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No cabe duda que también debe tenerse en cuenta el movimiento de ideas que
circulan por aquel entonces entre los intelectuales franceses: la influencia del
racionalismo y del iluminismo, cuyos exponentes hacen crítica de las
autoridades y de los juicios consagrados, que hacen perder el prestigio de
instituciones como la monarquía absoluta y la iglesia. El iluminismo le aporta a
la revolución una filosofía política, una propaganda literaria y una doctrina
constitucional. La monarquía absoluta, de derecho divino se muestra incapaz de
asimilar y adaptarse a las nuevas realidades y se llega entonces a una crisis
institucional que intenta superar con reformas insuficientes que desencadenan
la crisis final del Estado. El malestar comienza en una aristocracia desfasada
que lleva a la burguesía a hacer la revolución que le dará el poder.
En 1788 hay en París 80.000 desocupados. El precio del pan, ante el fracaso de
la cosecha de trigo se había duplicado e implicaba el 50% de las entradas de la
gente pobre. El gobierno está en bancarrota y en esta crisis financiera influyó
su decisión de apoyar económicamente a las colonias norteamericanas en su
guerra de independencia del Reino Unido. Esta guerra generó una deuda en el
erario francés que terminó rompiendo el espinazo de la monarquía.
En 1787 el rey Luis XVI de la dinastía de los Borbones convoca una Asamblea
de Notables con la esperanza de que los magnates del reino aceptaran una
carga mayor del déficit fiscal. El alto clero y los nobles de espada (los dos
sectores más favorecidos de la sociedad de órdenes francesa) apoyan
reticentemente al monarca, a cambio de retener sus privilegios. En cambio la
oligarquía judicial, inspirada en la filosofía iluminista y la revolución
norteamericana proponen una revisión fiscal y una reforma gubernamental.
Las ideas liberales formuladas por filósofos y economistas son propagadas por
la francmasonería. Los filósofos son responsables de la revolución, que sin
embargo podría haber estallado sin ellos. Pero fueron ellos los que le otorgan la
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La producción de sal constituía un monopolio oficial. Cada habitante debía comprar anualmente por lo
menos 7 libras de sal. El costo de producción sumado a la pesada carga impositiva implicaba que el
precio de la sal para el consumidor fuera 50 ó 60 veces mayor que el verdadero valor de la sal.