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Borges: Una Memoria Aporética.

Por: Ernesto Hernández y Oscar Barragán. (enero-junio de 2009)

Celebrar el pensamiento en la obra de un autor sin reducir su pensamiento al


estatuto sacro –del cual seríamos sus oficiantes- de universo inexpugnable, su
sistema a ser la estructura de un mundo que permanece abstracto, su obra a la
trivial exaltación de lo demasiado bien conocido, sería poder devolverle la potencia
de su acontecimiento en la intensidad de su actualización. Es pensar que lo dado
tenemos que conquistarlo a fuerza de una lucha contra el caos. Es pensar como
Pierre Menard, que el Quijote no ha sido escrito, y ya lo fue. Es pensar como Funes
que lo que ha sido vivido está siendo creado en el momento en que lo recordamos
extrayendo de la imposibilidad del ser los más extraordinarios siendo. Es pensar, en
fin, que el laberinto con el cual nos enfrentamos a una obra está en nuestro cerebro
en cuanto intercambiador de todos los pasajes posibles de dicha obra, y no en
cuanto ya hecho y dado como monumento en la historia irreducible e inmodificable.

Quisiéramos entonces no tomar la distancia artificial de quien reduce el


acontecimiento del pensamiento de Borges a su simple historia –ya sea literaria o
vital- y su superación, o sacralización, a la ingeniosidad de quienes han sabido
colmar sus vacíos, interpretar sus vacilaciones o completar la obra para poder
cerrarla sobre sus propias determinaciones, estableciendo así una línea divisoria
entre el comentario y la interpretación, para, de este modo, asegurar el acceso de la
obra y del autor al sistema de la opinión, pero manteniéndola en la discreta
distancia de un discurso cifrado. Aspiramos más bien a agotar esa distancia, ser
capaces de poner ese pensamiento en relación con nosotros, de tal manera que
sea para nosotros experimentación y devenir, como la forma particular de anunciar
–por lo menos eso- un posible, un pensable, que sea nuestro propio pensamiento,
en un movimiento del pensamiento que, al recuperar su potencia y su novedad, no
distinga el comentario de la interpretación.

Para poner una cierta creación literaria y filosófica en una relación real con lo que
somos capaces de pensar, hemos de darle un lugar, lo cual quiere decir que sus
preceptos, afectos y conceptos han de adquirir consistencia y concreción por sí
mismos –en su atemporalidad, en su intempestividad- respecto del territorio sobre el
cual nos movemos y en el cual desplazamos esos mismos perceptos, afectos y
conceptos en función de nuestros propios propósitos y de los acontecimientos que
nos trabajan. Queda pues la necesidad, inminente, de hacer el mapa intensivo de
ese territorio, describir sus pliegues, sus accidentes, sus presupuestos, desbrozarlo,
liberarlo de todo el sistema de opiniones, de buen sentido y de sentido común, que
amenazan ahogarlo, agotarlo o fijarlo en cualquier trascendencia de orden teo-
lógico-ontológico (sea en sus formas teocráticas, sea en sus formas
antropocéntricas). Ahora bien, esta operación de barrido no es ni independiente, ni
previa a la localización y al uso que podamos hacer de una tal obra, de sus trazos y
de sus virtualidades, y de la relación de composición entre el plano y los perceptos-
conceptos y afectos-conceptos que vienen a ocupar el plano y que deslizan, como

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en una bruma, a aquél que se aventura y levanta su tienda provisional en ese
medio: Fang, el señor de las disyunciones inclusivas, Fang ese personaje
transicional.

Sentimos pues que, para nosotros, en la América Tropical -tierra, territorio informal,
habitado por pueblos y tribus desarraigados- la relación de los perceptos-concepto y
los afectos-concepto con su localización no pasa por la universitas: territorio bien
delimitado en el cual se enuncia cierta renuncia bajo la forma de la libertad de
pensamiento (la lección de las palabras) y del pensamiento de la libertad (la lección
de las cosas) , sino por la doble modalidad de la vida, cuando se la entiende “como
una obra de arte”: la de “la necesidad de la escritura”, como necesidad intelectual, y
la de “la peligrosidad de la escritura”, como imposibilidad social.

En la doble violencia, en la cual el pensamiento es forzado a pensar y a pensarse,


se establece el territorio experimental donde se actualiza permanentemente la
conjunción de la creación de nuevas percepciones, de nuevos afectos, con el medio
presente. Decimos territorio experimental en el sentido en el que nuestra búsqueda,
que afirmamos como aventura, aspira a ser conciencia inmediata en las condiciones
de la experiencia real: líneas de fuga...

La obra, la creación, en su conjunción con el medio presente deviene una


revolución permanente sobre el plano inmanente de la obra, que al decir de Borges
es esa playa única sobre la que se inscriben todos los acontecimientos, por la que
se deslizan todos los personajes. Único movimiento de la obra, o la obra como
movimiento sobre el doble registro de los bloques de percepción (perceptos) y la
potencia de sentir y experimentar que pone en juego la existencia (afecto).

Renunciando a invocar el amplio, erudito y muchas veces afortunado conjunto de


textos que se han escrito comentando la obra del poeta argentino Jorge Luis
Borges, hemos optado por proponer nuestros propios giros, siguiendo el ritmo de
nuestros propósitos, que quizá sean inconfesables aún para nosotros mismos.
Inconfesables puesto que con ello nos hacemos partícipes del movimiento de la
obra borgiana, algo así como un personaje más en la entretela de su creación.
Pues, además, cada uno de nosotros ha sido, en algún momento, un Borges, pero
un Borges de menos, un Borges intercalar, tartamudeante, un Borges no perdido en
la erudición sino abismado en el vértigo del acontecimiento como movimiento de la
obra: pensar es descubrir, nos dice Borges, y en el inmenso poblamiento de los
Borges descubrir es crear cada vez un universo –o como dice Borges recordando a
William James, un pluriverso- en el cual la literatura vuelve como experimentación y
se despliega como posición de problema, como agenciamiento.

Numerar tiene, para nosotros, la virtud de permitir cerrar cada enunciado sobre su
propia referencia numerada, de tal manera que cada numeral ha de ser
independiente de los otros, pero de igual modo al instaurar series abiertas, series
que conservan la máxima abertura posible pensable, funcionan como eslabones,
anillos abiertos y cada numeral pasa por cualquier otro como forma de la expresión
o como forma del contenido, pero igualmente como materia de la expresión o

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materia del contenido. De tal manera que el lector puede tomar unos y desechar
otros, o quizá algo que parecía claro devenga confuso o viceversa, o quizá
encuentre que a cierto nivel un numeral se contradice con cualquier otro, pero a otro
nivel se componen...

1.- En su cuento Funes el Memorioso, que podemos calificar como una mezcla de
ironía y humor negro, Borges imagina un hombre, un cerebro, en el cual las
vivencias y su recuerdo –rigurosamente indexados- coincidirían eminentemente,
coincidencia sin distancia, coincidencia que, por tanto, sería identidad y confusión al
mismo tiempo. Rasgo humorístico en el cual el recuerdo está sometido a las
determinaciones de la memoria en las condiciones de un relato que no puede más
que repetir su identidad vacía. ¿Se trata de una duración bersogniana, en la que se
plantea que vivir no es sino repetir un pasado en general como única dimensión del
tiempo, siendo el presente fundado por el pasado en su máxima contracción, y el
futuro como perteneciendo a la imaginación en tanto que ésta mantiene el pasado
como posible en zonas que han permanecido en oscuridad al privilegiarse otras de
acuerdo a cierto interés vital momentáneo? ¿O se trata de una creación del
recuerdo en el mismo instante en que se lo tiene como vivencia, no siendo de otro
modo que idéntico a la vivencia? ¿O quizá se trata, más bien, de una memoria del
ser, en la que lo que se quiere recordar se crea con elementos con los que se
recrea el pasado y se proyecta el futuro?

Al contrario de la memoria a secas, el humor tiene la virtud subversiva no tanto de


insinuar objeciones o juzgar razones, como de deslizarse, migrar, trazar caminos
imperceptibles que conducen a otras regiones, a veces más ásperas, desconocidas,
pero fecundas aún si son oscuras o permanecen más o menos ocultas. Aquí el
humor nos conduce –como dice Borges en “Nueva refutación del tiempo”- por los
caminos de la “anacrónica reductio ad absurdum”, al encuentro de algo más
potente que la rigurosa y paralizante memoria, y es el olvido, el olvido es la
potencia activa del recuerdo: pues es el olvido quien hace perceptible el tiempo y
posible el recuerdo. El recuerdo en tanto campo de posible, universo incorporal de
donde emergerán todos los componentes de valores, sentido, pero también de
ritmo, de movimiento verbal, etc. Un recuerdo que es memoria no constituida, sino
constituyéndose en la medida en que recrea los tiempos: memoria activa. Memoria
polifónica y policrónica: ”Es verdad que, cada vez que me he enfrentado a la página
en blanco, he sabido que debía volver a descubrir la literatura por mí mismo”, afirma
Borges en El Enigma de la Poesía, así como cada hombre cuando recuerda debe
volver a descubrir por sí mismo sus recuerdos... Pero la ironía nos lleva a dejar
deslizar un dejo de amargura al atribuirle una unidad de ficción a la sucesión
temporal: “nuestro destino... no es espantoso por irreal; es espantoso porque es
irreversible y de hierro”

2.- Funes, el memorioso, es el imposible recuento de la experiencia vivida, pues


sería necesario un tiempo equivalente para desplegar esta memoria en la cual
volvería, en su virtualidad de relato, cada cosa, cada gesto, cada palabra, que de
nuevo e indefinidamente se convertiría en un vivido que la memoria virtualizaría en

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un tiempo equivalente, etc., etc.; decimos pues que Funes el memorioso es el
personaje perceptivo-afectivo al cual Borges le asigna la ardua tarea de deshacer el
anudado –de apariencia aporética- entre duración y memoria. Es evidente que en el
envolvimiento continuo de lo vivido y lo recordado: o bien Funes vive sin recordar, o
bien Funes recuerda sin vivir, y en tal caso o la vida es una forma vacía que Funes
llena de recuerdos-memoria, o bien la memoria es forma vacía que Funes llena con
el recuerdo siempre repetido de su primera percepción espacio-temporal. Así las
cosas podríamos decir que Funes es un ser que no dura, pues su temporalidad está
determinada por la repetición indefinida y sucesiva de esa primera percepción que
su memoria recompone volviendo sobre sí para hacer imposible cualquier
posibilidad de recordar. Y, evidentemente, sólo se recuerda lo que dura, pues
solamente aquello que dura –cada bloque espacio-temporal (que ni remite a una
memoria ni se reduce a un vivido)- puede ocupar un lugar en la espacio-
temporalidad en la que lo vivido se hace acontecimiento: Borges opone pues la
memoria como memoria infinita y perpetua (cuyo minucioso relato la convierte en
una especie de mecanismo imposible) al recuerdo como objeto absoluto
(multiplicidad indescomponible) cuya existencia tiene tanta o más realidad que un
vivido. Y su realidad es la expresión actual de las potencias del olvido, así el olvido
antes que oponerse a la memoria se conjuga con la vida para recomponer los
recuerdos como superficies o volúmenes absolutos que conservan, y lo que
conservan no es tanto un vivido que se asigna a un sujeto; lo conservado es un
bloque intensivo, una intensidad, un algo del orden de la percepción-afección que
se compone con el continuum mobile que llamamos “una vida”... Si bien este sesgo
que Borges califica de “argumentos idealistas” y a los cuales vincula a Hume,
Berkeley, Schopenhauer, etc. le hacen decir, en un curioso tono realista... “and yet,
and yet... Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico,
son desesperaciones aparentes y consuelos secretos... el mundo,
desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy...”

3.- Se ha señalado a menudo el carácter cíclico del tiempo –o del destino, o de la


existencia: elementos que perpetuamente se confunden o intercambian- en Borges,
su fascinación por el modelo oriental, con sus semicírculos envolventes, por este
modelo pre-clásico.- En “Las ruinas circulares”, existencia, destino y tiempo se
mezclan y confunden hasta el límite en el que, ni siquiera el fuego apaciguador y
redentor puede conjurar la circularidad envolvente de los ciclos, y esto se debe a la
naturaleza propia de esa circularidad que es ruinosa, contingente, aleatoria, pues
una circularidad determinante y determinada arruinaría por completo el carácter
cíclico del tiempo. Este tiempo (del cual estamos hechos y que por tanto es
existencia y destino: expresión y modo) aparece también una y otra vez en su
poesía. Es la forma que permite que dos personajes de la historia personal de
Borges adquieran una identidad paralela e incomunicante. Es así como Borges
espeta su perplejidad en Otro Poema de los Dones: “Groussac o Borges, “¿Cuál de
los dos escribe este poema de un yo plural y de una sola sombra?”... Y en alguna
entrevista, poco después de haber sido nombrado director de la Biblioteca Nacional
de Argentina, afirma que siente un José Mármol, que siente un Paul Groussac, e
invoca en favor de ese “yo siento” algunas circunstancias similares o idénticas: ellos
también fueron directores de esta misma Biblioteca Nacional, y lo fueron cuando ya

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habían perdido la vista, se les habían dado a la vez los libros y la sombra. Esta
repetición destinal, este sentir que se es otro, otro que ya ha sido, sería imposible
sin un tiempo cíclico. En “La Noche Cíclica”, Borges empieza el poema con el
“mismo” verso con el cual lo termina: “Lo supieron los arduos alumnos de
Pitágoras”; y entre estos dos versos, que por supuesto después de leer todo el
poema ya no son lo mismo ni aún idénticos, Borges intercala teorías filosóficas con
hechos históricos y hechos de su propia vida, para finalmente preparar el verso que
cierra el ciclo, con otro verso magnífico: “Volverá a mi carne humana la eternidad
constante...y el recuerdo, ¿el proyecto?, de un poema incesante: lo supieron los
arduos alumnos de Pitágoras.” Por supuesto, el primer “Lo supieron los alumnos de
Pitágoras” desencadena un ritmo enloquecido de “Volverán...”: “Lo supieron los
alumnos de Pitágoras: los astros y los hombres volverán cíclicamente...”, hasta el
“Volverá la noche cóncava que descifró Anaxágoras, volverá cada noche de
insomnio, minuciosa...Volverá a mi carne humana la eternidad...” No pensemos que
el supuesto bajo el cual el poema se traza, es un supuesto que ya lo tiene todo. De
alguna manera si hay una memoria auspiciada por la repetición o que auspicia la
repetición, conformando una identidad compartida, un stock del ser, esta memoria
no sería antes de que se confirme en cada uno de los que siente o percibe las
cosas tal como las sintió o percibió el que por primera vez así lo expuso en un
poema o una frase como “Nadie baja dos veces a las aguas del mismo río”, o
“Precisamente cuando nos sentimos más seguros, llega una puesta de sol, el
encanto de una corola, alguna muerte, el final de un coro de Eurípides”, o “Quisiera
decir que siempre, que sobre el monte en cruz vendo la vida, vendo el azar que
suple la mirada ignorando que el rosa ha muerto siempre.” No pensamos que la
memoria aporética, la memoria del ser, implique una sola y única identidad para
todos los humanos. No es un panteísmo sin más ni más. Es una experiencia en la
que no se adquiere la identidad sino como un rodeo, o residuo pero residuo
trabajado o producido, en el que lo que verdaderamente importa es autentificar un
papel que nos corresponde según la acción que hemos venido realizando, acción
que enmarca una pregunta. Esto ya ocurre en la Odisea. Pero es más patente en lo
que el Psicoanálisis llama la transferencia: el paciente repite los síntomas de su
enfermedad, pero como en un teatro en el que lo que le produjo la enfermedad no
está latente, sino que es algo con lo que tiene que vérselas el paciente al actuar de
la determinada manera en que los esos síntomas aparecen. Es más patente en
unos pocos párrafos del Credo de Poeta en el que Borges parece estar invocando
el destino, exhumado del girar del círculo del tiempo mítico griego, y sin embargo,
sentimos que ya no está hablando de la circularidad como tal sin referirla a algo que
se hace en el mismo instante en que se está actuando: “Le doy vueltas a una idea:
la idea de que, a pesar de que la vida de un hombre se componga de miles y miles
de momentos y días, esos muchos instantes y esos muchos días pueden ser
reducidos a uno: el momento en que un hombre averigua quién es, cuando se ve
cara a cara consigo mismo. Imagino que cuando Judas besó a Jesús (si es verdad
que lo besó) sentiría en ese momento que era un traidor, que ser un traidor era su
destino y que le era leal a ese destino aciago. Todos recordamos La Roja Insignia
del Valor, la historia de un hombre que no sabía si era un cobarde o un valiente.
Entonces llega el momento y averigua quién es.”. Incluso si la revelación del
destino es concluir en la nada con la certeza de haber sido “actuado” o teledirigido

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en el actuar, se tiene el momento, el instante en el que el ser se nos muestra en la
identidad falsa, que es la suya, con la que se pone en evidencia nuestra falsa
identidad, revelando toda identidad como falsa en la confusión de que todas las
indentidades confluyen en una sola identidad, vana. Es lo que ocurre en al final de
Las Ruinas Circulares:

“Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. (...)... Las ruinas del santuario
del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio
cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse
en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a
absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron
su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio,
con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro
estaba soñándolo.”
Quizá no sea vano recordar aquí: de un lado que lo que llama destino –aún si es de
hierro- no es otra cosa que la serie encadenada de encuentros contingentes en las
condiciones espacio-temporales determinadas, más no determinantes; y de otro
lado que esa circularidad del tiempo implica una elasticidad propia en cada volver,
pues “el hecho de recordar un ciclo anterior sería en realidad un argumento contra
la doctrina de los ciclos”, se nos dice en una entrevista con María Esther Vásquez...
Si un hombre recordara en un acontecimiento el acontecimiento que vuelve, esa
circularidad de la memoria rompería irremediablemente el carácter cíclico del
tiempo, los anillos solo coinciden y confunden sus propias naturalezas oníricamente
y como ruinas circulares, pues quien constata la circularidad de ese volver es él
mismo mera apariencia... ruinas dispersas que tienden, precarias y múltiples, hacía
“ese laberinto, -último reclamo del pesquisador-buscador de La Muerte y la
Brújula- que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante”.
4.- Borges, su escritura, eso que lo hace decir, “soy un literato”, es el paciente
trabajo, y la ardua tarea de construir un laberinto; no se propone construir un
laberinto en el cual después se aventuraría, para perderse, abismarse, se propone
una tarea infinitamente más compleja: construye un laberinto que es él mismo y su
obra, un laberinto con el cual él se confunde y que es su propia vida, la potencia
virtual de la cual está hecha. En muchas ocasiones ese laberinto aparece como
tema, como asunto, quizá la fatiga, o cierta necesidad de revelar un método, o de
menguar la fuerza de su perplejidad, lo obligan a describir el laberinto –que, sin
duda son muchos, quizá infinitos en número, quizá ilimitados en dimensiones-. Así
varios de sus poemas llevan por título, o como parte de su título: Laberinto, y uno
de sus cuentos, El Jardín de Senderos que se Bifurcan, lo evoca al articular las
dimensiones tortuosas de la novela policíaca y el ordenamiento de un jardín que
viene a ser la vida misma. En uno de los poemas aludidos, Borges aliterará dos
versos seguidos:… “No esperes que el rigor de tu camino, que tercamente se
bifurca en otro, que tercamente se bifurca en otro, tendrá fin”: infinitud,
incorporalidad, inclusividad, en perpetua movilidad, y que no se divide o bifurca sin
cambiar de naturaleza. Arracimamiento y precipitación loca en cada bifurcación,
cruce de caminos que, todos a la vez son agotados, afirmados como posibles que
han roto cualquier lazo probabilístico entre sí. Alejados del equilibrio, componen

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algo, algo que sacan, que recortan del caos y que oponen al caos: caosmos... el
poema Laberinto, dice del laberinto que “no tiene anverso ni reverso, ni externo
muro ni secreto centro”, indecidible, incierto, irreducible, al volver lo posible contra lo
probable afirma así, abierta y peligrosamente, la vida como un actual pleno e
inasignable: composición intensiva de las fuerzas, acontecimiento encarnado, carne
virtualizada. El destinal borgiano no es probable, sino la permanente afirmación de
sus posibles. El laberinto, bajo esta perspectiva, es la materia de lo posible, en la
que se entrelazan lo finito de las consecuencias del acto, resultado de la acción,
con la potencia móvil, virtual del acontecimiento, el mismo por naturaleza impasible:
aún la muerte no se opone a la vida, se compone, se multiplica y dispersa en la
vida: “¿quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido?”.
La materia de lo posible, la irrevocable necesidad agitada por la mano de hierro del
azar, inclina el plano coordenado echando a rodar una materia informal, que se
efectúa (y esa efectuación es una de las más profundas inquietudes y perplejidades
de Borges) como “firme trama”... de “incesante hierro, pero en algún recodo de tu
encierro puede haber un recodo, una hendidura”. Para ilustrar un poco esto último,
recordemos un cuento corto que lleva por título Los Dos Reyes y los Dos
Laberintos. En él se cuenta como las coordenadas de materia (bronce, piedra,
madera, etc.) que sirven para construir una arquitectura enrevesada, no son tan
complejas como las que carecen de muros de piedras o puertas de bronce y
madera, de un desierto, con su infinita homogeneidad de granos de arena.
Podríamos pensar que Borges nos propone con este cuento una especie de
diferencia de materia en la caracterización de dos arquitecturas: una arquitectura en
la que lo pleno y lo vacío se enfrentan, y la otra arquitectura en la que son
indiscernibles por encontrarse en juego no el perderse por no encontrar salida, sino
el encontrarse en un espacio completamente abierto, pero abierto no a nada sino a
sí mismo en un medio de medios, en un caos homogenético. De repente podemos
añadir que la geometría a la que acuden estos dos tipos de arquitectura se basa en
dos tipos de geometrales: para el laberinto de bronce, piedra y madera, la
circularidad; para el laberinto abierto e incorporal, la línea recta, incesante...
tiempo... tiempo... flecha irreversible del tiempo... La línea recta es la forma vacía en
la que se inscribe la imposible memoria, la memoria del ser o memoria aporética
(laberíntica). En el poema Baltasar Gracián nos volvemos a encontrar con que el
poema empieza como termina, invocando el laberinto. “Laberintos, retruécanos y
emblemas.” Nos es preciso anotar que no se trata, empero, de una circularidad,
sino como necesidad de una linearización del tiempo ya inscrita en la experiencia
vital de aquel que con su cerebro se exponía a las combinaciones de una materia
que nada era, o que era “helada y laboriosa nadería”: la poesía. Y el hecho de que
el poema termine como comienza no es más que por mostrar que las palabras se
seguirán conjugando en la mente de Gracián sin que éste pueda apercibirse mucho
del contorno que lo acompaña sin ser sin embargo otra cosa que la corroboración
de su realidad: ya que si Gracián no creyó en Dios, pues al morir no hay de qué
preocuparse, y no pueden calar en él las solicitaciones de la gloria de Dios, ya sea
para hacerlo gozar o para castigarlo. En conclusión: el laberinto no oculta nada, no
muestra nada. Es un virtual, a veces actualizado, a veces enrollado en lo posible de
su campo. Sea como fuere, entonces, el laberinto se manifiesta como tiempo
inherente a las circunvoluciones cerebrales que se informan a medida que la

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materia del ser se enfrenta a nuevos desafíos. Veamos un poco como es esto en El
Aleph, reteniendo sólo la parte que nos interesa, desechando la historia o el resto
de la historia. “Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie
de rasgos confirmatorios” escribe Borges, en el instante en que se regocija por la
locura de su amigo, y esta locura la confirma en los actos de su amada Beatriz. No
percibe su propia locura, o la comprende (¿pero, entonces, qué comprende?)
cuando encuentra en un único hecho cualquiera la suma leibniciana de todas las
sumas de hechos del universo, El Aleph. “En la parte inferior del escalón, hacia la
derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio
la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por
los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería dos o tres
centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada
cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía
desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi las muchedumbres de
América, vi el alba y la tarde, vi una plateada telaraña en el centro de una negra
pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos escrutándose en
mi como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en
un traspatio de la calle soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el
zaguán de una casa en Fray Bentos…”. Este punto diminuto, homeomérico, fractal,
es como el punto indivisible y dotado de velocidad infinita en que consiste el dios de
Pascal. Dios como velocidad de un punto que está en todas partes a la vez, y en
cada parte totalmente. Es el mismo laberinto del tiempo cuya línea recta es el vacío
de la memoria del ser. “…vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi
el Aleph desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el
Aleph y en el Aleph la tierra…”

5.- Si el Aleph concentra, en un diminuto volumen, la inmensa infinitud, y la


concentra en una especie de visión absoluta, locura paranoica, ojo desorbitado: ¿no
es el Aleph el ojo de un yo a través del cual ese mismo yo frenéticamente se busca
(“vi interminables ojos escrutándose en mi”), y angustiosamente se pierde (“vi todos
los espejos del planeta y ninguno me reflejó”)?, al contrario en El Jardín de
Senderos que se Bifurcan a partir de hechos muy concretos, se despliega una
metafísica acontecimental en la cual ya no es posible elegir, pues todas las
bifurcaciones se afirman y desencadenan sin jerarquía. Fang no es un yo, como
tampoco es múltiple, señor de las bifurcciones inclusivas, Fang es una multiplicidad.
Borges deletrea aquí una concepción cosmogónica desarraigada de un fondo
ontológico unívoco. Es una cosmogonía que coincide con un mundo
incesantemente bifurcante, ni secreta, ni cifrada, ni metafórica, es una caosmogonía
que se confunde con la divinidad delirante y cuya única cifra es el tiempo. El tiempo
es allí la concatenación de todas las concatenaciones, el campo de lo posible a
imagen de una virtualización infinita en la que todas las posibilidades se realizan
fuera del espacio. ”Me retiro a construir un laberinto”, “Un invisible laberinto de
tiempo”, es por ello que nadie había podido encontrar dicho laberinto, el laberinto
invisible en cuyos meandros se entrelazan todas las causas, el tejido de todo lo que
constituye el universo. Como una especie de Aleph incesante, pero invisible..

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Laberinto para el cual no existe mirada humana que pueda abarcarlo.

Queremos relacionar dos hechos del cuento. El primero es de índole metafísico,


pero referido a una filogénesis misteriosa. Es el pensamiento que tiene el
protagonista, Yu Tsun, de que en él confluyen todo lo que se gestó en carne y
pensamiento, en experimentación y vida, en la milenaria cadena de sus
antepasados. Ya de por sí vemos que no se trata de un árbol genealógico lo que
nutre una herencia, sino un rizoma multipolar de lo posible en la que todo lo que
estaba marcado con el signo de la contingencia, y que advino a la existencia,
coexiste con aquello que por la decisión de advenir fue eliminado. Este rizoma lo
relacionamos con el tiempo como forma vacía, como forma de todas las formas,
como campo de lo posible. Allí donde la linearidad no se opone a la circularidad. De
tal manera que el protagonista puede pensar algo que se le dará como revelación
más adelante por parte del desconocido al que tiene que matar para comunicarle a
los generales alemanes el lugar de la base militar inglesa. Ese algo es que el tiempo
es el laberinto de laberintos, el inconcebible universo: “Pensé en un laberinto de
laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y
que implicara de algún modo los astros.”, razón por la cual el protagonista, ante el
consejo de un niño de doblar a la izquierda en las encrucijadas del camino que
conduce a la casa de quien tiene que matar, reflexiona: “El consejo de doblar a la
izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio
central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos. No en vano soy bisnieto
de aquel Tsui Pen, que fue gobernador de Yunan y que renunció al poder temporal
para escribir una novela que fuera más populosa...y para edificar un laberinto en
que se perdieran todos los hombres.” Sabremos que escribir la novela y erigir el
laberinto eran una sola y misma tarea. La novela del universo y el tiempo.

Pensemos por un instante que Yun Tsu es un espía que medita dubitativamente si
podrá lograr su cometido, el cual le exige ser valiente. Piensa en su acción como
algo imposible de alcanzar: argumenta el albur de la mala fortuna, o el poco valor, o
la irremediable torpeza para lograr un medio para llevarla a cabo. Se despliega ante
él el destino de cualquier hombre y el de todos los hombres cuyo desenrollamiento
es el mismo del destino del Borges literario que señalábamos arriba, junto con el de
Judas y el del protagonista de La Roja Insignia del Valor. Sólo actuando logrará
salvarse de su dubitar torturante. Además debemos agregar que un obstáculo que
él interpone para su actuar es el de la ignominia de ser un espía al servicio de una
nación a la que odia, Alemania, de la que nada más siente admiración por uno de
sus miembros: Goethe. El mismo Goethe que decía que todo ser humano tenía que
ser capaz de llevar a cuestas la contabilidad de tres mil años de historia.

No en vano el cuento se ubica durante la primera guerra mundial. Y no en vano se


utiliza la prensa, las noticias de la prensa, como medio para comunicar, por medio
de un hecho insólito: el hecho de que Yun Tsu mate a alguien que era totalmente
desconocido para él -tanto como Yun Tsu era desconocido para su víctima-, pero al
mismo tiempo anodino: la identidad del asesinado no sobresalía para nada en
ningún ámbito de las actividades humanas. En una palabra: múltiplemente
desconocido que se vuelve célebre en el momento de su muerte. Es un poco la

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cuestión que plantea Michel Foucault sobre la vida de los hombres infames. Para
Foucault el medio de la celebridad era, de acuerdo a la época que él escoge para
poner de relieve esto, el expediente judicial que actuaba a manera de periódico. Era
como la prensa de la época. Para Foucault como para Borges de lo que se trata es
de poner en conocimiento algo de acuerdo a un régimen de luz: la prensa o los
medios de registro judiciales.

El cuento, pues, se ubica en un periodo de guerra mundial, concretamente la


primera guerra mundial. Digamos que lo que finalmente plantea el cuento es que si
todas las posibilidades se efectúan al mismo tiempo -y esa es la esencia del
laberinto invisible, el tiempo- esto tiene como consecuencia la guerra de todos
contra todos. Ya en nadie se podría confiar. Veamos como relata este fenómeno de
descomposición social, el cuento de Borges:

“Casi en el acto comprendí: el jardín de senderos que se bifurcan era la novela


caótica..(...) En todas las ficciones , cada vez que un hombre se enfrenta con
diversas alternativas, opta por una sola y elimina las otras; en la del casi inextricable
Tsui Pen, opta -simultáneamente- por todas. Crea así, diversos porvenires, diversos
tiempos, que también se bifurcan y proliferan. (...) Fang, digamos, tiene un secreto;
un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente hay varios
desenlaces posibles. Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang,
ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Tsui Pen todos los desenlaces
ocurren, cada uno es el punto de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de
ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los
pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. (...) Creía en infinitas
series de tiempos, en una red vertiginosa y creciente de tiempos divergentes,
paralelos y convergentes. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se
cortan, o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos
en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo, en otros, yo, no
usted; en otros los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado
a mi casa; en otro, al atravesar el jardín, usted me ha encontrado muerto... (...)El
tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos yo
soy su enemigo. (...)Volví a sentir es pululación de que hablé. Me pareció que el
húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta el fin de invisibles
personajes. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en
otras dimensiones de tiempo. (...) El porvenir ya existe, respondí...Disparé con sumo
cuidado, Albert se desplomó.” Bifurcar, divergir, pero inclusivamente, a la manera de
una naturaleza naturante, de tal modo que es en la multiplicidad afirmante de las
bifurcaciones que se puede pensar el acontecimiento, los acontecimientos en su
relación con la posibilidad, es el único método aceptable en la idiosincrasia de un
espía, que por naturaleza es el traidor, traidor de su destino por estar sirviéndole a
una nación de donde no es oriundo, y a la que odia con toda el alma, pero a la que
finalmente entregará su vida, para entregar su información valiosa para la odiada
nación. Quizá podríamos concluir que, independientemente de los trances de
conciencia que pueda acarrear el ser espía de una nación odiada, lo que está
puesto sobre el tapete aquí es el juego mediante el cual se pone en evidencia que
no hay una marca ontológica sobre ningún “siendo”, o ente. El ser Chino no es algo

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diferente del ser Alemán. Y si es algo odioso ya ser Alemán, no menos lo sería ser
espía al servicio de los Alemanes siendo Chino. Podríamos pensar que los Chinos,
cuya piratería de Estado pone en jaque el mercado mundial, obra de acuerdo a esta
concepción en la que lo prioritario no es ser esto o lo otro, ser pirata, Judas o lo que
fuere, sino el estar siendo de acuerdo al conjunto de condiciones de alteridad
mediante las cuales siendo Judas o pirata, o lo que fuere, se saca a la luz la
homogenización violenta a la que somos entregados sobre una concepción fijista de
una lógica del tercero excluido de la que sólo se puede sacar una identidad fija,
incambiable e insustituible. Es por ello que la piratería de estado de la China actual
pone de relieve la masacre, objetivada desde una lógica del tercero excluido, que el
mercado mundial obra. En otra palabras, muestra como el mercado mundial es
parte de la guerra (de la tercera guerra mundial) en la que el capitalismo ha hundido
a la humanidad entera, y en la que los vencidos no pueden hablar en nombre de
sus caídos, pues ya cualquier cosa vale para todos nosotros (ya todos infames) en
el medio de información que hoy se ha tomado al planeta (medio que previeron
Foucault y Borges con medios tan pobres como el periódico y los registros judiciales
de los hombres infames.)

6.- Pierre Menard es Borges, el imposible Borges contemplado en la febril tarea de


escribir. Pierre Menard es cada uno de nosotros entregado a la tarea de poner en
devenir construyendo el puente con el que el movimiento se vuelve posible. La obra
antes de ser escrita, el movimiento antes de darse en sus vericuetos, es imposible.
Sólo la construcción de un puente, que nos hace franquear el paso hacia la
imposible memoria del ser sobre el territorio del pensar, nos entrega como resultado
el acontecimiento de lo que se nos da como parcial identidad, como subjetividad
parcial, como foco parcial existencial. Sólo de esta manera los valores se
despliegan sobre un fondo de constelación virtual de la vida, en su imposibilidad de
ser adquirida en forma estable. De este modo pensamos que lo posible proviene de
lo imposible (devenir) y lo conserva en su persistencia residual y aún virtual.

Pierre Menard es un autor del que no sabemos si es real o ficticio, si realmente Comentario [MZ1]: aquí
existió o sólo lo inventó Borges para mostrar que la creación es imposible. Por
supuesto, la creación es imposible, pero si no tuviéramos esta imposibilidad no
tendríamos los arrestos con los que construir el puente para franquearla y poder
sostenermos unos pocos momentos sobre el territorio así indexado por nuestro
movimiento de creación. Si Pierre Menard constituye la muerte del autor, pensamos
que tal muerte se dirige más a la cuestión de que no hay nada original, y que
nuestros esfuerzos como escritores se dirigen a conservar, en pleno equilibrio
precario, el sentido de una novedad que siempre se hurta a nuestra pesquisas
sobre una repetición que no sea vacía y reduntante (redundancia sobre la que se
monta la opinión). Es necesario pensar de nuevo la novedad en cada lanzamiento
de dados en el que se da. Cada obra es, como tal, un lanzamiento de dados, es
decir, todo un problema. En el caso originario de la obra literaria se trata del
problema de la originalidad. De ahí que al revelar que tal problema no indica la
pulsación real del asunto, creemos que tal problema es un falso problema.
Entonces: ¿estamos ante una sinsalida insoluble? Quizá de lo que se trata es de

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mostrar que cuando nos encontramos ante un sinsalida, no hay que buscar darnos
contra los muros de tal sinsalida, sino explorar los modos de hábitat de los sitios en
los que nos encontramos. No de otro modo se da el habitar heideggeriano. Pues si
todo siendo convierte al ser en una sinsalida, lo mejor es potenciar el siendo en su
calidad de siendo, de darse. Es por ello que pensamos que la novedad -las
primicias del eterno retorno del estado naciente- consiste en la persistencia de su
darse en su emergencia.

Si el autor ha muerto y el lector no viene a ocupar su lugar, es porque no hay lugar


para la literatura, sino la construcción de un habitar en el que se dan las pautas
para un polifonía de maneras de ser, los siendos, con los que el punto de vista se
trastoca sobre un campo de posibilidades en las que cualquier lector deviene co-
creador sobre la multilectura posibilista y heterogenética. Este posible se da por un
intercambiador de puntos de vista a partir de la visión del Quijote practicada por
Borges, intercambiador intercalar movilizado sobre fondo de “robo” y “traición”.
Menard, al situarse en un campo de “citación” fractal, y al mismo tiempo
holográfico, del texto de Cervantes, lo “roba”, haciendo entrar en ruptura, asimismo,
las nociones de autor y original. Creemos que no es posible entrar en el campo de
lo posible de la existencia, con todos los riesgos que esto implica, sin efectuar
rupturas significantes operadas desde el robo y la traición. Empezando por la
traición al principio de identidad montado sobre los conjuntos bien circunscriptos de
la opinión manejada hoy por los massmedia. Lo que construye Menard es el
Quijote como performance, como resultado en el que se juega el instante para
todos los tiempos, como en una tirada de dados sobre la cual se harán todos los
cómputos de las tiradas anteriores y el filum probabilístico de las posteriores.Si el
Quijote de Menard es radicalmente distinto al de Cervantes, en cuanto que ha
sufrido el barrido de un universo de referencia, en ruptura con el significado del
Quijote cervantino, el de Menard se lee siempre desde una performance que se
construye totalmente sobre la emergencia. Lo que Menard nos da, así, es la
multiplicidad sobre la repetición de tantos Quijotes como lectores del Quijote. Es
sabido que Borges se enorgullecía de libros que había leído, y no tantos de los que
había escrito. Es sabido que alguna vez afirmó que todos los hombres en el
vertiginoso instante del coito son uno solo, que todo hombre que repite una línea de
Shakespeare es Shakespeare, que Shakespeare se parecía a todos los hombres
excepto en que se parecía a todos los hombres. Y ya lo dije Henry Miller: para todo
Hamlet nacido, la única vía a seguir es la que Shakespeare le trazó. Pero no por
ello pensamos en la sinsalida heideggeriana como instancia en la que no nos queda
más que hacer que entregarnos a la desolación de no poder realizar nada que haya
sido hecho antes, sino prestarnos a las veleidades del pensamiento nietzscheano
de mutar sobre la intensidad del campus de la historia, pues todos somos “todos los
nombres de la historia”. He ahí el humus de la intensidad en su concatenación
matricial sobre la línea del afecto y el precepto, que rompe toda opinión, así como
toda significación, entregándonos a la aventura de explorar con los restos que
siempre han desperdigado por el cosmos.

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Borges nos dice que a comienzos del siglo XX, el novelista francés, Pierre Menard,
concibe un proyecto fantástico: “producir unas páginas que coincidieran –palabra
por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes”. La coincidencia de
la que habla Borges aquí debe ser producida por el sobrevuelo absoluto de la
creación como emergencia siempre renaciente en el instante. “No quería componer
otro Quijote –lo cual es fácil, sino el Quijote”, agrega Borges-Funes-Menard, con el
humor que lo caracteriza, y que parece formar de su idiosincrasia más inveterada.
Es probable que ninguno de nosotros pueda igualarse a la empresa de escribir el
cuento de Borges, sin pretender olvidar que alguna vez tuvimos la posibilidad de ser
un Argentino con la vocación literaria de un Borges, y tuvimos la oportunidad de
serlo no por el hecho ineluctable de haberlo sido antes de nacer y con la posibilidad
inaudita de que el lisaje del tiempo retroactivo hiciera un barrido de la poesía
panteísta del mismo Borges. Ya un poema que lleva como título G. A. Burger,
Borges nos decía: “...al igual de todos los hombres, dijo y oyó mentiras, agonizó de
amor muchas veces, y tras la noche del insomnio mereció la gran voz de
Shakespeare, en la que están todas las otras, y con falso descuido limó un poema
en el estilo de su época...sabía que el presente no es otra cosa que una partícula
fugaz del pasado, y que estamos hechos de olvido, sabiduría tan inútil como los
corolarios de Spinoza y las magias del miedo. En la ciudad de una sola margen,
unos dos mil años después de la muerte de un dios, Burger está solo, y ahora,
precisamente ahora, lima unos versos.”

Pierre Menard, autor del Quijote, adquiere su autoconsistencia sobre la línea


borgeana que trabaja con el robo, las dudosas referencias, la concatenación
matricial de citas falseadas, y donde lo real es materia de una producción en la que
hasta los sueños sirven como focos mutantes de autoproducción existencial a partir
de una ruptura significacional totalmente girada sobre las co-creaciones.
Menard “recuerda”, teniendo en cuenta que recordar es fabricar la realidad que de
alguna manera no ha quedado empastada en la memoria individual, sino en la
memoria del ser como sinsalidad que funda el habitar. Menard recuerda: “Mi
recuerdo general del Quijote simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy
bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito.” Y a partir del
imposible recuerdo sobre la postulación de su imagen, se da a la tarea de romper
con el azar, a favor de una posibilidad que está fusionada, gracias al instante dado
en la emergencia, y dado como imagen creada en el recuerdo, imagen con la que
rehace la imposibilidad como origen de la posibilidad (pues sólo importa el
resultado, al estar el pasado sobrecodificado el presente en el que vivimos:
“Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible
que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente
precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un
poco a la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído
el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea.” Es así que
Menard rompe también con la complacencia de la opinión, al postularse él mismo
como problema: él es el problema que debe construir, o reconstruir, para que el

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azar no se libre al azar como paso de una energía no realizada a la actualización de
un real, sino como problema que no ahorra la energía en el derroche del instante
sino para deshacer la imagen del pasado al construir el recuerdo, construyéndose él
mismo como el problema a resolver (pues todo problema tiene el paso como el
tabique o la criba mediante la cual un virtual –no azaroso- se actualiza). Y esto es lo
que constituye el mundo como juego, el tiempo como juego, la creación como
juego, en el que el mismo azar es expulsado en beneficio de nuevas
configuraciones de lo real. Lo real como juego. Y que conste que si es un juego
solitario, no es el del dios solitario que calcula al crear...
Menard sigue diciendo: “Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La
primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológica; la segunda me
obliga al texto ‘original’ y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación. A esas
trabas artificiales hay que sumar otras, congénitas. Componer el Quijote a principios
del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX
es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años cargados de
complejísimos hechos. Entre ellos para mencionar uno solo: el mismo Quijote”. Pero
en su decir no vemos que su obra sea la necesidad en pasta, sino el arribamiento al
ser capaz de lo que acontece, lo que se dirime como única regla de moral.

La “imagen del Quijote”, abordada como creación del recuerdo es “justo una
imagen”, sin interpretación que la coloque sobre lo moral de estilo “imagen justa”, o
algo por el estilo. Y esta imagen no es la equivalencia de la muerte (toda imagen
como inmovilidad, como muerte, como foto) y no responde a la exactitud recopilada
en una remota idea de lo que es el libro de Cervantes, y no es la reducción por el
olvido y la indiferencia de lo que escribió Cervantes, y lo cual fue leído de un modo
irresponsable. “Justo una imagen” nos remite a la creación como responsabilidad en
la lucha contra el caos que libra todo aquél que quiere dar algo a los hombres y al
mundo, y que entiende la obra como auto-enriquecimiento del mundo y del hombre,
por más solo que trabaje en su obra “solitaria”. Es justo una imagen aún más si se
da en el laberinto de la soledad que nos propone la imposibilidad de vivir como
materia desértica con la que construimos todos nuestros modos de ser en el
mundo.

Es bueno pensar que no hay dado de antemano, así el instante creador nos entrega
también la responsabilidad del creador para con su obra. Es bueno pensar, como
Menard, que el Quijote no ha sido escrito. No escrito, pero sí leído, podría afirmarse,
frase paradójica que privilegia por sobre todo al co-creador difumado en la
emergencia de todos los estados de lo posible.

No es de ninguna manera azaroso que Menard ensaye preferentemente la


emergencia del capítulo IX del Quijote, puesto que allí el problema se presenta
como posibilidad de lo imposible y como imposibilidad de lo posible para poder
devenir otro:

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“Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja
pendiente al autor de esta historia, esta batalla, disculpándose que
no halló más escrito de estas hazañas de don Quijote, de los que
deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor de esta obra no
quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes
del olvido ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la
Mancha, que no tuviesen en sus archivos o en sus escritores
algunos papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con
esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible
historia…”

Y no es azaroso dejar algo en suspenso cuando de lo que se trata es de intercalar


materia a lo posible para no dejar paso a la sorpresa y sí preparar el instante sobre
la sazón de la elección: toda la existencia está en juego en cada instante, y la
creación tiene como metamodelo temporal el instante. El instante es creador, y su
obra acude al olvido. Y al plantear un segundo autor –Cide Hammete Benengelli-
Cervantes no hace más que multiplicar las posibilidades de que su obra responde a
una imagen previa de la que sólo se puede dar cuenta creándola. Digamos que
cuando hay ruptura con el azar se difunde un proceso que tiene la catálisis como
línea creativa de su emergencia.

El capítulo siguiente añade nuevos focos catalíticos. Un día, en Alcalá de Toledo,


Cervantes recuerda haberse topado con un muchacho que vende unos cartapacios
y papeles viejos , escritos en caracteres árabes, y como su pasión es leer “hasta los
papeles rotos de las calles” (como todo buen lector de letreros y vallas callejeras)
cae en la tentación de querer enterarse de lo que en ellos estaba escrito, por lo que
le pide al muchacho –que sabe árabe- trajinar los cartapacios y así enterarse que
contienen una historia titulada Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por
Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Es así que se rompe el suspenso en el
que nos dejó el capítulo anterior. Pero es así que nos enteramos a que la novela
que inaugura la novela moderna, creando con ello una nueva subjetividad con el
corte enunciativo que ello supone –nuevas maneras de ver e interpretar el mundo,
nuevas maneras de amar, de crear, de ser responsable, de ser social, etc- le
sucedió lo mismo que lo que le sucedió a la Metafísica de Aristóteles que de alguna
manera inaugura la subjetividad de Occidente. De alguna manera, nuestra identidad
siempre la tenemos de prestado, como resultado de un rodeo al que no
pertenecemos y que se da en el punto de múltiples vertientes de un rizoma en el
que las desviaciones puntúan el camino antes de constituirse como en conjunción y
a partir de él.
A resultas de tal robo involuntario de Cervantes, ¡El Quijote estaba escrito en una
lengua extranjera, la morisca! No nos extraña, a nosotros los ladrones, enterarnos

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que las más bellas obras están escritas en una especie de lengua extranjera.
Recordemos la imagen en exergo, a manera de anécdota que cuenta Borges: Él
leyó, en la infancia, el Quijote, en una edición inglesa, y cuando cuando luego, más
tarde, lee el “original”, en español, piensa que se trata de una mala traducción.

De este modo Cervantes se enfrenta al pasaje donde su calidad de ladrón se vierte


en responsabilidad por la obra y la creación en la obra : “Apartéme luego con el
morisco por el claustro de una iglesia mayor y roguéle me volviese aquellos
cartapacios todos los que trataban de don Quijote en lengua castellana, sin quitarles
ni añadirles nada” . Ladrón y ser responsable se intrincan en un mismo ámbito en el
que ser de alguna manera se elige sobre el metamodelo de una cartografía en la
que la exploración no se veda en la aventura de poder verse sin rostro, sin identidad
pre-establecida.

En Pierre Menard, autor del Quijote se enuncia el equivalente de un suspenso


igual y resuelto de un modo en el que lo idéntico sólo sirve para poner de relieve lo
diferente. Pues lo que Menard se propone escribir no es “otro Quijote, lo que es
fácil”, lo que él intenta hacer es escribir “El Quijote”. Autopoiesis de un sentido que
todavía no ha sido dicho en lo que las obras han dicho y que funda de alguna
manera el comentario como comentario del comentario en el infinito de la palabra
como estilo, como sintaxis de afectos y preceptos.

Menard hace un barrido todas las variantes al “texto original”, y hace ver el texto
como construido por una invariante hecha de variaciones y de la cual resulta su
Quijote en identidad aporética con el de Cervantes, palabra a palabra y afecto por
afecto idéntico al Quijote de Cervantes. Este minucioso responsabilizarse que se da
tanto en la obra de Borges como en la de Cervantes está diagramatizado desde el
robo en la identidad maquínica que nos da todos los lugares por los que podemos
quedarnos en el habitar fundado sobre la sinsalida de los siendos y las aporías de
la originalidad. Identidad aporética de la sabremos como la abstracción de lo
diferentes se nos en lo se da como siendo, y que nos hace “recordar” los cuadros
del pintor Titorelli del proceso de Kafka. Ya Foucault nos hablaba de esa
desgarrada identidad que mana de lo diferente. Y si la abstracción en el problema,
que en este caso nos retrotrae desde la tensión entre lo diferente y la repetición,
nos conduce al algo más que un retrotraer, es porque la abstracción nos muestra
que lo que es repetición se enfrenta con la redundancia para mostrarse como la
verdad de lo diferente, pues ocurre que hay varias clases de repetición, y que la
abstracción finalmente muestra a la repetición mecánica (la de lo mismo, sobre la
que se diseña la identidad) es una repetición que recubre la repetición vestida de lo
diferente. Es así, por ejemplo, que Borges asevera que los capítulos escritos por
Menard son idénticos, pero “infinitamente más ricos que los redactados por
Cervantes”:

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“Es un revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Este, por
ejemplo, escribió Don Quijote”
(primera parte,
noveno capítulo):

...“La verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo,


depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso
de lo presente, advertencia de lo por venir”.

Redactada en el siglo XVII, por el “ingenio lego”, Cervantes, esa enumeración es un


mero elogio retórico de la historia.
Menard, en cambio,
escribe:

...“La verdad cuya madre es la historia, émula del tiempo,


depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso
de lo presente, advertencia de lo por venir”.

La historia madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de


William James, no define la historia como una indagación de la realidad, sino como
su origen. La verdad histórica para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que
sucedió. Las cláusulas finales –ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo
por venir– son descaradamente pragmáticas.

También es vívido el contraste de los estilos. “El estilo arcaizante de Menard –


extranjero al fin– adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja
con desenfado el español corriente de su época”
Para nosotros, Borges envuelve el supenso que en la obra cervantina se da como
inconclusión de la historia de los dos caballeros para superponerse sobre la
identidad de la obra (identidad en el sentido de su genealogía), en la cuestión del
palinpsesto que se va reeditando en la formulación del creador desde el momento
en que lo concibe en el instante creador desde plantea una materia de lo posible
como materia de elección, imposible de eludir desde el momento en que se da
como responsabilidad para con esa instancia creativa, instancia de la diferencia.

El sentido de una obra pues emerge en el acto con el que se la crea en un punto
catalítico de enunciación en el que agenciamiento se revela con su polaridad de

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afectos y preceptos con el que se enfrenta a la tarea por realizar desde lo posible
infinito sobre el caos del azar deviniendo complejidad. Se postulo, en el orden de la
semiótica, que para Borges y Cervantes todo texto es palinpsesto de un gesto que
la debe poner sobre el campo de la realización sin dejar de coartar su parte de
virtual. Pero Borges lleva al límite esta operación realizando el humor del recuerdo y
su imagen imposible al relevar el Quijote efectuada por Menard en tanto que
inexactitud de la identidad como desfase con el que juega la diferencia, puesto que
el texto cervantino no repercutía sobre el contexto de Cervantes del mismo modo
que lo hace el texto de Menard. Y es gracias al lisaje retroactivo con el que el
pasado es foco catalítico de mutaciones existenciales, pues los preceptos y afectos
de Cervantes se completan con la empresa de Menard

En esta maquinismo abstracto hay pues repercusión de la obra sobre el contexto.


Con ello entramos de pleno en la semiótica de la enunciación, pues existen tantos
Quijotes como lectores del Quijote. O si se prefiere: cada época se encuentra con
todas las épocas, tranformándolas.

Borges, es decir, Menard, escribe el Quijote, percutiendo desde su rizoma


(laberinto) su propia manera de ser y su propia identidad con otros tantos datos de
alteridad alterificada o mutada. Así como hay falsos problemas, y el de la
originalidad es uno de ellos, también hay “malas lecturas”. Leer mal es no saber que
la escritura está implicada en la lectura en cuanto manera crítica de abordar los
contextos. Como antídoto podríamos proponer leer “entre líneas”, “leer al revés”:
donde encontremos una contradicción no derivar de ello una identidad sino un
recuerdo con toda la carga contextual de transformación de la realidad que ello
conlleva). Aún más, el más eficaz remedio contra la flojedad de la mala lectura
consiste en la práctica del “robo”, de la “traición”. El estigma funesto del robo en
literatura (plagio, copia) se sostiene con las nociones canónicas de autor y original.
Nociones que se montan sobre la opinión y su carga de redundancia construida
sobre la lógica de la identidad. Menard “roba” a Cervantes cada palabra, cada línea
del Quijote para romper la significancia y darles una nueva enunciación, un nuevo
horizonte, como cuando se da a los pájaros que golpean la ventana una nueva
oportunidad para volar, después de haberlos mantenido un poco al calor de
nuestros hábitats. Nuevo enunciación construida sobre la ruptura de la significación,
y para mostrar que el significado es un efecto mas del lenguaje, y no el que prime
sobre los otros modos de siendos.
Para concluir, creemos que cuando arriba, al empezar nuestro texto hablamos de
razones inconfesables, nos remitíamos a ese carácter mediante el cual podemos
relacionar robo y responsabilidad sin avergonzarnos de ello pues pensamos que el
habitar no se hace sobre piedras ya fijadas e inamovibles sino por la composición
heterogénea de materias de elección provenientes de toda suerte de semióticas y
acciones; y si podemos avergonzarnos es por la indignidad de no poder hacer nada
por transformar los estados de cosas so pretexto de cualquier manierismo de las
praxis infinitas que las condenen de antemano, sacralizándolas, reduciéndolas, etc.,
etc.

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