien no está comprometido a vivirlo él mismo.
Asegurada esta base, como el bien común nunca es algo
totalmente logrado y además las condiciones sociales cambian
continuamente, se trata de respetar y hacer respetar, en la medida de lo
posible, todo lo que lo favorece.
En ocasiones esto se podrá promover positivamente. Por ejemplo,
pensemos en un empresario que se empeña, a veces con grandes sacrificios
personales y familiares, en crear puestos de trabajo, con salarios buenos,
que facilita la corresponsabilidad de todos en la empresa, que reparte
beneficios entre todos los trabajadores que han contribuido a lograrlos e
incluso les hace partícipes de la propiedad de la empresa, que facilita la
formación, etc. Este empresario contribuye a crear condiciones de vida que
facilitan que los trabajadores puedan alcanzar más fácilmente su
perfección.
Pensemos en un maestro que trata de educar a sus alumnos en el
respeto de la persona, en el aprecio y el amor a la verdad, en la sinceridad,
en el servicio, en la honradez.
Pero imaginemos que las condiciones de la vida social no se
corresponden con el bien común, sino que atentan contra él, o son
deficientes y mejorables. Entonces ¿qué hacer?
Una primera respuesta puede ser la resistencia, dispuestos a
asumir las consecuencias. Por ejemplo, el aborto contradice radicalmente
el bien común. Un médico puede oponerse a realizarlos y disponerse a
soportar la presión que se ejercerá sobre él, a ser marginado o incluso
perder el trabajo, pero así hace una verdadera aportación al bien común.
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Por ejemplo, un maestro al que dan unas pautas para la enseñanza de la


sexualidad o de la historia que son falsas o manipuladas para lograr unos
determinados objetivos ideológicos o económicos… puede y debe explicar
a sus alumnos cómo son realmente las cosas. Claro eso supone que él se
forme muy bien, que acuda a fuentes fidedignas, para no hacerse
instrumento de nadie, sino de la verdad. Y al mismo tiempo que esté
preparado porque le pueden pedir cuentas y tomar represalias, llevarlo a
un juicio o incluso meterlo en la cárcel. Una manera de aportar al bien
común es la resistencia.
Pero como estamos hablando del bien común de la sociedad, no
basta con que esto se quede en acciones individuales, sino que tiene la
aspiración a cambiar las condiciones sociales (legislación, instituciones,
política, economía, educación, etc.) para que respondan mejor al bien
común. Y para ese objetivo resulta imprescindible asociarse, o aspirar a
ocupar puestos donde se toman las decisiones para tratar de influir
positivamente o de neutralizar las fuerzas contrarias al bien común, que
existen y son poderosas, y están bien organizadas y tienen planes bien
pensados de conquista social. Nadie “está exento de colaborar, según sus
propias capacidades, en la consecución y desarrollo del bien común”. El
bien común no es cosa de los políticos, no es cosa de los demás. Todos
somos responsables y cada uno tiene que ver cuál es, hoy por hoy, su
responsabilidad concreta. Lo que no puede hacer nadie es ignorar esta
dimensión de la caridad.
Las condiciones sociales afectan a muchas personas. Pensemos la
influencia de los planes de estudio, las materias que se imparten y las que
no, los contenidos de esas materias. A través de ellas ¿qué cultura, que
mentalidad, se transmite?

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