You are on page 1of 137

CARLO MARÍA MARTINI

Hombres y mujeres
del Espíritu

Meditaciones sobre
los dones del Espíritu Santo

EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA


1998
PRÓLOGO

No es un mero trámite el hablar del Espíritu Santo en el segundo


año del camino de preparación para el gran jubileo del año 2000,
que el Papa ha querido que toda la Iglesia dedicara a reflexionar
sobre el Espíritu. Se trata de algo mucho más importante.
«Sin el Espíritu, Dios está lejos, Cristo pertenece al pasado, el
evangelio es letra muerta, la Iglesia es una simple organización, la
autoridad es dominio, la misión es propaganda... Pero, en el Espíri-
tu, el cosmos bulle y gime con los dolores del Reino, se hace pre-
sente Cristo resucitado, el evangelio es fuerza de vida, la Iglesia
significa la comunión trinitaria, la autoridad es servicio liberador, la
misión es Pentecostés»: así se expresaba Ignacio IV Hazim, pa-
triarca de la Iglesia greco-ortodoxa de Antioquía.
Y el cardenal Martini, arzobispo de Milán, en su última carta pas-
toral a la diócesis, Tre racconti dello Spirito, escribe: «Lo que real-
mente está en juego es la apertura a lo invisible, la experiencia del
Trascendente, el encuentro con el Espíritu, que es Señor y dador de
vida y capaz de suscitar la novedad de Dios incluso en los corazo-
nes o ambientes más cerrados, apesadumbrados y esclerotizados».
Para que la narración del Espíritu no se pierda en las complica-
das abstracciones de cierta teología ni se disipe en la niebla de en-
tusiasmos que rondan con lo efímero, el instrumento de los Ejerci-
cios Espirituales es sin duda muy eficaz.
De este convencimiento ha nacido la decisión de publicar las me-
ditaciones dirigidas por el arzobispo de Milán en unos Ejercicios Es-
pirituales.
El presupuesto en que se basan estas meditaciones es suma-
mente sencillo y teológicamente preciso: la obra perfecta del Espíri-
tu es Jesús. Por eso se nos ofrecen algunos rasgos de su vida, tal
como los proponen los evangelios, con amplias referencias al Anti-
guo Testamento, en cada una de las cuales podemos ver la lumino-
sa manifestación de un don del Espíritu.
De forma paralela —ya que en Jesús nosotros participamos de
estos dones— va tomando forma, a medida que se desarrollan las
reflexiones, lo que en la primera de ellas se define como «una an-
tropología cristiana». O sea, una ciencia de la persona humana,
descrita magistralmente tanto en sus opacidades como en la rique-
za de sus virtualidades y en la belleza de su realización. En efecto,
los cristianos no somos distintos de los demás: todos somos hom-
bres y mujeres que podemos alegrarnos de alcanzar la plenitud de
nuestra propia humanidad en la medida en que nos dejemos con-
ducir dócilmente cada día por el Espíritu.
Estamos convencidos de que estas páginas constituirán para
quienes las lean y reflexionen una ayuda muy válida para orientarse
en la arriesgada aventura de la existencia y en las vicisitudes de la
historia de nuestros días.
El Decálogo que hemos añadido al libro forma parte de la carta
pastoral del cardenal Martini que antes citábamos; creemos que se
trata de un instrumento de verificación, ágil y de gran utilidad, para
cada persona, para las familias y para las comunidades
Es de desear que todos seamos capaces de reflejarnos en él y en
estas páginas, de forma que podamos testimoniar en nuestro tiem-
po y en nuestra sociedad que Jesús Resucitado quiere tomar pose-
sión, mediante su Espíritu, de los corazones de todos los hombres y
mujeres de la tierra.
INTRODUCCIÓN

Para nuestros Ejercicios, deseo partir de dos iconos o imágenes:


—La primera es la del millón de jóvenes que se reunieron en
París para rezar, cantando al unísono y escuchándose mutuamente.
Es, ante todo, la imagen de la esperanza de la Iglesia, un signo
de su futuro; es la esperanza del mundo, ya que para el futuro de la
civilización tenemos que confiar en los jóvenes.
Y es también la imagen de la Iglesia en torno al Papa, con los
obispos, los sacerdotes, los religiosos; es, por tanto, una imagen
sintética de la Iglesia dispersa por el mundo y reunida excepcional-
mente en unidad incluso visible.
Finalmente, ese millón de jóvenes nos recuerda a los millones de
jóvenes que no estaban allí, por haber ignorado voluntariamente to-
da invitación, prefiriendo quedarse lejos.
Es también la imagen de quienes comenzáis ahora los Ejercicios:
esperanza de la Iglesia y de la diócesis, que cuenta con vosotros
para su porvenir; Iglesia en acto, reunida en torno al obispo, en co-
munión de plegaria eucarística; invitación para todos aquellos, jóve-
nes y adolescentes, que andan dispersos y sin rumbo, desinteresa-
dos, tibios y perezosos.
Os invito a vivir estos días de Ejercicios en el contexto de la Igle-
sia universal en que estamos, en la experiencia de la Iglesia particu-
lar en que vivimos, en la memoria orante de todos los que no cono-
cen nuestra experiencia. Estáis llamados a cuidar la fe de todos.
Ciertamente, este retiro se orienta al progreso espiritual de cada
uno de nosotros (como luego diremos); pero es también participa-
ción en una responsabilidad eclesial. Vosotros lleváis en vuestra
oración, aunque a veces no penséis directamente en ello, a todos
los jóvenes y adolescentes, a todos los hombres y mujeres de la
Iglesia de Milán y de toda la Iglesia.
—La segunda imagen de la que deseo partir es la de Santa Tere-
sa del Niño Jesús, que será proclamada doctora de la Iglesia el
próximo 19 de octubre. Murió el 30 de septiembre de 1897, a los 24
años, y será la más joven entre los doctores de la Iglesia, y quizá la
más conocida en nuestros días. Ponemos estas jornadas bajo su
protección; a lo largo de las meditaciones, intentaré recordar algu-
nos pasajes de sus escritos, con el deseo de que nos enseñe el
«pequeño camino» para llegar a Dios o, mejor dicho, el camino
«justo», ya que lo de «pequeño» podría ser mal interpretado.

1. Para qué sirven los Ejercicios

Tenemos a veces ideas confusas sobre la finalidad de los Ejerci-


cios. Creemos que sirven para hacernos un poco mejores, para co-
rregir algunos de nuestros defectos, para llenarnos de buenos pen-
samientos, con la esperanza de no olvidarnos pronto de ellos...
Pero en realidad sirven para otra cosa. Voy a indicaros cuatro ob-
jetivos a alcanzar ahora, en estos días, no luego.
Primero: dar un tiempo más largo y sereno a la escucha de la Pa-
labra. Es algo que ya hacemos en la vida cotidiana, pero a veces de
un modo un tanto apresurado. En los Ejercicios podemos situarnos
con calma ante la Palabra y dejarnos alimentar abundantemente por
ella.
Segundo: dar un tiempo más largo a la oración, tanto vocal como
mental, y saborearla, de manera que nos acostumbremos a orar sin
prisas.
Tercero: los tiempos más largos de escucha y los espacios más
prolongados para la oración son la premisa para conocer mejor qué
quiere Dios de mí, en mi vida. Lo que hago, ¿lo hago de la forma
que Dios quiere? ¿Estoy de verdad interpretando esa divina volun-
tad, que es mi felicidad y el logro de mi vida? Durante el año no lo-
gramos detenernos a pensar, y vivimos nuestros compromisos tal
como vienen, uno tras otro. En estos días, nos ponemos delante del
Señor para que sea Él quien nos indique lo que desea de nosotros.
Que cada cual se pregunte: ¿cómo tengo yo que tomar en mis ma-
nos mi vida para que Él confirme una vez más mi ofrecimiento de
una forma nueva y para que yo responda mejor a su designio de
amor sobre mi existencia?
Cuarto: en consecuencia, los Ejercicios sirven también para mirar
cara a cara nuestras resistencias a la voluntad de Dios —que es,
por otra parte, la voluntad de la Iglesia, los sucesos de cada día, las
exigencias pastorales y espirituales—. A menudo no reparamos en
las resistencias presentes en nosotros y seguimos adelante como el
que, caminando aprisa por una habitación oscura, tropieza aquí y
allá. En estos días de Ejercicios, la luz es mayor y caemos en cuen-
ta de los obstáculos, de los estorbos, de las rémoras que nos impi-
den avanzar; percibimos los motivos de nuestro continuo malhumor,
de las excesivas repugnancias y rebeldías que sentimos.
Y descubrimos las resistencias para vencerlas en la fuerza del
Espíritu. Recuerdo una hermosa expresión de santa Teresa del Ni-
ño Jesús que puede aplicarse perfectamente a nuestra situación.
En una carta a la madre Inés de Jesús, escribe: «Creo que el traba-
jo de Jesús en este retiro va a ser apartarme de todo lo que no sea
Él» (Carta 54).
A los cuatro objetivos que he subrayado añado una pregunta per-
sonal, que os pido os planteéis esta tarde o mañana por la mañana:
¿Cómo me gustaría salir de estos Ejercicios?

2. Tema y título de las reflexiones

El tema es bastante obvio, ya que el Papa nos propone para este


segundo año del camino hacia el jubileo del año 2000 que dedi-
quemos nuestras reflexiones al Espíritu Santo.
Pero no voy a daros un curso sobre la teología del Espíritu Santo;
me gustaría más bien meditar sobre los dones del Espíritu. San
Ambrosio es uno de los primeros Padres latinos que escribió un lar-
go tratado sobre el Espíritu Santo y elaboró una teoría, aunque
sintética, de los dones. En su comentario al Salmo 118, partiendo
del «temor de Dios», traza un itinerario gradual ascendente hacia el
don de la «sabiduría», invirtiendo la lectura clásica que pone como
meta final el «temor de Dios».
Así pues, nos dejaremos ayudar también por San Ambrosio, por
la tradición antigua, medieval, espiritual, teológica, para comprender
cómo actúa el Espíritu Santo en la Iglesia por medio de sus dones.
Sin el Espíritu, la Iglesia es débil, inerte, está petrificada; es el Espí-
ritu el que da vida, el que garantiza la vivacidad y la libertad cristia-
na, cuyo mejor signo y expresión lo constituyen sus dones. Sin los
dones del Espíritu, las mismas virtudes se muestran apagadas. La
riqueza dinámica propia del Espíritu Santo la pudimos captar en
aquella imagen de los jóvenes en París, y hoy se os entrega a voso-
tros.
De ahí el título de nuestras meditaciones: Hombres y mujeres del
Espíritu.
¿Qué imagen de persona consagrada brota de la reflexión sobre
los dones del Espíritu Santo? ¿Qué quiere hacer el Espíritu en el
hombre y en la mujer particularmente consagrados al servicio del
Evangelio en la Iglesia local, en estrecha relación con el obispo, pa-
ra que pueda decirse que están realmente llenos de Espíritu Santo,
lo mismo que María de Nazaret?
No cabe duda de que María es la mujer llena de Espíritu Santo;
pero con este mismo título me gustaría designar a todo hombre y a
toda mujer en quienes el Espíritu expresa sus riquezas, su vivaci-
dad, su creatividad multiforme e imprevisible, a menudo escondida y
misteriosa, pero no por ello menos brillante. Es típico el ejemplo de
Teresa del Niño Jesús: exteriormente no se advierte nada, pero su
interioridad profunda está llena de colores, de luces, de matices
siempre nuevos.
Hace algún tiempo, peregriné a Lisieux con los sacerdotes de la
diócesis, y todos nos sentimos impresionados por el hecho de que
el mensaje de Teresa se percibe en aquellos pocos metros cuadra-
dos en los que se desarrolló su existencia: primero, de niña y de
adolescente, en la casa de Buissonets, una casita de muñecas; y
luego en el estrecho perímetro de un monasterio bastante pequeño,
del claustro al huerto y a la pequeña habitación que vio su agonía y
su muerte. En este modesto escenario se vislumbra una riqueza
espiritual extraordinaria. Teresa es la mujer del Espíritu que trabaja
en el silencio y crea obras maestras como preciosas miniaturas de
color y de sentido. En efecto, el Espíritu no está necesariamente en
las grandes manifestaciones llamativas y radiantes a los ojos del
mundo.

3. El método

En cuanto al método de nuestros Ejercicios, me he dejado inspi-


rar por una idea teológica, tomada de un gran autor espiritual, el je-
suita Louis Lallemant, a mi juicio uno de los mayores doctores sobre
el Espíritu. Vivió de 1588 a 1635 y no escribió nada, pero sus discí-
pulos recogieron sus pensamientos, enormemente incisivos, en el
libro La doctrina espiritual.
Os cito un pasaje muy interesante: «Deberíamos acostumbrarnos
a estudiar en el Evangelio los dones del Espíritu Santo y aquellas
acciones realizadas por nuestro Señor en las que más influyeron
dichos dones». Se trata de una idea teológica: ¿cuál es la obra ma-
estra del Espíritu?; ¿qué hace el Espíritu? Hace a Jesús. Jesús es
la obra maestra del Espíritu. Por tanto, será muy hermoso estudiar
en los evangelios cómo el Espíritu llena de sus dones a Jesús,
cómo reposan sobre Jesús la sabiduría, el entendimiento, el conse-
jo, la ciencia, la fortaleza, la piedad y el temor de Dios. Sugiere La-
llemant: «En las parábolas ejerció una gran influencia el don de en-
tendimiento; en el discurso de Jesús a los discípulos, después de la
última cena, actuó particularmente el don de sabiduría. Un alma
iluminada por la luz del Señor reconocerá fácilmente en los relatos
de la sagrada Escritura, en el Evangelio, en los Hechos de los
Apóstoles, la sabiduría suprema de las narraciones».
Movido por estas palabras de Lallemant, así como por mi cos-
tumbre de recurrir ante todo a la Escritura, os propondré, por tanto,
algunas meditaciones, en parte sobre los evangelios, y en parte so-
bre los dones del Espíritu.
Escogeré en cada ocasión un pasaje de la Biblia siguiendo, de un
modo o de otro, algunos episodios de la vida de Jesús en los que
resplandece cada uno de los dones del Espíritu, para reflexionar a
continuación sobre ese don en Jesús, en María, en los santos, en
nosotros, en nuestra experiencia de cada día.
Un método que desea suscitar en vosotros momentos de oración,
de relectura del texto bíblico, de meditación, de examen sobre el
don del Espíritu que tenéis... o que no tenéis y deseáis tener.

4. Las actitudes para el trabajo de los Ejercicios

El de los Ejercicios es un trabajo preciso, delicado, que requiere


disciplina interior, disciplina del Espíritu. Indiquemos además que el
término «Espíritu» tiene diversos sentidos: está el Espíritu y está
nuestro espíritu. Entre los dos hay una profunda afinidad, y san Pa-
blo los usa a veces indistintamente para indicarnos que el nuestro
es espíritu en cuanto que es dependiente y está bajo el influjo del
Espíritu creador.
Señalo cuatro actitudes fundamentales para que viváis bien el
trabajo que os aguarda.
La actitud que podríamos llamar de soltura. El Espíritu es el que
respira, y para acogerlo no hemos de ser rígidos ni siquiera en la
oración, como si quisiéramos forzarlo. El Espíritu es puro don, y si
deseamos obtener algo que queremos profundamente, debemos
pedirlo con verdad. Por eso tenéis que evitar forzar la mente y
aprender aquella disciplina del silencio y de la plegaria que es la
suavidad. Naturalmente, al comenzar el camino de la oración uno
siente cansancio, cierto malestar; pero, poco a poco, el cansancio y
el malestar se van superando, y llega uno a ponerse con plena liber-
tad ante los dones del Espíritu y de su gracia. Muchas veces no nos
movemos con soltura, porque nos defendemos de Él. Se me ocurre
el ejemplo del niño que a veces no comprende a quien quiere to-
marlo en brazos para ayudarle, y se defiende, siente miedo, se po-
ne rígido, y no resulta fácil moverlo.
La actitud del silencio. El trabajo de los Ejercicios se lleva a cabo
a través de la purificación de muchos pensamientos, fantasías, sue-
ños, tacañerías, sospechas, suposiciones, juicios...
A este propósito, me acuerdo de una frase muy fuerte de Lalle-
mant: «Aunque, después de haber trabajado toda la jornada como
peón, no haya logrado más que desembarazarme de un pensa-
miento inútil, tendré que considerarme generosamente recompen-
sado».
Para vivir el silencio interior es preciso apartar todo lo que nos
perturba, lo que trae a nuestra memoria sucesos pasados, lo que
nos disipa. La expresión de Lallemant es intencionadamente exage-
rada, pero subraya perfectamente la importancia de luchar contra
los pensamientos inútiles, no a base de esfuerzos, sino reanudando
continuamente la oración con la certeza de la presencia del Señor
en nosotros. Se trata, por tanto, de un silencio activo y vigilante. Si
aprendemos a vivirlo, sabremos también enseñárselo a los jóvenes,
y los resultados serán óptimos. Pude experimentarlo en París, du-
rante la primera catequesis que tuve con unos 1.500 jóvenes recién
llegados de sus países de origen, cansados y fatigados. Mientras
hablaba, la traducción simultánea en diversas lenguas resultaba un
tanto fastidiosa; no ayudaba a crear una atmósfera de recogimiento.
Pero en los veinte minutos de silencio previstos después de mi ex-
plicación, aquellos jóvenes se mantuvieron en un silencio perfecto.
Lo mismo ocurrió en la catequesis siguiente, que tuve en el mayor
palacio de deportes del mundo, en presencia de unos 10.000 jóve-
nes.
Los jóvenes son capaces de estar en silencio; y es muy importan-
te que haya personas que les den ese testimonio y les enseñen a
hacerlo.
La tercera actitud es la oración mental y vocal. A diferencia de
cuando, en los Ejercicios, se hacían cuatro meditaciones en común,
ahora el número se ha reducido a dos, y cada cual puede disponer
el resto de la jornada según sus propias exigencias. Mi consejo es
que os dediquéis a la meditación silenciosa inmediatamente después
de haber escuchado la explicación, paseando o retirándoos a la ca-
pilla. En todo caso, no hay que dejar a la casualidad o al sentimiento
los momentos de la oración (ahora tengo ganas de orar y ahora no),
sino que debéis regularlos con un orden determinado y concreto.
Finalmente, será útil que ordenéis también los momentos de lectura;
además del pasaje del evangelio que os presentaré en la medita-
ción, os sugiero que leáis algún otro texto del evangelio de Lucas o
del otro libro de Lucas, los Hechos de los Apóstoles, que es el libro
del Espíritu por excelencia.

5. Modalidades de la comunicación

La última advertencia práctica se refiere a vuestra comunicación


conmigo, con el que da los Ejercicios.
Tendremos la comunicación pública, la comunicación en la ora-
ción y en la Eucaristía, la comunión profunda en la fe y, para quien lo
desee, podemos tener una comunicación más directa, personal, por
escrito o verbalmente.
Después del segundo día, podremos reunimos todos juntos por la
tarde para un intercambio de reflexiones y de resonancias sobre el
camino que estamos recorriendo, a fin de facilitar la comunión de los
corazones.
Concluyamos ahora con la invocación al Padre que está en los cie-
los, que da el pan del Espíritu a quien se lo pide: «Si, pues, vosotros,
siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más
el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc
11,13).
1

UNA ANTROPOLOGÍA CRISTIANA

«Virgen María, tú que siempre te dejaste guiar dócilmente por el Espíritu y


que brillas como modelo sublime de mujer del Espíritu, intercede por no-
sotros para que lleguemos a comprender cuán grande es el don con que
el Espíritu gratifica nuestro corazón, de modo que le permitamos actuar en
nosotros hoy y a lo largo de toda nuestra vida. ¡Madre del Amor divino,
apóyanos y acompáñanos con tu plegaria!».
La meditación que os propongo pretende hacer que nos centre-
mos en el conjunto de los dones del Espíritu que forman parte de
una antropología del cristiano vivo, del cristiano ardiente. Es, ante
todo, una reflexión fundante, que consistirá en una lectio y una medita-
tio sobre los nueve primeros versículos del capítulo 11 de Isaías, un
bellísimo y conocidísimo pasaje:
«Saldrá un vástago del tronco de Jesé,
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu de Yahvé:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y temor de Yahvé.
Y se inspirará en el temor de Yahvé.
No juzgará por las apariencias
ni sentenciará de oídas.
Juzgará con justicia a los débiles,
y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra.
Herirá al hombre cruel con la vara de su boca,
con el soplo de sus labios matará al malvado.
Justicia será el ceñidor de su cintura,
verdad el cinturón de sus flancos.
Serán vecinos el lobo y el cordero,
y el leopardo se echará con el cabrito,
el novillo y el cachorro pacerán juntos,
y un niño pequeño los conducirá.
La vaca y la osa pacerán,
juntas acostarán sus crías,
el león, como los bueyes, comerá paja.
Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid,
y en la hura de la víbora
el recién destetado meterá la mano.
Nadie hará daño, nadie hará mal
en todo mi santo monte,
porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahvé,
como cubren las aguas el mar»
(Isaías 11,1-9).

1. Lectio de Isaías 11, 1-9 1.

1.1 La estructura
Sólo con escuchar o leer de corrido este texto, se pueden fácil-
mente distinguir dos partes.
La primera describe al vástago de Jesé, lleno del Espíritu del Se-
ñor, lleno de buenas cualidades, de virtudes, de juicios justos (vv. 1-
5).
A continuación, en los vv. 6-9, contemplamos como en un cuadro
los efectos de este gobierno justo y prudente, que pueden percibirse
incluso en la transformación de la naturaleza: los animales salvajes se
amansan como si fueran animales domésticos, las serpientes vene-
nosas hacen las paces con el niño; y, pasando a una imagen marine-
ra, las aguas del mar de la sabiduría cubren el monte del Señor.
La plenitud de Espíritu de ese vástago irradiará sobre la naturale-
za animal y sobre la inanimada.
Se trata, por tanto, de un pequeño poema mesiánico que se refiere
al futuro y que describe una riqueza de prerrogativas propias del
Mesías que ha de venir.

1.2 Afinidad con otras páginas bíblicas


Pero nuestro texto no está aislado, sino que tiene antecedentes y
contactos con otros pasajes bíblicos igualmente conocidos, que con-
viene recordar.
— Ante todo, la famosa profecía de Natán, que se lee el último
domingo de Adviento y que alude ya a María, Madre de Jesús. Diri-
giéndose al rey David, Natán le dice: «Yahvé te anuncia que te edifi-
cará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes
con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de
tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza» (2 Samuel 7,11b-
12). Todos los textos mesiánicos, incluido el de Isaías, se
relacionan con esta promesa fundamental de un descendiente de
David.
En efecto, el vástago brotará del tronco de Jesé, que es el padre
de David.
— Algo similar aparece en el siguiente pasaje de Ezequiel, proba-
blemente anterior a nuestro texto: «Yo suscitaré, para ponérselo al
frente, un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él las apa-
centará y será su pastor... Concluiré con ellos una alianza de paz,
haré desaparecer de esta tierra las bestias feroces. Habitarán segu-
ros en el desierto y dormirán en los bosques» (Ezequiel 34,23.25).
Observemos que también aquí se esboza primero la figura del
pastor, y luego la paz que se deriva de él. No una paz entre las bestias
salvajes y los animales domésticos, sino una paz debida a la desapa-
rición de los animales feroces, de forma que los demás puedan mover-
se con tranquilidad por todos los rincones del desierto.
Hay además otros textos que insisten en la figura o en el origen
del rey.
— Isaías 7,14: «El Señor mismo va a daros una señal: He aquí
que una doncella está encinta y va dar a luz un hijo y le pondrá por
nombre Emmanuel». Se prevé un vástago que ha de nacer y que
será Dios-con-nosotros.
Más claramente aún en Isaías 9,5: «Un niño nos ha nacido, un hijo
se nos ha dado... Y su nombre será "maravilla de consejero", "Dios
fuerte", "siempre padre", "príncipe de la paz"».
Todas estas profecías tienen un denominador común: un rey futu-
ro, portador de paz y de bienes para su pueblo, una criatura que na-
ce, un niño que se nos entrega.
— Más específicamente, un texto de Zacarías reinterpreta la figu-
ra del vástago: «Así dice Yahvé Sebaot: He
aquí un hombre cuyo nombre es Germen: debajo de él habrá germi-
nación, y él edificará el templo de Yahvé. Él reconstruirá el templo de
Yahvé; él llevará las insignias rea les, se sentará y dominará en su
trono» (Zacarías 6,12-13a). El vástago, que es una cosa muy pe-
queña, se hará grande.
— Un último profeta que tiene un lenguaje parecido es Jeremías,
que repite por dos veces: «Mirad que vienen días —oráculo de
Yahvé— en que suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey
prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra. En sus días
estará a salvo Judá, e Israel vivirá en seguro. Y éste es el nombre
con que le llamarán: "Yahvé, justicia nuestra"» (Jeremías 23,5-6;
33,15-16).
Todos estos pasajes muestran con evidencia que la figura de la que
se habla en Isaías 1,1-9 es un rey prometido, que tiene las carac-
terísticas de un buen rey, de un rey ideal.
1.3 Las características del rey ideal
La presencia múltiple del Espíritu del Señor es una fuerza creati-
va, iluminadora, impulsora, decisiva, que impregna a la personali-
dad del rey, por la que en el rey es Dios mismo quien actúa: «Repo-
sará sobre él el espíritu de Yahvé».
Y la operatividad de Dios se explica mediante tres parejas de subs-
tantivos: sabiduría-entendimiento, consejo-fortaleza, conocimiento-
temor del Señor. Son las características fundamentales del buen rey
esperado, los dones de los que se le ha dotado.
— La primera pareja, sabiduría-entendimiento, se refiere al cono-
cimiento, a la capacidad de guiar a un pueblo con rectitud de juicio.
Inmediatamente nos viene a la mente el rey Salomón, en quien la
Escritura ve condensado un optimum de sabiduría y de inteligencia.
Después de la estupenda plegaria que dirigió al Señor para obtener
la capacidad de gobierno (cf. 1 Re 3,6-9), el autor del libro señala:
«Agradó al Señor esta súplica de Salomón, y le dijo Dios: "Porque
has pedido esto y, en vez de pedir para ti larga vida, riquezas, o la
muerte de tus enemigos, has pedido discernimiento para saber juzgar,
cumplo tu ruego y te doy un corazón sabio e inteligente como no lo
hubo antes de ti ni lo habrá después"» (1 Re 3,10-12a).
En el texto de nuestra meditación, Isaías piensa concretamente
en un rey sabio, inteligente, capaz de discernimiento, de juicio, de
gobierno. Son los dones del conocimiento de las leyes, de un cono-
cimiento profundo, inspirado de lo alto.
— La segunda pareja, consejo-fortaleza, indica los dones del
Espíritu que permiten aplicar las reglas justas del vivir en la paz,
gracias al consejo, y en la guerra, gracias a la fortaleza. Se trata, por
tanto, de dones de gobierno práctico.
Respecto al consejo, tenemos otra vez el ejemplo de Salomón en
el famoso episodio de las dos mujeres que se presentan ante él pa-
ra obtener justicia: las dos se disputan a un niño, y el rey pronuncia
su sentencia, expresando una gran capacidad de decidir en cues-
tiones prácticas (cf. 1 Re 3,16-27).
La fortaleza, por su parte, sostiene en las pruebas, en la guerra,
da ánimos para luchar, aun en medio de una debilidad aparente,
contra los enemigos, lo mismo que David aceptó luchar contra Goliat,
contra los enemigos de su pueblo.
Encontramos amplias referencias a los dones de consejo y de for-
taleza en el Salmo 72 (71), que canta las alabanzas de las caracterís-
ticas propias del rey prometido: «Hará justicia a los humildes del
pueblo, salvará a los hijos de los pobres y aplastará al opresor... Do-
minará de mar a mar, desde el Río hasta los confines de la tierra...
Ante él se doblará la Bestia, sus enemigos morderán el polvo... To-
dos los reyes se postrarán ante él, le servirán todas las naciones... Él
librará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara... De
la opresión, de la violencia, rescatará su alma, su sangre será pre-
ciosa ante sus ojos» (vv. 4.8.9.11.12.14).
— La tercera serie, conocimiento-temor del Señor, son los dones de
la religiosidad. Este rey Mesías no es solamente inteligente y capaz
de gobernar en la práctica, sino que es además un rey profundamente
religioso.
Si antes las figuras de referencia eran Salomón o David, aquí, más proba-
blemente, se trata del rey Josías, cuya piedad y sentido religioso se subrayan
en 2 Re 23,25: «No hubo antes de él ningún rey que estuviera orientado como
él a Yahvé, con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas,
según toda la ley de Moisés, ni después de él se ha levantado nadie como él».
Podría brotarnos la pregunta: ¿cómo es que los seis dones del rey
que se resaltan en Isaías 11 se convierten en siete en la Biblia grie-
ga de los LXX?
Para responder, debería empezar por una lección de crítica tex-
tual sobre el paso del texto hebreo al texto griego y sobre la proba-
ble reinterpretación del versículo 3 de Isaías, «Le inspirará el temor
de Yahvé», como parte de la lista anterior de dones.
El hecho es que en la Biblia griega de los LXX, conocida y usada
en el Nuevo Testamento y traducida luego al latín, los dones son
siete, porque el sexto (el temor de Dios) se desdobla con la añadidu-
ra del don de piedad.
Nosotros seguiremos esta tradición más que bimilenaria (los LXX
se remontan a dos siglos antes de Cristo) sobre los siete dones, que
es otra manera de explicitar las tres parejas que hemos considerado:
dones de conocimiento, dones de gobierno, dones de religiosidad.
— Tras la enumeración de las características, viene una nueva
proposición de los dones del rey:
vv. 3-5: «no juzgará por las apariencias», «sentenciará con recti-
tud a los pobres» (dones de sabiduría, entendimiento y consejo);
«herirá al hombre cruel con la vara de su boca» (don de fortaleza). A
la justicia se le añade luego la fidelidad: «justicia será el ceñidor de
su cintura, verdad el cinturón de sus flancos». El autor juega libremen-
te con las cualidades del rey; lo que quiere describir, sobre todo, es la
figura de un rey ideal, en el que es Dios mismo el que actúa.
Así pues, todo viene del Espíritu del Señor, todo es don, inspira-
ción, fuerza de lo alto; en cierto modo, todo es divino: la capacidad
de concebir las ideas, de llevarlas a cabo, de servir al Señor con pro-
funda religiosidad. Se trata, en definitiva, de un rey que se deja pe-
netrar por los dinamismos de Dios, que se deja invadir por su acción
poderosa.
Los vv. 6-9 trazan con fascinantes pinceladas los efectos de una
paz sinfónica en la naturaleza, de una armonía recobrada en el
cosmos, de un gozo paradisíaco, de una inocencia recuperada, de
una confianza reconquistada entre todos los seres que pueblan la
tierra. De esta manera se nos invita a contemplar una grandiosa visión
del futuro.
Con esto concluimos la lectio, un momento fundamental, porque
siempre es importante detenerse en el texto, con la conciencia de
que la Sagrada Escritura, el Antiguo y el Nuevo Testamento, es el ali-
mento de nuestro camino.
Antes de pasar a la meditatio, quiero leer unas palabras muy
hermosas e instructivas de mi queridísimo colaborador mons. Ales-
sandro Mezzanotti, recientemente fallecido después de una larga y do-
lorosa enfermedad. En su testamento espiritual, escrito el 21 del pa-
sado abril, durante un retiro, dice entre otras cosas:
«El Señor me ha concedido la gracia de amar la Sagrada Escritu-
ra. He procurado en cada lectura robarle una página de vida, acoger
la voz del Verbo de Dios. He buscado pastoralmente, en la medida
de mis posibilidades, hacer accesible el texto sagrado, introducir a la
gente en la lectura personal de la Biblia. Creo que éste es el camino
de la renovación de la vida cristiana». Había comprendido las inten-
ciones de su obispo y se adhería plenamente a ellas, por connaturali-
dad.
¡Que el Señor os disponga también a vosotros, en estos días, a
acoger la voz de su Verbo!

2. Meditatio sobre el rey mesiánico

1. Pero ¿quién es el rey mesiánico de Isaías y de los textos para-


lelos y afines que hemos recordado? ¿Quién es ese rey tan super-
dotado, sobre el que se posó el Espíritu para inspirarle acciones tan
grandiosas?
— El rey es Jesús, sobre quien reposa el Espíritu del
Señor, como se subraya en Juan 1,33: «Yo no lo conocía, pero el
que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquel sobre quien veas
que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con
Espíritu Santo"».
Jesús es esa plenitud de Espíritu, Él es el rey ideal, aquel en
quien confluyen y se unifican todas las capacidades de conocimien-
to, de gobierno y de religiosidad para formar la figura perfecta del ser
humano. En mi Carta pastoral, titulada Tre racconti dello Spirito, escri-
bo: «Hablar del Espíritu Santo es hablar de un hombre sobre el que el
Espíritu descendió en plenitud, en quien permanece, mora, reposa y
se encuentra a gusto, como en su casa. "El Espíritu del Señor está
sobre mí", dirá Jesús al comenzar su misión (Lucas 4,17). El Espíritu
se expresó a sí mismo de la mejor manera posible en la vida de
Jesús, Hijo del Padre, Palabra hecha carne que grita "¡Padre!" en la
exultación del Espíritu» (parte II, n. 1).
Comprendemos ahora la propuesta del padre Lallemant que os re-
cordaba en la Introducción: «Deberíamos acostumbrarnos a estu-
diar en el Evangelio los dones del Espíritu Santo y aquellas accio-
nes realizadas por nuestro Señor en las que más influyeron dichos
dones»; Jesús, en el Evangelio, resplandece de sabiduría, de en-
tendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor
de Dios.
— En segundo lugar, este rey superdotado son todos aquellos
que permanecen en Jesús, llamados por Él a la plenitud del Espíritu
Santo. «Hablar de lo que es el Espíritu Santo para el hombre es
hablar de lo que El realiza en cada uno de nosotros para hacernos
ser y vivir como Jesús» (Tre racconti dello Spirito, parte II, n. 2). Es el
Espíritu el que hace en nosotros a Jesús y nos colma de todos sus
dones, el que nos hace hijos como Jesús, el que nos hace Iglesia con
Jesús, «cuerpo» de Jesús. El rey mesiánico recibe la plenitud del
Espíritu precisamente para derramarla sobre nosotros.
Y la derrama, ante todo, sobre María: «El Espíritu Santo vendrá
sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lucas
1,35). Del mismo modo, el Espíritu Santo reposa sobre cada uno de los
cristianos: «El Espíritu de Dios habita en vosotros» (Romanos 8,9). La
plenitud de Isaías 11 es para cada uno de nosotros, y realmente los
Ejercicios que estamos haciendo están dominados por la certeza de
que los dones del Espíritu, los dones del rey, son para nosotros. Una
certeza que está en la base de todas las meditaciones que iremos
haciendo.
— Así pues, la riqueza de los dones del Espíritu —que está en
Jesús, en María, en cada cristiano— está en vosotros. Vosotros sois
esas personas del Espíritu, llamadas a estar llenas de la gracia de
Dios. Cito de nuevo a Lallemant: «El que se deja guiar por los dones
del Espíritu Santo se puede comparar con un barco que navega a velas
desplegadas, con el viento en popa; pero el que se deja guiar sólo por
las virtudes y no por los dones, se parece a una barca que sólo avan-
za a fuerza de remos, más lentamente y con mucho mayor esfuerzo y
ruido».
Al practicar las virtudes por obligación, se avanza con dificultad a
fuerza de remos; pero el Espíritu es ese viento favorable que nos
hace caminar ligeros, con agilidad, con entusiasmo, con alegría. Es-
to es lo que constituye la belleza de una vida cristiana auténtica, su
riqueza, su atractivo, su fascinación.
Vosotros estáis llamados a ser reyes que, como el rey de Isaías, os
veáis colmados de dones que tenéis que difundir e irradiar.

2. Ahora merece la pena reflexionar brevemente en aquella teoría


teológica de los dones —¡no se trata de un dogma!— que, partiendo
precisamente de san Ambrosio, se esfuerza por elaborar un orden y
por atribuir a los dones una función para el caminar del cristiano. San-
to Tomás de Aquino intentó más tarde hacer una sistematización global
de la antropología cristiana según el Espíritu Santo, a la que me refe-
riré porque me parece particularmente interesante. Santo Tomás
habla, ante todo, de las tres virtudes teologales —la fe, la esperanza
y la caridad—, sin las que el cristiano no puede ser cristiano: somos
cristianos desde el momento en que Dios nos llena de la capacidad
divina de creer, de esperar y de amar. Sin embargo, estas virtudes que
Dios nos da no son suficientes; es necesario también un actuar divino
inspirado para que el cristiano se exprese como tal en un mundo difí-
cil, denso, obtuso, resistente, contradictorio. Las virtudes son como
las raíces que hay que regar y abonar para que produzcan frutos
continuamente.
De este modo, Tomás vincula en su reflexión los dones del enten-
dimiento, de la ciencia y del consejo con la virtud de la fe, para que
ésta pueda ejercerse con vivacidad, creatividad, soltura y gozo. Los
dones de la fortaleza y del temor de Dios los vincula a la virtud de la
esperanza, para que pueda ser vivida plenamente, incluso en las
condiciones más difíciles y adversas de la vida diaria o en aquellas
otras que exigen heroísmo. Y, finalmente, vincula los dones de la pie-
dad y de la sabiduría a la virtud de la caridad, para traducirla en toda
su riqueza.
Obviamente, no se trata de una sistematización que tengamos que
tomar en un sentido geométrico o matemático: los dones expresan
una vivacidad cristiana, están vinculados entre sí, no se da el uno sin
el otro, ni es posible describirlos con absoluta precisión. Lo que le
importa a santo Tomás es recordar que el hombre, una vez alcan-
zada su plenitud de cristiano, está impregnado de sabiduría, de inteli-
gencia, de devoción, de espíritu de oración, de fortaleza, de pene-
tración, de gozo.
El ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad no se limita a
un mínimo común denominador; al contrario, apunta al máximo y se
encarna en formas siempre nuevas e imprevisibles.
Para completar su esbozo de antropología espiritual, santo Tomás
—siguiendo a otros teólogos y Padres de la Iglesia— conjuga con los
dones las ocho bienaventuranzas evangélicas (y la tradición posterior
se preocupará además de referir a ellos los nueve frutos del Espíritu
de los que habla Pablo en Gálatas 5,22).
Se trata siempre de distintos intentos de designar la indecible viva-
cidad de la vida de gracia en el cristiano.
Deseo observar que Tomás de Aquino supone la imposibilidad de
ser cristiano y de vivir en la práctica las virtudes teologales sin la
plena docilidad al Espíritu Santo; incluso llega a hablar con frecuen-
cia del «instinto del Espíritu». Los dones —y ésta es exactamente la
característica de su enseñanza— son disposiciones que nos permiten
ponernos con facilidad bajo la guía del Espíritu, para vitalizar tanto las
virtudes de la fe, la esperanza y la caridad como las virtudes morales
(prudencia, fortaleza, justicia y templanza).
Esta construcción, que puede parecer un tanto abstracta, está
sostenida por una intuición formidable: es Dios quien actúa y realiza
en nosotros la santidad, quien nos santifica; y es el Espíritu el que
sopla donde quiere.
A mi juicio, la virtud básica, presupuesto de toda la construcción
de Tomás de Aquino, es la docilidad al Espíritu Santo.
Podríamos concluir afirmando que todos los dones del Espíritu
son una anticipación de los «cielos nuevos» y la «tierra nueva», de
la Jerusalén del cielo. El Espíritu nos guía no sólo para alegrar con
nuestro testimonio de vida a un mundo triste, sino para anticipar el
gozo de aquella vida eterna en la que Él tomará plena posesión de
nuestra existencia para unirnos con el Padre y con el Hijo en el gozo
de la visión beatífica. En otras palabras, los dones son un reflejo de la
actividad de Dios Trinidad, derramados sobre nosotros hasta el mo-
mento en que seamos llevados al seno de la Trinidad, que es preci-
samente el Espíritu Santo. Por eso los dones tienen el toque de la
eternidad, anticipan el paraíso, son ya un comienzo de la plenitud de
vida que hay en nosotros.
2

LA PREMISA INDISPENSABLE
PARA LA DOCILIDAD
AL ESPÍRITU SANTO

(HOMILÍA EN EL LUNES DE LA XXI SEMANA


DEL TIEMPO ORDINARIO, AÑO IMPAR)

«Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros, hermanos, y os te-


nemos presentes en nuestras oraciones. Ante Dios, nuestro Padre, re-
cordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor
y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor.
Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido y que
cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros no hubo sólo palabras,
sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda. Sabéis cuál
fue nuestra actuación entre vosotros para vuestro bien.
Vuestra fe en Dios había corrido de boca en boca, de modo que nosotros
no teníamos necesidad de explicar nada, ya que ellos mismos cuentan los
detalles de la visita que os hicimos: cómo, abandonando los ídolos, os
volvisteis a Dios para servir al Dios vivo y verdadero y vivir aguardando la
vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo, a quien ha resucitado de entre los
muertos y que os libra del castigo futuro» (1 Tesalonicenses 1,2-5.8-10).

«En aquel tiempo habló Jesús diciendo: "¡Ay de vosotros, letrados y fari-
seos hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los cielos! Ni en-
tráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren... ¡Ay de vosotros, letra-
dos y fariseos hipócritas, que viajáis por tierra para ganar un prosélito, y
cuando lo conseguís, lo hacéis digno del fuego el doble que vosotros! ¡Ay
de vosotros, guías ciegos, que decís: "Jurar por el templo no obliga, jurar
por el oro del templo sí obliga"! ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más, el oro o el
templo que consagra el oro?
O también: "Jurar por el altar no obliga, jurar por la ofrenda que está en el
altar sí obliga". ¡Ciegos! ¿Qué es más, la ofrenda o el altar que consagra la
ofrenda?
Quien jura por el altar, jura también por todo lo que está sobre él; quien ju-
ra por el templo, jura también por el que habita en él; y quien jura por el
cielo, jura por el trono de Dios y también por el que está sentado en
él» (Mateo 23,13-22).
Vamos a releer estos dos textos bíblicos haciendo una serie de re-
flexiones que los actualicen y nos permitan aplicarlos a nuestra si-
tuación.
1. El documento cristiano más antiguo

La primera Carta de Pablo a los Tesalonicenses es el escrito más


antiguo no sólo del Apóstol, sino de todo el Nuevo Testamento; es el
documento cristiano más antiguo, anterior a la redacción definitiva y
completa de los evangelios. Se trata, por tanto, de una Carta que
encierra un valor especial, incluso en el aspecto arqueológico.
La página que hemos escuchado, hermosísima y rica en muy den-
sas evocaciones, se puede dividir en tres partes.
— En primer lugar, Pablo expresa el grato recuerdo que tiene pa-
ra la comunidad en sus oraciones.
Afortunadamente, la traducción de la Biblia de Jerusalén recoge las
palabras esenciales presentes en el texto griego, que dicen así:
«Hermanos, en todo momento damos gracias a Dios por todos voso-
tros, recordándoos sin cesar en nuestras oraciones». Y no simple-
mente: «Os tenemos presentes en nuestras oraciones», como se
lee en la traducción oficial.
Es un recuerdo lleno de gratitud y que se concreta en tres actitu-
des propias de la pequeña comunidad de Tesalónica, de aquel pri-
mer pequeño grupo de pobres cristianos perseguidos, todavía novi-
cios en la fe. En las tres actitudes leemos la primera mención de las
virtudes teologales: damos gracias a Dios recordando «la actividad
de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra
esperanza en Jesucristo nuestro Señor». Es la tríada característica
del hombre nuevo y de la mujer nueva, en la que se insertan los sie-
te dones del Espíritu Santo para que la fe sea ardiente, la esperan-
za intensa y la caridad viva.
Así pues, se nos invita a guardar un recuerdo grato los unos de
los otros: yo, por los dones que el Señor os ha dado y os sigue
dando; y vosotros por mí, por esta Iglesia, por la Iglesia universal,
por la Iglesia que sufre y se siente atribulada en Bosnia y en los
demás países marcados por la violencia, la discordia y la guerra.
— El segundo párrafo de la carta de Pablo es la constatación de
que el evangelio se ha difundido entre vosotros con «fuerza del
Espíritu Santo». Es interesante que en este primer escrito del Nue-
vo Testamento encontremos la mención más antigua al Espíritu
Santo. El Espíritu es el que ha difundido el Evangelio, es el actor
principal de la evangelización: «Se proclamó el evangelio entre vo-
sotros... no sólo [con] palabras, sino además [con] fuerza del Espíri-
tu Santo y convicción profunda».
No basta con la palabra; es necesaria también la fuerza del Espí-
ritu que convence, que atrae interiormente.
Pido al Señor que el Espíritu Santo sea el agente principal de es-
tos Ejercicios; que no sea sólo aquel de quien hablamos, sino aquel
que nos habla, que se comunica con cada uno de nosotros.
— Finalmente, el Apóstol se siente lleno de gozo al ver cómo,
«vuestra fe en Dios ha corrido de boca en boca». Notemos la prontitud
de Pablo en reconocer este fenómeno irradiante de una comunidad
pobre, pequeña, perseguida (¡los sucesos que se describen en el
libro de los Hechos muestran claramente la fragilidad y la pobreza
de los cristianos de Tesalónica!), pero capaz, a pesar de todo, de di-
fundir el perfume de su fe. Es la fama de todas las cosas sencillas,
que, gracias a Dios, se repite continuamente en la Iglesia. Todavía hoy
vivimos nosotros la fama de la comunidad de San Ambrosio, que era
ciertamente espléndida, viva, pero muy pequeña en relación con el
mundo de entonces, frágil frente al poder de los arríanos; con todo,
realizaba cosas grandes, porque tenía una confianza plena en la pa-
labra de Dios.
Podemos pensar en Santa Teresa del Niño Jesús, que vivió una vi-
da humilde, escondida, pero que ha alcanzado una fama universal.
Vuestra misma comunidad de personas consagradas es poca co-
sa en relación a tantos grupos eclesiales diocesanos; pero se os co-
noce, se os aprecia, se os valora debidamente y se os busca. Pablo
no tenía miedo de que los tesalonicenses se enorgullecieran al sub-
rayar la «fama de su fe», e incluso añadía que esa fama se había
difundido hasta el punto de que «no tenemos necesidad de explicar
nada». La mejor difusión es la que se hace de boca en boca; cuan-
do alguien se relaciona con vosotros, queda contento del encuentro y
transmite su experiencia a otros.
No hay motivos para enorgullecerse; más bien, tenéis que asumir
la responsabilidad propia del que goza de buena fama, ya que la
diócesis —presbíteros y laicos— espera mucho de vosotros. Es la res-
ponsabilidad de haber recibido una tradición, una herencia que es don
de Dios, y de saber que no podríais conservarla si el Espíritu Santo no
os estuviera renovando día a día.

2. Jesús condena la presunción

Esta difícil página de Mateo es una de las más duras de todo el


Evangelio. Jesús, el manso y humilde de corazón, pronuncia pala-
bras de fuego, tajantes; cuando las escuchamos, sentimos que nos
falta el aliento: «¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas..., ne-
cios y ciegos...»
¿Por qué tanta severidad en Jesús? ¿Habrá que seguir tomando
en consideración, después de tantos siglos, estas expresiones des-
concertantes, dirigidas a unos grupos ya extinguidos? ¿Dónde
están hoy los letrados y los fariseos hipócritas?
— En realidad, Jesús, manso y paciente incluso con los pecado-
res más obstinados, no soporta el orgullo, la presunción de salvarse
por sí mismo, de no tener necesidad de Dios. Cuando se encuentra
frente a estas actitudes, llega a irritarse, porque el mayor enemigo de
la salvación es la cerrazón a la gracia, el creerse uno en regla, el
sentirse ufano de sí mismo. Se irrita por amor, para sacudirnos, para
derrumbar nuestras pretendidas certezas de autosuficiencia.
— Y el Espíritu Santo inspiró a los evangelistas para que conserva-
ran para la posteridad estas tajantes palabras de Jesús, ya que el
orgullo, la presunción y la autosuficiencia perduran todavía hoy, sobre
todo entre los que se dicen «buenos». Todavía no han desaparecido
los letrados y los fariseos hipócritas. Y sus peligrosas actitudes reviven
en los cristianos, en los cristianos que se creen mejores que los de-
más. No hay que buscarlos muy lejos: son la cizaña de la comuni-
dad.
El evangelio recoge las amenazas de Jesús, no para que nos indig-
nemos contra los letrados y fariseos de hace dos mil años, sino para
que reconozcamos que el escriba y el fariseo hipócrita están dentro
de nosotros.
Recuerdo en este sentido una fábula interesante que me contó en
Zagreb el cardenal Kuharic, hablando de la cruelad de la guerra. «Un
día —decía—, a la entrada de un gran parque zoológico, pusieron
este anuncio: "En una de las jaulas presentamos al animal más feroz
del mundo". La gente, movida por la curiosidad, acudía al zoo y, si-
guiendo las flechas indicativas, llegaba a una jaula vacía; luego, mi-
rando un poco mejor, cada visitante veía un espejo que reflejaba su
propio rostro». El cardenal Kuharic comentaba: «Esto explica las
enormes crueldades perpetradas en la ex-Yugoslavia, porque las
hemos cometido nosotros, no gentes venidas de la luna. Cada uno
de nosotros encierra en su interior una capacidad de violencia; lleva
consigo el orgullo y la autosuficiencia. Y los buenos más que los ma-
los; los que se llaman justos más que los pecadores».
Los Ejercicios espirituales son también útiles para hacer que
emerjan las resistencias que anidan en nosotros, la primera de las
cuales es la de creer que no tenemos necesidad de perdón, de gra-
cia, de misericordia, de la paciencia de Dios con nosotros; la de ne-
garnos a dejarnos purificar constantemente por Dios.
Reconocer las resistencias constituye el primer paso para vivir la
docilidad al Espíritu Santo; por eso tenemos que pedir en esta Euca-
ristía que nos sea dado vivir en actitud de humildad, por intercesión de
la virgen María, que proclamaba: «El Señor ha puesto sus ojos en la
humildad de su esclava» (Lucas 1,48).
3

EL ESPÍRITU DE PIEDAD

Empecemos a reflexionar sobre los dones del Espíritu partiendo del


espíritu de piedad, el sexto en la enumeración habitual de la Iglesia
griega y latina.
Hablo de espíritu de piedad, no de «don», ya que esta expresión
no aparece en la Escritura. Efectivamente, en el capítulo 11 de Isaí-
as —que ya hemos meditado— podemos leer: «Reposará sobre él el
espíritu de Yahvé: espíritu de sabiduría e inteligencia..., espíritu de
ciencia y temor de Yahvé».
La expresión «don» se refiere más bien a la globalidad del Espíri-
tu:
«Convertíos, y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el
nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis
el don del Espíritu Santo», el don que es el Espíritu Santo.
Para comprender qué se entiende por «espíritu de piedad», po-
demos recurrir al texto bíblico del bautismo del Señor, donde este don
aparece por primera vez en la presentación pública de Jesús.
Además, me gusta seguir en nuestras meditaciones el ritmo de su
vida.
Dice así el texto de Lucas 3,21-22:
«Sucedió que, cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado
también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo y bajó sobre él el
Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del
cielo: "Tú eres mi hijo predilecto; en ti me he complacido"».
Vamos a releer este pasaje para destacar sus elementos fundamen-
tales; y luego, es decir, en la meditatio, reflexionaremos sobre lo
que hay que entender por «espíritu de piedad»; y para terminar, nos
preguntaremos cuál es el vicio opuesto a ese espíritu y cuál es la
consecuencia concreta del don de piedad.
1. Lectio de Lucas 3,21-22 1.

1.1 El contexto del relato


Si no tuviéramos otros episodios evangélicos, si Jesús se hubiera
presentado como un profeta cualquiera, sería bastante fácil situar
este pasaje de Lucas en el género literario de la vocación profética.
Se trata de un pasaje que marca la inauguración de un ministerio
profético, y en este sentido es semejante a los grandes textos que
señalan la inauguración del ministerio de los antiguos profetas.
Pensemos, por ejemplo, en Isaías, que ve al Señor sentado sobre
un trono elevado, en medido de los serafines, y oye una voz (cf.
6,1ss); también en el caso de Jesús se abre el cielo, hay una visión y
se oye una voz. Pensemos en Jeremías, que ve una rama de almen-
dro (cf. 1,11ss): es otra forma de inaugurar el ministerio. O también en
el profeta Ezequiel, que al comienzo de su ministerio tiene la visión de
la «carroza del Señor» (cf. l,4ss).
En el Nuevo Testamento, el libro del Apocalipsis se abre con una
visión grandiosa:
«Yo, Juan, vuestro hermano y compañero de la tribulación, del reino y de
la paciencia en el sufrimiento en Jesús, me encontraba en la isla llama-
da Patmos, a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús.
Caí en éxtasis un día del Señor, y oí detrás de mí una gran voz, como
de trompeta...
Me volví a ver qué voz era la que me hablaba y, al volverme, vi siete
candeleros de oro, y en medio de los candeleros como a un Hijo de
hombre» (l,9-10.l2-13a).
Desde el punto de vista externo, lo que se nos narra de Jesús en
el Jordán no difiere de las grandes inauguraciones de los ministerios
proféticos.
Pero hay que señalar una diferencia: mientras que podemos lla-
mar vocaciones proféticas propias y verdaderas a las inauguraciones
de Isaías, Jeremías, Ezequiel y del vidente del Apocalipsis, en
Jesús la vocación viene ya de su nacimiento, está predeterminada
desde siempre. Por tanto, el texto de Lucas no es el inicio real de un
ministerio profético, sino la manifestación pública del ministerio proféti-
co-mesiánico de Jesús.
Podríamos decir que se trata de la primera entronización de
Jesús como Mesías, a la que seguirán otras entronizaciones: la se-
gunda está en el relato de la transfiguración, la tercera en la pasión
y crucifixión, donde Jesús es presentado como el profeta salvador
en la cruz; finalmente, la última gran manifestación pública del mi-
nisterio mesiánico de Jesús es su resurrección gloriosa.
En el evangelio de Lucas tenemos una primera manifestación pri-
vada en Belén, con el canto de los ángeles. De todas formas, los
versículos 21-22 del cap. 3 son el preludio de su vida pública y
constituyen, por tanto, un texto importante y rico en símbolos y signi-
ficados.
«Señor, hazme comprender de algún modo el misterio de tu manifes-
tación pública en el bautismo, para entrar en tu corazón, en tu espíri-
tu, para percibir en ti el espíritu de piedad».
Porque lo que Jesús revela en esa ocasión es precisamente su
espíritu de piedad, como vamos a ver.

1.2 Las etapas del acontecimiento


Después de haber colocado este pasaje en su contexto de inau-
guraciones de ministerios proféticos, lo vamos a leer siguiendo las
etapas del acontecimiento. El texto presenta cinco hechos sucesivos:
— «Cuando todo el pueblo estaba bautizándose». Juan Bautista
propone un gesto penitencial público muy significativo, cuyo signifi-
cado comprendía inmediatamente la gente, por lo que no era nece-
sario explicar su sentido simbólico; la gente comprendía que era
necesaria la penitencia, la limpieza, para renacer a una vida nueva;
y acudía a la invitación, con el fin de prepararse para el juicio inmi-
nente.
— «Bautizado también Jesús». En el marco del bautismo de todo
el pueblo, también el propio Jesús quiere ser bautizado. Lucas no
hace más que aludir a ello, como si apenas rozara este aconteci-
miento (Mateo lo describe más ampliamente). El hecho es que Jesús
se dejó entusiasmar por Juan, por aquel movimiento de predicación
penitencial; se dejó envolver y sumergir en el agua con el deseo de
expresar su participación en el ansia de purificación de su
pueblo.
— «Puesto en oración». En Lucas se presenta a Jesús, ante todo,
como orante; aparece en público por primera vez como un hombre en
oración, y la gente lo ve. No es difícil imaginarse la profundidad de
su oración, la intensidad de su recogimiento y de su contemplación.
En el jardín de esta casa de Ejercicios hay una estatua que repre-
senta a la Virgen «del sábado santo», a una Virgen totalmente absor-
ta, recogida en oración; así imaginamos también a Jesús, en un esta-
do de recogimiento que movía a los demás a contener la respiración
para no distraerlo.
— Un cuarto hecho. Sobre Jesús en oración, «bajó el Espíritu
Santo en forma corporal, como una paloma». Esta expresión alude a
un fenómeno visible externo que orienta la atención y hace pensar
en el Espíritu que reposa en Jesús. La paloma no es un ave que
vuele mucho, sino que tiende sobre todo a posarse. La gente intuye
la presencia de algo visible que sirve para indicar que el Espíritu re-
posa sobre Jesús, lo mismo que se posa una paloma. Hay, por tanto,
una venida y una permanencia del Espíritu.
El quinto suceso, el último, es el de la voz: «Vino una voz del cie-
lo: "Tú eres mi hijo predilecto; en ti me he complacido"».
No puede ser más que la voz del Padre, puesto que llama a Jesús
«hijo». Y el Padre hace tres afirmaciones fundamentales, básicas:
«Tú eres mi hijo». Es la primera palabra reveladora de Jesús que
Lucas refiere de forma directa, mientras que Mateo lo hace de forma
indirecta («Éste es mi hijo»: Mateo 3,17).
«Tú eres mi hijo» es la premisa para la respuesta: «Padre». En
tanto podemos decir «Padre» en cuanto que alguien nos haya dicho
antes: tú eres mi hijo, tú eres mi hija. El «Padrenuestro» es una ora-
ción que responde a quien que nos llama «hijos». Este es el espíritu de
piedad, que es sustancialmente la piedad filial presente en Jesús.
«Tú eres mi hijo» es la palabra más elevada que revela la esencia
de Jesús; palabra sacada del Salmo 2: «Tú eres mi hijo; yo te he
engendrado hoy» (v. 7), donde se refiere a un rey protegido, cariño-
samente amado.
Y la respuesta a esta declaración la leemos en el Salmo 89, en la
bellísima oración que recoge toda la espiritualidad de la alianza y
que, hablando del Mesías, del futuro David, dice:
«Él me invocará: ¡Tú, mi Padre,
mi Dios y roca de mi salvación!
yo haré de él el primogénito,
el Altísimo entre los reyes de la tierra» (vv. 27-28).
Seguimos estando en el ámbito de la promesa de la profecía de
Natán: «Yo seré para él padre, y él será para mí hijo» (2 Samuel
7,14) y de Isaías 11, donde se subrayan la paternidad y la filiación. Pe-
ro la cima está en la palabra dirigida a Jesús: «Tú eres mi hijo».
La segunda afirmación es el añadido: «predilecto», un adjetivo
que no encontramos en los Salmos, sino en el libro del Génesis,
cuando Dios, para probar a Abrahán, le dijo: «Toma a tu hijo, a tu
único, al que amas» (22,2). La referencia a Abrahán y a Isaac nos
recuerda la unicidad del hijo, el predilecto.
«En ti me he complacido». La alusión bíblica es a Isaías 42, el
comienzo del canto del siervo de Adonay: «He aquí mi siervo a
quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He
puesto mi espíritu sobre él» (v. 1).
De esta forma, las esperanzas mesiánicas y las esperanzas del
Siervo del Señor se concentran en la figura de Jesús Hijo, en quien
el Padre se complace. Observemos que el Padre se complace en Él
precisamente en el acto de profunda humillación que Jesús está vi-
viendo, ya que el bautismo era un gesto de penitencia. A la vez que
Jesús está en un estado de humillación y de oración, el Padre lo pro-
clama Hijo suyo.
Al concluir la lectio podemos decir: el texto de Lucas nos presenta a
un Jesús que vive desde el principio la plenitud de siervo del Señor,
de rey mesiánico, de hijo único, de orante.
De esta imagen partimos para nuestra meditación, y sobre ella
volveremos en el momento de la contemplación, del coloquio con
Jesús. Y es la imagen más verdadera, la más real, precisamente por-
que en ella Jesús se nos muestra en todas sus prerrogativas, en todo
su destino de Hijo, de Rey, pero al mismo tiempo se nos presenta
humillado, sufriendo, dispuesto a la pasión; y el Padre lo ama por su
anonadamiento, por su vaciamiento.

2. Meditatio sobre el espíritu de piedad

Nos preguntamos ahora: ¿qué es el espíritu de piedad o el don


de piedad?
Sabemos que la tradición latina, patrística, medieval y escolástica,
reflexionó ampliamente sobre la palabra pietas, descubriendo en ella
una gran riqueza.
El don de piedad es el sentimiento profundo de ser hijos, es el
gusto íntimo del que llama a Dios «Padre». La piedad, por tanto, está
en la base de toda devoción auténtica, de toda espiritualidad, de toda
oración cristiana.

1. Creo útil que entremos en la comprensión plena de este don,


mostrándolo sobre todo por medido de ejemplos.
Santa Teresa del Niño Jesús, en su Escrito Autobiográfico A, dirigido
a su hermana, la madre Inés de Jesús, narra en un determinado
momento su viaje a Italia, cuando tenía 14 años, junto con su padre y
con Celina:
«En Florencia tuve la dicha de contemplar a Santa Magdalena de Pazzi,
colocada en el centro del coro en la iglesia de las carmelitas, que nos
abrieron la reja principal. Como no sabíamos que íbamos a disfrutar de tal
privilegio, y siendo muchas las personas que deseaban pasar sus rosarios
por el sepulcro de la Santa, yo fui la única que logré meter mi mano entre
la reja que lo protegía, y así todos me traían sus rosarios y yo me sentía
muy orgullosa de mi oficio... Siempre tenía que encontrar la forma de to-
carlo todo. Así, en la iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén (en Roma) pudi-
mos venerar varios fragmentos de la verdadera Cruz, dos espinas y uno de
los sagrados clavos, cerrado todo ello en un magnífico relicario de oro labra-
do, pero sin cristal; así que, al venerar la sagrada reliquia, encontré la for-
ma de pasar mi dedo meñique por una de las aberturas del relicario y pude
tocar el clavo que bañó la sangre de Jesús. La verdad es que era dema-
siado atrevida... Por suerte, Dios, que conoce el fondo de los corazones, sa-
be que mi intención era pura y que por nada del mundo habría querido des-
agradarle. Me portaba con Él como una niña que piensa que todo le está
permitido y considera como suyos los tesoros de su Padre». (Historia de
un alma, Monte Carmelo, Burgos 1997, p. 174).
Es un ejemplo admirable de espíritu filial, de pietas: la familiaridad,
la facilidad para tratar con Dios como Padre, la espontaneidad, el
gusto de sentirse bien con Él.
Me complace citar también el párrafo siguiente, que no se refiere
propiamente a nuestro tema, pero que revela un toque feminista in-
teresante en esta «niña», una adolescente del siglo pasado:
«Todavía hoy sigo sin comprender por qué en Italia se excomulga tan
fácilmente a las mujeres. A cada paso nos decían: "¡No entréis aquí... no
entréis allá, que quedaréis excomulgadas...!" ¡Pobres mujeres! ¡Qué despre-
ciadas son...! Sin embargo, ellas aman a Dios en número mucho mayor que
los hombres, y durante la pasión de nuestro Señor las mujeres tuvieron más
valor que los apóstoles, pues desafiaron los insultos de los soldados y se
atrevieron a enjugar la Faz adorable de Jesús...» (Ib., pp. 174s).
Es extraordinaria la profunda intuición espiritual de esta muchacha
incluso sobre el misterio de la mujer; Teresa de Lisieux tiene el don
de entendimiento, como veremos, además del don de piedad.
En cualquier caso, a nosotros nos interesa ahora su espíritu de
piedad, su espíritu filial, por el que considera «como propios los te-
soros del Padre».
A este propósito, en su Escrito autobiográfico B, dirigido a la her-
mana sor María del Sagrado Corazón, nos hace una confidencia:
«Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa
hoguera divina. Ese camino es el abandono del niñito que se duerme
sin miedo en brazos de su Padre» (op. cit., p. 228). La entrega con-
fiada es otra modulación del espíritu filial que supera la angustia, el
miedo, las preocupaciones; es la piedad de quien responde «Tú eres
mi Padre» a quien le dice «tú eres mi hijo».
En sus composiciones poéticas, extrañamente olvidadas, Teresa
del Niño Jesús desvela los sentimientos más íntimos; voy a citaros al
menos la que se titula El cielo que es mío, escrita el 7 de junio de
1896, cuando ya se habían manifestado los primeros síntomas de su
grave enfermedad y había entrado ya en la terrible prueba interior, en el
túnel de la noche:
«Mi cielo está en sentir dentro de mí la semejanza con el Dios que me creó
con su soplo poderoso; mi cielo está en estar siempre delante de Él, está
en llamarlo Padre, en ser criatura suya; entre los brazos divinos no temo la
tempestad, y mi única ley es el abandono total. Descansar en su Co-
razón, bajo su santa Faz, ¡esto es mi cielo!».
El don de piedad es este cariño y ternura para con el Padre.
Cuenta su hermana Celina —sor Genoveva— que le impresionó
profundamente la expresión de gran recogimiento de Teresa: «Cosía
con agilidad y, al mismo tiempo, parecía sumergida en la contem-
plación. Le pregunté: "¿En qué piensas?" "Medito el Padrenuestro,
respondió; ¡es tan dulce llamar a Dios Padre nuestro...!" Y las lágri-
mas brillaron en sus ojos» (cf. Consigli e ricordi, Cittá Nuova 1973,
pp. 94-95).
Podría multiplicar los ejemplos del espíritu de piedad filial, que,
como todos los demás dones del Espíritu, se hace perfectamente
visible en la vida de los santos, y que también puede percibirse en
muchos cristianos no canonizados.

2. Pero prefiero recordar la definición de un gran autor espiritual.


Ya os he leído algo del padre Louis Lallemant, y me gustaría ahora
recordar unas palabras sacadas de un curso de Ejercicios Espiritua-
les del entonces padre Anastasio Ballestrero, carmelita descalzo, que
fue superior general de los carmelitas y, posteriormente, arzobispo
cardenal de Turín y presidente de la Conferencia episcopal italiana, un
hombre de extraordinaria riqueza interior.
También él habla del don de piedad a partir de la Suma de Santo
Tomás de Aquino, que dice: «La piedad nos mueve, bajo la moción del
Espíritu Santo, a prestar culto a Dios como Padre, y es un don del
Espíritu Santo» (Summa Theol, II-II, q. 121, a. 1, c). Por tanto, sentir
viva y profundamente la paternidad de Dios es un don. Esto no sig-
nifica necesariamente advertirla sensiblemente; Teresa del Niño Jesús
no perdió nunca el sentido de Dios como Padre, ni siquiera cuando
estuvo sumida en una enorme aridez y sufrimiento interior.
Dice el padre Ballestrero: «Cuando el Espíritu Santo ora desde el
fondo de nuestros corazones, y en él nos hace invocar: "¡Abba, Pa-
dre!", nos permite vivir la enseñanza de Jesús, que exhortó a sus
discípulos a orar a Dios con este único título: "Padre nuestro" (Mateo
6,9). Y esto es muy significativo, porque nos indica que la actitud más
esencial del cristiano para con Dios es precisamente la de hijo; por
tanto, el amor que le tenemos tiene que ser sobre todo filial». El don
del Espíritu es la piedad filial.
Y prosigue: «Por el don de piedad queda especialmente iluminado
el misterio de la paternidad y, correlativamente, el de la filiación,
que existe entre el cristiano y Dios, hasta convertirse en una divina
certeza, por la que el alma es llevada espontáneamente a pensar en
Dios como Padre, a sentirlo y amarlo como Padre».
E intenta describir más este don diciendo: «Bajo la influencia del
don de piedad, invade al alma en sus relaciones con Dios un senti-
miento de cariño afectuoso y simple: es la ternura, la conmoción del
niño abrazado a su padre». Recordemos el episodio de Teresa del
Niño Jesús que cité anteriormente como último ejemplo.
He leído en el Corriere della Sera una entrevista con Massimo Cac-
ciari sobre lo que se ha llamado el triunfo del Papa en París. Cac-
ciari piensa que, en realidad, es en parte un triunfo y en parte un
sufrimiento y una derrota, ya que Juan Pablo II es ciertamente ova-
cionado, pero al mismo tiempo no es realmente escuchado en el mun-
do; podemos leerlo en el sufrimiento de su rostro. El autor de la entre-
vista concluye preguntándole a Cacciari: «Pero usted, que tan bien
habla de la fe, ¿cree de verdad?». Y él responde: «Estoy lleno de de-
masiados razonamientos, y para creer debería ser como un niño;
desgraciadamente, no soy capaz de serlo».
El don de piedad, por el contrario, nos hace capaces del cariño propio de
un niño, nos hace experimentar la «filialidad».
Y es un don, no sólo porque se apoya en una verdad de fe, sino
también porque el Espíritu Santo pone en nosotros el grito: «¡Ab-
ba!», tanto en los días serenos como en los días dolorosos y difíciles,
en los días del sufrimiento y de la enfermedad. Efectivamente, en la
vida espiritual, cuanto más se avanza en el camino, tanto más se
advierte la necesidad de la paternidad de Dios, y tanta más confianza
se pone en Él. Pasan los años, y el hombre se va haciendo viejo, pe-
ro el cristiano no se cansa nunca de sentirse hijo del Padre del cielo y
sabe sacar fuerza, coraje y gozo interior de su compromiso de vivir y
actuar como hijo.
Recuerdo cómo me impresionó la última visita que hice a un sacer-
dote de nuestra diócesis que durante meses estuvo pasando de un
hospital a otro, casi siempre en unidades de vigilancia intensiva, so-
metido a los cuidados —que no dejan de ser un tormento— típicos de
los que se encuentran entre la vida y la muerte. Enseguida me reco-
noció y, al no poder hablar, me entregó una cuartilla en la que, con
una caligrafía temblorosa, había escrito su pleno abandono a la vo-
luntad de Dios. Esto es el espíritu filial.
Os leo del curso de Ejercicios Espirituales del padre Ballestrero:
«Cuando el alma está penetrada del sentido de la paternidad de
Dios», del espíritu filial, «surge espontáneamente en ella otra necesi-
dad: la de tratar a los demás como hermanos y hermanas». Es el
espíritu de fraternidad, de hermandad. Dice santo Tomás: «El don de
piedad presta culto y honor no sólo a Dios, sino a todos los hombres
en cuanto que pertenecen a Dios», en cuanto que son hijos del mis-
mo Padre» (Summa Theol. II-II, q. 121, a. 1, ad 3).
Así pues, la piedad mueve a dar y a darse a los demás, es alegría
de consolar, de comprender y de compadecer hasta el fondo; para
una comunidad es importantísimo este don de expresar a Dios el
espíritu filial y de tener para con los hermanos y hermanas un gran
amor y una comprensión auténtica.
Por otra parte, todos tenemos en mayor o menor medida este espí-
ritu de piedad, ya que se nos da a todos los creyentes; lo que se nos
pide es que nos abramos totalmente al don del Espíritu, que le pida-
mos que lo derrame sobre nosotros abundantemente.
3. Lo contrario del espíritu de piedad parece ser la impiedad. De
hecho, el término impius, impío, lo refiere la Escritura a quien no re-
conoce a Dios como Padre y no tiene, por tanto, el sentido de filiación
ni sabe reconocer a los demás como hermanos; como mucho, podrá
tener una actitud de solidaridad con los demás, pero no el amor que
surge de la iniciativa del Padre.
Sin embargo, la tradición espiritual no considera tanto la impiedad
cuanto su consecuencia, una consecuencia muy interesante, ya que
Jesús la subraya y la condena en el Evangelio: lo contrario de la pie-
dad es la dureza de corazón.
Si la piedad es soltura de corazón, ternura profunda, lo contrario
(algo que por desgracia habita en nosotros, en nuestra carnalidad y
mundanidad) es la dureza de corazón. Escribe el padre Lallemant:
«El vicio contrario al don de piedad es la dureza de corazón, que nace del
amor desmedido a nosotros mismos, el cual tiende naturalmente a ab-
sorbernos en nuestros propios intereses y a dejarnos conmover tan sólo
por lo que nos atañe; que nos hace ver las ofensas contra Dios sin sentir
compasión, por culpa de lo cual no queremos molestarnos en dar gusto a
los otros; que nos enfrenta con ellos por motivos ridículos; que nos hace
conservar en el corazón sentimientos de aspereza, de venganza, de odio
y de antipatía».
Y después de haber dicho que la dureza del corazón es muy grande
entre los poderosos de este mundo, entre los ricos avaros, entre las
personas sensuales, añade:
«Sucede que a menudo se encuentra también en los doctos, que no
quieren unir la devoción con la ciencia y que intentan disimular este
defecto considerándolo como una manifestación de firmeza de carác-
ter».
Es la dureza de todos aquellos que para alcanzar el éxito pasan
«sobre los cadáveres de los demás» y de todos los que, consi-
derándose doctos y sabios, desprecian a los demás y no reparan en
nada con tal de acrecentar su fama, de defender su prestigio, su
honor. Un ejemplo entre otros muchos son las disputas universitarias,
los pleitos, las envidias, los celos (que ocultan la dureza del corazón);
para hacer carrera y para sacar adelante a sus propios «pupilos»,
no se tiene en cuenta a los que quedan al margen y que tal vez son los
mejores.
Lallemant habla luego de las almas consagradas a Dios:
«Es una verdadera desgracia cuando en las almas consagradas a Dios
se aprecian más los talentos naturales o adquiridos que la piedad... Y es
incalculable el mal que han cometido en las Órdenes religiosas los
primeros que introdujeron en ellas la estima de los talentos naturales y
de los cargos honoríficos. Es una leche envenenada, inoculada en los
más jóvenes inmediatamente después del noviciado y que deja en sus
almas una huella que nunca se borrará» (cf. L. LALLEMANT, op. cit., pp.
190-191).
Es una afirmación muy fuerte, pero que responde a la verdad. En
las comunidades de vida consagrada sucede que se presta mayor
atención a los que son más listos, a los que tienen éxito, mientras que
no se considera el don más profundo, la sustancia de la vida de fe. De
esta forma, poco a poco se insinúa en la comunidad el espíritu mun-
dano, el de los éxitos apostólicos y pastorales. Así pues, siempre nos
está acechando la dureza de corazón, desde el momento en que en
cada uno de nosotros anida la raíz del orgullo, de la resistencia a
Dios, del no querer dejarse tomar de la mano por Él, de la pasión des-
enfrenada por hacernos valer a nosotros mismos a toda costa.
3. Hacia la contemplación silenciosa

El espíritu de piedad filial presente en Jesús, manifestado en el


momento del bautismo y de la oración de Jesús Hijo, también está
presente en nosotros.
Con el deseo de orientaros hacia la reflexión personal y la con-
templación silenciosa, deseo hablaros brevemente de aquel fruto de
la piedad que es el espíritu de oración «filial».
Insisto en el adjetivo «filial», porque muchas veces nuestra oración
es una oración servil, una especie de obligación, un tributo que hay
que pagar, una obediencia a la virtud de la religión, que consiste en
rendir culto a Dios.
Pero, en realidad, la oración cristiana es esencialmente un colo-
quio del hijo con su Padre; una oración que se hace en Cristo, es decir,
en el Hijo, y que se dirige al Padre. No es simplemente un coloquio
del hombre con la divinidad (que es lo que corresponde a la virtud
genérica de la religión), sino un diálogo con el Padre, hecho en Je-
sucristo y que incluye, por tanto, el gozo de gritar nuestro amor de hi-
jos. El mismo «Padrenuestro» lo rezamos en Jesús: Padre de Jesús y
Padre mío, tú que en el bautismo me llamaste «hijo mío», «hija mía»...
Nuestra oración es fruto de nuestra filiación en Cristo, y por eso el
Espíritu Santo infunde continuamente en nosotros el don de la pie-
dad. Y esta oración se expresa de manera privilegiada en la llamada
«oración afectiva», en la que, más allá de todo razonamiento, está
presente la felicidad, la dulzura de estar con el Padre y en el Padre,
juntamente con Jesús.
Con «felicidad» y «dulzura» no pretendo aludir a sentimientos su-
perficiales, a simples emociones. La felicidad y la dulzura están en el
hecho de perseverar a pesar de todo, de perseverar incluso en medio
del desierto, que es precisamente el signo del Espíritu que ora en
nosotros. Seguir orando y diciendo «Padre» en los momentos duros
y difíciles es la señal de que realmente es el Espíritu el que grita en
nosotros: «¡Abba!».
Os sugiero que volváis ahora al texto de Lucas 3,21-22, y que luego
supliquéis a Jesús que os haga entrar en su espíritu de piedad y de
oración filial.
«Señor Jesús, ilumíname sobre la manera en que Tú orabas al Padre,
cómo escuchabas la palabra "tú eres mi hijo", cómo decías "Padre ",
sobre todo en el huerto de Getsemaní. Hazme participar de lo que sen-
tías en el corazón cuando, en la cruz, manifestaste por última vez tu
pleno abandono: "¡Padre, abba, en tus manos encomiendo mi espíri-
tu!"».
En un segundo momento, podéis dedicaros a hacer un examen
de conciencia, que siempre es muy útil, haciéndoos algunas pre-
guntas:
— ¿Cómo rezo el «Padrenuestro», en el que se expresa ante to-
do el don de piedad?
— ¿Cómo supero las angustias? Cuando nos vemos apresados
por la angustia, puede ser señal de que no nos estamos abando-
nando filialmente en las manos del Padre, que somos duros de co-
razón, que estamos empeñados en valernos por nosotros mismos,
que hay en nosotros cierto delirio de omnipotencia.
¿Cómo trato a los hermanos y a los que están cerca de mí? A me-
nudo la dureza de corazón se ejerce con las personas más cercanas,
no con las personas que están sobre nosotros, las personas importan-
tes, y ante las que, por tanto, es necesario «quedar bien» y dar una
buena imagen, aun pastoralmente. De esta forma, fuera de casa tene-
mos buen cuidado de responder siempre correctamente, mientras que
en casa chocamos con los que nos rodean. ¡Cuántas comunidades tie-
nen que sufrir el peso de una dureza de corazón, quizá no macroscó-
pica, pero sí que hiere a los demás! No hace falta golpearse contra
una roca tan grande como una montaña: también las piedras peque-
ñas son duras y hacen daño.
Mi vida de oración ¿es filial o más bien servil? Naturalmente, una
oración hecha por deber es buena y es algo así como el terreno en
donde toma cuerpo y se desarrolla la oración filial. Pero la oración
en nosotros tiene que expresarse como oración filial.
— ¿Es mi vida de oración constante o está sujeta a altibajos?;
¿cómo supero los cambios de humor en la oración? Es el espíritu de
piedad el que nos capacita para superar estos altibajos, mantenién-
donos unidos a Dios Padre incluso cuando estamos con Jesús en el
huerto de la agonía y de la angustia.
— ¿Está mi vida de oración centrada en la Eucaristía y en la Pala-
bra? La oración filial se revela en la Eucaristía, en la comunión con
Jesús Hijo y en la escucha de la Palabra del Padre mediante el
Espíritu, es decir, en la escucha de la Escritura. Podemos preguntar-
nos más concretamente: ¿cómo me preparo para la misa?; ¿llego a la
iglesia corriendo, en el último momento, con la cabeza llena de
pensamientos, o me preparo especialmente para vivir ese momento
central de mi jornada?; ¿cómo vivo la acción de gracias de la misa?;
¿vuelvo a casa dejándome absorber enseguida por la cotidianidad o
prosigo durante las horas de la jornada el acontecimiento eucarísti-
co?; ¿cómo practico la lectio divina de cada día?; ¿acudo con reve-
rencia y amor a las palabras de la Escritura?... El don de la piedad
nos capacita también para recibir con amor las palabras del Padre en
los textos sagrados, aun cuando las" páginas nos parezcan oscuras y
difíciles.
— ¿Cómo me ayudo de las otras prácticas de piedad, aparte de la
misa y de la lectio divina? ¿Tiene importancia para mí la visita al
Santísimo y la adoración eucarística? ¿Qué significado tiene para
mí el rosario? ¿Practico a veces el Vía Crucis?
Todas estas preguntas son sobre el espíritu de piedad. Y termino ci-
tando unas frases de una carta de una religiosa que da retiros a sa-
cerdotes, religiosos y religiosas:
«En otros tiempos se decía: el trabajo es oración. Esto podía funcionar
en una sociedad fuertemente iluminada por la fe, en la que el trabajo
tenía la posibilidad de transformarse fácilmente en oración. Pero hoy
seguramente ya no es así, y sería preciso cambiar esa fórmula, con la
que a menudo nos defendemos o nos excusamos, por esta otra: el pri-
mer trabajo es la oración».
Si el primer trabajo es la oración, el trabajo podrá convertirse en
oración; de lo contrario, será distracción, cansancio, disipación del
alma, desdoblamiento de la personalidad. Mejor dicho: si el primer
trabajo es la oración filial, la oración en el Espíritu, la oración en
Jesús.
Se nos invita, por tanto, a confrontarnos con el espíritu filial de
Jesús, que se nos ha dado por la gracia del Espíritu Santo.
4

LA SABIDURÍA DE JESÚS

El segundo don —después del don de piedad— que santo Tomás


relaciona con la virtud teologal de la caridad es la sabiduría, el espí-
ritu de sabiduría, de absoluta importancia para la vida cristiana.
Reflexionaremos primero sobre la sabiduría de Jesús, y luego so-
bre la sabiduría del discípulo, en dos meditaciones distintas.
«¡María! Tú, que experimentaste la plenitud y la fuerza del don del
Espíritu, abre nuestro corazón a sus dones, haz que los recibamos con
gratitud y que los reconozcamos en nosotros para ponerlos en práctica
con decisión y coraje. Suplica por nosotros a tu Hijo, nuestro Señor y
nuestro Dios, que vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu
Santo por los siglos de los siglos. Amén».

Parada de verificación

No obstante, antes de seguir adelante en el camino emprendido


sobre un tema tan arduo como el de nuestros Ejercicios, considero
posible y de gran utilidad —después de haber meditado ya sobre un
don del Espíritu— que nos detengamos unos instantes para re-
flexionar y verificar el recorrido.
1. Espero, en primer lugar, que en este segundo día de Ejercicios
hayáis entrado ya en la dinámica, es decir, en la atmósfera y la lógi-
ca de un retiro espiritual; atmósfera impregnada de silencio, de ora-
ción, de lucha contra los pensamientos vanos e inútiles, de supera-
ción del cansancio, el aburrimiento y la aridez, de inmersión en el
corazón de Cristo, de comunión con María, de disponibilidad al
Espíritu, de soledad.
El ejercicio de la soledad lo vivió Jesús en los cuarenta días que
pasó en el desierto; y nosotros queremos imitarlo. Es verdad que
podríamos objetar: «¡Pero Jesús sólo estuvo una vez en el desier-
to!». Pero si dividimos los cuarenta días entre los tres años de su
predicación pública, nos salen más de doce días por año. Por tanto,
¡nuestros cinco días al año son pocos! Por lo demás, sabemos que
Jesús se retiraba frecuentemente para orar, sobre todo de noche, y
que invitaba a sus discípulos a hacer lo mismo: «Venid también voso-
tros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco» (Marcos
6,31).
Estamos, por tanto, reproduciendo la experiencia que nos enseñó
Jesús, y nos vemos solicitados a encontrar, incluso durante el año,
algunas horas —media jornada, por ejemplo— para unos breves reti-
ros mensuales y, a ser posible, semanales, en los que podamos re-
tomar contacto con Jesús en el desierto, en el silencio.
Naturalmente, los Ejercicios suponen también lucha y cansancio,
son cosas que forman parte de su dinámica; Jesús en el desierto
luchó contra Satanás, contra las tentaciones; la suya no fue mera-
mente una experiencia pacífica, de descanso.

2. Espero, además, que hayáis captado la novedad del tema que


he escogido para las meditaciones; reflexionar sobre las mociones,
sobre los dones del Espíritu Santo —no sobre el Espíritu Santo en
general—, implica una manera de ver la existencia cristiana como
docilidad permanente a la acción santificadora del Espíritu.
3. Por eso creo conveniente resumir los principios fundamentales
en que nos inspiramos, para no perdernos demasiado en los temas
particulares, olvidando la estructura global en que se sitúan los dones
del Espíritu.
— En el centro de todo está Jesús: «Creado en Jesucristo, el
hombre permanece inevitablemente ligado a Él, ya que en Él tiene su
razón de ser y, consiguientemente, sólo en Él puede encontrar su
sentido. Disociado de Jesucristo, el sentido de lo humano se disipa
en una problematicidad sin fin, ya que es una problematicidad sin so-
lución» (G. COLOMBO, L'ordine cristiano, Glossa, Milano 1994, p. 17).
Todo cuanto hacemos, por tanto, está centrado en Jesús.
— Ya hemos dicho que, ante todo, el Espíritu hace a Jesús como
hombre lleno precisamente de Espíritu Santo; Jesús es el fruto mara-
villoso del Espíritu de Dios.
Y el Espíritu hace en nosotros a Jesús, nos pone en Él, nos hace
vivir con Jesús y como Jesús, nos hace hijos en el Hijo, nos sumer-
ge en la Trinidad.
El trasfondo de nuestras meditaciones y reflexiones es la vida tri-
nitaria.
— Todo ello, no con vistas a un proyecto pasajero, limitado a la
existencia terrena, sino con vistas a un proyecto eterno. El Espíritu
lleva a cabo en nosotros una obra maestra duradera, nos hace partí-
cipes de la vida del Resucitado. Por tanto, su acción no puede ser
plenamente visible; sólo lo será en la resurrección. De este modo,
los dones del Espíritu se presentan como atisbos, en forma todavía
embrionaria, de la esperanza de la vida eterna, cuando quedarán
plenamente desveladas las maravillas que se están cumpliendo en
nosotros ahora en la tierra, para colmarnos de la vida filial en Jesús y
con Jesús, a través de sus dones.
— Los dones son, ante todo, la gracia santificante, la filiación, el
amor de Dios derramado en nuestros corazones; en segundo lugar,
son las virtudes teologales —la fe, la esperanza, la caridad—, expre-
siones de la vida en Jesús; en tercer lugar, son las continuas mocio-
nes, múltiples e Infinitamente variadas, algunas de cuyas constan-
tes vienen Indicadas por los llamados «siete dones». Obviamente, el
número es un tanto artificial, pero tiene una connotación de plenitud.
Además de los «siete» dones, están las ocho bienaventuranzas y
los nueve frutos del Espíritu que nos repuerda Pablo en Gálatas
5,22.
Para nuestros Ejercicios, he preferido meditar sobre las siete
constantes significativas de la acción del Espíritu, destinadas a hacer
en nosotros a Jesús; pero hemos de tener presente que son mu-
chas las mociones propias del Espíritu de Dios.
— ¿Cuál debe ser nuestra actitud ante el Espíritu? Ciertamente,
una actitud de gratitud y de asombro, pensando que los dones no se
han difundido sólo en la Iglesia, en cada uno de nosotros, sino en
todo el mundo. El Espíritu está actuando en cada uno de los hom-
bres y mujeres de la tierra. Es claro que su actuación se percibe me-
jor en la Iglesia, sobre todo en los santos; pero meditamos pobre la
Iglesia y sobre los santos para reconocer la acción del Espíritu en
nosotros y en toda la humanidad.
Tenemos que ser agradecidos por los dones que están presentes
en nosotros desde nuestro bautismo; tenemos que aprender a re-
conocerlos para agradecerlos, para dejarlos mover y sacudir por el
Espíritu que nos renueva continuamente; tenemos que aprender a
reconocerlos para movernos y actuar según las siete líneas de la ac-
tuación constante del Espíritu, ya que, hasta cierto punto, Él se iden-
tifica con nuestra propia acción. Nosotros somos perezosos, inertes,
pasivos, resistentes, incluso rebeldes; pero, conscientes de que el
Espíritu lo hace todo al entrar en nosotros, confundiéndose y unificán-
dose con nuestro obrar, adquirimos el coraje de movernos con soltura
y decisión, con confianza y abandono en las manos de Dios, de sa-
cudir nuestra inercia, nuestra obstinación, nuestra dureza de co-
razón. Éste es el sentido de nuestro trabajo en estos días, el sentido
de nuestras meditaciones: saber dar gracias, asombrarnos y recono-
cer las obras del Señor. En el tiempo penitencial que tendremos ma-
ñana, cada cual podrá pensar en el sacramento de la reconciliación
como un lugar de reconocimiento de los dones de Dios —confessio
laudis—, de reconocimiento de nuestra propia falta de correspon-
dencia —confessio vitae—, de reconocimiento de la gracia que nos
perdona —confessio fidei— y que quiere devolvernos la fuerza y el
coraje de sacudir nuestra pereza.

El espíritu de sabiduría en Jesús

Es difícil hablar de la sabiduría; es como nadar en un océano, por-


que el término «sabiduría» es uno de los más recurrentes en la Bi-
blia, especialmente en el Primer Testamento. Pensemos en el libro
titulado Sabiduría, en los otros libros llamados «sapienciales», en los
Salmos...
Pero no voy a emprender esta reflexión más general; voy a refe-
rirme más bien a Jesús y a los evangelios, en sintonía con las carac-
terísticas propias de nuestros Ejercicios Espirituales.
Para el espíritu de piedad hemos considerado el texto de Lucas
3,21-22, el episodio del bautismo de Jesús. Ahora, queriendo con-
templar el espíritu de sabiduría en Jesús, consideraré el texto de Lu-
cas 4,16-22, que habla de su discurso inaugural en la sinagoga de Na-
zaret, cuando se derramó por primera vez sobre la humanidad el don
de la sabiduría que Jesús tenía en plenitud.
«Vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la
sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entrega-
ron el volumen del profeta Isaías y, desenrollando el volumen, halló el pa-
saje donde estaba escrito:
"El Espíritu del Señor sobre mí,
porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la buena nueva;
me ha enviado para proclamar
la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
y proclamar un año de gracia del Señor".
Enrollando el volumen, lo devolvió al ministro y se sentó. En la sinagoga
todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó entonces a decirles: "Esta Escri-
tura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy". Y todos daban testimonio de él
y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su bo-
ca».
Puede resultar muy útil releer este pasaje de Lucas en estrecha
correlación con su paralelo de Mateo 13,54-56:
«Viniendo a su patria, les enseñaba en su sinagoga, de tal manera que
decían maravillados: "¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos mi-
lagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y
sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no están
todas entre nosotros? Entonces, ¿de dónde le viene todo esto?"».

1. Lectio de Lucas 4,16-22

Probablemente el discurso de Jesús en la sinagoga de Nazaret


no lo pronunció al comienzo de su vida pública, sino más tarde.
Sin embargo, Lucas lo inserta en el capítulo 4, porque tiene todas
las características de un discurso programático, sapiencial. Pero Ma-
teo utiliza como programático e inaugural el Sermón de la montaña,
que también es de tipo sapiencial.

1.1 El lugar
El texto nos habla del lugar, Nazaret, donde Jesús había crecido
—donde se había «criado», se nos dice—, como para aludir discre-
tamente a las figuras de María y de José. En efecto, gracias a su
mediación, el niño Jesús recibió en Nazaret los dones de sabiduría
de su pueblo, que luego se unieron en Él con la sabiduría del Verbo.
Y podemos pensar con gratitud en nuestros padres y en todos los
que nos han transmitido la sabiduría de la Iglesia.
Nazaret fue el lugar donde Jesús aprendió a recitar los salmos, a le-
er y escuchar los libros sapienciales. La sinagoga era el edificio mate-
rial en el que se transmitía la sabiduría de Israel a través de la lectu-
ra del Pentateuco y de los Profetas.

1.2 El tiempo
El discurso se pronunció un sábado, tiempo sagrado, tiempo del
descanso de Dios, en el que los hebreos piadosos reflexionaban so-
bre los magnalia Dei, sobre el conjunto de las obras maravillosas rea-
lizadas por el Señor. No es el tiempo de hacer esto o aquello, sino
el tiempo del reposo contemplativo, de la mirada global.

1.3 La ocasión
La ocasión del discurso es la lectura sinagogal, la explicación del
texto.
Jesús lee un pasaje de Isaías (61,1-2) que describe la vocación de
un profeta lleno del Espíritu del Señor. Esto nos recuerda otros dos
textos que ya hemos citado: Isaías 11,2 («Reposará sobre él el Espí-
ritu de Yahvé») e Isaías 42,1 («He aquí a mi siervo, a quien yo sos-
tengo, mi elegido, en quien se complace mi alma»).
— Esta lectura del libro de Isaías crea una gran tensión en la gen-
te, que está esperando a ver qué dice Jesús. Por lo general, se da-
ba una explicación exegética o moralizante, con aplicaciones prácti-
cas para la vida cotidiana.
— Pero Jesús explica el pasaje profético con una afirmación muy
concreta: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy»
(Lucas 4,21); es decir: «Sobre mí está el Espíritu del Señor». Se trata
de una interpretación que pone de manifiesto el misterio del Reino,
de una proclamación de la misión de Jesús.
Por eso la gente se queda maravillada, asombrada, desconcertada;
reconoce que ha escuchado «palabras llenas de gracia» (en el pa-
ralelo de Mateo la gente dice: «¿De dónde le viene a éste esa sabi-
duría?»: Mateo 13,54). Aunque inmediatamente después, como sucede
con las grandes manifestaciones del Espíritu, la misma gente manifies-
ta su resistencia, su oposición, su desdén, su rechazo, hasta el pun-
to de echar a Jesús fuera de la ciudad «para despeñarle» (cf. Lucas
4,28-29). Me gustaría señalar que aquí se hace realidad el primer pe-
cado contra el Espíritu Santo, la resistencia a su acción.

2. Meditatio sobre la sabiduría de Jesús

De todas formas, nos detendremos en los vv. 16-21, donde se


expresa la sabiduría de Jesús como conocimiento experimental del
misterio del Reino.
1. Así pues, Jesús conoce por connaturalidad el misterio del Re-
ino, de sus tiempos y de sus modos, hasta el punto de poder
afirmar: ¡Aquí está! Conoce la voluntad salvífica de Dios, que
hunde sus raíces en el Amor trinitario, hasta el punto de poder de-
cir: ¡Soy yo!
Su sabiduría se revela en el discurso inaugural como capacidad
de abarcar todo el misterio divino y de vincular las antiguas profecí-
as con el presente y con el futuro, como es propio de quien vive por
dentro ese misterio y está en el origen del mismo por ser el Verbo.
Posee este misterio desde lo alto y desde el centro, porque Él es el
centro.
En efecto, en el bellísimo himno cristológico de la Carta a los Efe-
sios, dice Pablo:
«Nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo...
En él tenemos, por medio de su sangre,
la redención, el perdón de los delitos
[está, pues, en el centro del misterio de la salvación],
según la riqueza de su gracia
que el Padre ha prodigado sobre nosotros
en toda sabiduría e inteligencia,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad...:
hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza»
(Efesios 1,4.7.8-9.10).
Así pues, el Padre está en el origen de la salvación; el Verbo, que
está junto al Padre, está en el origen, con el Padre, del misterio de
la salvación; Jesús, en quien todo queda recapitulado, es el centro
del misterio de la salvación. Ahora resulta fácil comprender por qué
hablamos de la sabiduría de Jesús, de cómo Él abarca la totalidad
del misterio del Reino: está en su origen, en cuanto que es el Verbo,
y está en su centro, en cuanto que es el Mesías.
2. Una sabiduría, la de Jesús, que se manifestará en su vida te-
rrena siempre que tenga que explicar este misterio. Y lo hará con la
facilidad, la soltura y la inmediatez de quien está dentro del mis-
mo; no como alguien que lo ha a prendido e intenta mediarlo desde
fuera, sino como alguien que lo expresa porque está en profunda
comunión ron él.
— De aquí nace, por ejemplo, la frescura de sus parábolas.
Jesús, al recurrir a las imágenes y comparaciones más impensadas
y sencillas, habla del Reino, que es el suyo, que es Él mismo; le
basta ver un pájaro, a un campesino, a un pescador, para encontrar
enseguida un parangón con el misterio.
De aquí nace también su prontitud en las respuestas. Recordemos
algunos episodios, y ante todo el de la curación del paralítico (Lucas
5,17-20):
Los escribas y fariseos discuten diciendo: «¿Quién es este, que
dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?».
Y Jesús, conociendo sus pensamientos, responde: «¿Qué estáis
pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: "Tus
pecados te quedan perdonados" o decir: "Levántate y anda"? Pues
para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para
perdonar los pecados —dijo al paralítico—: A ti te digo, levántate,
toma tu camilla y vete a tu casa». Jesús conjuga los misterios interio-
res con las curaciones exteriores, la gracia con sus efectos sobre la
naturaleza.
También son interesantes en este sentido las controversias sobre
el sábado. Un sábado, Jesús es invitado a comer en casa de un jefe
de los fariseos, y ve allí a un hidrópico. Dirigiéndose a los doctores
de la ley y a los fariseos, les pregunta: «"¿Es lícito curar en sábado
o no?" Pero ellos se callaron. Entonces le tomó, le curó, y le despi-
dió. Y a ellos les dijo: "¿A quién de vosotros se le cae un hijo o un
buey a un pozo en día de sábado y no lo saca al momento?" Y nada
pudieron replicar a esto» (Lucas 14,1-6; cf. Mateo 12,9-14; Marcos
3,1-6).
Jesús está en posesión del misterio del sábado, en la globalidad
de su conocimiento del Reino.
Recordemos cómo responde a la pregunta: «¿Nos es lícito pagar
tributo al César o no?». «Pero él, habiendo conocido su astucia, les
dijo: "Mostradme un denario, ¿De quién lleva la imagen y la inscrip-
ción?" Ellos dijeron: "Del César". Él les dijo: "Pues bien, lo del
César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios"» (cf. Lucas
20,20-26).
Pensemos, finalmente, en las disputas sobre la resurrección. Los
saduceos, que negaban la resurrección, le preguntaron: Si siete
hermanos tuvieron sucesivamente como esposa a una sola mujer,
¿de quién será ésta esposa cuando llegue la resurrección? Y Jesús
respondió: «Estáis en un error, por no entender las Escrituras ni el
poder de Dios. Pues en la resurrección, ni ellos tomarán mujer ni
ellas marido, sino que serán como ángeles en el cielo. Y en cuanto a
la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído aquellas palabras
de Dios cuando os dice: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac
y el Dios de Jacob! No es un Dios de muertos, sino de vivos» (cf.
Mateo 22,23-33).
Estupenda la sabiduría de Jesús, que en todas sus respuestas
nos remite a la visión global del misterio.
Considerando la densidad y la profundidad del tema, os dejo que
sigáis contemplando la sabiduría de Jesús. Y en la siguiente medi-
tación intentaremos sacar las consecuencias de todo esto para la
sabiduría del cristiano. En efecto, el amor de Dios al hombre es tan
desbordante que Jesús nos hace partícipes de su sabiduría, de su
conocimiento del misterio insondable del Reino.
5

UN MODO DE OBRAR PASTORAL MOVIDO POR EL ESPÍRITU

(HOMILÍA EN EL MARTES DE LA XXI SEMAN


DEL TIEMPO ORDINARIO, AÑO IMPAR)

«Sabéis muy bien, hermanos, que nuestra visita no fue inútil, ni mucho
menos; a pesar de los sufrimientos e injurias padecidos en Filipos, que ya co-
nocéis, tuvimos valor —apoyados en nuestro Dios— para predicaros el
evangelio de Dios en medio de fuerte oposición.
Nuestra exhortación no procedía de error o de motivos turbios, ni usaba en-
gaños, sino que Dios nos ha probado y nos ha confiado el evangelio, y así
lo predicamos, no para contentar a los hombres, sino a Dios, que prueba
nuestras intenciones.
Como bien sabéis, nunca hemos tenido palabras de adulación ni codicia di-
simulada. Dios es testigo. No pretendimos honor de los hombres, ni de vo-
sotros ni de los demás, aunque, como apóstoles de Cristo, podíamos haberos
hablado autoritariamente; por el contrario, os tratamos con delicadeza, como
una madre cuida de sus hijos.
Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el evange-
lio, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nues-
tro amor» (1 Tesalonicenses 2,l-8).

«¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que pagáis el décimo de la


menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: el dere-
cho, la compasión y la sinceridad! Esto es lo que habría que practicar, aun-
que sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis
el camello!
¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la co-
pa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno!
¡Fariseo ciego!, limpia primero la copa por dentro, y así quedará limpia
también por fuera» (Mateo 23,23-26).

1. El primer puesto, para la caridad

Este pasaje evangélico de Mateo es la continuación del de ayer:


entre ayer, hoy y mañana se leen las siete maldiciones, los siete
«¡ay!».
Sobre estas maldiciones nos detendremos más tiempo en la me-
ditación acerca del don del temor de Dios.
Pero quiero reflexionar ahora brevemente sobre una frase del texto
de Mateo: «Descuidáis lo más grave de la Ley: el derecho, la com-
pasión y la sinceridad (o la fidelidad)».
Existe, por tanto, un orden en las prescripciones de la ley; un or-
den que la sabiduría enseña a descubrir y que hace que unos man-
datos sean más graves que otros: a saber, el derecho, la compasión
y la sinceridad. Me parece importante observar cómo se resumen ulte-
riormente en las palabras conclusivas del Sermón de la montaña:
«Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacéd-
selo también vosotros a ellos: porque en esto consiste la Ley entera y
los Profetas» (Mateo 7,12). La sabiduría ayuda, pues, a comprender
ese orden de los mandamientos, que pone en el primer puesto a la ca-
ridad; y los letrados y fariseos insensatos han olvidado esta jerarquía
de la verdad y de los mandamientos.

2. El ministerio pastoral vivido en el Espíritu Santo

En la primera lectura, Pablo recorre retrospectivamente su éxodo,


la manera como llegó de Filipos a Tesalónica y comenzó su minis-
terio en esta ciudad. Es una especie de flash-back que el apóstol
ofrece, años más tarde, sobre los comienzos de aquel ministerio. Es
consciente de que se vio guiado por el Espíritu de Dios; su ministerio,
aunque atravesado por muchas pruebas, estaba marcado por el Espí-
ritu Santo.
Es lo que nos ocurre con frecuencia también a nosotros. Mientras
vivimos los momentos difíciles, e incluso los fáciles y gozosos, no pen-
samos mucho en el Espíritu de Dios que nos mueve; sin embargo,
cuando en determinadas ocasiones volvemos a leer lo pasado, des-
cubrimos con asombro que el Señor nos llevaba de la mano.
Para explicar cómo reconoce Pablo la presencia del Espíritu en su
ministerio, podríamos buscar cuáles son los dones y, consiguiente-
mente, las bienaventuranzas y los frutos que marcaron los atribulados
comienzos de su evangelización en Tesalónica:
— Afirma que el primer don fue el de la fortaleza: «A pesar de los
sufrimientos e injurias padecidos en Filipos, que ya conocéis, tuvi-
mos valor —apoyados en nuestro Dios— para predicaros el evange-
lio de Dios en medio de fuerte oposición». Probablemente, en medio
de los sufrimientos sentía miedo y palpaba su fragilidad; pero más
tarde comprendió que Dios lo había sostenido, infundiéndole ánimos
para predicar el evangelio. Así pues, Pablo reconoce con gratitud
que el Señor había sido su fuerza, a pesar de todo.
— El segundo don que el Espíritu le concedió fue el de obrar con
rectitud. Es parte del don de entendimiento, al que corresponde la
pureza de corazón; por eso predicó el evangelio sin segundas inten-
ciones ni segundos objetivos (puede parecer extraño que se actúe
con segundas intenciones incluso en tiempos de persecución; pero,
de hecho, Pablo se detiene en este punto): «Nuestra exhortación no
procedía de error o de motivos turbios, ni usaba engaños». Lo cual
significa que el testimonio evangélico se ve amenazado, por ejemplo,
por el deseo de agradar a los hombres: «...predicamos no para con-
tentar a los hombres, sino a Dios, que prueba nuestras intencio-
nes».
Por tanto, el mismo testimonio que a vosotros se os ha confiado
podríais darlo para complacer a los hombres, o bien para congracia-
ros con ellos mediante el engaño y la adulación, o incluso —como
sucede a veces en el ministerio y como, por desgracia, ha sucedido
con demasiada frecuencia en la historia de la Iglesia— por puro interés
material, para conseguir algún beneficio. «Nunca hemos tenido pala-
bras de adulación ni codicia disimulada. Dios es testigo. No preten-
dimos honor de los hombres, ni de vosotros ni de los demás».
El Apóstol insiste, mirando al pasado, en afirmar que ha obrado
con rectitud, denunciando así las perversiones que acechan al anun-
cio del evangelio, incluso en tiempos difíciles.
Resulta verdaderamente desconcertante, al leer la historia de la
Iglesia pasada y presente, observar cómo, incluso en tiempos de
persecución y de dificultad, pueden encontrarse en las comunidades
cristianas celos, envidias y peleas.
Nunca estamos libres del peligro de predicar falsamente el evange-
lio, y tenemos una enorme necesidad del don de la pureza y la recti-
tud de corazón, de la bienaventuranza de la pureza de corazón, vin-
culada al don de entendimiento. Sin el Espíritu Santo, nuestra predica-
ción es inconsistente, muchas veces impura y mezclada con motivos
humanos (agradar a los demás, obtener éxitos apostólicos, pastorales,
buscar el aplauso y la aceptación...).
— Finalmente, a Pablo se le concedió hacerse cargo con amor de
los demás: «...aunque, como apóstoles de Cristo, podíamos haberos
hablado autoritariamente; por el contrario, os tratamos con delicadeza,
como una madre cuida de sus hijos. Os teníamos tanto cariño que
deseábamos entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino hasta
nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor».
Es la bienaventuranza de la misericordia; es el fruto del Espíritu
que llamamos bondad y benignidad, fruto a su vez del don de piedad.
El amor que Pablo tiene al Padre y a Jesús, lo derrama con ternura
sobre la comunidad, lo mismo que una madre cuida de sus criaturas.
Sabéis que el don de piedad y la bienaventuranza de la misericordia
son prácticamente indispensables en el ministerio pastoral, en el
servicio a las personas.
Una vez acudió a mí un sacerdote, quejándose de la parroquia que
se le había confiado. Encontraba defectos en todos y aseguraba que
la gente no le comprendía, que no respondía a sus iniciativas, etc.
Después de escucharlo, le pregunté: Pero ¿tú amas a esa comuni-
dad? ¿Por qué hablas de ella como si te fuera extraña? Si la amaras,
hablarías de ella de forma muy distinta, sabrías ver también sus anhe-
los, sus esperanzas, sus sufrimientos...
Muchas veces no nos identificamos con una comunidad, precisa-
mente porque la amamos poco, y somos entonces muy hábiles para
descubrir sus defectos, que son, entre otras cosas, el espejo de los
nuestros, el espejo de nuestros errores, de nuestra desidia, de nues-
tras faltas y carencias.
Pablo, por el contrario, se muestra lleno de amor a su gente igno-
rante, tosca y un tanto perezosa; contempla al Espíritu actuando en
la comunidad, su prontitud, su generosidad, su gozo. Y con esta mi-
rada la gente se transforma, porque el amor transforma todo lo que
ama.
«Señor, danos el Espíritu de fortaleza en las pruebas pastorales y
apostólicas; danos la pureza de corazón en el servicio al Evangelio;
danos la piedad y el amor para con las personas que nos has confia-
do».
6

LA SABIDURÍA DEL CRISTIANO

Después de haber intentado explicar, con palabras inevita-


blemente aproximativas, lo que significa la sabiduría de Jesús, volva-
mos al himno cristológico de Pablo en la Carta a los Efesios, donde el
apóstol pide para los suyos aquel espíritu de sabiduría que es el
don de ver todas las realidades y todos los acontecimientos tal co-
mo los ve Dios, es decir, desde arriba, y tal como los ve Jesús, es de-
cir, desde el centro:
«En él también vosotros,
tras haber oído la Palabra de la verdad,
el Evangelio de vuestra salvación,
y creído también en él,
fuisteis sellados con el Espíritu santo de la Promesa,
que es prenda de vuestra herencia,
para redención del pueblo de su posesión,
para alabanza de su gloria.
Por eso también yo, al tener noticia de vuestra fe en el Señor Jesús y de vues-
tra caridad para con todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros
recordándoos en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesu-
cristo, el Padre de la gloria, os conceda el espíritu de sabiduría y de reve-
lación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón
para que conozcáis cuál es la esperanza a la que habéis sido llamados por
él; cuál es la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos,
y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes,
conforme a la eficacia de su fuerza poderosa,
que desplegó en Cristo
resucitándolo de entre los muertos
y sentándolo a su diestra en los cielos,
por encima de todo Principado, Potestad,
Virtud, Dominación,
de todo cuanto tiene nombre
no sólo en este mundo, sino también en el venidero.
Bajo sus pies sometió todas las cosas
y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia,
que es su cuerpo,
la plenitud del que lo llena todo en todo»
(Efesios 1,13-23).
1. La sabiduría del cristiano

Así pues, el «espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle


perfectamente» a Él, al Padre de la gloria, se nos da en Cristo me-
diante el sello del Espíritu Santo. Ahora podemos ver todas las cosas
en Jesús, no con una luz intelectual particular (como será con el don
del entendimiento), sino por connaturalidad, por instinto divino —
como diría santo Tomás—, desde el momento en que estamos en
Jesús, que está en el centro del misterio de salvación, y en Dios, que
está en su origen, en lo alto.
En la tradición patrística y espiritual, el conocimiento por connatura-
lidad se compara muchas veces con el sentido del gusto. Sentimos
que un alimento es dulce o salado, no por un razonamiento ni por un
análisis químico de los componentes de la sal o del azúcar, sino por
sintonía connatural entre la sal, el azúcar y nuestras papilas gustati-
vas. Algo análogo sucede con el don de la sabiduría: siento que un
hecho, una acción, un comportamiento, un pensamiento... son con-
formes con el plan de Dios, porque estoy en Jesús, que está en el
centro de ese plan, porque amo al Padre, que es el autor de ese de-
signio.
Por consiguiente, la sabiduría está ligada —según el razonamiento
de santo Tomás— no tanto a la fe como a la caridad; la sabiduría es
el reflujo de un grandísimo amor al Padre y a Jesús, que se convierte
en gusto del misterio de Dios. Pablo, en la Carta a los Efesios (1,16-
19), la pide expresamente para los suyos y para nosotros.
La sabiduría del cristiano, como participación en la sabiduría de
Cristo, resplandece sobre todo en María. En el canto del Magníficat,
María contempla los acontecimientos desde el punto de vista de
Dios, por instinto sobrenatural; lee la historia desde el punto de vista de
Jesús que está en ella:
«Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso...
Desplegó la fuerza de su brazo.
dispersó a los que son soberbios en su corazón;
derribó a los potentados de sus tronos
y exaltó a los humildes;
a los hambrientos colmó de bienes
y despidió a los ricos sin nada»
(Lucas 1,49.51-53).
Está claro que los verbos deben entenderse como un pasado
profético; a los ojos de María, se presenta la acción salvífica esca-
tológica de Dios. Las palabras del canto comienzan, sin embargo, a
realizarse en su seno: aun cuando los poderosos sigan triunfando y
los ricos obtengan todo lo que quieren, la inversión realizada por Dios
ya está presente. María proclama por anticipado el evangelio de la
inversión de los valores, gracias precisamente al don de la sabidu-
ría.

2. La sabiduría de la cruz

La sabiduría del cristiano es también sabiduría de la cruz, en


cuanto que reconoce el puesto central de ésta en el misterio de salva-
ción, y se le comunica por el Espíritu. Sin este reconocimiento no
puede existir el don de la sabiduría.
Me refiero de nuevo a un texto de Pablo, que en la primera carta a
los Corintios habla de ella en términos muy elevados, contraponien-
do la sabiduría de la cruz a la falsa sabiduría de los que pretenden
ser sabios de este mundo:
«Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no
con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predica-
ción de la cruz es una necedad para los que se pierden; pero para los que se
salvan —para nosotros— es fuerza de Dios... ¿Dónde está el sabio?
¿Dónde el doctor? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció
Dios la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia
sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los
creyentes mediante la necedad de la predicación... Ha escogido Dios, más
bien, lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo
débil del mundo para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del
mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para
que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios» (1 Corintios 1,17-18.20-
21.27-29).
Y después de afirmar que «no quise saber entre vosotros sino a Je-
sucristo, y éste crucificado» (1 Corintios 2,2), explica qué entiende
por «sabiduría cristiana»:
«Sin embargo, hablamos de sabiduría entre los perfectos, pero no de sa-
biduría de este mundo ni de los príncipes de este mundo, abocados a la
ruina; sino que hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida,
destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra» (1 Corin-
tios 2,6-7).
Esta «sabiduría misteriosa» no se refiere sólo a la grandeza y
omnipotencia de Dios, conocida también por los paganos. Se refiere
al designio de salvación que se realiza en Cristo hecho hombre, es
decir, pequeño, humilde, pobre, despojado de sus privilegios divinos;
en Cristo ofendido, insultado y crucificado. Por tanto, una sabiduría
inaudita, como nunca pudo sospechar ningún filósofo o teólogo.
«Desconocida de todos los príncipes de este mundo, pues, de haber-
la conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria».
Esta sabiduría se nos ha revelado por medio del Espíritu:
«Porque a nosotros nos lo reveló Dios —todo eso que ni el ojo vio ni el
oído oyó— por medido del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta las
profundidades de Dios»; no sólo la grandeza de Dios, sino también su
humildad, su anonadamiento, su entrega hasta la muerte de cruz. Del
mismo modo que nadie «conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del
hombre que está en él, así también nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el
Espíritu de Dios».
La sabiduría de la cruz nunca podría haberse conseguido por
simple deducción o razonamiento: nosotros mismos, todavía hoy, la
rechazamos continuamente, instintivamente, si el Espíritu no nos la
recuerda.
«Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que
viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado, de las
cuales también hablamos, no con palabras aprendidas de sabiduría huma-
na, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en tér-
minos espirituales. El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu
de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer, pues sólo espiri-
tualmente pueden ser juzgadas. En cambio, el hombre de espíritu lo juzga
todo, y a él nadie puede juzgarle. Porque ¿quién conoció la mente del Señor
para instruirle? Pero nosotros tenemos la mente de Cristo» (cf. 1 Corintios
2,8-16).
Es el pensamiento que nos ha comunicado Jesús al hablarnos de
la necesidad de su pasión y muerte, el que manifestó particularmen-
te en las predicciones de su pasión y, después de su resurrección, en
el encuentro con los discípulos de Emaús: «¿No era necesario que el
Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lucas 24,26). Es-
ta es la sabiduría de la cruz que se nos da en la medida en que nos
abrimos a las mociones del Espíritu. En cambio, con nuestras solas
fuerzas, cuando la ley de la cruz nos afecte de cerca, seguiremos re-
pitiendo las palabras de Pedro: «No, Señor; no así».

3. El don de la sabiduría

¿Qué es, por tanto, este don tan alto de la sabiduría, uno de los sie-
te dones del Espíritu Santo, que se nos ha comunicado por conna-
turalidad?
— Siempre es importante recurrir a ejemplos concretos, y aunque
es fácil encontrarlos en la vida de muchos santos, he escogido una
vez más a Teresa del Niño Jesús, ya que estamos en el centenario
de su muerte. En su Autobiografía A, al hablar de sus años de postu-
lantado y de noviciado, dice:
«La florecilla trasplantada a la montaña del Carmelo tenía que abrirse a la
sombra de la cruz; las lágrimas y la sangre de Jesús fueron su rocío, y su
Faz adorable velada por el llanto fue su sol... Hasta entonces todavía no
había yo sondeado la profundidad de los tesoros escondidos en la Santa
Faz. Fuiste tú, madre querida, quien me enseño a conocerlos. Lo mismo que,
hacía años, nos habías precedido a las demás en el Carmelo, así también
fuiste tú la primera en penetrar los misterios de amor ocultos en el rostro de
nuestro Esposo. Entonces tú me llamaste, y comprendí... Comprendí en qué
consistía la verdadera gloria. Aquel cuyo reino no es de este mundo me hizo
ver que la verdadera sabiduría consiste en "querer ser ignorada y tenida en
nada", en "cifrar la propia alegría en el desprecio de sí mismo" (Imitación
de Cristo I, 2,3; II, 49,7). Sí, yo quería que "mi rostro", como el de Jesús,
"estuviera verdaderamente escondido, y que nadie en la tierra me recono-
ciese" (cf. Isaías 53,3). Tenía sed de sufrir y de ser olvidada.;. ¡Qué miseri-
cordioso es el camino por donde me ha llevado siempre Dios! Nunca me
ha hecho desear algo que luego no me haya concedido. Por eso, su cáliz
amargo siempre me ha parecido delicioso...» (Historia de un alma, p. 187).
Se trata de un texto extraordinario. En primer lugar, podemos ob-
servar el cambio que tuvo lugar en esta adolescente (ingresada en el
Carmelo a los 15 años, descubre los «tesoros ocultos en el Santo
Rostro» poco después de su entrada en el monasterio, desde el
momento de su profesión de los votos, a los 17 años): las lágrimas, la
sangre de Jesús, se convierten para ella en rocío; el Rostro del cruci-
ficado velado por las lágrimas se convierte en su sol. Sólo la sabi-
duría de la cruz puede realizar un cambio semejante.
Más adelante habla de la verdadera sabiduría, infundida en ella
como un don, que le hace comprender el valor de ser ignorado y con-
siderado como nada, el gozo de vivir el desprecio de uno mismo.
Finalmente, da gracias al amor misericordioso de Dios, que la ha
guiado a través de las mociones del Espíritu, mociones que ha aco-
gido y a las que ha correspondido advirtiendo cómo se estaba reali-
zando en ella el don de lo alto.
— En las palabras de Teresa del Niño Jesús leemos los efectos
del don de sabiduría, intuimos el sabor cognoscitivo de este don.
Sintetizando las características del espíritu de sabiduría, podría-
mos describirlo como una penetración amorosa y sabrosa en los
misterios de Dios.
Una penetración —corresponde, por tanto, al entendimiento—, pero
amorosa, vinculada al amor; sabrosa, porque viene por connaturali-
dad; en los misterios de Dios, fundamentalmente en el misterio fon-
tal de la Trinidad y en todo cuanto se relaciona con ella.
Penetración concedida por la gracia del Espíritu Santo, que nos da
a conocer y nos hace gustar «la multiforme sabiduría de Dios..., con-
forme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor
nuestro» (Efesios 3,10-11).
— Este don de la sabiduría es regalo de Dios, no está lejos de no-
sotros, es agua de nuestro pozo, de donde debemos sacarlo. No se
les da «también» a las personas más sencillas, sino sobre todo a
ellas:
«Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado
estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños. Sí,
Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Pa-
dre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre nadie lo conoce
bien sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mateo 11,25-
27).
A nadie se excluye del don de la sabiduría —corre el riesgo de
verse excluido de él el presuntuoso, el orgulloso, el que resiste a
toda costa—; está dentro de nosotros, aunque no nos demos cuenta
de él.
Mirando a nuestro alrededor, podemos contemplar este conocimien-
to gustoso, íntimo y profundo de las cosas de Dios difundido en el
pueblo cristiano. Personalmente, lo he encontrado muchas veces en
personas sencillas, humildes, sin muchos discursos ni razonamientos
vanos, como por instinto espiritual, que demuestran tenerlo en el co-
razón mismo de las situaciones más complicadas y confusas. Me he
encontrado con enfermos que sufren con paz abandonándose en ma-
nos de Dios; con familias que viven con serenidad dramas terribles,
porque tienen el sentido de la cruz.
Es un don, el de la sabiduría y de la sabiduría de la cruz, que nos
hace preferir el gozo del servicio de Dios a todos los gozos de la tie-
rra:
«¡Qué amables tus moradas,
Yahvé Sebaot!...
Vale más un día en tus atrios
que mil en mis mansiones»
(Salmo 84,2.11).

«Te pedimos, Padre, que nos hagas sensibles a este don que por medio
de tu Espíritu derramas ampliamente en la Iglesia y del que nos haces
partícipes a cada uno de nosotros, aun cuando no lo comprendamos».
Porque no es necesario poseerlo conscientemente; lo importante
es que el Señor nos haga sentir el gusto de su misterio.
4. El vicio contrario

Nos preguntamos, finalmente, por la falta de sabiduría, por la falta


de sabor y de amor por las cosas de Dios. Se trata de otra manera
de comprender ulteriormente la acción incesante del Espíritu, que
quiere hacernos entrar cada vez más en el misterio de Dios, de
Jesús, de la cruz, del Reino.
¿Qué es esa falta de sabiduría, esa estupidez que bloquea las
emociones, los sentimientos, las intuiciones, hasta el punto de im-
pedir el conocimiento de las cosas de Dios? ¿En qué consiste esa
necedad, esa insulsez (se le dice «insulsa» a una comida sin sal)
que, metafóricamente, significa la carencia del espíritu de sabidu-
ría?
Se trata de una actitud bastante difusa, y para comprenderla me
gustaría recordar algunos casos típicos de necedad o de insensa-
tez que encontramos en el Nuevo Testamento.
— En Lucas 12,16-21, Jesús cuenta una parábola: un hombre ri-
co había tenido una buena cosecha en sus tierras y, pensando para
consigo mismo, se proponía demoler sus graneros para construir
otros mayores, a fin de poder guardar en ellos todo el grano y to-
dos los bienes que poseía. Creía que entonces podría al fin des-
cansar, comer, beber y darse a la buena vida. Pero el Señor le dijo:
«¡Necio!; esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que
preparaste, ¿para quién serán?».
«Necio» significa insensato, falto de sabiduría; y lo es, porque ha
hecho las cuentas sin Dios, sin contar con el futuro de Dios.
Es una primera forma de necedad secular, mundana: muchas
personas se contentan con acumular muchas posesiones, porque
no tienen en cuenta su propia fragilidad, su mortalidad; no saben
nada del futuro de Dios. Y es una forma de insensatez común a un
número inmenso de personas: ¡cuánta gente pone en primer lugar
los bienes económicos o el poder, el prestigio, el éxito, en vez de
poner por encima de todo los bienes de Dios!
— Una segunda forma de necedad es la religiosa, la que repro-
cha enérgicamente Jesús a los dos discípulos de Emaús: «¡Insensa-
tos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!»
(Lucas 24,25). Resulta fácil reconstruir el contexto de este repro-
che de Jesús. Los dos son insensatos, porque no han reconocido
el misterio de Dios en la cruz, por no haber sabido reconocer su
misterio de salvación.
Lo mismo que el hombre necio de la parábola pensaba construir-
se grandes graneros sin pensar en la muerte, así también los discí-
pulos —aunque buenos y religiosos— hacen sus cuentas sin pen-
sar en la cruz.
Así pues, la insensatez religiosa es la que no acepta la ley de la
cruz.
— Leemos un tercer ejemplo en otro discípulo (¡porque Jesús está
hablando de los verdaderos discípulos!): es necio el hombre «que edi-
ficó su casa sobre arena» (Mateo 7,26), por no haber aceptado el or-
den propio de la vida evangélica, por no haberse apropiado del
Sermón de la montaña y no haberlo puesto en práctica. Escuchó es-
te Sermón, que se resume en Mateo 7,12 —la regla de oro—, pero
no lo integró en su vida.
Es una forma de necedad muy cercana a nosotros, presente en
nuestro corazón: oímos las palabras del Evangelio, pero sin hacerlas
nuestras; y es una necedad que tenemos que lamentar y de la que
debemos arrepentimos.
— Me he preguntado si existe, además de la necedad de cada
cristiano, una necedad comunitaria, es decir, si hay comunidades
construidas sobre arena. Y creo que, sobre la base de la estructura de
Mateo, hay que responder afirmativamente.
De hecho, lo mismo que es necio el discípulo que no observa el
orden propio de la vida evangélica, expresado en el Sermón de la
montaña, también es necia la comunidad que no reconoce los fun-
damentos de la comunidad evangélica de que habla Jesús en el lla-
mado «Discurso eclesiástico» (Mateo 18), donde se aplican a una
comunidad algunos principios básicos del Sermón de la montaña
que Jesús pronunció para los individuos. Basta repasar Mateo 18
para percibir cuál es el orden propiamente comunitario:
el orden de hacerse pequeños, de no pretender los primeros
puestos y de respetar a los más débiles (vv. 1-11);
el orden de ocuparse de los hermanos —la oveja perdida—, de
no decir: «no es asunto mío» (vv. 12-14);
el orden de respetar a la autoridad —«todo lo que atéis en la tierra
quedará atado en el cielo» (vv. 15-18);
el orden de la oración comunitaria (vv. 19-20);
el orden de perdonar las ofensas setenta veces siete (vv. 21-35).
Si una comunidad no vive los principios expuestos en este capítu-
lo evangélico, está fundada sobre arena. Si, por el contrario, los
acata y se esfuerza por realizarlos, está fundada sobre roca.
El discípulo necio cae cuando llegan los vientos, las tempestades,
cuando se desbordan los torrentes, no en el tiempo bueno y apaci-
ble; una comunidad que parece estar en pie cuando todo va bien, co-
rre el peligro de derrumbarse ante el soplo de las tempestades y de
los vientos, en la medida en que no está construida sobre el orden
comunitario indicado por el mismo Jesús.

Conclusión

Al llegar a este punto, tenemos ya recogido suficiente material


para un serio y verdadero examen de conciencia. Este examen con-
sistirá, ante todo, en expresar nuestro gozo y nuestra gratitud:
«Te doy gracias, Señor, porque me has concedido a mí, pobre y pequeño,
participar en la sabiduría de tu Hijo; tu sabiduría me hace más sabio que
los sabios; con tu sabiduría no tengo miedo de nada».
A la alabanza seguirán las preguntas:
— ¿Hay en mí algo de esa insensatez secular del necio que se
complace en su abundancia de bienes materiales, ignorando su fra-
gilidad, su debilidad, la muerte, el designio de Dios?
— ¿Hay en mí algo de la insensatez del discípulo que levanta su
casa sobre arena, porque escucha el Sermón de la montaña pero
no lo pone en práctica?
— ¿Hay en mí alguna participación en esa necedad comunitaria
que, al no observar el orden propio de la humildad, de la pequeñez,
del escondimiento, de la atención a los demás y del respeto a los
otros, de la atención a los últimos, de la acogida gozosa, del perdón,
de la obediencia, pone en peligro la solidez de la comunidad?
Todo examen de conciencia es preparación al sacramento de la
reconciliación, en el que dejamos que la misericordia de Dios y el po-
der de Jesús nos purifiquen de todo lo que en nosotros va en contra
de la riqueza de los dones de que hemos sido revestidos al haber si-
do llamados y escogidos desde siempre por el Señor.
7

EL ESPÍRITU DE TEMOR DE DIOS

«Al comenzar nuestra reflexión, queremos pedirte, María, que intercedas


por nosotros, para que nos veamos libres de todo temor vano, de todo
miedo, y para que reconozcamos en nosotros y vivamos el temor reveren-
cial y amoroso que tú sentiste para con el Padre y el Hijo en la gracia del
Espíritu Santo».

El temor de Dios en la Escritura

1. En la Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento, adquiere un


gran relieve la actitud del temor de Dios: «El temor de Yahvé es puro,
por siempre estable» (Salmo 19,10); «Principio del saber es el temor de
Yahvé» (Salmo 111,10).
Y el mismo tema es recogido ampliamente en los llamados libros
sapienciales: «El temor de Yahvé instruye en sabiduría» (Proverbios
15,33); «Dichoso el hombre que está siempre en el temor» (Prover-
bios 28,14); «Toda sabiduría es temor del Señor» (Eclesiástico
19,18)... Es evidente la relación entre la sabiduría, el don más eleva-
do, y el temor del Señor.
También Tobit amonesta a su hijo Tobías con estas palabras: «Mu-
chos bienes posees si temes a Dios» (Tobías 4,21).
Aunque con menos frecuencia, en el Nuevo Testamento aparecen
expresiones semejantes; citaré un versículo que se refiere a toda la
comunidad cristiana: «Se edificaban y progresaban en el temor del
Señor» (Hechos 9,31).
En línea con la estima que la Biblia manifiesta por esta actitud de
temor del Señor, nos preguntamos en qué consiste dicho temor,
cómo podemos reconocerlo en nosotros y cómo abrirnos a la acción
del Espíritu que lo pone en nuestro corazón.

2. Si pensamos, además, en los personajes bíblicos, nos daremos


cuenta de que los más famosos de ellos están llenos de temor de
Dios.
En el episodio de la aparición de Mambré, Abrahán «levantó los
ojos, y he aquí que había tres individuos parados a su vera. Como los
vio, acudió desde la puerta de la tienda a recibirlos, se postró en tierra
y dijo: "Señor mío, si te he caído en gracia, ea, no pases de largo
cerca de tu servidor"» (Génesis 18,2-3).
Cuando Jacob se despierta, después de haber soñado con la es-
cala apoyada en tierra y. cuya cima llegaba hasta el cielo, exclama:
«¡Qué temible es este lugar! ¡Esto no es otra cosa sino la casa de
Dios y la puerta del cielo!» (Génesis 28,17).
Y la Carta a los Hebreos hace decir a Moisés: «Espantado estoy y
temblando» (12,21).
El concepto de temor de Dios es un concepto muy empleado, con
diversos matices que van desde el miedo hasta la reverencia, y des-
de la reverencia hasta la piedad amorosa. El temor roza con la pie-
dad, y ambos son como los dos aspectos complementarios de la rela-
ción adecuada para con Dios.
Para simplificar la reflexión, voy a destacar lo que más puede ayu-
darnos a reconocer este don del Espíritu Santo y a comprender su
utilidad para nuestra vida cristiana.
He pensado tomar algunas ideas del Catecismo para proponeros,
en un segundo momento, la lectio de algunos pasajes del Nuevo Tes-
tamento sobre los que haremos nuestra meditatio; luego nos pregunta-
remos cómo vivir y dar espacio en nosotros al don del Espíritu.

El Catecismo

Sabemos por el Catecismo que hay tres tipos de temor:


— el temor servil —¡que es importante!— a ser castigados por
Dios a causa de nuestros pecados; el temor alinfierno;
— el temor a pecar por culpa de nuestra fragilidad; es más elevado
que el anterior; aun prescindiendo del castigo, mi debilidad como
criatura me vuelve atento y temeroso;
— el temor de ofender al Padre, que es el verdadero temor de
Dios, un don afín al de la piedad: amo al Padre hasta tal punto que no
quiero ofenderle; pero, conociendo mis debilidades, tengo miedo de
no lograrlo.
Seguramente recordamos todavía el capítulo II de Isaías, que ya
hemos meditado, en el que aparecen las características del rey me-
siánico, de Jesús: «Reposará sobre él el espíritu de Yahvé..., espíritu
de ciencia y temor de Yahvé. Y le inspiraré en el temor de Yahvé»
(vv. 2-3).
¿Cómo puede darse en Jesús el temor a los castigos de Dios, el temor a
pecar o el temor a ofender al Padre?
Leamos la respuesta de otro gran autor de la vida espiritual, Co-
lumba Marmion, en un libro que se hizo famoso por los años treinta y
que sigue siendo un clásico de la espiritualidad:
«¿Cómo Cristo, el Hijo de Dios, puede estar lleno de temor de Dios? Es
que hay dos clases de temor: el temor que sólo mira al castigo del pecado:
temor servil, falto de nobleza, y a veces de ninguna utilidad. Hay, en cambio,
otro temor que nos hace evitar el pecado, porque ofende a Dios, y éste es el
temor filial, que es, sin embargo, imperfecto mientras vaya mezclado con el
temor a castigo. Huelga decir que ni uno ni otro tuvieron jamás asiento en el
alma de Cristo; en ella hubo sólo temor perfecto, temor reverencial, ese temor
que tienen las angélicas potestades ante la perfección infinita de Dios» (C.
MARMION, Jesucristo, vida del alma, Editorial Litúrgica Española, Barcelona
1936, pp. 140-141).
Así pues, en Jesús resplandece el temor reverencial, que se con-
vierte luego en obediencia absoluta a la voluntad del Padre y que le
mueve a postrarse ante Él en el huerto de Getsemaní orando de este
modo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya» (Lucas 22,41-42).
Al reflexionar sobre el temor de Dios, debemos como siempre, ins-
pirarnos en Jesús, en su reverencia amorosa ante el Padre, en su
adoración de los inescrutables designios de Dios hasta la muerte en
cruz, en su total sumisión a los deseos de su Dios y Padre.

1. Lectio de los cuatro «¡ay!»

Para la lectio he elegido referirme a cuatro frases con las que


Jesús nos invita al temor de Dios, ya que, si quisiéramos recordar
todos los párrafos del evangelio en que Jesús manifiesta su temor de
Dios, habría que considerar numerosos pasajes, dado que es una ac-
titud que impregna toda su vida.
Las cuatro frases, afines las unas a las otras, constituyen otras
tantas amonestaciones:
— los «¡ay!» que siguen a las bienaventuranzas según Lucas
(6,24ss);
— los «¡ay!» por las ciudades que no hacen penitencia (Lucas
10,13-15);
— los «¡ay!» contra Jerusalén (Lucas J9,4Jss);
— los «¡ay!» contra los letrados y fariseos hipócritas
(Mateo 23,13ss).
Repasaremos brevemente estos cuatro párrafos, uno por uno,
preguntándonos: ¿por qué Jesús habla tan duramente?; ¿por qué
infunde tanto temor?
— «¡Ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo.
¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre. ¡Ay
de los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto. ¡Ay cuando todos
los hombres hablen bien de vosotros!, pues de este modo trataron vues-
tros padres a los falsos profetas» (Lucas 6,24-26).
Si nos distanciamos un poco del texto, no logramos comprender el
motivo por el que Jesús lanza estas maldiciones. Los bienes, el co-
mer hasta hartarse, el reír cuando uno está contento, el tener éxi-
to... no son de suyo cosas malas. No se habla de homicidios, de pa-
rricidios, de crueldad, de estupros ni de droga.
Entonces, ¿qué tipo de mensaje quiere transmitirnos Jesús?
Un mensaje fundamental: nos anuncia el derrocamiento de la mun-
danidad; la emprende contra quienes ponen su propia confianza en
este mundo y no aceptan la primacía del Reino. Su requisitoria estig-
matiza a cuatro categorías de personas —los ricos, los saciados, los
reidores y los triunfadores— que no acogen la Buena Noticia, que no
acogen la iniciativa de amor de Dios.
— «¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se
hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que,
sentados con sayal y ceniza, se habrían convertido. Por eso, en el juicio
habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. Y tú, Cafarnaúm,
¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás!» (Lucas
10,13-15).
Es interesante observar que Jesús no afirma que Corozaín, Bet-
saida y Cafarnaúm sean tan depravadas como Tiro y Sidón. Sim-
plemente subraya que no han escuchado la Palabra, la gracia del
Evangelio, la invitación a la conversión que Él ha venido a traerles.
Después de visitar Tierra Santa, todavía hoy nos sentimos impre-
sionados al ver cómo de las antiguas ciudades bendecidas y queridas
por Jesús —Corozaín, Betsaida, y particularmente Cafarnaúm— sólo
han quedado unos montones de piedras.
— «Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella diciendo: "¡Si al menos tú cono-
cieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus
ojos. Porque vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de
empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán con-
tra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti pie-
dra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita"» (Lucas
19,41.44).
Es una amenaza contra Jerusalén, a la que Jesús, sin embargo, no
acusa de violencias, prostituciones ni latrocinios; su pecado consis-
te en no haber querido reconocer el tiempo de la visita, en no aceptar
al Mesías Hijo de Dios.
— «¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que cerráis a los hom-
bres el Reino de los cielos! Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que
quieren entrar.
Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que viajáis por tierra para ga-
nar un prosélito, y cuando lo conseguís, lo hacéis digno del fuego el doble
que vosotros!
¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: "Jurar por el templo no obliga, ju-
rar por el oro del templo sí obliga"! ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más, el oro o
el templo que consagra el oro? O también: "Jurar por el altar no obliga, ju-
rar por la ofrenda que está en el altar sí obliga". ¡Ciegos! ¿Qué es más, la
ofrenda o el altar que consagra la ofrenda? Quien jura por el altar, jura tam-
bién por todo lo que está sobre él; quien jura por el templo, jura también
por el que habita en él; y quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y
también por el que está sentado en él.
¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que pagáis el décimo de la
menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: el dere-
cho, la compasión y la sinceridad! Esto es lo que habría que practicar, aun-
que sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis
el camello!
¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la
copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno!
¡Fariseo ciego!, limpia primero la copa por dentro, y así quedará limpia
también por fuera.
¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que os parecéis a los se-
pulcros encalados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro
están llenos de huesos y podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera pa-
recéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y de crímenes.
¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los
profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: "Si hubiéra-
mos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices
suyos en el asesinato de los profetas"! Con esto atestiguáis en contra vues-
tra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad también
vosotros la medida de vuestros padres!» (Mateo 23,13-32).
En esta última y terrible requisitoria, Jesús no acusa a los escribas y a
los fariseos hipócritas ni de idolatría ni de homicidio ni de infidelidad con-
yugal, sino de caricaturizar la ley; hombres aparentemente religiosos, ob-
servantes, que trivial izan la ley con su modo de explicarla y en función de
sus intereses materiales.
Tanto Mateo como Lucas nos han transmitido los «¡ay!» pronun-
ciados por Jesús porque también siguen siendo válidos hoy para no-
sotros. Las palabras de Jesús —como indiqué antes— constituyen una
advertencia para cada uno de nosotros, dado que, si nos falta la gracia
del Señor, podemos caer en la hipocresía y en las resistencias que
ponen de relieve los «¡ay!». No se trata, en principio, de pecados gra-
ves, sino de resistencia a la acción salvífica de Jesús, de cerrazón
frente a su palabra, de religiosidad mal ordenada. Tenemos que ad-
mitir que dentro de cada uno de nosotros se da una especie de «no»
a la gracia, al Espíritu Santo, a la visita del Señor.
El temor de Dios es precisamente la percepción de que las palabras
«letrados y fariseos hipócritas» fueron dichas para avisarnos, para poner-
nos en guardia a nosotros, personas religiosas y consagradas; que las
palabras dichas a Cafarnaúm, ciudad de Pedro, a Betsaida, ciudad de
Santiago y Juan, a Jerusalén, ciudad de Simeón y de la profetisa Ana —
grandes místicos—, son para nosotros, lo mismo que el «¡ay de voso-
tros, los ricos!» pronunciado ante los discípulos en el Sermón de la mon-
taña.
En todas estas requisitorias, la moral no se contempla como obe-
diencia a una ley, sino como relación con una persona: ¿has escucha-
do a Jesús y su predicación?; ¿te has abierto a la Palabra?; ¿acoges
a Jesús en su visita?; ¿te muestras atento y sensible al encuentro
con Él?
Hemos de confesar sinceramente que existe este riesgo, y por
eso debemos recibir del Espíritu Santo ese temor filial, amoroso, que
nace de la conciencia de nuestra fragilidad, de nuestra sordera al
Evangelio, de nuestra capacidad de trivializarlo todo, incluso las cosas
más santas, con nuestro cinismo, con nuestro distanciamiento, con
nuestra indiferencia, con nuestra frialdad. No somos mejores que los
letrados y los fariseos, ni mejores tampoco que los habitantes de Ca-
farnaúm, de Betsaida o de Jerusalén.
Estas palabras de Jesús, tan graves y doloridas, expresan el in-
menso amor que nos tiene, su preocupación al vernos en peligro
cuando no ponemos en práctica todo lo que nos enseña y cuando
nos resistimos a su acción en nosotros.
Os pido que toméis estos cuatro textos que os he recordado, para
confrontaros con ellos, haciéndoos conscientes de que en ellos
Jesús piensa en mí, me habla a mí, quiere introducirme en el temor
verdadero, en el amor, en el arrepentimiento, en la confianza, en el
abandono.
Podríamos decir, con otras palabras, que Jesús estigmatiza con
sus «¡ay!» el único gran pecado imperdonable, el pecado contra el
Espíritu Santo: el cerrar los ojos y los oídos a las manifestaciones de
la gracia, al ofrecimiento de perdón y de salvación, de conversión.
2. Meditatio sobre el espíritu de temor de Dios

En el momento de la meditatio nos preguntamos en qué consiste


el adecuado espíritu de temor de Dios. En efecto, hay también un
temor equivocado, un miedo obsesivo, excesivo, mientras que el temor
justo o «casto» —como lo llama San Agustín, comparándolo con el
estado de ánimo de la esposa fiel que tiembla ante el esposo por temor
a disgustarle— es liberador, dilata el corazón.
¿A qué nos mueve el don de temor de Dios que el Espíritu inspira
en nosotros en la oración!
¿A qué nos mueve el espíritu de temor de Dios en nuestra vida
personal?
¿A qué nos mueve en nuestra vida comunitaria!
— Ante todo, el don de temor de Dios se pone en práctica en la ora-
ción, al estar delante del Señor, y es como un complemento del don
de piedad.
El don de piedad nos hace estar delante del Señor como hijos, como
quien está en su propia casa; el don de temor de Dios nos recuerda
que siempre debemos a Dios un sumo respeto, incluso externo.
«Descálzate, porque el lugar en que estás es tierra sagrada». Moisés
entonces «se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios» (Éxodo 3,5.6).
Aunque es Padre, Dios sigue siendo misterio transcendente, tre-
mendo, incognoscible, muy por encima de todos nuestros horizontes.
Recuerdo una grata conversación con el ilustre teólogo Karl Rahner,
que tuvimos familiarmente en la comunidad de jesuitas de Munich
con ocasión de sus 80 años; repasando los sucesos más importan-
tes de su servicio de teólogo, decía: «Los teólogos hablamos mucho
de Dios, pero cada vez que hablamos de Él deberíamos reconocer
que no lo conocemos en su infinita transcendencia. Sólo después
de haber admitido esto, podríamos intentar decir algo sobre su mis-
terio. El horizonte de la incognoscibilidad de Dios no tiene límites;
nunca logramos abarcarlo; incluso cuando hablamos de los miste-
rios de Jesús, de la cruz, de la resurrección, estamos aludiendo a
cosas que nos transcienden por completo».
El don de temor de Dios nos hace hablar siempre de Dios con
sobriedad, con respeto, con mucha humildad y reverencia. A veces
oigo decir con una enorme superficialidad: Dios es así, Dios quiere
esto o aquello... ¿Cómo puedes saberlo, si El está por encima de
toda comprensión humana? Por tanto, deberíamos hablar de Dios
con sordina, con temor, conscientes de que nos movemos en el terre-
no de la analogía, de los símbolos, de las imágenes, de que nos
lanzamos con amor hacia un horizonte que supera todos nuestros
conceptos y pensamientos.
Me gusta mucho la afirmación de un gran filósofo de las religio-
nes, Rudolf Otto: «Dios sigue siendo mysterium tremendum y mys-
terium fascinans»: misterio que hace temblar, que llena de reve-
rencia, de santo temor, y al mismo tiempo misterio que nos atrae
irresistiblemente, que nos fascina y al que nos gustaría acercarnos
cada vez más. Es precisamente el don del temor de Dios el que nos
permite vivir en esta perspectiva, como en un equilibrio inestable, en
una tensión creativa.
Si nos fijamos en nuestra vida, descubrimos, por el contrario, que
en la oración personal y en la litúrgica muchos de nuestros gestos,
actitudes y expresiones son triviales, originados por nuestra falta de
respeto, de sentido del misterio, debidos a una carencia de reve-
rencia amorosa para con el misterio tremendo y fascinante.
Por eso debería ser importante, antes de ponernos a orar, que
nos detuviéramos unos momentos y nos preguntáramos: ¿Con
quién me voy a encontrar? ¿Qué voy a hacer? Y, efectivamente, la
oración de los Ejercicios es más hermosa y más verdadera que la
que hacemos de ordinario, porque va precedida de pausas de silen-
cio.
No debemos extrañarnos de que nuestra oración sea distraída y
no nos alimente si la hacemos con prisa, como si subiéramos a un
tranvía en marcha.
A veces las celebraciones no edifican, las liturgias parecen va-
cías, y es porque no se palpa en ellas el sentido del misterio, porque
no hay reverencia, sino simplemente una especie de familiaridad
anodina y desordenada; incluso los cantos resultan a veces desga-
nados y faltos de vigor. Todo esto es una ofensa al misterio de
Dios, mientras que el temor del Señor es puro y hace que la ora-
ción sea filial, afectuosa, ordenada y edificante.
Lo mismo podemos decir de nuestra relación con la palabra de
Dios, con las Escrituras. Al tomar la Biblia en nuestras manos, de-
beríamos acordarnos de que la Palabra vibra, «es viva y eficaz, y
más cortante que espada de dos filos», que «escruta los sentimien-
tos y pensamientos del corazón», que «todo está desnudo y patente
a los ojos de Dios» (cf. Hebreos 4,12-13). También hay que tener
reverencia con el texto sagrado, con el libro de los evangelios. Re-
cuerdo haber leído, siendo niño, una observación que nunca he ol-
vidado: el libro de la Biblia merece un gran respeto, y nunca hay
que poner encima de él otros libros. Parece una tontería, pero no lo
es. La Biblia no es un libro como los demás: contiene una santidad,
encierra un misterio.
El don de temor de Dios en la oración nos mueve, por tanto, a tes-
timoniar un respeto amoroso y reverencial al misterio transcendente
de Aquel que es nuestro Padre.
- En nuestra vida personal de fe, el temor es ese Espíritu acti-
vo en nosotros que nos impulsa a no presumir nunca de nosotros
mismos en nada, a sentir miedo de nosotros mismos, especialmente
en lo que se refiere a la guarda de los ojos, de los sentidos, del co-
razón, del cuerpo. Si alguna vez nos sorprendemos diciéndonos: «A
mí esas cosas no me hacen daño; eso ya no tiene nada que ver con-
migo», quiere decir que estamos perdiendo el temor de Dios y que
rozamos el peligro.
En santa Teresa del Niño Jesús era muy fuerte el sentido del temor,
aunque ella sea la santa del abandono y de la confianza filial por ex-
celencia. Cuando nos cuenta en su Autobiografía A el día de su
primera comunión, nos dice entre otras cosas: «Sólo quedaba
Jesús, Él era el dueño, el rey. ¿No le había pedido Teresa que le
quitara su libertad, pues su libertad le daba miedo? ¡Se sentía tan
débil, tan frágil, que quería unirse para siempre a la Fuerza divina»
(Historia de un alma, p. 98). Luego, el Señor le infundió un gran áni-
mo, para que pudiera ejercer plenamente su libertad, pero partiendo
del temor a sí misma, con el que se fiaba solamente del Señor, no de
sus propias fuerzas.
A este temor, a la no presunción de que ya sabemos orar, de que
ya somos capaces de resistir, de que sabemos perfectamente cómo
hemos de portarnos, nos invita el apóstol Pedro:
«Y si llamáis Padre a quien, sin acepción de personas, juzga a cada cual
según sus obras, conducíos con temor durante el tiempo de vuestro des-
tierro» (1 Pedro 1,17).
Es el sentido de temor a nosotros mismos el que nos sugiere que
seamos prudentes, un tanto circunspectos, que no nos dejemos llevar
por nuestros impulsos. Prosigue Pedro:
«Conducíos con temor, sabiendo que habéis sido rescatados de la con-
ducta necia heredada de vuestros padres no con algo caduco, oro o plata,
sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla,
Cristo» (vv. 18-19).
El temor de Dios en nuestra vida personal de fe significa que so-
mos conscientes de poseer un tesoro muy valioso que custodiar, de
que podemos profanarlo y de que nos lo pueden robar. Por eso es
preciso confiar en el poder de Dios, en su fuerza, no en nuestra pre-
sunción.
Os voy a leer otro pasaje de la Autobiografía A de santa Teresa del
Niño Jesús. Durante su viaje a Italia —intentaba recurrir al papa
León XIII para poder ingresar en el Carmelo a una edad muy joven—,
se detuvo en París, donde, entre todas las maravillas de la capital, en-
contró «sólo una que verdaderamente me encantara», la iglesia de
Nuestra Señora de las Victorias; y cuenta: «Supliqué también a
Nuestra Señora de las Victorias que alejase de mí todo lo que pudie-
se empañar mi pureza. No ignoraba que en un viaje como éste a Italia
se encontrarían muchas cosas capaces de turbarme, sobre todo por-
que, al no conocer el mal, temía descubrirlo por no haber experimen-
tado todavía que para el puro todo es puro, y que las almas sencillas
y rectas no ven mal en ninguna parte, pues el mal sólo existe en los
corazones impuros y no en los objetos inanimados» (Historia de un
alma, pp. 152-153).
Esta actitud de Teresa es la típica del temor de Dios, que nos hace
capaces de resistir al mal y de enfrentarnos a él. Y es realmente ex-
traordinaria la libertad de corazón que nace en ella del temor. Arraigada
en el temor, su manera de obrar se hace simple y sencilla; ni siquiera
en las situaciones más difíciles siente temor, ya que el temor puro
va acompañado de la confianza en el Señor
Otro efecto del don de temor de Dios en nuestra vida personal es el
que se expresa en las bellísimas palabras de la Carta a los Hebreos:
«[Jesús], habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y
súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la
muerte, fue escuchado por su actitud reverente» (5,7). (Algunas tra-
ducciones dicen «piedad», pero «piedad» corresponde de ordinario al
griego eusébeia, mientras que aquí el texto griego dice eulábeia;
por eso es mejor traducir por «actitud reverente»; la versión latina
del Nuevo Testamento también dice: «exauditus est pro sua reveren-
tia». Por lo demás, eulábeia es una actitud compleja, que etimológica-
mente significa «tomarlo todo bien de las manos de Dios»). El Espíri-
tu del temor nos mueve a tomarlo todo bien, porque todo nos viene
del Señor. Él sabe lo que me está pasando, quién y cómo soy; Él me
ama y vela por mí, piensa siempre en mí, me está visitando.
Por consiguiente, es un fruto del temor el no irritarnos por la vida
que se nos ha dado, el no airarnos contra cuanto sucede, contra los
que chocan con nosotros y nos provocan; es un fruto del temor el ver
en todas las cosas el lado bueno, porque el Señor tiene un proyecto
sobre mí y todo lo orienta hacia mi bien. Es también una actitud muy
útil para la salud del cuerpo y del espíritu.
— El don de temor de Dios en nuestra comunidad podemos per-
cibirlo en la exhortación de Pablo a los Filipenses. Después de haber
proclamado el maravilloso himno cristológico, al hablar de la muerte
en la cruz y de la exaltación de Jesús, a quien Dios «le otorgó el
nombre que está sobre todo nombre», continúa:
«Así pues, queridos míos, de la misma manera que habéis obedecido
siempre, no sólo cuando estaba presente, sino mucho más ahora que
estoy ausente, trabajad con temor y temblor por vuestra salvación, pues
Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece.
Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones, para que seáis irre-
prochables e inocentes, hijos de Dios sin tacha en medio de una genera-
ción tortuosa y perversa, en medio de la cual brilláis como antorchas en
el mundo, presentándole la Palabra de vida» (Filipenses 2,12-16).
Es la imagen fascinante de una comunidad evangélica, de esa co-
munidad alternativa a la que me he referido en mis últimas cartas
pastorales. Una comunidad que, en una sociedad competitiva, a me-
nudo enfrentada, intransigente, calumniadora, acusadora, cínica (a
veces también pasa esto mismo en el ámbito eclesial), se muestra
obediente, sencilla, serena, sin rencillas, sin recelos. Una comunidad
que, viviendo el don de temor de Dios, mantiene un estilo de seño-
río, de buen gusto, de pobreza real pero no mísera, un estilo noble
de palabra, de trato, de cortesía, de buena educación, cuya casa res-
plandece de limpieza y dignidad.
A este santo temor se opone el espíritu quisquilloso, el mal gusto,
las malas palabras que se escapan en los momentos de nerviosis-
mo, la falta de humildad, la arrogancia, la ligereza, la tibieza.
Escribía santa Teresa de Jesús a sus monjas: «Tener gran cuenta
con todo lo que hacemos para doblar en ello nuestra voluntad, y
cuenta con que lo que hablare vaya con edificación: huir de donde
hubiere pláticas que no sean de Dios» (Camino de perfección, cap.
XLI, 4). Y también, en los Avisos: «Tu deseo sea de ver a Dios; tu te-
mor, si le has de perder; tu dolor, que no le gozas; y tu gozo, de lo que
te puede llevar allá, y vivirás con gran paz» (n. 69).
Finalmente, para ejercitar el temor de Dios es preciso vivir la con-
fesión frecuente, que nos permite reconocer nuestra fragilidad,
nuestra debilidad, la necesidad que tenemos de la gracia. La confe-
sión es realmente un precioso ejercicio de temor de Dios y de espíritu
de piedad.
Sé por experiencia que, cuando uno se confiesa a menudo, tiene
la impresión de no tener nada que decir. Os sugiero que empecéis
manifestando los dones que el Señor os ha dado a partir de la última
confesión, para darle gracias. De esta manera resulta más fácil pre-
guntarse: ¿cómo habría querido ser yo ante esos dones, cómo no
habría querido ser, cómo me he portado con ellos? Así nuestra confe-
sión se convierte en confessio laudis y confessio vitae, que nos mues-
tra cómo somos en realidad, qué pesos nos perturban y nos cansan,
cuáles son nuestras antipatías, nuestras resistencias, nuestras dure-
zas de corazón, nuestros malos humores, nuestras repugnancias, el
motivo de nuestras quejas y de nuestro cansancio. Y ponemos todo
esto con humildad en las manos del Señor que nos perdona; todo se
transforma entonces en temor de Dios y en amor, porque queda so-
metido al poder infinito de su misericordia.
A modo de conclusión, os recuerdo que el don de temor de Dios
va unido a la virtud teologal de la esperanza, que, acrecentando el
deseo ardiente del Señor, acrecienta a la vez el temor a perderlo.
Como enseña Tomás de Aquino, «el temor filial no se contrapone a la
virtud de la esperanza. En efecto, con el temor filial no tememos que
nos falte nada de lo que esperamos obtener con la ayuda de Dios, sino
que tememos negarnos a esa ayuda. Por eso, el temor de Dios y la
esperanza son solidarios entre sí y se complementan mutuamente»
(Suma Teológica IIa-IIae, q. 19, a. 9, ad 1).
8

EL ESPÍRITU SANTO
ES ANTES QUE NOSOTROS
Y ACTÚA MÁS Y MEJOR QUE NOSOTROS

(HOMILÍA EN EL MIÉRCOLES DE LA XXI SEMANA


DEL TIEMPO OIRDINARIO, MEMORIA DE SANTA MÓNICA)

«Recordad, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y no-


che para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre vosotros el Evan-
gelio de Dios.
Vosotros sois testigos, y Dios también, de lo leal, recto e irreprochable que
fue nuestro proceder con vosotros los creyentes; sabéis perfectamente
que tratamos con cada uno de vosotros personalmente, como un padre
con sus hijos, animando con tono suave o enérgico a vivir como se mere-
ce Dios, que os ha llamado a su reino y gloria.
También, por nuestra parte, no cesamos de dar gracias a Dios, porque al
recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como pala-
bra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que per-
manece operante en vosotros los creyentes» (1 Tesalonicenses 2,9-13).

«En aquel tiempo Jesús habló diciendo: —¡Ay de vosotros, letrados y fari-
seos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros encalados! Por fuera tie-
nen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos y podre-
dumbre; lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro est-
áis repletos de hipocresía y crímenes.
¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los
profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: "Si hubié-
ramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómpli-
ces suyos en el asesinato de los profetas". Con esto atestiguáis en contra
vuestra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad tam-
bién vosotros la medida de vuestros padres!» (Mateo 23,27-32).
Celebramos hoy la memoria litúrgica de santa Mónica, madre de San
Agustín; por lo poco que su hijo nos dice de ella, es fácil contemplar
en esta mujer un modelo del temor de Dios: en su reserva, en su
humildad, en su paciencia, en su adhesión a los designios del Señor,
en su aceptación de los sufrimientos de la vida (un marido difícil, un
hijo extraviado) y en la inquebrantable esperanza de su caminar.
El don de temor de Dios es además don de fortaleza. Se percibe
en Mónica esa fuerza invencible del amor materno, que un día aca-
bará triunfando sobre Agustín. Toda mujer está llamada a expresar
una maternidad espiritual con un amor capaz de mover, conmover,
convencer, sacudir, resistir y persistir. Esa fuerza es un gran don del
Espíritu, y se lo vamos a pedir para todas las mujeres del mundo.

1. El juicio de Jesús sobre una sociedad como la nuestra

Esta página del evangelio según San Mateo recoge los dos últi-
mos de los siete «¡ay!», de las siete maldiciones.
— El sexto «¡ay!» compara a los escribas y fariseos hipócritas con
los «sepulcros blanqueados», una comparación que nos pone los pe-
los de punta. Cuando visitamos los cementerios, vemos los sepulcros,
los monumentos, pero pensamos en nuestras personas queridas tal
como las conocimos mientras vivían; el realismo de Jesús es dramá-
tico: ¿qué hay en los sepulcros? Huesos y podredumbre. Ciertamente,
Jesús no pretende que nos espante la corrupción de los cuerpos, que
es un hecho natural, biológico; lo que sí quiere es subrayar el tre-
mendo contraste entre lo interior y lo exterior, entre la apariencia
externa y el interior, lleno de hipocresía y de iniquidad.
Se trata, por tanto, de una advertencia muy seria a nuestros de-
seos de parecer más que de ser, de aparentar más que de valer; es
una advertencia a ese mundo mediático en el que todo se basa en la
apariencia, en el éxito, en la imagen, y no en los valores interiores. Es
un juicio de Jesús sobre una sociedad como la nuestra, tan propensa
al espectáculo y tan despreocupada por la verdad profunda de las co-
sas.
— Otra frase que merecería un comentario adecuado es aquella
de «¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que edificáis se-
pulcros a los profetas!»
A primera vista, parece que no va con nosotros; pero la realidad
es que los verdaderos profetas nos resultan incómodos mientras vi-
ven, y los exaltamos cuando mueren. Y siempre sucede lo mismo.
He conocido a muchos profetas, lo mismo que vosotros, ya que en la
Italia de nuestros días los tenemos en abundancia; no necesaria-
mente el que tiene un carisma profético es un santo, ni es impecable;
por eso resulta fácil arrojar sombras su persona y defenderse de su
mensaje. Pero, una vez que muere y ya no puede molestar a nadie,
entonces todos se ponen a exaltarlo, a añorarlo, a canonizarlo.
Baste recordar las críticas tan ásperas que se hicieron contra Gior-
gio La Pira. Una vez fallecido, muchos querían y quieren hacerlo
santo. Pero lo importante era haber comprendido antes la profecía
que él proclamaba. Podría mencionar a otras personas que, aunque
no eran perfectas en todo, tuvieron que ver cómo se anulaba la
fuerza de su profecía.
Jesús nos enseña a ser auténticos, justos y sobrios, a reconocer al
Espíritu allí donde habla, sin pretender que los instrumentos huma-
nos sean siempre perfectos, sino sabiendo distinguir entre la ver-
dadera voz profética y sus inevitables carencias humanas.
De eso se ocupa el don de consejo como capacidad de discernir
las situaciones complejas, conflictivas y difíciles.

2. La fuerza del servicio gratuito al Evangelio

El pasaje tomado de la bellísima Carta a los Tesalonicenses si-


gue describiendo cómo Pablo se vio movido por el Espíritu en su
servicio apostólico.
Podemos distinguir tres impulsos distintos del Espíritu, importan-
tes todos ellos para nuestra vida:
— El Espíritu le mueve a renunciar, si es preciso a ciertos privile-
gios propios de los apóstoles, porque quiere predicar con gratuidad
el Evangelio. Sabe muy bien que su trabajo consiste en exhortar, en
anunciar, en animar a los creyentes, y que la comunidad podría car-
gar con su sustento material. Pero renuncia a ello y se somete a un
doble esfuerzo: trabaja manualmente de día y de noche, «para no
ser gravoso a ninguno», y atiende al mismo tiempo al servicio pasto-
ral.
Es una advertencia muy seria para la Iglesia de hoy, que asiste con
cierto temor al imparable avance del profesionalismo en la pastoral;
el ministerio pastoral se considera como una profesión, con sus de-
rechos sindicales y sus exigencias que hay que respetar. Pero si
San Pablo hubiera insistido en sus derechos, no habría predica-
do en Tesalónica.
El ministerio pastoral no puede calificarse en absoluto como una
profesión de tantas; es justo que tenga un mínimo de encuadra-
miento jurídico, pero la insistencia en este aspecto perjudica al pro-
pio ministerio y puede ser nociva para la Iglesia.
Desde sus comienzos, la Iglesia y el servicio apostólico pastoral
se fundamentaron en la gratuidad —«gratis lo recibisteis, dadlo gra-
tis», es la primera palabra que Jesús dirige a los apóstoles al
mandarlos en misión (Mateo 10,8b)—. Pero cuando el ministerio se
profesionaliza y se encasilla en exceso, pierde inevitablemente la
virtud de la espontaneidad y la gratuidad y se convierte en una car-
ga, triste como un deber que hay que cumplir.
Por eso os invito a que conservéis la libertad que engendra vues-
tra gratuidad, vuestra pobreza, la generosidad de vuestro servicio,
que no calcula horas ni tiempos, derechos ni privilegios. La gratui-
dad es el fuego del ministerio, y debemos evitar a toda costa que se
vea apagado por lo que podría exigirse a punta de justicia.
— El segundo impulso del Espíritu Santo mueve a Pablo a
comportarse como un padre con sus hijos: no es un profesional de
la pastoral, un especialista del ministerio, sino un padre. En los
versículos anteriores se había comparado con una madre, con una
nodriza; aquí se compara con un padre que va más allá de lo me-
ramente debido, que sirve con intensidad, con cordialidad, con
amor: «Sabéis perfectamente que tratamos con cada uno de voso-
tros como un padre con sus hijos, animando con tono suave o
enérgico a vivir como se merece Dios, que os ha llamado a su reino
y gloria». No le basta con decir cómo hay que comportarse, sino
que hace mucho más.
— La tercera línea pastoral por donde el Espíritu mueve a Pa-
blo es el gozo por la acogida de la Palabra.
Es el mismo sentimiento que yo experimento a veces cuando ce-
lebro la Eucaristía para una comunidad: «Señor —digo—, te doy
gracias porque estas personas creen, esperan, aman, cantan, te
alaban; quizás han venido a la iglesia por costumbre, por curiosi-
dad, pero en el fondo yo contemplo el milagro de la fe». Es un mila-
gro de Dios creer en las realidades invisibles en un mundo como
éste, tan apegado a los bienes visibles y materiales.
Escribe Pablo: «Por nuestra parte, no cesamos de dar gracias a
Dios, porque al recibir la Palabra de Dios, que os predicamos, la aco-
gisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como
Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyen-
tes». Es el don inmenso de toda comunidad cristiana, un don contra
corriente, increíble: esta fe es pura gracia, pura misericordia y, por tan-
to, motivo de alegría.
Antes de decir —como os indicaba en la anterior homilía— que
una comunidad es perezosa, que no nos sigue, que no responde, re-
conozcamos con gratitud que al menos cree, que ha afirmado la pre-
sencia del Invisible, del Eterno, que —aunque se muestre remisa—
ha salido de algún modo del fango de la mundanidad.
Para ayudar a una comunidad no tenemos que partir de lo que no
tiene, sino de los dones que tiene; y de este modo será posible es-
timular en ella incluso la respuesta a la que no ha llegado todavía.
En otras palabras: la primera regla pastoral es estimar los dones de
Dios que ya están presentes, buscar al Espíritu Santo que ya está
actuando, hacerse sensible a su acción, porque el Espíritu, antece-
diéndonos, ya ha difundido sus dones en los corazones de todos los
hombres.
En efecto, el Espíritu es antes que nosotros y actúa más y mejor
que nosotros, y nuestra gratitud por tantos dones es el punto de par-
tida para cualquier compromiso pastoral eficaz.
Confiémonos en esta Eucaristía a la protección de santa Mónica,
que fue para su hijo Agustín una guía certera hacia los pastos eter-
nos. La Iglesia universal, y en particular la Iglesia occidental, debe
muchísimo a San Agustín, pero toda su doctrina hunde sus raíces en
Mónica.
9

EL ESPÍRITU DE CONSEJO

Necesito ahora una gracia muy particular del Espíritu, porque es


bastante difícil hablar del don de consejo, a pesar de la necesidad que
todos tenemos de él. Es también un don del que, según creo, con
frecuencia tendemos a defendernos; pidamos por tanto al Espíritu
Santo, por intercesión de la virgen María, que nos ayude a decir algo
sensato y justo sobre este don, derribando las trincheras de nuestras
defensas.
La sagrada Escritura, que insiste mucho en la sabiduría, en la
prudencia, así como en la piedad y en el temor de Dios, alude poco,
al menos explícitamente, al espíritu de consejo. Encontramos un caso
en el Salmo 73: «Me guiarás con tu consejo y tras la gloria me lle-
varás» (v. 24). Se trata del don con que el Señor nos guía, y está re-
lacionado con la gloria eterna; es como una anticipación del conoci-
miento definitivo, proyectado sobre las realidades contingentes.
Todos advertimos la falta de este don y nos identificamos, por así
decirlo, con Salomón, que en su oración exclama; «Tú has hecho rey
a tu siervo en el lugar de David mi padre, pero yo soy un niño pequeño
que no sabe salir ni entrar» (1 Reyes 3,7).
La verdad es que en la complejidad de la vida moderna, así como
en la vida pastoral, no sabemos muchas veces cómo actuar. Y el
consejo es propiamente el don mediante el cual el Espíritu Santo res-
ponde al grito del alma que pregunta —según la expresión de Pablo
en Hechos 22,10—: «Señor, ¿qué quieres que haga?».
El don de consejo «nos previene contra toda precipitación o lige-
reza y, sobre todo, contra la presunción, que es tan dañina en los ca-
minos del espíritu» (C. MARMION, op. cit., p. 138). A veces confundi-
mos el consejo con la presunción —¡Yo decido en función de mi punto
de vista, y basta!—, como si fuéramos infalibles. Pero esta presunción
es muy peligrosa.
«Un alma que no quiere depender de nadie, que tributa culto al yo, obra sin
consultar a Dios en la oración; obra prácticamente como si Dios no fuera
su Padre celestial, de donde toda luz dimana. Ved a nuestro divino Salva-
dor, ved cómo dice que el Hijo, esto es, Él mismo, no hace nada que no vea
hacer al Padre (cf. Jn 5,19). El alma de Jesús contemplaba al Padre para ver
en Él el modelo de sus obras, y el Espíritu de consejo le descubría los de-
seos del Padre; de ahí que todo cuanto Jesús hacía agradaba a su Padre:
Quae placita sunt ei facio semper (Jn 8,29)» (ibid.).
En primer lugar, vamos a considerar el don de consejo en Jesús;
nos preguntaremos luego cómo influye en la vida cotidiana; y para
terminar veremos cómo influye en la vida espiritual.

1. El don de consejo en Jesús

Son numerosos los episodios evangélicos en los que Jesús pone


en práctica el espíritu de consejo —a pesar de que no se lo mencione
expresamente—, en el sentido de que, ante la pregunta «¿qué debo
hacer ahora?», Él sabe siempre lo que tiene que hacer. Pongo dos
ejemplos:
1. Lucas 6,1-5: «Sucedió que cruzaba en sábado por unos sem-
brados; sus discípulos arrancaban y comían espigas desgranándolas
con las manos. Algunos de los fariseos dijeron: "¿Por qué hacéis lo
que no es lícito en sábado?"». En otras palabras: ¿se puede o no
se puede?; ¿hay que atenerse a la interpretación de la ley, o bien
dejar que prevalezca una necesidad inmediata y urgente del cuerpo,
una necesidad física? Se trata de un conflicto de interpretaciones,
cosa que sucede frecuentemente en la vida.
«Y Jesús les respondió: "¿Ni siquiera habéis leído lo que hizo Da-
vid, cuando sintió hambre él y los que le acompañaban, cómo entró
en la Casa de Dios y, tomando los panes de la proposición, que no es
lícito comer sino sólo a los sacerdotes, comió él y dio a los que le
acompañaban?"». Y Jesús sale con toda tranquilidad de este conflic-
to.
Yo admiro en Él , más que la solución que da, recurriendo a un
texto de la Escritura, la calma y la serenidad con que encuentra una
salida.
2. Lucas 6,6-11: «Sucedió que entró Jesús otro sábado en la sina-
goga y se puso a enseñar. Había allí un hombre que tenía la mano
derecha seca. Estaban al acecho los escribas y fariseos por si curaba
en sábado, para encontrar de qué acusarle». De nuevo un conflicto
de interpretaciones: ¿se puede o no se puede?; ¿qué es lo adecua-
do en esta situación concreta?
«Pero él, conociendo sus pensamientos» —el don de ciencia,
como luego veremos—, «dijo al hombre que tenía la mano seca:
"Levántate y ponte ahí en medio". Él, levantándose, se puso en me-
dio. Entonces Jesús les dijo: "Yo os pregunto si en sábado es lícito
hacer el bien o el mal, salvar una vida o perderla"». Así pues, Jesús
disipa las dudas mediante una iluminación más elevada, refiriéndose a
un principio más alto. También aquí nos vemos sorprendidos, no tanto
por la solución contingente que da, sino por su capacidad de expre-
sarla. «Y mirándoles a todos, le dijo: "Extiende tu mano". Él lo hizo, y
quedó restablecida su mano. Ellos se ofuscaron y deliberaban entre
sí qué harían a Jesús».
La libertad interpretativa fue fatal para Jesús; por tanto, el don de
consejo puede ser peligroso, porque mueve a ser libre, espontáneo,
sin temor al juicio de los hombres.

2. El don de consejo en nuestra vida cotidiana

Hemos contemplado a Jesús ejercitando con espontaneidad y li-


bertad el don del consejo, moviéndose a gusto en el conflicto de las
interpretaciones, en el mismo conflicto de que está tejida nuestra
vida cotidiana.
1. Nosotros tenemos realmente las certezas que profesamos en
el Credo, tenemos algunas certezas fundamentales; pero muchas
veces no estamos seguros de cómo actuar aquí y ahora, dado que
hay razones a favor y razones en contra. Lo mismo ocurre en el en-
tramado de la vida pastoral. Además, la complejidad de la sociedad
en que vivimos aumenta el conflicto de las interpretaciones,
mostrándonos muchos aspectos y muchas posibilidades distintas.
Por eso son muchas las personas confundidas y un tanto a la deriva
en nuestra modernidad. Hasta los sacerdotes nos sentimos perdi-
dos ante las mil hipótesis, las mil opiniones, los mil caminos posi-
bles: ¿qué hacer? ¡Si al menos hubiera alguien que nos lo dijera
con claridad absoluta...! Quizás el obispo tenga la solución, quizás el
exegeta o el teólogo, quizás el pastoralista o el sociólogo... Siempre
esperamos encontrar a alguien que nos libre de la ansiedad de in-
terpretar el presente, que tenga la ciencia del presente.
Por eso querríamos que el don de consejo fuera como un orácu-
lo, y nos defendemos del don que es propio del Espíritu Santo. Pre-
ferimos un oráculo que nos venga de dentro susurrándonos que es-
temos tranquilos, que sigamos adelante, que nos portemos de tal o
cual manera; o bien que nos venga de un experto —el teólogo, el
sociólogo, el psicólogo...—. En el fondo, tratamos de escapar de la
opción concreta que estamos llamados a hacer. Otra cosa es acon-
sejarse, recabar buenos consejos. Pero, en definitiva, soy yo el que
tengo que decidir delante de Dios, según mis responsabilidades,
según mis competencias, y no puedo delegar en ningún otro en mi
lugar.
Pues bien, el don de consejo nos permite vivir pacíficamente esta
situación conflictiva y ambigua, vivirla sin angustias, sin rupturas
interiores, con humildad y paciencia, y ponernos serenamente fren-
te a unas opciones para las que no tenemos una evidencia absolu-
ta.
El don de consejo no consiste en una luz clarísima; en ese caso
ya no tendríamos problemas, pues es fácil actuar cuando todo se ve
nítidamente. El don de consejo viene en nuestra ayuda cuando la
situación es incierta, para permitirnos seguir adelante con confian-
za, con humildad, escogiendo razonablemente —después de haber
orado, pensado, reflexionado, después de habernos aconsejado— el
camino que parece de momento mejor, dispuestos a corregirlo si es
necesario. Éste es —lo repito, porque es muy importante— el don
que a nosotros no acaba de gustarnos.
Si miramos a nuestro alrededor, vemos con asombro que la
búsqueda de oráculos es cada vez mayor; los columnistas de los
periódicos nos ofrecen todos los días oráculos, cada uno el suyo, y
los lectores se inclinan por uno o por otro; también los partidos polí-
ticos nos dan sus oráculos, y las simpatías de las gentes van de un
líder a otro. Cada vez se da menos la opción personal; se anda
husmeando, barruntando, evitando enfrentarse con la complejidad
de las cosas tal como son, resignándose a la situación confusa.
Recordamos a este propósito las palabras de Salomón en la ora-
ción que recoge el libro de la Sabiduría:
«¿Qué hombre, en efecto, podrá conocer la voluntad de Dios?
¿Quién hacerse idea de lo que el Señor quiere? Los pensamientos de los
mortales son tímidos, e inseguras nuestras ideas, pues un cuerpo corrup-
tible agobia el alma, y esta tienda de tierra abruma al espíritu con mu-
chas preocupaciones.
Trabajosamente conjeturamos lo que hay sobre la tierra y con fatiga
hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién podrá, entonces, rastrear
lo que está en los cielos? ¿Y quién habría conocido tu voluntad si tú no le
hubieras dado la sabiduría y no le hubieras enviado de lo alto tu Espíritu
Santo?» (9,13-17).
Así pues, lo que se nos pide es que reconozcamos en la vida coti-
diana nuestra fragilidad y debilidad; que pidamos a Dios que nos dé
su Espíritu; que aceptemos de Él las certezas de la fe, de la gracia; y
luego, en todo lo demás, que caminemos en la oscuridad y en la pe-
numbra, fiándonos de Aquel que nunca nos fallará.
El don de consejo se nos da —como enseña con insistencia san-
to Tomás, que habla ampliamente de este don— para «serenar la
angustia que suele preceder a las decisiones difíciles» (sedatur anxie-
tas dubitationis in eis praecedens). Cuando se ha razonado, rezado y
reflexionado, llega un momento en que el Señor nos concede que se
calme la ansiedad de los pros y los contras y podamos llegar a op-
ciones, sabiendo que no somos infalibles y que, habiéndonos decidido
ante Dios por lo mejor, Dios estará cerca de nosotros.
Así pues, el don de consejo es el don que nos hace atravesar las
complejas situaciones humanas con una paz fundamental, con una
atención ponderada y, llegado el momento adecuado, nos lleva a op-
tar tranquilamente por una decisión.
Nos dice un biógrafo que San Vicente de Paúl era bastante lento
en sus decisiones, porque, al ser muy inteligente, veía siempre los
pros y los contras. Sin embargo, poco a poco, después de orar, en-
contraba el camino acertado. Así es como el Espíritu Santo guía a los
suyos.
Me gustaría observar, además, que se habla del don de consejo en
la vida cotidiana cuando hay que decidir las grandes líneas de ac-
ción, tomar resoluciones importantes; más específicamente, cuando
hay que escuchar a una persona, responderle, darle un consejo, o
bien cuando es preciso percibir qué es lo mejor para unos niños, ado-
lescentes, jóvenes, adultos, o qué podemos aconsejar a una familia.
Al contrario, en otras circunstancias de la vida cotidiana, los hábi-
tos y la experiencia son suficientes para poder optar.
Rara vez el don de consejo es una evidencia. Los mismos santos
experimentaron un camino y luego, quizá, tomaron otro. Aceptar la
necesidad de hacer tentativas es una condición previa para el don de
consejo. Por el contrario, muchas veces veo que en la Iglesia se vi-
ve una cierta tensión, una inquietud, una especie de miedo; frente a la
complejidad del mundo, se querrían recetas concretas, seguras, abso-
lutamente válidas, prefabricadas. Y ésta es una grave tentación, ya
que significa, en la práctica, rechazar el camino humilde de la mortali-
dad, de la semioscuridad de la vida, no querer confiarse a la miseri-
cordia, a la bondad, a la paciencia de Dios.
2. Pueden ser útiles algunos ejemplos.
— El primero es un caso típico de discernimiento sobre un tema
actual: el papel de la mujer en la Iglesia. El Papa ha hablado amplia-
mente de ello, tanto en la carta apostólica Mulieris dignitatem, de 1988,
como en el mensaje con ocasión de la Jornada de la Paz de 1995, titu-
lado La mujer: educadora para la paz; y ha hablado de ello movido
precisamente por el don de consejo:
«En este horizonte de servicio, que, cuando se hace con libertad, re-
ciprocidad y amor, expresa la verdadera realeza del ser humano, es
posible captar también, sin consecuencias no ventajosas para la
mujer, una cierta diversidad de funciones, en la medida en que esta
diversidad no es fruto de una imposición arbitraria, sino que brota de
la peculiaridad del ser masculino y femenino». Es éste el punto sobre el
que se sigue discutiendo y contraponiéndose. «Se trata de un tema
que tiene su aplicación específica dentro de la Iglesia. Si Cristo, me-
diante una opción libre y soberana, bien atestiguada en el evangelio y
en la constante tradición eclesial, ha confiado solamente a los varones
la tarea de ser imagen de su rostro de pastor y de esposo en la Igle-
sia, a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, esto no le quita
nada a la función de las mujeres, como por lo demás a la de los res-
tantes miembros de la Iglesia no investidos del sagrado ministerio, ya
que, por otra parte, todos ellos están igualmente dotados de la digni-
dad propia del sacerdocio común arraigado en el bautismo. Porque
las distinciones de función no tienen que interpretarse a la luz de los
cánones de funcionalidad propios de la sociedad humana, sino con
los criterios específicos de la economía sacramental, o sea, de aquella
economía de signos escogida libremente por Dios para hacerse pre-
sente en medio de los hombres».
Y continúa: «Por lo demás, precisamente en la línea de esta eco-
nomía de signos, aunque fuera del ámbito sacramental, no es de
poca importancia la femineidad vivida según el modelo sublime de
María. En efecto, en la femineidad de la mujer creyente, y especial-
mente en la de la mujer consagrada, se da una profecía inmanente, un
simbolismo fuertemente evocador —debería decirse una iconicidad
muy densa— que se realiza plenamente en María y expresa perfec-
tamente el ser mismo de la Iglesia como comunidad consagrada, con
su índole absoluta de un corazón virgen, para ser esposa de Cristo y
madre de los creyentes. En esta perspectiva de complementariedad
icónica de las funciones masculina y femenina se ponen mejor de
relieve las dos dimensiones imprescindibles de la Iglesia: el principio
mariano y el principio apostólico-petrino» (JUAN PABLO II, Mensaje para
la Jornada Mundial de la paz, 1 de enero de 1995).
Más allá del contenido en sí mismo, me llena de admiración en las
palabras del Papa la tranquilidad, la calma con que trata unos te-
mas que son fuente de discusión y que están cargados de emotivi-
dad; pensemos en el ardor de ciertos movimientos feministas en los
Estados Unidos, en las acusaciones que formulan, en la indignación
que respiran. En Juan Pablo II se aprecia esa serenidad de fondo, que
es una participación del don de consejo, que tanto necesita la Iglesia,
lo mismo que cada uno de nosotros en particular.
Su ejemplo toca muy de cerca a la sociedad de hoy y la seguirá
tocando todavía durante decenios, ya que se necesitará tiempo hasta
que se aclare debidamente la función de los dos sexos, se reconozca
su complementariedad y se superen los retrasos y las injusticias del
pasado.
— Un tema más trivial, pero que surge en las comunidades consa-
gradas, y en general entre los cristianos, es el uso de la televisión.
La televisión es un instrumento sobre el que se pueden decir tantas
cosas buenas como malas. En mi carta pastoral // lembo del mantello
dije que las realidades de la comunicación social son como la orla
del manto de Jesús, queriendo subrayar con esto el bien que la difu-
sión de la comunicación está destinada a producir en la humanidad
según los designios de Dios.
Pero, en la realidad concreta, el bien y el mal andan mezclados; y
de la televisión se puede usar de muy distintas formas. Tenemos la
impresión de que en las familias este don suele usarse muy mal, y
de que corren el riesgo de bloquear todas las conversaciones
domésticas, introduciendo imágenes extravagantes y perturbadoras.
No se habría dado la afluencia masiva de prófugos albaneses sin
el engaño televisivo que creó en ellos la ilusión de encontrar en Italia
un país paradisíaco, donde todo está permitido, todo es lícito y todo
está al alcance de la mano.
En particular, las comunidades religiosas no pueden dejar a la
buena de Dios el uso de un instrumento que de bien puede trans-
formase en desastre. Se necesita una regla.
Entre otras cosas, la televisión raras veces distiende; la mayor
parte de las veces excita, y por eso es mejor buscar la distensión en
el silencio, en un paseo al aire libre. A mi juicio, hay que ver la tele-
visión cuando es útil, cuando aumenta los conocimientos en un
ámbito determinado, no por su aparente forma de distensión.
De todos modos, la regla fundamental es, naturalmente, la misma
que se aplica a la oración: si la hago con recogimiento, serenidad y
puntualidad, quiere decir que uso bien de la televisión; de lo con-
trario, quiere decir que la uso mal.
El don de consejo nos ayuda a encontrar, también en este caso,
el camino justo. Si nos preguntamos seriamente si lo que estoy
haciendo es realmente conforme con lo que Dios quiere según el
evangelio, si aprovecha de verdad a mi santidad y a la de los de-
más, entonces se despliega este don en nosotros.
— El tercer ejemplo va a ser de tipo espiritual. Aunque Teresa del
Niño Jesús no habla casi nunca del don de consejo, su enseñanza
del «caminito» es un ejemplo extraordinario del mismo.
Era muy joven, no tenía una gran cultura teológica, pero vivía los
sufrimientos, las oscuridades, las noches interiores con enorme
tranquilidad. Nunca dudó de su caminito, ni siquiera cuando declara
que padecía dolores físicos y espirituales indecibles. El Señor la
guiaba claramente; se le daba en abundancia el don de consejo. Y
su camino —aprendido del Evangelio, de la contemplación del Niño
Jesús y de la santa Faz, sin demasiados razonamientos— ha sido
consagrado por la Iglesia cuando ha conferido a la Santa el título de
«doctora de la Iglesia». Su vida es un hermosísimo icono del don de
consejo.

3. El don de consejo en el camino espiritual

En la vida o en el camino espiritual el don de consejo tiene una


expresión particularmente significativa: se llama discernimiento o
discreción de espíritus.
El discernimiento de los espíritus que nos mueven (el espíritu
bueno y el espíritu malo, el amigo y el enemigo del hombre y de su
corazón) se basa sustancialmente en dos actitudes o estados de
ánimo: la desolación y la consolación. San Ignacio de Loyola, en
sus Ejercicios Espirituales, escribió las llamadas Reglas para la dis-
creción de espíritus, que son una aplicación muy eficaz e incisiva del
don de consejo.
Vale la pena recordar cinco de esas reglas, ya que incluso a mí,
que las conozco, se me presentan siempre como nuevas y llenas de
riqueza.
1. Cuando uno está empeñado en salir del mal y en buscar el bien,
«propio es del mal espíritu morder, tristar y poner impedimentos in-
quietando con falsas razones, para que no pase adelante» (n. 315).
Es una señal evidente de que el enemigo está actuando; y el don
de consejo nos permite reconocerlo.
2. «Y es propio del buen espíritu dar ánimo y fuerzas, consola-
ciones, lágrimas, inspiraciones y quietud, facilitando y quitando to-
dos impedimentos, para que en el bien obrar proceda adelante» (n.
315c), Ésta es la gran palabra del Espíritu del Señor: puedes seguir
adelante con la gracia de Dios, aunque las cosas parezcan superio-
res a tus fuerzas; es más fácil de lo que crees; ¡ánimo!
Así pues, la primera voz infunde desconcierto y tristeza; la segun-
da, alegría y paz.
3. La tercera regla se expresa más ampliamente. Dios nos habla
con la consolación espiritual, que es de tres tipos. El primero, «cuando
en el ánima se causa alguna moción interior, con la cual viene la ánima
a inflamarse en amor de su Creador y Señor, y consequenter cuando
ninguna cosa criada sobre la haz de la tierra puede amar en sí, sino
en el Creador de todas ellas». El segundo, cuando hay «aumento de
esperanza, fe y caridad». El tercero, cuando experimenta uno de-
ntro de sí «toda leticia interna que llama y atrae a las cosas celes-
tiales y a la propia salud de su ánima, quietándola y pacificándola en
su Creador y Señor» (n. 316).
Así pues, la regla fundamental del discernimiento es que el Espíri-
tu de Dios es espíritu de paz, de alegría, de estímulo, de positividad.
Y esto mismo sirve para el discernimiento pastoral: si la conclusión de
muchos discursos y razonamientos sobre la pastoral es la amargura,
el bloqueo, la cerrazón, ello significa que no está actuando el Espíritu
de Dios; quizás haya una gran riqueza de datos sociológicos y una
gran hondura de reflexión, pero está ausente la acción del Espíritu.
Cuando, por el contrario, se sale de una discusión con ganas de tra-
bajar, de arremangarse, de tomar en las manos un problema para re-
considerarlo mejor, significa que está actuando el Espíritu de Dios. Es
una regla muy sencilla para discernir, en la complejidad de la vida pas-
toral, lo que ayuda y lo que no ayuda. Quiero subrayar como importante
la primera regla, donde se dice que las perturbaciones inmotivadas pa-
recen estar muy motivadas: el enemigo se preocupa mucho de
hacernos ver que las cosas no marchan, que nada funciona, y lo
hace a través de razonamientos que nos convencen. Pero en el fon-
do queda la amargura, el desánimo, el pesimismo, una especie de
frustración...
El Espíritu de Dios es realista, mira el mal y mira en el corazón;
pero no es negativo, cínico, mordaz; nunca se burla de nadie.
4. La cuarta regla es muy interesante, ya que explica la desolación
espiritual que produce en nosotros el espíritu malo: «Desolación es-
piritual: llamo desolación todo el contrario de la tercera regla; así
como oscuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas ba-
jas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, mo-
viendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda pere-
zosa, tibia, triste y como separada de su Creador y Señor. Porque así
como la consolación es contraria a la desolación, de la misma mane-
ra los pensamientos que salen de la consolación son contrarios a los
pensamientos que salen de la desolación» (n. 317).
Mientras estemos en la tierra, siempre estaremos sometidos a osci-
laciones, impulsados por la consolación o, más frecuentemente, por
la desolación. Siempre estaremos sometidos a prueba.
Sin embargo, precisamente en la prueba, cuando nos sentimos
desalentados, carentes de esperanza y de amor, tentados, es cuan-
do tenemos que decir: las cosas van bien, es justo que vayan así, el
enemigo me prueba porque estoy caminando por el camino de Dios;
cuanto más me acerco a Dios, más se obstina el enemigo contra mí,
para hacerme desistir de mi camino.
5. Viene entonces la quinta regla: «En tiempo de desolación nunca
hacer mudanza, mas estar firme y constante en los propósitos y de-
terminación en que estaba el día antecedente a la tal desolación, o en
la determinación en que estaba en la antecedente consolación.
Porque así como en la consolación nos guía y aconseja más el buen
espíritu, así en la desolación el malo, con cuyos consejos no pode-
mos tomar camino para acertar» (n. 318).
¡Pensemos en tantos abandonos de la vocación, en tantas deci-
siones equivocadas, en tantas crisis debidas, desgraciadamente, a
la precipitación, a la falta de atención a esta quinta regla! En vez de
tener paciencia, de aceptar la dureza de la prueba, de recordar los
tiempos y años vividos en la consolación, se prefiere tomar ensegui-
da una decisión, salir cuanto antes de la preocupación; y cuando ya
es tarde, se comprende el gran error que se ha cometido.
Obrar con demasiada precipitación, no ponderar las cosas, no
pedir ayuda al Señor en la oración, es exactamente todo lo contrario
al don de consejo.

Preguntas para nosotros


Os sugiero, como conclusión, que os hagáis cuatro preguntas:
— ¿Tengo un consejero espiritual? El don de consejo no nos exi-
me de buscar un buen director; al contrario, nos invita a buscarlo.
No demasiados, como es lógico, porque demasiados médicos no
ayudan a sanar.
— ¿Pido consejo a quien me lo puede dar con competencia, sa-
biduría y prudencia? En efecto, podemos sentir la tentación de pedir
consejo a quien nos gusta y nos resulta cómodo, sabiendo de an-
temano que piensa como nosotros.
— ¿ Oro para tener el don de consejo, sobre todo cuando no sé
cómo portarme en mi camino espiritual y eclesial?
— ¿Me asusto de la complejidad de este mundo? Sucede que
en el tiempo de la juventud se corre el riesgo de enfrentar con de-
masiado desparpajo la complejidad, mientras que con el correr de
los años va apareciendo el miedo. De ahí los tradicionalismos, los
integrismos, las ganas de simplificar el mundo, de reducirlo a unas
cuantas certezas absolutas, ignorando todo lo demás. Pero el mundo
en que el Señor nos ha hecho vivir es igual a aquel en el que vivió
Jesús, entre los palestinos y los romanos, entre los letrados y los fa-
riseos, entre los herodianos y los qumránicos. Un mundo lleno de
oscuridades, de engaños, de trampas. Y Jesús pasó por él con sere-
nidad; lo sufrió y, por consiguiente, tampoco a nosotros nos sustrae
del sufrimiento, pero nos concede vivir con verdad, honestidad, ho-
norabilidad, y con la certeza de que Dios no nos abandona. Éste es
el don de consejo que queremos pedir insistentemente unos para
otros, para la Iglesia, para cuantos tienen en ella responsabilidades
y para todos aquellos que, desconcertados ante la complejidad de la
sociedad contemporánea, corren el peligro de no tener confianza en
la presencia del Espíritu que siempre nos acompaña.
10

EL ESPÍRITU DE ENTENDIMIENTO
Y DE CIENCIA

«María, tú que llevaste en tu seno al Verbo encarnado, Jesucristo, Hijo de


Dios e hijo tuyo en el mundo, tú que escuchaste la palabra de tu Hijo y la
pusiste en práctica, intercede por nosotros para que nos sea dada la inte-
ligencia y el conocimiento de esa Palabra. Haz que, penetrando en los tex-
tos de la Escritura, podamos penetrar también en el Corazón de tu Hijo
amado, que vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu Santo por
todos los siglos de los §iglos. Amén.
Prosiguiendo nuestra reflexión sobre el don del Espíritu Santo, nos
dirigimos ante todo a la Escritura para buscar dónde y cómo habla
del espíritu de entendimiento y del espíritu de ciencia.
1. El don de entendimiento nos hace penetrar en las verdades divi-
nas, propuestas por la fe, mediante una luz que nos comunica el
Espíritu Santo.
El Antiguo Testamento no tiene ninguna referencia explícita a
este don; lo supone, pero no se detiene a describirlo.
En el Nuevo Testamento, por el contrario, Jesús exhorta con fre-
cuencia a utilizar la inteligencia espiritual, a abrir los ojos, a mirar, a
comprender. Por ejemplo, en Marcos 7,18 —tras la comparación en-
tre lo que entra y lo que sale de la boca del hombre—, dice a los
discípulos: «¿También vosotros estáis sin entendimiento?» De nuevo
en Marcos 8,17-21, cuando los discípulos que habían participado en la
segunda multiplicación de los panes discuten entre sí porque en la
barca sólo tenían un pan, Jesús, «...dándose cuenta, les dice: "¿Por
qué estáis hablando de que no tenéis panes? ¿Aún no comprendéis
ni entendéis? ¿Es que tenéis la mente embotada? ¿Teniendo ojos no
veis y teniendo oíos no oís? ¿No os acordáis de cuando os partí los
cinco panes para los cinco mil? ¿Cuántos canastos llenos de sobras
recogisteis?" "Doce", le dicen. "Y cuando partí los siete panes entre los
cuatro mil, ¿cuántas espuertas llenas de sobras recogisteis?" Le di-
cen: "Siete". Y continuó: "¿Y todavía no entendéis?"». Jesús invita a
usar el don del entendimiento, a intentar penetrar en la Verdad que es
Él mismo.
2. El don de ciencia nos hace partícipes de la ciencia divina, que
nos permite conocer las cosas humanas con juicio recto, viéndolas
en relación con Dios.
La Escritura lo subraya con frecuencia. En primer lugar, como
ciencia del Altísimo concedida a los profetas, y en el libro de los
Números otorgada incluso a un profeta pagano, Balaam, hijo de Beor:
«Oráculo de Balaam, hijo de Beor, oráculo del varón clarividente, orá-
culo del que escucha los dichos de Dios, del que conoce la ciencia
del Altísimo» (24,15-16).
Otras veces se la menciona como sinónimo de sabiduría.
En el Nuevo Testamento, sobre todo en los evangelios sinópticos,
pero particularmente en Juan, se exalta el conocimiento que tiene
Jesús del corazón humano: «Sabiendo Jesús lo que había en su co-
razón...».
En este sentido hablamos de su ciencia.
Pero, teniendo que escoger un párrafo sintético para centrar nues-
tra reflexión partiendo de una lectio algo más extensa, he encontra-
do un pasaje central de la vida de Jesús. Así seguimos siendo fie-
les a nuestro propósito de contemplar en estos días los relatos de
Jesús siguiendo una sucesión desde el bautismo (don de piedad) al
discurso inaugural de Nazaret (su sabiduría), a la escucha de sus
predicaciones amenazadoras en Galilea y Jerusalén (el temor de
Dios) y a las controversias sobre la interpretación del sábado (el
don de consejo).
Hoy, tratando juntos, por la brevedad del tiempo, el espíritu de
entendimiento y el de ciencia, consideraremos el episodio de la
confesión de Pedro y la posterior intervención de Jesús, que expre-
sa las condiciones del seguimiento.
«Y sucedió que, mientras él estaba orando a solas, se hallaban con él los
discípulos, y él les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?" Ellos
respondieron: "Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un
profeta de los antiguos que ha vuelto a la vida". Y Jesús les dijo: "Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?" Pedro le contestó: "El Cristo de Dios". Pero
Jesús les mandó enérgicamente que no dijeran esto a nadie. Y dijo: "El
Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser reprobado por los ancianos, los su-
mos sacerdotes y los letrados, ser matado y resucitar al tercer día". Decía a
todos: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz cada día y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pe-
ro quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues ¿de qué le sirve al
hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arrui-
na?"» (Lucas 9,18-25).
«Te pedimos, Señor, que nos ayudes a penetrar en la riqueza de estas pa-
labras tuyas, de manera que también nosotros podamos percibir en ellas
los dones del entendimiento y de la ciencia, dones que Tú nos has comu-
nicado y que nosotros dejamos demasiado inactivos o se los endosamos
a otros, como si estuvieran reservados a los teólogos, a los exegetas y a
los moralistas. Concédenos cultivar estos dones, que son propios de to-
dos los bautizados, y comprender que también están en nosotros».

1. Lectio de lucas 9,14-25

El texto de Lucas se puede dividir en tres segmentos de sentido o


partes fundamentales.
La primera está compuesta por dos preguntas de Jesús (¿Quién
dice la gente que soy yo? - - Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?)
y de dos respuestas (la de la gente y la de Pedro).
La segunda parte contiene la declaración que hace Jesús sobre
sí mismo (el Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser reprobado y re-
sucitar).
En la tercera leemos las condiciones que Jesús pone a todos (si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a su mismo, tome su
cruz cada día y sígame).

1.1 El contexto de este pasaje


Lucas sitúa las dos preguntas de Jesús a los discípulos práctica-
mente en el centro de su evangelio, en un momento decisivo de su
ministerio, después de la multiplicación de los panes y los peces y
de otros milagros en los que el Señor manifestó con claridad su po-
der, demostrando que es posible fiarse de Él, puesto que es el nue-
vo Moisés, el nuevo Elías, el nuevo Eliseo. Así pues, plantea estas
preguntas después de que los ojos de sus discípulos ya se han
abierto un poco. Pero no se han abierto por completo, ya que Jesús
insistirá en que todavía no han comprendido el hecho de los panes.
En este contexto, Jesús quiere estimular la inteligencia de los su-
yos.
— El lugar es un sitio apartado. Es hermoso pensar que el lugar
apartado es el lugar de la inteligencia y de la ciencia, aquel espacio
en el que comprendemos mejor los misterios de Dios y nos apro-
piamos de la ciencia de Cristo.
«Señor, tú nos llevas a veces a lugares apartados porque tenemos nece-
sidad de alguna luz particular de entendimiento y de ciencia. Has prepa-
rado para nosotros estos días con el deseo de hacernos descubrir nues-
tros dones de entendimiento y de ciencia».
— La ocasión es la oración. «Mientras él estaba orando a solas...»
Ya en el momento de su primera aparición, en el bautismo del Jordán,
Jesús estaba en oración; también aquí, en este momento crucial de
su ministerio, es presentado como orante. Pero con una novedad: se
hallaban con él los discípulos. Los ha implicado en su oración y ha he-
cho de ésta la condición previa para un acto de inteligencia y de cono-
cimiento.
Podemos sacar enseguida una consecuencia: nuestra oración en
común es un acontecimiento de comunión profunda entre nosotros y
con Jesús, y es además lugar de inteligencia y de ciencia del misterio
de Dios.
No es casual que insista en la oración en común de las comuni-
dades como experiencia de comunión y también de entendimiento y de
ciencia.

1.1.1 Las preguntas de Jesús y las respuestas


«¿Quién dice la gente que soy yo?» Es obvio que sólo hasta cier-
to punto le interesa saber qué se piensa de Él. Lo que de verdad le
urge es estimular con esta pregunta la inteligencia de los discípulos.
Y la respuesta es exacta: la gente tiene un conocimiento superfi-
cial de Jesús, un conocimiento de tipo reductor, basado en modelos
preestablecidos. El modelo más cercano en el tiempo es Juan Bau-
tista; los otros son modelos lejanos, casi míticos. El caso es que la
gente no intuye, sino que razona con esquemas fijos.
Muchas veces los llamados actos de inteligencia son reducciones de
lo nuevo al pasado, y sería más adecuado llamarles actos de pere-
za, de inteligencia sólo aparente. Pensemos cuán a menudo los pe-
riodistas y cuantos crean opinión se remiten a lo ya preexistente, co-
mo si el Espíritu Santo no suscitase cosas nuevas en la tierra...
Así, por pereza mental, la gente se cierra a la inteligencia de
Jesús. Es verdad que no está mal usar modelos; sin embargo,
hemos de saber que el Espíritu de Dios sigue actuando siempre y que
es necesario reflexionar, comprender, conocer.
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Jesús invita a los discí-
pulos a ir más allá del conocimiento reduccionista: ¿sois realmente
tan poco inteligentes, tan poco penetrantes, que lo reducís todo a es-
quemas anteriores?
En este momento Pedro pone de manifiesto su don. tomando la pa-
labra en medio del silencio embarazoso de los demás, exclama: «Tú
eres el Cristo de Dios». Es un acto muy profundo, admirable, de in-
teligencia espiritual, de intuición divina. Un acto provocado por el
Espíritu; efectivamente, en el pasaje paralelo de Mateo leemos la sa-
tisfacción de Jesús: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás,
porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre
que está en los cielos» (16,17).
¿Por qué afirmo que estamos ante un gran acto de inteligencia
espiritual? Pedro se encontraba ante un dilema: por una parte, veía
en Jesús algunos elementos que reflejaban lo divino (sus milagros, su
poder, las curaciones que hacía); por otra, veía en Jesús su lado
«horizontal», es decir, su fragilidad, su casi insignificancia, su falta
de poder humano. Para el hombre religioso, Dios se revela sobre todo
en el poder, en la victoria, no en la humildad y la pobreza.
Sin embargo, Pedro pronuncia palabras de gran altura. Dios se
revela también en la debilidad, y Jesús es lo mejor de la revelación de
Dios, tanto por su poder como por su fragilidad. Pedro intuye miste-
riosamente que Dios se revela también en el pequeño, en el pobre,
en el humilde. Lo intuye apenas —le costará un gran esfuerzo acep-
tar esta realidad en la práctica—, pero de todas formas se supera a
sí mismo. Realiza un gesto que los otros no lograban realizar y con-
templa en Jesús al perfecto representante histórico de Dios en la
humanidad, al Cristo de Dios. Aunque no ve en Él las características
que se atribuyen al rey mesiánico —fuerza deslumbrante, excelencia
sobre lo natural—, comprende que el Altísimo se manifiesta también
en la insignificancia, en la poca relevancia.
Ir más allá de uno mismo, expresando verdades que quizás uno
no ha integrado todavía en su vida, es un acto de inteligencia espiri-
tual.

1.1.2 La orden severa a los discípulos


En la segunda parte de este pasaje (vv. 21-22), Jesús, desa-
rrollando la afirmación de Pedro, la intuición de éste de que el Dios
inmenso, inefable y eterno se revela en la debilidad, hace una decla-
ración paradójica.
— «Entonces mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que
él era el Cristo»; lo primero que hace es prohibir a los discípulos
hablar y divulgar aquella afirmación.
Puede extrañarnos esta orden, pero Jesús la da, porque la ver-
dad que contiene la afirmación de Pedro no ha sido asimilada to-
davía por los apóstoles.
— Y entonces comienza a explicarla: el Hijo del hombre «debe»
(misterio del consejo divino, del plan divino de salvación, de su sa-
biduría) «sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacer-
dotes v los letrados», esto es, d e las autoridades morales del pue-
blo (ancianos), de las autoridades religiosas y en parte civiles (su-
mos sacerdotes) y de las autoridades culturales (letrados). Lo que
Pedro apenas intuía —que el Señor se manifiesta también en la de-
bilidad— llega a su cima: «ser matado». El Dios de la vida se reve-
lará en la muerte de su Mesías, de su predilecto, de quien mejor lo
representa en la historia. Ciertamente Pedro no podía pensar que se
pudiera llegar hasta semejante extremo.
— «Y resucitar al tercer día». Lo divino permanece, mezclado con
la humillación y el sufrimiento.
Esta mezcla de lo grande y lo pequeño, de muerte y de vida, es la
ciencia de Dios, que simplemente asoma en la intuición de Pedro.
Jesús expresa aquí la ciencia que tiene sobre sí mismo; en sus
palabras está el corazón del Evangelio. Las pronuncia por primera
vez, precisamente porque se ha dado cuenta de que Pedro ha
comprendido de algún modo el misterio y quiere hacerle partícipe
de la ciencia que Él tiene sobre sí mismo. Y el discípulo se siente
desconcertado; es verdad que esas palabras van en la línea de lo
que él ha intuido, pero le hacen pasar de su acto de inteligencia a la
participación de la ciencia del Mesías, del Hijo de Dios encarnado.
Tratándose de un tema difícil de exponer, a la vez que funda-
mental para nuestra comprensión del misterio de Cristo, me de-
jaré ayudar por un teólogo que ya he citado: «El interés exclusivo
que cultivó Jesús fue el de hacer la voluntad del Padre, que implica-
ba por un lado la confianza completa en Él, en Dios, como si Jesús
no tuviese su propia vida en sus manos, sino que la fuera recibiendo
minuto a minuto de Dios Padre; y por otro lado, la apertura al próji-
mo, en el sentido de no vivir para sí mismo, sino para los demás, pre-
cisamente porque esa era la voluntad de su Padre.
Así pues, Jesús revela en este texto del evangelio quién es dentro
de la Trinidad: es aquel que está por completo en manos del Padre,
que todo lo recibe del Padre y todo lo devuelve al Padre. Quiere ex-
presarnos su entrega al Padre y a los demás.
«Al vivir de este modo, Jesucristo acabó muriendo en la cruz. No hemos
de pensar que ése fuera su deseo, ni tampoco el del Padre; fue, simple-
mente, el resultado inevitable de su vivir para los demás: viviendo para los
demás, se entregó totalmente, dando hasta su propia vida. En otras pala-
bras, el amor y sólo el amor fue lo que llevó a Jesús a la cruz» (G. CO-
LOMBO, L'ordine cristiano, Glossa, Milano 1993, pp. 33-34).

En su primer anuncio de la pasión, en Lucas 9,22, contemplamos


la revelación del amor total al Padre y a los hombres que vive Jesús,
y por tanto una intuición de algo existente en el misterio del Hijo res-
pecto al Padre, y del Padre respecto al hombre. Ésta es la ciencia
que Jesús intenta comunicar a Pedro y también a nosotros.

1.1.3 El discurso de Jesús a todos


Finalmente, en la tercera parte de este pasaje (vv. 23-25), leemos
las palabras que Jesús dice a todos. La ciencia que tiene sobre sí
mismo le posibilita tener también la ciencia sobre el hombre.
Desde el punto de vista formal, observemos la complejidad y la ri-
queza sintáctica del discurso.
— Comienza con una oración condicional: «Si alguno quiere venir
en pos de mí...» Se trata de una hipótesis, a la que siguen tres con-
secuencias: «niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame».
— Repite este mismo concepto mediante una oración relativa:.
«Quien quiera salvar su vida, la perderá»; y también: «quien pierda su
vida por mí, la encontrará».
Y lo vuelve a repetir mediante una oración interrogativa: «¿De qué
le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde o arruina su vi-
da?».
Jesús nos manifiesta así su ciencia del hombre: creado en Jesús
y para Jesús, alcanza su plena realización adhiriéndose a Él; su de-
finición propia es ser como Jesús.
Se trata, por tanto, de una ciencia paradójica de lo humano, que
identifica el seguimiento de Jesús con la negación de uno mismo,
con tomar cada día la cruz, con perderse para salvarse —evitando el
riesgo de querer salvarse y, sin embargo, perderse—, con renun-
ciar a ganar el mundo entero. La mente humana no puede imaginar
nada de esto. Sólo relacionándolo con la certeza de que Jesús es la
resurrección, la plenitud de vida, se puede comprender el camino que
Él nos enseña. Es decir, se define al ser humano en su desarrollo
dinámico, en su superación, en su trascendencia, a la luz de Cristo.
«A la luz de la historia de Jesús, debería quedar claro qué significa vivir la
existencia humana como la vivió Jesucristo: significa vivirla para los demás
(no para uno mismo), totalmente abandonada en las manos del Padre. Inevi-
tablemente, de una manera o de otra, siempre acaba en la cruz o, mejor, en
la resurrección» (G. COLOMBO, op. cit., p. 35).
Los vv. 23-25 expresan muy bien qué quiere decir en concreto vi-
vir para los demás, no para uno mismo; vivir abandonados en las
manos del Padre; vivir acogiendo la cruz y mirando hacia la plenitud
de vida que Jesús nos prepara.
He aquí la ciencia de lo humano que sigue a la ciencia que Jesús
tiene de sí mismo, la ciencia de lo humano que Él nos comunica.
Para concluir, el texto de Lucas, además de ser un texto central,
es a la vez iluminador y difícil de integrar en la propia existencia;
pero esta inteligencia y esta ciencia podemos integrarlas en nuestra
vida a través de un amor loco, extático, a Jesús: un amor por enci-
ma de todo y de todos.

2. Meditatio

Intentemos, después de la lectio, comprender más a fondo este


mensaje, refiriéndonos sobre todo al espíritu de ciencia y de enten-
dimiento que forma parte del don del Espíritu Santo.
1. La tradición espiritual enseña que «el don de ciencia nos hace
ver de forma sobrenatural las cosas creadas —incluido el misterio
del ser humano— «como sólo puede verlo un hijo de Dios» que se
fía del Padre y se configura conforme al Hijo Jesús. «Hay múltiples
modos de considerar lo que hay en nosotros y en torno a nosotros.
Un descreído y una alma santa contemplan lo natural de muy di-
versa manera. El incrédulo tiene una ciencia puramente natural, por
muy vasta y profunda que sea; el hijo de Dios ve la creación a la luz
del Espíritu Santo, y se le aparece como hechura de un Dios que
refleja en ella sus eternas perfecciones. Este don nos hace conocer
todas las cosas de la creación y a nosotros mismos desde el punto
de vista divino; nos enseña nuestro fin sobrenatural y los medios
para alcanzarlo» (C. MARMION, op. cit., pp. 139-140).
Podemos decir, con otras palabras, que el don de la ciencia es la
participación en la ciencia de Jesús, sobre todo en la ciencia del
misterio pascual —muerte y resurrección—; es connaturalidad entre
el camino de Jesús y el camino del cristiano, entre el camino cristia-
no y el misterio pascual.
2. Una segunda reflexión. El don de la ciencia está expresa-
mente ligado a la oración; se nos concede en la oración, especial-
mente en la oración bíblica, en cuanto que la Escritura se concentra
en el misterio pascual y en la comprensión del hombre a la luz de
este misterio.
A este propósito recuerdo un interesante testimonio de santa Te-
resa del Niño Jesús: «¿No fue en la oración donde San Pablo, San
Agustín, San Juan de la Cruz, Santo Tomás de Aquino, San Fran-
cisco, Santo Domingo y tantos otros amigos ilustres de Dios bebieron
aquella ciencia divina que cautivaba a los más grandes genios?»
(Historia de un alma, op. cit., p. 313).
Teresa tiene conciencia de que la oración es la matriz, el lugar
donde se nos concede la participación en la ciencia de Jesús; y
ello, sobre todo, en la oración que medita los tesoros de la Escritu-
ra.
3. «El don de entendimiento nos hace ahondar en las verdades
de la fe. Y no es que este don mengüe la incomprensibilidad de los
misterios o suprima la fe; antes bien, ahonda aún más en el miste-
rio que el simple asentimiento de la fe; su campo abarca las co-
herencias y grandezas de los misterios, sus relaciones mutuas y
las que tienen con nuestra vida sobrenatural». De alguna manera,
es anterior al don de la ciencia, porque nos permite intuir el pues-
to central del misterio de la cruz y de la resurrección y captar la rela-
ción de este misterio con todo lo demás. «Todo bautizado posee es-
te precioso don. Leéis un texto de las divinas Escrituras, lo habréis
leído y releído un sin número de veces sin que haya impresionado
a vuestro espíritu; pero un día brilla de repente una luz que alum-
bra, por decirlo así, hasta lo más recóndito de ese texto, y entonces
la verdad os aparece clara y deslumbrante, convirtiéndose a me-
nudo en principio de vida y de actos sobrenaturales. ¿Habéis lle-
gado a este resultado por medio de vuestra reflexión? No; antes
bien, una iluminación, una intuición del Espíritu Santo, es la que, por
el don de entendimiento, os permitió ahondar en el sentido oculto y
profundo de las verdades reveladas, para que las tengáis en mayor
aprecio» (C. MARMION, op. cit., pp. 137-138).
Ésta es precisamente la intuición que se le concedió a Pedro:
«Eres el Cristo, el Hijo de Dios»; es la intuición que frecuentemente —
como hemos dicho— se nos da también a nosotros cuando leemos la
Biblia.
4. Finalmente, me urge subrayar que el don de entendimiento, así
como el de ciencia, se nos dan también en la aridez. En su Autobio-
grafía, santa Teresa del Niño Jesús confía a su hermana María:
«No creas que estoy nadando entre consuelos. No, mi consuelo es no te-
nerlo en la tierra. Sin mostrarse, sin hacerme oír su voz, Jesús me instru-
ye en secreto; no lo hace sirviéndose de libros, pues no entiendo lo que
leo. Pero a veces viene a consolarme una frase como la que he encon-
trado al final de la oración, después de haber aguantado en el silencio y
en la sequedad [y cita aquí un libro muy usado en su tiempo, el Pequeño
breviario del Sagrado Corazón de Jesús}: "Éste es el maestro que te doy;
Él te enseñará todo lo que debes hacer. Quiero hacerte leer en el libro de
la vida, donde está contenida la ciencia del Amor"» (Historia de un alma,
op. cit., p. 228).
El consuelo que la alimentó y le abrió los ojos fue una acción del
espíritu de entendimiento. El Señor premia la aridez, la perseveran-
cia en la oración, con pequeñas o grandes intuiciones, muy útiles
para seguir caminando en el seguimiento de Jesús.

3. Algunas aplicaciones a nuestra vida

Intentemos condensar ahora, en cuatro momentos, qué significa pa-


ra nuestra vida cotidiana todo lo que hemos dicho.
1. En el centro de todo está Jesús, amado por encima de todo; si
Pedro no lo hubiese amado por encima de todo, no habría podido
pronunciar su extraordinaria afirmación. Pero precisamente porque lo
amaba y se sentía fascinado por Él, obtuvo la gracia de ir más allá de
su propia inteligencia.
2. A Jesús se le contempla ante todo en su cruz y en su resurrec-
ción. El punto más alto del don de entendimiento es intuir que el Cru-
cificado, en su humillación, en su anonadamiento, en su debilidad, es
nuestro Dios, es el amor de Dios manifestado en el mundo.
4. El misterio del Crucificado que es amor se saborea especial-
mente en la Eucaristía y en la oración. Los dones de entendimiento
y de ciencia se alimentan sobre todo de Eucaristía, de adoración eu-
carística, de oración y de contemplación de la pasión.
5. El don de ciencia, como participación de la ciencia de Jesús,
conlleva una ciencia de lo humano. Permite, por tanto, sacar unas
consecuencias psicológicas, sociológicas, históricas; posibilita un co-
nocimiento y una ciencia de lo humano como participación en el ca-
mino de Jesús, el Hijo de Dios. De este modo se descubren valores de
lo humano que de otra forma no se podrían descubrir: el valor de
tomar la cruz de cada día, de perderse para adquirirse; el valor de
la gratuidad, de la pobreza, del desinterés, del compartir, del ser-
para-los-demás.
De aquí nace, en suma, la antropología auténtica, puesto que se
basa en Jesús, que sabe dar un juicio sobre la sociedad y sobre la
historia.
Recuerdo una vez más al teólogo Giuseppe Colombo, con el de-
seo de haceros saborear con palabras más incisivas la figura del
hombre auténtico, tal como se realizó en Jesús: «En la relación con
el Espíritu de Jesucristo, principio determinante de toda existencia
humana, el hombre se caracteriza por su libertad, que debe enten-
derse como poder de decisión de aceptar o rechazar la propuesta de
vivir la existencia humana como la vivió Jesús». La libertad humana
es, por tanto, la posibilidad de escoger o de rechazar vivir como vivió
Jesús.
Luego se pregunta: «¿Cuándo toma el hombre la decisión de vivir su
vida como Jesucristo o de una manera distinta?» La respuesta no es
obvia: «Propiamente en cada instante. Se trata realmente de una de-
cisión que se inscribe en la vida misma. Y la vida tiene que pensarse
más como una serie de instantes sucesivos que como una línea
continua. Cada instante queda teñido por la elección del hombre [...].
Todas las modalidades realmente vividas, e incluso las posibles e ima-
ginables, son reconducidas, en último análisis, a la alternativa de vivir
como vivió Jesucristo o de una manera distinta». La opción por vivir
como Jesús no es necesariamente en cada ocasión el fruto de cual-
quier tipo de reflexión; es el Espíritu Santo el que la lleva a cabo en
nosotros, instante tras instante; son dones, inspiraciones del Espíritu
que en cada momento nos van habilitando para escoger como Jesús.
Y añade otra observación que no tiene nada de obvia: «La deci-
sión de vivir como Jesucristo no coincide con el acto reflejo de la
conversión al cristianismo o con el cristiano que modifica su vida pa-
sando de un cristianismo puramente formal a un cristianismo verda-
deramente vivido. Evidentemente, toda toma de conciencia, tanto más
cuanto más lúcida y fuerte, está en función de la decisión de la perso-
na; pero ésta no se agota en los momentos fuertes, sino que es más
amplia y envolvente».
Por consiguiente, no basta con hacer una vez los votos y renovar-
los de vez en cuando: la decisión de seguir a Cristo es cotidiana, pe-
renne. Es ese hábito que sólo el Espíritu infunde en nosotros, aun
cuando no pensemos en ello ni nos demos cuenta, de vivir según
Jesús. Nos lo inspira en momentos especialmente significativos —
como los votos—, pero como expresión de una voluntad cotidiana.
«El verdadero lenguaje de las decisiones es el de la vida; y su de-
claración, realmente fuera de toda sospecha, es sólo la que se hace
con el modo en que se vive». Se verifican en la cotidianeidad.
Una última indicación que puede parecer paradójica: el juicio de
vivir como vivió Jesús «no sólo queda exento de toda ilusión o pre-
sunción» —si vives como Jesús, vives la gratuidad, la pobreza, el
amor, el perdón; sabes perder para ganar, tienes la ciencia de la
cruz, no te meces en fantasías...—, «sino que escapa de toda supra-
determinación de tipo cultural. Ni siquiera resulta pertinente la diferen-
cia de fe o de religión» —he aquí la aparente paradoja—. «En efecto,
se puede vivir como Jesucristo incluso en la ignorancia absoluta de
Él; mientras que se puede no vivir como Jesucristo aunque se viva en
un monasterio» (G. COLOMBO, op.cit.,pp. 23-24. 31-32. 31).
El criterio es el mismo de Jesús: «No todo el que me diga: "Se-
ñor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la vo-
luntad de mi Padre del cielo». «Quien escucha estas palabras mías y
las pone en práctica, ése es el que construye su casa sobre roca»
(cf. Mateo 7,21; Lucas 6,47-48).
El discernimiento histórico concreto nos lo da el modo de vivir de
una persona: si practica la pobreza, la gratuidad, el compartir, si sa-
be amar y perdonar hasta setenta veces siete, si acoge con benevo-
lencia los sucesos de la vida, si afronta con humildad las pruebas y la
muerte, esa persona vive como Jesús. El Espíritu está actuando en
ella, porque el Espíritu está más allá de toda frontera. Ciertamente, es
una ayuda inmensa conocer el Evangelio, leer la Sagrada Escritura,
recibir a Jesús en la Eucaristía; pero todo ello con vistas a una vida de
conjunto según Jesucristo: «Enseñadles a guardar todo lo que yo os
he mandado» (Mateo 28,20).
El espíritu de ciencia y de entendimiento nos permite, por tanto, co-
nocer el fondo del ser humano y percibir dónde está actuando el
Espíritu: allí donde, de hecho, suscita formas de vivir semejantes a la
de Jesús.
Lo contrario al espíritu de entendimiento es la vulgaridad en las
cosas espirituales, y lo contrario al espíritu de ciencia es la ignorancia
querida o la falta de conocimiento, la negativa a acoger en nosotros la
ciencia del misterio pascual de Jesús, la centralidad de la cruz y de la
resurrección.
Os invito a examinaros sobre todo esto, mientras pedimos a Ma-
ría, nuestra Madre y la primera verdadera discípula, que tuvo las
mayores intuiciones sobre Jesús y el mayor conocimiento de Él, que
interceda para que podamos vivir como vivió Jesús.
11

ABUNDAR EN EL AMOR MUTUO Y VELAR CON JESÚS

(HOMILÍA EN EL JUEVES DE LA XXI SEMANA


DEL TIEMPO ORDINARIO, MEMORIA LITÚRGICA DE SAN AGUSTÍN)

Hermanos: En medio de todos nuestros aprietos y luchas, vosotros con


vuestra fe nos animáis; ahora respiramos, sabiendo que os mantenéis
fíeles al Señor.
¿Cómo podremos agradecérselo bastante a Dios? ¡Tanta alegría como
gozamos delante de Dios cuando pedimos día y noche veros cara a cara
y remediar las deficiencias de vuestra fe! Que Dios, nuestro Padre, y
nuestro Señor Jesús nos allanen el camino para ir a veros.
Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a to-
dos, lo mismo que nosotros os amamos. Y que así os fortalezca interna-
mente, para que, cuando Jesús nuestro Señor vuelva acompañado de sus
santos, os presentéis sanos e irreprensibles ante Dios nuestro Padre»
(1 Tesalonicenses 3,7-13).

«En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: —Estad en vela, porque no
sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que, si supiera el due-
ño de la casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no
dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros prepa-
rados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.
¿Dónde hay un criado fiel y cuidadoso a quien el amo encarga de dar a la
servidumbre la comida a sus horas? Pues dichoso ese criado si el amo, al
llegar, lo encuentra portándose así. Os aseguro que le confiará la adminis-
tración de todos sus bienes. Pero si el criado es un canalla y, pensando
que su amo tardará, empieza a pegar a sus compañeros y a comer y a
beber con los borrachos, el día y la hora que menos se lo espera llegará el
amo y lo hará pedazos. Allí será el llanto y el rechinar de dientes» (Mateo
24,42-51).
San Agustín, cuya memoria celebramos hoy, es uno de los principa-
les doctores de la Iglesia y uno de los grandes genios de la historia,
un genio espiritual e intelectual que está en el origen de toda la civili-
zación de Occidente. Admiramos en él los dones de Dios y las inspi-
raciones del Espíritu Santo; por ejemplo, la inspiración de la fortaleza
en el momento en que decidió dejar la vida de pecado y seguir final-
mente la llamada del Señor. Y, sobre todo, admiramos en él los dones
del entendimiento y de ciencia, que le hicieron capaz de penetrar en
los misterios de Dios y explicarlos de manera inimitable. Un conoci-
miento, el suyo, amoroso y penetrante, custodiado en la humildad y en
la simplicidad, ya que vivió al margen del Imperio, en una pequeña
diócesis, en contacto diario con su gente.
Personalmente, admiro en Agustín una figura extraordinaria de la
grandeza y la humildad cristianas.
Estrechamente vinculado a la Iglesia de Milán, donde conoció a
Ambrosio y se encontró con el Señor, donde recibió el bautismo y
comenzó su camino de cristiano fervoroso y de escritor de obras im-
portantísimas, en su libro de las Confesiones recuerda Agustín con
nostalgia a la Iglesia ambrosiana, los cantos de los salmos del pue-
blo de Dios, la figura de San Ambrosio; es un libro que se sigue le-
yendo y del que se siguen imprimiendo innumerables ejemplares.
Cuando una persona es dócil a los dones del Espíritu Santo, su in-
fluencia se extiende por los siglos sin fin, y así ha ocurrido con
Agustín.
Así pues, demos gracias al Señor por los dones que le concedió y
por sus escritos, que no cesan de enfervorizar al corazón que se
acerca a ellos.

1. Participar íntimamente de la vida de la comunidad

- En el texto de la primera Carta a los Tesalonicenses se nos hace


comprender cómo el Espíritu Santo conduce a Pablo a unificar la vida
espiritual y el empeño pastoral. Los que trabajan más directamente
en la pastoral palpan el difícil problema de conjugar las preocupacio-
nes, los afanes, el cansancio del servicio a la gente, con su propio
camino interior.
Para Pablo, por el contrario, esta dificultad no existe. Por causa de
su comunidad, vive angustias y tribulaciones, se siente desolado; por
causa de su comunidad, se siente también consolado y lleno nueva-
mente de vida. Esto nos muestra cuán íntimamente participaba de la
vida de los creyentes, de aquella comunidad que apenas había co-
nocido y engendrado a la fe, como si quisiera decirnos que forma
parte de la experiencia pastoral el vivir las angustias y las desolacio-
nes, las consolaciones y las alegrías, por y con las comunidades que
se nos han confiado.
Además, da gracias a Dios por los gozos que de vez en cuando
experimenta con motivo de su comunidad, y pide insistentemente
en su oración, noche y día, «poder ver el rostro» de los suyos.
- Vale la pena subrayar también un segundo aspecto, entre otros,
para comprender mejor la compleja relación existente entre Pablo y
los creyentes de Tesalónica.
Por la lectura que hemos hecho, podría parecer que se trataba de
una comunidad muy avanzada en la fe. Pero hay una frase curiosa,
inesperada: Pablo desea volver a los suyos para «completar lo que
falta a vuestra fe». Es perfectamente consciente de que la comuni-
dad que tanto ha elogiado y por la que da gracias al Señor tiene que
seguir avanzando mucho y quizá completar también su instrucción
básica. Es verdad que ya ha tenido una enseñanza, una catequesis
sustancial sobre Jesucristo y sobre los bienes
últimos, pero le falta la ciencia y la inteligencia de las cosas de
Dios, que Pablo expondrá después en las Cartas a los Romanos, a los
Gálatas y a los Corintios.
Por tanto, una comunidad puede ser joven e imperfecta, y al mismo
tiempo ser causa de una gran alegría, por la confianza de que irá
llevando adelante su camino. Y Pablo pide a Dios que la haga crecer
y abundar en el amor mutuo; de este amor irán derivando los demás
frutos y dones del Espíritu, que se sintetizan todos ellos en el don altí-
simo de la caridad.
La comunión profunda que el Apóstol vive con la comunidad de
Tesalónica es la misma que vive todo pastor, todo responsable de una
comunidad y todo el que participa en un compromiso pastoral: comu-
nión de gozos, de sufrimientos, de esperanzas, de deseos, de ora-
ciones, que forman parte del camino espiritual.

2. Abandonarse en manos de Jesús y vivir como Él

Pasemos ahora al pasaje evangélico de Mateo. Hemos salido, por


fin, del túnel oscuro de las maldiciones contra los escribas y fariseos
hipócritas y nos encontramos en el discurso escatológico, que en Ma-
teo comprende dos capítulos: el 24 y el 25.
El texto de hoy (24,42-51) sirve de eje entre los dos capítulos; al-
gunas sentencias se refieren todavía al fin de Jerusalén y al fin de
los tiempos —final de un tiempo y final del tiempo—, mientras que la
parábola ya forma parte de las exhortaciones a la vigilancia, que se
prolongan en el capítulo 25 y culminan en la escena del juicio final.
La palabra clave de nuestra página es velar: «Velad, porque no
sabéis qué día vendrá vuestro Señor». Es arduo velar: supone man-
tener el sentido de la muerte, de la eternidad, del cielo, del infierno, del
purgatorio, el sentido del juicio; en una palabra, mantener un sentido
auténtico del carácter definitivo de la vida. Nosotros orillamos con
gusto este tema y lo apartamos de nuestra mente; por eso Jesús nos
reprende y nos exhorta insistentemente a estar en vela, a vigilar.
Subraya luego su mandato y su exhortación con dos imágenes: el
dueño de la casa que vela para que no lo sorprendan los ladrones y el
criado que vela esperando el regreso de su señor.
Nos preguntamos: ¿qué significa velar? Ciertamente, no significa
permanecer en una espera obsesiva y espasmódica de la muerte o
del final de los tiempos. Significa ocuparse con cariño de la casa, de
los criados que esperan participar también ellos en el servicio de la
casa.
Velar quiere decir, por tanto, estar con Jesús y ser como Jesús,
abandonarse en sus manos y vivir como Él; quiere decir participar de
los sentimientos, de la vida del Señor Jesús; quiere decir reproducirlo
en nuestra manera de comportarnos, de rezar, de obrar, de pensar.
Esto es velar, es prepararse para la muerte y para la eternidad:
estar preparados con y como Jesús. Un velar que se realiza en cada
opción, en cada decisión, en cada momento de la jornada, porque
cada momento es, en cierto sentido, el último que tenemos en nues-
tras manos. Todo nuestro ser está por entero en la última cosa que
estamos realizando.
Ahora es esta Eucaristía, en la que acogemos la plenitud del miste-
rio y pedimos ser iluminados en el espíritu de espera y de vigilancia,
por intercesión de San Agustín, que habló tan maravillosamente de la
alegría del Reino, de la inmensa alegría de contemplar sin velos el ros-
tro de Dios.
12

EL ESPÍRITU DE FORTALEZA

«Señor Jesús, te pedimos que nos ayudes a llenar de vida las palabras, las
reflexiones, las intuiciones, los descubrimientos interiores que han brotado
y siguen brotando estos días en nuestro espíritu, de forma que los recor-
demos como máximas, principios, propósitos para el camino que tenemos
por delante, para el crecimiento de nuestra vida de cristianismo auténtico.
María, tú que supiste traducir en tu vida de cada día el misterio de la Pala-
bra acogida en tu "sí" al anuncio del ángel, concédenos abrir nuestra
mente y nuestra existencia al Espíritu Santo».

1. El don de fortaleza en la Sagrada Escritura

El don de fortaleza, lo mismo que el de temor de Dios, guarda rela-


ción con la virtud teologal de la esperanza. Es sobre todo la espe-
ranza la que, en las circunstancias difíciles y penosas, en los momen-
tos de peligro, frente a la posible pérdida de nuestros bienes, de nues-
tros honores, de nuestra propia vida, hace resplandecer esa actitud,
esa generosidad, esa fuerza del Espíritu que es la fortaleza.
Al Espíritu se le describe en la Biblia muchas veces precisamente
en su prerrogativa de fuerza.
El Antiguo Testamento lo evoca especialmente en las vocaciones
de los Jueces: «El espíritu de Yahvé invadió a Gedeón; él tocó el
cuerno, y Abiezer se reunió con él» (Jueces 6,34). Aunque no se uti-
liza directamente la palabra «fuerza», sí se habla de un espíritu po-
deroso, que capacita para ponerse al frente de un pueblo y reunir un
ejército. «El espíritu de Yahvé vino sobre Jefté, que recorrió Galaad y
Manases, pasó por Mispá de Galaad, y de Mispá de Galaad pasó don-
de los ammonitas» (Jueces 11,29). Y Jefté ganó la batalla. «El espíri-
tu de Yahvé invadió a Sansón y, sin tener nada en la mano, Sansón
despedazó al león como se despedaza un cabrito» (Jueces 14,6).
Expresiones semejantes se repiten en los profetas. «Yo estoy lleno
de fuerza, por el espíritu de Yahvé», afirma Miqueas (3,8). Una
fuerza que a veces se contrapone a la fuerza humana, como leemos
en las bellísimas palabras que son también objeto de un canto: «Ésta
es la palabra de Yahvé a Zorobabel: "No por el valor ni por la fuerza,
sino sólo por mi espíritu", dice Yahvé Sebaot» (Zacarías 4,6).
Del Nuevo Testamento podemos recordar algunos pasajes funda-
mentales. El anuncio del ángel a María: «El Espíritu Santo vendrá
sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra», donde «po-
der» es dynamis en la versión griega, es decir, «fuerza» (Lucas 1,35).
Y el evangelista Lucas termina su libro repitiendo esta misma mención:
«Mirad, yo [Jesús] voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Pa-
dre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis re-
vestidos de poder desde lo alto» (24,49). El tema de la fortaleza vuel-
ve a aparecer al comienzo de los Hechos de los Apóstoles: «Recibir-
éis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis
mis testigos en Jerusalén» (1,8).
Según la tradición, ésa es la fuerza que se recibe en el sacramento
de la confirmación (hacer firmes, hacer fuertes). El mismo Jesús afir-
ma: «Si por la virtud —por la fuerza— del Espíritu de Dios expulso yo
los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mateo
12,28).

2. Lectio sobre la fortaleza de Jesús (lucas 22)

Prescindiendo de otros muchos pasajes bíblicos que nos permitirían


reflexionar sobre la fortaleza como don del Espíritu, me detendré so-
bre todo en un pasaje de los evangelios, con el deseo de considerar
y contemplar cómo vive en Jesús el espíritu de fortaleza.
Después de evocar en mi memoria los episodios que subrayan
con mayor intensidad este espíritu, he escogido el relato de la pasión,
en el que se muestra en todo su esplendor.
Naturalmente, sólo podré hacer la lectio de algunos versículos,
pero os recomiendo vivamente que repaséis todo el relato de la pa-
sión, porque es importante meditarlo entero al menos una vez al año.
«Se acercaba la fiesta de los Ázimos, llamada Pascua. Los sumos sacer-
dotes y los escribas buscaban cómo hacerle desaparecer... Llegó el día
de los Ázimos, en el que se había de sacrificar el cordero de Pascua; y envió
a Pedro y a Juan, diciendo: "Id y preparadnos la Pascua para que la coma-
mos"... Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles y les dijo:
"Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de pade-
cer"... Tomó luego pan y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo:
"Este es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memo-
ria mía". De igual modo, después de cenar, tomó la copa, diciendo: "Esta
copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros"... Sa-
lió y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos, y los discípulos le siguie-
ron. Llegado al lugar, les dijo: "Orad para que no caigáis en tentación". Y
se apartó de ellos como un tiro de piedra y, puesto de rodillas, oraba di-
ciendo: "Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi vo-
luntad, sino la tuya". Entonces se le apareció un ángel venido del cielo que
le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se
hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra. Levantándose de la
oración, vino donde los discípulos y los encontró dormidos por la tristeza; y
les dijo: "¿Cómo es que estáis dormidos? Levantaos y orad para que no
caigáis en tentación"» (Lucas 22,1-2.7-8.14-15.19-20.39-46).

2.1 El contexto (vv. 1-2)


Los vv. 1-2 nos ofrecen el contexto del relato de la pasión: «Se
acercaba la fiesta de los Ázimos, llamada Pascua. Los sumos sa-
cerdotes y los escribas buscaban cómo hacerle desaparecer».
El telón de fondo es la pascua, la gran fiesta judía de la liberación
de la esclavitud de Egipto, que ellos celebraban con el sacrificio de
un cordero. La atmósfera concreta es de peligro de muerte para Jesús.
Él sabe muy bien, porque los rumores se extienden enseguida, que lo
están buscando para matarlo, pero decide, de todas formas, entrar
en Jerusalén para la cena pascual con los suyos.
Es una situación recurrente en la historia de la Iglesia; baste pen-
sar en todas esas opciones que, en los últimos años, han tenido que
tomar sacerdotes, religiosos, misioneros laicos, de marcharse o de
quedarse, arriesgando su vida, en Bosnia, en África, en Argelia... To-
dos recordamos la carta de los siete monjes trapenses de Argelia, en la
que demostraban tener plena conciencia del peligro que corrían.
Así pues, Jesús sabe perfectamente lo que le espera, y escoge
seguir adelante, arrostrar la prueba.

2.2 El día de los Ázimos (vv. 7-8)


«Llegó el día de los Ázimos, en el que se había de sacrificar el
cordero de Pascua; y envió a Pedro y a Juan, diciendo: "Id y prepa-
radnos la Pascua para que la comamos"» (vv. 7-8).
Jesús no se contenta con arrostrar el peligro, sino que quiere cele-
brar la fiesta con solemnidad, según los usos de su pueblo; por eso
envía por delante a los apóstoles para que preparen la cena con la
apropiada dignidad. Se advierten en sus palabras la soltura y la liber-
tad del que no tiene miedo o, mejor dicho, del que tiene la fortaleza
necesaria para superar todo temor.

2.3 La hora de los Ázimos (vv. 14-15)


«Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles y les
dijo: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes
de padecer"». El Espíritu nos mueve a entrar en el corazón de Cristo y
a preguntarle: ¿Qué experimentaste realmente? ¿Qué eran esas
ansias de estar con los tuyos frente al peligro de muerte?
Jesús nos responde: Era el deseo de expresar con absoluta liber-
tad el don de mí mismo por vosotros, en un momento de gravísimo
riesgo.
Por consiguiente, la pasión no es simplemente una acción padeci-
da, sufrida; es una acción acogida, aceptada, deseada ardientemen-
te, para mostrarnos que nos ama hasta el extremo. Muestra a plena
luz la fuerza extraordinaria del amor de Jesús al ser humano y su
grandeza ante la muerte.
Sabemos por experiencia lo difícil que es que las personas con
enfermedades muy graves, en situación terminal, se sitúen conscien-
temente ante el acontecimiento de la muerte que les acecha. Prefie-
ren soslayar el tema, hablar de otras cosas; y nosotros mismos,
cuando nos acercamos a ellos, casi nunca tenemos el coraje de to-
car la cuestión.
Jesús, por el contrario, no se esconde, vive con serenidad el dra-
ma de su muerte inminente.
Recuerdo algún caso de enfermos que afrontaron serenamente la
proximidad de su muerte; y, sin embargo, la mayor parte de los que
gozan de buena salud no logran convivir con el pensamiento de
semejante evento. Por lo demás, la debilidad humana es inmensa, y
no debemos extrañarnos demasiado de que suceda eso. Incluso mu-
chos médicos ilustres, que han visto morir a millares de mujeres y de
hombres, eluden este tema, lo evitan, lo apartan de su mente. Sólo po-
demos confiarnos a la fuerza de Dios, a su Espíritu de fortaleza; y pa-
ra ello contemplemos a Jesús, que desea que llegue el momento de
morir, que vive con fortaleza lo que está a punto de sucederle.

2.4 El gesto de la muerte (vv. 19-20)


Lo vive sobre todo en el gesto simbólico de los vv. 19-20: «Tomó
luego pan y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: "Esto
es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en memoria
mía". De igual modo, después de cenar, tomó la copa, diciendo: "Esta
copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por voso-
tros"».
Miremos a Jesús, que tiene en sus manos su propia vida y que la
da por nosotros, en un acto misterioso, pleno de sencillez, solemne,
que lo dice todo en sí mismo: «Parto mi vida por vosotros, porque os
amo; derramo mi sangre por vosotros para daros la vida verdadera».
Un acto que contiene la esencia del Evangelio, que encierra toda la
revelación y que nos recuerda el misterio trinitario, el ser el uno para el
otro; nos recuerda las profundidades del misterio indecible de Dios.
Nosotros solemos acumular palabras sobre palabras para expre-
sar algo muy grande; Jesús, con muy pocas palabras y muy escue-
tas, revela un contenido inmenso, pone de manifiesto el sentido de la
historia, de la existencia humana, del mundo entero.
Deseamos centrarnos ahora en la contemplación de este misterio:
Señor, ¿en qué pensabas cuando realizabas este gesto? ¿Te palpi-
taba quizás el corazón por el horror a la muerte que te tenía entre sus
manos? ¿O quizá sólo pensabas en nosotros y en el Padre, sólo noso-
tros te conmovíamos, sólo te confortaba la certeza de que nosotros
repetiríamos ese gesto en memoria de Ti?
Éste es el relato primordial del que todo vuelve a nacer, que viene a
ocupar el lugar del relato de la creación, del jardín del Edén, del pa-
raíso; es el relato que da origen al hombre nuevo y que continuamen-
te revivimos en la Eucaristía.
Así pues, Jesús anticipa su muerte en los gestos discretos, en las
palabras, en el símbolo, en la realidad poderosa y humildísima del
sacramento.

2.5 La hora de rendir cuentas (vv. 39-46)


Pero llega la hora de pagar la deuda asumida por Jesús; porque
ciertamente en la institución de la Eucaristía paga un precio muy al-
to, pero simbólicamente, no en su propia piel.
También nosotros vivimos en ocasiones momentos mágicos de en-
tusiasmo, en los que sentimos que podemos ofrecerlo todo, que po-
demos seguir adelante sin temor, aun sabiendo que más pronto o
más tarde llegará el día de pagar la cuenta, de mostrar la verdad de
nuestros sentimientos.
A Jesús le llegó la hora que anhelaba, la hora de la verdad, y co-
menzó a afrontarla en Getsemaní.
− «Salió y, como de costumbre, fue al monte de los Olivos, y los
discípulos le siguieron». Está entrando en la agonía, pero no aban-
dona su costumbre de subir al monte a orar. Os recuerdo una de las
reglas del discernimiento: cuando uno está en medio de la prueba,
nunca debe dejar los propósitos formulados anteriormente, las deci-
siones que tiene tomadas. Jesús, al acercarse la prueba, repite sus
gestos habituales, se retira a orar en soledad.
− «Llegado al lugar, les dijo: "Orad para que no caigáis en tenta-
ción"». La invitación a orar tiene una motivación fuerte: «no caer en la
tentación». Percibimos en esta frase un eco de la difícil petición del
Padrenuestro, «No nos dejes caer en la tentación», que podríamos
parafrasear mejor: «no permitas que entremos en ocasión próxima de
pecar», por nuestra debilidad. Es una confesión de fragilidad, muy
agradable al Señor. No pedimos solamente que nos haga fuertes
contra toda tentación, sino también que no permita que nos encontre-
mos en situaciones imposibles de vivir.
Situaciones externas —persecuciones, incomprensiones, injusti-
cias— e internas —angustias, miedos, perturbaciones psíquicas—.
Jesús nos invita a orar para que nos veamos a salvo de circunstan-
cias demasiado duras para nosotros, o bien para que tengamos la ca-
pacidad de superarlas. Como si dijéramos que para el que ora no
hay, de hecho, tentaciones insoportables.
Y Él mismo ora: «Se apartó de ellos como un tiro de piedra y, pues-
to de rodillas, oraba». Siempre me he preguntado por qué Jesús se
apartó de los discípulos. Probablemente porque cuanto mayor es la
prueba, tanto más necesaria es la soledad. Aun queriendo que tam-
bién los suyos se pusieran a orar, quiere sostener Él solo aquella
lucha ciertamente cruel.
Me gustaría observar cómo, al empezar, se pone en oración, en una
oración humilde («postrado en tierra», según Mateo y Marcos); con-
templamos en Jesús el don de piedad y el de temor de Dios, junto al
espíritu de fortaleza.
− El contenido de su oración resulta cuando menos desconcertante:
«Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi vo-
luntad, sino la tuya». Así pues, invoca al Padre, a Aquel que en el bau-
tismo había proclamado: «Tú eres mi Hijo»; a Aquel que se había
«complacido» en su Hijo. Y se dirige a Él con una petición que nos
desconcierta: «Si quieres, aparta de mí este cáliz». Nunca nos habrí-
amos imaginado semejantes palabras en la oración de Jesús, que ha-
bía predicho varias veces su pasión («El Hijo del hombre tiene que ser
desechado, tiene que sufrir mucho»), que había reprochado a Pedro
por querer disuadirle de ello: «¡Quítate de mi vista, Satanás!» (Mar-
cos 8,33) y que incluso había provocado a los hijos de Zebedeo: «¿Po-
déis beber el cáliz que yo voy a beber?» (Mateo 20, 22).
En Getsemaní, por el contrario, participa dolorosamente de nues-
tra debilidad. Y su deseo de compartir nuestra suerte lo lleva hasta el
punto de confesar: ¡No puedo más! ¡Aparta de mí el cáliz de mi pasión!
Pero siempre con el «si Tú quieres».
Lo cierto es que concluye: «Pero no se haga mi voluntad, sino la
tuya». ¡Misterio profundísimo, el de la oposición entre la voluntad de
Jesús Mesías y la del Padre! Y no menos misteriosa la fuerza de la
oración del Hijo, que es como una síntesis del estribillo evangélico de
Jesús: «Que se haga tu voluntad» (Mateo 6,10); «No todo el que me
diga "¡Señor, Señor!" entrará en el reino de los cielos, sino el que
haga la voluntad de mi Padre del cielo» (Mateo 7,21); «Todo el que
cumpla la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, mi
hermana y mi madre» (Mateo 12,50).
Así pues, Jesús manifiesta la fuerza del Evangelio, la fuerza inde-
cible que hay en nosotros cuando cumplimos la voluntad de Dios;
aunque choque duramente con nuestro sentimiento, es una voluntad
de la que podemos fiarnos y a la que podemos abandonarnos.
− La opción de Jesús tiene un precio muy elevado: «Entonces se le
apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido en
agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas es-
pesas de sangre que caían en tierra».
Es humanamente imposible interpretar este versículo 44, que falta
en algunos códices y que dio pie a tantas disquisiciones cristológi-
cas en la antigüedad. Nosotros lo leemos como signo de hasta qué
punto comparte Jesús —dentro siempre de su total adhesión a los
designios del Padre— nuestro miedo, nuestra angustia. En efecto, la
angustia es el sufrimiento más penoso y más íntimo del alma humana.
En torno a la palabra «angustia» se ha construido el psicoanálisis, la
ciencia de las profundidades del psiquismo humano, y hay autores
que la han descrito hasta el infinito.
Jesús, más allá de las construcciones humanas, asumió la angus-
tia como parte de la experiencia del mundo, viviéndola por nosotros,
antes que nosotros, más que nosotros.
− «Levantándose de la oración, vino donde los discípulos y los en-
contró dormidos por la tristeza; y les dijo: "¿Cómo es que estáis
dormidos? Levantaos y orad para que no caigáis en tentación"».
Jesús se siente de nuevo inflamado de celo, lleno de fuerza para sos-
tener a los apóstoles y salir al encuentro de la pasión. Después de
haber participado de nuestra angustia, ahora tiende la mano a los
suyos para ayudarles a salir de ella, a dejar su tristeza.
Es realmente admirable el espíritu de fortaleza de Jesús. Una for-
taleza no radiante, como nos gustaría a nosotros, sino probada, su-
frida y, sin embargo, resistente; no heroica, en el sentido de alguien
que combate impávido contra todos los enemigos del cielo y de la tie-
rra, sino rota, sacada a flote en la fragilidad propia de la existencia
humana, de la historia de tantas personas y de tantos pueblos
aplastados por la guerra, por el hambre, por la enfermedad. Así es
como se nos presenta el don de fortaleza en Jesús.

3. Meditatio sobre el espíritu de fortaleza en el cristiano

En el momento de la meditatio vamos a reflexionar sobre el don


de fortaleza en el cristiano.
Hemos comprendido que este don consiste en la fuerza para
cumplir lo que Dios quiere de nosotros, a fin de servir al Evangelio,
sobre todo en los tiempos difíciles, de cansancio, de prueba. ¿Dónde y
cómo lo vemos resplandecer?
1. El don de fortaleza resplandece especialmente en el martirio;
no es casual que la Iglesia exalte a los mártires. Se da mayor prueba
de espíritu de fortaleza padeciendo que haciendo. En la acción, la
naturaleza humana encuentra un desahogo de sus propias energí-
as, mientras que el padecer no tiene nada que no sea contrario a la
naturaleza; por eso es más difícil y heroico que el hacer.
Por otra parte, el martirio está incluido en la profesión cristiana,
en el sacramento de la Confirmación. A veces pensamos en él con
una actitud de confianza, incluso de deseo —¡todos los santos han
anhelado el martirio!—; pero con mayor facilidad pensamos en él —
particularmente cuando nos sentimos muy débiles— con la sensación
interior de que podría ser demasiado para nosotros. Pues bien, la
fortaleza que infunde el Espíritu es el don que nos ayuda a equilibrar
esas dos actitudes; es decir, a evitar la fuga hacia adelante y a no
dejarnos echar para atrás, en la certeza de que el Señor es nuestra
fortaleza. Yo no sé qué género de muerte, de enfermedad, de pruebas
me aguarda; pero sé que Dios ya lo ha previsto para mí. Si pierdo el
tiempo en hacer hipótesis, seguramente me asustaría, me turbaría, y
por eso el Señor me graba en el corazón esta palabra: «Yo soy tu forta-
leza y no permitiré que te veas tentado por encima de tus fuerzas;
fíate de mí, déjate guiar por mi Espíritu».
El martirio es, pues, el signo principal del don de fortaleza.
2. Pero el Espíritu de fortaleza nos acompaña también en la vida co-
tidiana: muchas veces se presentan situaciones en las que el martirio
sería la mejor solución, la más rápida, mientras que la pesada den-
sidad de los días resulta dura de llevar si el Espíritu no viene en nues-
tro auxilio con sus dones.
En Teresa del Niño Jesús, cuya existencia se desarrolló entre los
muros de un Carmelo, es evidentísimo el espíritu de fortaleza, preci-
samente porque era débil y frágil. Sería hermoso poder citar tantas
palabras suyas al respecto. Os recuerdo una:
«Me preparé con gran esmero para recibir la visita del Espíritu Santo. No
entendía cómo no se cuidaba mucho la recepción de este sacramento de
Amor... Me alegraba al pensar que pronto sería una cristiana perfecta y, sobre
todo, que iba a llevar eternamente marcada en la frente la cruz misteriosa
que traza el obispo al administrar este sacramento... Por fin, llegó el mo-
mento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu
Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el
monte Horeb... Aquel día recibí la fuerza para sufrir, ya que pronto iba a co-
menzar el martirio de mi alma» (Historia de un alma, op. cit., pp. 149-150).
Es maravilloso el hecho de que una niña intuyera la fuerza, la
confirmación, el martirio del sufrimiento cotidiano.
3. Teresa narra en otra ocasión cómo esta fuerza, don del Espíritu,
nos acompaña sobre todo en la desolación, incluso en esos momen-
tos en que ya no somos capaces de seguir adelante por nosotros
mismos. Es otro de sus admirables «descubrimientos».
Veamos cómo expresa su experiencia en una carta a la hermana
Celina, escrita en 1888, cuando tenía 15 años por tanto:
«¡Qué gracia cuando por la mañana no sentimos ni una brizna de ánimo,
ni una brizna de fuerza para practicar la virtud! Es entonces el momento
de aplicar el hacha a la raíz del árbol. En vez de perder el tiempo reco-
giendo unas pobres pajas, ¡hundamos nuestras manos en los diamantes!
¡Qué abundante cosecha al final de la jornada!» (Carta 39).
¿Acaso no dice San Pablo: «Cuando soy débil, entonces es
cuando soy fuerte» (2 Corintios 12,10b)l
El vicio contrario al don de fortaleza es el respeto humano, una
cierta cobardía natural —fruto del amor a sí mismo, a la propia co-
modidad— que nos impulsa a evitar las humillaciones, las pruebas,
los sufrimientos, las dificultades, a no ser fieles a nuestra profesión
cristiana.
Creo que el tema de la fuerza del Espíritu en nuestra fragilidad, en
nuestro miedo a no poder nada, es sumamente importante para cada
uno de nosotros. Os sugiero, por tanto, que prolonguéis esta medita-
ción con vuestra oración personal, para comprender cómo la fuerza del
Espíritu Santo está cerca de nosotros cada vez que sentimos la ten-
tación de no seguir adelante en el camino; está cerca de nosotros con
las palabras de Jesús a Pablo: «Te basta mi gracia, la fuerza se
muestra perfecta en la debilidad» (2 Corintios 12,9).
Es la lección de Getsemaní, que deseamos ardientemente practi-
car en nuestra vida de cada día.
13

LA IGLESIA ES PARA EL MUNDO


(HOMILÍA EN LA MISA DE ACCIÓN DE GRACIAS
POR LOS ANIVERSARIOS DE LA CONSAGRACIÓN RELIGIOSA)

«Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas


de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, sobre-
llevándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene
queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también voso-
tros.
Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la per-
fección.
Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis si-
do llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos.
La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y
amonestaos con toda sabiduría; cantad agradecidos a Dios en vuestros
corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados.
Y todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del
Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Colosenses
3,12-17).

«En aquel tiempo, estaba Jesús a la orilla del lago Genesaret, y la gente se
agolpaba sobre él para oír la palabra de Dios, cuando vio dos barcas que
estaban a la orilla del lago. Los pescadores habían bajado de ellas y lava-
ban las redes. Subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le pidió
que se alejara un poco de tierra; y sentándose, enseñaba desde la barca
a la muchedumbre.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: "Boga mar adentro, y echad vues-
tras redes para pescar". Simón le respondió: "Maestro, hemos estado
bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra,
echaré las redes". Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de
modo que las redes amenazaban romperse. Hicieron señas a los compa-
ñeros de la otra barca para que vinieran en su ayuda. Vinieron, pues, y llena-
ron tanto las dos barcas que casi se hundían.
Al verlo Simón Pedro, cayó a los pies de Jesús, diciendo: "Aléjate de mí,
Señor, que soy un hombre pecador". Pues el asombro se había apodera-
do de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían
pescado. Y lo mismo de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran com-
pañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: "No temas. Desde ahora serás pes-
cador de hombres". Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, lo siguie-
ron» (Lucas 5,1-11).
Celebramos la misa de acción de gracias por el 25 aniversario de
la consagración de dos hermanas vuestras. Y vivimos un momento de
gozo particular, porque con sus votos fundaron vuestra comunidad;
son los primeros votos, a los que siguieron las demás profesiones.
Así pues, deseamos expresar nuestra más vivo agradecimiento al
Señor por el pasado, y al mismo tiempo mantener nuestra confianza
y esperanza para el futuro.
Las lecturas bíblicas que habéis escogido son muy significativas.
Empezaré reflexionando sobre el texto de la Carta de Pablo a los Co-
losenses, porque en él se expresan tres actitudes, tres interpelacio-
nes que valen para cada una de vosotras.

1. La plenitud de los dones en una comunidad

— «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados». A


San Pablo le gustan estos adjetivos, que subrayan su admiración
por los dones inefables de Dios.
— ¿Revestirse de qué? De siete sentimientos, donde el número sie-
te indica una riqueza, una plenitud extraordinaria: «entrañas de mi-
sericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, sobre-
llevándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente».
Responden a la pregunta: ¿Cómo mueve el Espíritu a una comu-
nidad? Y si examinamos con atención los dones que Pablo señala,
descubrimos que son muy semejantes a la lista de I Corintios 13,4-7:
«La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no
es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se
irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra
con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo soporta».
Podemos observar que no son dones «creativos» (cread, construid,
haced cosas), sino «pasivos»: tened misericordia, humildad, pacien-
cia, mansedumbre, sobrellevad y perdonad. Esto quiere decir que el
Apóstol tiene presente a una comunidad nada fácil, en la que hay gran
necesidad de estas actitudes. No por casualidad afirma Jean Vanier
que la comunidad cristiana ideal es el lugar del perdón y de la fiesta.
Antes del perdón que de la fiesta. De esta manera manifiesta la miseri-
cordia de Dios, con su ágil disposición a la acogida, a la mansedum-
bre, a la reconciliación, a la humildad, a la paciencia.
— Sabemos que el término «comunidad» es simbólico; por tanto, no
debemos pensar enseguida en nuestra pequeña comunidad ni en
aquellos con quienes vivimos.
La primera comunidad en la que piensa Jesús es el mundo, es la
historia, es la humanidad, donde se expresa precisamente la elec-
ción de Dios, la santidad de las personas, su ser amadas por Él. Dios
quiere una humanidad capaz de acogerse, de comprenderse, de per-
donar, de tener paciencia y humildad.
Por eso la Iglesia tiene que ser así y, en la Iglesia, las comunida-
des consagradas, que no tienen que considerarse como las únicas
destinatarias de la exhortación de Pablo. Somos Iglesia para el mun-
do, llamados a mirar lejos ensanchando los horizontes, a interesarnos
por los problemas de la convivencia y de la sociedad con las actitudes
que nos describe el Apóstol.
— Después de estas siete añade además otras tres: «Por encima
de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y
que la paz de Cristo presida vuestros corazones... Y sed agradeci-
dos». El amor o la caridad es el fruto perfecto de los siete sentimien-
tos; la paz es el signo del Reino, de la Resurrección; la gratitud, luego,
es por los dones maravillosos de Dios; nosotros hoy la estamos mani-
festando especialmente por el 25 aniversario de nuestras hermanas.
La bienaventuranza de los «constructores de paz» es específica
de vuestra vocación, y tenéis que vivirla en la comunidad, en la pa-
rroquia, en el arciprestazgo, en la diócesis.
— ¿Cuáles son los instrumentos para alcanzar este ideal de co-
munidad que hay que estar reconstruyendo día a día?
El primer medio y fundamental es la Palabra: «La palabra de Cris-
to habite en vosotros con toda su riqueza». El texto griego no dice
«habitar», sino «vivir dentro», en vuestros corazones y en las co-
munidades. Y «con toda su riqueza», plousios, es decir, en abun-
dancia, sin tacañerías. Por tanto, no unos pasajes o unos fragmentos
de la Palabra de Dios, sino la Palabra en su globalidad, en su variedad
y totalidad.
El segundo medio es «instruíos y amonestaos con toda sabiduría».
La Palabra es fruto y origen de compartir la fe, de compartir el anun-
cio del Resucitado, instruyéndoos y amonestándoos unas a otras, e
instruyendo y amonestando a las comunidades parroquiales y arci-
prestales, a la Iglesia y al mundo.
Todo esto os será más fácil si cantáis agradecidas a Dios en
vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos inspirados. Se
trata de una exhortación en la que vale la pena profundizar. Lo mis-
mo que entre nosotros usamos un lenguaje de andar por casa, vul-
gar, cotidiano, para hablar de la cocina, de las cosas que hay que
comprar o vender, y luego un lenguaje más elevado, más hermoso,
para hablar de la verdad, de la santidad, de la justicia, hasta alcanzar
cotas metafísicas, así también ocurre físicamente en la relación en-
tre la palabra hablada y el canto. El canto es ponerse por encima del
tono medio y evocar, por tanto, las potencialidades transcendentes
que están en nuestro corazón.
Es raro que en las parroquias canten todos bien al unísono; se pre-
fiere tener un coro. Me gustaría que, en la medida en que podáis,
seáis también apóstoles del canto en las comunidades y enseñéis al
pueblo de Dios a elevar con gratitud al Señor salmos, himnos y cánti-
cos espirituales.
— «Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el
nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre».
Así termina el texto de Pablo, con esta síntesis de vida cristiana
positiva: «Todo cuanto hagáis..., hacedlo en el nombre del Señor
Jesús», es una expresión de la eulábeia, del saber tomar por su lado
bueno todo lo que sucede, a la luz de la gracia divina.

2. «En tu palabra»

La página evangélica de la pesca milagrosa (Lucas 5,1-11) es la


misma que se leyó el 10 de febrero de 1980, el día de mi entrada en
la diócesis de Milán, durante la solemne celebración de la Eucaris-
tía en la catedral. Cada vez que la oigo, recuerdo los comienzos de
mi ministerio episcopal y renuevo la conciencia de mi enorme po-
breza humana: «Hemos estado bregando toda la noche y no hemos
pescado nada».
Es una constatación que da miedo, pero de la que nace una con-
fianza absoluta en el Señor: «En tu palabra, echaré las redes». Pre-
cisamente porque no he sido capaz de pescar nada, me fío de Ti,
en Ti me confío; no tengo nada que perder; todo está por ganar; co-
nozco mi debilidad y conozco tu fuerza.
Y el resultado no guarda proporción con el esfuerzo: «pescaron
gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban rom-
perse».
¿Cuál es la consecuencia? Podríamos pensar, con un razona-
miento humano, que Pedro podría vanagloriarse: el Señor me ha es-
cogido precisamente a mí; he hecho bien en fiarme de Él; la recom-
pensa es maravillosa; ¡esto quiere decir, con toda seguridad, que
tengo por delante un destino deslumbrante!
La realidad es que Pedro, ante aquel resultado, se echa a los pies
de Jesús exclamando: «¡Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre
pecador!» Manifiesta su pobreza, precisamente debido al milagro; y
así puede recomenzar el ciclo de los dones. Un ciclo que se detiene
en cuanto nos complacemos en nosotros mismos, pero que prosi-
gue su marcha en la medida de nuestra humildad y de nuestra po-
breza: ¡Qué infinita es, Señor, tu misericordia y qué mal he corres-
pondido a ella! Entonces, de los 25 años de profesión se pasa a los
50, se pasa al futuro, a ese futuro que todos os deseamos como pre-
ludio de la plenitud de la pesca, de los dones de Dios y de su Espíri-
tu en la vida eterna. Una plenitud que rompe los límites de nuestro
corazón y nos inunda de la alegría perenne y verdadera.
14

MUJERES DEL ESPÍRITU Y DE LA RESURRECCIÓN

«¡María, Madre de nuestra alegría, pide al Señor que nos conceda partici-
par de la alegría de tu Hijo resucitado, que sintamos en nosotros la pleni-
tud de los dones de su Espíritu!».
Hace un año, en agosto de 1996, me encontraba en Australia
dando unas lecciones de Biblia; recuerdo que una tarde, en una
gran iglesia llena de gente, propuse una reflexión sobre el encuen-
tro de los dos discípulos de Emaús con el Resucitado. Cuando llegó
el momento de las preguntas, una mujer se levantó y me preguntó:
«¿No cree usted que uno de los dos discípulos era una mujer?». De
momento me quedé parado, y luego respondí que, efectivamente,
había algún exegeta que pensaba de este modo, pero que mi opi-
nión no era ésa, porque los dos recibieron el reproche de Jesús por
su poca fe, y en los evangelios nunca se hace ese reproche a nin-
guna mujer.
De todas formas, a fin de evitar cualquier equívoco, voy a tomar
como tema de nuestra meditación el relato de las mujeres en el se-
pulcro, que está también en Lucas, en el cap. 24,1-11, y que nos
ayudará a recordar los dones del Espíritu Santo y a considerar a la
vez la realidad espiritual vinculada por santo Tomás de Aquino a los
dones, es decir, las bienaventuranzas.
Es verdad que estas relaciones son a veces un tanto artificiales,
pero nos permiten descubrir algo de la multiforme riqueza del Espíri-
tu. Además, si nuestros padres en la fe buscaron ciertas consonan-
cias entre las diversas actitudes (virtudes, dones, bienaventuranzas)
expresadas por la Escritura, significa que pueden ser útiles e impor-
tantes para la vida cristiana.
Al leer el texto, tengamos presentes tres preguntas: ¿Cómo mueve
el Espíritu Santo a las mujeres a encontrarse con el Resucitado y a
proclamar su Resurrección? ¿Qué bienaventuranzas las mueve a po-
ner en práctica su acercamiento al Resucitado y a testimoniarlo?
¿Qué dones del Espíritu destacan en estas mujeres de la Resurrec-
ción?
1. Las mujeres en el sepulcro

Ante todo, estas mujeres «eran María Magdalena, Juana y María


la de Santiago y las demás que estaban con ellas» (Lucas 24,10).
Se trata de unas cuantas, no sólo de tres, que habían venido to-
das ellas con Jesús desde Galilea, porque participaban de una for-
ma o de otra de su ministerio. Ya las había mencionado Lucas junto a
los Doce, inmediatamente después del relato de la mujer pecadora
perdonada en casa de Simón: «Y sucedió a continuación que iba por
ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la buena nueva del rei-
no de Dios; le acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían
sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada
Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer
de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que
les servían con sus bienes» (Lucas 8,1-3).
Es interesante el subrayado «que les servían con sus bienes»; no
es sólo que un cierto número de mujeres se ocuparan de las necesi-
dades de Jesús y de los apóstoles permaneciendo en sus casas, sino
que además les acompañaban, llenas de gratitud hacia quien las
había curado o liberado. Se señala concretamente a María Magda-
lena, que es como la coordinadora de todos los sucesos que aconte-
cieron en el sepulcro; de hecho, su nombre se repite en Lucas 24,10;
está también Juana, que, por ser mujer de Cusa, administrador de
Herodes, debía de tener muchos bienes; Susana, cuyo nombre no se
menciona entre las que acuden al sepulcro; en cambio, se añade el
nombre de María de Santiago, a quien Lucas no menciona en otros
lugares, mientras que sí lo hace Mateo 27,56: muchas mujeres obser-
vaban de lejos a Jesús que moría en la cruz, y «entre ellas estaban
María Magdalena, María la madre de Santiago y de José y la madre
de los hijos de Zebedeo».
Prescindiendo de estas identificaciones más o menos precisas,
nos interesa establecer la presencia efectiva de mujeres en la vida
de Jesús en el momento de su muerte en la cruz, y cómo son ellas las
primeras en acudir al sepulcro.
«El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando
los aromas que habían preparado. Pero encontraron que la piedra había
sido retirada del sepulcro, y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor
Jesús. No sabían qué pensar de esto, cuando se presentaron ante ellas
dos hombres con vestidos resplandecientes. Como ellas temiesen e incli-
nasen el rostro a tierra, les dijeron: "¿Por qué buscáis entre los muertos al
que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recordad cómo os habló
cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del
hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y
que al tercer día resucite". Y ellas recordaron las palabras de Jesús. Re-
gresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los Once y a to-
dos los demás. Las que decían estas cosas a los apóstoles eran María
Magdalena, Juana y María la de Santiago. Y también las demás que habí-
an ido con ellas les decían lo mismo a los apóstoles. Pero a ellos todas
estas palabras les parecían como desatinos y no les creían» (Lucas 24,1-
11).

2. Lectio y meditatio de lucas 24,1 -11

Vamos, pues, a releer este texto recordando los dones del Espíri-
tu y las bienaventuranzas evangélicas.
La secuencia puede compendiarse en estos seis pasos:
─ el episodio de los aromas;
─ la entrada en el sepulcro, donde no encuentran el cuerpo;
─ los dos hombres con vestidos resplandecientes y las mujeres con el ros-
tro en tierra;
─ el anuncio: «No está aquí, ha resucitado. Recordad cuando os habló en
Galilea»;
─ las mujeres recuerdan;
─ las mujeres anuncian, pero su anuncio no es creído.
Hay toda una serie de procederes y de alusiones, de símbolos de
la vida y de la experiencia apostólica, lo bello y lo no tan bello, lo
claro y lo oscuro; como siempre, los relatos evangélicos reflejan la
complejidad de la existencia.
Nos esforzaremos por percibir con mucha simplicidad, punto por
punto, qué se nos dice a nosotros, tomando para ello, como clave
de nuestra lectura, las bienaventuranzas y los dones del Espíritu.

2.1 Los aromas. Piedad, consejo, bienaventuranza de la misericor-


dia
Estas mujeres, el primer día después del sábado, muy de maña-
na, es decir, sin perder un solo minuto, apenas aparecen las prime-
ras luces, se dirigen al sepulcro llevando consigo los aromas que
habían preparado con todo cariño y esmero.
Estamos ante una práctica del don de piedad. Su amor a Jesús
es tan grande que buscan a toda costa una manera de expresarlo:
es un amor que no disminuye ni siquiera cuando se levanta ante él
el muro de la muerte, porque la piedad es más fuerte y supera todas
las barreras. Esta piedad nos impresiona; es una piedad filial, un
afecto profundo, cuyo ejercicio de amor no logran apagar las aguas
torrenciales ni arrastrar los ríos desbordados (cf. Cantar de los canta-
res 8,7).
Al rendir honor, mediante los aromas, al que ha muerto, las muje-
res viven la bienaventuranza de la misericordia, realizan una obra
de misericordia corporal.
Santo Tomás vincula la bienaventuranza de los misericordiosos al
don de consejo, y podría parecer una relación extraña. En realidad,
es precisamente el espíritu de consejo el que nos sugiere cómo
comportarnos en situaciones difíciles y el que se lo sugirió a las mu-
jeres que no querían rendirse ante la muerte de Jesús, a diferencia
de los apóstoles, que se quedan bloqueados y deprimidos y que in-
cluso llegan a decidir —como los de Emaús— huir y dejarlo todo
plantado.
Las mujeres, movidas por el Espíritu al ejercicio de la piedad, se
dedican a una obra de misericordia, piensan en la manera de reali-
zar una buena acción, de expresarse de una forma razonable, co-
rrecta, justa. No bajan los brazos, sino que, movidas también por el
don de consejo, encuentran una salida yendo al sepulcro; una sali-
da extraordinaria, porque —como veremos— las llevará a encon-
trarse con los ángeles. Y llegan al sepulcro con sus aromas.

2.2 La entrada en el sepulcro. Fortaleza y bienaventuranza de los


que tienen hambre y sed de justicia
Sin embargo, ven que la piedra de entrada había sido retirada del
sepulcro; entonces entran y descubren que allí no está el cuerpo del
Señor.
Admiramos su valentía para entrar en el sepulcro. Deberían haber
pensado que había ocurrido algo tremendo; en cualquier caso, siem-
pre causa bastante impresión entrar en la oscuridad de un sepulcro.
Pero ellas no huyen, sino que superan el miedo a los espíritus, a los
fantasmas que, según la creencia popular, rondan alrededor de los
muertos.
Es el don de fortaleza el que así ponen de manifiesto, el don de no
arredrarse ante lo desconocido, ante los sucesos que inspiran páni-
co, el don de afrontarlos.
A este don según —santo Tomás— corresponde la bie-
naventuranza del hambre y sed de justicia. Las mujeres quieren lle-
gar hasta el fondo, comprender qué ha pasado, hacer justicia a la
verdad de Jesús; y se animan unas a otras. Probablemente la más
osada sería María Magdalena, que arrastraría tras de sí a sus com-
pañeras.
Aunque no encuentran el cuerpo del Señor, tienen al menos la cer-
teza de haber hecho todo lo posible; quizá la ausencia del cuerpo
era una buena señal, pero siguen moviéndose en la oscuridad. Su fe,
obviamente, no está todavía tan iluminada como debería estarlo, no
es perfecta; no se acuerdan de las palabras de la Escritura, y no lle-
gan a imaginar que Jesús haya resucitado. Pero están en camino, con
los dones que tienen de momento. Los dones no siempre son perfec-
tos, definitivos, pero van construyendo un camino.

2.3 Los dos hombres con vestidos resplandecientes. Temor de Dios


y bienaventuranza de la pobreza
«No sabían qué pensar de esto (¿qué significaba?; ¿era una
buena o una mala señal?; ¿era un signo de victoria?), cuando se
presentaron ante ellas dos hombres con vestidos resplandecientes.
Como ellas temiesen e inclinasen el rostro a tierra, les dijeron...».
Cualquiera se habría llenado de miedo al ver de pronto a dos
hombres con vestidos resplandecientes. Pero las mujeres resisten de
nuevo, no salen corriendo, sino que inclinan la cabeza a tierra, mo-
vidas por el don de temor de Dios. Intuyen, advierten una presencia
divina, y naturalmente crece en ellas su deseo del Señor. En su lu-
gar, un hombre habría huido o se habría defendido luchando contra
aquellos dos. Las mujeres, por el contrario, comprenden que ante todo
tienen que reconocer un misterio que las supera, que no comprenden;
y respetuosamente, conscientes de ser indignas de una gracia tan
inmensa, inclinan su rostro en tierra para expresar la distancia que las
separa del misterio divino. Es verdad que los dos hombres no son
Jesús, pero probablemente tienen algo que ver con Él, con la reali-
dad de Dios.
El don de temor de Dios se relaciona con la bienaventuranza de los
pobres según el espíritu, que nos hace libres de nosotros mismos, de
todo lo que somos y de lo que tenemos, para ponernos a disposición
del misterio y del reino de los cielos, en humildad y adoración.

2.4 El anuncio. Ciencia y bienaventuranza de los afligidos


Y los hombres les preguntan: «¿Por qué buscáis entre los muer-
tos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recordad cómo os
habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: «Es necesario que
el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea
crucificado, y que al tercer día resucite"».
La salida que, gracias al don de piedad y al de consejo, habían en-
contrado dirigiéndose al sepulcro con los aromas, tiene como final el
glorioso anuncio de la resurrección de Jesús.
Intentemos imaginarnos los sentimientos, la vivencia de las muje-
res.
Ante todo, viven la bienaventuranza de los afligidos que serán
consolados, y la viven en plenitud, porque su llanto se transforma en
una inmensa alegría. Las lágrimas derramadas por amor, por piedad,
por gratitud, se enjugan y se transforman en gozo: «No está aquí, ha
resucitado».
En segundo lugar, recordemos que santo Tomás relaciona esta
bienaventuranza con el don de ciencia. En efecto, las palabras diri-
gidas a las mujeres inundadas de consolación después de la aflicción
presentan la ciencia de Jesús, de donde nace la ciencia del cristiano:
«Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de
los pecadores y sea crucificado, y que al tercer día resucite». Por pri-
mera vez se expresa, después de la resurrección, la síntesis del
Evangelio, de la Escritura, de la ciencia del Mesías.
Se da, por tanto, un nexo misterioso entre la conmoción profunda
del corazón, que hace llorar y sufrir por los sufrimientos del Señor y
del mundo, y la ciencia de la cruz, que se aprende en esos sufrimien-
tos y en esos gozos. Es una ciencia práctica, dada, que las mujeres
experimentan accediendo a la ciencia del Señor. Ese «era necesa-
rio...» encierra toda la ciencia cristiana, de la que se deriva —como
hemos visto— una antropología, una ciencia del hombre.
Y esta ciencia no se enseña en la frialdad de una enseñanza en la
cátedra, sino en la emoción de un llanto consolado, de un dolor com-
partido que en un momento determinado se tiñe de gozo y de espe-
ranza.

2.5 5. El recuerdo. Entendimiento y bienaventuranza de la pureza


de corazón
«Ellas recordaron las palabras del Señor». Mientras que los
discípulos de Emaús, «insensatos y tardos de corazón», necesita-
ron tiempo para recibir las palabras del Resucitado y sólo al final
abrieron los ojos, las mujeres recuerdan enseguida, movidas por el
don del entendimiento espiritual. Comprendieron que la ciencia de la
cruz es la verdadera clave de todo. También los Doce tuvieron dificul-
tad y tardaron en comprender, pero las mujeres consiguen penetrar
rápida y prácticamente en el misterio de Dios, en su designio de
amor y de salvación.
Podemos comparar fácilmente este relato con el de la aparición
del Resucitado a los apóstoles, después que los dos de Emaús les
contaran lo que les había ocurrido en el camino:
«Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: "¡La paz con vosotros!"
Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: "¿Por
qué os turbáis y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis
manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene
carne y huesos como veis que yo tengo". Y diciendo esto, les mostró las
manos y los pies. Como ellos no acababan de creerlo a causa de la alegría y
estaban asombrados, les dijo: "¿Tenéis aquí algo de comer?" Ellos le ofre-
cieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos» (Lucas
24,36-43).
Nos extrañan mucho las resistencias y la lentitud de aquellos hom-
bres, quizá más que la pronta disposición de las mujeres. Jesús tie-
ne que explicar con paciencia a los discípulos que realmente ha re-
sucitado y que está vivo. A las mujeres no tiene que decirles nada
más, una vez que recuerdan las predicciones que había hecho su
Señor. El don de entendimiento está relacionado con la bienaventu-
ranza de los puros de corazón, propia de los que, sin entregarse a mu-
chas cavilaciones, creen con libertad y comprenden la verdad del
misterio.

2.6 La proclamación. Sabiduría y bienaventuranza de la paz


«Regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los
Once y a todos los demás. Las que decían estas cosas a los apósto-
les eran María Magdalena, Juana y María la de Santiago y las de-
más que estaban con ellas. Pero a ellos todas estas palabras les
parecían como desatinos, y no les creían».
Ninguna de las mujeres se distancia del grupo, porque han vivido
una experiencia realmente global, en la que están de acuerdo y
que las hace a todas ellas testigos y anunciadoras del Resucitado.
Pero no sin sufrimientos ni humillaciones, debido a la reacción de
los apóstoles. Leemos aquí la ambigüedad del anuncio evangélico:
por una parte, la intuición, la pureza de corazón; por otra, la dificul-
tad de ser creídas. Pero ellas no desisten, no se encierran en su
amargura, no se enfrentan con quienes las acusan de alucinadas.
Las vemos plenamente integradas en la comunidad y comprende-
mos que de un modo o de otro su anuncio fue pasando de boca en
boca. En efecto, los dos de Emaús le dicen al misterioso compañe-
ro de camino: «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a
librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días
desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nues-
tras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepul-
cro y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían
visto una aparición de ángeles, que decían que él vivía» (Lucas
24,21-23).
La bienaventuranza relacionada con este tipo de testimonio y con
el modo de darlo es la de los constructores de la paz. Porque la paz
es el don del resucitado por excelencia —«¡La paz esté con voso-
tros!—, y las mujeres llevan ese anuncio de la paz que luego repe-
tirá directamente Jesús a los apóstoles.
Pero no sólo llevan la paz, sino que ellas mismas son las prime-
ras que están en paz, a pesar de que no las creen inmediatamente.
Comprenden que los tiempos son largos y que, aunque la paz no
sea recibida, ésta permanece de todas formas en ellas. Entre tan-
to, sus palabras empiezan a caldear el ambiente, a preparar los co-
razones, a disponer los ánimos. Por eso manifiestan la bienaventu-
ranza típica de la condición femenina, la bienaventuranza admirable
de los que construyen la paz, de los que aguardan perseverando en
el camino que lleva hacia la realización de la paz.
El don del Espíritu correlativo es el de sabiduría. Habiendo intui-
do la plenitud del misterio de Dios, las mujeres lo conservan y
transmiten con serenidad, esperando los tiempos de Dios. Desde
ese momento —a pesar de no haber visto al Resucitado como lo vie-
ron, por el contrario, los apóstoles y los dos de Emaús—, están en el
misterio del Resucitado, saben que su resurrección es ya invencible
y que triunfará; participan de la sabiduría del Dios victorioso.
En un mundo desconfiado y hostil, que rechaza el mensaje de vi-
da, la mujer es capaz de esperar, porque ha comprendido que la
gestación de una nueva criatura necesita meses, que la educación
de los hijos es lenta, que requiere años de trabajo y de esfuerzo.
La mujer sabe también que el deber de anunciar por primera vez
un acontecimiento es duro y choca con la pereza y la presunción del
hombre; pero conserva en su corazón la esperanza, gracias a la
sabiduría de Dios.
Jesús no concedió al anuncio de las mujeres una victoria inme-
diata, pero quiso que ese anuncio fuese el primer escalón para la
escalada del corazón humano, al que habían de seguir otros. Y ellas
se alegrarán luego con los apóstoles, que, habiéndolo acogido por
fin, lo transmitirán por todo el mundo.
Aunque no se la menciona, nos complace pensar en María, la
Madre de Jesús, la «llena de gracia» y de Espíritu Santo, que con el
don de entendimiento intuyó el misterio y participó de la sabiduría de
Dios, de la ciencia de la cruz y de la resurrección. María no forzó a
los apóstoles, no se irritó por su lentitud; con sencillez y en oración,
guardaba para ellos el misterio, con la certeza de que emergería en el
momento oportuno.
CONCLUSIÓN

Al final de nuestros Ejercicios os deseo que seáis como estas mu-


jeres del Espíritu y de la Resurrección. Confrontaos con las biena-
venturanzas y con los dones del Espíritu Santo, y quizá los descu-
briréis presentes en vosotros para bien de la Iglesia y de la sociedad.
Tened la certeza de que vuestro mensaje, es decir, la percepción
de la gloria de Jesús, de la ciencia de la cruz y de la resurrección,
acabará venciendo en el mundo. Y sabed custodiarlo en vuestro co-
razón y en la vida, aun cuando no sea acogido y comprendido ense-
guida.
Tened la paciencia y la sabiduría de los tiempos de Dios, porque
ya desde ahora el Señor está venciendo en vuestros corazones y
vencerá en todos los corazones el día de su regreso. Sabed esperar
con gozo ese día, alegrándoos de todas las anticipaciones que de él
se produzcan en nuestro mundo; en efecto, el Señor vuelve cada vez
que es acogido su anuncio como preludio de la plenitud definitiva del
Reino, de la vida eterna.
«María, madre de Jesús y madre nuestra, Virgen de la espera, de la vigi-
lancia y de la sabiduría, ayúdanos a expresar con constancia y perseve-
rancia, incluso en medio de las pruebas y en la oscuridad de la vida, los
dones que el Espíritu derrama con abundancia en nosotros».
ANEXO:
DECÁLOGO
PARA UN EXAMEN DE CONCIENCIA
DE LA COMUNIDAD

***
Quisiera invitar a todas nuestras comunidades —parroquias, aso-
ciaciones, grupos, movimientos— a hacer el siguiente examen de
conciencia, para que se sometan libremente y con generosidad al
juicio de la Palabra de Dios y se abran al soplo del Espíritu.

***
1. Serás una comunidad de fe, nutrida de la fe de toda la Iglesia, y
harás que tu corazón y toda tu vida se adhieran incondicional-
mente al Dios vivo que nos ha hablado en Jesucristo. Cultivarás
la rectitud de intención y estarás alegre en la aflicción y predis-
puesta a la misericordia para con los lejanos y con los próximos.
¿Es tu fe la fe de la Iglesia católica? ¿Vives intensamente la ad-
hesión al Dios vivo que la Iglesia te ha hecho conocer? ¿Eres una
comunidad que escucha con fe la Palabra, que celebra la divina litur-
gia y que da testimonio del Evangelio del Señor Jesús? ¿Cómo vives
las bienaventuranzas de los limpios de corazón, de los afligidos, de
los misericordiosos?

2. Te someterás a la Palabra de Dios en la oración interior y en la


comunión con tus Pastores, a fin de ser una comunidad rica en
conocimiento espiritual, capaz de construir síntesis en medio de
la fragmentación y confusión de nuestros tiempos.
¿Cómo vives el conocimiento espiritual? ¿Estás dispuesta a some-
terte a la Palabra de Dios? ¿Te dejas poner en tela de juicio por
ella? ¿Eres en tu vida interna «escuela de oración» y de lectio divi-
na? ¿Te adhieres sinceramente al magisterio de los Pastores? ¿Pro-
curas que el conocimiento espiritual vinculado a tu propio carisma y
a tus propios maestros guarde proporción con el conocimiento de la fe
católica y de la Escritura que ofrecen el Papa y los Obispos?
3. Serás una comunidad deseosa de crecer en la ciencia de la fe y
de alimentarte de maestros sólidos que sean voz de la sinfonía
de la verdad que ilumina y salva, tal como está presente en la va-
riedad y riqueza de testimonios que se producen en la entera
comunión católica, en el tiempo y en el espacio, en el pasado y
en el presente. Serás una comunidad capaz de redactar y poner
en práctica un plan pastoral en fidelidad al Espíritu.
En todas nuestras comunidades hay necesidad de abrirse al don del
Espíritu Santo, en comunión con toda la Iglesia: ¿Eres una comuni-
dad que se alimenta de la ciencia de la fe? ¿Cuidas la formación ca-
tequética y teológica de tus miembros? ¿Estás interesada y preocu-
pada por escuchar a los maestros de teología y de experiencia espi-
ritual que el Espíritu suscita en la Iglesia y que ésta te propone o te re-
comienda? ¿Te mantienes atenta a los proyectos pastorales?

4. Serás una comunidad dócil al don de consejo, respetuosa de los


caminos personales de maduración espiritual y dispuesta a ayu-
dar a cada persona a vivir en libertad sus propias opciones bajo
la acción del Consolador y bajo la guía de personas espiritual-
mente sabias e interiormente libres.
¿Eres una comunidad en la que el don de consejo se aprecia y se
promueve? ¿Se respetan y valoran en tu seno los procesos de madu-
ración personal de las conciencias, aun cuando pudieran causar al-
gunas dificultades al camino común? ¿Animas a tus miembros a la
práctica de la dirección espiritual, hecha en lo posible con personas su-
ficientemente libres de la tentación de absolutizar la pertenencia al
grupo? ¿Eres consciente de que tu movimiento o grupo es sólo «un
camino», uno de los muchos que hay en la Iglesia, y de que este «ca-
mino» sólo es verdaderamente eclesial en la medida en que reconoce
que también «otros caminos» son o pueden ser vocaciones de Dios y
que sin ellos el plan salvífico, en el hoy de la Iglesia, no está comple-
to?

5. Serás una comunidad viva en la esperanza, capaz de testimoniar


siempre a todos la desmesura de las promesas de Dios, que nos
libera de todo cautiverio de los males presentes y del miedo a la
muerte y que nos hace mirar hacia adelante con confianza, con
distanciamiento de los bienes terrenos y del dinero y con una
certeza más fuerte que todo fracaso, persecución o derrota.
¿Eres una comunidad rica en esperanza? Ante tantos males del
tiempo presente, ¿conservas la capacidad de mirar siempre y en toda
circunstancia al horizonte del futuro de Dios para nosotros? ¿Das tes-
timonio de esperanza a cuan tos se relacionan contigo? ¿Vives la
alegría de los que de verdad esperan en el Señor? ¿Vives la biena-
venturanza de los pobres según el Espíritu, la de los hambrientos de
justicia, la de los perseguidos?

6. Serás una comunidad que viva bajo la mirada de Dios, deseosa


de agradarle en todo a Él solo y, por tanto, vigilante y activa en el
temor de su santo nombre, libre de cálculos y valoraciones me-
ramente mundanas.
¿Qué lugar concedes al temor de Dios en tus valoraciones y en tus
proyectos? ¿Eres una comunidad que se deja juzgar por el Señor,
preocupada por agradarle a Él en todo? ¿Respondes a las exigen-
cias del Evangelio y del seguimiento de Cristo o te dejas a veces
hechizar por los cálculos del éxito terreno?

7. Serás una comunidad fuerte en la esperanza, perseverante en el


camino que Dios te ha trazado y que la Iglesia te ha confirmado
mediante sus Pastores. Libre, valiente y animosa en la fidelidad y
en el testimonio, aunque el precio sea excesivo. Liberadora para
todos tus miembros y para cuantos se relacionan contigo, en el
don de la libertad verdadera, que es la que viene del Señor.
¿Eres una comunidad fuerte en la esperanza? ¿Eres constante en
tus caminos, perseverante en tu fidelidad a la llamada de Dios? ¿Se
puede confiar en ti? ¿Mantienes tu fe en los compromisos asumidos,
aunque te cuesten y te exijan verdaderos sacrificios?

8. Serás una comunidad viva y activa en la caridad, abierta, ca-


paz de gestos concretos de reconciliación, acogedora y genero-
sa con todos los hermanos y hermanas en la fe, aunque sean dis-
tintos de ti, dispuesta a hacer espacio al otro, sea quien sea y
venga de donde venga, para recibirlo con respeto y amor y ofre-
cerle con gratuidad el don que Dios te ha hecho a ti n Perdo-
narás con largueza y con gozo y trabajarás fon todas tus fuerzas
por la pacificación de los corazones.
¿Eres una comunidad abierta, acogedora y generosa? ¿Respetas las
diversidades que se dan en la Iglesia, no sólo de palabra, sino con
hechos y de verdad? ¿Eres abierta y acoges a los que de fuera se
acercan a ti, especialmente a los que están buscando el Rostro de
Dios y desean encontrar a Cristo Jesús? ¿Estás dispuesta a no servir-
te de la Iglesia, sino a servirla, para que crezca el Reino de Dios, aun-
que tú tuvieras que desaparecer? ¿Muestras mansedumbre frente a
las incomprensiones y las ofensas? ¿Qué servicio prestas a la com-
prensión y a la paz?

9. Serás una comunidad rica en piedad, enamorada de Dios y de-


seosa de responder a su amor con un amor humilde, pero lle-
no de ternura, apasionado y dispuesta a acompañarle en sus
dolores y alegrías en c a d a momento.
Una comunidad de fe, de esperanza y de caridad se deja recono-
cer, de forma muy particular, por su piedad. ¿Eres una comunidad
propensa a adorar y venerar a Dios en cada una de tus opciones? ¿Ali-
mentas en cada uno de tus miembros esa ternura por Dios que es
fruto do un gran amor, recibido de lo alto y dado con gratuidad?
¿Das testimonio en este mundo de la urgencia del amor del Señor
por encima de todo, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo
tu ser?

10. Serás una comunidad rica en sabiduría espiritual, capaz de me-


dirlo y vivirlo todo bajo el primado de la caridad que viene de Dios
y nos hace partícipes de su vida. Abrirás camino a Dios y a su
amor infinito, en lugar de abrirte camino a ti misma en este mun-
do.
¿Eres una comunidad que vive la sabiduría del amor y la sabiduría
de la Cruz? ¿Haces que en todo se haga realidad la primacía de la
caridad? ¿Te dejas amar por Dios para ser en cada uno de tus
miembros acogedora y generosa en el amor?
Contenido
Prólogo ............................................................................................................... 3
Introducción ........................................................................................................ 5
1. Para qué sirven los Ejercicios ....................................................................... 6
2. Tema y título de las reflexiones ..................................................................... 7
3. El método ...................................................................................................... 8
4. Las actitudes para el trabajo de los Ejercicios............................................... 9
5. Modalidades de la comunicación ................................................................ 11
1 Una antropología cristiana............................................................................ 12
1. Lectio de Isaías 11, 1-9 1. ........................................................................... 13
1.1 La estructura ......................................................................................... 13
1.2 Afinidad con otras páginas bíblicas ...................................................... 13
1.3 Las características del rey ideal ............................................................ 15
2. Meditatio sobre el rey mesiánico .......................................................................... 17
2 La premisa indispensable para la docilidad al Espíritu Santo (Homilía en el
lunes de la XXI semana del Tiempo Ordinario, año impar) .............................. 22
1. El documento cristiano más antiguo ............................................................ 23
2. Jesús condena la presunción ...................................................................... 24
3 El espíritu de piedad ..................................................................................... 27
1. Lectio de Lucas 3,21-22 1. ........................................................................... 28
1.1 El contexto del relato ............................................................................ 28
1.2 Las etapas del acontecimiento ............................................................. 29
2. Meditatio sobre el espíritu de piedad ..................................................................... 31
3. Hacia la contemplación silenciosa ............................................................... 37
4 La sabiduría de Jesús .................................................................................. 40
Parada de verificación ............................................................................................ 40
El espíritu de sabiduría en Jesús ..................................................................... 43
1. Lectio de Lucas 4,16-22 .............................................................................. 44
1.1 El lugar.................................................................................................. 44
1.2 El tiempo ................................................................................................ 44
1.3 La ocasión ............................................................................................. 44
2. Meditatio sobre la sabiduría de Jesús ......................................................... 45
5 Un modo de obrar pastoral movido por el Espíritu (Homilía en el martes de
la XXI seman del Tiempo Ordinario, año impar).............................................. 48
1. El primer puesto, para la caridad ................................................................. 48
2. El ministerio pastoral vivido en el Espíritu Santo ......................................... 49
6 La sabiduría del cristiano.............................................................................. 52
1. La sabiduría del cristiano............................................................................. 53
2. La sabiduría de la cruz ................................................................................ 54
3. El don de la sabiduría .................................................................................. 55
4. El vicio contrario .......................................................................................... 58
Conclusión........................................................................................................ 60
7 El espíritu de temor de Dios ......................................................................... 61
El temor de Dios en la Escritura ....................................................................... 61
El Catecismo .................................................................................................... 62
1. Lectio de los cuatro «¡ay!» ................................................................................. 63
2. Meditatio sobre el espíritu de temor de Dios .......................................................... 67
8 El Espíritu Santo es antes que nosotros y actúa más y mejor que nosotros
(Homilía en el miércoles de la XXI semana del Tiempo Oirdinario, memoria de
santa Mónica).................................................................................................... 73
1. El juicio de Jesús sobre una sociedad como la nuestra .............................. 74
2. La fuerza del servicio gratuito al Evangelio ................................................. 75
9 El espíritu de consejo ................................................................................... 78
1. El don de consejo en Jesús......................................................................... 79
2. El don de consejo en nuestra vida cotidiana ............................................... 80
3. El don de consejo en el camino espiritual ................................................... 85
Preguntas para nosotros................................................................................. 87
10 El espíritu de entendimiento y de ciencia.................................................... 89
1. Lectio de lucas 9,14-25 ............................................................................... 91
1.1 El contexto de este pasaje .................................................................... 91
1.1.1 Las preguntas de Jesús y las respuestas ...................................... 92
1.1.2 La orden severa a los discípulos .................................................... 93
1.1.3 El discurso de Jesús a todos .......................................................... 95
2. Meditatio ........................................................................................................ 96
3. Algunas aplicaciones a nuestra vida ..................................................................... 98
11 Abundar en el amor mutuo y velar con Jesús (Homilía en el jueves de la
XXI semana del Tiempo Ordinario, memoria litúrgica de San Agustín) .......... 101
1. Participar íntimamente de la vida de la comunidad ................................... 102
2. Abandonarse en manos de Jesús y vivir como Él ..................................... 103
12 El espíritu de fortaleza ............................................................................... 105
1. El don de fortaleza en la Sagrada Escritura .............................................. 105
2. Lectio sobre la fortaleza de Jesús (lucas 22) ...................................................... 106
2.1 El contexto (vv. 1-2) ............................................................................ 107
2.2 El día de los Ázimos (vv. 7-8) ............................................................. 107
2.3 La hora de los Ázimos (vv. 14-15) ...................................................... 107
2.4 El gesto de la muerte (vv. 19-20) ........................................................ 108
2.5 La hora de rendir cuentas (vv. 39-46) ................................................. 109
3. Meditatio sobre el espíritu de fortaleza en el cristiano ............................................. 112
13 La Iglesia es para el mundo (Homilía en la Misa de acción de gracias por los
aniversarios de la consagración religiosa) ..................................................... 115
1. La plenitud de los dones en una comunidad ............................................. 116
2. «En tu palabra» ......................................................................................... 118
14 Mujeres del Espíritu y de la Resurrección ................................................ 120
1. Las mujeres en el sepulcro........................................................................ 121
2. Lectio y meditatio de lucas 24,1 -11 ................................................................... 122
2.1 Los aromas. Piedad, consejo, bienaventuranza de la misericordia .... 122
2.2 La entrada en el sepulcro. Fortaleza y bienaventuranza de los que
tienen hambre y sed de justicia .................................................................... 123
2.3 Los dos hombres con vestidos resplandecientes. Temor de Dios y
bienaventuranza de la pobreza...................................................................... 124
2.4 El anuncio. Ciencia y bienaventuranza de los afligidos ...................... 124
2.5 5. El recuerdo. Entendimiento y bienaventuranza de la pureza de
corazón ....................................................................................................... 125
2.6 La proclamación. Sabiduría y bienaventuranza de la paz................... 126
Conclusión...................................................................................................... 129
Anexo: Decálogo para un examen de conciencia de la comunidad .............. 130

You might also like