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Mónica Beatriz entró a la cocina, prendió la hornalla y puso a


calentar agua para el mate. Subió el volumen de la radio al escuchar la
voz de Valeria Lynch, su cantante preferida, en una entrevista.
–Vos reíte todo lo que quieras, Chiche, pero yo te digo que lo de
las reencarnaciones existe.
–No, Valeria, dejémonos de jorobar. Es poco serio que aparezcas
en la tapa de la Paparazzi diciendo “Mi vida como foca en Mundo
Marino fue la mejor”, ¿qué pasa, los discos ya no se venden?
–No, Chiche, esto es más espiritual, se remonta al hinduismo, bá-
sicamente las reencarnaciones son las diferentes formas materiales
que puede adoptar una persona…
–¿Como los mutantes?
–No, mirá, mi tarotista Mabel V. Justo lo explica clarísimo: ¿qué es
lo pasa con el alma –o llamalo “energía” si no sos creyente–, después
de la muerte? Reencarna en otra cosa, en otra forma material deter-
minada por el karma. A lo bruto: las cagadas, perdón por la expre-
sión, que te mandás en esta vida las pagás en la próxima.
Mónica Beatriz dejó de sacudir el mate que estaba preparando y
sus cejas se clavaron en un gesto de interés.
–¡Pará, pará, pará! Sacá esta música y poné algo digno del seg-
mento “Sesiones esotéricas con Valeria Lynch”.
En la radio comenzó a sonar la música de los Expedientes secretos
X y Mónica Beatriz sonrió al evocar los recuerdos de la época en la
que miraba la serie por el canal Infinito.
–¡Ay, Chiche, me parece que me estás tomando para la chacota vos!

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–No, Vale, no te enojés, era un chiste… ¡corten la música, por fa-


vor que esto es serio! ¿Cómo dijiste que era el nombre de tu tarotista?
–Mabel V. Justo, Chiche, y ya que estamos aprovecho para man-
darle un besito que seguramente nos está escuchando.
El sonido saturado del beso rebotó en las cuatro paredes de la co-
cina.
–¡Qué nombre se nos echó esta mujer por Dios, ni que lo hubiera
elegido a propósito! Pero contanos, Vale, ¿qué más te dijo Mabel V.
Justo?
–Bueno, como vos mismo leíste hace un rato en la tapa de la Pa-
parazzi, con Mabel hemos hecho un recorrido espiritual a través de
mis vidas pasadas.
–Y además de foca en Mundo Marino, ¿qué otra cosa fue Valeria
Lynch en sus vidas pasadas?
Mónica Beatriz dejó el mate y corrió a abrir el cajoncito del mue-
ble verde donde guardaba, entre otras cosas más –muchísimas–, pa-
peles y lápices.
–Bueno, una foca obviamente, el Rey Arturo, un enano de jardín
y, la más reciente, un empleado administrativo en la Secretaría de
Deporte y Cultura de la municipalidad de Venado Tuerto.
–O sea que te la pasaste haciendo cagadas, Vale. Salvo por el Rey
Arturo, todas las demás fueron vidas… a ver, a mí no me hubiese
gustado ser un enano de jardín.
–Chiche, todo sirve… Mirá, mi vida como enano de jardín me ayu-
dó a cultivar la quietud y la contemplación, rasgos de mi personalidad
actual que nunca hubiera conseguido de otra manera. Arturo, el rey que
tanto parece gustarte, todos sabemos que le tenía miedo al agua.
–Yo no, no sabía eso.
–Claro, Chiche, si yo fui él, te digo más, ¡pavor! ¡pánico, le tenía
al agua! ¡Un charquito y ni te cuento la que armaba! Para superar eso
tuve necesariamente que pasar una vida de foca en Mundo Marino.
Si vos me vieras hoy en la pileta o en el mar no podrías creer que yo
alguna vez fui acuafóbica.
–¿Y te dijo algo sobre tu futuro Mabel V. Justo?
–¡Claro! Y si todavía tenés dudas sobre el karma ahora vas a en-
tender perfecto. Mi vida como Valeria Lynch fue una vida llena de
aceptaciones, de éxitos, de reconocimientos, delirios de grandeza. En
definitiva, la pasé bomba siendo yo… ahora, mi próxima vida no va
a estar tan buena.
–¿Y en qué te vas a reencarnar?
–V. Justo me dijo que en un ave en extinción pero aun es muy
pronto para saber de qué tipo, así que, chicos, a cuidar los pajaritos,
yo ya estoy haciendo mis donaciones mensuales a Greenpeace y es-
pero que vos, Chiche, y toda tu radioaudiencia empiecen a hacer lo
propio. Y no me mates pero aprovecho para pasar un chivo, si algu-
no de tus oyentes está interesado en descubrir el maravilloso mundo
de las reencarnaciones pueden llamar al 0800-345-2525 y hablar con
Mabel V. Justo que es una diosa.
Mónica Beatriz anotó el teléfono al lado de la lista con las diferen-
tes vidas de Valeria Lynch y se cebó el primer mate.
–Chivo pasado y no te preocupes, Vale, que la radio ya está em-
pezando una campaña nacional contra las gomeras. Gracias Valeria
Lynch y hasta pronto.
–Chau, Chiche, un placer hablar con vos, como siempre.
Mónica Beatriz bajó el volumen de la radio y mientras continuó
tomando mates repasó las reencarnaciones de la cantante. Una buena
y una mala, eso era el karma.
Debido al acontecimiento ocurrido en aquel catastrófico acto del
25 de mayo, Mónica Beatriz cargaba, desde su más tierna adolescen-
cia, con la traumática obsesión –la necesidad– de ser rubia. Asociaba
el amarillo en el pelo a la clase de mujer carismática, segura de sí
misma y bella, a la que había querido parecerse desde que sus padres
habían vendido la casita del campo y se habían mudado a la ciudad. Si
esta vida la había castigado con una mata de pelo negro y ensortijado,
que alisaba y teñía cuidadosamente todos los meses, en su yo más
profundo guardaba la esperanza de ser en su próxima existencia una
rubia natural, pertenecer a la nobleza y hacer campañas publicitarias
para alguna marca importante de cremas de enjuague.
Miró el reloj. Las dos de la tarde. Tito y Jesús seguramente ya ha-
brían vuelto del almuerzo y estarían revocando el frente de la casa.
Toda vez que una idea la acosaba –cosa que sucedía a menudo–, Mó-
nica Beatriz buscaba la reconfortante compañía de sus dos albañi-
les de confianza, siempre dispuestos a escucharla y a hacerle algún
chiste, lo que la devolvía a la realidad, enmarañada trama para ella
indescifrable y fuente de innumerables ansias.
Impaciente, Mónica Beatriz salió con el mate y unos cañoncitos
de dulce de leche, gesto anticipado de gratitud, al deck de la primera
planta y subió por una escalera de madera al segundo piso aun en

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construcción, desde donde se podían ver los techos de chapa o de


cemento de las casas lindantes, una mano de la Avenida 29, –la que va
desde el Parque Municipal hacia la terminal de ómnibus– y la silueta
edilicia, más bien chata, de la ciudad de Mercedes. Salvo por algunas
construcciones medianamente pretenciosas en altura, la de Mónica
Beatriz –y esto era también pertinente para describir su personali-
dad– hacía eclosión en medio de la llanura de hormigón y personajes
que poblaban la ciudad.
Al escalar el último peldaño, constató asombrada que ni Tito, ni
Jesús estaban allí. Un tercer albañil, que ella no conocía, preparaba la
mezcla de revoque.
–¿Y vos quién sos? –preguntó Mónica Beatriz.
–Edgardo, patrona, pero todos me dicen el Hormiga.
–¿Y Tito?
–Se tomó el palo pero hace rato ya, eh.
–¿Y adónde fue?
–Dijo que tenía que cambiarle una rueda pinchada a la cuñada
que lo llamó hará cosa de dos horas.
–¿Y Jesús? –preguntó Mónica Beatriz, desconcertada por la sere-
nidad de su interlocutor.
–Tenía el bautismo de la hija de la prima de la mujer, y usted vio
como es la Sandra… imposible decirle que no a la loca esa, peor que
la yuta es.
–¡Pero será posible! Ya no hay albañiles como la gente ni en Mer-
cedes, che. Adónde estamos llegando.
–¿Necesita algo, patrona? ¿La puedo ayudar?
Mónica Beatriz no contestó. Sus ojos se clavaron en el abismo que
despeñaba el segundo piso en construcción. Avanzó, lenta y fatídica,
hacia la cornisa con los cañoncitos de dulce de leche en una mano y
el mate en la otra. ¿Sería cierto eso de “una buena, una mala”? La oca-
sión parecía propicia para comprobar la actividad kármica en carne
propia, ¿sería eso el destino? Su marcha de poeta suicida (pero bien
alimentada) continuó hasta rozar el abismo. Su último paso desenca-
denó una lluvia de bolitas de cemento seco que se estrellaron contra
la vereda. Se asomó todavía un poco más, balanceándose sobre el va-
cío. Si esta era la mala, la próxima tendría que –necesariamente– ser
la buena…
Inquieto por la extraña imantación que parecía haberse adueñado
de la patrona, el Hormiga hesitó en agarrarla del brazo y arrastrarla
hacia él para alejarla del borde. Prefirió evitar el contacto físico y re-
petir la pregunta:
–¿Necesita algo, patrona? ¿La puedo ayudar?
–¿Alguna vez escuchaste hablar de las reencarnaciones, Hormiga?
Uno se muere y el espíritu reencarna en otro cuerpo, Valeria Lynch lo
acaba de explicar en la radio.
El Hormiga rió incómodo:
–¡Esas son pavadas, doña! ¿Por qué no viene para acá y me da un
mate mejor?
El cemento que recubría el borde de la cornisa cedió bajo el peso
de Mónica Beatriz y el sobresalto que le produjo el preámbulo de un
resbalón la trajo de nuevo en sí.
–¡Sí, qué cosas las mías! ¿Te gustan los cañoncitos de dulce de le-
che? –Y le dejó la bandeja entera.

Mónica Beatriz volvió a la cocina algo decepcionada: consigo mis-


ma, con los albañiles, con el mundo. Se dio por entero a picar los res-
tos fríos de la pizza que le había sobrado de la noche anterior. Valeria
Lynch no se había expedido sobre el suicidio, pero en una confusión
de corte judeocristiana le pareció que tal vez sería un punto en con-
tra para el karma y la posibilidad de tener que pagar la interrupción
voluntaria de su vida con otra como la que estaba viviendo le produ-
jo escalofríos. Naranja, su conejo blanco, dormía sobre una sandía.
Parecía estar empollando un gran huevo verde. Mónica Beatriz se
preguntó si Naranja habría sido en otra vida un dinosaurio albino. Y
ella… ¿habría sido rubia en alguna de sus vidas pasadas? Si el pronós-
tico sobre el futuro de sus reencarnaciones se anunciaba aun incierto,
tal vez el pasado la ayudaría a sembrar certidumbres.
Volvió a mirar el papel con la lista de vidas de la cantante. El
número de Mabel V. Justo brillaba en el margen derecho de la hoja.
Trató de marcar los dígitos sabiendo que su línea telefónica no comu-
nicaba con cero ochocientos. El quiosco de la esquina vendía tarjetas
para realizar llamadas de larga distancia, pero tendría que esperar
tres horas hasta que se hicieran las cinco y abriera. Ávida por conocer
el pasado que le permitiría, mediante un simple mecanismo de alter-
nancia, deducir el futuro, Mónica Beatriz recordó a una tarotista local
que tal vez podría ayudarla.
–Hola, ¿Maruja?
–Sí, ¿quién habla?

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–Mónica Beatriz, la técnica radióloga del Hospital Blas Dubarry,


¿se acuerda que hace poco le conseguí un turno para que le hicieran
un colon por enema a su hermana Beba?
–¡Ah sí, claro querida! ¿Cómo andás?
–Bien, Maruja, gracias. En realidad la llamaba porque Beba me
contó que usted tira las cartas y necesito que me confirme las fuer-
tes sospechas que tengo de que fui, en alguna de mis vidas pasadas,
una princesa nórdica y de ser posible, que convalide las suposiciones
acerca de una próxima existencia monárquica, o similar, ¿me entien-
de lo que le quiero decir?
–¡Claro que sí, querida, ningún problema! Venite cuando quieras,
lo único que te pido es un poco de alpiste para Luisito.
Mónica Beatriz colgó el teléfono y se dejó invadir por una sensa-
ción de sosiego.

Acomodó a Naranja, el conejo blanco, en el canasto de la bicicleta


y se dirigió hacia el barrio Santa Teresita. De camino a lo de Maruja,
no pudo dejar de pensar que en su próxima vida, cuando fuera reina,
obligaría a alguien más a pedalear por ella. A mitad de camino, en un
pico de ansiedad, pensó en hacerse atropellar por un auto o incluso
estrellarse contra uno estacionado pero luego recordó el problemáti-
co estatuto del suicidio, en lo que a karma refería, y desistió.
Al llegar a lo de Maruja, ató la bicicleta a la verjita verde que sepa-
raba el jardín de la vereda, se puso el conejo al hombro y tocó timbre.
–Pasá, querida, pasá.
Naranja saltó de su hombro y empezó a oler los sillones.
–¿Me trajiste el alpiste?
–Sí, acá está, tome, Maruja.
–¡Luisito! ¡Vení para acá! –gritó la vidente.
Luisito salió de la habitación y entró al living-comedor. Vestía un
pijama de algodón color azul petróleo con puño y unas pantuflas es-
cocesas. Arrastraba los pies.
–Tomá, acá tenés el alpiste, andá al jardín y dejate de joder con
querer subirte al techo y volar, ¿eh? que el arreglo de tu cadera ya me
costó varios meses del PAMI.
Luisito agarró la bolsa, le hizo caras a Naranja y se fue en silencio
para el fondo, dando pasitos cortos.
–¡Querida, debo haber sido una bruja en otra vida para que me
toque de marido este viejo pelotudo! –Maruja reflexionó unos segun-
dos y luego se corrigió–. Bah, pobre, él no tiene la culpa, lo que pasa
es que nunca le hicieron el acta de defunción de su vida como gorrión
y ahora es dos seres al mismo tiempo: Alberto Torcoletti y Luisito.
Él prefiere que lo llamen por su nombre de ave… ¡Si vieras, nena,
los que trabajan en el Registro de Reencarnaciones, cada quilombo
arman esa manga de inútiles! ¡Son peores que los de la municipalidad
de Mercedes, con eso te digo todo!
Mónica Beatriz, que no quería perder un solo segundo más en esa
vida mediocre de plebeya y productos de tintura para el pelo, pre-
guntó:
–Maruja, ¿es cierto que usted ve el pasado?
–Claro, querida, aunque con la edad me puse un poco corta de
vista, ya no puedo ir muy atrás… ¡Y encima con los anteojos que me
recetaron, peor!
–¡Maruja, necesito que me confirme que fui una rubia natural:
una princesa danesa, finlandesa, vikinga, o lo que sea! ¡Mi vida tiene
que ser el castigo por algo pasado! Me niego a creer que sea gratuita,
porque sí.
–Bueno, a ver qué puedo hacer, nena… No te prometo nada, viste,
me estás hablando de unos cuantos años atrás, pero decime qué día y
a qué hora naciste.
–Mire, con lo traumático que fue el parto mi madre ha hecho todo
lo posible para olvidarse, pero siempre dice que fue después de or-
deñar las vacas y antes de juntar el maíz, así que supongo que debe
haber sido entre las nueve y las diez de la mañana del 16 de agosto
de 1962.
Maruja sacó un tapete de felpa morada de un cajón y lo puso so-
bre la mesa. Luego, juntó unas velas que tenía desparramadas por el
living y mientras mezclaba las cartas con los ojos cerrados, formuló
mentalmente la siguiente pregunta: ¿Fue Mónica Beatriz, en alguna
otra vida, rubia natural y noble? La tensión de la luz de la cocina bajó
y subió varias veces. Naranja miró hacia la mesa donde estaban sen-
tadas su ama y la tarotista, paró las orejas y contrajo, con pequeños
espasmos nerviosos, el hocico rosado. Sin abrir los ojos, Maruja le
tendió el mazo de naipes a Mónica Beatriz para que hiciera tres cortes
y luego dispuso la baraja en una larga línea recta. A continuación, le
pidió que eligiera cuatro cartas, las dio vuelta y en una hoja dibujó un
círculo con números romanos.
–¡A la pelota!

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–¿Qué pasa, Maruja? ¿Qué es lo que ve?


–¡Nena, vos sí que te las viste negras!
–¡No sabe el gusto que me da encontrar a alguien que finalmente
entienda! ¡Hay tanto pelotudo que sueña con irse a vivir al campo
sin tener la menor idea de lo que se sufre! ¡Por suerte después nos
mudamos a la ciudad!
–No, querida, estoy hablando de tus vidas pasadas. Mirá, de rubio,
una de las dos cosas que te interesan saber a vos, ni el pelo más escon-
dido del sol tuviste. Fuiste viuda negra, inmigrante ilegal y grano de
arena de piedra volcánica.
Al escuchar esto, Mónica Beatriz sacó de su bolsillo el papel con el
listado de las vidas de Valeria Lynch. ¿Dónde estaba el famoso karma
con su lógica de una buena y una mala? Los famosos siempre se la lle-
vaban de arriba. ¡Esta que iba donar dos pesos por mes a Greenpeace!
¡Morite, urraca! A ver si ahora ella, Mónica Beatriz, se iba a poner en
trastornos por esa cantante de cuarta. Naranja saltó del sillón a la me-
sita ratona y dio con un florero por tierra. El ruido del vidrio contra
el piso la trajo de vuelta en sí.
–¡Pero mire bien, Maruja, estoy segura de que alguien rubio tiene
que haber! Lo dijo Valeria Lynch esta mañana en el programa de ra-
dio: “una buena, una mala”, karma ¿entiende?
–Bueno, calma que yo soy sólo la mensajera. Pero mirá, para que
te quedés más tranquila, viste que buscando uno siempre encuentra,
es lo que le digo todo el tiempo a Luisito.
–¿Qué? ¿Qué es lo que ve?
–Luisito nada, es peor que yo, una vista de mierda tienen los go-
rriones…
–No, Maruja ¿qué encontró en mis vidas pasadas? ¿Alguien rubio?
–Sí, a Oblonga Tzonga, una princesa pigmea.
–¿Pero Maruja de qué me sirve haber sido princesa si fui negra y
petisa?
–Oblonga Tzonga no sólo era albina, sino que además fue la enana
más alta de su tribu…
La cara de Mónica Beatriz se iluminó.
–¿Pero qué te acabo de decir sobre esa manga de inútiles del Regis-
tro de Reencarnaciones? ¡Mirá! ¡Mirá lo que hicieron! Le atribuyeron
la vida de Tzonga a alguien más, y como la reencarnación compartida
viola el artículo 136 inciso 12 del Código de Reencarnaciones, esta
vida pasada tuya queda automáticamente anulada.
–¡¿Cómo que anulada?! ¡No puede ser, Maruja!
–Las cartas me hablan de un tal Cabrera. Decime, ¿vos no conocés
a nadie que se llame así? Generalmente la suelen pifiar con alguien de
la misma ciudad. Te lo digo por experiencia.
–Sí, es mi jardinero, ¿pero qué tiene que ver Cabrera en todo esto?
–Él también fue Oblonga Tzonga.
–¡Pero si será posible, hijo de la gran siete! ¡Ese desgraciado no se
conforma con matarme los geranios que ahora también me mata la
ilusión! ¡Tenía que venir a joderme la única vida en la que fui rubia!
¿Y ahora qué hago, Maruja, qué hago?
–Y, yo te aconsejo que hagas un reclamo en el Registro de Reen-
carnaciones. Eso sí, el señor Cabrera va a tener que ir con vos por-
que necesita firmar su renuncia a la vida de Oblonga Tzonga. La sede
central está en Nueva Delhi, pero me parece que hace poco abrieron
sucursal en Suipacha. Esperá que te paso la dirección –Maruja fue
hasta el mueblecito donde tenía el teléfono, agarró la guía y buscó
en las Páginas amarillas–. Acá está, ¿tenés para anotar? Avenida del
General Rivas número 13.
Mónica Beatriz puso a Naranja en el canasto de la bicicleta y se
dirigió hacia el único lugar donde sabía que encontraría a Cabrera: el
Club Porvenir.
Si se omite el ladrido de los perros que gruñen detrás de las rejas
de un jardín o desde las alturas de una terraza sin baranda, o el mau-
llido de gatas en celo, en las calles mercedinas, a la hora de la siesta,
reina el más profundo de los silencios. Tal es así, que aquella tarde, al
dirigirse en bicicleta hacia el club, si aguzaba el oído, Mónica Beatriz
podía escuchar el ruido que producía el viento al ser guillotinado por
los rayos de sus ruedas. Toda esa quietud de persianas bajas y sillas
abandonas en las puertas de las casas, se quiebra al caer la tardeci-
ta cuando los curiosos –el conjunto entero de la población local– se
sientan en la vereda a tomar mate y concursan por la autoría del co-
mentario más mordaz acerca del pobre vecino que, por imprudencia
o falta de ganas, comete el error de no asistir al convite callejero. Los
más jóvenes y acalorados optan, claro está, por La vuelta del perro.

Cabrera tenía el codo izquierdo apoyado sobre la barra y con el


brazo derecho empinaba una damajuana. Miraba triste los muñe-
quitos del equipo de Boca del metegol. El amarillo de la camiseta de
los xeneizes era tanto o más artificial que el pelo de su patroncita.

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Mientras cantaba la estrofa de la rubia Mireya, Cabrera sacó de su


bolsillo una bombacha aleopardada que había robado del tendero de
Mónica Beatriz y se la pasó por el hocico a su perro.
–Güela Segundo y tchráigamela –dijo Cabrera arrastrando la erre,
como era costumbre en su Corrientes natal.
Segundo, que siempre era el primero en asustarse, se escondió de-
trás de las piernas de su amo al escuchar el estruendo de puertas,
mesas y sillas que hizo Mónica Beatriz al entrar al club. Cabrera miró
asombrado a Segundo y le acarició la cabeza.
–Sabía que era güen saguezo, usté, piro lo de mentalista se lo tenía
bien escuendido ¿eh?
–¡¿Dónde está ese desgraciado?!
Mónica Beatriz empujó a los muchachos que jugaban al metegol y
se dirigió hacia la barra donde había visto a Cabrera.
–Escuche una cosa y escúcheme bien, porque es la única vez que
se lo voy a decir: ¡devuélvame a Oblonga Tzonga!
Cabrera miró a Segundo, se miró la mano de la que colgaba la
bombacha y resopló:
–¡Tanga, zunga, zonga! En mi época todos se llamaban calzones,
pachroncita y déjeme decirle que yo no tuve ná que ver con esto del
chrobo, la culpa la tiene el Segundo.
–¿Pero de qué está hablando, pedazo de infeliz?
–De nada, pachroncita, de nada –Cabrera aprovechó el equívoco
y se guardó la bombacha en el bolsillo derecho del pantalón–. ¿Y qué
es entonces eso que yo tengo que devolverle a usté?
–A Oblonga Tzonga. ¡No se haga el sota conmigo, Cabrera, eh!
¿Sabe que vivimos más de una vez y que nos transformamos en dife-
rentes materias primas?
–¡Piro déjeme de jorobar a mí con eso, pachroncita, que es cosa de
Mandinga…! Usté no andará metida en algo chraro como la Madon-
na y el Kabbalah o como el Tom Cruise y la Cientología, ¿no?
–¡Cállese, Cabrera, y acompáñeme!
–¿Acompañarla, ánde?
–A Suipacha.
–Ah, no, pachroncita, yo ahí si que no voy, le debo una plata a un
vago que me la tiene chre jurada, hijo una gran pechrra. Este cuerpito
se queda aquí y no se habla más del tema.
Cabrera parecía plantado en la decisión y Mónica Beatriz lo mi-
raba fijo mientras acariciaba el entrecejo de Naranja. ¿Qué podría
proponerle para que la acompañara? La recompensa carnal era por
seguro la que mejor funcionaría, pero se vio obligada a descartarla
ya que el mero hecho de imaginarse íntima con Cabrera le revolvía
las tripas. El alcohol era otra de sus debilidades, pero si lograba con-
vencerlo con litros de vino corría el riesgo de quedarse sin jardinero.
¡Viera uno las tarifas que cobraban los adolescentes de buena familia
para cortar el pasto y así juntar plata para el viaje de egresados! Pen-
sándolo mejor, la idea de ofrecerle un vaso de agua al jovencito que
podaba sin remera era, indiscutiblemente, tentadora pero exagerada-
mente cara. ¡Dinero, vil metal!... ¡Ahí estaba!
–¿Cuánta plata le debe?
Cabrera la miró confundido.
–¿Cuánta plata le debe usted al vago de Suipacha?
–¿Por qué?
–Porque si acepta acompañarle le propongo a cambio saldar su
deuda. ¿Cuánto debe?
Cabrera reflexionó unos segundos y por la manera en la que se to-
caba los dedos, Mónica Beatriz supuso que estaba haciendo cálculos
mentales:
–Cuatrchocientos –dijo tanteando el terreno.
–¡Pero usted está loco, Cabrera! Ochenta.
–Noventa.
–Ochenta y cinco.
–Cien.
–¡Ojo, Cabrera! No tironee demasiado… noventa, última oferta
–y agitó delante de su empleado un billete de 50 pesos y dos de 20.
–Trchato –dijo Cabrera y se guardó la plata en el mismo bolsillo
donde minutos antes había escondido la bombacha aleopardada de
la patrona.
Mónica Beatriz comenzó a caminar hacia la puerta con Naranja
en brazos. Cabrera bajó la cabeza y se resignó a caminar detrás de
ella, Segundo lo siguió como un mal recuerdo.

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¶ II
Luego de casi una hora de viaje, que Mónica Beatriz había aprove-
chado para descansar y olvidar la penosa realidad de sus vidas pasa-
das y Cabrera para ponerse al corriente sobre los nuevos talentos lo-
cales del Truco con el colectivero, llegaron a la terminal de Suipacha.
Antes de bajar, Mónica Beatriz se tomó de los asideros laterales de la
puerta, dejó caer el peso de su cuerpo hacia adelante e inhaló tan pro-
fundo como pudo el olor verde del campo. Desde de la calle, le pidió a
Cabrera que le alcanzara el conejo, lo acomodó adentro de la cartera y
se dispuso a atravesar la rotonda que la conduciría a la ciudad. A me-
dio camino frenó y miró a su alrededor. Estaba sola. Observó el paisaje
por encima de la montura de sus anteojos de sol, se agachó para ver si
aparecían las piernas de Cabrera por la hendija que se formaba entre
la parte inferior del chasis del colectivo y el cordón de la vereda. Nada.
Salvo por las ruedas, el pasto de la mano de enfrente era una larga línea
recta sin interrupciones. Mónica Beatriz emprendió el regreso hacia el
autobús y Naranja fue víctima de una violenta secuencia de sacudones
como consecuencia del paso apurado de su ama.
Asomó la cabeza y barrió con la vista el interior del coche, del fon-
do hacia el frente. Cuando sus ojos se toparon con los del chofer, éste,
mediante una seña, le indicó la primera hilera de butacas. Mónica
Beatriz sonrió al descubrir en el piso la cola desteñida y temblorosa
de Segundo.
–¡Cabrera…! ¡Cabrera…! –insistió.
–¡Piro si está acá la patrchoncita, Sengundo! –dijo Cabrera aso-
mándose por entre los asientos.
–¿Vamos? Lo estoy esperando…
–Por supuesto, patrchoncita, por supuesto.
Mónica Beatriz volvió a andar el camino desandado, solo que esta
vez escoltada por Cabrera y Segundo. La imagen de los tres atrave-
sando la rotonda evocaba la de una banda de rock desconocida a la
mañana siguiente de un concierto en una ciudad remota: Suipacha,
pongamos.
Al llegar del otro lado, donde comenzaba la ciudad, Cabrera entró
a la primera panadería que se cruzaron y salió de allí con una bolsa de
papel en la cabeza y dos agujeros a la altura de los ojos.
–¿Qué hace con eso, Cabrera?
–¿No le dije acaso que me andan guscando, pachroncita? Con esta
máscara ni el Segundo me chreconoce –dijo Cabrera con su incon-
fundible acento correntino.
El pobre Segundo se encontraba, en efecto, muy desorientado.
Había comenzado a ladrarle a su amo y de vez en cuando le largaba
un tarascón a los tobillos.
–¿Qué hizo con la plata que le di? ¿No se la habrá gastado ya, no?
Cabrera negó con la cabeza.
–Entonces no tiene porqué tener miedo, si aparece su prestamista
le paga y ya... Está bien que estemos en Suipacha, pero disfraces no
–Mónica Beatriz trató de quitarle la bolsa pero Cabrera se la aferró
a la altura del cuello y aminoró el paso para ahorrarle el bochorno y
evitar futuras insistencias.
Si en Mercedes le costaba pasar desapercibida, en Suipacha le era
prácticamente imposible. Sin embargo, ésta era una de las cosas por la
que más le gustaba ir –como ella decía– “de visita al campo.”

En la puerta de la casa número 13 de la avenida del General Ribas


colgaba un cartel hecho a mano: Registro de Reencarnaciones. Hora-
rios de atención al público de 17:00 a 18:00. Por cambios de signos en el
Horóscopo Chino, el personal atenderá de 18:00 a 18:30. Paciencia, su
próxima vida podría ser nuevamente la suya.
El cuerpo administrativo del Registro celebraba el año de la cabra
y a modo de festejo habían decidido usar una bincha con cuernos y
una chiva color blanca.
–El que sigue –gritó la cabra más gorda de la oficina.
Mónica Beatriz, Naranja, Cabrera y Segundo se acercaron hasta el
mostrador, que coparon desalojando de manera bastante destempla-
da al anterior consultante, el Loco Burrás.

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–¿Sí?
–El señor Cabrera, acá presente, viene a renunciar por propia vo-
luntad a la vida de Oblonga Tzonga.
–Mmmeeeeeeeeee podría repetir el nombre de la reencarnación
–sonrió la gorda.
Hablar dando balidos era un chiste habitual durante el año de la
cabra. Cimentaba la cohesión del grupo.
–Oblonga Tzonga: T – z – o – n – g – a.
La empleada anotó el nombre en el envoltorio platinado de un
chicle Beldent y desapareció detrás de una puerta. Volvió diez minu-
tos más tarde, transpirada y con una carpeta entre las manos.
–Disculpen la demora, pasa que los archivos de África son un de-
sastre, muy poca gente viene a reclamar por los negros ¿vieron? Pero
bueno… acá tengo el expediente de la señorita Tzonga, ¡linda chica,
eh, y además albina! ¿Puedo saber el motivo de la renuncia, si es tan
amable?
–Lo que pasa es que Oblonga nos fue atribuida a los dos, y si no
me equivoco eso me anula automáticamente la vida pasada –dijo pre-
potente Mónica Beatriz.
–Disculpeme, pero... ¿usted quién es, señora?
–Mónica Beatriz, yo también fui Oblonga Tzonga. En vida pasada,
me refiero.
La cabra miró recelosa a la patrona que le entregó el DNI con cier-
to desdén y luego se abocó a ojear el expediente siguiendo la lectura
con el índice para no perderse.
–Sí, efectivamente, acá aparece el nombre de ambos –corroboró
indignada–. ¿Está seguro de que quiere renunciar a la vida de Oblon-
ga Tzonga? Mire que fue una princesa. Y además albina, ya le digo.
La bolsa de cartón que llevaba Cabrera asintió.
–¿Quiere hacerme el favor de sacarse eso de la cabeza, señor? ¡Está
en una institución seria, caramba! –se quejó la cabra enojada y señaló
un cartel que prohibía el ingreso al registro con gorros, anteojos de
sol y armas–. Además, para el trámite necesitamos sacarle una foto
cuatro por cuatro.
Cabrera negó con la cabeza. La patrona lo miró desconcertada,
dejó a Naranja sobre el mostrador, tomó al jardinero por el brazo y se
alejó de la empleada.
–¿Qué hace, Cabrera? ¡Si ya le di la plata!
La bolsa realizó movimientos indescifrables.
–¿Todo bien allá? –retumbó la voz de la empleada que estuvo a
punto de aplastar al conejo con sus enormes tetas cuando se echó
sobre el mostrador en un intento por escuchar mejor la conversación
que se desarrollaba en el rincón.
Con una sonrisa freezada en la boca, Mónica Beatriz se alejó aún
más.
–¡¿Más plata?! ¿Es eso lo que quiere? ¡No se la voy a dar! Así que
sáquese ya mismo la bolsa de la cabeza si no quiere que se la saque yo
de una trompada.
Lo que más impresionó a Cabrera fue el contraste entre el imper-
ceptible movimiento de los labios y la violencia del tono en la voz de
su adorada patrona.
En Suipacha, Cabrera le debía plata al Loco Burrás, que se encon-
traba en el Registro –como dijimos– para reclamar la herencia de una
vida pasada como Luis XIV. En su camino hacia la puerta, no había
podido sacarle los ojos de encima a aquella rubia que llevaba un conejo
blanco en brazos. A pesar de que la respuesta de la empleada había sido
tajante (“Burrás, para el trámite le hace falta el pasaporte de la Unión
Europea, o que algún familiar de Luis XIV lo reconozca como tal”), el
Loco Burrás seguía ahí, prendado de la patrona. Burrás vivía bajo un
puente y era uno de los pocos y desafortunados argentinos que no tenía
ascendencia italiana (al menos hasta donde él sabía). Resignado, ya se
iba (¡finalmente!) cuando el tipo que acompañaba a la rubia se sacó, no
sin cierto forcejeo, la bolsa de la cabeza. ¡Era Cabrera, el jardinero de
Mercedes que le debía treinta pesos de un partido de truco! En el apre-
mio por no dejarlo escapar, el Loco corrió a arrancarle los cuernitos a la
empleada y amenazó a Cabrera con perforarle la yugular si no saldaba
su deuda ahí mismo. Mónica Beatriz, que no le había dado mayor im-
portancia al revuelo que se había armado entre los dos hombres, cayó
de pronto en la cuenta de que Cabrera no había firmado aún el acta de
renuncia a la vida de Oblonga Tzonga y corrió a agarrar una pila de
expedientes con la que empezó a pegarle al Loco Burrás.
–¡Suéltelo, desgraciado, que todavía no firmó!
El Loco Burrás largó los cuernitos y corrió a parapetarse detrás de
la gorda. Cuando se recuperó del susto y recobró el aliento, se asomó
por detrás de la empleada y con voz finita y agitando el dedo dijo:
–¡Más respeto que están hablando con Luis XIV, eh!
La administrativa, cuya paciencia había alcanzado un límite, se
sacó la chiva blanca y dio un golpe sobre el escritorio.

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–¡Que esto no es un circo, che! ¡Firme de una vez la renuncia y se


me mandan a mudar todos, manga de desquiciados!
–Firmo con una condición… –dijo Cabrera que por unos segun-
dos logró tener a todos en vilo–, que Luis XIV acá me deje venir a
Suipacha a jugar al tchruco cuando haiga campeonato.
–Salde los treinta pesos de la deuda y será un honor incluirlo en
el próximo fixture…
Cabrera sacó los noventa pesos que le había dado la patroncita,
liquidó su compromiso con el Loco Burrás y se guardó el cambio en
el bolsillo. El Loco Burrás, por su parte, luego de aceptar el dinero, se
repasó la raya al costado con un peine de bolsillo y desapareció ha-
ciendo una reverencia que acentuó con un noblesse oblige en francés.
La cabra quedó perpleja.
–¿Y? ¿Para cuándo? ¡No tengo toda la tarde, señores! –la voz de la
empleada disolvió el halo de refinamiento cortés que había quedado
flotando en el aire tras la partida de Luis XIV.
Cabrera estaba a punto de hacer una equis encima de “El requi-
rente”, cuando cayó en la cuenta de que la patroncita estaba, debido a
la impaciencia, entre la espada y la pared.
–Hay otchra condición, pachroncita.
–¿Usted me está jodiendo, Cabrera? ¡Ya le dije que más plata no
le voy a dar!
–No, no es eso, es un piquito –dijo cerrando los ojos y poniendo
la boca en trompa.
–¿Pero usted acaba de tener un brote psiquiátrico?
–Lo que pasa, pachroncita, es que yo me encariño chrápido con la
gente y la Oblonga esta parece chre gaucha, qué quiere que le diga…
–¡Mire, Cabrera, ya se lo dije: no siga tirando de la soga que se le
va a cortar! Si el lunes quiere ir a podarme los árboles ¡firme de una
vez por todas y déjese de jorobar!
–¡Ah, no, con extorsiones no! –intervino la gorda, que no sopor-
taba la injusticia de los poderosos–. Si usted lo desea, señor, puedo
derivarlo de inmediato al departamento de litigios para que radique
una denuncia.
–¡¿Pero por qué no se lustra los cuernos en vez de andar metién-
dose donde no le corresponde?! Cabrera va a firmar la renuncia y
punto –se hiperventiló Mónica Beatriz, desbordada por las tardan-
zas–. ¡Litigios una poronga! ¿Me escucha? Y si no, se vuelve caminan-
do hasta Mercedes.
Si bien Cabrera deseaba ese beso, pensó que ni el contexto ni
la forma eran los adecuados y terminó firmando. Además, claro,
dentro de unas horas comenzaba el torneo de truco en el Porvenir
y ahora que había saneado su economía, no quería perdérselo por
nada del mundo.
–Acá tiene la constancia del trámite, señora, dentro de unos
meses le va a llegar en duplicado, a usted y al señor, el certificado
definitivo de la renuncia y asignación única de la vida de Oblonga
Tzonga –la empleada le entregó el papel a Mónica Beatriz, tras lo
cual puso un cartelito de “Vuelvo en 15” y se fue a tomar mates al
cuartito trasero.

Afuera, el gris no le sentaba bien a Suipacha. Cruzando la vere-


da, un puestito exhibía un pequeño cartelito: “Tarotista: confirme su
trámite de vidas pasadas por 1$, vea su futuro por 5$. Siete y medio
apuesta mínima 3$”. Como una epifanía, la vidente –el último esla-
bón de la tríada quiromántica– jugaba despreocupada un solitario
para matar el aburrimiento. Mónica Beatriz cruzó la calle.
–¿Está libre? –preguntó, sentándose en la banquetita ubicada del
otro lado de la mesa.
–Por supuesto –respondió la tarotista y rápidamente desarmó el
juego–¿Viene del Registro?
Mónica Beatriz asintió.
–¿Quiere que corroboremos el trámite entonces?
–Sí, necesito verificar que la vida de Oblonga Tzonga me haya sido
atribuida correctamente. Es muy importante –dijo solemne.
La vidente se reacomodó en la silla, ubicó a un costado el frasco de
porotos, barajó las cartas y las desplegó sobre la felpa verde.
–¿Cómo me dijo que era el nombre de la vida pasada?
–Oblonga Tzonga y el mío Mónica Beatriz.
La vidente la invitó a elegir tres cartas, que dispuso en forma de
pino. Las observó con detenimiento y después cerró los ojos. A través
de los párpados se veía el movimiento convulso de sus globos ocu-
lares. Cabrera, que esperaba a la patrona recostado contra un auto
estacionado, aprovechó para persignarse, y se dibujó la Cruz del Sur
sobre la frente. Luego de unos minutos eternos, la médium apaciguó
su actividad cerebral y abrió los ojos.
–Oblonga Tzonga le ha sido otorgada correctamente –la vidente
sonrió entre agotada y triunfal.

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Mónica Beatriz festejó la noticia blandiendo los puños y repique-


teando los pies contra el suelo. El entusiasmo de la patrona chocó
con una mueca indiferente de Cabrera. El tema del piquito era aún
demasiado reciente y seguía ofendido por la negativa a la que no le
quedaba otra que resignarse.
–¿Qué dice? ¿Se le anima al futuro, doña? –preguntó de forma
rutinaria la vidente.
Como suele pasar con las cosas que ansiamos demasiado, cuando
llegan nos paralizan. ¿Qué hacer? Si bien sabía que el sistema binario
del karma funcionaba –tenía la prueba de que en otra vida había sido
noble y rubia, bah, albina–, Mónica Beatriz no alcanzaba a ver si la
que estaba en curso era su vida “buena” o “mala”, ya que el sistema
funcionaba por comparación y le faltaban parámetros. Pero, por otro
lado, o ésta era la vida “mala” y tendría que ponerle un fin o era la
“buena” y lo único que necesitaba el karma era un empujoncito.
–¡Por supuesto! Veamos qué me depara el futuro –contestó Móni-
ca Beatriz decidida.
–¡Así me gusta, doña! Vamos a mezclar de nuevo las cartas, no
vaya a ser cosa de confundir al universo y hacerla volver al Registro
de Reencarnaciones.
El chiste no fue bien recibido. La vidente barajó los naipes y le
pidió que hiciera un corte en el mazo. Mónica Beatriz cerró los ojos
en un franco esfuerzo por concentrarse, respiró hondo y cortó tres
veces. Luego eligió cuatro cartas que la tarotista dispuso esta vez en
forma de rombo. La patrona parecía inquieta.
–Mire, salió la Emperatriz. Esta es una muy buena carta, augura
poder. Esta otra, la muerte… –al ver la expresión de pánico en la cara
de la clienta, la profesional creyó oportuno apaciguar los ánimos–.
No se preocupe, doña, mire que la muerte es buena, significa la evo-
lución de un estado a otro superior.
Mónica Beatriz solo tenía ojos para las cartas. A algunos pasos,
Cabrera se aburría.
–La justicia y el as de bastos hablan de un proyecto, de un modelo,
de la fuerza interior que hay en usted y de su integridad para luchar
contra las injusticias…
La patrona enderezó la columna y sonrió algo avergonzada. No
estaba acostumbrada a recibir elogios.
–Veo además un edificio, un gran edificio en la ciudad de Merce-
des…¡Qué raro! ¿Usted… es de Mercedes? –ante el aserto, la vidente
prosiguió orgullosa de su lectura –. La veo sentada en un sillón… no,
no es un sillón, es algo grande, como un trono, y su pecho… su pecho
está atravesado por una franja de escarapelas…
Si bien era innegable que le hubiese gustado cambiar lo que pa-
recía el accesorio de un abanderado por una diadema de diamantes,
Mónica Beatriz prefirió quedarse con el lado positivo de las cosas y
se dispuso a unir cabos. Integridad, fuerza y poder eran cualidades
dignas de un líder. ¿Qué tenía que ver eso con ella? El recuerdo de
Neli Ehul irrumpió de pronto con violencia. Mónica Beatriz trató en
vano de sacárselo de la cabeza para concentrarse en la problemática
del liderazgo, pero la chiquita regurgitada tenía la tenacidad de una
mosca frente a un terrón de azúcar. Sin darse cuenta, Mónica Beatriz
se olvidó de las vidas pasadas, presentes y futuras y se consagró por
completo al recuerdo de Neli Ehul. Presumida, canalla y manipula-
dora, Neli Ehul había convertido la pubertad de la pequeña Mónica
Beatriz en un verdadero calvario. Aún recordaba con vivo arrebato
el día en que juró vengarse de ella. Nunca lo había hecho y ahora era
demasiado tarde… ¿lo era? Tal vez sí lo fuera para ajustar cuentas con
su Neli Ehul, pero la verdad era que Neli era producto de una maqui-
naria que seguiría escupiendo nefastas criaturitas acostumbradas a
brillar sobre sus pares desfavorecidas. Estaba por perderse en brazos
del rencor, como cada vez que pensaba en ella, cuando advirtió algo
que nunca antes había sentido. Era su vocación política que, chapo-
teando en una laguna de odio, intentaba nacer. Se sentía sola pero se
sabía acompañada: en adelante sería la abanderada de aquellos que,
como ella, habían padecido o padecían los abusos de malditas como
Neli Ehul. Con una lágrima de emoción estancada en el lagrimal, sin
decir ni esperar nada más, le dio los seis pesos a la vidente y se retiró.
Frente a la puerta de un taxi, la patrona tosió primero con disi-
mulo y luego alevosamente para hacerle entender a Cabrera que no
omitía uno, sino el más importantes de los preceptos en materia de
galantería. Una vez dentro vehículo, junto a su séquito, Mónica Bea-
triz se dejó arrullar por los lujos de un futuro que ya empezaba a
intuir y apoyó la nuca contra el apoya cabeza del asiento trasero y se
durmió. ¡Cuánto más cómodos eran los autos a los colectivos!

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¶ III
Mónica Beatriz dormía y Naranja, el conejo blanco, se le había
trepado a la cabeza. Cabrera se dio vuelta y la miró. La hilera de letras
hollywoodenses sobre el parquecito de la avenida 40 anunció la en-
trada a Mercedes. La patroncita, con su gorra de piel natural, parecía
el sueño tranquilo de un coronel siberiano.
–¿Y? ¿Qué me dice? –el taxista le guiñó un ojo a Cabrera y cabeceó
en dirección del asiento trasero.
Cabrera, confundiendo el gesto con el saludo que permite reco-
nocer a los integrantes de una cofradía –en este caso la de los tahúres
del truco–, se arrimó al taxista y con paranoica discreción susurró:
–A deshora, en el Porvenir apuéstele al gurí Gallardo… háigame
caso –y volvió a su posición inicial no sin antes devolverle el guiño.
La risa del taxista fue excesivamente masculina y fuerte, algo in-
cómoda.
–No sé quién es Gallardo, pero la muñeca no cabe duda que es ésta
–y repitió el cabezazo y la mueca.
Cuando Cabrera finalmente comprendió el verdadero significado
de las señas, corcoveó como cuadrúpedo chúcaro ante lo que él con-
sideraba la más grave de las faltas en cuestión de cortesía.
–¡Piro, yo no sé de ánde sacan los modales ustedes los de la ciu-
dad! En Cochrrientes un caballero no anda preguntando esas cosas!
–Al recobrar el talante sereno que lo caracterizaba, agregó–: ¡Y que
ni se le ocuchrra pasarse por el Porvenir! –Cabrera continuó lo que
faltaba del viaje mirando triste por la ventanilla.
El aire brumoso del atardecer era lo único que había quedado del
paisaje original. Donde antaño los cañaverales bordeaban las vías del
viejo tren y conformaban un remanso al abrigo del sol –ideal para
desafiar el ardor de las tardes tomándose unos mates–, se levantaba
ahora una hilera de casas con ladrillos a la vista y techos de chapa
azul. La sombra de las cañas había sido reemplazada por la que pro-
yectaban unos toldos de lona de acrílico que, en la mayoría de los
casos, nacían como una prolongación del muro para resguardar a las
ventanas de las inclemencias del sol. Si bien no podía decirse que el
ejército de mujeres deportistas, abocadas al cuidado de sus muslos,
desagradaba por completo a Cabrera, tampoco podía negarse que la
ausencia de caballos y sulkys le producía una extraña melancolía. ¡Ay,
la desidia de la tradición! Pocas cosas lo enfurecían tanto. El comen-
tario del guanaco que conducía el auto no era más que una prueba
de esto. ¿Dónde se había visto pasarse por alto lo mejor del amor: el
cortejo? “¿Qué me dice?” Cabrera rumiaba la frase e imaginaba po-
sibles respuestas que le hubiese gustado asestar pero que debido a la
inmediatez del diálogo no le habían salido. “¡Le digo que tiene suerte
de que no sea de noche y estemos en la esquina del Porvenir!” “¡Le
digo que si la güelve a ofensar le corto la luenga con un facón!” “¡Le
digo que p’andar hablando así no se debe ser muy macho!” “¡Le digo
que…” Y la lista continuaba como un inventario interminable.
Cabrera se dio cuenta que estaba enamorado de Mónica Beatriz
cuando, tres años atrás, Vladislav Sergéevich Smirnov, alias “el chruso
traga sable”, estuvo a esto de quedársela. Desde que Cabrera trabajaba,
hacía tres años, como jardinero en casa de la patrona, le había cono-
cido solo dos amores: Alfio, el ex marido y, desde su fuga con Vanesa
–artista circense–, “El innombrable” (apodo harto contradictorio si
se tiene en cuenta que Cabrera sólo sabía de él a través de las historias
de la patrona), y Vladislav Sergéevich Smirnov. A fuerza de reprimir
sus sentimientos, Cabrera, como buen hombre de campo, había lo-
grado acallar el miedo de perderla que lo invadía en la soledad de las
noches pampeanas. ¿Cómo era posible que el comentario de un don
nadie derrumbara el muro de negación qué tanto trabajo le había cos-
tado erigir? Todo, todo había quedado chatito como pasto tras el paso
de un malón. La idea de que la patrona jamás se enamoraría de un
taxista lo tranquilizó. En tanto que su jardinero –figura indispensable
en la vida del amateur de las plantas–, Cabrera conocía con certeza
de botánico cada una de las nervaduras de los gustos de Mónica Bea-
triz. La constancia era una de las cualidades que ella más buscaba en
las flores con estambre. Por esto mismo, Cabrera no faltaba ni una

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tardecita –¡ni una sola!– a tocarle el timbre para regarle los rosales.
Tanto era así, que en numerosas ocasiones la voz de la patrona trona-
ba en el extremo opuesto del portero: “ ¡¿Pero usted sabe algo de jar-
dinería?! ¡¿Me quiere ahogar las rosas?! ¡Váyase inmediatamente de
acá!”. Y Cabrera se marchaba satisfecho de saber que la patroncita se
sentía cuidada. Pero cuando a mitad del camino lo asaltaba la duda,
Cabrera volvía a casa de la patrona y la miraba pasar por la ventana
para cerciorarse de que el objetivo había sido cumplido. Cuando la
patrona lo descubría espiándola, cosa que ocurría cada vez que daba
la vuelta y se paraba en medio de la calle con los brazos en jarra…
¡Viera uno las expresiones de júbilo que dejaba escapar de su cuerpo
crispado!... ¡Eran de no creer! Entonces ahí sí, Cabrera emprendía de-
finitivamente el regreso al rancho. No había nada que temer… ¿Qué
sabían los de la ruta sobre la constancia de los de la tierra? A pesar de
que el laberinto de inseguridades había sido atravesado y que el sol
nuevamente le entibiaba las mejillas, Cabrera seguía triste.
El recuerdo del infierno vivido durante el romance de la patrona
y Vladislav Sergéevich Smirnov le produjo unas terribles ganas de
llorar. Como aquella vez, Cabrera se limitó a toser y secarse la frente
con el revés de la manga. Lo dicho: era hombre de campo.

Todo el mundo comete errores. El del ruso Vladislav Sergéevich


Smirnov fue confundir a Mónica Beatriz con la comedianta Natalia
Oreiro, cuyas telenovelas habían sido retransmitidas en la televisión
rusa. Tres años atrás, un domingo de verano y sol, Vladislav Sergée-
vich Smirnov esperaba en la plaza Virgen Nuestra Señora de las Mer-
cedes su turno para visitar a Svetlana Ivánovna Smirnova, que desde
hacía seis meses cumplía su condena en la Unidad Penitenciaria nú-
mero 5. El negocio de la quiniela clandestina en aquel pueblo perdido
en el oeste de la provincia de Buenos Aires, se había puesto sobera-
namente difícil. Tres años atrás, esa misma tarde de domingo y sol,
Mónica Beatriz atravesó, con Naranja bajo el brazo, esa misma plaza.
Vladislav Sergéevich Smirnov la vio pasar y se olvidó de su amor por
la antigua Unión Soviética, de su odio por la nueva Federación de
Rusia y de su esposa Svetlana Ivánovna Smirnova, cuya condena no
había hecho sino empezar. Se olvidó de todo y la siguió.
Logró alcanzarla justo antes de que cruzara la calle. Le toco el
hombro y nervioso dijo:
–назвать себя, сказать своё имя Natalia Oreiro, нет!1
Mónica Beatriz creyó adivinar que le remarcaba su parecido con
Natalia Oreiro, y a pesar de que el color de pelo de la actriz era un
poco oscuro para su gusto, consideró que a grandes rasgos la compa-
ración la beneficiaba.
–Bueno, gracias, caballero, nunca lo había pensado, pero ahora
que lo dice tal vez tenga razón –Mónica Beatriz amagó seguir su ca-
mino pero se detuvo en seco–. De todas maneras, fíjese que su cara
es mucho más redonda que la mía, galletota, ¿vio? –dijo, exponiendo
sus mejillas y esperando en vano algún tipo de confirmación.
Vladislav Sergéevich Smirnov, que no comprendió una sola pa-
labra de lo que Mónica Beatriz había dicho, creyó entender: “если,
детёныши”.2 Y a pesar de que estaba un poco rubia para su gusto,
prefirió pensar que alguna productora local había recuperado la es-
peranza en la fracasada telenovela El deseo, y por contrato Natalia se
había visto obligada a aclarar nuevamente su color de pelo. Vladislav
Sergéevich Smirnov recurrió al lenguaje de las señas, al código morse
y por supuesto a su ruso materno para invitarla al salón de belleza
recientemente abierto sobre la ruta 5 por una moldava, de quien se
decía que los martes por la noche cerraba el boliche, llenaba de vapor
el baño y convertía el tugurio en un baño turco mixto en el que pro-
liferaban toda clase de hongos. Nada. No lograron entenderse. Mó-
nica Beatriz miró el reloj, simuló estar atrasada y se marchó. Cuando
la imagen de ella se volvió apenas un punto negro bajo el sol de la
avenida 29, Vladislav Sergéevich Smirnov cayó de rodillas al suelo y
levantado la vista al cielo gritó:
–предоставить! религиозное утешение умирающему!3
Cabrera, que venía de comprar un cuarto de bizcochos de grasa
en la Medalla Milagrosa, pasó por la plaza Virgen Nuestra Señora
de las Mercedes, y confundiendo al ruso con un mendigo le regaló
un bizcochito y lo ayudó a ponerse de pie. Conmocionado por aquel
gesto tan noble y argentino, Vladislav, que a modo de consuelo por
la muerte de su madre había recibido de su padre un apretón de
manos y un pañuelo usado, se sintió en la obligación de retribuirle a

1. ¡No me digás que sos Natalia Oreiro que muero acá mismo!
2. Sí, la mismísima.
3. ¡Dios, ayudame a aprender argentino! ¡Si la pierdo te juro que me muero, me
muero!

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aquel extraño el amable gesto. Y confundiéndolo él también con un


mendigo, pensó: “Ясно, папа, как лучше чем дать бедным слоям
населения является Тип коробки там, где он встал, также пути
и cañazo, я избавиться от доказательств. Я явление!”.4 Apura-
do y temiendo (en vano) la eficiencia de la policía bonaerense –la
pronta detención de Svetlana Ivánovna había sido por error, pero
eso él no lo sabía–, Vladislav Sergéevich Smirnov arrastró a Cabrera
hasta la iglesia Catedral y le hizo entrega de las llaves de la casilla.
Cabrera miró al ruso con ojos de vaca desconfiada, ¿en serio acaba-
ba de regalarle una casa rodante? Miró a su alrededor, ¿no sería una
broma de mal gusto de esas que se acostumbra en los programas
de televisión? Rápido de reflejos, ocupó las manos del ruso con la
bolsa de bizcochos, agarró las llaves y se encerró en el interior del
vehículo.
Al día siguiente, cuando Cabrera vio a través de la ventanilla a
Vladislav Sergéevich Smirnov acercarse a su nueva residencia, cerró
las cortinas, dio dos vueltas de llave y se escondió debajo de la mesa-
da, junto a la garrafa de gas. El ruso, que ya lo había visto, golpeó la
puerta con insistencia. Cabrera tuvo que abrir:
–¡Qué lo chremil lo pastorió! ¿No ve que no hay naides en casa?
¡Y no me venga con la bechrreteada esa de ayer te di hoy que te quito,
que los peronistas ya me sacaron como cuatro votos así, los muy des-
vergonzaos! ¡Lo que se chregala no se chreclama, me entendió!
Pero el ruso, lejos de querer recuperar lo que había sido de él, le
mostró los dientes en una convencional y amigable sonrisa, y le mos-
tró una bolsita llena de bizcochos. Cabrera, cuya devoción por el mate
era inquebrantable, prendió la garrafita, calentó agua y después de
unos minutos salió, recelando de su propia falta de grandeza, a recibir
al ruso. Se sentaron en la escalinata de la iglesia Catedral, frente a la
plaza San Martín, y comenzaron un tímido intercambio de comesti-
bles, que para el final de la velada se había convertido en un torrente
caudaloso de español, ruso y gesticulaciones incomprensibles. A par-
tir de esa tarde, todos los días a las cuatro, el ruso caía a golpearle la
puerta de la casilla. A veces lo sorprendía con cuernitos, otras con
palmeritas y otras con polvorones, pero la mayoría del tiempo traía

4. Estoy salvado: le regalo al tipo este la casilla donde Svetlana levantaba la qui-
niela, quedo como un duque y, de paso, me deshago de la evidencia.
bizcochitos porque sabía que eran los preferidos de Cabrera. Cabrera,
por su parte, procuraba que a la garrafita nunca le faltara gas y hasta
había invertido en la compra de un termo para que el agua no se les
enfriara durante sus interminables charlas al atardecer.
A pesar de no compartir idioma, Cabrera nunca se había sentido
tan acompañado en su vida. Ni siquiera la Mary, su primera esposa
(“Ahora güelvo, Negrita –le había dicho la última vez que la vio–, guá
comprar cigachrro al pueblo y chregreso”), había sido capaz –incluso
durante los primeros meses de noviazgo– de insuflarle tal grato sen-
timiento. Solamente Cebolla, un caballo criollo que Cabrera había
cuidado cuando trabajaba de peón en un campo de Entre Ríos, había
grabado en su memoria de adolescente la calidez de la escucha que el
ruso ahora le ofrecía.
Gaucho arisco, Cabrera se cansó rápido del centro y le pidió ayuda
al ruso para trasladar la casa rodante a un lugar más tranquilo, donde
las cotorras fueran sus únicas vecinas.
–¡Ah, piro el Chrocky Balboa ese es un poroto al lado suyo, Chru-
sito! –exclamaba Cabrera, que so pretexto de una ciática, rengueaba
en procesión detrás de Vladislav mientras éste empujaba solo el ve-
hículo.
Sí, Cabrera y Vladislav Sergéevich Smirnov se habían vuelto in-
separables. Incluso en el nuevo barrio, allá lejos, por donde comen-
zaban las vías que corrían paralelas a la avenida 40, los dos amigos
mantuvieron sus encuentros. A modo de agradecimiento por todo lo
que el ruso había hecho por él, Cabrera se comprometió a enseñarle
español, que Vladislav –desconfiado– luego corroboraba y corregía
gracias a un diccionario bilingüe que había comprado de segunda
mano en la librería del Club de Leones. Poco a poco, el ruso iba ha-
ciendo frases completas y la primera que le salió fue: “Natacha, mi
pimpollito” y una lágrima grande –como todo él– cruzó cachete aba-
jo. Cabrera, que en materia de consejos amorosos se consideraba más
bien torpe, pensó que lo mejor que podía hacer por su amigo era re-
velarle su única y preciada táctica de seducción: “Se dechrriten cuan-
do uno las llama ‘patchroncita’”. El ruso no sólo fue instruido en el
dominio de la lengua, sino también en el delicado arte de la jardinería
y el folklore. Cabrera consideró que ya no podía enseñarle nada más a
Vladislav Sergéevich Smirnov, cuando en la última clase de serenata
para bombo legüero el ruso logró erizarle la piel no bien empezó a
entonar “Amor salvaje” del Chaqueño Palavecino.

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Gracias a antiguas amistades que aún mantenía en la KGB, Vladis-


lav Sergéevich Smirnov consiguió todas las informaciones relativas a
su Natacha. Aprendió que se llamaba Mónica Beatriz y que trabajaba
por las tardes en el consultorio del Dr. Lee, único acupunturista y
único chino de la ciudad.
En cuanto a Svetlana Ivánovna Smirnova, hacía dos semanas que
el ruso había regresado por correo la dote –un fajo de bonos rusos
zaristas– con la que sus suegros le habían hecho entrega de su hija. A
pesar de que esta tradición rusa significaba invariablemente la diso-
lución de la unión conyugal, Vladislav, quizás por haber asimilado la
calidez de su amigo, juzgó humano enviarles a sus suegros unas pa-
labras explicatorias. La nota decía algo así: “Svetlanka en cárcel… era
de esperar.” Con la consciencia tan liviana que parecía levitar, el ruso
–su ignorancia y fe en el correcto funcionamiento de los servicios
postales tenía mucho que ver con su estado de ánimo–, se acomodó
la corbata y entró al consultorio del Dr. Lee. Al verla sentada con Na-
ranja en brazos detrás del escritorio, garabateando en el cuaderno de
turnos, Vladislav cayó de un sopetón a la tierra y perdió el aplomo.
Trató de iniciar un diálogo ocasional:
–Sabrrá usted, Mónica Natacha, que los imporrtantes tipos como
yo –aquí agravó su voz–, sufrrimos de un terrible strress, y que una
recientemente publicación porr científicos del MIT ha revelado la
acupunturra es la mejorr solución… no que yo soy frrágil, no ma-
linterrprréteme… –creyó necesario aclarar. Al igual que su maestro,
había impregnado las erres españolas con un poco de exotismo, en
este caso, eslavo.
Vladislav Sergéevich Smirnov volvió a mirarla esperanzado, pero
Mónica Beatriz lo observaba con ojos de pescado en la pescadería
mientras entregaba la oreja al tubo del teléfono, lleno de musiquita
de espera. Con la mano que tenía libre acariciaba a Naranja, como si
hubiera estado sola en la sala de espera. El ruso se armó nuevamente
de valor, la conversación debía suceder esa tarde. De otra manera, la
vergüenza no lo dejaría volver nunca más. Vladislav respiró hondo y
trató de imaginar lo que su mentor hubiera hecho en aquella situa-
ción definitoria y, sin pensarlo dos veces, largó:
–El prrimerr muerrto es grratis, patrroncita.
Mónica Beatriz colgó el teléfono.
Esa misma tarde, cuando el sol se ponía sobre el Río Luján, Vla-
dislav Sergéevich Smirnov mudó sus escasas pertenencias a la casa de
Mónica Beatriz. El ruso y la patrona se amaron hasta el vómito. A la
hora de la siesta, veían una y otra vez el VHS que Vladislav había traí-
do de Rusia con sus episodios favoritos, en versión eslava, de Muñeca
Brava, Kachorra y Sos mi vida, monomanía que a Mónica Beatriz no
le llamaba la atención. Había días en los que él le suplicaba al oído
que le interpretara el tema “Tu veneno”, y ella, haciéndose un poco la
difícil, le decía que lo haría con una condición: que se lo pidiese en
ruso. Entonces, Vladislav Sergéevich Smirnov, corría hacia un lado la
cortina amarilla de pelo y le susurraba al oído:
–другое дело; это другой вопрос “Tu veneno”, договор Natalia
любовь.5
Al escuchar brotar el rudo sonido gutural de la garganta de su
amado, Mónica Beatriz saltaba excitada de la cama, se echaba encima
los trapos coloridos del último carnaval y corría semidesnuda como
una loca por toda la casa al ritmo de […] tuve tu veneno, tuve tu amor
y también tu fuego […]

Mónica Beatriz y Vladislav Sergéevich Smirnov se hicieron de


costumbres vanas pero propias, con la intención de consolidar su in-
cipiente relación. Así, por ejemplo, acostumbraban cortar el primer
café de la mañana para él y el primer mate para ella, con un chorrito
de vodka o de reemplazar la mayonesa por un caviar que el ruso im-
portaba –de manera ilegal a través de un compatriota suyo que cum-
plía condena en la cárcel del partido de 9 de Julio– desde el Mar Cas-
pio. La verdad era, que Vladislav Sergéevich Smirnov nunca se había
sentido tan feliz como durante aquel breve período en que compartió
su vida con Mónica Beatriz.
Por su parte, Mónica Beatriz olvidó por completo sus orígenes
criollos y se soñó descendiente del Zar Demetrio II. Dejó de cami-
nar por las calles de Mercedes como el resto de los mortales y sólo
aceptaba salir de su casa en la limusina blanca de la Cochería Rossi,
que Vladislav Sergéevich Smirnov alquilaba para ella. En caso de que
alguna urgencia lo ameritara, y la limusina estuviese ocupada por ca-
samiento o funeral, Mónica Beatriz aceptaba caminar, pero lo hacía
envuelta en el tapado de perro siberiano que Vladislav Sergéevich
Smirnov le había hecho traer desde la cárcel, tras ardua negociación

5. Cantame “Tu veneno”, Natalia, no seas malita, mi amor.

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con Svetlana, que terminó por resolverse cuando el ruso aceptó –muy
a su pesar– cambiárselo por su preciadísima fotografía autografiada
de Leonid Ilich Brézhnev. Así hicieran 45º C grados de sensación tér-
mica, no se lo sacaba de encima porque, además de todo, combinaba
a la perfección con Naranja, su conejo blanco.
El invierno había pasado de largo. Cabrera caminaba tranquilo
por la avenida 29 mientras se preguntaba qué habría sido de la vida
del ruso. ¿Habría logrado conquistar a esa Natacha? ¿Se habría vuelto
a Rusia? ¿O lo habrían –finalmente– metido en cana por levantador
ilegal de apuestas? Una limousine de vidrios polarizados estacionó a
su lado. Bajaron la ventanilla del conductor.
–¡Piro, hablando de Chroma el buchrro se asoma! Míremelo ahí,
sentado en semejante coche, ni que estuviera velando a uno de sus
compatchriota!
–¡Cabrrerra! –exclamó el ruso emocionado al punto de largar un
lagrimón.
–¡Déjese de mariconeadas, hombre, que a las chinas eso no les
hace gracia! –Cabrera se acercó a la ventanilla y se estrecharon la
mano–. Y hablando del hembraje, ¿qué ha pasao con la Natacha?
Detrás del ruso, con anteojos negros y envuelta en el tapado de
piel, Mónica Beatriz bajó su ventanilla y asomó la nariz. El ruso, or-
gulloso, la señaló: “Natacha, mi pimpollito.”
–¿Usted quién es? ¿Qué hace ahí parado? ¡Monedas no tengo!...
¡Vladislav, mi amor, menos charla que se nos hace tarde! Todavía hay
que comprar los tomates para el almuerzo y pasar a ver si la moldava
tiene turno para el martes.
Cansada de la alharaca, Mónica Beatriz subió la ventanilla. La li-
musina arrancó y estacionó cinco metros más adelante, en la verdu-
lería Los Bolivianos.
Un bocinazo sobresaltó a Cabrera que se había quedado parado
en medio de la 29 sin poder reaccionar. Subió a la vereda, apoyó la
espalda contra uno de los plátanos que orlan la avenida por miedo a
perder pie y se quedó boquiabierto mirando esa mano que surgía del
coche y asía –¡con cuánta gracia!– el kilo de tomates que el ruso le
pasó desde el cordón. ¿Cómo era posible que nunca antes la hubiese
visto? ¿Cómo su condiscípulo foráneo la había descubierto y él no?
Al pensar en el ruso, aquella máxima sobre las mujeres y los ami-
gos le vino a la mente: “El hembraje del aparcero tiene bigotes”… A
decir verdad, Cabrera nunca había comprendido el significado de la
frase y ahora, bajo el embrujo de la rubia, le era aún más remoto. En
Corrientes, todas las mujeres a quienes había amado, (su madre y la
Mary) habían exhibido –y con orgullo, además– el bozo… algo anda-
ba mal, o el refrán veía una contrariedad estética en lo que Cabrera
calificaría el epítome de la belleza, o el proverbio incitaba abierta e
impúdicamente a robarle la mujer al prójimo. Sea como fuera, una
cosa estaba clara: Cabrera debía saber más sobre aquella china con
los cabellos de luz mala que lo había dejado hipnotizado y de quien
su amigo –su único amigo– estaba enamorado. Luego de juntar in-
formación por aquí y por allá sobre Mónica Beatriz, su patchroncita,
Cabrera se vio atrapado en un enredo moral que decidió resolver de
la misma manera que gestionaba todas las amarguras que lo abruma-
ban: bebiendo.
Echó a andar, cabizbajo, hacia El Porvenir. Camino del club, un
perro color sombra salió de un zaguán y lo siguió. Cabrera intentó
ahuyentarlo con gritos y gestos, pero lo único que consiguió fue que
el perro se sentara por unos segundos en medio de la calle, y ni bien
Cabrera se daba la vuelta, el animal retomaba el trotecito para alcan-
zarlo. Cuando quiso ingresar al club, Cabrera se plantó en la entrada
y extendiendo una mano hacia delante, la otra en la cintura, berreó:
–¡Aquí se entchra en dos patas o no se entchra!
Como si hubiese comprendido que su condición de cuadrúpedo
no era bienvenida, el perro flexionó las patas traseras y apoyó el rabo
en la vereda. Horas más tarde y habiendo cumplido su cometido –sin
por ello haber logrado ordenar el barullo moral–, Cabrera salió a la
calle gateando. Al ver que el perro aún seguía allí, le dijo:
–¡De aquí se sale en cuatchro patas o no se sale!
Cabrera logró arrastraste hasta la esquina y se acostó sobre un
cantero de malvones. El sueño extendió sobre él un manto de olvido.
A la mañana siguiente, una mano lo sacudió.
–¿Desayunó ya? –era Cacho, el dueño del club.
Cabrera se levantó confuso, se quitó unos pétalos del cachete, le
dio unas pataditas al perro y volvió a ingresar al Porvernir.
–Esto corre por cuenta de la casa, pero no se olvide que me debe
lo de ayer y lo de la semana pasada, eh.
–La perdí, Cachito, la perdí –Cabrera, a pesar de haberla visto por
primera vez tenía el sentimiento de que siempre le había pertenecido.
–¡No me venga otra vez con el cuento de que perdió la billetera,
Cabrera! Miré, acá no tiene más crédito, caramba.

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–¿Piro de qué billetera me habla, Cacho? ¡La patchroncita, la pat-


chroncia! ¿Se acuerda del chruso ese, que andaba pa todo lados con-
migo? ¡Me la chrobó, Cacho, me la chrobó, se fue con él!
–Bueno, no se haga mala sangre, Cabrera… como si acabase de
enterarse cómo son las minas, ¡corren detrás de la guita! Es sabido.
–¡Esperaba más de usté, Cacho! –Reprochó cortando con tristeza
la medialuna y tirándole unas migas al perro.
–¿Cómo se llama?
–Mónica Beatriz, pero el chruso de cuarta le dice “Mónica Natacha”.
–¡No, bruto! El perro, ¿cómo se llama?
–¡Ah, este disgraciao! –Cabrera lo miró, y el perro sacudió la cola
sobre las baldosas de granito–. Segundo, se llama.
–No sabía que le gustaba la gauchesca.
–¡La gaucha no, Cacho, me gusta la patchroncita! ¡Preste atención,
carajo, cuando le hablo!
–Pero ¿por qué le puso Segundo al perro, Cabrera?
–Porque es el segundo pechrro que tengo, Cacho –en voz baja, Ca-
brera se dirigió al animal–, ¡ja, y endespués el que se mama soy yo!
Los desayunos en El Porvenir se hicieron frecuentes y también
las caminatas subsiguientes. Había días en que Cabrera y Segundo
se iban a la estación de trenes La Trochita y mientras Cabrera tiraba
piedras al vacío, imaginando que tenía a Vladislav enfrente, Segundo
corría con aires de galgo tratando de alcanzar los proyectiles. Otros
días, cuando Cabrera andaba agudo de olfato, se iban hasta el Parque
Municipal, donde el amo insistía, sin obtener resultados favorables,
para que Segundo se bañara en el Río Luján. Pero casi siempre –y
muy a pesar del perro– iban hasta la casa de la patroncita, en la calle
32, y se escondían detrás del plátano de la vereda de enfrente para
espiarla. Los días preferidos de Cabrera eran los que veía a Mónica
Beatriz atravesar la ventana cantando desaforada, envuelta en unos
trapos ridículos, pero minúsculos, lo que siempre tenía un impacto
formidable en su psiquis. Detrás de ella siempre aparecía el ruso, pe-
gado como una sanguijuela, el monigote.
Una noche, cuando sintió que su cuerpo no soportaría un sólo
suspiro más, Cabrera decidió que lo mejor sería escribirle para que
se enterara de sus sentimientos por ella. ¡Ay, si tan sólo no hubiera
abandonado la escuela! Pensó un rato y decidió que lo mejor sería
usar las palabras de otro:
yo recuerdo, no tenias cazi nada que ponerte,
hoy usas ajuar de seda con rocitas rococó,
¡me rebienta tu presensia... pagaria por no verte...
si hasta el nombre te an cambiado como as cambiado de suerte:
ya no sos mi Margarita, haora te llaman Margot!
hasta siempre… C.
PD: el ruzo se la come.

Dobló el papel, lo metió en un sobre y lo pasó por debajo de la


puerta. A la mañana siguiente, envuelta en su tapado de perro sibe-
riano, Mónica Beatriz salió a sacar la basura y encontró la epístola.
Luego de leerla, miró atenta hacia ambos lados de la vereda. Buscaba
al remitente para informarle que no era ella Margarita. Al no ver a na-
die, metió con manifiesto gesto de asco el sobre en la bolsa de basura
y la depositó en el canasto. Antes de volver a entrar, Mónica Beatriz
miró nuevamente hacia ambos lados de la vereda. Todavía nadie. Un
viento frío sopló. Se cubrió el pecho con la solapa del tapado de sibe-
riano y cerró la puerta.
El segundo error del ruso Vladislav Sergéevich Smirnov fue pe-
dirle a su Mónica Natacha que volviera a su castaño natural. Atacada
de odio, esa misma tarde, cuando el sol se ponía sobre el Río Lujan,
Mónica Beatriz tiró por la ventana del segundo piso las pocas perte-
nencias de Vladislav Sergéevich Smirnov.
–¡Rubia nací y rubia me voy a ir a la tumba, ruso de mierda! ¡Or-
dinario!
Nunca más se lo volvió a ver por las calles mercedinas. Dicen los
paisanos que se mudó a San Andrés de Giles desde donde trató en
vano de recuperar el amor de Svetlana Ivánovna Smirnova, quien por
yerro del servicio postal argentino y una muy mala caligrafía del re-
mitente recibió la carta que le había sido destinada a sus padres.

Cabrera volvió en sí del recuerdo. Su cuerpo seguía sintiendo un


vivo dolor cada vez que rememoraba a Vladislav. Con el ruso había
tenido suerte, al final, porque él solito se había mandado la cagada de
sacarle a Mónica Natacha la careta. Pero si alguien más le arrastraba
el ala a la patroncita tal y como era, ahí sí tendría que batirse a duelo,
arriesgar su vida por amor. Esta vez sí, estaba dispuesto a todo. Lo de
Oblonga Tzonga era la punta de algo inmenso y enterrado: su iceberg
de amor por Mónica Beatriz.

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–Son ciento sesenta pesos –anunció el taxista.


–¡¿Ánde se ha visto?! ¡Desearle la mujer al próximo y encima pe-
dir plata! ¡Ja, lo único que falta es que le chrequiebre el bigote! ¡Vamos
Segundo, bájese de ahí!
–Son ciento sesenta pesos –volvió a repetir el taxista algo inquieto
al ver que la pasajera estaba abriendo la puerta de su casa.
–¿Me escuchó, doña? ¡Son ciento sesenta pesos!
Al constatar, incrédulo –la vulgaridad del chofer excedía cualquier
cosa antes vista–, que el hombre se había bajado del auto y se disponía
a atrapar a la patrona, ya en el rellano del escaloncito de la entrada,
por el codo, Cabrera intervino.
–¡Alto ahí, ahijuna! ¡Segundo, achrremeta!
El taxista, ante el avance de los colmillos enrabiados del perro,
retrocedió con las manos en alto y volvió a subirse al vehículo sin
quitarle los ojos de encima al animal. Puso primera, pasó rápido a
segunda y se marcho dejando tras de sí el eco de un escape flojo y una
nube de humo negro. Cabrera se golpeteó el muslo, Segundo corrió
a juntarse con su amo y Mónica Beatriz levantó el índice a modo de
saludo y entró a su casa.
¶ IV
Faltaban treinta minutos para la medianoche. Mónica Beatriz
ultimó detalles del peinado y roció con fijador el rodete bajo, tirante
y redondo que como un merengue color yema de huevo se le enquis-
taba en la nuca. Frente al espejo del botiquín se abrochó un collar de
perlas plásticas y repasó varias veces con sus manos una arruga en
la pollera del trajecito sastre que llevaba puesto. De camino hacia la
cocina para cortar el salame con el que agasajaría a sus contertulios,
se cruzó con su reflejo en el espejo de la cómoda del pasillo. No se
reconoció. Retrocedió. Observó con detenimiento su rostro desde va-
rios ángulos: algo no andaba. ¿Sería el maquillaje? Probó con color en
los cachetes, cantidad de rimel en las pestañas y se puso un poco de
brillantina –sobras del último carnaval– en los párpados para avivar-
se la expresión. Aunque algo mejoró seguía sin reconocerse. Perma-
neció reflexiva frente al espejo algunos segundos más: ¿era necesario
afearse tanto para ser tomada en serio? Volvió a mirar el reloj. ¡Qué
rápido pasaba el tiempo cuando una se aplicaba a los detalles de la fe-
mineidad! No tardarían en llegar. Agarró del cajón de la cómoda una
escarapela y la pinchó en el lado izquierdo de su blazer en un intento
sencillo de dejar en evidencia que llevaba la patria en su corazón.
Al llegar a la cocina, miró satisfecha el resultado de los prepara-
tivos que la habían ocupado esa tarde. En el estante donde estaba
la radio y junto al colador, la presencia de una banderita argentina
con pedestal y mástil, aportaba cierto carácter politizado al ambien-
te. Guirnaldas de fiestas pasadas se enredaban en el techo como en
un plato de tallarines. Naranja, cansado de roer un limón, parecía
a punto de quedarse dormido adentro de la frutera. En la cabecera

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de la mesa, que más tarde ocuparía, Mónica Beatriz había puesto un


anotador de tapa dura y encima de él un martillo. Del otro lado, una
jarra con agua, vasos y un Valium que se tomó en seguida, antes de
que llegaran los convocados.
El recuerdo de aquel catastrófico acto del 25 de mayo de 1975 so-
lía asaltarla en momentos decisivos como éste. Cada palabra de cada
uno de los versos pronunciados en el gimnasio de la “Domingo F.
Sarmiento” de Castelli –de donde Mónica Beatriz era oriunda–, ad-
quiría densidad hasta convertirse en un recuerdo tridimensional que
la oprimía.

Mazamorra dorada
para la niña mimada,

Neli Ehul no sólo había sido la compañerita rubia de ojos celes-


tes y piernas interminables (de tero) que todos los chicos amaban.
Además, siempre había sido la elegida para interpretar a Mariquita
Sánchez de Thompson. Sentada frente al piano con su peinetón de ca-
rey, Neli miraba con desprecio la cara tiznada de la pequeña Mónica
Beatriz, Negra Tomasa vitalicia:

mazamorra caliente
para la vieja sin dientes.

La pequeña Mónica Beatriz –tenía 13 años– debía caminar desde


el piano hasta la bandera y entregarle graciosamente un pastelito de
batata a la directora.

Empanadas sabrosas
para las buenas mozas.

Neli Ehul y sus pecas. Neli Ehul y sus conocimientos de piano.


Neli Ehul y su traje de dama antigua. Neli Ehul y su bicicleta roja. Neli
Ehul y su nariz perfecta. Neli Ehul y sus antepasados irlandeses. Neli
Ehul y su pelo rubio natural.

Empanadas bien calientes


para el más valiente.
Cornelio Saavedra, parado frente a la fachada en cartón de un Ca-
bildo improvisado, era el encargado de arengar a los gritos: “¡El pueblo
quiere saber de qué se trata!” al resto de la clase, que como un todo
indivisible, representaba la multitud criolla de 1810. Impulsada por el
amor desmedido que sentía hacia Cornelio, Mónica Beatriz caminó sin
querer hasta él y sacudiéndole la manga de la camisa le dijo: “Este lo
hice especialmente pa’vo”. Cornelio no le aceptó el pastelito. De la car-
cajada general, la que Mónica Beatriz más escuchó fue la de Neli Ehul.

El Valium comenzaba a hacerle efecto y Neli se alejaba de sus pen-


samientos como cuando aún estaban en la primaria: pedaleando len-
tamente en su bicicleta roja. Timbre. Ya estaban ahí.

Mónica Beatriz esperó a que el Himno Nacional terminara de so-


nar en la radio y de pie inauguró la primera reunión de su frente
político, integrado por Tito, Jesús y el Hormiga.
–Bueno, antes que nada quisiera darles las gracias por haber ve-
nido y felicitarlos, porque a partir de ahora ustedes son parte de algo
más grande que ustedes mismos, un plan que tiene a la Patria por
objeto de todos nuestros esfuerzos y a la injusticia como nuestra gran
enemiga. ¡Ustedes son –aquí hizo una pausa para remarcar la impor-
tancia del comunicado–: mi gabinete!
Mónica Beatriz acompañó el anuncio con un martillazo.
El Hormiga, sentado frente a ella de brazos cruzados con la visera
de la gorra baja y masticando un chicle con la boca abierta, levantó
la mano.
–¡Pero si ya lo decía yo, el silencio es el peor castigo de los oprimi-
dos! ¡Hablá, Hormiga, hablá!
–Patrona, ¿me imagino que esto corre como horario de laburo, no?
Mónica Beatriz, debido al carácter inesperado de la pregunta,
abrió grande los ojos, se quedó sin saber qué decir y alzó al pobre Na-
ranja, que ya estaba acostumbrado a ser el depositario de estridentes
caricias cada vez que a su ama le entraban los nervios.
–¡Pero siempre tan interesado vos, Hormiguita! ¡Es gracias a la
Patrona que te comprás las zapatillas Adidas esas que tenés! No te
olvides de eso, pibe, –interrumpió Jesús tratando de ganar puntos
frente a Mónica Beatriz.
–¡Pero Jesucristo! –así lo llamaba el Hormiga cada vez que que-
ría hacerlo enojar–, tal vez a vos no te importe porque sos divino

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pero para nosotros, simples pecadores, son las doce de la noche!


Yo estaba con los muchachos en la esquina tomando una birrita…
y las llantas para tu información, chupamedias, son de La Salada,
no del shopping.
–Hormiga –intervino Mónica Beatriz viendo que el mitin amaga-
ba írsele de las manos–, acá todos trabajamos, somos todos pueblo.
Esta es una hora cómoda para todos. Y además agarramos el himno
por la radio, ¿qué más querés?
El Hormiga enojado, resopló y se bajó aun más la visera de la gorra.
–Que conste que no me voy porque tengo intriga de saber qué regalan.
–¡Dale, gilún! No te pongás así… ¿Cuántas veces la patrona te
sacó una placa a las tres mañana después de un tortazo en la napia?
¿Y las pizzas que a veces nos trae al mediodía? ¡Gratarola! ¿Nada de
esto cuenta para vos?… Déle, patrona, siga nomás, no le haga caso a
este pelandrún –se metió Tito, imparcial y respetado.
–Bueno, entonces si nadie tiene otra cosa más que añadir –retomó
Mónica Beatriz–, doy inicio formal a esta primera reunión… de mi
frente… político… de gabinete –y golpeó con suavidad el cuaderno
con el martillo–. Como ya pueden imaginar, tengo intensiones de ser
la próxima intendenta de la ciudad de Mercedes –Mónica Beatriz los
miró ilusionada, también porque no sabía cómo continuar.
Jesús, el Hormiga y Tito no supieron qué decir.
–Pero, patrona –comenzó Tito, confiando en que su experiencia
como presidente de la sociedad de fomento de su barrio le confería
autoridad en cuestiones políticas–, las elecciones son en menos tres
meses, usted tiene que inscribirse en la Municipalidad, afiliarse a un
partido, formar parte de una lista, conseguir fondos, hacer campaña…
¿Pensó en todo esto, cómo va a hacer?
–Bueno, pensarlo… –Mónica Beatriz reboleó los ojos– Pensar-
lo, así, con la seriedad que usted le confiere al asunto… Pero no nos
pongamos tan severos con las formalidades, Tito, que estamos entre
compañeros…
–Disculpemé, patrona, pero la política no es un “viva la pepa”…
Por gente así, tranquila como usted, estamos como estamos hoy en
Mercedes, ¿vio? Muy lindo lo del oprimido, lo de la patria, lo de la
injusticia pero son sólo palabras, acá hay que embarrarse las manos
en serio si queremos hacer una diferencia.
Mónica Beatriz, que en su entusiasmo no había previsto el rigor de
Tito, dudó sobre la mejor manera para acallar sus nervios: ¿acariciar
nuevamente a Naranja o tomarse otro Valium? Eligió lo segundo. Los
pocos metros que la separaban del cajón del mueble verde de la coci-
na –donde florecía su jardín secreto: una farmacia personal–, fueron
suficientes para que la imagen de Neli Ehul disfrazada de Mariquita
Sánchez de Thompson y sentada al piano la invadiera, minando la
poca confianza que tantos años y tinturas para el pelo le habían cos-
tado conseguir.
–¿Ya pensó en la afiliación política? –insistió Tito que, a pesar de
la dureza de sus palabras, confiaba en las buenas intenciones de la
patrona–. ¿Con quién se identifica más usted, con los peronistas o
con los radicales?
Mónica Beatriz permaneció de espaldas a la mesa donde sesio-
naba su gabinete político. Había apoyado dramáticamente las manos
en el reborde del mueble y miraba, abatida, la punta de sus zapatos.
Luego de unos de segundos que mantuvieron a todos en vilo, Mónica
Beatriz se dio vuelta y los enfrentó. Sus manos volvieron a acomodar-
se sobre el saliente del mueble.
–¡Con ninguno de los dos, Tito! –respondió a la defensiva–. ¡Mi
partido va a ser del centro! En el justo medio, siempre. ¿Está contento?
–Muy bien –se apuró Jesús, dolido porque lo apenaba que la pa-
trona quedara expuesta en su ignorancia, al fin y al cabo, la quería, la
quería mucho–, se nota que ha reflexionado sobre el tema. El centro es
una posición que permite convencer a los indecisos de todos los colo-
res, ¿no es así, Tito? –y pateó a su compañero por debajo de la mesa.
–¡Jesús, por favor! No diga estupideces. Seré del centro porque mi
casa está en el centro, ¿qué me viene con los indecisos? ¿A quién le
importan los indecisos? Que se arreglen solos, que bastante grande-
citos son.
–Perdonemé, patrona, usted lo decía por la ubicación geográfica
–rectificó Jesús con cancha–. Si me permite una observación, creo
que su pensamiento, lógico, tiene un problema: el porcentaje de la
población mercedina que vive en el centro de la ciudad es mucho
menor que el que vive afuera de las calles pavimentadas, como todos
sabemos y es de público conocimiento.
–El asfalto lo prometen todos y yo también lo voy a prometer. ¿Por
qué clase de política me toma? –Mónica Beatriz comenzó a abani-
carse con fuerza la cara… El hecho de que incluso Jesús se sintiera
capacitado para instruirla la sumió en un charco de dudas. ¿Estaría
haciendo bien? ¿Era la política su verdadero destino?

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–Usted baila en Lesionados por el corcho para los corsos, ¿no, patrona?
–Sí, Jesús, ¿qué tiene que ver?
Tito y Jesús miraron al Hormiga, había tensión en el ambiente.
–¿Qué? ¿Qué dije, loco? –el horno no estaba para bollos y las mi-
radas convergentes de todos a todos generaron unos segundos de si-
lencio.
–Déjeme terminar, patrona –pidió Jesús–, ¿vio durante los car-
navales todas las mascaritas y la gente que se junta más allá del Club
Mercedes, como para el lado del Automóvil Club Argentino?
–Sí, los vi, Jesús, vivo en Mercedes, no en Júpiter ¿qué pasa con ellos?
–Pasa que ellos son sus votantes, patrona, a ellos les tiene que hablar.
Mónica Beatriz permaneció en silencio un momento. Trataba de
proyectar una imagen adusta, seria, de política verdadera. Por dentro,
la realidad era otra. Un frío eléctrico le recorrió la médula: ¿cómo
se defendería (a sí misma y al pueblo grosso modo) de futuras Nelis
Ehules, si ella misma se había convertido en lo que trataba de com-
batir? Sintió vergüenza, no se trataba sólo de convencer a los “opri-
midos” –palabra que le pareció adecuada vista la piedad que le pro-
vocaban sus tres albañiles–. Según la lógica binaria del karma, estaba
transcurriendo su vida “buena” y ella era la primera que tenía que
convencerse de eso para alcanzar su potencial. Bajó la mirada y trató
de quitarse la arruga de la pollera del trajecito sastre color rosa pálido
que llevaba puesto.
–Lo sé, Jesús, lo sé. Aunque a veces lo parezca, no vivo en un fras-
co de mayonesa, se los aseguro –y luego inhaló de manera bestial, lo
que dio la impresión de que suspiraba frente a las imposibilidades de
la áspera realidad, pero era más que nada un anacoluto por falta de
conceptos.
Se paró y fue a buscar a la alacena del mueble verde, detrás de
ella, una botella de whisky. El alcohol la devolvió a sus cabales, alegre
estado anímico que en Mónica Beatriz significaba una pérdida total
de la compostura.
–¡Ay, esto va a ser más difícil de lo que parecía! ¿Me pueden decir
cómo voy a hacer para conseguir el voto de la negr… de los opri-
midos? –Mónica Beatriz se sirvió un segundo vaso de whisky y se
lo mandó de otro trago–. Y por cierto, Hormiga –añadió haciendo
muecas por el ardor en el esófago que le producía el descenso del al-
cohol–, ¿te creés que me olvidé de que el año pasado aprovechaste la
confusión para llenarme las tetas de espuma mientras bailaba?
–Eeeeh, no se ortibe, patrona. Ahora estamos todos del mismo lado.
–Usted tranquila, no se desespere que las cosas hay que hacerlas
bien pero no son tan difíciles –la tranquilizó Tito–. Llegar a la gente
es más fácil de lo que uno cree, alcanza con que se los tome en cuenta,
que no se los margine, como usted dijo al principio de la reunión.
–Claro –se sumó Jesús–, lo más importante es que ellos conozcan
a la patrona que nosotros conocemos, así de sencillo ¿ve? La mujer
cariñosa, bella, comprensiva que todos queremos.
–¡Rescatate, barrilete! ¡Pará de una vez con la chupada de medias
que si se llega a enterar la Sandra se te arma la podrida! –exclamó el
Hormiga, que no perdía oportunidad de cizañear a Jesucristo.
–¡Te voy a embocar una que te voy a dejar la mandíbula como una
puerta giratoria, pelotudo! ¡Cortala con la Sandra! –Jesús se incorporó
pero al ver que el Hormiga prefería chasquear con la boca hacia un
costado mirando el piso, volvió a dirigirse a Mónica Beatriz–. Usted es
buena gente, patrona, no se olvide nunca de eso. Usted saca placas gra-
tis de querusa en el hospital: eso cuenta como servicio público, nos da
laburo a nosotros, que somos unos vagos de cuarta, porque nos quiere,
¡admitaló! –risita general–, usted le hace la segunda al chino clavagu-
jas… Usted es una mina laburadora con buen corazón y todos tienen
que saberlo, ¿me entiende? Ésa es su carta, la carta que tiene que jugar.
¡Queremos una ciudad donde las mascaritas también tengamos voz!
–Jesús se había embalado y sin pedir permiso se hizo con el martillo y
comenzó a martillar entusiasmado el cuaderno de tapas duras.
Mónica Beatriz no se atrevió a interrumpirlo. Tito sirvió un vaso
de whisky y se lo pasó a Jesús.
–¿Qué le parece, patrona, si la semana que viene largamos la cam-
paña con los vecinos de El Blandengue, el barrio del Hormiga, para
que vayan conociéndola? –propuso Tito, tratando de que su capaci-
dad no quedara opacada por el entusiasmo de Jesús.
–¡Uh, la rubia en el barrio! ¡Eso sí que no me lo pierdo por nada,
loco! –exclamó el Hormiga agitando las manos y haciendo chascar
sus dedos–. Ahora, no se le ocurra aparecerse disfrazada de Mirtha
Legrand porque le va a ir para el culo, doña.
–No te sigo, Hormiga.
–Nada, patrona –terció Jesús–, lo que el Hormiga quiere decir es
que se vista más como… como nosotros, ¿vio? Para que no la vean
tan ajena ¿me entiende? Para que el pueblo se identifique con usted,
nada más.

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Mónica Beatriz asintió con sequedad.


–Bueno, entonces si me guío por la agenda que acabamos de ar-
mar y por el entusiasmo que parece suscitarles el proyecto, debo en-
tender que es un sí, ¿no? –preguntó cohibida la patrona.
–¿Qué es un sí qué? –inquirió confundido Jesús en nombre de to-
dos.
–Que aceptan ser mi… mi… –no cabía duda, esa noche, la patro-
na se encontraba en un evidente estado de dubitación semántica– mi
gabinete, el motivo de la reunión de hoy… saber si aceptaban o no ser
parte de mi frente… político… de… mi gabinete.
–Ah, ¿se podía elegir? –las miradas de Tito y Jesús convergieron
una vez en el Hormiga y éste volvió a comprenderlo todo sin palabras.
–Claro que aceptamos –dijo Tito comprometido.
–Bueno, entonces si nadie tiene nada más que agregar, doy por fi-
nalizado este primer encuentro político –y tras quitar la herramienta
de manos de Jesús, dio el martillazo de clausura.
El Hormiga levantó la mano.
–¿Qué pasa ahora, más quejas?
–No se paranoiquee, patrona, me quedó la duda de dónde sacó la
idea esta de la intendencia, de la política.
–Del karma, Hormiga, del karma. La política es lo único que se
interpone entre mí… entre yo… –Mónica Beatriz se dio cuenta de
que se le dificultaba el pronombre– y la realización de mi potencial,
de mi yo como máximo de mí, ¿se entiende?
El Hormiga hizo que sí con la cabeza mientras relojeaba a sus
compañeros. Mónica Beatriz comprendió que no había sido clara.
–¿Te acordás cuando subí al deck a buscar a Tito y a Jesús y en
cambio me encontré con vos? –el Hormiga asintió–. Bueno, esto es
lo mismo. Uno es lo que uno cree que va a encontrar y otra cosa dife-
rente es lo que encuentra, lo que está ahí, esperándolo. Yo voy a ser la
próxima intendenta de la ciudad de Mercedes, porque eso garantiza
que ésta que estoy viviendo es mi vida “buena”.
Todos sonrieron de compromiso. Mónica Beatriz tocó con disi-
mulo el enchapado de madera del mueble.
¶V
Seis años atrás, había tenido lugar el “episodio Nostradamus”. De-
primida por la partida de su primer marido Alfio con Vanesa –artis-
ta circense–, Mónica Beatriz entretenía las noches de sus sábados en
degustar dulce de leche mientras miraba los especiales de fenóme-
nos paranormales por Canal Infinito. A eso de la una de la madru-
gada, cuando el programa Infinito asombro lanzaba sus maratones
de documentales sobre temas de misterio, ocultismo y pseudocien-
cia, Mónica Beatriz aguardaba con el pote de dulce abierto y la vi-
deocassettera lista para grabar. Cuando en uno de los documentales
Nostradamus anunció la destrucción de Nueva York y París, la gran
manifestación extraterrestre y el fin del mundo como consecuencia
de la llegada del gigantesco astro Hercólubus, la futura patrona dejó
caer al suelo la cuchara repleta de dulce y se puso a hacer cuentas.
Si Nueva York y París iban a desaparecer en el año 2055 y el planeta
llegaría a su fin en el 3797, habría un total de 1742 años en los que
la Tierra tendría vacante el puesto de “ciudad capital del mundo”.
Incluso recluida en Mercedes, a Mónica Beatriz no se le escapaba
que la importancia política, cultural y económica de las metrópo-
lis se medía por la existencia de un gran edificio fálico en ellas, en
lo posible, en su centro geográfico. En Nueva York, demostración
brutal de potencia, a falta de uno habían erigido dos (hechos añicos
por el terrorismo fanático). París, por su parte, exhibía con orgu-
llo y chispeantes lucecitas sus trescientos treinta metros de chata-
rra. El Obelisco de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, con sus
modestos setenta y siete metros eran un horizonte de superación al
alcance de la mano. Finalmente, Mercedes tendría la oportunidad de

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convertirse en la ciudad capital de la Argentina, en primera instan-


cia, y el mundo, después.
Rodeada de hojas llenas de números, cuentas y diagramitas a
mano alzada, Mónica Beatriz se quedó dormida en el sillón del li-
ving. Esa noche, en lo que más tarde ella describiría como un sueño
premonitorio, se le presentó un señor de barba, sombrero y cuello de
camisa a volados.
–¿Qué hacés acá, Nostradamus? –Mónica Beatriz entró en con-
fianza en seguida–. ¿Vos no estabas muerto?
–La muerte, hija mía, es un concepto ambiguo y, como ya deberías
saber, el principio de muchas otras cosas.
–Ay, Michel, cuanta sabiduría… ¿No te molesta si te tuteo, no? En
realidad, te… bah… voseo, ¿no te molesta, no?
–No, hija mía, estoy acostumbrado. Me solicitan mucho de Sud-
américa. El Tercer Mundo, permanentemente en vías de desarrollo,
siempre luchando con el default, con el vacío, con la desgracia total,
necesita faros que iluminen su esperanza exangüe. Yo soy uno de ellos.
–¿No querés que te prepare algo de comer, Michel? Me imagino
que en el Más Allá se deben cagar de hambre.
–A decir verdad, una vez muerto, el cuerpo deja a un lado las ne-
cesidades físicas como la alimentación y el placer carnal, pero visto y
considerando que vuestro país es tan reputado por la carne vacuna,
y si mi pedido no implica para ti una molestia, hija mía, con gusto te
acepto un bifecito de chorizo.
–Faltaba más, Michel, sentate. Estás en tu casa.
Con restos de ensalada rusa diseminados sobre su barba y masti-
cando el último pedazo de churrasco, Nostradamus se limpió la boca
con una servilleta, dio un sorbo a la copa de tinto, se aclaró la gar-
ganta y dijo:
–Hija mía, imagino que debes de estar preguntándote sobre el
motivo de mi visita…
–¡Para qué te lo voy a negar! –sonrió nerviosa– ¡Casi me muero
del susto cuando te vi ahí parado! Un día le vas a dar un infarto a
alguien si seguís apareciéndotele así sin avisar a la pobre gente. En
medio de la noche…
–Sí, ya lo sé, hija mía, no eres la primera en decírmelo, pero care-
cemos de tiempo para discutir sobre la manera adecuada de desper-
taros. Como sabrás, todas mis predicciones y profecías fueron hechas
siendo yo todavía muy mozo, un mocoso para ser honesto… y ahora
con tanto tiempo libre me las he puesto a revisar y… –Nostradamus,
avergonzado, se hizo viserita con la mano, y sacudió la cabeza– y…
–Bueno, no te martiricés, Michel, ojalá yo a la edad en que vos
estabas dele que dele predecir le hubiese dado un poco más de bolilla
a la matemática.
Nostradamus la interrumpió violentamente:
–Hija mía, creo que los comechingones tenían razón…
–¿De qué, en qué, a qué te referís?
–¡El fin del mundo ya está acá! ¡Mucho antes de lo que he predicho!
–¿Por los mayas decís, que lo anunciaron para el 2012? Mirá, seré
europeísta o europocéntrica o eurastémica pero yo confío más en los
franceses que en los mexicanos –Mónica Beatriz, advirtiendo que su
postura era indefendiblemente incómoda, comenzó a hiperventilar–.
¡Es la verdad, es la verdad! Me avergüenza, pero es así.
–¡Ostias! Cómo sois los argentinos, siempre pateando para el arco
contrario. De todas maneras esta vez tienes razón, hija mía: los mayas
también se equivocaron en sus cálculos. Y bien merecido lo tienen,
si hubieras visto cómo se burlaban de los sufridos comechingones.
De todo les decían: que estaban en el coño del mundo, que recién se
habían bajado de los eucaliptos, que eran supersticiosos… ¿Y al final
quién tenía razón?
–No me alarmés, Michel ¿por cuánto te equivocaste en los cálcu-
los del fin del mundo?
–Por 1778 años, hija mía, el mundo terminará en el 2019 con otro
gran diluvio. Ahora sí estoy seguro.
–¡Qué horror, Michel! Yo siempre lo dije, si en vez de prometer
los políticos limpiaran las bocas de tormenta, estas cosas no pasarían.
–Más que de voluntad política, hija mía, yo diría que esto se trata
de un capricho divino y es por eso que he venido a verte. Para que
construyas un arca, perdón, una torre, en dónde todos hablen lenguas
diferentes… No, no, perdón, me estoy equivocando de relato. O sea,
la cosa es así: tienes a cargo, escucha bien, la construcción de una to-
rre, la más alta que jamás se haya visto en Mercedes, donde albergarás
a varias parejas de animales y humanos.
–¿Yo, encargada de la torre? –Mónica Beatriz no salía de su asom-
bro–. ¿¿Yo??
–¿No querías acaso que tu ciudad fuera capital del mundo, hija
mía? Si realmente lo deseas, lograrás el cometido que te estoy enco-
mendando. Mercedes se convertirá en la ciudad que está destinada a

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ser. Y ahora debo irme, si Anne se despierta y no me ve junto a ella se


pone insoportable. Recuerda: escoge con cuidado, de los habitantes
de la torre dependerá el futuro de la humanidad sobre la Tierra.

Varios meses después de esta aparición providencial, indignada


por la poca seriedad con que el intendente –que finalmente se digna-
ba a escuchar lo que ella tenía para decir– atendía sus propósitos y,
más aun, atónita con la respuesta que le dio: “¿Por qué no se constru-
ye un estadio de fútbol para salvar a la humanidad, señora?”, Mónica
Beatriz decidió que mandaría a construir la torre, con o sin financia-
miento público –claramente se trataba aquí de la segunda opción–.
Costara lo que costara. Fue por esa época que se conchabó en lo del
chino clavagujas, para hacerse de unos pesitos extras que, a la postre,
terminaron en las manos de dos albañiles desempleados: Tito y Jesús,
encargados de llevar a cabo la que sería la construcción más alta de
toda Mercedes.
En el ínterin, Mónica Beatriz se atareaba tratando de dilucidar a
quiénes salvar del diluvio y a quiénes no. “De tus elegidos depende-
rá la humanidad”, la frase de Nostradamus rebotaba en su cabeza y
le impedía concentrarse. Luego de mucho tachar, volver a escribir y
volver a tachar, Mónica Beatriz miró satisfecha el primer borrador de
la lista. Algunas de las personas seleccionadas eran: su vecina Rinna,
por los exquisitos canelones que hacía los domingos y su pericia culi-
naria en general; Brad Pitt, quien con la humanidad inundada tendría
que conformarse con Mónica Beatriz cada vez que lo asaltaran deseos
impuros; Stephen Hawking, su inteligencia lo convertía en un ele-
mento de gran utilidad. Un análisis más exhaustivo de la situación le
recordó su condición física, que requería de silla de ruedas, computa-
dora y micrófono, le pareció que sería más bien un estorbo y lo tachó.
Corrida por las dudas y la inseguridad, junto a su nombre suprimido
escribió: “Buscar sustituto”. Más abajo en la lista figuraban Verónica
Castro y su hijo Cristian, seleccionados por su idoneidad para com-
batir el aburrimiento del encierro (ya fantaseaba Mónica Beatriz los
dúos musicales que interpretarían a capela y, por qué no, con posibles
disputas familiares exacerbadas por la reclusión). En último lugar se
hallaba Brigitte Bardot, cuya labor consistiría en hacerse cargo de los
animales.
El paso siguiente a la creación de esta primera nómina fue con-
tactar a las personas seleccionadas y convencerlas de que el mundo
volvería a sufrir otro gran diluvio universal al que nadie sobreviviría a
menos que accedieran a encerrarse con ella, en lo que Mónica Beatriz
dio en llamar “La torre de Mónica”. Dejó a los elegidos internacio-
nales –como Brad o Brigitte– para el final y se abocó a contactar a
la chusma nacional. Ante la reticencia que mostró incluso su vecina
Rinna, Mónica Beatriz se vio obligada a bajar sus exigencias y confor-
marse con una mucho más modesta selección local, que respondía a
la categoría “el que diga que sí”.
Durante los tres meses que duró la búsqueda sólo fue capaz de
convencer al croto Ledesma, que si bien en un principio se negó,
cuando comenzaron las primeras heladas aceptó con gusto cambiar
el banco de la plaza San Luis por un colchón en la cocina de la casa
de la calle 32. En cuanto a los animales, salvando las obviedades de
perros, gatos y palomas, lo único más o menos exótico que Mónica
Beatriz logró sumar fue un conejo que le regalaron en un criadero.
El animal era tan chiquito, blanco y peludo que más que un conejo
parecía un ovillo de lana que iba deshaciéndose a medida que se ale-
jaba. “¡Lo rico que debe quedar el conejo este a la naranja” fantaseaba
el croto Ledesma, confundiendo el animal del plato francés cada vez
que el bichito pasaba saltando inocentemente frente a él. A pesar de
las bolitas de caca que el conejo dejaba por toda la casa y las cosas que
rompía con sus dientecitos afilados como cuchillitos asesinos, Móni-
ca Beatriz procuraba alimentar bien a Ledesma y no dejarlo nunca a
solas con el animal.
Al cabo de un mes de convivencia con el croto y las otras alima-
ñas, Mónica Beatriz los echó a todos al grito de: “¡Se me van de acá,
manga de vagos! ¡Prefiero morir de soledad que ser la responsable de
un mundo repleto de criaturas como ustedes!”. Sin embargo, decidió
conservar a los dos albañiles para continuar con la construcción de la
torre y al conejo, que bautizó “Naranja” en honor al plato francés y a
la memoria del croto y de sus propios esfuerzos por salvar el mundo.
Seis años después de aquel sueño premonitorio, la casa de la calle
32 contaba con un primer piso terminado y un segundo en cons-
trucción. Naranja era un conejo adulto que había aprendido a ir al
baño solo, y Tito y Jesús habían incorporado a un tercer albañil, el
Hormiga, a lo que ellos continuaban llamando con sorna “la obra de
ingeniería humana más importante del siglo XXI”. Si bien la cuenta
regresiva para llegar al 2019 ya había comenzado y los avances edili-
cios no permitían demasiado optimismo, Mónica Beatriz no perdía

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las esperanzas de superar los setenta y siete metros y medio del Obe-
lisco dentro del plazo estipulado y seguía siendo, por sobre todas las
cosas, una fiel telespectadora del canal Infinito. Desde hacía seis años
y para aliviar en un principio el estrés de la construcción, todos los
días a las once de la mañana encendía el televisor, buscaba el canal 55
y se ponía a hacer yoga junto a Wai Lana. Encontraba en la práctica
de aquella disciplina milenaria un método eficaz para ejercer el tan
añorado autocontrol –sin la necesidad de recurrir a fármacos– y en-
durecer el temple. Tan serena y dueña de sí misma se sentía cuando
terminaba la secuencia del saludo al sol, que sin pensarlo dos veces,
Mónica Beatriz decidió que para paliar el nerviosismo que le pro-
vocaba hablar en público, asistiría a su primer acto de campaña en
calidad de yogui.
¶ VI
Atesoraba Mónica Beatriz la ferviente convicción de que el yoga
era una disciplina oriental en el sentido más restrictivo del término:
que provenía de China. Esta fusión se producía en uno de los vericue-
tos de su inconsciente producto de que los ojos de Wai Lana, su Kri-
shna televisada, carecían de la típica redondez occidental. Para Mó-
nica Beatriz, lo más distintivo de un yogui no era su tercer ojo sino el
primero y el segundo. Por aquí decidió comenzar su metamorfosis.
A pesar de que en su trabajo como técnica radióloga en el hospital
Blas Dubarry había visto toda clase de atrocidades, Mónica Beatriz le
temía a los bisturís. La idea de pasar por el quirófano para tensarse
los párpados la aterraba y por eso mismo quedó descartada desde el
comienzo. Dejándose guiar por su empeñada naturaleza, no se dio
por vencida y trató –generalmente sin obtener el resultado deseado–
con artilugios caseros. Uno de ellos, excepcionalmente exitoso, con-
sistió en estirarse las patas de gallo hacia arriba y pegarlas a las sienes
con cinta adhesiva. Mónica Beatriz encontraba engorroso tener que
reemplazar con frecuencia las bandas y además le parecía que el re-
sultado final carecía de la elegancia mínima que consideraba natural
en su persona. Por otro lado, le molestaba la cercanía del pegamento
con la córnea, cosa que le nublaba la visión. Incapaz de distinguir
nada que no fuese el contorno de los objetos, Mónica Beatriz pasaba
la mayor parte del día sentada (temía que habilitarse la movilidad
la llevase a chocar con los muebles), probando el tan alabado poder
liberador de la mente e imaginaba que se paseaba en kimono por las
calles mercedinas mientras Naranja, atado a una correa, le indicaba el
camino. Contrariada por no poder ver su clase de yoga con Wai Lana

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por Infinito, Mónica Beatriz decidió cambiar de método –uno a trac-


ción humana– y se arrancó la cinta adhesiva de un tirón. Con unas
cuantas pestañas menos asomó su cabellera falsamente rubia por la
ventana de la cocina y levantó la cara al cielo.
–¡Tito! ¡Jesús! ¿Pueden bajar?
Por la escalera vertical que comunicaba el deck del primer piso
con el segundo en construcción, comenzaron a vislumbrarse dos pies
que luego se convirtieron en dos piernas, que luego se transformaron
en dos pies, dos piernas y un tronco, hasta que finalmente se convir-
tieron en un Tito entero. Lo mismo ocurrió con Jesús.
–¿Qué pasa, patrona?
–Necesito achinarme –respondió Mónica Beatriz sin filtro y sin
considerar necesario explicarles cuál era el rol que jugarían en dicha
transfiguración.
Al tomar consciencia de lo que acababa de decir, se sintió incó-
moda. Desde que había anunciado su deseo de candidatearse como
política a los tres albañiles se sentía constantemente juzgada por ellos,
en especial por Tito.
Jesús no pudo evitar el chiste fácil:
–¿No probó comiendo arroz?
–Y con sus ambiciones políticas, ¿qué pasó? Mire que el Hormiga
ya habló con la sociedad de fomento de su barrio y la están esperando
–dijo Tito convencido de que su actitud paternalista haría de Mónica
Beatriz la mejor intendenta que la ciudad de Mercedes jamás tendría.
–¡Jesús, déjese de pavadas! Y en cuanto a usted, Tito –replicó con-
centrada–, ¿me cree una de esas mujeres que se aburren y necesitan
inventarse una actividad para distraerse de la vida miserable que lle-
van? ¡No, señor! Quiero achinarme como estrategia política para este
sábado, ¿o acaso no vio cómo me pongo cuando estoy nerviosa? ¡¿No
se dio cuenta que no puedo hablar si estoy nerviosa?! ¿Usted votaría a
una momia descerebrada muda? Necesito paz interior y yoga, ¿com-
prende? Necesito Oriente ya.
–Lo que no entiendo es para qué se quiere achinar. La gente está
bastante abierta al tema este de aceptar que se candidatee una mujer…
–¿Qué me está queriendo decir, Jesús? ¿Usted es machista? ¿Es un
misógino de cuarta usted?
–¡Pero nooooo, patrona, noooo! ¡Machista no, para nada! Para
nada, patrona. Lo que quería significar es que tal vez la agarren un poco
para la chacota si además de todo se aparece con disfraz, ¿me entiende?
–¿“Además de todo” qué, Jesús? Sea claro. ¡Cómo se nota que nun-
ca salió del pueblo, que no tiene la más remota idea de lo que dice!
Háganme el favor de venir para acá, por favor.
Jesús vaciló y al amagar a dar el primer paso Tito lo retuvo.
–¿Qué hacen ahí quietos? Moviéndose, vamos –y Mónica Beatriz
chasqueó los dedos de la mano que tenía libre (en la otra dormía Na-
ranja) y los instó a franquear la puerta ventana que separaba el deck
de la cocina.
–¿Cómo quiere que hagamos, patrona? –consultó Tito dubitativo,
mientras la seguía con la mirada, admirando la pródiga curvatura de
su lado B.
–Así –Mónica Beatriz dejó al conejo sobre la mesa y se volvió de
pronto, estirándose hacia arriba los ojos con los anulares–. ¿Ve? Así.
No es tan difícil.
–Más bien que no se trata acá de demostrar la teoría de los números
primos gemelos –se metió Jesús, que venía detrás–. El tema es para
cuánto tenemos con este tema de los ojos, acabamos de poner una capa
de revoque y necesitamos pasarle el fratacho antes de que se seque.
–¿Cómo “para cuánto tenemos”, Jesucristo? ¿Qué se cree, que
quiero el chinismo por media hora? ¿Que lo quiero porque se acabó
la novela de las dos de la tarde? ¡No, señor! Uno se hace china para
toda la vida o no se hace china un carajo –para evitar cualquier tipo
de respuesta Mónica Beatriz optó por contraatacar–. Y además, no
se me venga a hacer el apurado que en seis años ¡un piso y medio
levantaron! Si el 2019 nos encuentra a todos bajo el agua ¡a mí no me
miren!
Un silencio incómodo inundó el comedor y las voces de la radio
llegaron desde la cocina.
–Disculpemé, patrona, pero si me quedo va a ser para quilombo,
así que yo mejor me voy a revocar, que es para lo que usted me está
pagando– Tito desapareció en andas de una cólera muda que le pintó
de rojivioláceo la cara.
Tras él quedó el eco del portazo, que se diluyó ni bien comenzó a
sonar en la radio una de esas canciones en serie del verano.
–Bueno, parece que al final quedamos sólo usted y yo, Jesús. Venga.
Jesús se sacó el sombrerito de papel de diario que usaba para pro-
teger su pelo de la garra mortal del cemento, lo guardó en el bolsillo
trasero de su pantalón y acató la orden de Mónica Beatriz. Incómodo,
se ubicó en su retaguardia.

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–Perdón, patrona– aún sin haberla tocado Jesús sentía que estaba
cruzando un límite.
Esa tarde quedaría grabada en su memoria como una de las más
eróticas de su vida. Antes de apoyar sus dedos sobre la sien de Móni-
ca Beatriz, Jesús se tomó unos segundos para mirarla toda, de arriba
abajo, de muy cerca, y enseguida después controló el pulso, como si
hubiera estado a punto de terminar ese revoque fino del que habían
hablado, apoyó sus dedos y preguntó:
–¿Así le parece bien?
Mónica Beatriz, que no tenía manera de darse cuenta si los ojos le
habían quedado parejos, propuso que fueran hasta el espejo que or-
naba la parte superior de la cómoda. Luego de un par de indicaciones
vagas a las que Jesús respondió estirando los ojos de la patrona cada
vez más hacia arriba, Mónica Beatriz se dio por satisfecha. No veía en
el reflejo más que dos siluetas borrosas. Hubiese sido incapaz de decir
quién era cuál de no ser por el distintivo halo amarrillo que se posa-
ba sobre sus hombros. Jesús, en cambio, trató de hacer perdurar en
su memoria la nitidez de esa imagen que le pareció la de una pareja
de recién casados. Lo entristeció recordar que con Sandra no habían
tenido plata para un fotógrafo profesional el día del casorio.
–Permítame la curiosidad, patrona, pero… ¿por qué china?
–Por el yoga, Jesús, necesito toda la chinedad posible para conver-
tirme en una verdadera yogui, no me queda otra.
–¿Yogui… como el oso?
–¡Pero será posible! Usted abre la boca y caen sólo boludeces, será
de Dios. ¡Yogui! ¡Yogui de yoga! ¿De qué oso me habla?
–¡Ah! Pero esos son hindúes, patrona, no chinos.
–Mire, Jesucristo, se lo voy a poner muy en claro una vez y des-
pués no volvemos a hablar más del tema, ¿estamos? Wai Lana hace
yoga, yo la miro. Wai Lana es china, se le ve en los ojos. El yoga, por
lo tanto, es chino. Es la época que nos tocó vivir, Jesucristo, hoy en
día todo es made in Taiwan, ¡todo viene de China! Hasta el dulce de
leche es made in China.
El albañil no se atrevió a contradecirla y sintió alivio de que Tito
no estuviera allí. El comentario de la patrona lo hubiera irritado. Pero
si debía ser totalmente honesto, en algo tenía razón Mónica Beatriz.
La industria nacional no era el sector más vigoroso de la economía
y tal vez era ésa, justamente, la dirección que Amigos del Centro, el
partido de la patrona, debía tomar.
–¿Está listo, Jesús?
La pregunta lo sustrajo de sus reflexiones económicas.
–Sí, patrona, ¿para qué? ¿Qué más tenemos que hacer ahora?
–Perfecto, entonces relájese, respire, sígame. Iniciemos la práctica,
siempre es mejor de a dos.
Mónica Beatriz se llevó las manos al pecho en posición de rezo,
inspiró, luego estiró los brazos hacia arriba y se arqueó hacia atrás.
Jesús comenzó a pensar que aquello bastaba para que Sandra le pi-
diera el divorcio y se quedara con la casita de la calle 48 y las gallinas.
Para evitar cualquier tipo de roce, se hizo un bollito. Mónica Beatriz
expiró ruidosamente y llevó los brazos hacia adelante hasta quedar
doblada como una ele acostada. Jesús transpiraba, inmóvil en su lu-
gar, dudaba sobre el carácter sagrado del matrimonio, ¿tal vez era
él quien debía pedir el divorcio? La última vez que Sandra le había
mostrado el pan dulce desde ese ángulo habían seguido cuatro días
de lumbalgia aguda. Un intento fallido por hacerse la sexy la agachó
demasiado rápido para sacar el pollo del horno y la dejó de cama.
En puntitas de pie, sacando culo y haciendo esfuerzo –no siempre
fructuoso– para que el aleph patronal no le desviara la mirada, Jesús
procuró mantener cinco centímetros de distancia entre los cuerpos
en todo momento.
–Prepárese que ahí vamos, Jesús, eh. ¿Está listo?
–¡¿Cómo?! ¡¿Todavía no empezamos?! –preguntó Jesús acalorado.
–Esto es apenas el precalentamiento, hombre, ¿nunca hizo activi-
dad física?
Turbado como estaba, Jesús no quiso ni imaginarse lo que sería
el yoga sin prefijo, la vida sin Sandra, sin los pollos, sin la casita de la
calle 48 y sin pensarlo más, se incorporó a los gritos:
–¡Ahí voy, Tito, ahí voy!
–¿Pero qué hace, Jesús?
–¿No escuchó, patrona? Me acaba de chiflar el Tito –Jesús se calzó
de nuevo el sombrerito de papel de diario y salió él también por la
puerta ventana como expulsado por una fuerza oscura.

Si algo sabía Mónica Beatriz, por experiencia y a fuerza de con-


sulta astrológica, era que ella –y nadie más– tenía que ocuparse de
aquellas cosas que quería que salieran bien, es decir, como ella quería.
Fue por eso que luego de bañarse y atarse el kimono, Mónica Beatriz
bajó con Naranja hasta el consultorio del Dr. Lee, donde trabajaba

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como secretaria los días que no hacía guardia como técnica radióloga
en el Hospital Blas Dubarry.
–¿Quién golpea puelta?
–Soy yo Dr. Lee, Mónica Beatriz, ¿puedo pasar?
–¡Clalo! Alelante, alelante.
Detrás de la inmensa nube de sahumerio que inundaba el consul-
torio, Mónica Beatriz vislumbró la camilla donde un paciente boca
abajo era ensartado por las agujas del Dr. Lee. Al acercarse, no sólo
notó las uñas largas y bien cuidadas de Lee, sino también la cara del
paciente. Era el Hormiga.
–¿Se puede saber qué hacés acá, Hormiga, que no estás trabajando
a las tres de la tarde?
–Calma, calma –intervino el Dr. Lee a favor de su flemático clien-
te–, Holmiga tenel dolol en homblo izquieldo y doctol Lee ayulal.
–¡Por favor, Dr. Lee! –gritó indignada Mónica Beatriz–. ¡A mí no
me va a venir con ésas! ¡A este sinvergüenza lo único que le duele es
el trabajo! ¡Bajá ya de esa camilla y andá a revocar con los otros dos
porque te reviento!
Aturdido por la acupuntura y la amenaza de la patrona, el Hormi-
ga se incorporó, agarró la remera de Viejas Locas con la que circulaba
por la vida desde hacía por lo menos dos semanas y salió del consul-
torio con la espalda como un alfiletero.
–Doctol Lee vel Mónica Beatliz tensa –observó el fisioterapeuta
con voz suave.
–Tensa es poco decir Dr. Lee… por eso vine a verlo, creo que usted
es el único que puede ayudarme.
–Ah, que intelesante, y ¿qué podel hacel pol usted doctol Lee?
–Necesito achinarme lo más posible, doctor, y como necesito que
sea ya, estoy probando varios métodos al mismo tiempo y como us-
ted es el único chino que conozco y es muy bueno en lo que hace,
pensé que con las agujitas podría…
–¿Y pol qué quelel china? –interrumpió el Dr. Lee cautivado.
–Porque según la lógica kármica ésta es mi vida “buena” y según
el tarot voy a ser la próxima intendenta de la ciudad de Mercedes.
Pero depende también de mí… ¿me entiende? –el Dr. Lee asintió más
intrigado aún–. El sábado es mi primer acto de campaña frente a los
vecinos de El Blandengue, el barrio del Hormiga, el que se acaba de
ir, no se imagina el estrés que tengo. Hablar en público no es lo mío.
El yoga me calma, con lo cual pensé que lo mejor sería asistir al acto
en calidad de yogui… para estar serena y poder aunque sea sonar
coherente… Por lo cual necesitaría achinarme, para en ese mismo y
único movimiento, enyoguizarme de manera definitiva, doctor, para
que la fuerza de los chakras esté de mi lado, ¿me entiende?
–Doctol Lee entendel, Mónica Beatliz no entendel. Chino: tai-chi-
chuan, India: yoga, no misma cosa –explicó Lee mientras en una pi-
zarra esbozó un croquis para resultar lo más claro posible, consciente
de sus limitaciones fónico-lingüísticas.
–¡No me diga que Tito ya pasó por acá y le anduvo llenando la
cabeza con cosas raras: que Yogui es un oso, que los que hacen yoga
vienen de la India! –Mónica Beatriz sacudió la cabeza sintiéndose
desahuciada–. ¿Ahora también me va a negar que los chinos comen
arroz, que no conocen a Wai Lana?
–Chinos no conocelse todos, en China mucho chino, mucho chino.
Aloz en China sí, en Algentina no, en Algentina calne, calne muy cala.
Superada por las dificultades momentáneas, Mónica Beatriz se
largó a llorar de manera irreflexiva.
–¡¿Usted vio el precio de la carne en este país?! Hay pescado, sí,
¡pero qué tristeza! –Mónica Beatriz agarró una de las mangas del Dr.
Lee y se secó las lágrimas.
Más calma prosiguió, tras pucherear algunos segundos:
–¿Ahora entiende por lo que estoy pasando? ¡Un estrés tengo! Es-
trés pretraumático es el mío, que es el peor. ¿Qué le voy a prometer a
esta gente el sábado: asfalto, trabajo, asado todos los domingos? ¡Si la
Argentina está vaciada, completamente vacía, no hay un peso partido
al medio!
–Tlanquila, tlanquila, doctol Lee ayulal Mónica Beatliz… cama, cama
–y con pequeños golpecitos sobre la camilla le indicó que se acostara.
Mónica Beatriz se recostó y pronto el sueño la había vencido.
El Dr. Lee clavó y clavó y cuando clavó la última aguja en el ante-
brazo derecho de Mónica Beatriz, se dirigió hacia su escritorio, alzó
al conejo, que estaba ahí desde el principio, aburridísimo, y acarició
con aire conspirativo sus largas orejas.
Al cabo de cuarenta minutos, Mónica Beatriz abrió los ojos. De-
trás de la dulce bruma de té verde con notas de jazmín, Lee la obser-
vaba desde detrás de su escritorio. Sonreía, Naranja parecía dormitar
sobre su regazo.
–¡Ay, doctor, me siento como nueva! ¿Dónde le dejo esto? –inqui-
rió Mónica Beatriz quitándose las agujitas del brazo derecho.

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Mónica Beatriz recuperó al conejo que descansaba sobre la falda


del chino. Nunca lo había visto dormir de esa manera, tan profundo.
Lo sacudió varias veces para devolverlo a la vida. Luego, tomó asiento
y aceptó gustosa la infusión que el Dr. Lee le extendía.
–He lecoldado algo que quizá ayulal Mónica Beatliz –dijo Lee y del
cajón del escritorio sacó una carta. Naranja se refugió debajo de la cami-
lla.
–¿Qué es, doctor? ¿Tiene que ver conmigo? –preguntó Mónica Bea-
triz, desorientada por el comportamiento de Naranja, algo extraño.
–Aquí –dijo Lee pasándole el sobre a Mónica Beatriz–, solución a
su ploblema, fin de lo que la pleocupa.
Mónica Beatriz desdobló el papel, lo observó en silencio unos se-
gundos y miró alarmada a Lee.

尊敬的各位外籍人士:

最後,我們的犧牲,水稻和大豆飼料得到了回報。我們正在一步征服世界,當我
們對其餘的人可以言之鑿鑿至上,以及我在我的運動,早餐,午餐和晚餐阿根廷牛排
承諾甚至重複當然,如果我們喜歡它的感覺。

但在我們的夢想成為現實,我們必須處理好人口過多的問題,困擾著我們的人
民。所以請記住,如果你在一個無人居住的國家,原材料和人民輕信夠不被我們的意
圖保持警惕生產生活,贊助中國家庭。不要忘記,每百中國誰管理,安裝在您的家國
的中國共和國給你紅旗 HQ3轎車是零公里。

所有一起為稻米消費中國只有腸胃炎。

胡錦濤
總統。6

6. Querido/a/s compatriotas expatriado/a/s:


Finalmente nuestro sacrificio de alimentarnos a base de arroz y soja ha dado sus
frutos. Estamos a un paso de conquistar el mundo y cuando nuestra supremacía so-
bre el resto de los pueblos sea rotunda podremos, como bien lo he prometido en mi
campaña, desayunar, almorzar, tomar el té y cenar con bifes argentinos.
Pero antes de que nuestro sueño se convierta en realidad, debemos lidiar con el
problema que azota nuestras tierras: la superpoblación. Vos podés ayudar. Si vivís en un
país despoblado y productor de materias primas, apadriná familias chinas. No te olvidés
de que por cada cien chinos que logres instalar en tu país de residencia, la República Po-
pular China, además de favorecer la apertura de comercios (en los siguientes rubros: res-
taurantes, supermercados y locutorios), te regalará, ciudadano/a, un Hongqi HQ3 0km.
Todo/a/s unido/a/s por una China donde el arroz se consuma sólo en caso de
gastroenteritis.
Hu Jintao
Presidente
–Está en chino básico, doctor, ¿qué se piensa, que con la siestita
que me acabo de dar ya puedo leer ideogramas?
–Esta posible fuente de tlabajo –replicó Lee, arqueando sus cejas–.
Esto sel convenio económico entle China y Melcedes. Si sel electa,
Mónica Beatliz filmal acueldo y China ablil en ciudad supelmelcados,
lestaulantes y locutolios y melcedinos tenel trabajo, dinelo y calne
más balata ¿complendel ahola?
Mónica Beatriz estaba muda.
–¡Pero usted es un genio, Dr. Lee! Esto es un milagro, es la señal que
estaba esperando, es la confirmación de mi buena estrella –Mónica
Beatriz se incorporó eufórica, volcando la taza de té sobre el escrito-
rio–. ¡Esta, doctor, es la confirmación de mi karma!
La repentina explosión de buen humor de Mónica Beatriz cohibió
al Dr. Lee, que se incorporó a su vez y la urgió a tomar asiento. Luego
se aplicó a limpiar el escritorio y, mientras:
–Usted no sel intendenta aún, Mónica Beatliz, calma, calma, pol
favol.
–¿Pero usted no escuchó nada de lo que le dije sobre el karma, el
tarot y yo?
–Foltuna y política no sel misma cosa.
–Me extraña –comenzó Mónica Beatriz desconfiada– que oriun-
do de una cultura milenaria como la suya desconfíe del poder de los
astros. ¿Sabe qué? Yo le voy a firmar esta carta para ir ganando tiem-
po, y usted, hoy mismo, me la manda para China. Aquí tiene para la
estampilla y para una fotocopia que nos quede de resguardo.
El Dr. Lee hizo una reverencia y guardó la carta en su bolsillo.
–¿Qué le parece si para festejar este momento auspicioso nos ol-
vidamos que es día de semana y voy a buscar al Hormiga, a Tito y a
Jesús y nos descorchamos una sidra?
–Festejo vanidad del espílitu –contrarrestó el Dr. Lee–. Mal augulio.
–No cree en la fortuna pero qué supersticioso es, doctor, no lo
hubiera imaginado –y luego con mirada soñadora–. Cuando sea in-
tendenta, voy a mandar a una tropilla de albañiles a que construyan
una fuente china al lado del caballo San Martín, a modo de homenaje
para usted, doctor, ¿qué me dice? ¿Descorchamos esa sidra?
Mónica Beatriz y el Dr. Lee pasaron lo que restaba del día ha-
ciendo yoga y tai-chi-chuan, respectivamente. Durante los descansos
jugaban al Mahjong o discutían las decoraciones ideales para los fes-
tejos del Año Nuevo Chino en la ciudad. Se divirtieron como locos

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ideando una serie de videos paso a paso para YouTube titulada Chau,
complejo: transplante su bonsái al jardín. En un momento, en lo que a
Mónica Beatriz le pareció un exabrupto, el Dr. Lee dijo:
–Yo podel enseñale autocontlol, disciplina y selenidad, ¿estal dis-
puesta Mónica Beatliz a seguil el camino de la sabilulía?
Emocionada, Mónica Beatriz asintió. Luego de un rápido ritual
con un sahumerio, el Dr. Lee se quitó la bandana que llevaba en la
cabeza y la anudó a la de Mónica Beatriz.
–Lee plomete enseñal, usted plometel aplendel. Yo digo, usted ha-
cel sin hablal, sin chistal, ¡en silencio!
–Pero no entiendo bien cómo…
Lee levantó el índice y las cejas en rotunda señal de amonestación
y la alumna acató.
–Comprendido, maestro –respondió Mónica Beatriz juntado las
manos contra su pecho e inclinando levemente hacia abajo la cabeza.
El Dr. Lee salió del consultorio y volvió con un balde, un cepillo y
un trapo de piso.
–Plimelo laval suelo con cepillo, luego secal con tlapo –ordenó
mientras trazaba círculos en el aire con cada una de sus manos.
–¿Como en Karate Kid? ¿Me está cargando, Lee??
–¡Sin hablal, Mónica Beatliz, sin chistal! Plotestal mala suelte.
Mano delecha cepillo, mano izquielda tlapo. Laval, secal, inspilal na-
liz, expilal boca. Laval, secal, no olvidal lespilación ¡muy impoltante!
Dicho lo cual, Lee desapareció entre los humos del sahumerio.

Una vez a solas, Mónica Beatriz se aplicó a llevar a cabo las ins-
trucciones de su mentor. Se ajustó la vincha, abrió las ventanas para
orear un poco el ambiente, se arremangó y comenzó a lavar, secar,
lavar, secar. En eso escuchó que alguien le hablaba desde afuera. La
tarde hacía rato había caído.
–¡Cuidado, patchroncita, que así perdió mi agüela!
Antes siquiera de escuchar la segunda sílaba, Mónica Beatriz ya
había reconocido la voz de Cabrera.
–¡No sea guarango! ¿Qué hace ahí en la ventana, mirándome
como una chusma, no tiene nada mejor que hacer?
–¡Ja, usté dice eso porque no se ha visto! ¿Quiere que lo alce, Se-
gundo, pa ver a la patchroncita en cuatro patas igual que usté?
Al escuchar su nombre, el perro ladró.
–¡No me desconcentre, Cabrera, que estoy en viaje interior!
–¿Y con la política qué? ¿Ya chrenunció?
–No me haga reír, Cabrera, se lo pido por favor. Estoy en un viaje
interior justamente por el tema de la política así que ¡hágame un favor
y déjeme en paz!
–Lo único que va cultivar así son muchos muchachitos y más con
un chino dando güeltas, prenden como los yuyos los desgraciaos esos.
–Usted para la grosería es mandado a hacer, Cabrera –opinó Mó-
nica Beatriz autootorgándose un descanso–. Váyase de acá de una vez
por todas y llévese a ese perro que no deja de ladrar con usted que
tanto barullo me está dificultando la paz interior.
Cabrera sonrió, sacudió la cabeza, le dio una palmada en la cola
a Segundo y enfilaron, uno al lado del otro, para la esquina de la 29.
Antes de que doblaran la calle, Mónica Beatriz se asomó a la ventana
y gritó:
–¡No se olvide el sábado en El Blandengue, eh, lo quiero ver ahí
en primera fila!
Sin darse vuelta, Cabrera levantó una mano con los dedos en V.
Más allá, el Dr. Lee iba por la avenida 29 camino del correo.

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¶ VII
El auto frenó y fue inmediatamente engullido por una nube de
polvo. A través de la tierra que flotaba desordenada en el aire, los
vecinos de El Blandengue vislumbraron los pasos cortos y ligeros de
un hombre vestido de rojo que rodeó el vehículo y se dirigió hacia la
puerta trasera. Al abrirla, repitió tres veces una reverencia. Un par
de tobillos en tacos altos se posaron graciosamente sobre la calle de
tierra. Antes de bajar del automóvil, la pasajera reventó de una cache-
tada a un mosquito que había elegido su pantorrilla para alimentarse
y luego estiró con gracia la mano asesina para ser asistida y salir del
Hongqi HQ3 negro 0 km.
–Hágame acordar de decirle al Hormiga que la próxima vez llame
a la regadora municipal cuando toque visita al barrio… ¡Parece el
desierto de Sahara esto!
El Dr. Lee la observó durante un momento en silencio e inmovili-
dad y Mónica Beatriz no supo si aquella mirada se debía al polvo, a la
incomprensión o simplemente a su fisionomía oriental. Como fuera,
se sacudió el pelo cuidando de no estropearse el rodete.
–¿Cómo no me dijo antes que tenía auto? ¡Y yo que pensaba que
para lo único que le daba era para la bicicleta destartalada que esta-
ciona junto a la puerta del consultorio! Por lo visto la acupuntura es
más negocio de lo que pensaba… –Naranja asomó curioso las orejas
por el cierre entreabierto de la cartera Luis Botón de su ama.
Lee esgrimió una sonrisa artificial y rígida, no supo qué responder.

Esa mañana al despertarse e ir como de costumbre con su taza de


té verde al jazmín a buscar el correo a la cajita de bambú que había
clavado en la parcela delante de su casa, el Dr. Lee se encontró con
tres autos negros 0 km estacionados en fila. Permaneció inmóvil con
la taza humeante entre las manos. La calle estaba desierta. El sosiego
duró lo que tardaron sus ojos en toparse nuevamente con los vehí-
culos. Lee dio media vuelta y volvió a refugiarse en su casa. Dio dos
vueltas de llave, dejó la taza sobre la mesada de la cocina y observó los
tres autos por entre las cortinas de la ventana. ¿Era legal? ¿Con tanta
celeridad expedía el correo las cartas? ¿Cómo había hecho Hu Jin-
tao para que los autos atravesaran el Pacífico y luego la Cordillera de
los Andes en cuestión de días? En medio del alud de preguntas, Lee
cayó en la cuenta de que los vehículos se encontraban probablemente
abiertos, con las llaves puestas, en la calle de un barrio alejado de un
pueblo bonaerense y corrió a toda prisa hacia ellos. Tomó las llaves y
trabó los coches con el mando a distancia. Una vez superado el susto
de la sorpresa, Lee se dejó invadir por un sentimiento próximo a la
euforia que su expresión facial tradujo en un arqueo de cejas y una
tímida sonrisa: ¡ya no tendría que usar más esa bicicleta oxidada y
ruidosa para ir hasta su consultorio! ¡Ahora, conduciría! Lee repri-
mió la gestación de un remordimiento: ¡¿por qué no haberlo hecho
antes?! Si bien desde que había llegado a la Argentina no practicaba
el budismo con el rigor de antaño, trataba –grosso modo– de no de-
jarse contaminar por el apetito material de la sociedad criolla que lo
había recibido. Ésta, evidentemente, tenía otras cualidades que en ese
instante no pudo señalar. Lo atribuyó a su agitado estado anímico.
Lee se forzó a dejar las reflexiones para otro momento, se subió al
primer auto, lo arrancó y desplazó la palanca de cambios hasta la letra
D. ¡Potente y silencioso! Como pilotar una nube. Era la primera vez
desde que había llegado a la Pampa que se sentía digno y orgulloso.
Al finalizar la vuelta a la manzana, Lee miró el reloj, estacionó, cerró
el auto y fue a bañarse. Poco faltaba para que llegara la hora de pasar
a buscar a Mónica Beatriz y llevarla a su primer encuentro político
con los vecinos del barrio El Blandengue. Bajo las tibias gotas de la
ducha Lee recordó una cláusula de la carta. “Por cada cien chinos que
logres instalar en tu país de residencia, la República Popular China
te regalará a ti, ciudadano comprometido, un Honqui HQ3 0 km.”
Los latidos de su corazón retumbaron ensordecedoramente contra
los azulejos mojados. ¿Dónde escondería trescientos chinos en una
ciudad donde lo único amarillo que salpicaba el panorama era algún
que otro canario y la bandera papal de la iglesia catedral?

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–¡Qué máquina, patrona! ¿De dónde la sacó? –preguntó el Hor-


miga que salió de la muchedumbre a recibirlos.
–El auto es del Dr. Lee, Hormiguita, y si en vez de pasarte el día
tomándote birritas por ahí trabajaras más, vos también podrías com-
prarte una Zanellita.
–No, patrona… ¿esto, clavando agujas? Noooo… –el Hormiga
miró receloso al acupunturista y se acercó al oído de Mónica Bea-
triz–. Cuidado con los que tienen cara de dolobu, son los peores. El
chino este anda en algo raro, a mí –el Hormiga olfateó el aire y luego
se señaló con el índice la nariz–, nunca me falla.
–¡Ay, Hormiga, mirá si serás teatrero! –dijo la patrona mientras
corroboraba que el trayecto en auto no le hubiera dejado arrugas en
la parte trasera de la pollera.
–¡Quédese quieta, patrona, no se mueva, eh, que tiene un bicho
colorado en el medio de la frente! –el Hormiga sacó la punta de la
lengua y le estampó una mano en el entrecejo a Mónica Beatriz.
–¿Qué hacés, pedazo de infeliz? ¡Qué bicho colorado ni bicho co-
lorado, es mi tercer ojo, bruto!
–¿Su tercer qué?
–¡Ay, pero si serás obtuso, Hormiga! Lo único que te salva es el
buen corazón que tenés debajo de toda esta… ¿cuál es la palabra? –y
con la mano le señaló el cuerpo como si se tratase de un chinchulín
podrido–. ¿Los viste a Tito y a Jesús? ¿Sabés si ya llegaron?
–Hace rato llegaron, patrona, hará cosa de media hora más o me-
nos, pero el que llegó primero, a eso de las diez, fue el jardinero suyo
ese, Cabrera ¿no?
–¿Cabrera? ¡Qué raro tan temprano! O no habrá tomado anoche o
habrá seguido de largo, ¿tenía aliento a alcohol?
–¡Qué sé yo, patrona! No le olí la trucha, pero parecía bastante
fresco. Se mandó los mejores choris de la historia. Anduvo repartien-
do vino y volantitos con una foto suya del último carnaval que mejor
ni le cuento. Los muchachos están como locos, dicen que si gana la
van a ir a visitar todos los días a la Municipalidad. Le digo: Cabrera es
un genio, tenemos la mitad de los votos garantizados.
Mónica Beatriz hizo un gesto de indiferencia con la mano y al
girar la cabeza vio por primera vez a las cincuenta personas que ha-
bían ido a escucharla. Miró sus zapatillas, algunas sucias, otras muy
nuevas, otras con agujeros, otras no eran zapatillas sino pantuflas. Los
hombres vestían camisas con el último botón desabrochado y una
panza que asomaba indiscreta. Los más jóvenes llevaban remeras ne-
gras desgastadas con la insignia de algún grupo de rock ‘n’ roll, como
las que usaba el Hormiga. Las mujeres vestían bermudas y camisas
floreadas. Ése era su público, su electorado. Mónica Beatriz trató de
concentrarse en el punto rojo que como un sol poniente en la llanura
pampeana le adornaba la frente. Sentía la lengua gorda y torpe. ¿Qué
tenía ella en común con esas personas, más allá de que vivían en la
misma ciudad? ¿De qué podía hablarles? ¿Qué podía prometerles?
Buscó con su mano la del Dr. Lee y la apretó fuerte en un evidente
pedido de auxilio.

Al amainar la polvareda y ver a toda esa gente ahí amontonada, el


primer impulso del Dr. Lee fue salir corriendo, pero se quedó pegado
a Mónica Beatriz por miedo a que si lo encontraban solo le hicie-
ran algo. Tragó saliva e intentó calmarse: nadie sabía aún qué estaba
pasando. Sintió el apretón de manos de Mónica Beatriz, la miró. El
pánico escénico parecía haberle bajado la presión, confiriéndole una
tez pálida, traslúcida. Nunca la había visto tan linda. Se acercó a su
oído y emitiendo una voz casi imperceptible, susurró: “Laval, secal,
laval, secal”. Mónica Beatriz comenzó a caminar arrastrando consigo
a Lee hacia el escenario que Tito y Jesús habían montado con tablones
y caballetes. El momento había llegado.
–Güenas, patchroncita… –dijo Cabrera, cuando la candidata a in-
tendenta pasó a su lado.
Segundo, al ver a Naranja asomado por la cartera de su ama, buscan-
do con su inquieto hociquito rosa el origen del olor a choripán, gruñó.
–¡Ahora no, Cabrera, ahora no!
Triste por la negativa de la patrona, Cabrera atravesó la mul-
titud en dirección a la esquina donde el Hormiga había instalado
un equipo de música y dos altoparlantes para la fiesta popular que
tenía programada para luego del segmento político. Al principio, el
Centro de Jubilados de El Blandengue “Ahora es cuando” no había
querido cederlo, pero la perspectiva de contribuir a la felicidad de
la comunidad toda terminó por ablandar lo férreo de sus volunta-
des, gracias a la labia del Hormiga, que no ahorró elogio ni futuro-
logía. “Cuando la patrona sea intendenta, no se va a olvidar de los
que estuvieron ahí cuando más los necesitó. La recompensa va a
ser generosa como ella”. A la orden de Tito, dio comienzo el Him-
no Nacional. Cabrera miró a Segundo y pareció perderse en sus

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pensamientos. ¿Dónde había quedado aquella Argentina de chi-


nitas nacionalistas que agasajaban a sus gauchos con torta fritas y
mate amargo? Detrás del odio que nublaba el recuerdo de Vladislav
Sérgevich Smirnof, Cabrera descubrió la soledad de quien extraña
a un amigo. Si tan solo hubiera podido volver el tiempo atrás y con-
vencer al ruso del carácter sagrado del matrimonio, del voto de fi-
delidad que había contraído con Svetlana… ahora contaría con los
puños del él para romperle la cara a Lee. Desde el escenario, Tito
levantó el pulgar y Cabrera apretó play. El himno empezó a sonar.
En cuanto oyó las primeras notas, un chaparrón de imágenes so-
bre aquel catastrófico acto de 25 de Mayo en el que Claudio Girotti
le rechazó un pastelito delante de toda la comunidad escolar, quebró
la poca valentía que tenía de pronto Mónica Beatriz a disposición.
Tambaleante, trepó uno a uno los cajones plásticos de Coca-Cola es-
coltada por el Dr. Lee. Una vez sobre las tablas, dejó a Naranja al cui-
dado de Jesús y se paró derecha junto a Tito, que con una mano tapó
el micrófono y en voz poco audible dijo:
–¡Y se pegó algo en la frente, nomás!
–Una cosita, Tito… –Mónica Beatriz tomó el micrófono y le hizo
un techito con la palma para evitar que el sonido se filtrara hacia
afuera–, ¿no fue usted quien le dijo a Jesús que me dijera que el yoga
viene de la India? Bueno, le hice caso. Ahora tengo tres ojos, ¡tendría
que estar contento! Pero no, se ve que no hay nada que le venga bien.
Arrebatada por el enojo, Mónica Beatriz pasó primero el micrófo-
no a su albañil y luego se lo arrancó de las manos. Los vecinos seguían
los vaivenes del conflicto como si se hubiera tratado de la final de un
campeonato de ping pong.
–¡Pero si usted tiene que presentarme, Tito, por favor, no me
ponga más nerviosa de lo que ya estoy! ¡Tome! –Mónica Beatriz le
pasó el micrófono, cerró los ojos para entrar en trance y mientras
repetía para sí el mantra que Lee le había enseñado: “Laval, secal,
laval, secal” comenzó a trazar con los brazos dos círculos imagina-
rios en el aire.
Los convocados la miraron con expresiones de sorpresa. Tito se
apuró a hacerle señas a Cabrera, y éste cortó la música. El Hormiga
subió al escenario para evitar la catástrofe:
–Sit, hola, sit, hola. ¿Cómo anda la indiada? ¿Comieron rico?
–¡No seas rata y habilitá más tinto, Hormiga! –gritó uno de los que
había venido a escuchar las propuestas de la patrona.
–¡Eh, loco, bajá un cambio que ahora viene la cereza del postre!
Con ustedes la única e inigualable doña Mónica Beatriz: ¡fuerte ese
agite para la futura intendenta de la ciudad de Mercedes!
El entusiasmo del Hormiga no tuvo eco. Aplausos dispersos se es-
cucharon al fondo de la escasa multitud, donde estaba apostado Ca-
brera. Mónica Beatriz tomó el micrófono y observó a los vecinos de El
Blandengue que se habían acercado hasta allí y, en silencio y cruzados
de brazos, esperaban a que empezara a hablar. Abrió la boca pero no
pudo articular sonido. Neli Ehul montada en su bicicleta roja peda-
leaba por los vericuetos de su cerebro. Una canción de cuna con voces
infantiles la acompañaba y la cara se le iba deformando hasta conver-
tirse en la Claudio Girotti. Las damas antiguas de aquel 25 de Mayo y
los secretarios del Cabildo reían a carcajadas y la señalaban con el dedo.
–¡Aprietenlén el botón de play a ver si arranca!
Las risas se volvieron reales y retumbaron por los altavoces.
Cabrera levantó la mano pidiendo turno para hablar y el Hormiga,
ágil como siempre, se adueño del micrófono.
–A ver si hacemos silencio, compañeros, que el fierita, allá atrás,
quiere hacer una pregunta. Te escuchamos, gato.
–Primero: güenas y santas a todo el vecindario, y segundo –el pe-
rro, como de costumbre, al escuchar su nombre ladró y saltó con sus
patas delanteras sobre el pecho de su amo–, quisiera que la doña nos
cuente un poco sobre el proyecto de gobierno, o de tchrabajo en esta
época de vacas tan flacas…
Al escuchar las erres arrastradas y ese acento correntino que tanto le
gustaba (en secreto), Mónica Beatriz abandonó sus elucubraciones in-
ternas y salió finalmente de su laberinto. Tomó coraje y empezó hablar.
–Antes que nada quisiera agradecerles a todos por haber venido
y segundo –Cabrera anticipándose a la reacción del perro le tapó el
hocico– voy a contestarle acá al vecino que hizo la primera pregunta.
Amigos del centro, mi partido, quiere un gobierno en el que todos
estemos incluidos y donde el trabajo abunde como abundan los mos-
quitos en verano a la orilla del Río Luján, que dicho sea de paso tam-
bién voy a mandar a que fumiguen…
–¿Y cómo piensa hacerlo, doña? Porque eso lo venimos escuchan-
do desde el año de María Castaña.
–Lo vamos a lograr, compañeros. Lo vamos a lograr porque si
Amigos del Centro resulta vencedor en las próximas elecciones va
a suscribir un acuerdo bilateral sin precedentes entre Mercedes y el

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gobierno de la República Popular China. Un acuerdo bilateral para


progresar, por más trabajo, por más prosperidad, por más paz para
todos los mercedinos y mercedinas.
Los vecinos de El Blandengue iniciaron un murmullo de a favor y
en contra que interrumpió la exposición de Mónica Beatriz.
–¡Yo estoy muy de acuerdo con el plan de la intendenta! O esta-
mos con los chinos, o nos dejamos comer por ellos. La soja va a dar
abasto hasta cierto punto… ¿y después qué?
–No sé… –opinó otro de entre los raleados presentes–, esto de los
acuerdos bilaterales suena a fruta podrida, no me da ninguna confianza.
–Ya sabía yo que los vecinos de El Blandengue carecen de visión
de futuro –retomó Mónica Beatriz–. Por eso, porque yo sí tengo el
don de la visión, traje una prueba, ¡Lee, páseme la fotocopia de la
carta, por favor!
Lee se la entregó alicaído por su situación: se había metido en ca-
misa de once varas. Mónica Beatriz desdobló el papel, lo tomó con
sus manos por ambos extremos y lo exhibió con orgullo. Hubo quie-
nes se acercaron al escenario a observar el documento.
–Es chino básico –certificó uno.
–Tiene razón –confirmó otro–, es chino. No sé si básico, pero que
es chino, es.
–¡Silencio! ¡Silencio, por favor! –pidió Mónica Beatriz–. Justa-
mente por eso vine acompañada por el Dr. Lee, nuestro futuro Secre-
tario de Economía y Finanzas. Venga, Lee, no sea tímido, acérquese.
¡Fuerte ese aplauso para el Dr. Lee, que muy amablemente nos va a
traducir la carta!
Lee vaciló. En la milésima de segundo en la que su pie intentó levan-
tarse pero no avanzó, una serie de imágenes retrospectivas, como flashes
en un cuarto oscuro, le recordaron los momentos más importantes de su
vida. Vio a su madre y a su padre. Se reconoció joven cazando luciérna-
gas. Se rió de la pequeña casita que tenían en el campo y que compartían
con la familia materna. Volvió a sentir el viento de Pacífico en la cara
cuando su barco llegó a Chile y le dijeron que del otro de la cordillera ha-
bía más posibilidades de prosperar rápidamente. Se acordó de la primera
vez que fue al consultorio de la calle 32 y vio a esa mujer de melena rubia,
no pudo dejar de soñar con ella durante una semana. Finalmente, volvió
a la realidad y avanzó hasta donde estaba Mónica Beatriz.
–Hola, compañelos, pelmítanme sel su humilde selvidol y tladucil
calta de mi quelido plesidente Hu Jintao.
–¡Eh, Kung Fu, hablá más fuerte que parecés puto!
Mónica Beatriz, que en otras circunstancias hubiera amonestado
la reprobable conducta de ese vecino de El Blandengue, juzgó más
apremiante socorrer a Lee con un consejo:
–¡Saque la voz desde la panza, Dr. Lee, como si estuviese haciendo
fuerza en el baño!
El Dr. Lee asintió y sin cavilar demasiado, abrió la boca:
–Gobielno chino ablil en Melcedes locutolios, lestaulantes, supel-
melcados, maxikioscos y melcedinos tenel más tlabajo…
Mónica Beatriz lo miró orgullosa y sonriente y empezó a aplaudir
al grito de “¡Bravo! ¡Bravo!” hasta que voces airadas interrumpieron
su festejo.
–¡Yo no voy a permitir que ningún chino me venga a organizar la eco-
nomía! ¡Vengo de una familia de sindicalistas! ¡En mi corazón primero
Boca y después la UOM! ¡Esto es una traición al General y a la Patria!
–¡Si serás vago, Roberto! –arremetió su mujer–. ¡A vos lo que no
te gusta es laburar, qué traición a la Patria, ni traición a Perón! ¡Hace
cinco meses que te aguanto al pedo en casa todos los días! ¡Y esto va
también para todos ustedes que son una manga de haraganes que no
quieren laburar! ¡Mantenidos!
La disputa conyugal derivó rápidamente en un ida y vuelta de in-
sultos entre los que estaban a favor y en contra del futuro acuerdo
bilateral con la República Popular China. El Hormiga trató en vano
de apaciguar los ánimos. La pelea comenzó a tomar un cariz cada vez
más personal entre los vecinos y cuando Stella Maris se enteró que
Karina se revolcaba con su hijo, diez años menor que ella, las botellas
voladoras comenzaron a causar estragos.
Rápido de reflejos, Lee le cubrió la cabeza a Mónica Beatriz y co-
rrieron juntos hasta el auto. En el camino se tropezaron con Cabrera,
que yacía en el suelo luego de haber interceptado un proyectil dirigi-
do hacia la melena de la patrona. Cuando llegaron al Honqui HQ3,
lo encontraron con los vidrios rotos, sin el estéreo y con las cuatro
ruedas pinchadas. Vencido por la desorientación, Lee se dejó caer
sobre un charco de vino tinto y empezó a llorar.
–¡Paren, vecinos de El Blandengue! ¡Paren, se los pido p…! –una
botella se estrelló con la nariz de Mónica Beatriz, que comenzó a san-
grar profusamente.
Mónica Beatriz comenzó a llorar también y se sentó junto a Lee.
Cabrera vio que la turba de vecinos se aproximaba peligrosa hacia el

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chino y la patrona. Agarró su bicicleta, fue hacia donde estaba Lee, lo


ayudó a ponerse de pie y le puso el manubrio entre las manos:
–Achrremánguese y llévesela de acá, Lee, ¡pedalee como el gaucho
que nunca será! –y remató la exhortación con una cachetada en la
nalga como hacen los jinetes para azuzar a los caballos.
Cabrera permaneció inmóvil junto a Segundo. Por el camino de
tierra que conducía al centro de la ciudad, la imagen de Lee pedalean-
do embarrado con la patrona descalza y sentada de lado sobre el caño
de la bicicleta, se perdió a lo lejos. Miró la botella que todavía tenía
en la mano, la tiró con odio al charco, dio media vuelta y enfrentó a
la módica multitud:
–¡Muchachos, paremos, acá somos todos amigos! ¿O no, Hormiga?
Sin esperar respuesta, arrancó a campo traviesa, dejando la alha-
raca de la pelea tras de sí.
El sol se ponía en Mercedes. Lejos del bullicio de la ciudad, por
el brazo que se abre del Río Luján pasando la calle 10, cuatro balsas
llenas de chinos desembarcaron de incógnito y se refugiaron en el
montecito que orilla el riacho a mitad de camino entre la calle 4 y el
Golf Club.
Ignorando tales sucesos y habiendo ya ganado el asfalto, Mónica
Beatriz recordó con una sensación agridulce la tarde en que camino
de lo de Maruja, la tarotista mercedina, había fantaseado con la idea
de que otro la cuidara, se ocupara de ella. Sus sueños comenzaban a
hacerse realidad. Lee frenó de golpe y Mónica Beatriz cayó al suelo.
Por una perpendicular, pasó un camión cubierto de guirnaldas de
flores. En la parte trasera tres mujeres paradas sobre un podio saluda-
ban como Reinas de Carnaval y prometían prosperidad y trabajo para
la ciudad. Furibunda al reconocer a las Tres Yolís, Mónica Beatriz
siguió con la mirada a sus tres rivales hasta que el camión desapareció
tras la fachada de la nueva calle.
¶ VIII
Cabrera dejó el mate y giró el ventilador hacia la parte más austral
de la patrona. Naranja, buscando refugio del sol, se había echado a
dormir la siesta bajo los pliegues de carne apretada que se formaban
en el trasero de Mónica Beatriz a causa de las lonjas de la reposera y
los efectos de la gravedad. La patrona, exhausta al punto de no poder
siquiera levantar los párpados, buscó con la boca ciega, sedienta y
espasmódica la pajita del vaso donde había mezclado jugo de naranja,
vodka y hielo picado.
–¡Ahora hacia la cabeza, Cabrera, no vaya a ser cosa que el vaho
me deshaga la planchita!
Y Cabrera, cumpliendo la función del motor que había claudica-
do, giró el ventilador hacia la izquierda y luego hacia la derecha y así
estuvo un buen rato, como un esclavo y su hoja de palmera ventilan-
do a Cleopatra de las pampas, mientras ésta se doraba al sol de las dos
de la tarde en el deck recién terminado de la casa de la calle 32.
Tito, Jesús y el Hormiga clavaban en silencio las maderas que ser-
virían de estructura para construir el tercer piso. Desde la vereda,
Segundo ladraba atado a un poste. La patrona sorbió ruidosamente
lo que quedaba de su vodka-naranja y agitó el vaso haciendo tinti-
near los hielos que habían sobrevivido al calor del mediodía. Cabrera
orientó el ventilador de modo tal que la brisa siguiera refrescándola
durante su ausencia y fue hasta la cocina en busca de otro refrigerio.
Luego de los episodios de El Blandengue, Mónica Beatriz estaba
deprimida. No era para menos. Tener a las Tres Yolís respirándole en
el cogote no le daba margen de error. Era una exigencia a la que no
estaba acostumbrada, lo que se sumaba al épico resultado negativo de

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su primer mitin político, que la tenía postrada desganada tomando


sol desde hacía días, sopesando la idea de abandonar sus aspiraciones
municipales.
Las Tres Yolís eran trillizas, hijas de Madame Tussaud. Compar-
tían por segundo nombre el onomástico “Yolanda”. Madame Tussaud
había llegado a Mercedes para esconder un embarazo ilegítimo y ale-
gando un titulillo de profesora de francés. A poco de su llegada, que
en principio sería transitoria –parir, dar al crío en adopción y volverse
por donde había llegado–, se hizo habituée del piano-bar del Gran Ho-
tel Mercedes. Allí, conoció a Juan Ramón Domínguez, ginecólogo de
profesión, quien le propuso matrimonio, prometiendo hacerse cargo
del hijo nonato. Madame Tussaud aceptó, no por amor sino como una
forma de vengar los desaires de su familia venida a menos, que la que-
ría de vuelta en la casa familiar no bien se desembarazara del origen de
todos sus problemas. El mismo Dr. Domínguez asistió a Madame Tus-
saud en el nacimiento. Para sorpresa de todos, pero principalmente
para la de ella, no fue una sino tres las criaturas que le sacó de la panza
en una cesárea heroica. Los años pasaron y Madame Tussaud se fue
quedando en Mercedes. El Dr. Domínguez falleció demasiado pronto,
como se suele decir, de manera imprevista, por abusar del Camembert
que hacía las delicias de su mujer. Madame Tussaud subsistió entonces
gracias a la modesta herencia que el difunto le dejó y a la cuota men-
sual que recibía por las clases de francés que daba en el garaje de su
casa para hijos de buena familia con aspiraciones.
Las Tres Yolís, como se las conocía en el barrio, crecieron en Merce-
des creyendo que su destino estaba en París a pesar de no haber puesto
nunca un pie más allá del Río Luján. Mademe Tussaud educó a sus
hijas para que infligieran a sus pares los mismos desaires que ella había
recibido de su familia. Convencida de la superioridad de su descen-
dencia, Madame Tussaud concluyó, una vez éstas egresadas del secun-
dario, que las Tres Yolís estaban listas para convertirse en profesoras de
francés. Fue entonces cuando entraron en la vida de Mónica Beatriz, o
más bien cuando ella entró al garaje que las trillizas usaban como ins-
tituto de francés sin habilitación ni diplomatura habilitante de ningún
tipo. Su ex –y único– marido, Alfio, la había abandonado para fugarse
con una artista circense. Para distraerse de la traición, Mónica Beatriz
además de atacar potes de dulce de leche y mirar maratones sobre Nos-
tradamus en Canal Infinito, decidió que no sería mala idea cultivar su
espíritu con clases de francés en la Academia Tussaud.
Agitada y transpirada a causa del sol y la bicicleta, Mónica Beatriz
llegó diez minutos antes del inicio de la clase inaugural. Se acomodó
la boina, fundamental del glamour gabacho, y peinó con sus dedos
los pelos amarillos que caían sobre sus hombros. Tocó timbre.
–Ya tenemos quien viene a hacer la limpieza, gracias –la rubia na-
tural que había abierto, cerró la puerta con violencia y dio una vuelta
de llave.
Mónica Beatriz, confundida, volvió a golpear.
–Disculpe, pero yo vengo por las clases de francés.
La puerta se abrió nuevamente y la misma mujer asomó la cabeza
y la miró con suspicacia durante unos segundos. Observó la boina y
las gotas que le perlaban la frente con desconfianza. Finalmente, so-
pesando la dura realidad económica, se hizo a un lado y la dejó pasar.
El aula estaba vacía.
Hasta ese momento, Mónica Beatriz había vivido en la ignorancia
del horror metonímico que le causaban los pupitres, macabra exten-
sión de Neli Ehul. La transportaban a su pasado, dejando en eviden-
cia ese animalito silvestre que ella tanto había luchado por esconder.
Controlando sus nervios, Mónica Beatriz se sentó en la primera fila
del garaje y una de las trillizas fue hasta el pizarrón y se instaló en un
pequeño escritorio, de cara a ella. Las otras dos se sentaron juntas
detrás del banco de Mónica Beatriz. La lección comenzó con las no-
ciones básicas del francés. La “profesora” hacía preguntas y las otras
dos contestaban, dejando a la novata en ridículo. Las dos Yolís, y a
veces también la que oficiaba de profesora, se burlaban de la lentitud
cognitiva de la pupila y la llamaban “Trapito” de manera no tan di-
simulada, en alusión a su pelo estropeado de tanto darle a la tintura.
Confrontada a las maléficas trillizas, la psiquis atormenta-
da de Mónica Beatriz regurgitó aquel catastrófico acto del 25 de
Mayo: el “affaire negra Tomasa”. Como si el destino no se hubie-
ra encargado ya de vapulearla lo suficiente, esta vez se encontra-
ba rodeada, no por una, ¡sino por tres Mariquitas! La autoestima
y seguridad que había conseguido adensar en los últimos años, se
le escurría por entre los dedos. El punto cúlmine de la humilla-
ción fue el chicle que una de las que estaba sentada detrás le pegó
en el pelo, muy cerca del cuero cabelludo. Al tratar de sacárse-
lo, Mónica Beatriz solo empeoró la situación ya que para quitar-
se la goma de mascar tuvo también que arrancarse un mechón de
pelo quemado por el agua oxigenada. Emitiendo unos gemidos

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extraños –preludio del llanto–, guardó su cuaderno y cartuchera


en la mochila y salió corriendo del garaje. Con los ojos embarrados
de lágrimas y rimel, puso la mochila en el canasto de la bicicleta y
pedaleó como si su vida hubiera dependido de ello, como si la velo-
cidad hubiera sido capaz de alterar el tiempo y hacer desaparecer el
presente. Las rodillas le temblaban, las manos también, era el odio
que afloraba en superficie y le nublaba la visión. Mónica Beatriz no
pudo esquivar el bache de República de Chile y quedó desparrama-
da sobre el asfalto como un polichinela, la pollera en cualquier lado
y la boina haciéndole sombra en el codo. Las Tres Yolís, testigos del
accidente, en lugar de socorrerla, sonrieron con perfidia y a coro vo-
cearon el dicho popular: “¡La mona aunque se vista de seda, mona
se queda!”. De nada había servido decolorarse los pelos, aprender a
usar el tenedor correctamente o haberse sacado la tierra de las uñas.
Neli Ehul lo había dicho y las Tres Yolís se lo recordaron: Mónica
Beatriz no podía ocultar que era, en realidad, un animalito silvestre.

El 16 de agosto de 1962 en la localidad bonaerense de Castelli, el


cielo se oscureció en pleno día y la Peti tuvo su primera contracción.
El espasmo en la panza fue considerado como el menor de los impor-
tunos. Lo que realmente la enojó fue el eclipse. Sin tiempo de sacarse
los ruleros o encender el sol de noche, puso en una bolsa arpillera el
camisón y las pantuflas, y montó a pelo una yegua hasta el hospital. Al
llegar, abrió las puertas de par en par y juntó las rodillas para impedir
que el crío se le escurriera por entre las piernas.
–¡Rápido, que a éste me lo trae la noche! –gritó la Peti entre los
aullidos de las contracciones.
Cerca de la bifurcación del Río Salado y el Canal 15, una bandada
de cotorras barranqueras se mudó de eucalipto y asustó a la vaca An-
gélica, en cuya compañía se encontraba el Vasco, marido de la Peti y
padre de la criatura por venir.
–¡Qué lo tiró, Angélica, con usted no hay bombacha que dure
limpia, es la segunda vez que me la cambio en el día! –dijo el Vasco
enojado con los pantalones llenos de barro y plumas verdes desperdi-
gadas por el cuerpo–. ¿Estoy loco, Angélica, o se nos vino la noche?
La vaca mugió asustada. El Vasco miró con desconfianza el cielo
negro de las dos de la tarde y se subió apurado a la F100 que usaba
para hacer el reparto de la leche. El eclipse no podía ser otra cosa que
el anuncio de la llegada del tan esperado hijo varón. Ya sobre el camino
de tierra y en dirección al hospital, el Vasco bajó la ventanilla, asomó la
cabeza por entre la polvareda que levantaba la camioneta y gritó:
–¡Angélica, no se vaya a hacer la loca que ya vuelvo, eh!
Cuando entró al hospital no hizo ni a tiempo de abrir la boca que
una enfermera se le acercó:
–Usted debe ser el padre, sígame.
El Vasco sonrió orgulloso, ignorando el aspecto con el que había
llegado al hospital: el cuerpo emplumado con restos de cotorra y en la
cara, negra por la tierra, los ojos grises le resaltaban como dos reflec-
tores de caza encima del tubérculo que le crecía por nariz.
En la habitación número 8 lo esperaba la Peti que, al verlo, comen-
zó a llorar sin consuelo.
–¿Pero qué te pasa, mujer? –le preguntó preocupado su marido,
agitado todavía de la corrida para llegar a tiempo.
–¡Me pasa que sos un cachivache, Vasco, eso me pasa! –explicó la
Peti.
Él no le prestó atención y en cambio se dirigió hacia la cunita alta
donde su hijo descansaba apacible.
–¡Qué lo tiró! ¡Qué feo que es!
–En eso salió a vos –terció la Peti con cara de pocas pulgas– y es
fe-a, nació mujer.
El Vaso insistió en ponerle “Mónica” porque creyó que venía del
griego monos y le pareció una venganza adecuada para el travestismo
inconsulto de último momento que la criatura se había permitido,
luego de nueve meses de ilusión con que se venía el varoncito. “Bea-
triz” lo eligió la Peti, en honor a la valiente partera que la había soco-
rrido en el difícil momento del alumbramiento.
Durante su infancia, Mónica Beatriz fue una con la naturaleza.
No lograron vestirla ni acostumbrarla a que utilizara el baño has-
ta los 14 años y cuando por fin consiguieron destetarla de la vaca
Angélica y sentarla a la mesa, nunca pudieron quitarle el hábito de
comer con la mano. Sí, Mónica Beatriz era feliz, era libre. Flacucha
y peluda, podía orientarse en campo abierto y procurarse una vida
en la naturaleza salvaje de Castelli. La Peti intentaba en vano civi-
lizarla, enseñarle a vivir en sociedad. Mónica Beatriz prefería dejar
pasar los días trepada a la rama más alta de un eucalipto. Desde
allí saludaba a su madre para luego saltar de árbol en árbol hasta el
chiquero, donde se acostaba panza arriba sobre el barro a dormir
la siesta.

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Pensando en la adolescencia de Mónica Beatriz, y viendo que la


educación que ellos podían ofrecerle era insuficiente y no hacía mella
en el indómito espíritu de la pequeña, la Peti y el Vasco decidieron
mudarse al pueblo. Mónica Beatriz acaba de cumplir 14 años. La ins-
cribieron en la Escuela Media N°1, tras lo cual la Peti le advirtió:
–¡No te vayás a sacar el guardapolvos, Mónica, eh! Que acá la gen-
te anda vestida.
La pequeña Mónica Beatriz saludó a su madre sin prestarle aten-
ción y trató de imitar el andar coqueto de sus pares, mostrando a las
claras su deseo de no desentonar.
Al mediodía, cuando Mónica Beatriz volvió a su nueva casa de la
calle Tucumán, los ojos le brillaban como dos caleidoscopios. Que las
chicas olían a flores y los muchachos a sauce. Que una de las compa-
ñeritas tenía el pelo largo y luminoso como el sol de la mañana en el
campo y montaba en una bicicleta color fuego. Que uno de los com-
pañeritos, el más lindo, la había buscado para hablarle.
Luego de comer, Mónica Beatriz limpió el tenedor con la prestan-
cia que correspondía a su nueva situación y trató de peinarse con él.
–¿Qué hacés, animal? ¡Peti, decile algo a esta inadaptada! –protes-
tó el Vasco escandalizado.
–Salió a vos, decile vos –contestó desde la cocina la Peti, que lu-
chaba a mano armada con jabón contra las manchas del guardapolvo.
–Neli Ehul me dijo que a Claudio Girotti le gustan las chicas con
el pelo lacio –Mónica Beatriz largó un suspiro y miró atontada hacia
el cielorraso como había visto que se hacía en las telenovelas de la
tarde–. Yo quiero gustarle…
–¿Quién es Neli Ehul, Mónica? –preguntó la Peti a los gritos desde
la cocina.
–Mi mejor amiga, mamá, la que tiene el pelo largo y luminoso
como el sol de la mañana.
La Peti apareció bajo el vano de la puerta, desde donde la observó
con las manos todavía doloridas por culpa del agua fría. Por toda res-
puesta, rescató el tenedor de las manos de su hija, que había perdido
dos patitas en la excursión por el enjambre de virulana que le crecía
en la cabeza.
Se conserva de esa época iniciática una foto, la única que sobrevi-
vió el destrozo masivo de pertenencias luego de haber sido humillada
públicamente por Claudio Girotti y Neli Ehul en aquel catastrófico
acto del 25 de Mayo. La cita con el fotógrafo tuvo lugar una semana
antes del aniversario de la Revolución de la patria. Mónica Beatriz,
influenciada traicioneramente por Neli Ehul, consideró que el evento
era una ocasión propicia para pavonear sus virtudes y atraer la mira-
da de Claudio Girotti. Esa mañana, después del desayuno y antes de
salir para la escuela, la pequeña se encerró en el baño. Cuando la Peti
la vio salir perdió el habla. La pequeña había resuelto el problema
de la monoceja, que la Peti tantas veces había querido atacar con la
pincita, con una trenza que le cruzaba la frente y se mantenía unida
al pelo gracias a un moño de satén color rojo. Los dientes –algo incli-
nados hacia el exterior– se le habían manchado con el lápiz de labio
fucsia que había usado para pintarse los labios y los pasitos que daba
con los zapatitos de charol blanco –regalo de cumpleaños de su padre
en una arranque de ilusión poética– se asemejaban más a los de un
convaleciente de hemorroides que a los de una adolescente coqueta.
La Peti no supo cómo encarar la situación y optó por el sincericidio:
–¿Te parece, hija, esa color de labios? Parecés un grafiti que salió
mal y encima camina.
–Me lo prestó Neli Ehul, es el color preferido de Claudio Girotti
–respondió Mónica Beatriz mirándose satisfecha en el reflejo de la
ventana del comedor mientras se dirigía a la puerta de calle.
A pesar del poco tiempo que llevaban instalados en el pueblo, la
Peti había escuchado de la boca de su hija tantas veces el nombre de
Neli Ehul, que le costaba reprimir las ganas de gritar cada vez que
escuchaba: “que Neli Ehul esto, que Neli Ehul aquello, que Neli Ehul
la mar en coche”. En lugar de eso, acompañó a su hija hasta la puerta
y le deseó suerte.

Esa tarde, al volver de la escuela, Mónica Beatriz parecía que iba a


salir volando de felicidad.
–¡Mami, no tenemos que olvidarnos de hacer los pastelitos de
membrillo y batata para el acto del 25 de Mayo!
–No te preocupés que es la semana que viene y no nos vamos a
olvidar, ¿cómo te fue en la foto, hija?
–Ay, nunca pensé que iba a ser tan feliz, mami. Nunca pensé.
–¿Pero qué pasó, por qué estás tan contenta?
–Porque Neli Ehul me dijo que Claudio Girotti le dijo yo era la más
linda de la clase y que después del acto del 25 de Mayo me va a invitar
a tomar una Gini a lo de El Paisano –y la pequeña empezó a dar saltos
epilépticos como si hubiera estado parada encima de un hormiguero.

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La Peti sonrió aliviada, era lindo verla contenta.


Los días pasaron y el entusiasmo de la pequeña fue en ascenso,
no parecía tener límites. El 24 de mayo, víspera de la fiesta patria, la
pequeña se puso un delantal y ayudó a su madre a freír los pastelitos.
–¡Hagamos uno con membrillo extra con las iniciales M. B. + C. G.!
–¿Te parece, Mónica? –consultó la Peti, tratando de disuadirla
para evitarle lo que intuía como un cachetazo a punto de suceder.
–Mamá, no hay nada más patrio que el amor.
Esa noche, Mónica Beatriz durmió en el disfraz de la negra Tomasa.

Claudio Girotti o Cornelio Saavedra, parado frente a la fachada en


cartón de un Cabildo pintado por los chicos de sexto turno mañana,
era el encargado de arengar a los gritos: “¡El pueblo quiere saber de
qué se trata!” al resto de la clase, disfrazada de multitud criolla. Im-
pulsada por el deseo desmedido que sentía hacia Cornelio, Mónica
Beatriz caminó sin pensarlo hasta él y tironeándolo de la manga del
blazer le dijo: “Este es especial pa’vo”. Perplejo, tratando de compagi-
nar el impromptu con lo ensayado durante la semana, Cornelio no
le aceptó el pastelito y continuó dando voz a los deseos populares.
La pequeña Mónica Beatriz, sorprendida por el inesperado recha-
zo, buscó a su mejor amiga entre la raleada multitud. Fue entonces
cuando el pueblo, cual oráculo, se pronunció entre gritos y risotadas
de pésimo gusto que, además, interrumpieron el normal discurrir de
la representación: “¡Bichofeo! ¡Bichofeo!”. Mónica Beatriz no podía
creer que Neli Ehul se plegara al escarnio, sino que además, para ha-
cer honor a la verdad, lo azuzaba. “Aunque la mona se vista de seda,
mona se queda” bisbiseó para rematarla, contoneándose con gracia
en su disfraz de Mariquita Sánchez de Thompson. Mónica Beatriz
atinó sólo a desprenderse del canasto, que terminó en el piso, y salir
corriendo como una locomotora embravecida del gimnasio minado
–por su culpa– de pastelitos de membrillo y batata. ¡Si la civilización
significaba actuar con la maldad que sus compañeritos habían mos-
trado esa tarde, prefería volver a internase en el campo y seguir una
salvaje! ¡Salvaje pero bondadosa!
Al llegar a su casa, Mónica Beatriz juntó sus pertenencias, llenó una
bolsa con comestibles (dulces y salados) y aguardó encerrada en su ha-
bitación a que sus padres se quedaran dormidos. No bien los ruidos
propios de la noche llegaron hasta sus oídos, se puso en marcha. Antes
de atravesar la puerta de calle, echó una última mirada a la foto grupal
que descansaba enmarcada sobre la repisa de la chimenea. Neli Ehul
sonreía y Claudio Girotti la acompañaba. Entre ellos, Susana, bizca
pero generosa. También identificó a Alberto y su nariz de picaporte,
a Elida, la de los hombros siempre nevados por la caspa, a María Inés
y su mentón salido para afuera y a todo el resto de esos seres llenos
de virtudes. Mónica Beatriz decidió en ese momento que se iría, pero
también que lo haría para volver. Convencida de que la sociedad sólo
es posible cambiarla desde adentro, Mónica Beatriz se fue esa noche al
monte dispuesta a atravesar la dolorosa etapa de la crisálida.
Al día siguiente, el Vasco y la Peti salieron en su búsqueda monta-
dos en la F100. Revisaron el chiquero, las tetas de la vaca Angélica, el
techo de la casilla donde estaba el inodoro sin suerte, ni hallar ningún
indicio. Al cabo de un mes de búsqueda infructuosa y malasangre, el
Vasco y la Peti terminaron por aceptar lo peor, que venían imaginan-
do hacía rato: se rumoreaba que en las afueras de Castelli una secta
practicaba sacrificios humanos para congraciarse con Satán. Conven-
cidos de que su hija había sido raptada para muñeca vudú, avisaron a
la policía, rindieron los debidos homenajes fúnebres y pusieron una
vela, que ardía día y noche, delante de la foto grupal que descansaba
sobre la repisa de la chimenea.

Pasó el tiempo. La Peti descubrió el placer de la cocina. Una tarde


estiraba la masa de una pastafrola cuando sintió el timbre. Pensó que
era la vecina, que venía como siempre a manguearle algo, y se tomó el
tiempo de espolvorear una capa de harina sobre la masa, se limpió las
manos en el delantal y pasó por el baño, antes de abrir. Se encontró cara
a cara con una chica rubia como la yema de un huevo, delicada como
el hojaldre y con una nariz del tamaño de una zanahoria recién nacida.
–Acá no es –atinó a decir.
–Mamá… ¡soy yo!
La Peti retrocedió varios pasos de la emoción o del desconcierto
y el Vasco no tardó en hacer lo mismo cuando se asomó de la habita-
ción para ver qué pasaba.
–¡Hola, papá!
La transformación era increíble y al Vasco y la Peti les costó acos-
tumbrarse a la nueva Mónica Beatriz. Los rumores sobre su belleza se
extendieron rápido a lo largo y ancho de la ruta 2. Pretendientes de
lugares tan remotos como Venado Tuerto peregrinaron hasta Castelli
para verla, intercambiar aunque más no fuera un par de palabras con

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ella. Uno llamado Alfio conquistó su corazón y se la llevó para Mer-


cedes. Fue una bella historia de amor hasta que colisionaron contra la
artista circense y todo lo bueno de la vida se fue al tacho.

–Güeno, pathroncita –dijo Cabrera y dejó de rotar el ventilador–,


este cuerpito se chretira.
Mónica Beatriz deslizó la montura de los anteojos de sol hasta la
punta de su nariz.
–¿Qué, tiene algo que hacer? ¿Quién es el pobre infeliz que le va a
pagar para atestiguar el asesinato de sus propias rosas?
–Las chtres hermanas esas, cómo les dicen ¿las Chtres Yolís? Me
han llamao pa’ que les cuide y chriegue las flores con que han deco-
rao el camión.
Mónica Beatriz se subió los anteojos, perdió la vista en el hori-
zonte, se quedó callada unos segundos y arrojó el vaso de naranja y
vodka contra la pared. Cabrera, a quien el exabrupto había agarrado
desprevenido, no supo qué hacer, cómo responder a esa violencia.
Tito, Jesús y el Hormiga se concentraron en las vigas de madera y
empezaron a martillar los clavos tan rápido como les fue posible.
–¡Váya a ocuparse de margaritas, Cabrera, nomás, mientras yo me
encargo del destino de la patria! ¡Abandóneme, que ni siquiera ten-
drá el privilegio de ser ni el primero ni el último!
Mónica Beatriz alzó a Naranja y empezó a acariciarle nerviosa la
cabeza por entre medio de las orejas. Cabrera aprovechó lo que él
interpretó un “alto al fuego” para huir sin mirar atrás.
La única lágrima que la patrona dejó escapar brilló en su cachete
bajo el sol de las dos de la tarde como una bolsa de nylon olvidada en
mitad de la calle. Luego, se puso un sombrero para no peinarse y bajó
al kiosco a comprar un alfajor.
En el codo de la escalera comenzó a oír los gritos. Percibió con-
fundida lo que parecía una manifestación. Reconoció las caras de
algunos de los vecinos del barrio El Blandengue, que sacudían eno-
jados pancartas que decían: “Vende Patria”, “Comunista” o “Metete
a los chinos en el orto”. Sin entender lo que sucedía, Mónica Beatriz
se encajó el sombrero hasta las orejas, esquivó un par de huevos y se
apuró a llegar al kiosco. Por la vereda de la avenida 29 se cruzó con
Mario, el kiosquero.
–Mario, ¿ya cerraste? ¡Pero si es temprano!
–¡Me acaban de rajar, la concha del pato, por tu culpa!
Anonadada, Mónica Beatriz lo siguió con la mirada para descu-
brir a cinco chinos en la vereda, la mayoría en cuclillas, cerca del cor-
dón. Entró al kiosco.
–Buenos días, un alfajor, por favor.
Del otro lado del mostrador, un chino la miraba con expresión
impenetrable. Mónica Beatriz no sabía qué estaba sucediendo. Mer-
cedes se le descubría inesperada, misteriosa como nunca antes. Ante
la duda decidió que lo más seguro sería volver a su casa por la terraza
del vecino, cosa que hizo, con las manos vacías.

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¶ IX
Los días que siguieron al desembarco de los chinos, la ciudad de
Mercedes se convirtió en tierra de nadie. El mate había desapareci-
do de las mesas mercedinas para darle paso a infusiones de té verde
al jazmín. Hubo quienes lo consideraron refinamiento inglés. “Ya la
hemos pifiado dos veces con los británicos por culpa de los porte-
ños, perdiéndonos la oportunidad de convertirnos en la Australia de
América Latina, no volvamos a meter la pata, tenemos la oportuni-
dad de convertirnos en cachorro de tigre asiático.” Frases que se de-
jaba oír en lugares como el piano-bar del Gran Hotel Mercedes. En-
tre las capas populares mercedinas, sin embargo, el acontecimiento
produjo indignación y gran desconcierto. Que las teteras era cosa de
puto, que ¿qué se hace ahora con el termo?, que los dedos no cabían
por el asa de esas tacitas minúsculas y que dónde mierda se ponía la
bombilla en ese chiste de porongo. A esto se sumó la escasez de carne,
que funcionó como catalizador del odio contra el intruso oriental.
Las heladeras de las carnicerías exhibían avergonzadas su desnudez,
apenas mitigada por la presencia de unos pollos, que más parecían
palomas que otra cosa. Todo el resto era arroz en las góndolas mer-
cedinas. Los pocos estancieros ganaderos que quedaban en la zona se
armaron con facones y boleadoras para combatir el abigeato. Se había
creado, incluso, un mercado paralelo de carne vacuna, ilegal, sin cer-
tificación ni sanidad de ninguna especie, llamado cariñosamente “La
vaca loca”, que cotizaba en divisa extranjera. Los más desfavorecidos
llenaban la sala de urgencias del Hospital Blas Dubarry alegando car-
cinomas epidérmicos a causa del color verdoso que desarrollaban en
la piel por exceso de ingesta de pescado. Los que podían no dudaron
en viajar a Uruguay o excavar pozos en sus jardines para recuperar los
ahorros en dólares y no privarse de los asaditos del domingo que de-
bían llevarse a cabo con custodios privados (pobres caídos en desgra-
cia –en realidad– que se alimentaban del olor de la carne sobre el asa-
dor). La gota que rebalsó el vaso, inesperadamente, fue el barbarismo
–que alcanzó a ricos y pobres por igual– de la escasez de cubiertos.
Todos los argenchinos de Mercedes ofrecían palillos de madera, esos
que los chinos llaman kuàizi o kuài’er, “objetos de bambú para comer
rápidamente.”
En medio del clima levantisco que vivía la ciudad, los chinos, que
habían llegado con la falsa promesa de Hu Jintao de trabajo y pros-
peridad, pobres, no entendían el chauvinismo de los mercedinos, que
se rehusaban de pronto a salir a la calle sin un ejemplar del Martín
Fierro bajo el brazo y se largaban “Aquí me pongo a cantar” cada vez
que se cruzaban con alguno de ellos, a modo de conjuro.
Mónica Beatriz vivía su peor crisis en años. Había dejado de salir
de su casa y sobrevivía gracias a los amorosos cuidados de Jesús, el
Tito y el Hormiga. También a Lee parecía habérselo tragado la tierra.
A Mónica Beatriz le aterraba pensar en qué le harían los mercedinos
cuando unieran cabos y se dieran cuenta que, de alguna manera, ella
estaba detrás de la invasión oriental. Era la ventaja que las Tres Yolís
utilizarían para derrotarla en su para siempre incipiente carrera polí-
tica. Comprendió que tenía que deshacerse de los chinos como fuera
antes de que los vecinos del barrio El Blandengue echaran a rodar la
versión del acuerdo bilateral con el “manochanta clavagujas” por toda
Mercedes. No tenía otra opción.
Mónica Beatriz corrió la cortina de la ventana de la cocina, busca-
ba a Cabrera. Miró hacia las hortensias, hacia los malvones, al jardin-
cito en general, parpadeó para ganar segundos hasta caer en la cuenta
de que Cabrera también la había abandonado.
Preocupados por la extraña conducta de la patrona, Tito, Jesús y
el Hormiga decidieron intervenir para salvar el partido Amigos del
Centro de la disolución. Como miembros fundadores y exclusivos del
partido, tomaron coraje y le hicieron frente.
–Bueno, patrona, desembuche… ¿en qué quilombo se metió con
el chino ese? Acuerdesé que nosotros, mal que mal, estamos de su
lado. Todo lo que diga quedará protegido bajo secreto profesional.
–¡Ay, Tito, por favor, no sea tan melodramático! ¡Ni que lo hubiese
aprendido de mí!

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–¿Qué le dije ese sábado, en el barrio? ¡Los peores son los que tie-
nen cara de dolobu! Andan por la vida con esas caras de giles y cuando
menos se lo espera, ¡zaaaaasssss!, te clavan un cuchillo en la espalda.
–Hormiga, si tu idea es ayudarme…
–Patrona, estamos en confianza –la cortó Tito–, estamos en con-
fianza, entre amigos, ¿usted tiene algo que ver o no tiene algo que ver
con la invasión china de Mercedes?
–La verdad, Tito, no lo sé. Te soy muy sincera. Yo le firmé una cartita
a Lee, un acuerdo bilateral económico entre China y Mercedes. Como
últimamente el tarot y los astros me venían favoreciendo, ¡qué sé yo!,
firmé. En el momento no me pareció nada del otro mundo.
–Pero, ¿qué decía la carta, exactamente?
–¡No sé, Jesús! ¡Usted vio la fotocopia que les mostré a los vecinos
de El Blandengue! ¡Estaba en chino!
–Para mí, el chino le clavó un par de agujas, le nubló el juicio y la
hizo firmar a la fuerza –intervino, macanudo, el Hormiga dándose
aires de resolvedor de misterios.
–¡Dejate de decir pavadas, Hormiga! –pidió Tito fastidiado por
la interrupción–. Haga memoria, patrona, el chino algo debe haberle
dicho para que usted firmara la carta…
–Hablamos de los precios de la carne y el arroz, de los negocios
que se abrirían en Mercedes, de la prosperidad del pueblo, de la crea-
ción de innumerables puestos de trabajo, de la felicidad de la gente
simple… –Mónica Beatriz quedó tildada unos momentos y luego ex-
plotó–. ¡¡Me quiero matar, Tito!! ¡¡Muerta quisiera estar!! ¡¡Por bolu-
da crédula!! ¿Ahora quién me va a votar? ¿Qué va a ser de Amigos del
Centro? Todo está perdido.
–¡¿Pero cómo no nos consultó antes de firmar la carta, patro-
na?! –coló una recriminación Jesús–. Nosotros estamos acá para
asesorarla.
–¿Qué me iba a imaginar yo que las promesas de Hu Jintao eran
tan… tan…? Además –la cara de Mónica Beatriz se iluminó–, yo no
soy siquiera la intendenta de Mercedes, ¡no todavía! ¿Se podrá accio-
nar para que…?
–Sí, todo lo quiera, patrona, pero ahora ¿quién va a sacar a los
chinos de la ciudad? –se lamentó Tito.
–¡¿Qué voy a hacer, qué vamos a hacer?! ¡Si las Tres Yolís se ente-
ran de esto, estoy muerta y enterrada, adiós a todos, adiós a mi carre-
ra política, adiós a mí.
–No cante derrota antes de antes de tiempo, patrona –puso paños
fríos Jesús sin saber bien porqué.
–¡Pero, Jesús! ¡Ni siquiera sabemos dónde está Lee! Desde el mitin
en El Blandengue aquel sábado que no lo vi más. ¡Es como si se lo
hubiese tragado la tierra!
–¿Sabe por qué me dicen el Hormiga, patrona?
Mónica Beatriz lo miró con los ojos abiertos como platos.
–Además de negro y chiquito, jamás me doy por vencido. Deme
una semana y le encuentro al chino, le pongo una estampilla en el
culo y se lo mando de vuelta, junto a los otros, a Shanghái.
La moción fue aprobada por unanimidad por todos los integran-
tes de Amigos del Centro.

Bordeando el arroyito Frías, en las afueras de Mercedes, Lee se


refugiaba en una gruta arcillosa. Le había bastado cruzarse con tres
mercedinos iracundos para enterarse de que su matufia con HuJintao
se había dado a conocer como “la avalancha oriental” y rápidamente
comprendió que debía huir pues su vida corría peligro. Había aco-
modado los tres autos en una especie de triángulo y de los techos y
puertas abiertas colgaban tiras de seda que bailaban como geishas
alegres cuando el viento pampeano soplaba. En uno de los ángulos de
la toldería, instaló una estampita del Gauchito Gil y a sus pies, sahu-
merios que se ocupaba de mantener ardiendo. No le hubiera sido di-
fícil deshacerse de los autos, pero decidió conservarlos para recordar
en todo momento que el deseo es la fuente principal del sufrimiento
y que sólo el Noble Camino puede liberar la vida.
Lee pasaba las tardes tocando el violín chino, practicando el Tai-
chi y cultivando la virtud de la paciencia mediante la práctica de
pesca manual de mojarritas, que luego cocinaba con calditos Knorr.
A veces pensaba en Mónica Beatriz, en esa fugaz –pero exquisita–
semana, en la que él se había sentido su alfa y omega. Y entonces,
volvía a recordar que el deseo era la fuente de todo sufrimiento y así
como había comenzado a pensar en ella dejaba de hacerlo, y en ese
mismo acto de liberación conseguía amarla de manera incondicional.
Lo afligía la horda de compatriotas que ahora deambulaban por Mer-
cedes, víctimas de su ingenuidad y de la rapacidad de Hu Jintao, dis-
puesto a sacarse la superpoblación de encima como diera lugar. Sin
embargo ésta, era una apreciación que no lo movía a nada más allá de
la reflexión. Lee había encontrado la paz. En la orilla de enfrente, un

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ceibo le recordó los cerezos de lágrimas rosas de su imperio natal y se


sorprendió al preferir el árbol de color rojizo.

Lejos de la tranquilidad del arroyito Frías, Mercedes vivía días de


furia. Tito, Jesús, el Hormiga y Mónica Beatriz patrullaban las calles
en busca de Lee.
–¿No sienten ustedes que los chinos estos me miran raro?
–¿“Estos” cuáles, patrona? –la tranquilizó el Hormiga–. ¿No ve que
nos miran raro a todos? Es que no entienden un soto, pobres anima-
litos.
Al doblar por la esquina de la avenida 29, una ráfaga de carne
cociéndose al suave calor de las brasas atrapó las narices de los explo-
radores. El olor los condujo hasta la plaza San Martín. Allí, el camión
de flores de las Tres Yolís estaba entre una gigantesca nube de humo
parrillero y una multitud que escuchaba, como hipnotizada, lo que
las trillizas decían. Los cuatro aventureros –a pesar de la rigurosa die-
ta de verduritas que venían teniendo hacía semanas– resistieron el
llamado de la carne. Se pertrecharon en el zaguán de los Tribunales y
desde allí observaron qué pasaba.
Un cartel del tamaño de un pasacalles decoraba la parte superior
del camión: “Juntos por una ciudad más bella y europea” era el es-
logan. Las trillizas, subidas a un podio tripartito, gritaban a voz en
cuello sus promesas electorales. Mientras, Cabrera, seguido de cerca
por Segundo, regaba con un fumigador las flores de la enredadera
que cubría al vehículo. Tito, Jesús y el Hormiga debieron contener a
la patrona para que no sucumbiera a sus instintos asesinos.
Las ovaciones de los presentes, que incluían varios vecinos de El
Blandengue y a los voisins del barrio Parque, coincidieron con las crí-
ticas a Mónica Beatriz. Fueron necesarios apenas minutos para que
–Pavlov mediante–, la masa de futuros votantes asociara la candida-
ta opositora con la escasez de carne. El aplauso que desencadenó la
consigna: “¡Muerte a la vendepatria! ¡Asado para todos y todas!” fue
apoteósico.
¶X
Mónica Beatriz jugaba enajenada con el tallo del apio de un Bloody
Mary mientras Tito, Jesús y el Hormiga la miraban expectantes. De
pronto, sumergió el apio en el jugo de tomate y pidió que le alcanzaran
el diario. Jesús se apresuró, irreprochable en su diligencia. Tito frunció
los ojos y sacudió la cabeza en franca señal de desaprobación. El Hor-
miga se expresó de manera más escueta:
–¿Qué hacés, boludo? Habíamos dicho que antes los íbamos a “co-
rregir” –dijo cabeceando en dirección a dos altas pilas de diarios que
se encontraban contra la pared detrás de ellos.
Las torres gemelas de papel que afeaban la cocina de Mónica Bea-
triz y que los albañiles trataban de ocultar con sus cuerpos eran pilas
de El protagonista y El nuevo cronista, los únicos dos periódicos de la
ciudad de Mercedes. Las primeras planas de ambos matutinos daban
en sus portadas una encuesta de popularidad que anunciaba a las Tres
Yolís como favoritas de las elecciones municipales. Ante este fatídico
pronóstico, la reacción de Mónica Beatriz sorprendió a sus tres adep-
tos. Luego de tirar sin furia ni melodrama El nuevo cronista al suelo
y pisotearlo un poquito, se puso a caminar en círculos con una mano
detrás de la espalda y la otra picoteándole el mentón.
–No hay que dejar que nos paralice el pánico, patrona –empezó
Jesús–, ahora más que nunca tenemos que concentrarnos en el próxi-
mo acto de campaña y en cómo hacer para subir nuestros números
en los sondeos.
–Jesucristo tiene razón, patrona –metió cuchara el Hormiga–,
¿sabe lo que se me ocurre? Que tenemos que jugar con las mismas
cartas que las Tres Yolís.

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Mónica Beatriz detuvo su peregrinaje circular y lo miró intrigada.


–¿Y cuáles son esas cartas, Hormiga?
–Lo que están haciendo esas tres reventadas con el asado popu-
lar gratis es demagogia berreta, patrona, demagogia del siglo pasado
además, y eso es lo que tenemos que hacer nosotros.
–¡Ay, Hormiga! ¡A veces no sé si sos un genio o un pelotudo, mirá!
¿Cuál es tu plan? ¿Qué hay más popular que el asado en este país de
carniceros?
El Hormiga hiperventiló del entusiasmo, que le salió a los gritos:
–¡La tele, patrona! ¡La tele!
Mónica Beatriz, Jesús y Tito se miraron en silencio. Naranja, que
hacía su vida por ahí sin molestar a nadie, estornudó y se rascó la
oreja contra un fierro de la baranda. El Hormiga, al no ver en el ros-
tro de sus camaradas la expresión de arrebato que para él merecía su
brillante idea, retomó la palabra.
–¿Entienden…?
–Sí, Hormiga, todos tenemos tele –Mónica Beatriz buscó el apoyo
mudo de Jesús y Tito antes de continuar–. Lo que no me queda claro
es, concretamente, ¿qué proponés?
–Dos palabras, patrona: REALITY SHOW –y levantó primero el
índice y después el medio.
–¿Pero por qué no te dejás de divagar, Hormiguita? –se afanó Tito
salido de las casillas–. ¡Un programa de televisión supone plata, tiem-
po, conocimientos técnicos, equipamientos, luces, sonido…! –tomó
aire furibundo–. ¡¡Plata, Hormiga, guita, corazón!!
–¿Se acuerdan de Emergencias 24? –consultó Mónica Beatriz sin
prestar atención a las alarmas de Tito–. Ese que seguía lo que pasaba
en la guardia de un hospital. Algo así estaría a nuestro alcance. Yo
podría ser doctora –suspiró–, finalmente. Y ustedes serían mis en-
fermeros.
Tito se estiró los cachetes hacia abajo y puso los ojos en blanco,
muestra irrefutable de desaprobación desesperada.
–Podríamos llamarlo: Dubarry Hope, ¿que les parece? –y al de-
cirlo, Mónica Beatriz barrió de izquierda a derecha, trazando en el
aire un letrero de neón invisible–. Creamos un canal de YouTube y
vamos subiendo los capítulos ahí para que la gente se suscriba, uno
por semana.
–¿Pero qué tiene que ver eso con la política, patrona? –se impa-
cientó Jesús.
–¡Todo, Jesucristo, todo! Para empezar me va a hacer ganar popula-
ridad y la gente mientras dure el programa se va a olvidar de los chinos,
de la carne podrida de las Yolís y sólo van a hablar de mí, ¿comprendés?
¿A quién le importa comer bien cuando en la tele dan Master Chef? ¡Po-
bres pero mediatizados! Y segundo, nos va a hacer ganar tiempo.
–¿Pero cómo vamos a hacer para conseguir permiso para filmar
en el hospital?
–No lo vamos a necesitar, Jesús –se apuró Mónica Beatriz–, vamos
a grabar en exteriores. Nada mejor que la sangre y la velocidad para
despertar el morbo que todo televidente lleva adentro.
–¿Y de dónde vamos a sacar a los heridos? ¿Necesitaremos tam-
bién una ambulancia?
–Con tanta cantidad de chinos dando vuelta, Jesús, no creo que lo
de accidentar a alguien (sin querer, por supuesto), sea un problema.
–¡Patrona, por favor! –se escandalizó el Hormiga–. ¡Límites! Se-
rán chinos pero antes y primero y principal son seres y humanos. Se
lo pido por favor, no vuelva a repetir una cosa así nunca más. Ade-
más, la xenofobia pre elecciones da pésima prensa.
–Bueno –transó Mónica Beatriz–, entonces si ahora accidentar un
poquito a un chino es políticamente incorrecto, vayamos por el lado de
Cabrera que además de merecérselo, haría cualquier cosa por mí.
Mónica Beatriz consideró resuelto el asunto y corrió dando saltitos
de alegría a su habitación. Buscó en su armario el ambo blanco que
usaba todos los miércoles para la guardia y bordó con hilo rojo sobre
el bolsillito tres letras mayúsculas y un punto: DRA. Luego pidió que
le alcanzaran la escalera de la obra y subió al altillo donde acumulaba
bolsas de consorcio con ropa vieja y otros cachivaches muy usados.
–¡Sabía que no lo había tirado! –se entusiasmó Mónica Beatriz del
otro lado del cielorraso de machimbre que separaba la buhardilla de
la zona habitable de la casa.
–¿Y eso? –preguntó el Hormiga, espectador privilegiado de la es-
cena patronal (so pretexto de cumplir con normas de seguridad mí-
nimas se hallaba abrochado a la base de la escalera, la vista al cielo).
–Para vos, Hormiguita –aclaró Mónica Beatriz, tendiéndole un
pedazo de tela amarillenta que luego se descubrió un guardapolvo
escolar–. Vas a ser mi coprotagonista, el doctor… Himenóptero.
Otros elementos que Mónica Beatriz juzgó necesarios para la pro-
ducción del unitario y que fue buscando por la casa y separando en
una canasta, fueron:

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• un dictáfono
• su teléfono celular
• una camarita de fotos digital Samsung
• su cepillo para brushing
• tres metros de cuerda
• una caña de pescar mojarritas
• un estetoscopio (que había robado del hospital para escuchar
el ritmo cardíaco del ruso cada vez que terminaba de cantarle
Tu veneno y que había olvidado devolver)
• un labial rojo

Con esto dio por concluidas las tareas de preproducción. A con-


tinuación, la “DRA.” salió seguida por sus secuaces hacia la furgo-
neta estacionada de Jesús. El Hormiga, último en la cola, caminaba
y luchaba con los botones traseros del guardapolvo que, debido a su
para nada práctica ubicación y a su barriga cervecera, eran difíciles
de cerrar.
–Vení que te ayudo y te hago el moño –se ofreció Mónica Beatriz.
–¡Déjeme de joder, patrona! ¡Los moños son cosas de puto! ¿O no
lo sabía?
–Para nada, Hormiga, los hombres también tienen derecho a cul-
tivar su aspecto, su costado estético –Mónica Beatriz se detuvo y lo
miró abriendo mucho los ojos–. Aunque sea dejame que te maquille
así no pasás por cocinero de sushi. Que, dicho sea de paso, no te ven-
dría mal incursionar en la comida miniatura para bajar un poco de
peso…
–Esto, patrona –dijo el Hormiga llevándose las manos a la panza y
haciendo bailar su propia grasa abdominal–, no es una busarda cual-
quiera. ¡Esto es un tanque lleno de combustible para el amor! –y el
baile descendió hasta instalársele en las caderas.
Tito y Jesús rieron a carcajadas por la ocurrencia. Mónica Beatriz
no se dio por aludida.
–¡¿Qué hacen ahí riéndose como marmotas?! ¡Vamos, que no te-
nemos un minuto para perder! Usted, Jesús, va a ocuparse de filmar.
Míreme –la patrona clavó los ojos en los del camarógrafo–, ¡no se
ponga a papar moscas justo en el momento del accidente porque lo
reviento! Usted, Tito, ¡qué haría yo sin usted! –lisonjeó Mónica Bea-
triz para quitar de la cara del albañil el desánimo que se le había insta-
lado desde el momento en que había decidido lo del reality–. Usted se
va a encargar del sonido y de mantener a distancia a los transeúntes,
si aparecen, para que no nos arruinen las tomas.
La alegría que las palabras de Mónica Beatriz encendieron en Tito
tenía la fuerza de una ola atlántica con viento a favor. Sin embargo,
desacostumbrado a la potencia de esa sensación el albañil guardó la
apariencia calma y aburrida del mar Caribe. Para disimular, recuperó
el dictáfono de la canasta, de la caña ató la cuerda y de ella, el cepillo
para brushing de Mónica Beatriz. Una de sus misiones consistiría en
montar una aguda simulación para que el falso micrófono apareciera
–de vez en cuando– por alguno de los ángulos superiores del cuadro
de la cámara.
Mientras los albañiles ensayaban sus novedosas ocupaciones, Mó-
nica Beatriz buscó a Naranja y lo soltó en la vereda. Sopesó la idea
de escribir “ambulancia” a la inversa en el capó de la furgoneta con
labial rojo, pero luego de unos segundos desechó la idea porque era
consciente de que su caligrafía dejaba mucho que desear.
Cuando se sintieron listos, los cinco subieron al furgón.
–No es que me divierta el papel de aguafiestas pero ¿alguien sabe
cómo vamos a hacer para encontrar a Cabrera?
–¡Ay, Tito, siempre lo mismo con usted! Cabrera está en el Porve-
nir, ¿no es obvio? Hormiga, arrancá este carromato y enfilá para la 36.
–¡Okay, patrona!
–¡Doctora, Hormiguita, doctora! –lo corrigió Mónica Beatriz, ya
metida en su papel–. ¿Y además adónde aprendiste a hablar inglés vos?
–Las rubias pican mucho el anzuelo del cabecita negra, patrona.
No se imagina lo fogosas que son las finlandesas (un ejemplo por
decir). Eso sí, no le pescan ni una palabra de español y, como dice el
dicho, si la montaña no va a Mahoma…
–Siempre lo dije, el inglés es el futuro de la juventud, ¡bravo, Hor-
miga, bravo!
–Hablando del tema, patrona, ¿qué le parece si durante el reality,
mechamos algunas palabritas en inglés? Para darle un toque a serie
yanqui de moda.
–¿Te parece, Hormiga?
–¡Claro que me parece! El inglés tiene frases muy pegadizas. Si no,
mire lo que logró el Obama con el Yes we can.
–Ies güi can… –repitió Mónica Beatriz con la mirada en el hori-
zonte, llena de ilusiones y sin la más remota idea de lo que significa-
ba–. ¿Y qué quiere decir, Hormiga?

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–Significa “sí, podemos”.


–Qué poder de síntesis tienen en el Primer Mundo, che, no hay
con qué darles. Repetime la frase, Hormiga.
–Yes we can, patrona, yes we can –dijo el Hormiga mientras ma-
niobraba para estacionarse unos metros antes de la puerta del club.
–¿Y ahora? –preguntó Jesús.
–Ahora, esperamos a que Cabrera decida dejar de tomar y salga
y cuando cruce la calle… lo accidentamos. Un poquito. Jesucristo, te
pido por favor, estate atento para captar todo en fílmico.
–¿Yo no debería estar afuera del auto para grabar bien todo el
complejo movimiento de la escena?
–¡Tenés razón, Jesusito! Andate hasta aquel árbol –Mónica Beatriz
se lo indicó con el dedo mayor apuntando hacia la vereda de enfrente.
El camarógrafo bajó del vehículo justo en el momento en que se
abría la puerta del Club Porvenir. Era Cabrera.
–¡Ahí está, boludos, ahí está! –advirtió el Hormiga–. ¡Corré, Je-
sucristo!
–¡Acción! –gritó enajenada Mónica Beatriz–. ¡Atentos todos, ac-
ción, acción!
El doctor Himenóptero arrancó la camioneta y puso proa hacia
la puerta del club. Jesús encendió la cámara y eligió la opción “rec”,
manteniendo el pulso firme, tan firme como le era posible, para que
la imagen no se moviera.

Chruvia Moreno, pulpera gaucha,


de falda chroja, vincha y puñal […]
[…] eras más brava que las leonas,
en los juncales del Abardón.

Cabrera cruzó la calle canturreando, la mirada triste y el paso


errante. Al voltear en mitad del asfalto confirmó lo que ya intuía: es-
taba solo. Segundo no lo seguía.
Desde hacía algunos días, el perro había desaparecido. Cabrera se
limpió un intento de lágrima. Se disponía a continuar con su camino
cuando fue embestido por la furgoneta del Dubarry Hope que circu-
laba a baja velocidad con todas las luces apagadas y sin chapa patente.
Estampado contra el parabrisas, Cabrera tardó unos instantes en dar-
se cuenta de lo que pasaba y creyó que el impacto era una forma de
materialización de la tristeza.
–¡Frená, Hormiga, frená, que tenemos que bajarnos a atenderlo!
–ordenó Mónica Beatriz.
–¡Se cortaron, patrona, los frenos se cortaron! –el Hormiga se en-
sañaba contra el pedal inerte cada vez más desesperado a pesar de
que deambulaban a velocidad mínima.
Mónica Beatriz manoteó el volante y apretó contra el suelo la pier-
na izquierda del Hormiga. Jesús iba detrás del vehículo, cámara en
mano, ambos a paso de hombre. La furgoneta dobló en la calle 11 y
cruzó la calle 38, la avenida 40, se subió a la placita de la estación La
Trocha, pasó por debajo del caño de las hamacas, atravesó el ligus-
tro que separaba la plaza de las vías del tren, todo en punto muerto
y tranquilo avance zombi, cruzó los rieles, siguió por el descampa-
do para finalmente incrustarse contra el alambre tejido que servía
de límite. Mónica Beatriz bajó de inmediato de la furgoneta con el
estetoscopio colgando del cuello para asistir a Cabrera, que seguía
acostado sobre el capó, dejándose llevar de paseo.
–No deje de filmar y búsqueme a ver si me encuentra sangre por
algún lugar –susurró Mónica Beatriz mientras ayudaba a Cabrera a
recostarse en el suelo para tomarle los signos vitales y ver si reaccio-
naba.
–¡Y yo que la creía chreacia a mi persona! –exclamó el accidentan-
do abriendo un ojo y poniendo la boca en forma de chorizo bombón
pensando que se venía el beso de sana sana, curita de rana.
–¡No sea bruto, quiere! ¡Y salga de ahí que ni para la desgracia
sirve! Ni un corte se hizo, será de Dios.
Mientras Mónica Beatriz ayudaba a Cabrera a incorporarse, Tito
comenzó a golpear el parabrisas para llamarles la atención. También
agitaba el brazo que tenía libre.
–¿Se puede saber qué quiere este hombre, ahora?
–¡Mire, patrona, detrás suyo! –dijo Tito metiendo el cepillo de
brushing a propósito un poco adentro del cuadro.
Mónica Beatriz se dio vuelta y no vio nada, pero escuchó una sin-
fonía de aullidos que en seguida engarzó con la imagen de una jauría
apretujada contra el alambre.
–¡Escuche, patchroncita! ¿Lo escucha? ¡Es el Segundo! –exclamó
Cabrera emocionado y ya completamente recuperado de la colisión.
Junto al gigantesco canil, dos chinos habían encendido una fogata
y se alistaban para prepararse un par de panchos con un salchichita
bebé. Al verla a Mónica Beatriz que se acercaba a paso decidido, el

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chino más corpulento, de cuyo cuello colgaba una cadena con una
llave, la escondió bajo la remera con disimulo.
–¿Se puede saber qué están haciendo con Julieta? Es la salchichita
de los Razetto –los regañó Mónica Beatriz alejando al cachorro, que
parecía dormido pero estaba en realidad knock out, de la olla en la
que el agua ya hervía–. ¿No era que ustedes comían arroz? ¡Caníbales!
Jesús registraba todo en la camarita. Los chinos miraban a Mónica
Beatriz como si fuese una extraterrestre hablando bajo el agua. Per-
plejos, no atinaron a moverse. Mónica Beatriz miró entonces a Jesús
–a cámara– con una lograda expresión de horror. Tras ella, Cabrera
se dejaba lengüetear por Segundo a través de la malla de alambre. El
Dr. Himenóptero entró en escena sin saber si actuar de médico o de
agente del FBI.
–¡¿Para quién trabajan?! ¡Respondan, cobardes! –inquirió arran-
cándole la cadena del cuello al chino corpulento y silente.
Ante la falta de respuesta, el Hormiga se arremangó el guarda-
polvo e improvisó una pose de combate. Deseoso, al fin y al cabo, de
comunicación, el chino gordo ilustró con sus dedos el número tres.
A su lado, el otro, que no se perdía nada de lo que estaba sucediendo,
dijo con su vocesita delicada: Sholís.
Los ojos de Mónica Beatriz brillaron de odio, en un relampagueo
formidable que Jesús captó a la perfección con la Samsung y corrió a
liberar a los perros que aullaban tristes a causa del encierro. En medio
de la polvareda levantada por la jauría, Mónica Beatriz saltó de júbilo
y en lo más alto de su salto, cuando se encontraba todavía en el aire,
las rodillas dobladas hacia atrás, gritó: ¡IÉs, güi Can!
¶ XI
El único capítulo de “Dubarry Hope” que vería la luz tuvo un efecto
viral en YouTube y fue un factor decisivo en la carrera política de Mó-
nica Beatriz. La frase “Ies güi can” se convirtió en eslogan de campaña y
comenzó a escucharse en todos lados, en los medios de comunicación,
en conversaciones callejeras. El desenmascaramiento del origen de la
carne usada en los “Asados para todos” derrumbó la popularidad de
las Tres Yolís y subió la de Mónica Beatriz en igual proporción. Mó-
nica Beatriz se ganó la simpatía de la alta sociedad mercedina: con las
calles una vez más atiborrada de canes, las damas copetudas del oeste
bonaerense se sintieron una vez más útiles trabajando ad honorem en
los refugios para perros abandonados. En cuanto a los sectores más
populares, la alegría de los pichichos liberados resultó contagiosa de
forma que, salvando algunos casos, los vecinos del barrio El Blanden-
gue volvieron a encariñarse con la candidata de Amigos del Centro.
Si bien con la liberación de los perros y los chinos atrincherados
por miedo a posibles saqueos la ciudad seguía siendo una olla a pre-
sión esperando el estallido final, Mónica Beatriz mantenía la calma y
trataba de potenciar al máximo su felicidad. Confiaba en la victoria
futura de su partido Amigos del Centro, pero sobre todo confiaba
en Cabrera. En efecto, el día en que Mónica Beatriz y sus secuaces
atropellaron –queriendo– a Cabrera y descubrieron –sin querer– la
reserva secreta de carne que abastecía los “Asados para todos” de las
Tres Yolís, Cabrera, agradecido por la vuelta de su fiel y querido Se-
gundo, se comprometió a encontrar al Dr. Lee y a neutralizar, “por la
güenas o por las malas”, el impacto negativo que los orientales tenían
en la ciudad.

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Era el mediodía de un domingo caluroso, tan caluroso que hasta


las chicharras habían decretado asueto para disfrutar de la fresca que
daban las hojas de los tilos. Sobre una avenida 29 desierta, pasando
las vías y yendo para el lado del parque, donde un brazo del Río Luján
da la vuelta, dos criaturas del Señor: una bípeda y la otra no, caminan
lado a lado. Mientras avanzan, sus figuras se vuelven tambaleantes
y más pequeñas hasta desaparecer en un oasis en medio del asfalto.
¿Qué hay más allá de lo que se ve? “¡La soledad, el peligro, el salvaje,
la muerte!” Hacia allí se dirige nuestro inesperado héroe, Cabrera, y
su perro Segundo.
Al adentrarse en la difusa llanura pampeana, Cabrera, buen gau-
cho rastreador, echó la vista al suelo. Segundo, con un hocico tan en-
furecido que parecía querer escapársele de la trompa para comenzar
a bailar un malambo, daba vueltas alrededor de su amo. De sopetón,
la cola se le acalambró y corriendo el eje del cuerpo hacia delante,
señaló con una pata la dirección del Porvenir.
–¡Qué entuavía no es la hora de la leche Segundo, así que no se me
haga el chreviraú! ¡Mire! ¡Mire estas pisadas frágiles como las de una
golondrina! ¡Esto no puede ser otchra cosa que los pasitos del chino
clavaagujas!
Siguiendo el curso de la huella, pasaron por arriba del subibajas,
cruzaron la pista de bicicletas, atravesaron a nado el río, llegaron al
Parque Viejo, volvieron a cruzarlo para volver del lado del Parque
Nuevo, penetraron en el bosquecito de casuarinas, pasaron por deba-
jo del antiguo puente ferroviario y se dirigieron hacia el descampado
de la Cruz de palo. A lo lejos, un hilo de humo indicaba campamento
y hacia allí fueron.

–¡Huānyíng7, Cablela y Segundo! ¡Los estaba espelando! –saludó


Lee–. ¿Puedo convidales con un poquito de peldiz o mulita, que yo
mismo he cazado y matado con mis plopias manos? ¿O tal vez un
matecito bien bien amalgo, le contla amalgo, de los buenos?
El refugio que el Dr. Lee se había fabricado con los tres Hongqi
HQ3 cobijaban unos sahumerios que ardían día y noche, junto a la
estampa, ya un poco tiznada, del gauchito Gil. Sobre una fogata cen-
tral se asaban las alimañas cazadas por el Dr. Lee con una cerbatana y

7. Traducción fonética de la palabra “Bienvenido” en chino mandarín.


sus agujas de acupuntura. Liberado de las opresiones mundanas, Lee
se paseaba delante de ellos como Dios lo había enviado al mundo.
Sólo un taparrabo de peluche atigrado cubría sus partes, dejando a la
vista un cuerpo pequeño y fibroso, que exhibía heridas de batallas y
quizás, incluso, de vidas pasadas.
–¡Años de tchradición de gauchos matchreros, y usté… que se
endifraza de Tarzán, se toma unos verdes y se cree el Fiechrro! ¡Ver-
güenza debería darle!
–Shaolín, gauchos, todos unidos pol el mismo espílitu guelelo –
Lee se llevó las manos en posición de rezo a la altura del pecho e
inclinó la cabeza.
El ademán enfureció a Cabrera.
–¡Encima se toma el tupé de la comparación! ¡Cortele a la lengua
y póngase en guardia, que he venido achrmau como pa salir vitorioso
de la pior de la batallas! –dijo Cabrera, que se sentó y desenfundó,
con la misma destreza que un Ninja desenvaina un sable, una guitarra
criolla–. ¿Qué le parece, Segundo, estará afinada?
Segundo pegó una ladrido invocando a la tormenta y de a poco el
cielo se oscureció.
–¡Piro si no lo he dicho millonada de veces, ya! ¡Con esos Sapu-
cais, no cabe duda que usté es pechrro cochrrentino! –Cabrera empe-
zó el punteo, se aclaró la garganta y miró a Lee sin rodeos:

He venido hasta aquí, compadre


pa’ devolverle el favor
a quien llaman flor de fulgor,
mandome sacar los chinos
que son pior que cochinos
tienen la alma de tchraidor

Lee, envuelto en su chiripá tropical, corrió detrás de uno de los


Hongqi HQ3.
–¡Ja! ¿No le he dicho yo, Segundo, que estos locos son vagabun-
dos! ¡Mire cómo se guarda en el estuche con ese traje de peluche!
Segundo movió la cola y dejó escapar otro ladrido. Arriba, los nu-
barrones parecían darse cita. Los rayos comenzaban a cruzar el cielo
y las primeras gotas no se hicieron esperar. Lee reapareció vestido de
gaucho por dos pesos, apoyó el pescuezo sobre un tronco de cerezo y
de un violín flaco como una rama comenzó a imitar el punteo de la

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vigüela. Cabrera cerró los ojos con desconfianza, el ritmo le recordaba


algo vago que no lograba identificar. Un refucilo agrietó una nube y
hasta Segundo, que hacía minutos se creía el rey mundo, pareció sentir
cierto respeto por el chino emponchado que se disponía a payar.

Yo he oído de esa flol


y aunque de otlo pago soy
todos mis lespetos doy
a la tiela algentina
que se ha vuelto campesina
y cantando mostlal-le voy

Cabrera enfurecido aceleró el arpegio.

Bájese, usté, ya del cachrro,


evite salir avergonzao
otchros ya lo han intentao
y con el chrabo en las patas
se han tenido que ir a gatas
¡no se haga endespués el extrañao!

Y el chino:

Escucheme bien, Cablela,


si algo he aplendido:
es no dalme pol vencido
esta es ya mi quelencia
y no temo su violencia
a quedalme he venido

Y Cabrera:

Da la pena su vigüela
y más tchristeza su cantar,
¡dejese de jorobar!
Si no me hace caso amigo,
que a marcharse yo lo obligo
el Segundo lo va a atacar.
La orden de ataque coincidió con un rayo que partió el cielo en
dos. Segundo se le fue encima al chino. Sorprendido por el destello
y el asalto de la bestia, Lee lanzó el violín oriental y cayó de espal-
das al suelo. Sus músculos austeros pero tenaces no se dejaron vencer
fácilmente y por una milésima de minuto Cabrera dudó de que el
perro pudiera con él. Bajo los chicotazos de la tormenta eléctrica se
desarrollaba, reñida, la pelea: Segundo parado en cuatro patas sobre
Lee, Lee con las piernas abiertas, Segundo panza arriba con el hocico
a punto de dar un tarascón, Segundo dándole la pata a Lee. Lee dán-
dole la pata a Segundo.
–¡Piro déjese de tanto circo, Segundo! ¿Dónde se ha visto un pe-
chrro bailarín? ¡Cóchrrase de ahí y deje hacer a los hombres, ahijuna!
Cabrera desanudó unas boleadoras del cinto, las agitó bajo el cielo
cargado de noche, apuntó a los tobillos de su adversario. Lee, que ha-
bía logrado ponerse de pie y forcejeaba con Segundo, cayó de bruces.
Cabrera lo dio vuelta. El cuerpo del chino se sacudía en violentos
espasmos de un llanto desconsolado.
–¡Piro no llore ansí hombre, que pa lo chridículo de finito que es no
ha aflojau ni un poco! ¿O no está usté de acuerdo conmigo, Segundo?
El perro asintió trémulo, incómodo por el llanto de su adversario.
–¡Se me controlan, carajo! ¡Ni que juesen parte del hembraje pa
andar con tanto sentimiento a flor de piel! –exigió Cabrera, tratando
de poner un poco orden.
La voz de Lee, delicada como la escarcha del alba invernal, irrum-
pió entonces desde abajo del cuerpazo de Segundo.
–Yo sel homble bueno, nunca hacel daño… pelo cael en tlampa
de Hu Jintao, sin quelel, doctol Lee inocente… ahola nada impoltal:
Monica Beatliz odialme, yo quelel molil –confesó convulso el acu-
punturista.
Cabrera se apiadó ante un dolor que bien hubiera podido ser el
suyo y pensó una vez más en su amigo Vladislav Sergéevich Smirnov.
–¡Yo no sé, ha de ser la Sudestada que levanta tiechrra y nos hace
lagrimear! –dijo Cabrera que ante el amor no correspondido y el re-
cuerdo del ruso no podía aguantar el llanto.
Infló el pecho, le palmeó el costillar a Segundo y puso la voz grave.
–¡Güeno, basta de mariconeada! Guamo a chresolver la historia
esta con sus paisanos. Me tchrae a todo el mundo para acá, chrapidito.
Pálido ante la posibilidad de que sus coterráneos lo consideraran
responsable de su (mala) suerte, Lee hizo “no” con la cabeza y trató en

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vano de escaparse. Sus pies seguían enmarañados en las boleadoras.


Su cuerpo flaco reprodujo el movimiento de una lombriz orillera que
se sabe de pronto carnada.
–¡Más maula no nos podía haber salido este, Segundo! Mire, dotor:
o se ocupa de los chinos o lo llevamos al Blandengue y le decimos a la
peonada que usté anduvo chrepartiendo por ahí que los iba a violar a
todos con esto –señaló el violín– y endespués –continuó– lo dejamos
maniatado pa que el bandalaje se saque la chrabia, ¿qué le parece?
–¿Y cómo convencel doctol Lee a chinos pala ilse? –preguntó el
chino lloroso.
–Achrrastrarlos fuera de la ciudad no güa a ser tan difícil con lo
mal que los hemos chrecibido. En cuanto pa dónde se las toman, yo
diría que pa Luján o pa los Güenos Aires, que son un poco más cos-
mopolita, en otro pueblo chico cochrre el chriesgo de otro brote de
tichrria contra el forastero.

Tras la tormenta eléctrica, Cabrera, Segundo y el Dr. Lee ganaron el


asfalto rumbo al centro de la ciudad de Mercedes. Al poner pie sobre la
avenida 29, Lee se arremangó el poncho, pidió a Cabrera que le pasara
el violín y luego de un preludio silencioso comenzó a reproducir una
triste melodía. Lee dio vuelta la cabeza y con una seña invitó a Cabrera
y Segundo que lo siguieran. Lee se deslizaba con su gracia habitual, de
leve garza. A medida que iban recorriendo la ciudad, los chinos, hipno-
tizados por la música, abandonaron supermercados, locutorios, restau-
rantes, tintorerías, kioscos, viveros, zapaterías, verdulerías, para sumar-
se a la procesión que encabezaba el desgarrador llanto del violín del Dr.
Lee. Una vez reunidos en la plaza San Martín, Lee se subió a uno de los
bancos y se dirigió en su lengua materna a sus compatriotas. Luego de
un discurso casi susurrado para no llamar la atención de los vecinos,
Cabrera decidió acelerar el proceso ante lo que interpretó como una
protesta por parte de una fracción del grupo contra el Plan Lee.
–¡Ahijuna, carajo! ¡Qué tanto debate ni tanto debate! –exclamó
blandiendo las boleadoras y arengando a Segundo para que mostrara
los colmillos–. ¡Se me mandan mudar de acá inmediatamente! ¡Le
hacen ya mesmo caso al dotor Lee! ¡¿Ánde se ha visto tanto chrevirao
junto?! –y con un zapatazo a la tierra húmeda de tormenta espoleó a
la cuadrilla para que emprendiera la “chretirada”.
En las oscuras llanuras aledañas al Río Luján, Cabrera, a modo de
despido, le dio un apretón de mano a Lee y luego de asegurarse que el
tropel de chinos replegaba, dio la media vuelta y comenzó a caminar en
sentido opuesto. Al cabo de unos pasos, chifló a Segundo para que se
apurara.

Si en vez de un libro esto fuese una película, la imagen sería la si-


guiente: sobre una avenida 29 desierta, viniendo como desde el lado
del parque, la silueta de dos criaturas del Señor: una bípeda y la otra
no, se recortan sobre el fondo de un imponente sol naranja que anun-
cia el glorioso amanecer de un nuevo día. Pero conforme avanzan
ciudad adentro, un curioso hecho llama la atención de nuestros hé-
roes. Los únicos comercios abiertos son los que antaño habían –por
un breve período de tiempo– pertenecido a los orientales. Conforme
nuestros héroes aguzan la vista, otro hecho curioso les llama la aten-
ción: no sólo los comercios están abiertos, sino que además son aten-
didos por quienes horas antes se habían decidido al exilio.
–¡Ha de ser cosa de mandinga esto, Segundo! ¡¿Usté está viendo lo
mesmo que yo?! –inquirió Cabrera restregándose los ojos temeroso
de que fueran las lagañas las responsables de esa realidad deforme.
A lo lejos, un ruido terminó de encresparle los nervios.
–¡Cablela! ¡Cableeelaaa!
–¡Ahijuna, Segundo, si usté es infiel creo que este es el momento
indicadao pa chreconvertirse! –dijo persignándose mientras el perro
gruñía para exorcizar el terror– ¡Piro si seré bruto! Déjeme ayudarlo,
deme la frente…
El ruido, que se oyó de nuevo, esta vez más cerca, irrumpió el di-
bujo de la Cruz del Sur que Cabrera trazaba sobre la frente del perro.
–¡Cablela! ¡Cableeelaaa!
Sobre la desierta avenida 29, la esquelética silueta del Dr. Lee se
aproximaba dejando al aire el chiripá –atuendo que había adoptado
durante su etapa de forajido– cada vez que el poncho seguía el vai-
vén del trotecito. Al llegar hasta donde estaban Cabrera y Segundo,
Lee debió permanecer un rato con las manos apoyadas en las rodillas
flexionadas para recobrar el aliento.
–Ni que hubiese avistaú la luz mala, dotor. Lo suponíamos en Lu-
ján, ¿qué ha pasaú?
–Doctol Lee no podel convencel chinos, chinos pensal que nanhu
abulido –dijo señalando el violín sobre el cual ahora había encontrado
sostén– ¡plefelil cumbia! –y agitó la cabeza en señal de incomprensión
total e impotencia.

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Usando la derecha de visera, Cabrera intentó comprobar las de-


claraciones del acupunturista. ¡Y pucha que parecían menearse al son
de timbales!
–¿Y no les dijo que Luján también hay cumbia? ¡Hasta bailanta
tienen allá!
–¡Quelel quedalse en Melcedes! Tenel comelcio abielto ya…
Cabrera se tomó unos minutos antes de dar una respuesta.
–Malicio que a la patchroncita no le va gustar nada esto de los
chinos de nuevo acá… déjeme empensarlo un chrato ¿anda entuavía
con los verde encima?
Lee asintió con un movimiento a la vez escueto y convulso.
–¡Entonces, sígame!
Se dirigieron a uno de los bancos de la plaza San Martín, el mismo
que Lee había usado esa madrugada para dirigirse a sus compatriotas.
Sentados frente a la estatua del caballo del general, Lee cebaba y pasa-
ba discretamente –para no interrumpir la reflexión– mates a Cabrera.
Éste, se había agarrado la pera y alteraba de vez en cuando el ángulo
del cuello desde el cual miraba fijamente los muslos traseros del potro
de bronce. Hasta que Cabrera rompió el silencio.
–¡Guamo a tener que hacer pata ancha y chrevelárselo! ¿Qué le
parece, Segundo?
El perro gruñó y reculó.
–Lo sé, lo sé… piro… ¿Se le ocuchrre otra solución? ¡Ja, eso creía
yo…! En cuanto a usted, hay que chreconocerlo, es buen cebador….
Ahura, chrepuntemé de nuevo a sus paisanos que guamo pa lo de la
patchroncita.
No bien el Dr. Lee se presentó con los trescientos orientales frente
al banco de la plaza San Martín, Cabrera le devolvió la calabaza y el
termo y se puso de pie para guiar a la recua extranjera hacia la casa de
la calle 32. Aprovechando las cuatro cuadras que mediaban entre la
plaza y el domicilio de Mónica Beatriz, Cabrera le expuso su plan al
acupunturista devenido inopinadamente puntero político. Segundo
iba al lado de su amo al trotecito y sin afloje. En cuanto lo ganaba
la fatiga, amainaba el paso. Al darse cuenta que se hallaba entre ex-
traños, guardaba la cola entre las patas, paraba los pelos del lomo y
mostrando los dientes, aceleraba para ganar nuevamente el flanco de
su dueño.
Llegados a destino, tocaron timbre y esperaron a que asomara la
áurea cabellera de la dueña de casa por la ventana del primer piso.
–¿Quién es? –preguntó Mónica Beatriz a los gritos desde adentro,
sin molestarse en asomarse o salir.
–¿Ya no me chreconoce? –retrucó Cabrera para hacer alarde frente
a Lee de la familiaridad que mantenía con el blondo objeto del deseo
de todos los hombres en edad de merecer en Mercedes y alrededores.
La ansiosa marcha de la candidata que bajaba a abrir la puerta fue
muy audible, incluso desde la vereda. Los nervios, se ve, le jugaron
en contra y se llevó varias cosas por delante. Cabrera revoleó los ojos
para darle a entender a Lee que hasta a él le daba calor lo que su pre-
sencia provocaba en Mónica Beatriz.
–¡¿Usted es o se hace, Cabrera?! ¿Quiere que le mande secuestrar
el perro de nuevo? ¡¿Qué parte de “borrón y cuenta nueva” no le que-
dó claro?! ¿Por que me trajo a todos estos ch… inmigrantes en situa-
ción de riesgo hasta acá?
–Buenos días, mi quelida Mónica Beatliz –se coló el Dr. Lee con
suavidad para que notara su presencia.
–¡A usted lo voy a matar, traidor! –gritó Mónica Beatriz.
Y se le fue encima. Cabrera logró interceptarla a medio camino y
con una sonrisa confiada pasó a explicarle lo que se le había ocurri-
do. La solución a todos los problemas que les salían al paso, camino
seguro al éxito, respuesta a las ansiedades de la rubia.
–Los chinos han chreculao y no se quieren ir. Pero si usted logra
que se nacionalicen, tiene una base de votantes asegurada, pachtron-
cita. Piénselo.

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¶ XII
Naranja le olfateó la oreja y Mónica Beatriz abrió los ojos. El des-
pertador no sonaría hasta dentro de media hora pero la dicha que
sentía era tal que le pareció un despropósito malgastarla por treinta
minutos de remoloneo. Alzó a Naranja, le dio un beso ruidoso en ese
hocico rosa que parecía una frutilla desteñida por el sol, volvió a de-
jarlo en la cama y se dirigió dando giros de felicidad hasta la ventana.
Allí, se detuvo a observar la calma de la normalidad y comenzó a ta-
rarear una canción que desconocía. Un gorrión, seguramente atraído
por el melodioso canto de Mónica Beatriz, se acercó a la ventana para
defecar. El proyectil, que le rozó la punta de la nariz, perdió su con-
sistencia maciza al estamparse contra el reborde –aún sin revocar– de
la ventana. Mónica Beatriz no se inmutó, sentía que la vida le son-
reía: los perros de vuelta con sus amos, una aplastante mayoría de los
orientales gozando los beneficios de sus respectivas nacionalidades,
tramitadas de urgencia con la ayuda macanuda de los contactos de
Tito, las Yolís desaparecidas en acción. Las primeras planas de El pro-
tagonista y El nuevo cronista se arriesgaban a pronosticar una victoria
rotunda para Amigos del Centro. Frente al espejo del baño, Mónica
Beatriz empezó a arreglarse para el encuentro de esa tarde. Un to-
que de amarillo en las raíces, máscara facial y dos rodajas de pepino
para deshincharse los ojos la obligaron a recostarse nuevamente en la
cama por unos minutos.

Mónica Beatriz se miró fijo a los ojos en el espejo. Se dio ánimo


y bajó decidida las escaleras. Haciendo equilibrio con un pie en el
cordón de la vereda y el otro sobre el pedal, Jesús, Tito y el Hormiga
aguardaban cada uno encaramado sobre una bicicleta la llegada de
Mónica Beatriz.
–¿Qué hacen en bicicleta? ¿Hormiga, tenés registro? –preguntó
posando de coqueta, sacando de su bolsillo y agitando en el aire las
llaves de su flamante vehículo.
–¿Y eso, patrona? –inquirió boquiabierto el Hormiga.
–El Monimóvil –presentó satisfecha Mónica Beatriz cabeceando
hacia la esquina de la 27 y 32 dónde el Dr. Lee había estacionado uno
de sus Hongqi HQ3 negro.
–¡Ohhhh, pegó maquinón! –exclamó el Hormiga corriendo hacia
el auto y recostándose, los brazos en cruz, sobre el capó.
–¿No se habrá metido en problemas de nuevo, no? ¡Más peligrosa
que mono con navaja es usted!
–Jesús… Menos averigua Dios y perdona… –Mónica Beatriz apo-
yó las palmas de la manos sobre la espalda de sus dos albañiles de
confianza, mitad para sentirse cobijada y mitad para conducirlos ha-
cia el coche.
Jesús se subió al asiento del acompañante. Tito se acomodó en el
asiento trasero, junto a la candidata, para brindarle consejos políticos
de último minuto.
–En cuanto la enreden con algo, usted saque el tema del “Asado
para todos” y acaricie a Naranja. Con eso seguro les cierra el pico… y
si le parece que da: llore. Llore todo lo pueda.
Mónica Beatriz asintió callada. Su boca era una tumba. No quedó
claro si por la concentración o los nervios.

Llegaron a una elegante casa colonial de dos plantas en la que fun-


cionaba, en el primer piso, un estudio de grabación. En una punta del
cuarto, una sábana blanca cubría la pared. En su centro, en letras de
cartulina violeta, estaba escrito el nombre de la emisión, La hora mer-
cedina, en la que en breve participaría –en el rol de agonista– Mónica
Beatriz. Un poco más adelante, dos atriles delimitaban el territorio
que las fuerzas opositoras tendrían que defender durante el duelo re-
tórico. En el otro extremo de la habitación, unas cámaras apuntaban
hacia don Alberto Luna, presentador del popular segmento en los
medios locales. Desoyendo toda sugerencia de su equipo, Luna se
presentó ataviado con una sábana blanca que hacía las veces de toga
romana para revivir el espíritu de Antigüedad que despertaba en su
mente la idea del combate verbal. Frente a la puerta del estudio, una

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ventana con balcón de hierro blanco daba a la calle 14 y permitía


orear la estancia.
Mónica Beatriz entreabrió la puerta y se asomó. Don Alberto
Luna se ajustó la soga ferretera que llevaba a la cintura y se apuró a
recibirla, junto a sus asesores políticos.
–¡Pasen, pasen no sean tímidos! Están en su casa.
–¡Qué gusto darle la mano, don Alberto! –se adelantó Tito.
–El gusto es mío, querido. ¿Te preguntás por qué esto? –lo interro-
gó tomándose una porción de sabanita entre índice y pulgar–. Senci-
llo: me debo a mi público.
Don Alberto Luna les indicó una mesa con vituallas por si sucum-
bían al hambre, con jugo, café y sándwichitos de miga. El Hormiga
y Jesús entraron en seguida en confianza. Comieron, tomaron y se
guardaron sandwichitos envueltos en servilletas para más tarde en los
bolsillos. Tito, preocupado por el “bloqueo escénico” que pudiera su-
frir su protegida y candidata de Amigos del Centro, se ubicó junto a la
silla donde Mónica Beatriz se balanceaba como una autista, repasan-
do mentalmente su discurso. Sobre su falda, Naranja era nuevamente
víctima de una ola de caricias nerviosas.
Un fuerte aroma a perfume berreta inundó el estudio y segundos
después la puerta parió a las Tres Yolís, que entraron acompañadas
por su madre. La presencia de las tres hermanas terminó de intimidar
por completo a la patrona.
–Bonjour ! –saludaron las cuatro mujeres al pasar por delante de
Mónica Beatriz. Salvo el Hormiga, entre fascinado y repelido por la
apostura de Madame Tussaud, nadie respondió al saludo. Cuando
faltaban quince minutos para las dos de la tarde, horario de inicio de
la transmisión, don Luna llamó a las candidatas para hacer una prue-
ba de cámara y explicarles el principio organizador de alternancia que
regiría el intercambio en la toma de palabra.
–La cosa es así –dijo don Alberto Luna–. Acá tengo dos palitos:
uno más largo y otro más corto, la que saque el más el largo –guiñó
un ojo– empieza.
El showman dio media vuelta para esconder las varillas en su
mano. El resto de los presentes se acercó para presenciar el sorteo y
oficiar de escribano público. Pese al esmero que ponía, el Hormiga
no lograba dejar de mirar a Madame Tussaud. Le recordaba a una
profesora de Ciencias Naturales que había tenido en la primaria y les
había enseñado el sistema reproductivo humano.
Mónica Beatriz y una de las Tres Yolís eligieron. Silencio tenso en
la habitación
–Ô, la pauvre ! –suspiró una de las hermanas al ver que a ellas les
tocaba comenzar a hablar.
Las candidatas volvieron a sus correspondientes rincones y reci-
bieron de sus asesores las últimas indicaciones antes de salir al aire.
–Écrase-la ! –le susurró Madame Tussaud a su hija–. Reventala.
–Déjelas que se llenen la boca nomás, en cuanto le toque el turno
a usted, hable del Asado para Todos, acaricie a Naranja y si puede,
llore –le recordó Tito–. Ya sabe.
Don Alberto Luna en toga y aureolado por una corona de laureles,
llamó a las candidatas a ocupar sus lugares. El camarógrafo comenzó
una cuenta regresiva con los dedos y al llegar a cero bajó los brazos
como si estuviera anunciando la largada de una carrera de Fórmula 1.
Las dos de la tarde en punto.
Todos los televisores mercedinos tenían la misma imagen en sus
pantallas.
–¡Buenas tardes, Merrrrcedes! –saludó entusiasmadísimo don
Alberto Luna con el cuerpo de perfil y la cara frente a la cámara–.
Hoy –se acercó al objetivo señalando con la mano derecha mientras
que con la izquierda sostenía el micrófono–, por primera vez en
la historia de esta maravillosa ciudad, transmitimos en vivo y en
directo el último acto de campaña de nuestras Elecciones Munici-
pales. Momento importantísimo de nuestra vida cívica. Por última
vez antes de que la veda política lo prohíba, escucharemos las pro-
puestas de los dos partidos contendientes: Las Tres Yolís y Amigos
del Centro… ¡Fuerte ese aplauso para ellas y esperemos que después
de escucharlas hablar quieran desfilar un poquito! –con un gesto
histriónico, don Alberto Luna se cubrió, como lo haría el Conde
Drácula, con un pedazo de sábana y se agachó bruscamente dejan-
do en el centro de la toma vacía el nombre de la emisión: La hora
mercedina.
La luz roja de la cámara se encendió y luego de un fundido a ne-
gro, las Tres Yolís, en perfecta línea recta, aparecieron en todos los
televisores de Mercedes.
–Bonjour à toutes et à tous ! –dijo rimbombantemente la que ocu-
paba el lugar del centro–. Como lo hemos dicho en reiteradas ocasio-
nes, nuestro más profundo anhelo es trabajar junto a ustedes para ha-
cer de Mercedes la primera ciudad europea de la provincia de Buenos

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Aires. La première ville européenne. Oh, là, là ! –agregaron respectiva-


mente, como salidas de un reloj cucú, las dos hermanas que se encon-
traban unos centímetros detrás de la que acaparaba el atril–. Si se pre-
guntan qué hay de malo con la Argentina, la respuesta es NADA, la
amamos profundamente. On l’aime profondément ! –corearon ambas
con los párpados caídos y la mano en el corazón–. ¡Pero dejando a un
lado las pasiones, que nada hacen por la razón, repasemos la historia
y analicemos cómo nos ha ido siendo parte de esta Argentina! Houlà
! Pas très bien, hein ! –recalcó una con entonación de vecina insatis-
fecha–. ¡Es por eso que para lograr esta gran metamorfosis hacia la
civilización, comenzaremos por nuestro capital más grande, aquello
que nos define: la lengua! La langue ! –luego de que la de la derecha
sacara el órgano situado en el interior de la boca y lo señalara, las
Tres Yolís rotaron en un coordinado movimiento digno de un equipo
olímpico alemán y otra, la de la izquierda, apoyó las manos sobre
los extremos del atril–. ¡Para alcanzar nuestro objetivo civilizador, es
menester abandonar este idioma de vagos impuesto por un país que
bien podría ser considerado el más boreal del continente africano y
reemplazarlo por el idioma de las luces! Para ello impondremos la
enseñanza obligatoria del francés en las escuelas y crearemos una
Comisión de defensa de la pureza del lenguaje que se ocupará de la
urgente rehabilitación de las letras de la más bárbara expresión de la
cultura popular: la cumbia –luego de una pequeña pausa y otra rota-
ción, ocupó el centro aquella que aún no había hablado–. Estos son
algunos ejemplos de los títulos que la Comisión modificará ni bien
las Tres Yolís asuman la intendencia: Haceme un pete de Damas gratis
pasará a llamarse Donne-moi une sucette. Laura, se te ve la tanga del
mismo grupo de degenerados, adoptará el nombre Laura, comme elle
est belle ta robe ! y así rebasaremos de género en género hasta llegar
a la canción por excelencia: el Himno nacional argentino. ¡Seremos
la primera ciudad de la République en cantar el Himno en francés!
Bravo ! Bravo ! –festejaron las otras dos apoyadas por el aplauso de
fuera de cámara de Mme. Tussaud–. ¡Pero eso no es todo, una vez la
civilización adquirida por medio del idioma nuestra conducta como
ciudadanos cambiará dando paso a una economía digna de un país
del Norte…
Apabullada, Mónica Beatriz era cada vez menos capaz de batallar
contra ese sentimiento de inferioridad que la atacaba desde el acto
aquel del 25 de Mayo. Como una estafadora a punto de ser descubierta,
su único deseo era huir. La desfachatez que la caracterizaba todos los
días de la semana se había evaporado cual flan desmoldado demasiado
pronto, dejando en su lugar pura autoconciencia, tan ubicua que volvía
imposible cualquier actividad motora por más insignificante que fuera.
Del otro lado de la pantalla y de la ciudad, allá por la calle 36, en
el Club Porvenir, Cabrera miraba el debate con los codos apoyados
en la barra mientras Cacho, el cantinero, le servía el cuarto vaso de
vino de la tarde. Las Tres Yolís se turnaban para hablar y hacer gran
despliegue de sus capacidades oratorias. El director de la emisión
aprovechó una pausa en el discurso de las trillizas doradas para pasar
a otro plano y una visión fugaz de Mónica Beatriz iluminó los televi-
sores mercedinos, sobre todo el del Club Porvenir. Resplandeciente y
enmarcada por esas cuatro líneas negras, Mónica Beatriz parecía, de-
bido al rictus en sus labios y su expresión de incomodidad, la versión
fluorescente de un cuadro de Florencio Molina Campos.
–¡Qué julepe parece tener su patroncita, che! –opinó Cacho mien-
tras secaba las copas con un repasador blanco que colgaba de su hom-
bro.
–¡Piro qué anda diciendo, Cacho, si la patchroncita es una leona!
–¡No parece muy brava, che! Si tiene una cara de susto que no se
aguanta, pobre. Yo, la verdad, no sé si haber descubierto el entongue
del Asado para Todos le va a alcanzar para ganar las elecciones. Las
Tres Yolís tienen mucha cancha, son mujeres de mucho mundo, ¿qué
quiere que le diga?
–¿Qué dice, Cacho, qué dice? ¡Nada que ver! ¡La patchrona mete
chre miedo mete! ¿O usted no está de acuerdo conmigo, Segundo?
El perro puso las dos patas delanteras sobre la barra, ladró y meó
para marcar territorio.
–Usted porque está embobado con su patrona –terció Cacho re-
voleándole el repasador en el cara a Segundo para que bajara las patas
del mostrador–. La están masacrando esas tres, Cabrera, mire cómo
la manejan.
–¿Amasacrar a la patchroncita? ¡Na que ver, Cacho, na que ver!
Con la voz de las Tres Yolís de fondo, el director volvió a hacer un
cambio de toma. Mónica Beatriz apareció otra vez fugazmente en
pantalla. Una mueca de terror en la boca. Los ojos abiertos como si
hubiera visto zombis.
–¡La patchroncita está en aprietos! –concluyó Cabrera–. ¡Hay que
ir a chrestacarla!

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Introdujo sus índices entre los labios, emitió un silbido estridente


y le gritó al resto de los borrachos del club que en la 14 y 29 –esquina
del canal– estaban repartiendo vino gratis. Nada le sentaba mejor a
la patrona que un público generoso, dispuesto a ovacionarla. Con la
esperanza de que el apoyo popular lograra sacar a Mónica Beatriz del
apuro mediático, Cabrera lideró juicioso, cual Moisés, por la calle 36
a esos veintipico de muchachos alcoholizados. Al ganar la 29, reuni-
ría también a los chinos que encontrara en la vereda. Llevado por la
impaciencia, trataba de apurar el paso pero una y otra vez desistía
porque que cada vez que lo intentaba perdía partes importantes de la
comitiva. Por suerte ahí estaba Segundo, que devolvía a los díscolos
al redil, a puro ladrido democrático.

–Et c’est tout ! Dimanche, votez les Tres Yolís pour une ville plus
européenne ! –concluyó orgullosa una de las tres haciendo una reve-
rencia emulada en seguida por sus dos hermanas.

Madame Tussaud aplaudía conmovida desde detrás de cámara.


Don Alberto Luna, parado en el centro del estudio, aguardaba en-
vuelto en la sábana a que se encendiera la luz roja de su cámara. Con
gesto histriónico similar al primero, se descubrió el rostro y anunció
una tanda publicitaria. Tito aprovechó el corte para ir hasta donde
Mónica Beatriz.
–¿Cómo anda, patrona? Se la ve un poco tensa.
–Me quiero ir, Tito, no tengo nada para decir. Nada para agregar.
–¡Pero, patrona! No se deje impresionar, es pura apariencia lo de
estas minas. Son hábiles, pero la gente la quiere a usted, que es pueblo,
que es una más, como ellos, como todos.
–¿A quién le interesa el amor con lo que acaban de decir sobre el
presupuesto, la educación, la cultura, la salud…? –desesperó Mónica
Beatriz–. Y no me venga con lo de los Asado para Todos: a nadie le
importa que se hayan comido al salchicha de los Razetto.
–Tranquilícese, patrona, se lo pido por favor. Eso primero. Segun-
do: ahora no se puede ir. Y tercero: ¡no sea boba! Políticos como las
Tres Yolís hay en todos lados, levanta la alfombra y aparecen cinco de
estas urracas. Usted es única, patrona, y no se lo digo yo porque sea
el jefe de su gabinete político. Pregúntele a quien sea, no hay en esta
ciudad quien no piense que usted es una excelente mujer: generosa,
carismática, bondadosa, inteligente… a su manera, pero por sobre
toda las cosas usted es honesta. Es verdad que hay que trabajar cier-
tos aspecto del discurso, de la presentación, pero piénsese diamante
en bruto, pura potencia. Tiene todo por recorrer, patrona, no se me
amilane ahora.
Don Alberto Luna retomó su lugar. Pronto volverían a salir al aire.
–Bueno, patrona, se nos viene el aire encima, respire hondo, con-
céntrese y déle para adelante –pidió Tito y fue a juntarse con Jesús, ya
que el Hormiga se había cruzado de rincón para intimar con Madame
Tussaud.
Mónica Beatriz aguardó en la soledad de su atril a que se encen-
diera la lucecita roja de la cámara. “Tres, dos, uno, aire”, dijo el técni-
co, transcurrieron cinco larguísimos segundos de silencio hasta que
ruidos y voces provenientes de la calle irrumpieron la calma del estu-
dio de grabación. De forma instintiva, el camarógrafo apuntó hacia
don Alberto Luna.
–Queridos televidentes, lamento interrumpir pero lo que parece
ser una manifestación popular espontánea está sucediendo ahora
mismo en las puertas del estudio, ¡que la cámara me siga! –don Al-
berto Luna se lanzó a la carrera hacia la ventana. La abrió y se asomó
al balcón. Detrás de él, el camarógrafo registraba la protesta.
Cortando la calle, cincuenta chinos y veinte borrachos agitaban
al aire vasos vacíos con la esperanza de que comenzara a llover vino.
Mónica Beatriz, de naturaleza curiosa, abandonó el atril y afloró en
el balcón. Al verla surgir, Cabrera, contento de que las cosas estuvie-
ran saliendo tal y cómo las había planeado, comenzó un cántico que
debido a su simpleza prendió rápidamente en la boca de los chinos y
de los borrachos y no tardó en convertirse en una ovación detonada:
“Olé, olé, olé, olé, Moni, Moni”.
Asombrado por la muestra de apoyo improvisada, don Alberto
Luna se hizo a un lado y liberó el centro del balcón a Mónica Beatriz.
Ante el público, la radióloga del Hospital Dubarry recobró la bravura
de espíritu. El viento –mixtura de brisa y de aliento– agitaba su ca-
bellera amarilla por lo que decidió amarrarla en un rodete bajo a la
altura de la nuca. Dejó en el piso la cartera Luis Botón por donde aso-
maban las orejas de Naranja y alisó la chaqueta de su trajecito sastre
color rosa pálido. La cámara la tomó de tres cuartos de perfil cuando
cerró los ojos, tomó aire, sonrió y los abrió nuevamente.
–Queridos mercedinos –de su pecho surgió un vozarrón–, en
este día que quedará grabado para siempre en la memoria de todos

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y sobre todo en mi corazón, les juro que amo tanto a este pueblo que
no tengo palabras para expresar la emoción que me embarga.
Familiarizados con el sistema de recompensa que se sigue a los ac-
tos políticos, los borrachos empezaron a aplaudir y a ovacionar des-
aforadamente. Los chinos los emularon. Mónica Beatriz levantó una
mano, pidiendo silencio.
–Pero antes de continuar recibiendo estas inmerecidas muestras
de afecto, afecto de un pueblo que me es profundamente querido,
quiero decirles que si su voluntad me convierte en la dirigente de
Mercedes, haré lo imposible, y más, para recuperar el brillo con el
que alguna vez brilló esta ciudad, antes conocida como “La perla del
Oeste” –Mónica Beatriz tomó aire y aprovechó para mirar con detalle
hacia la multitud–. Por eso, por eso, mis queridos mercedinos, mi
querida gente, los invito a que trabajemos juntos para devolverle el
esplendor a esta joya opaca que sólo ustedes pueden lustrar. Podemos
lograrlo, juntos, todos. Un futuro para todos, por todos, para Merce-
des –los nervios comenzaban a jugarle una mala pasada y la hundían
por momentos en la incoherencia.
Los aplausos y vítores de los autoconvocados llamaron la atención
de los vecinos del canal, que fueron sumándose a la muchedumbre.
Por entre la multitud se colaban frases como “Aguante la patrona”,
“Gracias Dios por la patrona y por el Diego” y otras un poco más
subidas de tono como “Les vamos a romper el culo a los de Luján”.
–Antes de terminar este discurso, mi PRIMER discurso, discurso
que no logra transmitir el inmenso amor que siento por este pueblo,
mi pueblo, mi gente, quiero decirles, que la verdad, la única verdad
que importa se encuentra en el corazón de cada uno de ustedes, y
es a ese corazón al que yo me dirijo para pedirles, para implorar-
les, que no se dejen impresionar por idiomas pitucos, por números
y encuestas, por los buenos modales… ¡Somos pueblo, carajo! No
necesitamos tanta finura, tanta vuelta rococó –aquí una carcajada
popular acompañó el gesto de asco que hizo Mónica Beatriz–. Yo
conozco y he sufrido en persona las ofensas de esta clase de calan-
drias embusteras. Yo sé lo que son, a mí no me engañan. Por eso,
quiero pedirles que el próximo domingo voten por mí, voten por
ustedes, pero por sobre todo voten por nuestra queridísima ciudad
de Mercedes –Mónica Beatriz se llevó una mano al corazón, bajó la
cabeza y se dejó empapar por el tsunami de gritos y aplausos que le
llegaban desde abajo.
Emocionada hasta las lágrimas, levantó su cartera del piso, besó
a Naranja, se puso los anteojos de sol, saludó a don Alberto Luna,
miró satisfecha a sus contrincantes que la observaban con desaire de
brazos cruzados, la rodilla flexionada y el pie derecho contra la pared
y salió del estudio escoltada por sus asesores.

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¶ XIII
Durante los dos días que duró la veda electoral, Mónica Beatriz dio
pruebas de que podía ser una persona discreta. Por miedo a transgre-
dir las prohibiciones legales, decidió vestirse de negro y no salir de su
casa para no llamar la atención.
Ansiosos por verla antes de que se convirtiera en un mito populis-
ta y que, como suele pasar, se volviera demasiado lejana, los vecinos
del barrio El Blandengue no paraban de amucharse en la puerta de la
casa de la calle 32. Si –efectivamente– ganaba, podrían decir que ha-
bían creído en ella cuando nadie más lo había hecho y así conseguir
algún favor. Mónica Beatriz se asomaba de a ratos a la ventana del
segundo piso y miraba con cara de aprensión a sus seguidores para
esconder su alegría loca, que le parecía de persona poco seria. “La
felicidad no es política”, se repetía mirando a través de la ventana a los
vecinos que montaban guardia con teléfonos celulares, dispuestos a
obtener una foto o un video para luego subirlos a Internet.
Las breves apariciones de Mónica Beatriz vestida de negro por la
ventana, con cara de mártir y Naranja en brazos, no hacían sino pro-
fundizar el aura de misterio que empezaba a crearse en torno a su
persona. “Parece que se hizo de abajo”, “No siempre fue rubia, antes
era oscurita como nosotros”, “De chica parecía una ardilla con ojos
de susto y problema en las caderas”, “Si sale elegida, igual va a seguir
bailando en bolas en el carnaval” eran algunas de las cosas que se
escuchaban por las calles de Mercedes.
Siguiendo por la avenida 29 hacia el lado del Parque Municipal,
la zona más paqueta de la ciudad, en el búnker de las Tres Yolís tam-
bién se respiraba un clima de victoria. Éste, por supuesto, mucho más
refinado. Lo que se veía desde la ventana del living de su casa era un
paisaje mucho más sobrio y despoblado. Nadie montaba guardia en
la vereda y los vecinos que pasaban por ahí sacudían discretamente la
cabeza a modo de saludo.
Tras su espectacular rescate el día del debate televisado, Cabre-
ra había vuelto a la casillita que el ruso le había regalado, siempre
acompañado por su fiel Segundo, sita cruzando las vías que orillan
la avenida 40. Para combatir el frío, preparó un fuego y cuatro cho-
rizos, dos para él y dos para Segundo. En momentos como ese, en
que no podía evitar la excitación residual que le aceleraba el cerebro
y el corazón, sentía la necesidad de exponerse a las inclemencias de
la naturaleza para que las mariconadas que lo aquejaban recobraran
su justa proporción. Por eso aquella noche durmió a la intemperie en
compañía del perro y el fuego.
Lo despertó un extraño ruido metálico, como el gruñido de una
bestia desconocida. Cabrera abrió un ojo, buscó a Segundo y miró
el cielo. Por la altura del sol dedujo que debían de ser las once de la
mañana. El ruido se oyó más cerca. De un salto, se puso en posición
defensiva ante lo que presintió como el devenir de su más terrible
pesadilla. De chico en Corrientes, Cabrera solía introducirse, entra-
da la noche –cuando su madre dormía y su hermano mayor partía
a aprovisionarse al club–, en el galponcito lindante con la cocina,
donde se guardaba el arado viejo y dormían las ponedoras. En esa
piecita tiznada y maloliente el hermano dejaba los cigarrillos exigi-
dos por el Cho Pombé, duende de la mitología guaraní, retribución
obligada por los favores pedidos. Las cuentas claras conservan la
amistad. Los encargos que el hermano de Cabrera le hacía al duen-
de podían resumirse en tres palabras: alcohol y mujeres, lo sabía
todo el mundo. Entrada la noche, el mayor se iba al club. Cabrera
bajaba del catre, agarraba en la cocina el sol de noche y entraba al
galponcito siempre con el temor de sorprender al Cho Pombé en el
momento justo de la colecta. Seguro de que no había nadie, Cabrera
sorteaba el arado viejo, en medio de la pieza, y seguía hasta la punta
del gallinero. Contra la pared, entre el corral y un platito con veneno
para ratas, sobre el ladrillo de hormigón hueco se encontraban los
cinco Winston rubios, dispuestos como los radios de una rueda de
bicicleta. Cabrera introducía con sumo cuidado los cigarrillos entre
los labios para no mojarlos con saliva y transportaba el ladrillo con
sus manos hacia afuera. Tomaba asiento contra la pared de adobe y

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se dedicaba a fumar y a mirar las estrellas. Nunca apareció el Cho


Pombé, tampoco su hermano. Si bien, ya de grande, Cabrera infirió
que el duende era probablemente un invento de los guaraníes y que
la muerte de su hermano no fue –como creyó en un principio– un
ajuste de cuentas por parte del duende, nunca se quitó la sensación
de deuda pendiente con el Cho Pombé y el extraño ruido metálico
en esa mañana yerma lo devolvió a ese estado del espíritu, a la con-
vicción de que le había llegado su hora. Cabrera besó a Segundo en
la frente, bajó los párpados y se encomendó a la Cruz del Sur. Al
abrir los ojos, vio a un cartero en bicicleta.
–¡Buenas y santas! ¿Lo asusté?
–Piro no, hombre, es el pchrecalentamiento antes del malambo
matutino, vio, para no desgachrarme.
–¡Vos sí que sos difícil de encontrar, che! Tomá, te mandaron una
carta, te pido una firmita acá.
Cabrera dibujó una cruz con la lapicera. Nunca antes –que recor-
dara– había recibido una carta. Examinó con cuidado el sobre blanco,
brilloso y la estampilla con firuletes. Lo acercó a su nariz. Aspiró ce-
rrando los ojos. Lo abrió. Desdobló el papel, lo miró intrigado y se lo
mostró a Segundo, quien comenzó a ladrar al cielo y a recular.
–¡Piro Segundo, siempre lo mismo usted! –Cabrera devolvió la
carta a la altura de sus ojos–. Por lo pchrolijo del asunto, diría que
se tchrata de algo importante: o nos quieren cobrar algo o… ¿sabe
qué puede ser? ¿Se acuerda de esa vez que fuimos con la patchrona
a Suipacha a hacer el traslado de indentidá de su negra antepasada?
¿Cómo era que se llamaba la chancleta esa?
Segundo dio varios saltos de alegría, creyendo que su dueño que-
ría jugar con él.
–¡Calma, Segundo, caramba! ¿Cómo era que se llamaba la negra?
Era… ¡qué lo tiró! La Oblonga Tzonga. ¡Ahí tiene! ¿Sabe lo que gua-
mo a hacé? Guamo a ir hasta su casa y le guamo a dar el sobre. Te-
nemos que ir ahurita ya porque si gana en cuanto se le monten los
humos a la cabeza, no la guamo a ver ni en figurita a la patchrona.
Y así, con el viento soplándole de espaldas, con el sol brillándole
cálido sobre la cara y Segundo corriéndole a la par, Cabrera empren-
dió rumbo en su bicicleta hacia la casa de Mónica Beatriz. Durante el
trayecto y con la carta cuidadosamente calada entre los labios, como
cuando se robaba los cigarrillos, Cabrera se abandonó en brazos de
una ensoñación que comenzó con aquella vez en el Registro de las
Reencarnaciones cuando la patrona lo defendió del feroz ataque del
Loco Burrás, que reclamaba la sucesión de los bienes de Luis XIV.
Qué bien le sentaba ese falso aire bolchevique en el taxi de vuelta de
Suipacha. Otra vez lo había desairado frente a la verdulería Los Bo-
livianos porque estaba con el Ruso en la limosina, su recuerdo igual-
mente le entibió el corazón. La innumerable cantidad de tardes en las
que so pretexto de podar los árboles la espiaba mientras hacía yoga en
el deck del primer piso también acudieron a su mente. Hasta recalar
en la tarde que, no hacía mucho tiempo atrás, lo habían atropellado
en nombre del arte: con un herido de verdad Dubarry Hope rozaba
la categoría de obra maestra. Al abrir los ojos, lo primero que vio fue
el rostro de Mónica Beatriz que le decía: “¡Ni para la desgracia sirve
usted!”. ¡Cuánta dulzura la de sus enojos! De verla nomás, Cabrera
había sentido que volvía a nacer.
Al llegar a la calle 32, la muchedumbre congregada frente a la
puerta de la casa de Mónica Beatriz obligó a Cabrera a atar la bicicleta
en un árbol y a aventurarse a pie y a los codazos.
–¡Permiso dijo un petiso!
–¡Qué permiso, ni permiso, viejo! ¿Sabés cuánto hace que estoy acá?
Hace cinco horas, papi. Si la querés ver, hacé la cola como el resto.
–¿Y cómo es que usté sabe a quién yo quiero ver?
–Me imagino que a la misma persona que todos: la patrona.
–¿Están acá por la patchroncita? –preguntó Cabrera asombrado.
–Sí, viejo, por la Patrona de los Pobres.
–Quién iba decirlo –murmuró Cabrera para sí–, con lo de ayer
hemos creado un mito, Segundo, qué lo tiró.
Orgulloso de su proeza, tomó asiento al sol a esperar una hora,
que pronto se convirtió en dos, luego en tres y rápidamente en cuatro.
Cuando fueron cinco, el sol había bajado visiblemente, señal de que
no tardaría mucho en caer la noche.
–Disculpemé, viejo, pero tengo algo pa darle a la patchroncita. ¡Yo
la conozco, le corto el pasto!
–¿Y quién no se conoce en Mercedes, viejo?
Con la llegada de la noche, la cola disminuyó pero Cabrera no se
animó a tocar el timbre por miedo a que Mónica Beatriz le gritara
–era lo que hacía habitualmente– y lo ridiculizara ante todos esos
desconocidos. Sentado contra la valla perimetral del jardín, el sueño
lo fue ganando, con Segundo de almohada y la carta acurrucada con-
tra el corazón.

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Al despertar, ya de mañana, vio a Mónica Beatriz bellísima, mucho


más que de costumbre, a punto de subirse al Hongqi del doctor Lee.
¡Qué bien le sentaba la política ahora que había empezado a adueñár-
sela! Del trajecito sastre color rosa pálido que siempre usaba, había
optado por ponerse solo la pollera que combinó con un camisa blan-
ca anudada discretamente a la altura del ombligo. En ciertas partes
de la zona abdominal, aquellas lindantes al nudo, dos estrechas lonjas
de panza quedaban expuestas directamente al sol democrático de esa
mañana. En cuanto al maquillaje, siguiendo el estilo casual que per-
mitían los domingos, Mónica Beatriz se pintó los labios de fucsia y
los párpados azules como Elizabeth Taylor en Cleopatra. Los zapatos
verde manzana combinaban con la cartera por donde Naranja aso-
maba las orejas.
–¡Patchroncita, patchroncita! Tengo algo pa' usted.
Mónica Beatriz miró hacia atrás y al reconocerlo sonrió. Cabrera
fantaseó que sabía de su responsabilidad en la materialización de los
autoconvocados frente al canal. Fantaseó un agradecimiento infinito,
incondicional.
–¡Ahora no, Cabrera, que estoy yendo a votar! –Mónica Beatriz
dudó un momento–. ¿Trajo su documento? –el jardinero negó con la
cabeza–. Se me va ya mismo a buscarlo y en lo sucesivo a votar como
Dios manda, ¿me entiende?
Inmóvil, Cabrera siguió el auto con los ojos, la carta entre la dere-
cha y su corazón.
Al llegar a la escuela Normal, Mónica Beatriz saludó al presidente
de mesa y a los vecinos que habían ido a sufragar y se puso en la cola.
Arreciaba el comentario picantito de orientación política y no tan-
to. Cualquier tema venía bien para entretener la espera. Cuando por
fin entró al cuarto oscuro, dejó la cartera sobre un pupitre –Naranja
asomó la cabeza–, se quitó los anteojos de sol y se acercó a la mesa
donde estaban las boletas. Las acarició con la yema de los dedos. To-
davía le resultaba extraño ver su nombre y la foto que le sacaran en
el último carnaval (habían recortado cara y hombros, eso sí) en la
papeleta electoral. Corrió un banco hasta la ventana para que le diera
mejor la luz y después de subirse encima y llevarse la mano derecha
al corazón, se dirigió a un pueblo imaginario que la celebraba como
intendenta. “Yo, Mónica Beatriz, juro por Dios, por la Patria y sobre
los santos evangelios, desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo
de intendenta de la ciudad, y observar y hacer observar en lo que de
mí dependa, la legislación de la ciudad de Mercedes. Si así no lo hi-
ciere, que Dios y la Patria me lo demanden.” Mediante una seña pidió
que cesaran los efusivos aplausos y secó, con cuidado para que no se
le corriera el maquillaje, dos lagrimones a punto de caérsele de los
ojos. Golpearon la puerta.
–¿Todo bien, patrona?
–Sí, sí, Tito, ya salgo.
Mónica Beatriz se bajó rápido de la mesa y la puso nuevamente
en su lugar. Miró a su alrededor algo avergonzada. Sólo encontró a la
democracia, a Naranja y a ella. Agarró la boleta que llevaba su foto y
su nombre, la puso en el sobre y salió del cuarto oscuro. Al depositar
su voto en la urna, posó para los fotógrafos de El nuevo cronista y El
protagonista tiró un beso al aire y salió de la escuela rumbo al auto.
–¡Vamos, Hormiga, apurate que se van a llevar todas las medialunas
de la Medalla Milagrosa! Siempre pasa lo mismo los días de elección.
Por la 29, dirigiéndose hacia la calle 32 a paso cansino, Cabrera vio
una nube negra muy baja que avanzaba hacia él a cierta velocidad. Al
reconocer al Hongqi de Mónica Beatriz salió corriendo a su encuentro.
–¡Patchroncita! –exclamó Cabrera con la respiración entrecortada
y los dos brazos en alto, formando una X humana–. ¡Pare! ¡Tengo esto
pa' usted, es importante!
–¡Ahora no, Cabrera, se me enfrían las medialunas! –Mónica Bea-
triz tamborileó con sus dedos suaves en el hombro del Hormiga, que
apretó automáticamente el acelerador.
Para que las horas pasaran rápidas, Mónica Beatriz se dedicó a lo
que más odiaba hacer: actuar de ama de casa. Planchó, lavó, barrió,
lustró y hasta cocinó unas empanadas de jamón y queso y otras tipo
salteñas. Para las siete, la radio FM Vida comenzó a transmitir los
primeros datos en boca urna.
–Acá me dicen que ya están los resultados de los comicios de la
escuela San Patricio, adelante Alejandro desde el móvil de la calle 12
–anunció el locutor preferido de los mercedinos.
–Como usted bien lo dijo, don Alberto Luna, el recuento de votos
de esta sede electoral va para las Tres Yolís. Es lo que parece ser la
opinión popular por el momento aquí en la San Patricio, querido don
Alberto.
Mónica Beatriz digirió el mal trago junto con el timbre, que anun-
ciaba la llegada de sus tres asesores-albañiles al búnker de Amigos
del Centro. Tratando de mantener la compostura, repitiéndose para

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adentro que la cosa recién empezaba, ofreció empanadas y gaseosa, y


permaneció quieta y en silencio. Luego de unos segundos de tensión,
arrojó la empanda que sostenía medio comida entre las manos contra
la pared. El jamón y el queso del relleno dibujaron una especie de Po-
llock en tonos pastel.
–Gracias, Alejandrito, por la información. Si querés la mejor co-
bertura de las elecciones municipales de Mercedes, no muevas el dial
de FM Vida. Seguimos con las estimaciones de los resultados de los
diferentes barrios de la ciudad, vamos ahora al móvil de la Escuela
N°1. ¿Sandra, me escuchás?
–Sí, don Alberto, lo escucho perfecto. Acá en la Escuela Nº 1 el
resultado estuvo reñido, pero todo parece indicar que la vencedora
de estos comicios aquí es la patrona, Mónica Beatriz.
Tito, Jesús y el Hormiga sacaron las vuvuzelas que habían escon-
dido en el deck e improvisaron una melodía festiva y desaforada. Mó-
nica Beatriz no cabía en sí de alegría e invitó a Jesús a que tirara con
ella un pasito de cumbia. De pronto la radio se apagó.
–¡¿Qué pasó?! –gritó Mónica Beatriz alarmada.
–No sé, patrona, fíjese si está bien enchufada –contestó el Hormi-
ga con cara de susto.
Mónica Beatriz enchufó y desenchufó la radio varias veces. Probó
con la tecla de luz de la cocina e hizo lo mismo con la del baño y con
las del resto de las habitaciones de la casa. Nada funcionaba.
–Debe haber saltado un tapón, me voy a fijar –aportó calma Jesús
y subió por la escalera de madera que comunicaba el deck del primer
piso con la segunda planta aun en construcción.
–¡A ver, Tito, no se quede ahí parado que me pone nerviosa y vá-
yase a buscar a Cabrera a ver si nos puede ayudar!
Como llamado por el destino, Cabrera se había arrimado por vo-
luntad propia a la casa de la calle 32. Miraba de tanto en tanto la venta-
na del primer piso con la ilusión de que ocurriese el milagro: que Mó-
nica Beatriz se arrimara, lo viera ahí, en compás de espera, y lo invitara
a entrar.
–¡Eh, ptsss, Cabrera! –Tito lo llamaba asomado por entremedio
de la puerta abierta.
–¿Yo?
–¡Sí, usted!
Cabrera cruzó la calle corriendo. Segundo lo siguió.
–La patrona quiere verlo.
Mientras los tres subían por la escalera, Cabrera se pasaba el sobre
de una mano a la otra. Al entrar en el comedor de Mónica Beatriz,
Cabrera se sorprendió al ver lo que parecía relleno de empanadas de
carne en techo y paredes. Segundo corrió a lamer las gotas lechosos
de aceite con morrón y cebolla que se deslizaban lentamente hacia el
suelo. El Hormiga, parado con las piernas abiertas como dueño de
campo, le explicó en seguida lo que se sucedía.
–¡Se cortó la luz justo cuando empezaban a dar las estimaciones!
Apareció entonces Mónica Beatriz, mezcla de violencia, velocidad
e ira.
–¡No te la puedo creer! ¡No te la puedo creer! ¡Que me maten y me
cremen! ¡Que vuelva la electricidad por el amor del cielo! –y luego,
con ánimos de cambiar de aire–. A ver, Cabrera, deme lo que quería
darme… o decirme, ¿qué era?
Cabrera le dio el sobre y escondió la mano rápido por miedo a que
se la mordiera.
–Creo que es por el tema ese de la Oblonga, ¿la chrecuerda? El
traspaso de identidad esa cosa que hicimos en el chregistro de la
chreencarnaciones en Suipacha.
Mónica Beatriz se permitió ser escéptica y le revoleó una mira-
da de superioridad muy bien lograda. El sobre decía “A la atención
del señor Florencio Cabrera.” Mónica Beatriz se sorprendió de que
Cabrera se llamara Florencio. Le pareció un nombre fino y bello, de
patriota. Le mejoró el humor. Leyó.

Estimado sobrino:
No dudo de la sorpresa que le causarán estas líneas. Tal vez le resulten
un poco bruscas, pero, la verdad, no tenía ningún otro modo de comu-
nicarme con usted.

–¿Está seguro de que esto es para usted, Cabrera?


–Si el cartero no le echrró… ¿Dice algo de la Oblonga o no? –y
luego, rojo como un tomate, muerto de la vergüenza–. Usted sabe,
pachtroncita que yo… la letura no se me da bien, ¿vio?

Su padre, Celestino Cabrera, a quien por desgracia usted nunca conoció,


ha muerto ayer a los 105 años de antigüedad, y deja en mis manos la
difícil e ingrata tarea de comunicarle de su muerte y de su condición de
heredero único…

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–¡Listo, patrona! –gritó Tito desde el techo.


La radio, las luces y los electrodomésticos de toda la casa arranca-
ron al mismo tiempo.
–¡Qué domingo, mercedinos, qué domingo! –la voz entusiasmada
de don Alberto Luna–. No sé vos, Alejandrito querido, que sos más
joven, si alguna vez en tu vida has vivido unas elecciones municipales
tan reñidas como estas… ¡Pero yo estoy como loco! Les repito a nues-
tros queridos radioescuchas que el resultado de los comicios de la
Escuela Normal “General Justo José de Urquiza” romperá el reñidísi-
mo empate entre nuestras bellas candidatas, develando así quién será
nuestra querida futura mandataria. ¡Acá me avisan que Alejandro ya
llegó a la avenida 29! Adelante el móvil.
–Don Alberto, ya tengo en mis manos el sobre con las estimacio-
nes de boca de urna. Repito: estamos informando en base al boca
de urna, que ya marca con firmeza la tendencia que se confirmaría
mañana por la mañana con el resultado oficial. Aquí está escrito que
con el cincuenta y uno por ciento de los votos, gana….
Mónica Beatriz, con los ojos salidos de las órbitas miraba la carta
y a Cabrera, a Cabrera y a la carta en un loop que no parecía tener fin.

…de la estancia San Alonso en los Esteros del Iberá. Lo dejo, pues, so-
brino, con esta noticia, que a pesar de la desgracia, espero sea un motivo
de felicidad.

La patrona cayó desmayada al suelo, como herida por un rayo.


Cabrera se apuró a socorrerla. Actriz del método, Mónica Beatriz or-
questó una metralla de suspiritos que indicaban necesidad de cuida-
do, de cariño. Al abrir los ojos, lo vio a Cabrera, que la sostenía en sus
brazos. Le acarició el cachete, suspiró una vez más.
–Florencio. Ay.
Acerca de Mónica Beatriz, de Micaela Agostini
Alcanzame el conejo, Cabrera

Si acaso escribir es una toma constante de decisiones (tal como


afirma Laura Arnes en Ficciones lesbianas), entonces quisiera propo-
ner –como quien arrima al bochín– una hipótesis no menos apócrifa
que teóricoficcional, a saber: si hay quien sigue al conejo blanco para
narrar, hay quien lleva en su glamoroso bolso de mano un conejo
blanco llamado Naranja en honor al pato que jamás podrá comerse
en la pampa argentina, por más que mentes extraviadas la confundan
con la Francia gastronómica o con aquello nacido un 25 de Mayo en
un escenario de colegio provincial.
¿Qué es la patria?
Es la de lejos,
es la del centro
es la de adentro.
(Asumo que respondí como si preguntara dónde, o cuál; o quizá,
con la variación de un viejo brindis en noches trasvasadas:
arriba, abajo, al centro y adentro.
Entonces, a la pregunta formulada, también le responde una be-
bida espirituosa.)
La patria bien podría ser el nido de caranchos que habita la no ru-
bicundez de una niña que quiere peinar sus crenchas morenas y libres
con un tenedor de campaña.
¿Y quién es esta niña? Es el niño esperado que nunca llega, una
esperanza travestida, un golpe de gracia para los cívicos que no
aguantan y simulan.
¿Dónde empieza la ficción de la patria? Donde el diablo perdió el
poncho. ¿Dónde queda ese lugar? En la loma del culo. ¿Y cuáles son
sus coordenadas?
Si nos dejáramos guiar por la pornografía neurótica adoctrina-
dora de los cuerpos hasta la máxima ataraxia, el culo tendría pocas

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funciones; Judith Butler se ocupa de recordarlo de manera perma-


nente, con lo cual la loma de la que hablamos queda en la lengua y
propone un cuerpo y un corpus disidente, menos inquieto que nóma-
de; eso es la patria para la niña que más tarde, de grande, será rubia
como el Sol, y hará carrera política para llegar a intendenta, o para
intender lo inentendible.
Mercedes –que no es la Mercedita hijísima del general San Martín,
pobre adorable eviscerada por el sable paterno de serás lo que debes
a cambio de no ser nada– es la ciudad atópica y cartografiada en esa
loma que antecede al agujero donde ocurrirán los hechos que se rela-
tan a continuación:

Plan A: Cita

尊敬的各位外籍人士: 最後,我們的犧牲,水稻和大豆飼料
得到了回報。我們正在一步征服世界,當我們對其餘的人可以
言之鑿鑿至上,以及我在我的運動,早餐,午餐和晚餐阿根廷
牛排承諾甚至重複當然,如果我們喜歡它的感覺。 但在我們
的夢想成為現實,我們必須處理好人口過多的問題,困擾著我
們的人民。所以請記住,如果你在一個無人居住的國家,原材
料和人民輕信夠不被我們的意圖保持警惕生產生活,贊助中國
家庭。不要忘記,每百中國誰管理,安裝在您的家國的中國共
和國給你紅旗 HQ3轎車是零公里。 所有一起為稻米消費中國
只有腸胃炎。 胡錦濤 總統。

Micaela Agostini acerca una traducción a pie de página. En mi


caso no hace falta, prefiero leer y leerles lo inentendible con esos ojos
fascinados de Mónica Beatriz, quien fuera la niña bárbara, ahora mi-
nón espejado en las divas de las telenovelas de la tarde que los canales
de aire o sin aire repiten aquí y allá y en mayor especificidad en Ru-
sia (ya lo verán ustedes) y en otras lontananzas, cuyas traducciones
importan y no, puesto que la confusión corazona de la lengua nos
habitará de manera irreparable y liberadora, ¡sí!: Mónica Beatriz, la
misma que siempre es otra, montada en la diversidad plurífica de su
deseo, se afana por ser candidata a intendenta, e irá juntando lo que
puede y a lxs que puede (y como puede) sobre unos taquitos paquetes
sobre la polvareda de los caminos pampeanos de extra muros, co-
reada por los ladridos en loop del Sombra al trotecito y un elegido o
abrojado gabinete de élite: dos albañiles y un jardinero.

Proto-plan: ¿Quiénes somos?

[…] mi vida como foca en mundo marino fue la mejor.


Valeria Lynch

La novela inicia con una reencarnación, lo que sea que hoy es bajo
la forma Valeria Lynch, ha sido (entre otros seres y cosas) foca; y asu-
me –esta foca que ya no– que el futuro que le aguarda será de pájaro
en extinción. Valeria Lynch nos saca ventaja, semejante saber se lo
ha revelado una vidente y éste es su teléfono, llamen: 0800-345-2525.
Cuando el Concilio de Constantinopla suprimió del Antiguo Tes-
tamento la reencarnación, las razones fueron varias, la más conocida
evoca aquello de no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy; en
otros términos: no era domeñable postergar la santidad moral para la
vida seguidera, no se podía legitimar la canallada dejando para nunca
se sabe cuándo el menester cristiano del día; se consideró que esas
herencias al infinito apostaban a una vida inigualablemente fiestera.
Entonces se acordó una vida y chau, se acabó. En la patria de Mónica
Beatriz las reencarnaciones y el karma regulador son ley y están a la
orden del día en un registro de reencarnaciones en la vecina ciudad
de Suipacha, y la verdad que subyace o ilumina a todos los personajes
y a nosotrxs en tanto personajes lectorxs es que nadie sabe a ciencia
cierta quién es desde el origen de los tiempos. Con lo cual: todos se-
ríamos o habríamos sido otrxs y lo ignoramos, y por esos otrxs que
fuimos e ignoramos nos pasa todo lo que nos pasa. Si a la historia se
la ignora la desgracia es porvenir.
La patria necesita memoria, mejor dicho: la reconstrucción de
una memoria, y si falta uña de guitarrero, habrá que acudir a un vi-
dente pa’ que revele.
Una cosa es la resurrección, otra la transmigración y otra la reen-
carnación. En particular, la reencarnación que expone Mónica Bea-
triz saluda la discordancia superpuesta, dado que la multiplicidad
que propone esta última opción es de una excentricidad insuperable.
Bomboncito para el banquete del devenir deleuziano.

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Adquirir una conciencia, ay, pero qué digo… Vamos de nuevo: ser
tocados, apenitas, por este real de no saber quién se es en esta vida
porque el pasado nos devuelve otra imagen en el espejo o acaso nos
lechucea con un espejo atiborrado de seres y enseres, es equivalente a
volverse una extrañeza. Experimentarlo puede tener diversas conse-
cuencias, en el caso puntual de Mónica Beatriz, produce un momento
trascendental en el que la acción queda suspendida:

Estupor y declinación
–¿Quién/ qué/ quiénes fui antes, cuando yo no era yo?
–(Lo que haya sido, pero, ojalá, rubia.)

Alivio de una bifurcación de destino

Mónica Beatriz no contestó. Sus ojos se clavaron en el abismo que des-


peñaba el segundo piso en construcción. Avanzó, lenta y fatídica, hacia
la cornisa con los cañoncitos de dulce de leche en una mano y el mate en
la otra. ¿Sería cierto eso de “una buena, una mala”? La ocasión parecía
propicia para comprobar la actividad kármica en carne propia, ¿sería eso
el destino? Su marcha de poeta suicida (pero bien alimentada) continuó
hasta rozar el abismo. Su último paso desencadenó una lluvia de bolitas
de cemento seco que se estrellaron contra la vereda. Se asomó todavía un
poco más, balanceándose sobre el vacío. Si ésta era la mala, la próxima
tendría que –necesariamente– ser la buena.

Si esta que vivimos es la mala y tenemos apuro por la buena ¿ha-


brá que zambullirse en el vacío y volver en un rato? Tamaña acción
podría producir una anomalía en el karma, con lo cual, mejor cam-
biar la mala por la buena y la buena implicará un trabajo (vivir lo es);
un trabajo con ayudantes leales para afrontar semejantes asuntos y es
ahí mismo en esa decisión que bifurca el destino donde entra a rodar
la historia de Mónica Beatriz en su potencia política.
La patria de Mónica Beatriz no es sin cañoncito de dulce de leche
y mate en mano, y aún no es sin evitar el suicidio para ganar algo.
La patria, entonces, no nace a la vida sin este rodeo trágico y fe-
cundo.
(Nótese que no se dice la patria es, sino la patria no es sin, con lo
cual el rodeo es necesario pero la entidad goza de la negación.)
Plan YYY > las Tres Yolís > La oposición

Con cierta comicidad que nos recuerda a Las trillizas de Belleville,


Agostini produce una torsión textual y regresan como rémoras sobre
un tiburón del pasado nuestras Triplettes de Oro. En esta conjunción
entre los imaginarios de Argentina y Francia, más alguna idea Sar-
mientina, se produce este enemigo político: La triple YYY. He aquí la
campaña de la oposición:

¡Es por eso que para lograr esta gran metamorfosis hacia la
civilización, comenzaremos por nuestro capital más grande, aquello que
nos define: ¡la lengua! La langue! –luego de que la de la derecha sacara el
órgano situado en el interior de la boca y lo señalara, las Tres Yolís rota-
ron en un coordinado movimiento digno de un equipo olímpico alemán
y otra, la de la izquierda, apoyó las manos sobre los extremos del atril–.
¡Para alcanzar nuestro objetivo civilizador, es menester abandonar este
idioma de vagos impuesto por un país que bien podría ser considerado
el más boreal del continente africano y reemplazarlo por el idioma de
las luces! Para ello impondremos la enseñanza obligatoria del francés
en las escuelas y crearemos una Comisión de Defensa de la Pureza del
Lenguaje que se ocupará de la urgente rehabilitación de las letras de la
más bárbara expresión de la cultura popular: la cumbia –luego de una
pequeña pausa y otra rotación, ocupó el centro aquella que aún no ha-
bía hablado–. Éstos son algunos ejemplos de los títulos que la Comisión
modificará ni bien las Tres Yolís asuman la Intendencia: Haceme un pete,
de Damas Gratis pasará a llamarse Donne-moi une sucette. Laura, se te ve
la tanga, del mismo grupo de degenerados, adoptará el nombre Laura,
comme elle est belle ta robe! y así rebasaremos de género en género hasta
llegar a la canción por excelencia: el Himno Nacional argentino. ¡Sere-
mos la primer ciudad de la République en cantar nuestro querido Himno
en francés!

Plan A.1 o la ínumera enumeración de planes


Ganarse un barrio, ganarse el voto.
Que nos invadan los chinos
a los chinos con choripanes darle
para que haya más autos
más autos que gente
más lenguas que bocas
más peces que ríos
más bocas que tormentas

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más políticos que gente


más reencarnaciones que cuerpos
etcétera.
En la trama que estos excesos produce, Micaela Agostini trenza
el humor con rumores pueblerinos de escenarios pampeanos que sa-
bemos reconocer. La autora de esta ficción consuma una apuesta de-
lirante de lo que bien podría ser por momentos una post gauchesca,
más un homenaje a Inodoro Pereyra y Mendieta, más todas las tele-
novelas con Natalia Oreiro y su pop rockero, más recortes de sainetes,
fórmulas a lo Nini Marshall, payadas amorosas, evocaciones del coro
griego, formatos radiales, un banquete total de géneros degenerados
que apuntan a señalarnos algo sobre la patria o la matria que nos
atraviesa a diario. Mientras la acción desatada gana la escena, por los
intersticios vemos la siesta y la fiesta de la vida de pueblo.
Micaela no persigue ningún conejo blanco, su operatoria es una
risa larga y un convite, ella va con ella y ella con su conejo Naranja
de aquí para allá, va sin detenerse con ese otro conejo blanco que por
cada pato francés deglutido duerme sereno, el muy sabihondo, duer-
me sereno sobre una sandía verde y reluciente que la sabemos roja
y dulce, como si empollara un gran huevo: Mónica Beatriz, primera
novela de Micaela Agostini.

Vanesa Guerra
Buenos Aires, 22 de abril de 2017
Índice

I.................................................................................................................. 7
II............................................................................................................... 18
III............................................................................................................. 26
IV............................................................................................................. 39
V.............................................................................................................. 47
VI............................................................................................................. 53
VII........................................................................................................... 64
VIII.......................................................................................................... 73
IX............................................................................................................. 84
X............................................................................................................... 89
XI............................................................................................................. 97
XII.......................................................................................................... 106
XIII........................................................................................................ 116

Acerca de la autora.............................................................................. 127


Acerca de Mónica Beatriz, de Micaela Agostini.............................. 129

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