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elecciones presidenciales en
Paraguay
La histórica polarización entre colorados y liberales no genera
expectativas de cambios
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Carteles de propaganda del partido Colorado y la Alianza Ganar en
Asunción. JORGE SÁENZ AP
FEDERICO RIVAS MOLINA
Sergio pinta de gris una reja. Su casa tiene las paredes de placas de madera, sin
ventanas, pero la puerta de hierro que protege la entrada es prolija, obra de un
profesional. “Soy herrero”, dice, “pero hace cuatro meses que no consigo nada de
nada”. Vive en la plaza de Armas de Asunción del Paraguay, frente a la sede del
Gobierno y el Parlamento. Sergio, su mujer y su hija de 7 años huyeron meses atrás
junto a otras 230 familias de la crecida del río que cíclicamente inunda su barrio,
Chacarita, uno de los más pobres de la ciudad. Se han instalado en la plaza, de forma
desordenada, en una aglomeración que surgió de la noche a la mañana entre asientos
de plaza y una gran fuente. Sergio espera sólo la ayuda de la naturaleza para luchar
contra el agua, porque hace tiempo que ya no cree en los políticos. “Soy colorado de
toda la vida, pero esta vez votaré a los liberales. Si no cumplen votaré otra vez a
colorados, al final son todos iguales”, se queja Sergio.
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El Partido Colorado nació en 1887 y está en el poder en Paraguay desde hace casi 70
años, con un breve paréntesis entre 2008 y 2012, con Lugo. El dictador Alfredo
Stroessner (1954-1989) hizo del Colorado su partido y fue también el Colorado el
que dibujó la transición democrática, sin perder su carácter de fuerza de derecha
conservadora pero con llegada a las capas populares. No es de extrañar que muchos
paraguayos ya no crean en él y estén dispuestos, incluso, a mostrarlo con violencia.
Hace un año, los intentos de reelección del presidente Horacio Cartes, colorado,
provocó la furia de cientos de personas que quemaron el ingreso al Parlamento. Las
consecuencias son visibles aún desde la calle, en una de las ochavas del edificio,
donde los marcos de las ventanas de aluminio están arrancados y las paredes lucen
negras por el hollín de las llamas.
Frente a esa misma esquina, un centenar de indígenas que reclaman por una vivienda
acampan en improvisadas carpas de plástico negro. Son los expulsados del campo,
víctimas del avance de los grandes latifundios productores de soja, fuente principal
del ingreso de divisas al país. “Nadie se acuerda de los pobres, nunca”, dice una
joven que persigue a un niño muy pequeño que corre entre carcajadas esquivando
las carpas. Faltan horas para la elección y no sabe por quién votará. No parece
preocupada. Cerca de allí, entre las tiendas de las arterias comerciales del centro,
apenas se siente el bullicio electoral.
Apenas Lugo mantiene algo de su buena imagen, por el recuerdo que muchos tienen
de gestos de su gobierno simples pero de alto impacto. “Con él había medicamentos
en los hospitales, y se le pagó una renta a los jubilados”, recuerda Sonia frente a su
casa de madera. La mujer acaba de llegar, luego de vender ropa barata en un puesto
en la calle. Con lo que gana junto a su marido envía a su hija pequeña a una escuela
privada, a más de una hora en bus del centro, porque en las públicas “no aprenden
nada”. Lo dice convencida, segura de que el esfuerzo familiar por la niña valdrá la
pena.
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