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CONFLICTO Y PAZ EN COLOMBIA: CUATRO TESIS CON IMPLICACIONES

PARA LA NEGOCIACION EN CURSO

(Versión Preliminar)

Ana María Bejarano

*
 Ponencia preparada para la conferencia “Colombia in Context”, organized by the Center for Latin 
American Studies and the Colombia Working Group at the University of California, Berkeley, March 2, 
2001. 
CONFLICTO Y PAZ EN COLOMBIA: CUATRO TESIS CON IMPLICACIONES
PARA LA NEGOCIACION EN CURSO

Ana María Bejarano

A lo largo de esta presentación quiero poner a consideración de ustedes cuatro hipótesis


— acerca de la naturaleza del conflicto armado y de sus protagonistas, así como del tipo
de proceso de paz que se ha llevado a cabo durante las dos últimas décadas en Colombia
y de la relación entre paz y democracia —, la cuales, a mi juicio, tienen implicaciones
para las perspectivas de las negociaciones actualmente en curso entre el gobierno
colombiano y las guerrillas en ese país.

1. La caracterización del conflicto: un conflicto político, de larga duración.

 La naturaleza “política” del conflicto -.

Quiero comenzar por definir el conflicto armado colombiano como un conflicto


fundamentalmente “político”, en el sentido acuñado por Carl Schmitt en su Concepto de
lo Político. El tipo de actores involucrados en las prolongadas negociaciones
colombianas1 (que van desde 1982 hasta hoy), así como el tipo de demandas que han
aparecido en los sucesivos acuerdos, dicen mucho sobre el carácter puramente “político”
del conflicto colombiano. Es decir, que no se trata de un conflicto étnico (como en
Guatemala), ni racial, ni lingüístico, ni religioso, ni de uno con contenido nacional —
conflictos que se traducen y se tramitan por las vías de la política y de la guerra —, sino
de un conflicto entera y exclusivamente político, vale decir, por el control del poder (v.gr.
de los recursos, del territorio y de la población) entre élites y contra-élites cuya identidad

*
 Ponencia preparada para la conferencia “Colombia in Context”, organized by the Center for Latin 
American Studies and the Colombia Working Group at the University of California, Berkeley, March 2, 
2001. 
§
 Politóloga, Investigadora Visitante, Kellogg Institute, Universidad de Notre Dame. 
1
La conformación de las diversas comisiones convocadas por el ejecutivo (otras veces conformadas
por iniciativa de algunos sectores dentro de la sociedad civil), hablan del carácter mismo del conflicto
colombiano: se trata de representar allí los diversos sectores político-ideológicos en pugna, no se trata de
una representación de carácter social (digamos obreros, campesinos, estudiantes, mujeres, etc.), ni de
diversos grupos étnicos, ni raciales, ni religiosos, ni lingüísticos, ni nacionales. Siempre se incluyen
algunos empresarios, ante todo directores gremiales (los ganaderos, los comerciantes, la SAC) y algunos
miembros de las confederaciones sindicales más importantes (la CUT, por ejemplo), como indicación del
trasfondo social que subyace al conflicto, ante todo un conflicto social rural, que gira en torno a la
distribución y uso de la tierra. Pero la mayoría de los miembros de estas comisiones realmente son
representantes de los partidos, de los diversos movimientos políticos, de las agrupaciones de izquierda, de
los académicos, de la Iglesia como institución, algunas veces generales en retiro, ex-guerrilleros, en fin:
representantes de los sectores político-ideológicos que están en la base de la violencia política en
Colombia. Las reflexiones que aquí se presentan acerca del proceso de paz se basan fundamentalmente en
Ana María Bejarano et al., “La fragmentación interna del estado y su impacto sobre la formulación de una
política estatal de paz y convivencia ciudadana”, Informe Final de Investigación, presentado a
COLCIENCIAS, Bogotá, diciembre de 2000.
y antagonismo se definen predominantemente de manera político-ideológica.2 Es decir
que se trata de un conflicto originado ante todo y principalmente en la exclusión política.3

No debe extrañarnos, por lo tanto, que la historia del proceso de paz colombiano corra
paralela con la historia de la reforma política. Desde 1982 hasta 1991 la política de paz
estuvo inevitablemente ligada a la necesidad de llevar a cabo una profunda reforma del
régimen político colombiano.4 La agenda de la reforma política ha incluído, entre otros,
el desmonte de las restricciones del régimen político, la apertura de la competencia, la
ampliación y mejoramiento del sistema de representación, la entrada de nuevas fuerzas, el
ensanchamiento de los mecanismos de participación política, etc. Es notorio que incluso
en las propuestas lanzadas durante las negociaciones con la guerrilla de las FARC (que no
sólo es la más grande, sino la que más se ufana de tener una amplia base social
campesina), la reforma política ha ocupado siempre un lugar preponderante y sólo en
segundo lugar aparecen propuestas de reforma agraria o desarrollo regional, además de
una serie de vagas referencias al tema de la pobreza y la desigualdad. 5 Esto parece
reconfirmar mi hipótesis sobre el carácter puramente político del conflicto colombiano.

La reforma política se inicia durante el gobierno de Betancur y culmina con la


nueva constitución de 1991. Con algunos ajustes, modificaciones y mejoras que
todavía están pendientes, el grueso de la reforma de los partidos, el sistema de
2
Doy por supuesto que el conflicto se alimenta de las profundas desigualdades socio-económicas
que caracterizan a la sociedad colombiana y que constituyen terreno abonado para el mismo. El argumento
central que quiero exponer sigue siendo, no obstante, que la desigualdad socio-económica no es la causa
última de ese conflicto, sino que se trata de una enemistad fundamentalmente política.
3
  Por definición, entonces, estoy afirmando simultáneamente que el conflicto no encuentra su razón 
última en la exclusión cultural, ni social, ni económica, aunque puede ser reforzado y alimentado por ellas. 
4
            Sin embargo, durante el gobierno de Samper (1994 – 1998) se observa un cambio: el énfasis pasa
de la reforma política a los derechos humanos y la humanización del conflicto. Nuestra hipótesis es que
ésto no es fruto de una selección deliberada por parte del ejecutivo, sino producto de dos factores: primero,
la crisis humanitaria que afecta al país dado el agravamiento y el deterioro del conflicto interno. Segunda,
el hecho de que una vez culminada la mayor y más importante parte de la reforma política (con la nueva
constitución de 1991), el tema de la reforma del régimen pasa a segundo plano y entonces la otra dimensión
del proceso de paz, la que tiene que ver con la protección de los derechos civiles tanto de los combatientes
como de la población no combatiente, pasa a primer plano. Este es un viraje interesante del proceso:
mientras que entre 1982 y 1994 la política de paz comprendía la tríada: negociación, más reforma política,
más PNR, desde 1994 el componente de reforma política se sustituye por un fuerte componente en materia
de derechos humanos y derecho internacional humanitario.

5
De una lectura de los acuerdos firmados a lo largo de estos dieciseis años, así como de las
demandas presentadas por las FARC y el ELN en las conversaciones que con ellos han tenido lugar, se
desprende lo siguiente: a excepción de las FARC y su petición de reforma agraria, todas las demandas de la
guerrilla son fundamentalmente políticas. Todos los grupos guerrilleros, sin excepción, hacen expreso que
desearían “que la sociedad sea más justa y equitativa”, deseo que compartimos el 90% de los colombianos.
En concreto, esos deseos de mayor justicia y equidad, aparecen en los acuerdos como demandas para
avanzar en la formulación de programas de desarrollo regional por parte del EPL, el MAQL, el PRT y la
CRS. El MAQL, adicionalmente, presenta una serie de reivindicaciones étnicas que lo diferencian de las
demás guerrillas. Con estas pequeñas excepciones, entonces, es posible afirmar que las peticiones de
reforma formuladas por la guerrilla realmente se concentran en el ámbito de la reforma política.
partidos y el sistema electoral se logró en la década que va de principios de los
80s a comienzos de los 90s. Esto le plantea un reto inmenso al futuro de la
negociación con las guerrillas que permanecen activas: políticamente hablando,
¿qué queda por reformar? ¿Qué más se puede negociar?

Me interesa plantear como hipótesis que, dado que durante las últimas dos
décadas se ha avanzado grandemente en la reforma política (entendida como
reforma de las organizaciones y de los canales de acceso al poder del estado), 6
ésta ya no constituye uno de los nudos centrales de la negociación presente y por
venir. Sin embargo, el conflicto político continúa. Lo que parece surgir entonces
como tema central de la negociación en materia política, no es ya el acceso al
estado, sino la conformación y ejercicio del poder político. Lo cual quiere decir
que avanzamos en niveles de profundidad que van más allá de las instituciones
formales del régimen y tienen que ver más directamente con el estado mismo, con
su estructura interna (tanto horizontal como vertical) y su relación con la
sociedad.7

 La larga duración - .

En América Latina, sólo el caso de Guatemala (donde el conflicto duró más de tres
décadas), se acerca al caso colombiano donde el conflicto armado contemporáneo (es
decir, sin contar la época llamada de “La Violencia”), tiene más o menos 36 años de
duración (1965 – 2001). En El Salvador y en el Perú el conflicto armado duró doce años;
en Venezuela cinco. La duración del conflicto tiene un efecto importante sobre las
posibilidades futuras de una reinserción exitosa y duradera; independientemente de las
condiciones jurídicas, políticas y socio-económicas en que se dé esta última, un conflicto
corto tiene un menor impacto sobre el tejido social, sobre el régimen político y sobre el
estado mismo, que un conflicto largo.

La destrucción del tejido social es menos grave y menos honda en un conflicto corto que
en uno largo, y por lo tanto su reconstrucción debe ser más rápida y más fácil. Las
heridas de la guerra son menos profundas, de allí que sea viable la reconstrucción a corto
y mediano plazo de relaciones de mutua confianza entre los actores anteriormente
enfrentados. Esto tiene a su vez un impacto jurídico: entre más corto y menos degradado
sea el conflicto, más viables políticamente son las medidas jurídicas tendientes a la
reconciliación (las amnistías o los indultos, por ejemplo). Por el contrario, los conflictos
largos tienden a degradarse y a producir heridas irreparables en la sociedad; por eso las
medidas tendientes al perdón y la reconciliación tienden a ser a la vez más drásticas y
menos susceptibles de ser aceptadas por todos los actores del conflicto (véase por
ejemplo la controversia en torno a las amnistías y las comisiones de la verdad tanto en El
Salvador como en Guatemala). Los conflictos largos tienden a ahondar y a reafirmar los
6
   Apropósito ver Ana María Bejarano y Eduardo Pizarro, “Reforma Política y Paz: lo que queda 
por negociar en materia de reforma política”, Borrador inédito, Ponencia preparada para la Conferencia 
“Democracy, Human Rights and Peace in Colombia”, organizada por el Instituto Kellogg de la Universidad
de Notre Dame, Notre Dame, marzo 26 y 27 de 2001. 
7
  Esta idea se encuentra desarrollada en el último punto de este documento. 
rasgos autoritarios de los regímenes políticos, de tal manera que al final, el régimen
puede ser más difícil de modificar en un sentido democrático si el conflicto ha sido
demasiado prolongado. Finalmente, en cuanto al estado, los conflictos largos tienden a
deteriorar aún más aquellos aparatos del estado claves para la construcción de la paz y la
consolidación democrática (el aparato de justicia, por ejemplo).

De tal manera que, independientemente de las demás condiciones, la larga duración del
conflicto armado debe ser contada en sí misma como una de las características propias
del conflicto colombiano que entorpecen la negociación y la reinserción de la guerrilla en
el caso colombiano.

2. Caracterización de los protagonistas: Múltiples, Fragmentados y Crecientemente


Autónomos

Ahora bien: se trata entonces de un conflicto político y prolongado, entre múltiples


fuerzas que a su turno se hallan profundamente fragmentadas. Claramente, el caso
colombiano no responde a la idea de un conflicto bipolar, es decir, la guerra civil. En
términos muy generales, en Colombia la guerra se desarrolla entre, al menos, tres actores
armados: el Estado, la guerrilla y los paramilitares. Sin embargo, ninguno de ellos actúa
en la realidad como un actor unitario y coherente. “Por fragmentación entendemos que en
su interior cada uno de los campos, el Estado y la insurgencia [pero también los
paramilitares] están divididos y en ocasiones polarizados.”8 (Palacios, 1999: 355).

La fragmentación de los actores sociales y políticos es una constante en la historia de


Colombia. Sin embargo, creo que no es equivocado decir que ésta se ha intensificado
gracias el surgimiento y desarrollo del tráfico de drogas: la penetración del narcotráfico y
sus múltiples ramificaciones en las esferas de la economía, la sociedad y la política
colombianas, así como la lucha contra las drogas, han contribuído a fragmentar aún más
al Estado, han dividido a la guerrilla y han llevado a la proliferación de lo que los
colombianos llamamos “los paramilitares”. La fragmentación funciona como una especie
de juego de espejos que se repite sin comienzo ni fin: la sociedad esta fragmentada, los
actores políticos están fragmentados, las guerrillas fragmentadas, los paramilitares
fragmentados y todo eso contribuye a la mayor fragmentación interna del Estado que a su
vez retroalimenta los procesos de fragmentación de los demás.

 La fragmentación del Estado

La presidencia de la república (más que el poder ejecutivo mismo) ha jugado un rol


protagónico en lo que tiene que ver con las políticas de paz desde 1982 hasta hoy. Desde
el gobierno de Belisario Betancur, la presidencia ha liderado el cambio (dentro del Estado
mismo) en la percepción del conflicto armado, ha formulado políticas de paz, ha sido el
motor detrás de las negociaciones y de las reformas llevadas a cabo en estos últimos
veinte años. Por eso cuando suceden crisis que afectan predominantemente a la rama

8
  La anotación entre [paréntesis] es mía. 
ejecutiva del poder (como fue el caso durante el gobierno de Samper), entonces se ven
afectadas todas las políticas que de él dependen, incluída por supuesto la política de paz.

El liderazgo del Ejecutivo en materia de paz ha llevado a una proliferación de


instancias especializadas en el tema de la paz dentro de la Presidencia de la
República, que se refleja en el complejo organigrama de las diversas comisiones
de paz, de verificación, de diálogo, etc., las Consejerías Presidenciales para la
Paz, los Derechos Humanos, la Seguridad y la Convivencia, y más recientemente,
los Altos Comisionados para la Paz, los Derechos Humanos. Esta proliferación de
instancias comienza con lo que muchos llamaron críticamente la “comisionitis”
bajo el gobierno Betancur (Ramírez y Restrepo, 1988). En ese entonces, se trataba
de comisiones más o menos informales, de buena voluntad, convocadas por el
Ejecutivo pero sin funciones oficiales, que actuaban como comisiones consultivas
para aconsejar al Presidente en materia de paz y en algunos casos se desdoblaban
como comisiones mediadoras, negociadoras o verificadoras de los acuerdos de
paz. El presidente Barco (1986 – 1990) fue uno de los más duros críticos de esta
“comisionitis”; en su opinión, hacía falta “institucionalizar” la acción de estos
organismos de buena voluntad, asignarles funciones específicas así como
delimitar su jurisdicción. De esta crítica surgió la primera Consejería de Paz (una
abreviación de la llamada Consejería para la Normalización, la Rehabilitación y la
Reconciliación) creada en 1986. Desde 1986 en adelante, pese a la
institucionalización introducida por Barco con esta primera Consejería, lo que
hemos presenciado es la multiplicación ad infinitum de las consejerías
presidenciales en todos los temas posibles, además de la paz: la Consejería para
Medellín, la Consejería para Bogotá, la Consejería de Derechos Humanos, la
Consejería para Asuntos Internacionales, la Consejería para la Política Social, la
Consejería para Asuntos Económicos, la Consejería de Seguridad y Convivencia
Ciudadana, la Consejería para la Mujer y la Familia, etc… Las Consejerías
forman una suerte de estructura paralela a los Ministerios, con una diferencia:
normalmente los Consejeros son mucho más cercanos al Presidente y tienen
acceso más fácil a él que los Ministros, y son nombrados en las Consejerías
atendiendo criterios a veces meritocráticos, a veces personales, pero en todo caso
distintos a los criterios político-partidistas con que se nombran los Ministros del
Gabinete. Adicionalmente, las Consejerías cuentan con un personal bien
calificado, con la infraestructura y con el apoyo presidencial suficiente como para
convertirse en verdaderos formuladores de política en sus diversos temas, en
franca rivalidad con los Ministerios. En algunos casos, incluso, se ha llegado a
hablar de enfrentamientos y rupturas entre el Consejero y el Ministro que se
ocupan del mismo tema, debido a la rivalidad que los enfrenta a la hora de
formular política o de asesorar al Presidente en ciertas coyunturas específicas. En
otras ocasiones, símplemente se llega a una cordial división del trabajo: mientras
que la Consejería se ocupa de unos temas (la paz, por ejemplo), el Ministerio
correspondiente (en este caso el del Interior) se desliga de esos temas y se dedica
a otros: la negociación política con el Congreso o con los otros niveles (regionales
y locales) del estado. En todo caso, el hecho es que los temas de la paz, la
reconciliación, los derechos humanos, la seguridad y la convivencia han dado
origen a una estructura paralela a los Ministerios del Gabinete dentro del poder
ejecutivo, y han creado una compleja red de organizaciones burocráticas
encargadas de lidiar con estos temas, distinta a la que existía antes de 1982.

Pese a tal crecimiento en el aparato burocrático de la presidencia de la república,


su eficacia no ha aumentado de manera simultánea. La capacidad de negociación
del Ejecutivo con otras ramas del poder para lograr sus objetivos (en especial con
el Congreso) se ve seriamente impedida por la debilidad y fragmentacion de los
partidos. La historia del fracaso de la reforma política durante el gobierno de
Virgilio Barco (1986 – 1990) habla por sí misma. No deja de ser paradójico que
un presidente liberal, con una amplia mayoría liberal en el Congreso, haya
obtenido tan escasos resultados en sus esfuerzos reformistas por la oposición del
legislativo. La paradoja se resuelve al observar la situación interna de los partidos
colombianos signada por la fragmentación extrema.

La creación de las comisiones durante el gobierno de Betancur pone en evidencia


que el Congreso no es percibido como el foro donde deban ser debatidas
cuestiones tan importantes como la paz: o bien porque no se percibe como
suficientemente representativo de la opinión nacional (y entonces hay que crear
estos órganos de representación paralela, las comisiones), o bien porque los
parlamentarios se encuentran tan ocupados en la atención de los intereses locales
y regionales, que no tienen la capacidad para atender los asuntos de carácter
eminentemente nacional.9 Así, en lugar de que el Congreso asuma su rol como el
foro democrático por excelencia, para los temas de la guerra y de la paz, es
necesario crear una serie de comisiones paralelas (de paz, de diálogo nacional,
etc.), que aspiran a proveer una mejor representación de la opinión pública
nacional y a convertirse en las catalizadoras de un debate nacional sobre estos
temas cruciales para la nación. Excepto por pequeñas comisiones mediadoras,
negociadoras y verificadoras, con funciones muy particulares, específicas y
acotadas en el tiempo, la creación y multiplicación ad infinitum de todas esas
otras comisiones hablan por sí mismas del déficit de representación que sufre el
parlamento colombiano.

Ahora bien: es cierto que el Congreso coopera en ciertas coyunturas, como cuando
aprobó la ley de amnistía de 1982. Pese a que el Presidente Betancur no tenía una clara
mayoría en el Congreso, logró la aprobación de una ley que tenía, claramente, un interés
nacional. El Congreso se hubiera mostrado innecesariamente contrario a la voluntad
nacional de paz si en esa coyuntura no hubiera apoyado, como lo hizo, los esfuerzos
presidenciales para abrirle camino al proceso de paz con las guerrillas.

Otras veces, simplemente delega en el poder ejecutivo la formulación de una serie de


políticas, bien sea por la via de otorgarle facultades extraordinarias al Presidente (lo cual
9
A propósito de este tema ver el informe final presentado a COLCIENCIAS de la
investigación “¿Por qué las viejas formas del ejercicio de la política no murieron? Un análisis
del sistema electoral”, elaborado por Felipe Botero, Laura Zambrano, Francisco José Quiroz y
Laura Wills bajo la dirección de Ana María Bejarano, Bogotá,, CIJUS, Universidad de Los Andes,
Agosto de 2000.
no hace más que ahondar los rasgos presidencialistas del sistema), o bien obligándolo a
legislar por la via extraordinaria, mediante decretos de excepción, en materias de justicia,
narcotráfico y orden público sobre todo. En cuanto a ésto, resulta contundente la
sentencia de la Corte Suprema de Justicia, del 16 de mayo de 1991, mediante la cual se
revisa un decreto legislativo promulgado por el Gobierno bajo estado de sitio, mediante el
cual se modificaba y complementaba la legislación de la Justicia de orden público. Por la
importancia de su aseveración, vale la pena citar la sentencia in extenso: “En anteriores
ocasiones se ha apuntado cómo la proliferación de las normas de excepción constituye
uno de los síntomas más graves de la crisis institucional del país. En este sentido se ha
anotado cómo el Congreso debe reasumir su tarea insoslayable de ejercer la función
legislativa. Un analítico y desprevenido análisis de la legislación a cargo del Congreso
indica que su abstención para afrontar la consideración y solución de los fundamentales
problema públicos ha creado la nutrida normatividad de emergencia, como en los
decretos que se refieren al terrorismo,narcotráfico y ahora la jurisdicción de orden
público. En momentos en que avanza el estudio de la reforma del estatuto fundamental
por la Asamblea Nacional Consituyente, es oportuno que ella tenga en cuenta que es
sobre el vacío de legislación ordinaria del Congreso que surge el poder legiferante del
Presidente de la República”.

Se trata, no sólo de que el Congreso bloquea al Presidente en ciertas materias como la


reforma del régimen político, sino que también se rehusa a cooperar y abandona de plano
su función legislativa en ciertos temas cruciales como las medidas para enfrentar el
narcotráfico, el terrorismo y la necesidad de apuntalar el sistema de justicia frente a estos
desafíos. Por lo tanto, no es sólo el bloqueo explícito de ciertas medidas (como la reforma
política durante el gobierno de Virgilio Barco) lo que deja tanto qué desear del
desempeño del Congreso: es también su omisión en el tratamiento de ciertos temas
cruciales para el futuro de la nación. ¿Por qué se desentiende el Congreso de estos temas
y delega toda la formulación de política en manos del Presidente? No es este el lugar para
iniciar un estudio a fondo del órgano legislativo, tema que ya hemos abordado en otras
investigaciones. Pero es posible sintetizar aquí al menos dos ideas que tienen que ver con
estas deficiencias del Legislativo: en una dimensión puramente operativa y logística,
hemos anotado cómo el Ejecutivo se encuentra mucho mejor dotado de los recursos
humanos, técnicos y materiales para emprender la tarea de formular política sobre una
serie de temas que desbordan la capacidad del Congreso. Por otro lado, sin embargo,
también hemos encontrado que dado el sistema electoral actual, donde cada
parlamentario (incluídos los senadores) es elegido por un pequeño número de votantes
usualmente concentrados en una misma región, los incentivos electorales obligan a los
congresistas a responder a intereses particulares, locales y regionales, e impiden la
formación de una representación nacional, que sea capaz de abordar temas de mayor
envergadura, en el Congreso.10

10
Ver el informe final de la investigación “¿Por qué las viejas formas del ejercicio de la
política no murieron? Un análisis del sistema electoral”, presentado a COLCIENCIAS por Felipe
Botero, Laura
Zambrano y Francisco Quiroz, bajo la dirección de Ana María Bejarano, Bogotá, CIJUS, agosto
de 2000, 
En síntesis: la formulación e implementación de las políticas de paz a lo largo de los
últimos 18 años han estado, predominantemente, en manos del poder ejecutivo. Esto ha
conducido a una proliferación de instancias especializadas en los temas relativos a la paz
y a la complejización del aparato institucional de la Presidencia de la República, en
ocasiones en abierto conflicto con los Ministros del Gabinete.

El Congreso de la República, por razones complejas que no cabe anotar aquí, ha


abandonado su papel como el foro democrático por excelencia que debería desempeñar.
En consecuencia, muchos de los debates sobre la guerra y sobre la paz se dan en otros
foros paralelos (como las comisiones de paz), creados con el fin de reemplazar las
insuficiencias percibidas en el Congreso de la República.

En cuanto a su labor legislativa, encontramos el siguiente comportamiento por parte del


Congreso: en ciertas coyunturas y dado que el tema no resulte inconveniente para la
reproducción electoral de sus miembros, el Congreso ha cooperado eficazmente con el
Gobierno en materia de paz, como en el caso de la aprobación de la ley de amnistía en
1982 o la ratificación de los protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra sobre los
derechos humanos. En otras ocasiones, notoriamente cuando se trata de formular
políticas de orden público, especialmente la política criminal, de justicia especial o
antinarcóticos, el Congreso ha delegado esta función en el ejecutivo bien sea mediante el
otorgamiento de facultades extraordinarias, bien sea por simple omisión, lo cual obliga al
gobierno a legislar mediante decretos de emergencia. Finalmente, el Congreso ha ejercido
su poder para bloquear las iniciativas del Gobierno especialmente cuando se trata de
reformar los mecanismos de acceso a y las formas de ejercicio del poder público, es decir,
cuando se ha tratado de la reforma política. En parte como respuesta a esta estrategia de
bloquear sistemáticamente la reforma política surgió la coalición que finalmente hizo
posible la convocatoria de una asamblea constituyente y la redacción de una nueva
constitución. Pese a ello, sin embargo, en las elecciones transcurridas desde 1991 en
adelante, la clase política tradicional recuperó el control del Congreso y ha seguido
ejerciendo, aunque con algunos matices, la función de bloquear o al menos morigerar el
ánimo reformista del Ejecutivo.

Las Cortes, por su parte, han intervenido en materia de políticas de paz


predominantemente a través del control de constitucionalidad. El control de
constitucionalidad (ejercido anteriormente por la Corte Suprema de Justicia y a partir de
1991 por la Corte Constitucional) le permite a las Cortes ejercer una función de control
sobre los actos del ejecutivo (decretos) así como del legislativo (algunas leyes). Puesto
que el Ejecutivo, en cabeza del Presidente, ha liderado la formulación de políticas de paz
a través de sus poderes legislativos (delegados o de emergencia), el control de las Cortes
se ha dado ante todo frente a los actos del Ejecutivo. Sin embargo, las restricciones que
la Constitución de 1991 introdujo al estado de sitio (ahora llamado de conmoción
interior), han restringido las potestades del Presidente com legislador de excepción lo
cual ha obligado al Gobierno a negociar más extensamente con el Congreso sus políticas.
Por su parte, la Corte Constitucional (creada en 1991) ha ejercido un control mucho más
activo que la Corte Suprema de Justicia sobre todo en lo referente a los estados de
excepción. Visto el conjunto de las sentencias expedidas por las Cortes frente a las
medidas que hemos considerado como parte de la política de paz, es posible concluir que
el poder judicial participa de manera “negativa” en el diseño de las políticas de paz, en el
sentido de indicarle los límites constitucionales de su acción a un Gobierno que en
ocasiones puede tender a extralimitarse.

En lo que toca al estado, sin embargo, la fractura fundamental en torno al conflicto


armado y su solución es aquella que divide a civiles y militares. El dilema fundamental
que han enfrentado todos y cada uno de los gobiernos colombianos entre 1982 y el 2000
es el de la contradicción entre una política de paz que descansa usualmente en los
sectores civiles del estado, especialmente en el aparato de comisiones y consejerías de la
Presidencia de la República, y una política de orden público que le otorga más poder y
más capacidad de acción a los sectores del estado interesados en una salida por la fuerza.
La contradicción de alguna manera resulta inevitable no sólo por la política de “paz
parcelada” que se ha adelantado en los últimos 18 años, sino también por la existencia de
otros actores armados, distintos a la guerilla (narcotraficantes, autodefensas,
paramilitares, escuadrones de la muerte, etc.) que deben ser enfrentados simultáneamente
por el estado. Al agudizarse el contexto de la guerra, la balanza tiende a inclinarse hacia
las consideraciones de “orden público”: justicia especial o de emergencia, fortalecimiento
de las Fuerzas Militares, ampliación de su autonomía y de sus prerrogativas, etc. En este
sentido, el contexto mismo alimenta y agudiza una división latente en el estado entre
aquellos que se inclinan por las soluciones reformistas y negociadas, y aquellos que ven
la solución únicamente en la capacidad de aniquilar al opositor armado gracias al uso de
la fuerza.

Las Fuerzas Militares, siguiendo su tradicional “subordinación con autonomía” frente al


poder ejecutivo, acatan (de dientes para afuera) pero no comparten la política de paz del
gobierno civil. Es decir, en la mejor tradición hispánica, “se obedece pero no se cumple”.
En las pocas ocasiones en que se expresa abiertamente el desacuerdo por parte de los
líderes de las fuerzas militares, en boca de los Ministros de Defensa o Comandantes de
las Fuerzas Armadas, se provoca una especie de conflicto con el gobierno civil en el que
aparentemente éste último sale triunfante: durante el gobierno de Betancur el desacuerdo
entre el Presidente y su Ministro de Defensa, General Fernando Landazábal Reyes,
terminó en la destitución del segundo. Durante el gobierno de Samper, el desacuerdo
entre el Presidente y el Comandante de las Fuerzas Armadas, General Harold Bedoya,
culminó con el retiro del segundo. Sin embargo, la oposición de las fuerzas armadas
frente a la política de paz se expresa de manera mucho más permanente y dramática a
través del respaldo tácito y en ocasiones la abierta promoción de los grupos paramilitares
por parte de oficiales de niveles alto y medio. Se trata de una oposición de hecho, en la
acción y no en el discurso, a cualquier política que implique la negociación con los
grupos guerrilleros. Esta estrategia, desplegada por las Fuerzas Armadas desde
comienzos del gobierno Betancur 11, no sólo ha minado de manera profunda las
posibilidades de éxito de una política de paz formulada e implementada por la parte civil

11
Denunciada por primera vez por el Procurador General de la Nación de ese entonces,
Carlos Jiménez Gómez quien acusó a 57 oficiales de tener nexos con el entonces pionero “Muerte
A Secuestradores” MAS.
del poder ejecutivo, sino que ha conducido al país en una espiral creciente de degradación
del conflicto hasta una verdadera crisis humanitaria

La incapacidad del gobierno civil para subordinar a los militares y asegurar la


implementación de las políticas de paz diseñadas por el poder Ejecutivo, observada desde
el gobierno de Belisario Betancur, sigue siendo un obstáculo inmenso. La fragmentación
y dispersión de los partidos y la enorme dificultad que ella supone para una eficaz
cooperación entre el poder Ejecutivo y el poder Legislativo, ha significado un obstáculo
adicional en ciertas coyunturas y frente a ciertos temas. Por su parte, las Cortes han
actuado como un dique de contención, fijando los límites del radio de acción del poder
ejecutivo, señalando las contradicciones entre un estado constitucional y los intentos de
transgredir sus límites en función de las difíciles circunstancias que enfrenta el gobierno.
Por último, el debilitamiento que ha sufrido el conjunto de las instituciones, es decir, el
estado colombiano, como fruto de tantos años de enfrentamiento no sólo con los grupos
guerrilleros sino desde hace dos décadas con el poder de los traficantes de drogas, se
suma a las condiciones anteriores para dificultar su acción en términos del logro de la
paz.

 La fragmentación de la guerrilla

La diversidad de la guerrilla colombiana es conocida. En algún momento, a finales de los


ochenta, se podían contar al menos ocho grupos guerrilleros (FARC, ELN, EPL, M-19,
PRT, MAQL, CRS, MIR-Patria Libre), con diferentes orígenes sociales, proyectos
político-ideológicos, estructuras organizacionales, tácticas de guerra, arraigos regionales,
tipos de relación con la población, etc. La diversidad ha dado origen a varias tipologías e
intentos clasificatorios interesantes, como si se tratara de un laboratorio de experimentos
insurgentes12.

El problema, en realidad, no es la diversidad, sino su incapacidad para confluir en un solo


frente a la manera del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional) en Nicaragua, el
FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional) en El Salvador o la URNG
(Unión Nacional Revolucionaria Guatemalteca) en Guatemala. La incapacidad de
construir un frente único no sólo le dificultó a la guerrilla colombiana el ganar la guerra,
sino que también le ha impedido hacer la paz. La fragmentación del polo guerrillero ha
tenido un impacto negativo sobre las posibilidades de alcanzar una negociación y una
reinserción exitosas y, por el contrario, ha obligado a la realización de procesos de paz
parcelados y escalonados en el tiempo. En tales condiciones, mientras que se negocia con
unos grupos y se les ofrecen las condiciones para la reinserción, el estado debe
simultáneamente continuar la confrontación con los demás. Si bien tal política ha
permitido desactivar una serie de grupos y disminuír relativamente la intensidad del

12
  Ver Eduardo Pizarro, Insurgencia sin Revolución (1996). 
conflicto13, es claro que está muy lejos de constituír una política satisfactoria a los fines
de conseguir una paz firme y duradera.

 La diversidad del fenómeno paramilitar

El tercer actor, los llamados “paramilitares”, son en realidad un conglomerado de grupos


de diversa índole que en realidad sólo comparten un atributo común: el que han tomado
las armas no en contra sino a favor de un supuesto orden económico, social y político que
dicen defender. También tienen, supuestamente, un enemigo común: la guerrilla y sus
alidados.

Pero se trata, en realidad, de una colección de grupos muy dispares en su conformación


social (desde campesinos hasta sicarios contratados), en sus apoyos (algunos campesinos
se organizan por su propia cuenta, otros cuentan con el apoyo de los hacendados de la
zona, otros están claramente vinculados al narcotráfico, otros son simple y llanamente
apéndices del ejército, otros surgen a iniciativa del políticos locales o regionales, y tantos
otros, dependiendo de la región específica, resultan de alianzas entre algunos de los
anteriores), y en sus tácticas y estrategias: mientras que algunos pueden todavía
calificarse como “autodefensas” en el sentido original de la palabra, muchos otros son ya
ejércitos móviles que van a la ofensiva y que no defienden legítimamente a ningún grupo
social. Una cosa es clara: a diferencia de los paramilitares directamente creados y
agenciados “desde arriba” por los establecimientos militares del cono sur, por ejemplo, en
Colombia el fenómeno paramilitar es mucho más diverso, más descentralizado, más
“privatizado” y autónomo con respecto al estado. Es decir que, aún con la cooperación
explícita de sectores dentro del ejército, los paramilitares colombianos tienen un orígen
más “societal”, por decirlo de alguna manera, su orígen viene más “desde abajo”. Es por
eso que su eliminación es mucho más compleja también.

Comenzaron a surgir a principios de los años ochenta como resultado de dos factores: por
un lado, surgieron los grupos que a iniciativa de los narcotraficantes, buscaban defender a
los grandes capos, sus familias y sus fortunas emergentes, del secuestro y la extorsión
ejercidas por las guerrillas. El caso de los orígenes del MAS es un claro ejemplo. Por el
otro, a partir de 1982, básicamente a raíz de la formulación de una política de paz por
parte del Presidente Betancur, algunos sectores dentro del ejército manifestaron su
oposición a la política de negociación iniciada por el gobierno civil mediante la
formación de escuadrones encargados de combatir clandestinamente a la guerrilla con la
cual se había entablado una negociación a sus ojos ilegítima. De estas dos fuentes, el
narcotráfico y la oposición militar a la política de paz, se nutrieron los primeros
experimentos paramilitares.

13
  De los ocho grupos mencionados más arriba solo quedan dos: las FARC y el ELN. Pero a su vez, 
al interior de cada uno de estos, subsisten fracciones e intensas divisiones: al menos dos dentro del ELN 
(moderados versus radicales) y quizás más dentro de las FARC.  El problema adicional con las FARC es 
que aparentemente su estructura interna se ido haciendo cada vez más descentralizada — una especie de 
federación de bloques y frentes guerrilleros. 
El inusitado crecimiento de éstos a lo largo de las dos últimas décadas 14 tiene que ver, en
mi opinión, con la creciente erosión del estado colombiano y su incapacidad para
monopolizar el uso legítimo de la fuerza, lo cual ha sido llamado por algunos el “colapso
parcial” del estado colombiano.

El cambio más significativo en lo que toca al fenómeno paramilitar, aparte de su


inusitado crecimiento, es el intento de centralizar la diversidad de grupos paramilitares
alrededor de una estructura única central, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC)
en torno a la figura de Carlos Castaño. Segun sus propias afirmaciones, las AUC no
controlan totalmente a todos los grupos que en Colombia caben bajo al denominación
“paramilitar”. Sin embargo, el proyecto de centralización avanza rápidamente.

 La creciente autonomía

El otro rasgo fundamental de los protagonistas del conflicto armado colombiano, en


particular de las guerrillas y de los paramilitares, es su creciente autonomía. Tanto los
grupos guerrilleros como los paramilitares han ganado creciente autonomía con respecto
tanto a los centros de poder internacionales (v.gr. ni la guerrilla depende de Cuba,
Nicaragua, Vietnam, la URSS o China, ni los paramilitares dependen de EEUU como la
“Contra” nicaraguense), como a los grupos sociales internos (a no ser aquellos muy
localizados que están directamente asociados con los grupos armados: hacendados,
narcotraficantes, campesinos cocaleros). Esta autonomía, a mi modo de ver, está
relacionada con la capacidad de estos actores de extraer rentas del negocio del tráfico de
drogas.

Tal autonomía tiene consecuencias profundamente negativas sobre las posibilidades de


una salida negociada del conflicto: por un lado, los actores internacionales no tienen
palancas de influencia sobre la situacion interna. Ni Cuba, ni los EEUU tienen la
capacidad de influir sobre los protagonistas del conflicto colombiano como si la tuvieron
en el caso salvadoreño, por ejemplo. Por el otro, y más grave aún, los propios actores
armados (guerrillas y paramilitares) no tienen que rendirle cuentas a los grupos sociales
relevantes dentro del pais. Puesto que no dependen de su apoyo para sobrevivir y crecer,
actúan con plena autonomía tanto de grupos específicos como de la sociedad en general.
Esta es mi explicación al enigma de la ineficacia de los 10 millones de votos por la paz y
de las masivas marchas de ciudadanos contra la guerra y por la paz en Colombia: los
aparatos de la guerra, cada vez más divorciados de la sociedad y cada vez más
autónomos, se pueden dar el lujo de desconocer las preferencias de la sociedad y de
despreciar los juicios que ella emite acerca de sus acciones. Ya no parecen importar para
nada los cálculos de legitimidad política: sólo cuentan los cálculos de acumulación de
poder en términos de ocupación territorial, control de población, acumulación de fuerza
militar y número de bajas. La política ha dejado de ser una variable interesante.

14
  Si a principios de la década de los 80 se calculaba su tamaño en algunos cientos, para finales de la 
década de los noventa se calcula que se acercan a los 8,000. Las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) 
reclaman tener 6,800 hombres en 28 frentes de guerra. 
Las transformaciones de los actores y del conflicto en los años 80 y 90 están sin duda
estrechamente relacionadas con la bonanza del narcotráfico. El impacto del narcotráfico
cambia la magnitud del conflicto en los años 80. No solo porque le da alientos a los
paramilitares, sino que también se convierte en fuente inagotable de recursos para la
guerrilla mientras que, simultáneamente, contribuye a la espiral de debilitamiento del
Estado. Agudiza la fragmentación de los actores, aumenta los grados de autonomía de
los aparatos de guerra y agrava el debilitamiento del estado; en suma, profundiza la
guerra y hace más difícil la consecución de la paz.

3. Un proceso de paz parcelado y escalonado en el tiempo: reflejo de la naturaleza del


conflicto y de los actores

Como resultado del tipo de conflicto y del tipo de actores que se han descrito
sintéticamente en los dos puntos anteriores, Colombia ha vivido a lo largo de los últimos
dieciocho años un proceso de paz también “prolongado”. Además de prolongado ha sido
“parcelado”, escalonado en el tiempo, parcial e incompleto.

En buena medida, es debido a la propia fragmentación de los grupos guerrilleros y a su


competencia interna, que el proceso de paz colombiano ha tenido que desarrollarse de
manera parcelada y escalonada, con las consecuencias (positivas y negativas) que ésto
conlleva.

Entre sus consecuencias positivas, está, sin duda, la negociación exitosa con cinco grupos
guerrilleros significativos (M-19, PRT, EPL, MAQL y CRS) y la reincorporación a la
vida civil de unos 4,000 combatientes. La reducción de la diversidad en la gama de
grupos guerrilleros activos es también un resultado derivado de lo anterior que favorece
las negociaciones futuras.

ORGANIZACION FECHA DEL # DE


ACUERDO DESMOVILIZADOS
M-19 Marzo 1990 900
PRT Enero 1991 200
EPL Febrero 1991 2000
MAQL Mayo 1991 157
CRS Abril 1994 433
FrenteF. GARNICA Junio 1994 150
COMANDOS 25
ErnestoRojas
(CER)
TOTAL 3,865
Fuente: Marco Palacios (1999 : 362). [Nota: No he incluído las milicias de
Medellín por considerar que se trata de un fenómeno de naturaleza
enteramente diferente].

Entre 1989 y 1994 negociaron todos los movimientos guerrilleros de la segunda


generación15 y un importante grupo surgido en los años 60 (el EPL). Hoy por hoy
permanecen activas las FARC (1966) – una guerrilla agrarista-comunista - y el ELN
(1965) una guerrilla foquista pro-cubana rejuvenecida gracias a la incorporación de un
discurso cristiano radical a finales de la década de los 60.

El problema fundamental del modelo de paz parcelada y escalonada en el tiempo


es la continuación de la guerra con unas organizaciones mientras se adelantan
negociaciones con otras. Esta compleja situación, sumada a la necesidad de
combatir simultáneamente al narcotráfico, no deja de plantearle límites y
contradicciones serias a una política de paz coherente. Mientras que por un lado
se trata de tender la mano y hacer las aperturas necesarias para que unos
contendores políticos se sientan incentivados a negociar y finalmente a entrar en
el juego de la política legal, por el otro se cierran puertas, se imponen drásticas
medidas de orden público, en algunos casos se restringen algunos derechos (el
caso de la justicia regional) para combatir a los enemigos del estado que
desbordan sus ofertas de negociación (v.gr. los grupos guerrilleros que insisten en
el enfrentamiento y las organizaciones de narcotraficantes). Esto le impone al
estado colombiano un dilema ineludible y lo obliga a actuar de manera
“esquizofrénica”. Un contexto tan complejo como el del conflicto colombiano se
convierte así en fuente de dualidades dentro del estado: mientras que un sector del
Estado se especializa en la negociación y en abrir las puertas de entrada, otro
sector implora la necesidad de legislación de excepción, de mayores poderes de
emergencia y de restricciones para impedir que otros actores como el crimen
organizado le ganen la batalla al estado.

Adicionalmente, al cerrarse cada etapa de la negociación con un grupo guerrillero,


en ese proceso que hemos denominado escalonado, se escala también el nivel de
las concesiones exigidas por parte del estado para la reincorporación: mientras
que el M-19 y el EPL negociaron luego de un cese al fuego, las actuales
conversaciones deben hacerse en medio de la guerra y el cese al fuego es un
prerequisito ya inpensable. Mientras que el M-19, el EPL, el Quintín Lame y el
PRT centraron la negociación en torno a una amplia reforma política que se
concretó en la nueva constitución de 1991, hoy la agenda incluye una enorme
cantidad de temas más allá y por encima de la reforma política. Al subir cada
escalón se elevan los niveles de exigencia no sólo en torno a las condiciones de la
negociación sino, sobre todo, en el contenido mismo de la agenda a negociar.

 Existe alternativa al modelo de paz parcelada y escalonada?

15
  Ver Pizarro (1996). 
El de Belisario Betancur es el primer gobierno que propone y lleva a cabo un cambio
fundamental en la manera de percibir el conflicto armado y en la forma de concebir las
salidas para el mismo. Se trata no sólamente de un cambio en el discurso:
definitivamente, se trata también de un cambio de actitud liderado por la Presidencia de
la República, que se traduce lenta pero progresivamente en un cambio en la manera de
enfrentar, desde el Estado, tanto el conflicto como la búsqueda de la paz. Para bien o
para mal, Belisario Betancur inaugura un nuevo período en la historia de Colombia, y
todo lo que ha sucedido en este país en materia de paz desde entonces está
necesariamente referido a ese cambio, simbólico y discursivo, pero también real, en la
forma de percibir y de tratar el problema del conflicto armado interno. De Betancur para
acá han pasado ya 18 años y ha corrido “mucha agua (más bien podríamos decir sangre)
debajo del puente”; cada gobierno se ha esforzado por plantear el dilema de la paz
(negociación versus pacificación a la fuerza) de diversa manera y ha luchado por
diferenciarse frente a sus antecesores introduciendo nuevas figuras burocráticas o
haciendo uso de nuevas herramientas jurídicas o políticas. En lo fundamental, sin
embargo, todos, sin excepción, se han mantenido dentro del marco fijado por Betancur: el
conflicto armado es fruto de condiciones internas (políticas, sociales y económicas) que
deben ser enfrentadas a la par con la búsqueda de una salida negociada con los grupos
guerrilleros. El legado de Betancur en este sentido es tan fuerte que, ni siquiera en los
peores momentos de crisis del modelo de paz negociada (1985-1986, 1992-1994, 1996-
1998), ninguno de los gobiernos siguientes se ha atrevido siquiera a cuestionar la
deseabilidad, viabilidad o conveniencia de una salida negociada y a plantear que la
solución puede ser otra, la militar tout court, tal como fue planteado por el antecesor de
Betancur.16

Es indudable que todos los gobiernos desde 1982 han mantenido un hilo de continuidad
que se extiende desde Betancur hasta nuestros días, quizás en respuesta a una opinión
pública que rechaza sistemáticamente a los proponentes de salidas por la fuerza
(Landazábal, Maza Márquez, Bedoya) y premia electoralmente a los más decididos y
audaces proponentes de la paz negociada (incluído nuestro actual presidente, Andrés
Pastrana).Lo cual no deja de ser curioso dados los niveles de violencia y el grado de
exasperación de la población con los niveles de violencia y deterioro institucional. La
pregunta central que surge al realizar este balance es: existe una salida alternativa al
modelo de paz Belisarista?

4. El debate acerca de la relación entre paz y democratización: una hipótesis

Puestas en perspectiva, las condiciones para alcanzar una reinserción exitosa pueden
dividirse en dos subgrupos o categorías. Se trata de dos subconjuntos de condiciones que
hacen posible no sólo la desmovilización de la guerrilla y su conversión en movimiento o
partido político, sino ante todo su perduración en el tiempo y su consolidación en tanto

16
Aquí valdría la pena quizás introducir un leve matiz: solamente a partir de 1992, con el
planteamiento de la “guerra integral” por parte del gobierno de Cesar Gaviria, parece formularse
un distanciamiento claro frente a la “doctrina Betancur”.
oposición política legítima, viable y duradera. Las primeras, absolutamente necesarias
para garantizar la desmovilización y la transición en el corto plazo, son reformas
constitucionales y legales que están directa y explícitamente relacionadas con el régimen
político, el sistema electoral y el sistema de partidos. Se trata de ampliar el sistema y
bajar las barreras de entrada al mismo para hacer atractiva la transformación del aparato
armado en movimiento o partido político legal. En segundo lugar, existe otro conjunto de
condiciones, más del largo plazo, que tienen que ver con la reforma del Estado
(particularmente con la reforma de la justicia y de las fuerzas de seguridad) que pueden
afectar profundamente las posibilidades de consolidación de una oposición de izquierda
duradera y significativa dentro de la sociedad política de estas naciones post-conflicto.
Mientras que las primeras se refieren a la democratización del régimen, las segundas se
refieren a la reconstrucción del Estado que resulta indispensable para la consolidación
tanto de la oposición como de la democracia. Ambas, por supuesto, son condiciones
políticas en el sentido más amplio. Pero mientras que las primeras están directamente
relacionadas con la reforma del sistema político-electoral, las segundas se refieren a la
reforma y reestructuración del aparato del Estado.

 El primer conjunto de condiciones: la democratización del régimen político

En todos los casos donde ha habido reinserciones exitosas resulta evidente que hay una
relación “simbiótica” entre la solución del conflicto armado, por un lado, y la transición y
consolidación de la democracia, por el otro (Arnson, 1999: 2). Por supuesto que las
demandas específicas y los acuerdos negociados a lo largo del proceso de paz, tienen un
contenido particular en cada caso dada la historia del conflicto armado en cada país y las
razones hipotéticas o reales que llevaron a ciertos actores políticos a tomar el camino de
la insurgencia armada. Pero en general sigue siendo válido afirmar que la liberalización y
la democratización del régimen político es requisito sine qua non para garantizar el éxito
de los acuerdos y el inicio de la reinserción de los actores armados rebeldes.

Resulta obvio que la negociación y la reinserción exitosa de un actor armado en el


proceso político de una nación requiere, como condición necesaria e indispensable, la
democratización del régimen político. En caso de encontrarnos ante un régimen
autoritario, y mientras que el régimen continúe siendolo (aún si hace algunas concesiones
o inicia algún proceso de liberalización con el fin de legitimarse), no hay lugar a la
reinserción de los grupos alzados en armas (siempre y cuando éstos se definan, de alguna
manera, como enemigos políticos del régimen). En esta situación solo caben dos
alternativas: o el actor armado logra el derrocamiento del régimen gracias a una victoria
revolucionaria (como en Cuba, o Nicaragua), o el régimen logra el aniquilamiento del
enemigo político armado por la vía militar, el desmantelamiento progresivo de la
organización gracias a métodos de inteligencia policial o alguna combinación de las
anteriores (como en el Perú de Fujimori contra Sendero Luminoso y el MRTA). Dicho de
otra manera: en un régimen autoritario, no hay lugar a la reincorporación exitosa de un
contendor armado.

Es así cómo la democratización del régimen político se convierte en condición


indispensable para la reinserción de los actores armados, es decir, es condición necesaria
para poner fin a los conflictos armados internos y para la reinserción de los actores
armados en el proceso político institucional. Resulta importante anotar que en este
proceso de ampliar el sistema político y asegurar la representación de sectores hasta la
fecha excluídos de la sociedad política17, es preciso no sólo hacer lugar para la
representación de la izquierda (normalmente a través de la reincorporación de la guerrilla
y su reconversión en partido político) sino también para la reconversión e
institucionalización de la derecha, evitando así el deslizamiento de los sectores que
ideológicamente se sitúan a la derecha del espectro político hacia posiciones
extrainstitucionales y las tentaciones que conformar grupos de justicia privada,
escuadrones de la muerte, de limpieza social, etc. Es decir, la ampliación del sistema
político debe dar cabida tanto a la izquierda como a la derecha y proveer por una
institucionalización de ambos polos.18

Sin embargo, tal democratización (entendida básicamente como la extensión de las


libertades y derechos civiles y políticos básicos a la totalidad de la población y la
realización de elecciones abiertas, libres, competitivas y limpias para ocupar los
principales cargos del Estado)19, es condición necesaria pero no suficiente para el
establecimiento de una “paz firme y duradera”20. Para consolidar los logros de los
procesos de negociación y reincorporación en el largo plazo y garantizar su perduración
en el tiempo es además necesario avanzar en la construcción/reconstrucción de un Estado
capaz de proveer las bases institucionales para el adecuado funcionamiento de la
democracia. En otras palabras, es preciso avanzar hacia el logro de un adecuado
funcionamiento del “Estado de derecho”.

 El segundo conjunto de condiciones: la reconstrucción de un Estado democrático

Ahora bien, la construcción/reconstrucción de un estado democrático de derecho parece


más difícil que el establecimiento de los procedimientos necesarios para asegurar la
realización de elecciones competitivas, libres y limpias. Sin embargo, ambas tareas son
esenciales para la consolidación de la democracia y de una paz firme y duradera.

En lo referente al estado, cabe hacer mención de la necesidad de monopolizar en sus


manos el uso de la coerción como condición previa y respaldo último de su autoridad
para crear y sostener un orden normativo de carácter democrático, vinculante para toda la
sociedad. En palabras de Rueschemeyer, Stephens y Stephens : allí “donde la
consolidación de esta autoridad del Estado está seriamente en cuestión, donde es
desafiada por el conflicto armado y donde su logro es incierto, las formas democráticas
de gobierno son imposibles”21. De allí la urgente necesidad de recuperar el control sobre
17
El término “sociedad política” se utiliza aquí en el sentido opuesto y complementario al de
sociedad civil, como sinónimo de “sistema de representación”, o de “estructura político – partidaria”.
18
En El Salvador esto se ha logrado con la creación de los partidos
19
Ver Guillermo O’Donnell, “Democracy, Law and Comparative Politics”, The Kellogg Institute for
International Studies, University of Notre Dame, Working Paper # 274, April 2000.
20
La expresión ha sido retomada de los acuerdos de paz firmados en Guatemala que la llevaban,
significativamente, como título.
21
Dietrich Rueschemeyer, Evelyn H. Stephens y John D. Stephens, Capitalist Development and
Democracy, Chicago, University of Chicago Press, 1992, pg. 67.
el uso de la fuerza mediante la construcción de un brazo armado profesional para el
estado. Sin embargo, una vez consolidado el monopolio del uso de la fuerza, el peso de
los aparatos de coerción dentro de la estructura estatal y el tipo de relación que sostienen
con la sociedad, son fundamentales para alimentar o minar las posibilidades de la
democratización. De allí que también sea necesario subordinar a los militares al poder
civil y reafirmar la autoridad de éste último en todas las materias concernientes a la
defensa y la seguridad.

Por otro lado, el estado debe también fortalecerse con el fin de respaldar, mediante la
aplicación efectiva de la ley, un orden normativo colectivo predecible. La capacidad de
las organizaciones estatales para garantizar los derechos y libertades constitucionales y
poner en vigencia la ley resulta absolutamente indispensable para el ejercicio de la
ciudadanía y la democracia. Por ello resulta tan importante fortalecer el aparato de
justicia y garantizar su independencia y eficacia.

Finalmente, la despolitización del estado en términos de la creación de una burocracia


meritocrática independiente de los gobernantes de turno y la ampliación de su capacidad
para extraer y administrar recursos, resultan cruciales para los fines de fortalecer el
“poder infraestructural” del Estado, es decir “la capacidad del Estado para penetrar
efectivamente la sociedad civil y para implementar logísticamente las decisiones políticas
a todo lo largo del territorio bajo su jurisdicción”.22

Este fortalecimiento de lo que Michael Mann llama el “poder infraestructural” del Estado
resulta crucial para el cumplimiento de las tareas de largo plazo contenidas en el proceso
tanto de reinserción como de democratización. En suma, el proceso debe apuntar hacia la
construcción/reconstrucción de un estado liviano pero eficaz, “capaz de crear sólidas
raíces para las reglas del juego democrático, de resolver en forma progresiva las
principales cuestiones de equidad social, y de generar condiciones para tasas de
crecimiento económico apropiadas con el fin de sostener los avances en las áreas tanto de
la democracia como de la equidad social”.23

Si bien las tareas de democratización del régimen y de reconstrucción/fortalecimiento del


estado pueden iniciarse de manera simultánea, es preciso anotar que mientras que las
primeras pueden llevarse a cabo en el corto o mediano plazo, las segundas implican
transformaciones del largo plazo. Además es preciso anotar que las primeras son
transformaciones que son susceptibles en buena medida de la manipulación intencionada
de los actores políticos, mientras que las segundas no son objeto fácil de reforma
mediante la ingeniería institucional y dependen de una serie de variables sociales y
económicas más estructurales y de difícil modificación. Es por eso que se puede plantear
una secuencia que va de la liberalización a la transición, como prerequisitos
indispensables para el éxito de la negociación y la reinserción, hasta el fortalecimiento de

22
La cita es de Michael Mann, “The Autonomous Power of the State”, en Archives Européenes de
Sociologie, Tomo XXV, No. 2, 1984, pg. 189.
23
Guillermo O’Donnell, “On the State, Various Crises and Problematic Democratizations”,
preliminary draft, Helen Kellogg Institute for International Studies, University of Notre Dame and
CEBRAP, March 1992, pg. 6.
un estado democrático, como parte del proceso de consolidación tanto de la paz como de
la democracia. Sin duda la segunda es la fase más difícil, la que está previsiblemente más
llena de dificultades, la más amenazada. Paradójicamente, también es a la que se presta
menos atención, tanto en el análisis, como en los programas de asistencia y cooperación
internacional. El énfasis de estos no debería estar puesto solamente en las condiciones
necesarias para asegurar una finalización del conflicto armado, sino en garantizar las
condiciones para el establecimiento y mantenimiento de una paz firme y duradera. Eso
implica un esfuerzo consistente y prolongado en tareas de largo aliento que están
asociadas a la construcción/reconstrucción de los estados en naciones post-conflicto.

En Colombia, una vez culminada la parte más importante de la reforma política y luego
de la reinserción de cinco grupos guerrilleros significativos (M-19, EPL, PRT, MAQL y
CRS), se hace evidente la insuficiencia de tal reforma para dar fin al conflicto armado: lo
que surge a la luz luego de la reforma del régimen es la necesidad urgente de dar paso a
las reformas del segundo tipo, es decir aquellas que conducen a la reestructuración,
democratización y fortalecimiento del estado de derecho. En este punto coinciden los
casos de Colombia con los de El Salvador y Guatemala. Aunque se podría argumentar
que éstos últimos le llevan una ventaja a Colombia: en el sentido de que emprenden estas
reformas en un contexto post-conflicto, cuando ya hay desmovilización de la guerrilla y
se ha iniciado el proceso hacia su reinserción. Por el contrario, Colombia debe iniciar tal
proceso en medio de las negociaciones con la guerrilla; de tal suerte que el proceso de
negociación incluye como parte sustancial de la agenda, la realización de esas reformas.

La gran diferencia entre Colombia y El Salvador o Guatemala es evidentemente que,


mientras que en los dos últimos casos se trata de regímenes militares autoritarios (hasta
mediados de los 80, al menos), en Colombia desde 1958 hata 1974 se da una democracia
limitada y a partir de 1974 una democracia sin limitaciones formales, aunque con algunas
restricciones que perduran luego de finalizado el período conocido como el Frente
Nacional (1958 – 1974). A diferencia de El Salvador y de Guatemala, Colombia no está
abocada a recorrer, simultáneamente el camino de la transición hacia la democracia y el
de la negociación del conflicto armado. En Colombia, por lo tanto, las demandas de la
guerrilla — más que exigir una transición de un régimen (autoritario) a otro
(democrático) —, giran en torno a la eliminación de una serie de herencias institucionales
perversas que limitan, restringen, constriñen el funcionamiento del régimen democrático
(las cuales son finalmente eliminadas con la reforma constitucional de 1991). En
consecuencia, giran también en torno a la necesaria ampliación del sistema político, y la
profundización de la democracia (creación de nuevos mecanismos de participación,
nuevos escenarios para la representación, creación y fortalecimiento de mecanismos de
control -horizontal y vertical - democrático y rendición de cuentas por parte del estado).

En síntesis, mientras que las luchas armadas en Centroamérica tienen como principal
objetivo obligar a la transformación de regímenes militares autoritarios y garantizar la
transición a la democracia por primera vez en la historia de estos países, en Colombia las
luchas guerrilleras se dan en el marco de un régimen que ya ha transitado hacia la
democracia, y tienen como principal objetivo la eliminación de las herencias autoritarias
y los elementos que impiden la consolidación de esa democracia Lo prolongado del
conflicto colombiano atestigua, por el contrario, los enormes vacíos y problemas del
régimen colombiano y la larga marcha a la consolidacion democrática.

Pese a haber culminado su transición democrática hace más de cuatro décadas, Colombia
comparte con los casos centroamericanos el desafío de llevar a cabo las reformas de
segundo tipo: es decir, reconstruir un estado capaz de garantizar tanto una paz duradera
como la consolidación de la democracia. Sin necesidad de entrar en detalles de tipo
histórico, es posible afirmar que si bien el proceso de formación del estado colombiano
ha sido muy diferente al de los estados centroamericanos 24, Colombia enfrenta a
comienzos del siglo XXI tareas similares a las que enfrentan los incipientes estados
centroamericanos; entre ellas se cuentan la diferenciación entre fuerzas militares y de
policía, la reorientación del ejército hacia tareas de defensa externa, la civilización de los
cuerpos de policía, la eliminación de cualquier organismo de seguridad autónomo del
poder civil, la reconstrucción del aparato de justicia, el fortalecimiento de su capacidad
para resolver los conflictos entre ciudadanos así como para proteger a éstos últimos frente
a los potenciales abusos por parte de los agentes del Estado, la racionalización y
humanización del sistema carcelario, etc.

 Implicaciones para la construcción de una agenda de negociación: las lecciones de


Guatemala y El Salvador

Como consecuencia de las reformas políticas adelantadas entre 1982 y 1994, en


Colombia ya la reforma político-electoral no forma parte sustancial de la agenda de
negociación. Sin embargo, hay todavía un amplio margen para negociar las reformas de
segundo tipo, atinentes a la reestructuración, democratización y fortalecimiento del
Estado, en lo cual Colombia coincide con los casos salvadoreño y guatemalteco. Ante
todo, es preciso recuperar el monopolio del uso de la fuerza, a la vez que se disciplina y
se controla al brazo armado del estado, y se fortalece el poder civil.

En El Salvador, por ejemplo, la reforma más sobresaliente a este respecto tiene que ver
con el acuerdo para reducir el tamaño del ejército, lo cual se logró en más o menos un
año, al pasar de 55,000 hombres a 29,000, es decir una reducción de cerca del 50 % de su
tamaño original. De manera simultánea, además de reducir el tamaño de las Fuerzas
Armadas, se buscaba purgarlas de aquellos oficiales comprometidos en violaciones de
derechos humanos. Esta segunda tarea, estrechamente vinculada con las exigencias
relativas a la defensa de los derechos humanos, resulta mucho más difícil de llevar a cabo
por cuanto implica no sólo un cierto enfrentamiento con el poder militar, sino además la
reconstrucción y el fortalecimiento del aparato de justicia. En todo caso, se trata de
avanzar hacia el logro de subordinar a los militares al poder civil, a la par con la
afirmación de la autoridad por parte de éste último en todos los aspectos de la actividad
militar: desde los asuntos internos meramente administrativos, pasando por la
formulación de políticas, hasta la sanción judicial de los delitos cometidos por sus
miembros.

24
A propósito ver Robert G. Williams, States and Social Evolution. Coffee and the Rise of
National Governments in Central America, Chapel Hill and London, The University of North Carolina
Press, 1994.
Por otra parte, se acordó distinguir las funciones de defensa de aquellas de seguridad
pública, una distinción que lleva implícita la separación institucional de la policía con
respecto a las fuerzas militares25 y la necesidad de desvincular a la policía de cualquier
función que implique su militarización. Así, entonces, se creó una Policía Nacional Civil
independiente de las Fuerzas Armadas y ajena a toda actividad partidista, así como una
Academia Nacional de Seguridad Pública.

Esta diferenciación de las fuerzas militares implica, además, la reorientación de las


mismas hacia funciones relacionadas únicamente con la defensa del territorio y la
soberanía, y totalmente ajenas a la conducción de los asuntos de gobierno o el despliegue
de funciones de seguridad y orden público internos. Igualmente, exige la eliminación de
todos los demás cuerpos de seguridad militarizados como la Guardia Nacional y la
Policía de Hacienda.

Por otro lado están las reformas destinadas a la protección y defensa de los derechos
humanos. Esta area es notoria por su relativo fracaso en cuanto a las condiciones pactadas
en los acuerdos de paz. Pese a haber constituído una Comisión de la Verdad con amplios
poderes para señalar a los responsables de las violaciones de derechos humanos durante
la guerra, en 1993 el partido de gobierno (ARENA) logró la aprobación en la Asamblea
Legislativa de una generosa amnistía que cubre a todos los responsables. En esta medida,
la amnistía logró contrarrestar las recomendaciones hechas por la Comisión de la Verdad.

En lo que respecta a la defensa de los derechos humanos, si bien la amnistía puede ser
una medida que facilite en un principio la reconciliación y la reinserción de la guerrilla,
en el mediano plazo puede convertirse en un nuevo aliciente para reanudar los ciclos de
impunidad y la violencia que viene aparejada con ella. La justicia no puede ser vista
únicamente como un asunto a resolver hacia el futuro; la asignación de responsabilidades
y el castigo de los responsables por los hechos pasados se constituye en la piedra angular
de la lucha contra la impunidad y el fortalecimiento de un aparato judicial credible y
eficaz.

Por otro lado, y para fortalecer las instituciones estatales encargadas de la protección de
los derechos humanos, se acordó la creación de una Procuraduría para la Defensa de los
Derechos Humanos. Finalmente, en un esfuerzo por contrarrestar una previsible oleada
de crímenes en la fase post-conflicto, se acordó instituír algunas medidas para el control
de armas de fuego

En cuanto a la reforma y fortalecimiento del aparato de justicia, en el caso salvadoreño se


acordaron varias reformas: en primer lugar, la Creación de un Consejo Nacional de la
Judicatura, encargado de nombrar a los jueces y de presentar a los candidatos para
conformar la Corte Suprema de Justicia, quienes a su vez serán elegidos por la Asamblea
Legislativa en proporciones de dos tercios cada nueve años. El efecto deseado es, por
supuesto, garantizar la independencia de la rama judicial, la calidad de los jueces y
magistrados, y la creación de una carrera judicial. Adicionalmente, la Comisión de la
25
Separación que requiere una enmienda constitucional.
Verdad hizo varias recomendaciones dirigidas hacia el fortalecimiento e independencia de
la rama judicial y la protección de los derechos individuales. Entre estas se cuentan la
necesidad de enjuiciar a los oficiales militares acusados de violaciones a los derechos
humanos; reemplazar a los magistrados de la antigua Corte Suprema de Justicia; purgar a
los jueces incompetentes y deshonestos; promover el acceso de todos los ciudadanos a la
justicia; garantizar el debido proceso; aprobar un nuevo código penal y un nuevo código
de procedimiento penal.

Finalmente, y de manera muy interesante, los acuerdos para la reestructuración del estado
salvadoreño le han otorgado una especial importancia a la necesidad de revitalizar y
democratizar la política en el nivel local. Por un lado, por cuanto la reconciliación local
resulta clave para la durabilidad del proceso de consolidación de la paz. Por el otro,
porque el FMLN consideró, acertadamente, que la construcción de un nuevo partido
político necesariamente pasaba por la legalización y reafirmación de sus bases de poder
local. Es así como logró que la prioridad en la entrega de tierras le fuera asignada a sus
combatientes y a la población en las zonas bajo su control; en algunos casos, se logró una
administración local compartida; y finalmente, se hizo énfasis en la legalización y
reconocimiento de las organizaciones locales creadas a lo largo del conflicto.

Es así como, la reforma de las fuerzas armadas y del aparato de seguridad, la reforma y
fortalecimiento de la justicia, y la descentralización del estado, se convierten en el caso
salvadoreño en las tres grandes áreas de reestructuración del Estado que deben respaldar,
necesariamente, el proceso de consolidación democrática en el nivel del régimen político.
En el balance final, es preciso decir que el proceso salvadoreño ha sido exitoso en la
generación de un espacio significativo para el ejercicio de la oposición política y que
también ha logrado una reducción sensible del número de violaciones a los derechos
humanos. Todavía resta mucho camino por andar antes crear las condiciones que
permitan un ejercicio pleno de los derechos políticos y civiles por parte de todos los
salvadoreños. Sin embargo, algo se ha avanzado en este campo.

Ahora veamos qué lecciones se derivan del caso guatemalteco. Una primera gran área de
reforma, clave en situaciones post-conflicto, abarca la recuperación del monopolio de los
medios de coerción, pero además implica la creación de mecanismos para disciplinar y
controlar a sus detentadores. En este sentido, los acuerdos firmados en Guatemala
propusieron una serie de reformas claves: entre ellas, la necesidad de reducir el tamaño
del ejército en un 33% y la proporción de dineros públicos destinados al gasto militar; la
necesidad de reorientar la función de las Fuerzas Militares hacia la defensa nacional 26; la
necesidad de crear una sola Policía Nacional Civil, con funciones diferenciadas frente al
ejército y dependiente del Ministerio de la Gobernación; la necesidad de eliminar todos
los aparatos de seguridad del Estado especializados en funciones puramente represivas
(como el Estado Mayor Presidencial o la Policía Militar Ambulante); la necesidad de
eliminar igualmente todos los aparatos de seguridad privada creados durante la guerra
contra las guerrillas (mediante la derogación del decreto de creación de los Comités
Voluntarios de Defensa Civil) y la regulación de las empresas privadas de seguridad; la

26
En opinión de Luis Pásara, éste, junto con el de la justicia, son los dos únicos temas que ameritan
una reforma constitucional en Guatemala. Entrevista, Notre Dame, 22 de noviembre de 2000.
necesidad de recuperar para el poder civil el manejo de las políticas relacionadas con la
defensa y la seguridad mediante consejos asesores a nivel nacional (Consejo Asesor de
Seguridad y Secretaría de Análisis Estratégico), el nombramiento de un Ministro de
Defensa Civil, y la creación de un servicio de inteligencia civil dependiente también del
Ministerio de la Gobernación; la regulación del porte de armas y, por último, la
promoción de la participación ciudadana en asuntos de seguridad pública a través de
figuras como las Juntas Locales de Seguridad.

Una segunda gran área que requiere la reestructuración democrática del Estado es aquella
que se refiere a la defensa y promoción de los derechos humanos en todo el territorio
nacional. En tal sentido, los acuerdos guatemaltecos contemplaban el fortalecimiento de
algunas instituciones existentes como la Procuraduría de Derechos Humanos,
garantizando su autonomía e independencia, así como la de los demás órganos judiciales
y la del Ministerio Público. Por otro lado, y con el fin de lograr ciertas reformas como la
del código penal, es necesaria además de la acción del ejecutivo, la cooperación con el
poder legislativo. Adicionalmente, y de manera complementaria con el punto anterior,
resulta necesario eliminar todo cuerpo de seguridad paralelo, ilegal o clandestino, además
de todos aquellos que aún oficiales, cumplan meramente funciones represivas.
Finalmente, por supuesto, la regulación del porte y uso de armas se hace imperativo.

Hacia el futuro, se trata de garantizar para todos los ciudadanos, el acceso a y el disfrute
de los derechos y libertades civiles y políticas que constituyen la base del ejercicio de la
ciudadanía y la democracia. Retrospectivamente, sin embargo, y puesto que se trata de
una situación post-conflicto armado, se debe también garantizar la asistencia y el
resarcimiento a las víctimas de la violencia anterior. Con este fin primordial se creó la
Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH). Con un mandato mucho más estrecho
que el de la Comisión de la Verdad salvadoreña 27, sin embargo, el efecto de las
conclusiones de la CEH ha sido mínimo: actualmente sólo se encuentran en marcha 3 o 4
procesos judiciales por masacres. Los demás casos, o bien no se han aireado ante la
justicia, o han sido objeto de alguna de las leyes de amnistía y reconciliación nacional
aprobadas en los últimos años.

Esta es quizás una de las áreas en que se han dado menos avances en el caso
guatemalteco, pese a ser crucial para una reconciliación definitiva y una paz duradera.
Sin embargo, como en tantos otros casos28, la reconciliación en el corto plazo implicó en
Guatemala la necesidad de posponer la resolución de los casos más flagrantes de
violación de los derechos humanos. Ambas partes —tanto el gobierno como la guerrilla
—‚ jugaron un papel en la decisión de enterrar estos casos y dejarlos en el pasado, “un
pasado con el cual no se ha decidido qué hacer”, en palabras de Luis Pásara 29. Más que la
escasez de recursos materiales, humanos y técnicos disponibles para la recolección de
pruebas judiciales (que constituyen un gran obstáculo, sin duda), la falta de capacitación

27
En el sentido en que la CEH podía esclarecer hechos o procesos pero no podía señalar a nadie en
particular como culpable.
28
Aquí se piensa ante todo en el Cono Sur (Chile, Argentina y Uruguay), pero también en la Europa
de la posguerra.
29
Ver entrevista, Notre Dame, Noviembre 22 de 2000.
de los miembros del aparato de justicia (que también es un obstáculo) o la debilidad del
sistema judicial en general, es este supuesto acuerdo para silenciar el pasado el que
amenaza la resolución de los casos de violación de los derechos humanos en Guatemala.
No obstante, y aquí está la amenaza potencial, lo más probable es que el tema vuelva a
resucitar, ocasionando nuevas dificultades para la consolidación de la paz y la
democracia, una o dos décadas más tarde, como también ha sucedido en Chile o
Argentina post-transición.

De lo anterior se deduce que la principal tarea que enfrenta Guatemala y en consecuencia


otros casos de sociedades post-conflicto en la lucha contra la impunidad. Sin embargo,
como ya lo vimos en el apartado anterior, los requerimientos políticos de la transición
conspiraron para impedir el juzgamiento y la sanción de los responsables involucrados en
violaciones a los derechos humanos. Tales medidas no hacen más que alimentar el ciclo
impunidad – justicia privada – impunidad que está detrás de la violencia recurrente. La
única forma de poner fin a los círculos viciosos engendrados por la violencia impune
consiste en señalar y reconocer a los responsables, y castigarlos o perdonarlos según sea
la última decisión de la sociedad. Pero si es cierto que sin verdad no hay justicia, también
es cierto que sin justicia, la verdad no sirve a la reconciliación sino a la venganza.

Aparte de garantizar el fin de la impunidad, y para evitar reincidencias en el futuro, se


requiere de reformas al código penal con el fin de eliminar los fueros especiales o las
jurisdicciones privativas, así como para tipificar algunos delitos como la desaparición
forzada y la ejecución sumaria. Por otra parte, se requiere dotar a la rama judicial de los
recursos materiales, humanos y técnicos necesarios para una prestación eficaz del
servicio de justicia. En este aparte deben considerarse temas como la formación
universitaria de los abogados, la carrera judicial, 30 la modernización técnica del aparato
judicial, el fortalecimiento de su capacidad para recolectar las pruebas, la protección de
los jueces y el mejoramiento de la capacidad administrativa de la rama. Por último, hace
falta también una reforma y readecuación del sistema penitenciario.

Colombia comparte con Guatemala y El Salvador buena parte de los retos de las
situaciones post-conflicto, aún a pesar de no haber logrado todavía la solución negociada
del conflicto armado interno. En primer lugar, resulta prioritario el desmonte de todos los
grupos de justicia privada — v.gr. las autodefensas, los paramilitares, los escuadrones de
la muerte, los grupos de limpieza, las bandas de sicarios, etc. — que han proliferado en el
caso colombiano a lo largo de las últimas dos décadas. En segundo lugar, resulta urgente
enfrentar la cuestión de la delincuencia común y el aumento desmedido de las tasas de
criminalidad (El Salvador, Guatemala y Colombia ostentan hoy en día las tasas de
homicidios mas altas del continente). Para el logro de ambos objetivos es fundamental la
reconstrucción de una policía nacional civil, desmilitarizada, independiente del ejército,

30
A juicio de Luis Pásara, un experto en reforma judicial, uno de los temas que realmente requiere
de una reforma constitucional en Guatemala es el tema de la inexistencia de una carrera judicial. Según la
constitución actual, todos los jueces deben ser cambiados cada cinco años, con lo cual se impide la
formación de una carrera judicial. Hasta ahora, la ley de carrera judicial ha subsanado hasta donde es
posible este problema, pero su resolución definitivamente requiere de una reforma constitucional.
Entrevista, Notre Dame, 22 de noviembre de 2000.
profesional y dotada de los medios para actuar, así como de la reconstrucción de un
aparato de justicia imparcial y eficaz.

Esta segunda fase del proceso de reinserción resulta más difícil por varias razones: en
primer lugar, porque la sola sedimentación de las reformas políticas logradas en la
primera fase requiere tiempo y maduración. En segundo lugar y de manera más relevante,
porque la segunda fase implica transformaciones “estructurales” de ciertas instituciones
del Estado (como las Fuerzas Armadas, de policía, de seguridad y el aparato Judicial) que
no son tan susceptibles de manipulación a través de la ingeniería institucional como sí lo
puede ser el sistema electoral. Más aún: la “democratización del Estado” no sólo requiere
la eliminación de los elementos perversos heredados del pasado, que lograron sobrevivir
a la transición; también requiere de la construcción/reconstrucción de instituciones aptas
para respaldar el proceso democrático: un ejército subordinado al poder civil, una policía
civil, una justicia eficaz, un régimen carcelario que respete los derechos humanos, una
burocracia despolitizada y eficaz, etc. No se trata, por lo tanto, sólo de remover
obstáculos, eliminar enclaves autoritarios, aniquilar enemigos dentro del Estado mismo;
sino también y fundamentalmente de construir y reconstruir instituciones. Lo cual resulta
tanto más difícil, puesto que requiere tiempo, asistencia y recursos.

Tanto la sociedad doméstica como la comunidad internacional deben tener en cuenta la


magnitud de los recursos que amerita un proceso de recontrucción institucional que habrá
de tomar por lo menos diez o quince años más, luego de la firma de los acuerdos. Dichos
recursos deberían provenir, también, de una mayor extracción interna, lo cual requiere la
ampliación de la base tributaria, el aumento de la capacidad administrativa del Estado
para recolectar y gestionar estos recursos, y la disminución o eliminación del uso privado
de los recursos públicos, factor que afecta de manera drástica la disposición de pagar
impuestos por parte de los sectores aptos para tributar en América Latina. Todo esto,
como es obvio, implica un relativo fortalecimiento del Estado en todos los casos
mencionados.

Todo proceso de paz exitoso involucra al menos dos fases: una de negociación (cuya
duración es variable) y otra de consolidación de la paz en la situación post-conflicto que
debe tomar al menos una o dos décadas. La mayor parte de los estudios se han
concentrado en la primera y han abandonado la necesidad de reflexionar a fondo sobre
los requerimientos de la segunda, la cual es esencial para evitar una recurrencia del
conflicto. La participación de la comunidad internacional y la ayuda financiera
internacional han sufrido de este mismo tipo de “miopía”. El desafío más grande es, a
nuestro juicio, la necesidad de reconstruir un estado democrático de derecho. Esto no sólo
toma tiempo sino que exige una buena dosis de recursos, quizás mayor que la que exige
la reinserción inmediata de los combatientes y la verificación de los acuerdos de corto
plazo. Hasta ahora, sin embargo, no está claro quiénes ni con cuántos recursos están
dispuestos a acompañar a Colombia en la realización de tamaña tarea.
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