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Buttes, Stephen y Dianna Niebylski. Pobreza y precariedad en el imaginario latinoamericano del siglo XXI.

Editorial Cuarto Propio: Santiago, abril de 2017.


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TRABAJO, ETNICIDADES Y FIGURACIONES


DE LA POBREZA EN LA LITERATURA
SALVADOREÑA

Ignacio Sarmiento
Tulane University

La tradición de los oprimidos nos enseña que el “Estado de


excepción en que vivimos” no es la excepción sino la regla.

(Walter Benjamin, XVIII Tesis sobre la filosofía de la historia)

El Salvador es, según las últimas cifras de la Comisión Eco-


nómica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el quinto país
más pobre de América Latina. La pobreza, según números ofi-
ciales, afecta actualmente a casi la mitad de la población. Esta
situación, lamentablemente, no es nueva, pues desde la creación
de las modernas repúblicas en el siglo XIX el “pulgarcito” ha sido
víctima de las profundas desigualdades que se han instalado de
forma permanente en el territorio nacional. La literatura, por su
parte, no ha dejado de incorporar este elemento en sus diversas
producciones, pese a que gran parte de la crítica no dé cuenta de
ello. Comenzar a analizar la relación entre literatura y pobreza en
el marco de la producción salvadoreña de las últimas décadas será
la meta del presente texto.
Uno de los objetivos centrales de este artículo es establecer
una comparación productiva entre dos momentos históricos cla-
ramente delimitados. En primer lugar, me detendré en el panora-
ma social y económico de lo que comúnmente se conoce como la
época del “autoritarismo militar” (1931-1980). En este contexto,
analizaré Cuentos de barro (1933) de Salarrué y Un día en la vida
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(1980) de Manlio Argueta. Luego, daré un salto temporal a los


primeros años del siglo XXI, momento en el cual el país ya ha
experimentado profundas transformaciones a nivel demográfico,
social y económico. Allí, me centraré en la novela El sueño de Ma-
riana (2008) de Jorge Galán y en el cuento “Trampa para cucara-
chas #17” (2002) de Claudia Hernández. A mi juicio, los cuatro
textos aquí seleccionados ilustran muy diversas posturas políticas
y distintas opciones estéticas a la hora de pensar la relación entre
literatura y pobreza en el marco de la producción salvadoreña.
Esta disección permite, en términos metodológicos, dividir
claramente dos espacios temporales con el objetivo de facilitar la
discusión y la reflexión en torno a la pobreza. Veremos que desde
finales del siglo XIX hasta la década de 1980 la situación demo-
gráfica y económica del país no experimentó mayores transfor-
maciones. La población era predominantemente rural y la eco-
nomía estaba basada en un modelo agroexportador. A partir de
los años ochenta, El Salvador comenzó a alejarse de la matriz
agroexportadora, iniciándose una fuerte migración hacia las ciu-
dades. En la década de los noventa, se implementaron una serie
de políticas neoliberales que terminaron por transformar el país
en muchos aspectos. Todos estos cambios comenzaron a ocurrir
con el inicio de la guerra civil y alcanzaron uno de sus puntos
más altos con la dolarización de la economía el 1 de enero del
año 2001.
Concretamente, quisiera reflexionar en torno a tres líneas
que considero fundamentales para pensar esta temática. En pri-
mer lugar, los espacios geográficos, puesto que, conforme avan-
zan las décadas, aumenta masivamente la migración del cam-
po a las ciudades. Esto trae consigo un desplazamiento de una
pobreza rural a una pobreza urbana. Segundo, la construcción
étnica de la pobreza. A medida que pasan los años, el indígena
desaparecerá de la producción literaria como el sujeto pobre
y marginal por excelencia para fundirse con un pobre ladini-
zado y sin etnia. Esto, como veremos, trae consigo profundas
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implicancias políticas que serán discutidas en cada caso. En ter-


cer lugar, analizaré la transformación histórica de la pobreza y
su relación con el trabajo. Primeramente, esta estará marcada
por lo que, siguiendo a Zygmunt Bauman, podemos denomi-
nar una “ética del trabajo”, donde los personajes se ven social
y moralmente obligados a trabajar como forma de escapar de
la pobreza. Ya en el siglo XXI, el modelo se asemejará a lo que
Bauman denomina “sociedades residuales”, en que los parias de
la sociedad no participan del consumo y son marginados en el
interior de las propias urbes. Esta línea permitirá problematizar
un concepto que está presente en la literatura y en ciertos refe-
rentes culturales: la idea del “pobre feliz”.
Hacia finales de los años noventa e inicios del 2000, la lite-
ratura latinoamericana experimentó profundas transformacio-
nes. Atrás quedaron las tendencias del boom, la literatura com-
prometida y el testimonio, y comenzó a primar una descon-
fianza en la producción literaria como herramienta de acción
política. En el caso de la literatura centroamericana, trabajos
como el de Alexandra Ortiz (El arte de ficcionar) y el de Sergio
Villalobos (“Literatura y destrucción”) han profundizado en
esta temática. Villalobos plantea que la literatura se encuentra
ya desligada del pacto social republicano y de su papel redentor,
señalando a su vez que “una suerte de desconfianza generalizada
de la lengua para narrar la historia sería el síntoma definitivo
de una literatura marcada y orientada por la destrucción ge-
neralizada de la imaginación político burguesa y su horizonte
republicano”(132). Todo esto genera un impulso hacia un nue-
vo horizonte escritural. A mi parecer, y como veremos hacia
el final del artículo, el mayor ejemplo de esto lo representa la
escritura minimalista de Claudia Hernández. Considero que
existe en su escritura un proyecto que explora los bordes de lo
literario y que, además, permite articular mediante la propia
escritura la relación entre literatura y pobreza.
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Un elemento interesante a partir del cual pensar la relación


entre literatura y pobreza podría venir dado, siguiendo a Didi-
Huberman, por la visibilidad. Utilizando su propia expresión,
creo que cada uno de los textos que aquí analizaremos “levantan
la tapa de la represión” (82) y permiten la aparición de una nue-
va sensibilidad. Esta última entendida en la clave de Rancière,
vale decir, un “reparto de lo sensible” entendido como la forma
en que “se determina en lo sensible la relación entre un común
repartido y la repartición de partes exclusivas” (“Diez tesis sobre
la política” 70). Jean-Luc Nancy nota, similarmente, que el arte
tiene la capacidad de producir “disenso” al cambiar “los modos
de representación sensible y las formas de enunciación al cambiar
los marcos, las escalas o los ritmos, al construir relaciones nue-
vas entre la apariencia y la realidad, lo singular y lo común, lo
visible y su significación” (“Las paradojas del arte político” 67).
Es precisamente en esta clave que, siguiendo a Jean-Luc Nancy,
podemos pensar en una posible “representación de la pobreza”,
toda vez que entendemos que la representación “es una presencia
presentada, expuesta o exhibida ... [pero] la representación no
presenta algo sin exponer su valor o su sentido, cuando menos,
el valor o el sentido mínimo de estar ahí frente a un sujeto” (37).
En este sentido, “presenta en realidad lo que está ausente de la
presencia pura y simple, su ser como tal, o incluso su sentido o
su verdad” (38). Esto es importante, puesto que si bien podemos
coincidir con Daniel Noemi al señalar que la pobreza posee una
lógica rizomática toda vez que no somos capaces de establecer sus
límites (25), sí somos capaces de percibir que las producciones
literarias que aquí analizamos poseen una determinada visión del
fenómeno e intentan, mediante la escritura, traducirla en una
visibilidad sensible como forma de acción política.
Para adentrarnos en los textos, sería importante una breve
contextualización del primer periodo por analizar. A finales del
siglo XIX, se impuso en El Salvador el proyecto liberal que ter-
minó por constituir una ética del trabajo acorde a los principios
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capitalistas y progresistas. En palabras de Bauman, esta ética del


trabajo “era uno de los ejes de ese amplísimo programa moral y
educativo, y las tareas asignadas, tanto a los hombres de pensa-
miento como a los de acción, formaban el núcleo de lo que más
tarde se llamó ... el ‘proceso civilizador’” (Trabajo 25). En el caso
salvadoreño, un muy buen ejemplo de lo anterior lo constituyó
la promulgación de la Ley de Policía de 1879, que prohibía la
vagancia y la ociosidad (aún vigente), y la ley de disolución de
los ejidos de 1882, donde se estipulaba que las costumbres in-
dígenas de propiedad comunal de la tierra eran contrarias a “los
principios económicos, políticos y sociales que la República ha
aceptado” (Diario oficial 1). A partir de ese momento, El Salva-
dor adoptó el modelo agroexportador como su principal activi-
dad económica. El café fue casi el único producto que se explotó
en grandes cantidades, trayendo consigo un altísimo enriqueci-
miento para la elite latifundista que había adquirido las antiguas
tierras ejidales. Hacia esos años, la mayoría de la población ha-
bitaba las zonas rurales y se veía forzada a trabajar en precarias
condiciones bajo las órdenes de los terratenientes. Esta situación
se agravó con la crisis económica de 1929, que trajo consigo una
disminución en el precio del café y, por ende, un efecto desas-
troso para los trabajadores. Uno de los resultados más visibles de
este escenario fue el conocido alzamiento de campesinos e indí-
genas en la zona de Izalco en 1932 que terminó con la muerte de
alrededor de 30 000 personas.
A los pocos meses de la matanza de 1932 apareció Cuentos
de barro (1933) de Salarrué, que intentaba representar de una
manera realista la vida de los campesinos e indígenas margi-
nados del país. Lo primero que cabría señalar es que casi la
totalidad de los personajes de Salarrué viven en una innegable
situación de pobreza. A su vez, esta pobreza se encuentra cir-
cunscrita exclusivamente al espacio rural. En este espacio con-
viven, no sin conflictos, los indígenas y los campesinos ladini-
zados. Sin embargo, los personajes de Salarrué no son aquellos
300

indígenas y campesinos alzados en armas en contra de la explo-


tación que sufren por parte de los latifundistas; son, más bien,
individuos que viven y asumen su condición de marginalidad
sin mayores críticas. Se exponen a los riesgos de su trabajo y
los sufren, como los pescadores comidos por un tiburón en “La
pesca”; son ignorantes y víctimas de todos aquellos que desean
aprovecharse de ellos, y en particular de las mujeres, como en el
caso de “La honra” y “La petaca”; o simplemente deben sufrir
en silencio su pobreza y el menosprecio de individuos más aco-
modados, como el sacerdote que niega los regalos a los niños
por no asistir a misa en “Noche buena”. Así, podemos ver que
en la construcción de los personajes priman de forma evidente
características como la ignorancia, la vagancia y la resignación.
En términos estéticos, podríamos seguir al crítico salvado-
reño Ricardo Roque y plantear que Salarrué se aleja del costum-
brismo tradicional marcado por la mirada citadina sobre el indí-
gena y el mundo rural, produciendo una síntesis entre la norma
literaria culta y el habla popular y dignificando de este modo a
los seres marginados (“Cuentos de barro” 99). Lo anterior, no
obstante, debe ser matizado. Si bien es cierto que, como planteó
el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, la publicación de Cuen-
tos de barro se constituyó, queriéndolo o no, en una respuesta
frente al clima hostil creado por los ladinos tras la masacre, en el
que muchas voces clamaban incluso por el exterminio total de
los indígenas (xviii), creo que su representación de la pobreza y
de los indígenas responde a los valores tradicionales del liberalis-
mo capitalista, como veremos a continuación.
Un muy buen ejemplo para pensar la pobreza en la obra de
Salarrué es su cuento “La botija”. Este narra la historia de José,
un indígena extremadamente haragán que nunca trabajó. Vivía
mantenido y alimentado por su nana Petrona Pulunto hasta que
esta murió. En ese momento, comenzó a buscar botijas abando-
nadas con la esperanza de poder vivir de lo que hallase sin tener
que trabajar. Esto produce la gracia del cuento, puesto que para
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encontrar las botijas debe arar la tierra. Así, se convierte en “el


indio más holgazán y a la vez el más laborioso de todos los del
lugar” (11). Se dedica a arar la tierra todo el día sin mayores
resultados, pero logrando acumular mucho dinero. Finalmente,
encuentra una botija y decide dejarla en su lugar para que la gen-
te siga creyendo en ellas.
Este cuento plantea que la única posibilidad que existe para
un indígena en el campo es el trabajo físico por medio del arado
de la tierra del patrón. Es su excesivo trabajo asalariado lo que le
permite lograr una pequeña fortuna. Este punto no deja de ser
llamativo, puesto que nos presenta que la pobreza y la riqueza se
encuentran separadas por la cantidad de horas de trabajo que un
individuo realice. Es decir, que la pobreza viene dada por la falta
de disposición y voluntad hacia el trabajo. Si bien la mayoría de
los personajes de los cuentos de Salarrué son pobres a pesar de
trabajar, este cuento apunta precisamente a la idea de que el fin
de la pobreza estaría potencialmente en las manos de los cam-
pesinos e indígenas. Como señalamos en un comienzo, se evi-
dencia muy bien en este relato de qué modo la ética del trabajo
logró instalarse en el imaginario colectivo y social pero también
en el campo de la producción literaria. Siguiendo este punto, hay
que señalar que José, el indio flojo de “La botija”, representa el
concepto del “pobre feliz”. Tanto él como muchos de los otros
personajes presentes en los cuentos viven y gozan en su pobreza
sin que exista un ápice de crítica o resentimiento hacia su propia
situación.
Finalmente, habría que señalar que Salarrué, a diferencia de
otros autores más recientes, realiza una tajante distinción entre
indígenas y campesinos. El narrador de cada uno de los cuen-
tos que componen Cuentos de barro informará al lector cuando
esté ante la presencia de un indígena, anteponiendo la palabra
“indio” al nombre del personaje. Esta clara distinción se expli-
ca, a mi parecer, por una variable histórica y cultural. Como
bien ha señalado el antropólogo Douglas Carranza-Mena en
302

“Los indígenas y las identidades”, a partir de la masacre de 1932,


diversos estudios, principalmente provenientes de las ciencias
sociales, “han solidificado la categoría analítica del campesino
como la identidad hegemónica de las comunidades rurales en
El Salvador” (s.p.). Considero que este efecto no está presente
en la obra de Salarrué precisamente porque la gestación de sus
cuentos antecede a la masacre y a la consolidación de la ima-
gen nacional como un territorio libre de indígenas, donde estos
solo tienen un rol anclado en el pasado cuyo único horizonte,
como lo señala Carranza-Mena, es la asimilación.
Resulta muy productivo poner estos cuentos de Salarrué en
relación con Un día en la vida (1980) de Manlio Argueta. Escrita
a finales de los años setenta, periodo marcado por la militariza-
ción del campo y sucesivos golpes de Estado, cuenta la vida de
dos mujeres campesinas habitantes de Chalatenango (Guadalupe
y su nieta Adolfina). Ellas nos presentan su vida a través de la na-
rración de un día completo, desde el amanecer hasta el atardecer,
donde se nos cuentan las atrocidades que viven diariamente los
sectores más marginados de la población.
La pobreza que nos presenta Argueta se asemeja a la de Sala-
rrué en ciertos aspectos. En primer lugar, es evidentemente rural
y marginal en términos geográficos. Viven lejos de la ciudad y
es esta condición la que los encasilla y determina como pobres.
Junto con lo anterior, ambas narraciones presentan la pobreza
como el único hábitat conocido por los personajes. Se ha nacido
en dicho espacio al igual que sus padres y la posibilidad de pen-
sarse fuera de dicho marco es altamente restringida. La pobreza
es entendida como una identidad de la que los personajes no
podrán desligarse. Pese a esto, la novela de Argueta se plantea en
oposición directa a algunos tópicos vistos en el texto de Salarrué,
por ejemplo, el trabajo. Los protagonistas de la narración de Ar-
gueta son extremadamente esforzados. Los hombres trabajan de
sol a sol, llevan a los niños y a las mujeres a trabajar con ellos y,
pese a todo, continúan siendo pobres. Así es Chepe, el marido de
303

Guadalupe, quien trabaja todos los días sin descanso y ni siquiera


es capaz de comprar medicina para sus hijos y asegurar la comida
de su familia. Por otro lado, a diferencia de la actitud pasiva y
conformista que evidencian los personajes de Salarrué, los pro-
tagonistas de la novela de Argueta explicitan la adquisición de
conciencia de su explotación y la lucha por lograr una sociedad
más justa. Este es uno de los puntos más relevantes a la hora de
establecer un contraste, puesto que Argueta muestra de manera
magistral las inconsistencias de la llamada “ética del trabajo” que
durante décadas se intentó implantar en el país. Por último, otro
de los aspectos importantes que aparecen en Un día en la vida y
que no están presentes en los relatos de Salarrué es la promesa
de redención. En el texto de Argueta subyace a la historia una
aspiración teleológica que habrá de llevar, algún día, a la trans-
formación social. Así, al concluir la lectura nos sentimos conta-
giados con un aire de optimismo ante la adversidad, algo que se
opone fuertemente al carácter estático y cuasi trascendental de la
narración de Salarrué.
Con respecto a la composición étnica de la pobreza, es im-
portante hacer notar que, a diferencia de los cuentos de Salarrué
donde existen “ladinos pobres” e “indígenas”, en la obra de Ar-
gueta la línea divisora es más tenue y ambos entran en la misma
categoría de “pobres”. Lo anterior podría explicarse por dos ra-
zones. En primer lugar, como un efecto del proyecto estatal de
invisibilizar a los indígenas del territorio nacional. Pero por otro
lado, podría responder más bien a una política de construcción
identitaria en el marco de la naciente revolución, puesto que para
los revolucionarios, en el seno de la sociedad salvadoreña no exis-
tía una división étnica, sino más bien de clases. En esta línea, los
indígenas habrían sido incorporados violentamente a la categoría
de campesino/proletario con un objetivo revolucionario, produ-
ciendo así una marginación (aún mayor) de su identidad como
indígenas. Esto implicaba que cualquier tipo de reivindicación
étnica quedara completamente relegada a un segundo lugar.
304

Por otra parte, en Un día en la vida se cuestiona la idea del


“pobre feliz”. Esta noción, que se encuentra fuertemente arrai-
gada en los sectores más tradicionales de El Salvador, y que ya
hemos visto en los cuentos de Salarrué, es confrontada por boca
de Guadalupe: “Así es nuestra vida y no conocemos otra. Por eso
dicen que somos felices. Yo no sé. En todo caso esa palabra de
‘feliz’ no me cuadra nada. Ni siquiera sé lo que significa verda-
deramente” (11)1. Argueta propone que no hay felicidad en la
pobreza. En ella se sufre la muerte de los hijos, el hambre, la falta
de salud y de medicinas, sin contar la violencia por parte de los
militares y la explotación por parte de los patrones.
Tanto Salarrué como Argueta generan una visibilidad de
la pobreza circunscrita a los espacios rurales. No obstante, la
composición étnica de sus habitantes cambia de un texto a otro.
Mientras en Salarrué existe una presencia claramente marcada de
los indígenas, en la obra de Argueta todos los personajes tienden
a agruparse bajo la categoría de campesino. Esto, si bien respon-
de a la directriz que ha impulsado el Estado, también posee una
fuerte impronta en el marco de la construcción identitaria de la
revolución. Por otro lado, Argueta demuestra las innegables con-
tradicciones de la ética del trabajo, destruyendo de paso aquella
idea del “pobre feliz” que parecía haberse impuesto en ciertos
campos de la representación literaria y del pensamiento tradicio-
nal. A continuación, veremos qué transformaciones experimenta
la representación de la pobreza en la literatura más reciente, una

1 Un buen ejemplo de la fuerte presencia de esta idea en el pensamiento de los sec-


tores más conservadores lo evidencia el libro Perfiles de la guerra en El Salvador
(2008) del General Juan Orlando Zepeda, para quien “el campesino salvadoreño
vivía relativamente feliz y tranquilo, cultivando la tierra, criando sus gallinas, po-
llos ... viviendo en condiciones muy limitadas, pero al menos tenía asegurado el
alimento, trabajo y techo para sus hijos” (29). Esta visión, que ya puede leerse en
Salarrué, es precisamente contra la cual se posiciona la novela de Argueta.
305

vez que el conflicto bélico ha acabado y el país ha mutado pro-


fundamente.
Los doce años de guerra civil (1980-1992) cambiaron al país
en muchos aspectos. Según el economista salvadoreño Alexander
Segovia, a partir de los ochenta, y en el marco de las políticas
contrainsurgentes, el gobierno de los Estados Unidos y algunos
partidos políticos salvadoreños intentaron “modificar la matriz
agroexportadora y debilitar económicamente y políticamente a
los sectores vinculados a ella” (8). A sabiendas de que el origen de
la insurrección había tenido lugar en el campo, se comenzaron a
buscar los mecanismos para debilitar las organizaciones campe-
sinas, cuyos miembros fueron ejecutados paulatinamente. Esto,
sumado a la fuerte violencia que se sufría en los sectores rurales,
aceleró en gran medida la migración del campo a la ciudad. Lo
anterior, como ha señalado la crítica Beatriz Cortez, no dejó de
tener su impacto en la producción literaria:

Tanto la violencia que las guerras han llevado al espacio rural


como los cambios económicos que propician la transformación de
una economía agraria en una economía de servicio, culminan en
masivos desplazamientos de población del espacio rural hacia el
urbano ... [estos] han transportado mayoritariamente la narrativa
de la ficción al ámbito urbano. (36)

Por otro lado, al finalizar el conflicto, se adoptó la consigna


de que este había terminado “sin vencedores ni vencidos”. Sin
embargo, como señala Ricardo Roque, crítico salvadoreño autor
de Niños de un planeta extraño (2012), “sí hubo claros ganadores
y perdedores. El principal ganador fue (no el ejército, por su-
puesto) sino el capital” (“Duelo y memoria”172). Lo anterior se
explica, en parte, por el hecho de que uno de los puntos centrales
de la negociación de los Acuerdos de Paz fue la desmovilización
de los combatientes y la legalización del Frente Farabundo Martí
para la liberación nacional (FMLN). Pero poco o nada se discutió
en torno a las políticas económicas. Tal como señaló la editorial
306

del número 521 de la revista Estudios CentroAmericanos (ECA) en


1992, si bien el gobierno fracasó en derrotar a sus enemigos por
medio de la violencia, “consiguió mantener el orden económico
capitalista y su programa de ajuste estructural” (206)2. De este
modo, a poco andar, el FMLN formó parte de la validación de
la neoliberalización de la política estatal al pasar a integrar los
órganos de representación oficial sin exigir, en el marco de la
negociación, la discusión en torno a materias económicas y de
equidad social (ni mucho menos étnicas). Como ha señalado con
gran acierto Misha Kokotovic, “aunque sus metas eran la libera-
ción nacional y el socialismo, las guerras revolucionarias de los
setenta y ochenta facilitaron (sin quererlo) la modernización del
capitalismo centroamericano y su reincorporación después de la
guerra en la nueva economía mundial” (188).
A mi parecer, los dos elementos anteriormente mencionados,
la migración campo-ciudad y la aplicación de las políticas neoli-
berales durante los años noventa, trajeron consigo una importan-
te transformación en el concepto de pobreza en El Salvador. La
combinación de ambos fenómenos produjo lo que Bauman ha
denominado “sociedades residuales”, que no serían otra cosa que
una consecuencia directa de los procesos de modernización de
los Estados. Estas sociedades estarían compuestas por humanos
con características de residuos, vale decir, sería aquella población
que no entraba bajo el reconocimiento estatal, y por ende, vivía
en la absoluta marginalidad. Sin embargo, estas nuevas socieda-
des residuales son aquellas que no han podido esconder más sus
residuos, los que poco a poco han comenzado a tornarse visibles,
forzando así la toma de nuevas medidas de control y segregación.

2 La revista Estudios CentroAmericanos (ECA) es una publicación periódica salvado-


reña editada por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Es, proba-
blemente, el órgano de discusión y difusión de pensamiento político y social más
influyente de El Salvador.
307

Estos “nuevos pobres” ya son aquellos que se encuentran defi-


nidos no por un trabajo en condiciones de explotación o por el
desempleo, sino más bien por su marginación en términos del
consumo (Trabajo 140). Es por eso que, siguiendo nuevamente
a Bauman, para el Estado neoliberal “los sitios para la destruc-
ción de residuos tienen que disponerse en el interior del lugar
que les ha convertido en supernumerarios... Se trata de guetos
urbanos; o, mejor dicho, por seguir la idea de Loïc Wacquant,
de ‘hiperguetos’” (Vidas desperdiciadas 106-07). En este contex-
to, los indígenas han sido casi completamente incorporados al
patrón mestizo de la identidad nacional, y tanto indígenas como
ladinos han sido fundidos en un nuevo personaje, el consumi-
dor neoliberal. Aquella presencia clara de indígenas que ocurría
en textos como el de Salarrué se ha diluido en la escritura más
reciente. Estas transformaciones en la pobreza y su relación con
la producción literaria serán el centro de las próximas páginas.
El sueño de Mariana (2008) de Jorge Galán vuelve a un géne-
ro muy poco desarrollado en El Salvador, la ciencia ficción. Esta
novela se inserta en un futuro impreciso donde la tecnología ha
llegado a dominar todos los espacios de la vida cotidiana. Esta
es sin duda una distopía, en la que existen megaciudades que
concentran a casi toda la población mundial. Lo interesante de
este texto es la representación de las divisiones sociales que allí
tienen lugar. Estas megaciudades se encuentran compuestas por
un centro, donde viven las personas adineradas con grandes lujos
y sin necesidades, pero a su vez, rodeadas por “círculos”, que son
sectores periféricos ubicados alrededor del núcleo y en los que
residen todos los seres excluidos de la metrópolis. El mero hecho
de habitar los círculos implica una marginación inmediata vir-
tualmente insuperable. La pobreza ha quedado circunscrita a los
espacios periféricos de la ciudad. En la distopía de Galán, vemos
de forma patente aquel concepto de “sociedades residuales” al
que nos hemos referido anteriormente. La megaciudad, imposi-
bilitada de expulsar a sus parias, los margina en el interior de la
308

urbe generando guetos de los cuales no parece posible escapatoria


alguna.
En esta nueva representación de la pobreza asoma un ele-
mento que no se había hecho presente en los casos anteriores: la
delincuencia. Los habitantes de los círculos, además de ser pobres
y marginados, son considerados alcohólicos, drogadictos, vagos
y delincuentes. Lo anterior es planteado en la novela como una
consecuencia de la eliminación de los trabajos poco calificados:
“… en los círculos no había casi nada que hacer y los trabajos
sencillos y poco remunerados de las ciudades eran realizados por
unidades robóticas” (42-43). En este contexto, la mayoría de los
habitantes de los círculos vive de la caridad y de la beneficen-
cia, puesto que la sociedad los ha marginado espacialmente pero
también ocupacionalmente.
Sin embargo, en el marco de esta pobreza de la que es apa-
rentemente imposible huir, el sistema genera ciertos mecanismos
mediante los cuales los marginados ven un rayo de esperanza,
pues, en algunas ocasiones, la pobreza se presenta como una si-
tuación superable. Es precisamente lo que le ocurre a Mariana,
la protagonista de la novela, quien es contratada por la empresa
más importante del centro de la megaciudad para trabajar como
modelo en la creación de clones. Mariana se traslada a vivir al
centro y comienza a gozar de todos los privilegios. No obstante,
queda en evidencia que aquel ascenso social está ineludiblemen-
te marcado por el sometimiento a la voluntad de un poderoso.
No es Mariana la que, por sus propios medios, logra superar su
estado de pobreza; más bien, es el aparato de poder el que de-
cide utilizar a Mariana como una mercancía para aumentar sus
ganancias. Mariana no está feliz con su nueva vida. Ella desea
poder soñar. Por eso decide conseguir una máquina de sueños
ilegal para poder morir mientras sueña con su amor perdido; así
se cierra el relato.
Considero que esta novela es muy hábil a la hora de tratar la te-
mática de la pobreza, en la medida en que el énfasis de la narración
309

está puesto en las profundas desigualdades sociales. En ella no


solo son importantes los nuevos mecanismos de exclusión, tam-
bién lo es el modo en que esta marginación es vivida por los per-
sonajes. La actitud de estos es muy diferente a aquella que carac-
teriza a los personajes de Salarrué, puesto que son sujetos que sí
sufren su condición de marginalidad. No son pobres felices sino
personas resignadas a su condición de parias. Pero, a diferencia
de lo visto en la novela de Argueta, no existe ninguna aspiración
teleológica que prometa un futuro mejor. No hay promesas de
redención. En este sentido, la aspiración de dejar la pobreza es
netamente individual. No existen personajes como Chepe, de
Un día en la vida, que luchen por mejorar las condiciones de
su comunidad. Cada uno de los personajes deberá recurrir a sus
propios recursos y herramientas para intentar poner fin a la situa-
ción de marginalidad que lo aqueja. Por otro lado, es necesario
señalar que en la obra de Galán no existe un componente étnico
que defina a los personajes. Todos los individuos que aparecen en
la novela parecen no demostrar ningún rasgo que los identifique
como parte de una comunidad distinta a la del resto de los per-
sonajes. Solo existe una distinción, ricos y pobres, los habitantes
del centro o los habitantes de los círculos.
Por su parte, en “Trampa para cucarachas #17” de Claudia
Hernández vemos otra forma de abordar el problema. El pro-
tagonista es un hombre anónimo que ha migrado a la ciudad
en busca de trabajo. Como no tiene dinero, se debe quedar en
la pequeña habitación de un hotel miserable. “Vivo acá –señala
el narrador protagonista– porque es lo único que la promesa de
dinero de un hombre sin trabajo que busca vida en una ciudad
ajena puede pagar” (76). Aquí vemos claramente que el protago-
nista, recién llegado a la ciudad, ha debido ingresar en la lógica
de la deuda neoliberal. Lo único que le permite tener un lugar
donde vivir es la existencia de una deuda de la que no puede
escapar dada su condición de pobreza.
310

El protagonista sale todos los días en busca de trabajo sin


ningún éxito. Para su mala fortuna, no solo se encuentra sin di-
nero ni comida y habitando un cuarto extremadamente peque-
ño: este último está plagado de cucarachas. Dada su condición de
moroso, no puede hacer absolutamente nada al respecto. Al mo-
mento de pensar en encarar al administrador del hotel para que
solucione la situación, el protagonista imagina y anticipa la si-
guiente respuesta: “Tú ni siquiera pagas, ¿entiendes? No tienes el
derecho a reclamar” (77). El personaje, en tanto pobre y deudor,
no cuenta con más posibilidades que someterse a las inclemen-
cias de sus condiciones y soportarlas de la mejor manera mientras
llega la oportunidad de dejar la pobreza que lo consume.
En un determinado momento, el personaje asume que no
conseguirá trabajo. Acepta que no puede seguir lidiando con las
cucarachas que no lo dejan dormir y decide marcharse del hotel.
Le promete a don Gabriel (el encargado) que le enviará el dinero
apenas regrese a su pueblo. Esa misma noche, el protagonista
pone a prueba la trampa número 17 para acabar con las cuca-
rachas: “haciéndome pasar por un muerto, era el mejor cebo.
Dejaba de respirar y ellas me recorrían confiadas hasta entrar en
mi boca abierta, con la que las atrapaba” (82). Esta se constituye
en una solución ideal para sus diversos problemas, puesto que
además de acabar con las cucarachas, pone también fin a sus pro-
blemas de alimentación: “Ya no necesitaba comer el resto del día
ni andar mendigando un trozo de pan o buscando la mejor opor-
tunidad para secuestrar una fruta mal puesta en un estante” (82).
Con esta acción, el narrador se declara vencedor en su batalla
contra las cucarachas y contra la ciudad que lo repele. Se asume
como un ser marginal, que vive sin pagar en un ínfimo cuarto de
hotel y que, además, se alimenta de cucarachas. “Vivo feliz” (83),
es la sentencia que cierra el relato.
Este cuento vuelve sobre una temática que, como hemos
visto, ha sido discutida en los textos anteriores: la idea del pobre
feliz. Quisiera por lo mismo detenerme en la sentencia final del
311

cuento. Una primera lectura sería considerar estas palabras como


una afirmación satírica y burlesca, como ha sido la opinión de
Hilda Gairaud (“Sistemas de exclusión”). Parecería imposible
que el personaje en cuestión se considere feliz por el hecho de vi-
vir de la caridad y alimentarse a base de cucarachas. Sin embargo,
bien podríamos decir que Hernández propone una salida alter-
nativa. En primer lugar, el protagonista es capaz de dejar de lado
las implicancias morales/teológicas de la deuda de la que nos ha
hablado David Graeber (En deuda). Con el problema de vivienda
solucionado, el personaje recurre a una conducta abyecta desde la
perspectiva moderna/occidental, pero que fue muy recurrente en
la América prehispánica, la entomofagia. A través de este elemen-
to, Hernández logra generar un rescate del valor prehispánico y
por ende precapitalista, que nadie en la literatura salvadoreña
reciente había realizado. Si bien Hernández en ningún momento
vuelve sobre la dicotomía indígena/campesino de forma explí-
cita, su personaje sí da cuenta de esa impositiva homogeneiza-
ción identitaria. La conjunción de ambos elementos permite una
lectura diferente de la línea final del cuento. Podríamos decir
que efectivamente el personaje es feliz en el momento en que re-
nuncia a la aspiración neoliberal/capitalista del enriquecimiento
individual, olvida los valores morales del capital y decide auto-
marginarse de su contexto por medio del rescate de una herencia
prehispánica invisibilizada durante los últimos ochenta años. En
ese preciso momento, podríamos aventurar, el personaje deja de
ser pobre, puesto que dicha categoría carece de sentido fuera del
marco regulador del capital y del mercado.
Por otro lado, y para señalarlo brevemente, vemos que rea-
parecen ciertos tópicos importantes. Se representa la migración
campo-ciudad (o periferia-metrópolis) y se circunscribe la pobre-
za en el espacio urbano. Además, nuevamente se nos presenta un
personaje que se encuentra marginado del consumo y es aquello
lo que termina volviéndolo un paria. La solución ofrecida por
Hernández es lo que dota a este cuento de su genialidad. Puesto
312

que ya no estamos ante un personaje que lucha irresolublemente


frente a su adversidad, sino ante un individuo que logra escapar
de la lógica que lo aprisiona, resultando su liberación mucho más
exitosa de lo que podría haber anticipado bajo los parámetros
tradicionales.
Como último punto, quisiera comentar algunos aspectos
de la escritura de Hernández. La crítica salvadoreña Alexandra
Ortiz señala, refiriéndose a De fronteras, que hay “un lenguaje
llano, directo, preciso y libre de imposturas que narra, en un
tono lacónico y sobrio, prácticamente prescindiendo de diá-
logos y favoreciendo un estilo indirecto libre, historias de la
vida cotidiana trastocadas por un acontecimiento extraordi-
nario, fantástico o impensable” (5). Linda Craft, por su parte,
propone que la escritora, inmersa en la posguerra, se orienta
hacia lo inexpresable y a los límites del lenguaje (182). No
obstante, se puede ir un poco más allá y catalogar esta es-
critura como minimalista. Mínima en una doble vertiente:
primero, como la presentación de personajes anónimos, con
vidas que no se proyectan más allá de las escasas páginas de
cada relato. Los personajes de Hernández son, parafraseando
el título de una novela de José Santos González Vera, sujetos
de “vidas mínimas”. Seres sin proyecto, sin comunidad y sin
nación. Segundo, no existe aspiración mimética, ni horizonte
mágico, ni mucho menos un compromiso político expresado
en la denuncia. No hay espacio para el simbolismo. Es una
escritura completamente económica que rechaza el parnasia-
nismo estético que durante mucho tiempo primó como para-
digma de producción. Es precisamente a partir de aquel mini-
malismo que podemos generar quizás el vínculo más atractivo
entre literatura y pobreza. ¿Qué sucede cuando desde una
escritura minimalista nos aproximamos a la pobreza? Asisti-
mos, como propone Villalobos hablando de Clarice Lispector,
a un “empobrecimiento radical del valor representacional de
la literatura” (“Literatura y marginalidad” 5). Esta escritura
313

minimalista compartiría con la pobreza neoliberal la precarie-


dad, el anonimato, la insignificancia y, por sobre esto, la crisis
de su propia representación.
Ahora, sintetizando lo visto en Galán y Hernández, habría
que señalar que en ambos casos los personajes se encuentran
insertos en una pobreza urbana. A su vez, a diferencia de los
primeros textos analizados, vemos que existe un aspiración de
salir del mundo de la pobreza en que habitan (ambos protagonis-
tas lo logran, aunque de una forma distinta a lo esperado). Pero
esta voluntad se restringe exclusivamente al individuo, dejando
de lado cualquier tipo de proyecto colectivo. Los personajes no
guardan aquella resignación fatal de los personajes de Salarrué
ni tampoco la promesa de redención comunitaria de la novela
de Argueta; por el contrario, el motor que mueve las historias
de Galán y Hernández es el sueño de poder finalmente escapar
de la marginalidad en la que se encuentran los personajes de for-
ma individual. Por último, si bien el componente indígena se ha
intentado erradicar, vemos, como en el caso de Hernández, que
existen ciertos residuos que, de una u otra manera, generan cierta
visibilidad.
Para comenzar a cerrar este artículo, sería importante vol-
ver sobre algunos aspectos. Se ha visto que desde principios del
siglo XX, y hasta la década de los ochenta, la pobreza se exten-
día ampliamente a lo largo del país, principalmente en las zonas
rurales, donde los indígenas y campesinos debían subsistir con
bajos sueldos y graves condiciones de explotación. Tanto Salarrué
como Manlio Argueta intentaron aproximarse narrativamente a
la situación de estos grupos marginados. Ambos coincidieron
en que el fenómeno de la pobreza debía ser representado en el
ámbito rural. Mas las representaciones en torno a ella contie-
nen importantes matices. Así, mientras en la obra de Salarrué
se nos presentan campesinos e indígenas haraganes y sin nin-
gún tipo de conciencia de su situación de marginalidad, Argue-
ta busca exponer la violencia y crueldad en que viven los más
314

desfavorecidos del país tanto a manos de la elite como del Estado.


Si bien en ambos casos la pobreza se encuentra marcada por una
carga simbólica de la que pareciese no haber escapatoria, tras leer
la novela de Argueta nos queda una promesa de liberación, la
que, si bien no ocurre en la novela, es anticipada. Esto no ocurre
con Salarrué, donde los personajes parecen condenados a vivir
para siempre en la situación que los envuelve. En los textos de
Hernández y Galán, por otra parte, no solo vemos que la pobre-
za es narrada desde un punto predominantemente urbano, sino
también que la actitud de los personajes con respecto a ella ha
cambiado. Son pobres y marginados que no creen en ninguna
posibilidad de cambio social global (ni siquiera aspiran a ello).
Solo cuentan con la esperanza de abandonar la pobreza de forma
personal por los medios que sean necesarios. Como diría Bau-
man, “los pobres no unen sus sufrimientos en una causa común.
Cada consumidor expulsado del mercado lame sus heridas en
soledad” (Trabajo 143).
Con respecto a la etnicidad de la pobreza, hemos visto que
en el caso de Salarrué existía una clara identificación del indí-
gena como ser pobre y marginal. Por otro lado, Argueta nos
presenta un escenario en que la línea divisoria entre campesino
e indígena tiende a diluirse. Sin embargo, en la literatura de los
últimos años, vemos que casi toda referencia al indígena ha sido
suprimida. Esto es, sin duda, más claro en el caso de Galán, y
mucho más atractivo en el caso de Hernández. Si bien podemos
leer en las acciones del personaje de “Trampa para cucarachas
#17” una cierta huella del mundo indígena, también es cierto
que dicha actualización podría ser tomada como una reafir-
mación de que la única presencia del indígena en la construc-
ción (post)moderna de la identidad salvadoreña es de carácter
315

residual o de resto, lo que resultaría sin duda problemático3.


Por otro lado, hemos visto también que la propia escritura,
en este caso la de Claudia Hernández, puede generar caminos
independientes y atractivos para volver sobre la relación entre
literatura y pobreza. Subyace en este problema, que merece ser
ampliado, una discusión sobre el estatuto de la literatura en
América Latina que la producción más reciente ha sabido iden-
tificar y provocar.
Finalmente, hemos visto que aunque la pobreza ha sido
un elemento transversal en la historia salvadoreña de los últi-
mos siglos, los modos de construirla y representarla han variado
profundamente. Las obras que aquí hemos analizado, inclusive
las más “tradicionales”, pensando en Salarrué, han sido capaces
de dar una visibilidad y una problematización al carácter de la
pobreza que merece sin duda ser retomado. Actualmente, como
se mencionó en un principio, la pobreza representa uno de los
problemas más latentes en El Salvador contemporáneo. Por lo
mismo, volver sobre esta temática y la forma en que ha sido pro-
blematizada a lo largo de las últimas décadas resulta sin lugar a
dudas fundamental. Quizás radique allí la posibilidad de pensar
la pobreza desde un nuevo prisma, ya fuera del marco capitalista
tradicional.

3 Sería un error y un acto miope negar la presencia actual de indígenas en El Salva-


dor. Con respecto a este punto, se sugiere la lectura del Informe alternativo sobre
la situación de los pueblos indígenas en El Salvador del año 2008 (Tepas et al.),
donde se analiza en profundidad la situación de los indígenas en el país.
316

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