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CUENTOS, HISTORIAS
Y FÁBULAS
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Primera edición

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723


MARQUÉS DE SADE

CUENTOS, HISTORIAS
Y FÁBULAS
EL ALCAHUETE CASTIGADO

D
URANTE LA REGENCIA ocurrió en París
un hecho tan singular que aún hoy en
día puede ser narrado con interés; por
un lado, brinda un ejemplo de misterioso libertinaje
que nunca pudo ser declarado del todo; por otro, tres
horribles asesinatos, cuyo autor no fue descubierto
jamás. Y en cuanto a... las conjeturas, antes de pre-
sentar la catástrofe desencadenada por quien se la
merecía, quizá resulte así algo menos terrible.
Se cree que el señor de Savari, solterón maltrata-
do por la naturaleza1, pero rebosante de ingenio, de
agradable trato y que congregaba en su residencia de
la calle Déjeuneurs a la mejor sociedad posible, había
tenido la idea de prestar su casa para un género de
prostitución realmente singular. Las esposas o las
hijas, de elevada posición exclusivamente, que desea-
ban gozar sin complicaciones y a la sombra del más
profundo misterio de los placeres de la voluptuosidad
podían encontrar allí a un cierto número de asociados
dispuestos a satisfacerlas, y esas intrigas pasajeras no
tenían nunca consecuencias; una mujer recogía en

1 Era un lisiado, sin piernas. (Nota del autor.)


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ellas sólo las flores sin el menor riesgo de las espinas


que con tanta frecuencia acompañan a esa clase de
arreglos cuando van tomando el carácter público de
una relación regular. La esposa o la jovencita se en-
contraban de nuevo al día siguiente en sociedad al
hombre con el que habían tenido relaciones la víspera
sin dar a entender que le reconocían y sin que él, a su
vez, pareciera distinguirla entre las restantes damas,
gracias a lo cual nada de celos en las relaciones, nada
de padres irritados, ni de separaciones, ni de conven-
tos; en una palabra, ninguna de las funestas secuelas
que traen consigo asuntos de esa índole. Resultaba
difícil encontrar algo más cómodo y sin duda sería
peligroso ofrecer en nuestros días este plan; habría
que temer con sobrada razón que este relato pudiera
sugerir la idea de volver a ponerlo en práctica en un
siglo en que la depravación de ambos sexos ha des-
bordado todos los límites conocidos, si no presentá-
ramos, al mismo tiempo, la cruel aventura que sirvió
de escarmiento a aquel que lo había concebido.
El señor de Savari, autor y ejecutor del proyecto,
que se conformaba, aunque muy a gusto, con un
único criado y una cocinera para no multiplicar los
testigos de los excesos de su mansión, vio una maña-
na cómo se presentaba en su casa cierto individuo
amigo suyo para rogarle que le invitara a comer:
–Diablos, con mucho gusto –le contesta el señor
de Savari–, y para demostraros el placer que me pro-
porcionáis, voy a ordenar que os saquen el mejor vino
de mi bodega.
–Un momento –responde el amigo cuando el
criado ha recibido ya la orden–, quiero ver si La Brie
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nos engaña..., conozco los toneles, voy a seguirle y a


comprobar si realmente coge el mejor.
–Muy bien, muy bien –contesta el dueño de la
casa siguiendo, perfectamente la broma–; si no fuera
por mi penoso estado, yo mismo os acompañaría,
pero así me haréis el favor de ver si ese bribón no nos
induce a error.
El amigo sale, entra en la bodega, coge una pa-
lanca, mata a golpes al criado, sube en seguida a la
cocina, deja en el sitio a la cocinera, mata hasta a un
perro y a un gato que encuentra a su paso, vuelve a la
alcoba del señor de Savari que, incapaz por su estado
de ofrecer la menor resistencia, se deja asesinar como
sus sirvientes, y este verdugo implacable, sin turbarse,
sin sentir el más mínimo remordimiento por la acción
que acaba de perpetrar, detalla tranquilamente en la
página en blanco de un libro que halla sobre la mesa
la forma en que la ha llevado a cabo, no toca cosa
alguna, no se lleva nada, sale de la casa, la cierra y
desaparece.
La casa del señor de Savari era demasiado fre-
cuentada para que esta atroz carnicería no fuera des-
cubierta enseguida; llaman a la puerta, nadie contes-
ta, y convencidos de que el dueño no puede hallarse
fuera rompen las puertas y descubren el espantoso
estado de la residencia de aquel desdichado; no con-
tento con legar los detalles de su acción al público, el
flemático asesino había colocado sobre un péndulo,
adornado con una calavera que ostentaba como lema:
«Contempladla para enmendar vuestra vida», había
colocado, repito, sobre esta frase un papel escrito en el
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que se leía: «Ved su vida y no os sorprenderéis de su


final».
Una aventura semejante no tardó en provocar un
escándalo; registraron por todas partes y el único
objeto que encontraron que guardara alguna relación
con esta cruel escena fue la carta de una mujer, sin
firma, dirigida al señor de Savari y que contenía las
palabras siguientes:
«Estamos perdidos, mi marido acaba de enterarse
de todo, pensar en el remedio, sólo Paparel puede
aplacar su espíritu; haced que hable con él, si no, no
hay ninguna salvación.»
Un tal Paparel, tesorero del extraordinario de la
guerra, hombre amable y con buenas relaciones, fue
citado: admitió que visitaba al señor de Savari, pero
que, de más de cien personas de la ciudad y de la
corte que acudían a su casa, a la cabeza de las cuales
podía colocarse el señor duque de Vendôme, él era de
todas ellas uno de los que menos le veía.
Varias personas fueron detenidas y puestas en li-
bertad casi enseguida. Pronto se supo bastante como
para convencerse de que aquel asunto tenía ramifica-
ciones innumerables que, al comprometer el honor de
los padres y maridos de la mitad de la capital, iban a
desacreditar públicamente a un infinito número de
personas de la más alta alcurnia, y, por primera vez en
la vida, en unas cabezas de magistrados la prudencia
reemplazó a la severidad. En eso quedó todo y, por
tanto, la muerte de aquel desdichado, demasiado
culpable sin duda para ser llorado por gentes hones-
tas, no encontró nunca a nadie que le vengara; pero si
aquella pérdida fue insensible para la virtud, hay que
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creer que el vicio la lamentó durante largo tiempo, y


que, independientemente de la alegre cuadrilla que
tantos mirtos recogía en la casa de este dulce hijo de
Epicuro, las hermosas sacerdotisas de Venus, que
acudían día tras día a quemar su incienso en los alta-
res del amor, debieron llorar sin duda la demolición
de su templo.
Y así es como acabó todo. Un filósofo comenta-
ría, glosando esta narración: «Si de las mil personas a
las que tal vez afectó esta aventura, quinientas se
alegraron y otras quinientas la deploraron, la acción
puede considerarse indiferente; pero si, por desgracia,
el cálculo arrojara una cifra de ochocientos seres le-
sionados por la privación del placer que esta catástrofe
les ocasionaba contra sólo doscientos que creyeran
ganar con ella, el señor de Savari hacía más bien que
mal y el único culpable fue aquel que le inmoló en
aras de su resentimiento». Dejo que decidáis sobre
todo esto y paso rápidamente a otro asunto.
¡QUE ME ENGAÑEN SIEMPRE ASÍ!

H
AY POCOS SERES en el mundo tan
libertinos como el cardenal de..., cuyo
nombre, teniendo en cuenta su todavía
sana y vigorosa existencia, me permitiréis que calle.
Su Eminencia tiene concertado un arreglo, en Roma,
con una de esas mujeres cuya servicial profesión es la
de proporcionar a los libertinos el material que nece-
sitan como sustento de sus pasiones; todas las maña-
nas le lleva una muchachita de trece o catorce años,
todo lo más, pero con la que monseñor no goza más
que de esa incongruente manera que hace, por lo
general, las delicias de los italianos, gracias a lo cual la
vestal sale de las manos de Su Ilustrísima poco más o
menos tan virgen como llegó a ellas, y puede ser re-
vendida otra vez como doncella a algún libertino más
decente.
A aquella matrona, que se conocía perfectamente
las máximas del cardenal, no hallando un día a mano
el material que se había comprometido a suministrar
diariamente, se le ocurrió hacer vestir de niña a un
guapísimo niño del coro de la iglesia del jefe de los
apóstoles; le peinaron, le pusieron una cofia, unas
enaguas y todos los atavíos necesarios para convencer
al santo hombre de Dios. No le pudieron prestar, sin
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embargo, lo que le habría asegurado verdaderamente


un parecido perfecto con el sexo al que tenía que
suplantar, pero este detalle preocupaba poquísimo a la
alcahueta... «En su vida ha puesto la mano en ese
sitio –comentaba ésta a la compañera que la ayudaba
en la superchería–; sin ninguna duda explorará única
y exclusivamente aquello que hace a este niño igual a
todas las niñas del universo; así, pues, no tenemos
nada que temer...»
Pero la comadre se equivocaba. Ignoraba sin du-
da que un cardenal italiano tiene un tacto demasiado
delicado y un paladar demasiado exquisito como para
equivocarse en cosas semejantes; comparece la vícti-
ma, el gran sacerdote la inmola, pero a la tercera sa-
cudida:
–¡Per Dio santo! –exclama el hombre de Dios–.
¡Sono ingannato, questo bambino è ragazzo, mai non
fu putana!
Y lo comprueba... No viendo nada, sin embargo,
excesivamente enojoso en esta aventura para un ha-
bitante de la ciudad santa, Su Eminencia sigue su
camino diciendo tal vez como aquel campesino al que
le sirvieron trufas en lugar de patatas: «¡Qué me en-
gañen siempre así!» Pero cuando la operación ha ter-
minado:
–Señora –dice a la dueña–, no os culpo por
vuestro error.
–Perdonad, monseñor.
–No, no, os repito, no os culpo por ello, pero si
esto os vuelve a suceder no dejéis de advertírmelo,
porque... lo que no vea al principio lo descubriré más
adelante.
EL ESPOSO COMPLACIENTE

T
ODA FRANCIA SE enteró de que el prín-
cipe de Bauffremont tenía, poco más o
menos, los mismos gustos que el cardenal
del que acabamos de hablar. Le habían dado en ma-
trimonio a una damisela totalmente inexperta a la
que, siguiendo la costumbre, habían instruido tan
sólo la víspera.
–Sin mayores explicaciones –le dice su madre–,
como la decencia me impide entrar en ciertos detalles,
sólo tengo una cosa que recomendaros, hija mía:
desconfiar de las primeras proposiciones que os haga
vuestro marido y contestadle con firmeza: «No, señor,
no es por ahí por donde se toma a una mujer decente;
por cualquier otro sitio que os guste, pero por ahí de
ninguna manera....»
Se acuestan y por un prurito de pudor y de ho-
nestidad que no se hubiera sospechado ni por asomo,
el príncipe, queriendo hacer las cosas como Dios
manda al menos por una vez no propone a su mujer
más que los castos placeres del himeneo; pero la jo-
ven, bien educada, se acuerda de la lección:
–¿Por quién me tomáis, señor? –le dice–. ¿Os
habéis creído que yo iba a consentir algo semejante?
34

Por cualquier otro sitio que os guste, pero por ahí de


ninguna manera.
–Pero, señora...
–No, señor, por más que insistáis nunca accederé
a eso.
–Bien, señora, habrá que complaceros –contesta
el príncipe apoderándose de su altar predilecto–. Mu-
cho me molestaría que dijeran que quise disgustaros
alguna vez.
Y que vengan a decirnos ahora a nosotros que no
merece la pena enseñar a las hijas lo que un día ten-
drán que hacer con sus maridos.
ÍNDICE

LA SERPIENTE 5
AGUDEZA GASCONA 9
EL FINGIMIENTO FELIZ 11
EL ALCAHUETE CASTIGADO 15
UN OBISPO EN EL ATOLLADERO 21
EL RESUCITADO 23
DISCURSO PROVENZAL 27
¡QUE ME ENGAÑEN SIEMPRE ASÍ! 31
EL ESPOSO COMPLACIENTE 33
AVENTURA INCOMPRENSIBLE 35
LA FLOR DEL CASTAÑO 41
EL PRECEPTOR FILÓSOFO 43
LA MOJIGATA 47
EMILIA DE TOURVILLE 57
AGUSTINA DE VILLEBLANCHE 89
HÁGASE COMO SE ORDENA 107
EL PRESIDENTE BURLADO 111
LA LEY DEL TALIÓN 195
EL CORNUDO DE SÍ MISMO 201
256

HAY SITIO PARA LOS DOS 215


EL MARIDO ESCARMENTADO 219
EL MARIDO CURA 227
LA CASTELLANA DE LONGEVILLE 237
LOS ESTAFADORES 247
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OTRAS OBRAS DE ESTA MISMA COLECCIÓN

AUTOBIOGRAFÍA DE UNA PULGA llegó a ser llevado al cine en un


film de naturaleza poco usual en la industria de
la pornografía. Se muestra como la expresión
de una joven en la búsqueda de renunciar a lo
anormal para encaminarse a la normalidad
Con frecuencia –demasiada para nuestra des-
ventura–, resultan ser aquellos que más re-
prueban las manifestaciones sexuales o amoro-
sas, los que en la privacidad son poseedores de
una naturaleza más desenfrenada en su sexuali-
dad. Este es el tipo de individuos elegidos por
el autor para integrar el elenco de personajes de esta obra, un clási-
co de la literatura erótica, donde una moral extremadamente severa
es sepultada por los deseos sexuales más voluptuosos y libertinos.

Esta obra, escrita en 1787 y perdida en la Bastilla, pasaría a ser la


primera versión de Justine, producida en 1791.
Transcurrió más de un siglo y medio para que
Los Infortunios de la Virtud se conociera,
reeditada con algunas variantes por Maurice
Heine. En Justine, esta primera versión fue
superada en lo detallado de los excesos sexuales
con los que el divino marqués escandalizó al
mundo de la época. Escándalos que no pasaban
exclusivamente por lo que escribía encaramado
en el más puro materialismo panfletario, la violencia erótica y la
crítica al doble discurso de la gran mayor parte de los miembros de
la Iglesia de la época, declamando el decoro y practicando el de-
senfreno. Precisamente es en esas contradicciones en las cuales se
apoya el autor para mostrar cómo siempre el vicio termina por
triunfar sobre la virtud.
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Bonnie Norton no teme enfrentarse al tabú del incesto en


esta espléndida novela. Desde el relato de
una terapeuta sexual que analiza las expe-
riencias de un grupo de pacientes y con
excepcional maestría relata las intimidades
de varias madres que han seducido a sus
hijos, los han iniciado en su sexualidad, y
hasta algunas que han querido unirse a
ellos en la situación más reprobable y
prohibida de la civilización occidental, a despecho de co-
mentarios incalificables y sin la más mínima culpa. Un de-
sarrollo voluptuoso, exquisitamente transgresor, con un sor-
prendente desenlace para esta nueva obra de una de las
mejores escritoras contemporáneas de literatura erótica.

De Alejandro Margulis. "En la ajetreada redacción del gran


diario, los enredos del ambiguo Max Bro-
den, casi adolescente, con el ya maduro
plumífero Luciano Quaranta tienen los
encantos -y los peligros- de un remanso.
Allí, Quién que no era yo... se complica
en mil intrigas cuya explicación, en la al-
ternancia del hard-core, la ironía y la más
extraña liviandad de lo neutro, confunde
los humores de los personajes y del narrador a la vez que va
tejiendo la tela -delicada e implacable- en la que caerá el lec-
tor".
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La pasión marcó la vida de Wilhelmine Schröeder-Devrient,


esta cantante de ópera, que mostró en to-
dos los aspectos de su vida, y registró en
esta obra literaria compuesta por trece car-
tas –¿reales? ¿Imaginarias?– que una mujer
escribe a un anónimo amigo, relatándole
su vida sexual desde las primeras impre-
siones voyeuristas adolescentes hasta los
más desenfrenados encuentros de sadis-
mo; prácticas todas del placer a los que la cantante revela y
confiesa haberse entregado en todas sus variantes, con
hombres y mujeres. Wilhelmine Schröeder-Devrient, auto-
biográfico.

De SIMONE LONGMONT. Michelle ama a su esposo. Ella es


joven, hermosa, sensual, moderna y
liberada. Su marido es mayor que ella.
Ambos comparten una vida intensa, intere-
sante, original y aventurera. Ambos saben
que el amor que se profesan es
perfectamente compatible con su mutua
disposición para explorar su curiosidad
sexual en total libertad. Por eso entre ellos
la infidelidad no tiene cabida ni representa un problema.
Michelle y su esposo han convenido en hacer de su vínculo
un MATRIMONIO ABIERTO.
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¿Qué sucede cuando un grupo de adolescentes se reúne para


compartir el tema secreto de su iniciación
en la práctica del sexo? En Mi primera
vez, Elizabeth Holmes recrea las memo-
rias y los secretos de un grupo de adoles-
centes, que deciden contarse con absoluto
desprejuicio su despertar al sexo. El resul-
tado es una encantadora y excitante no-
vela que provoca, excita y subyuga al lec-
tor.

En esta Filosofía... el Divino Marqués de Sade propone la


formación de estados ideales, virtualmente
utópicos, donde la presencia estatal no se
revele como opresiva. En tal sentido, Sade
escribe para convencer a quienes detentan
el poder que se torna imperiosa la reforma
del Estado que puede adjetivarse como
policial, y pretende mostrarlo establecien-
do una relación entre la pasión sexual y la
forma de gobierno, a partir de la idea de que a partir del
momento en que los libertinos consiguieron llegar a ser je-
fes del gobierno, empezaron a gozar de un poder ilimitado
y, como consecuencia, de una absoluta impunidad. Y ante
este hecho, ¿qué valor tiene la ley ante el poder de las pasio-
nes humanas y cuál es la reacción del libertino ante las
prohibiciones de la ley?
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Dos amigas de la infancia –Jo Anne y Sophie–, comparten


un secreto absoluta y definitivamente In-
confesable. En esta nueva y magistral no-
vela de alto voltaje erótico Bonnie Norton
vuelve a capturar al lector en una intrinca-
da telaraña de juegos prohibidos. La ini-
ciación al sexo de dos adolescentes. Los
juegos a solas, entre ambas y compartidos,
viviendo fuertes experiencias con un hom-
bre mayor muy cercano a Sophie. La historia comienza
cuando Jo Anne despierta al sexo al descubrir ciertas prácti-
cas que suceden en el seno de su propia familia.

Sutilmente sugerente resulta esta novela -¿autobiográfica?-


en la que una mujer casada decide vivir
una vida distinta a la que le marca la so-
ciedad, la moral y el sentimiento de leal-
tad a su familia. Una mujer que relata la
manera en que comenzó a ser infiel a su
esposo, para entregarse a la más absoluta
voluptuosidad, porque para ella la vida sin
libertad no tenía el menor sentido. Una
mujer sensual que busca hasta en las entregas más perversas,
el desarrollo pleno de su sexualidad. Ésta resulta ser la pri-
mera y sorprendente obra de la autora, que ahonda en las
más profundas y secretas fantasías de todas las mujeres...
aunque se nieguen a reconocerlas.

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