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También se nos ha enseñado que fue este mismo diablo llamado Satanás el que tentó con éxito, bajo la forma de una
serpiente, a nuestra madre Eva en el Edén, precipitando su inmediata expulsión —y la de su seducido partenaire— del
cuestionable paraíso en el que vivían.
No bien habitaba ya el diablo en aquel maravilloso jardín, la rebelión angélica de la que fue protagonista debió de tener
lugar en algún momento anterior a la creación del hombre por Dios al séptimo día de su inspirada semana. ¿Pero en cuál
de esos seis días previos pudo haberse desarrollado tan insólita contienda? El Génesis guarda silencio al respecto.
Ahora bien, este mismo libro relata en otro pasaje un episodio extraordinario que se desarrolló en los albores de aquella
humanidad aún recién creada —aunque ya hubieran transcurrido seis generaciones longevas desde el destierro del
paraíso—, atañente asimismo a una rebeldía y posterior caída de los ángeles del cielo.
Génesis, 6, 1-8.- «Cuando comenzaron a multiplicarse los hombres sobre la tierra y tuvieron hijas, viendo los hijos de
Dios que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron de entre ellas por mujeres las que bien quisieron. Y dijo
Yahvé: «No permanecerá por siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne. Ciento veinte años serán
sus días». Existían entonces los gigantes en la tierra, y también después, cuando los hijos de Dios se unieron con las
hijas de los hombres y les engendraron hijos. Estos son los héroes famosos muy de antiguo. Viendo Yahvé cuánto había
crecido la maldad del hombre sobre la tierra y que su corazón no tramaba sino aviesos designios todo el día, se
arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra, doliéndose grandemente en su corazón, y dijo: «Voy a exterminar al
hombre que creé de sobre la faz de la tierra; y con el hombre, a los ganados, reptiles y hasta las aves del cielo, pues me
pesa de haberlos hecho». Pero Noé halló gracia a los ojos de Yahvé».
En este pasaje tan condensado del primer libro de la Biblia se relatan una serie de hechos que, por sí solos, apenas
tienen sentido para el lector piadoso que se aproxima a ellos con un vano intento de reflexionar sobre la fe en que
sustenta su piedad.
Para situarnos en el contexto temporal, nos hallamos ante sucesos antediluvianos, en el sentido más exacto del término,
y es precisamente a partir del final de la cita cuando da comienzo la historia archiconocida de Noé y el relato del diluvio
universal.
Los acontecimientos narrados como de pasada y brevemente en el pasaje genesíaco —o genético— evidencian, entre
otras cosas, el abismo existente entre la concepción del hombre predicada en el libro introductorio del Antiguo
Testamento, de corte animalesco y de índole creacionista pero des-afiliada, y el sentido absolutista y transcendente que
Jesús nos ofrece en el Nuevo, donde al hombre se le atribuye la cualidad espiritual de «hijo de Dios». No así en el relato
que estoy comentando, donde los hijos de Dios no son exclusivamente sino los seres celestiales, los ángeles —caídos o
no—, o los vigilantes que, desde las alturas, desde las altas bóvedas extraterrenas, tienen la tarea de custodiar el
desarrollo de su creación, de uno más entre el resto de los animales que pueblan la tierra, de manera no menos prosaica
y alejada de lo espiritual que si estuviéramos hablando de una especie de inmenso zoo planetario. No es de extrañar, no
obstante, si tenemos en cuenta que el significado que actualmente damos a la palabra «espíritu» (el de Yahvé que
permanecía en el hombre en los días de Edén) se aleja bastante del sentido que podría tener originariamente en hebreo,
donde la palabra «ruakh», o espíritu del que el hombre estaría investido, se traduciría por «aliento» o por «viento», en
sinonimia con la originaria acepción del pneuma griego.
Y son esos superiores «hijos de Dios» (tampoco se habla de «hijas de Dios») los que copulan —con o sin su
consentimiento (eso no importa)— con las hijas de los hombres en una actuación que más parece una violación en masa
que una entente cordiale. Pero no acaba ahí la tropelía. Después de consumada una acción cuya autoría el Génesis
atribuye a la voluntad voluptuosa de los hijos de Dios, a Yahvé no se le ocurre otra cosa que impartir su justicia
condenando al hombre con una frase lapidaria que limitará los días de su vida a 120 años.
De estas uniones antinaturales nacerán posteriormente (aunque, enigmáticamente, se afirma que anteriormente ya
«existían entonces los gigantes en la tierra») unos engendros, los gigantes llamados «nefilim», a quienes el texto bíblico
reconoce como los héroes de la antigüedad, tal vez refiriéndose a los semidioses del mundo mitológico griego.
Así de escuetamente termina la única referencia del Génesis a esos extraños seres que debieron de poblar la tierra en
los albores de la humanidad, a tenor del recuerdo conservado de ellos en tantas dispersas culturas.
Y sin solución explicativa de continuidad, serán nuevamente los pecados del hombre los que desencadenen la ira de
Dios (de Yahvé) desbordada (al parecer, también el dios veterotestamentario pecaba siquiera capitalmente), cuyo
descontrol emotivo casi destruye todo rastro de vida sobre la tierra mediante el «universal» diluvio del que aún hoy, miles
de años después, se conserva memoria atávica en las cuatro partes del globo.
Que de un relato tan interesante como éste, en el que los mismísimos ángeles guardianes son representados
adoleciendo de veleidades comportamentales propias de los más bajos instintos carnales que se alejan
irremediablemente de cualquier desapegada espiritualidad, se nos ofrezca noticia tan cicatera, nos hace sospechar de su
carácter más cercano al mito que a una contrastada realidad pre-histórica. Sin embargo, afortunadamente, el texto
presentado se revelará como una simple anécdota bibliográfica teniendo en cuenta la existencia de otros auténticos
libros donde el argumento marginal se transforma en tema central.
Pero antes de adentrarnos a analizar qué dicen al respecto esos otros textos, veamos las variaciones que nos ofrece el
judío Flavio Josefo en su obra «Antigüedades Judías» (Ediciones Akal, S.A., 1997), Libro I, después de hablar, en un
pasaje no menos interesante sobre la descendencia de Set, de la humanidad posterior a Adán.
67 Descendientes de Set. […] «Y, siendo todos ellos de buena condición, habitaron tranquilos y felices las mismas
tierras, sin que hasta el momento de la muerte les aconteciera nada desagradable, e inventaron la ciencia relativa a los
cuerpos celestes y a su regulación. Y con el fin de que no escaparan a los hombres estos descubrimientos ni se
perdieran antes de ser conocidos, al advertirles Adán que tendría lugar la desaparición de todo rastro de vida, en un caso
por efecto del fuego y en otro por la fuerza y la abundancia de agua, levantaron dos columnas, una de adobe y otra de
piedras, y en ambas escribieron los descubrimientos, para que, incluso desaparecida la de adobe por el diluvio,
permaneciera la de piedra y permitiera a los hombres conocer el texto de la inscripción, además de señalar que habían
erigido también otra columna de adobe. Y permanece hasta el día de hoy en la región de Siris». [¿Puede estar
refiriéndose Flavio Josefo al mencionar esa columna de piedras a la Gran Pirámide y a la tradición que habla de antiguos
conocimientos celosamente escondidos detrás de sus muros? Lamentablemente, nada sabemos sobre esa región de
Siris donde se hallaría ubicada y donde aún se mantendría erguida en tiempos del historiador judío].
72 Degeneración posterior. […] «Y estos durante siete generaciones permanecieron fieles a la idea de que Dios es el
señor del Universo y haciendo todo con miras a la virtud, pero luego, con el paso del tiempo, abandonando los
comportamientos patrios cambiaron a peor, no ofreciendo ya a Dios los honores debidos ni manteniendo una relación
justa con los hombres [no se sabe si Flavio Josefo está hablando de los primeros hombres o de los ángeles], sino que el
celo que antes sentían por la virtud lo duplicaron entonces por el vicio, según mostraban en todo lo que hacían. De ahí
vino que obligaran a Dios a enfrentarse con ellos. En efecto [aquí se halla la relación causal a que me refiero], muchos
ángeles de Dios copularon con sus mujeres y engendraron hijos soberbios y desdeñosos de todo lo bello, por confiar en
su capacidad. Y es que estos, según la tradición cuenta, cometieron iguales desmanes que los atribuidos a los gigantes
por los griegos. Noé, en cambio, molesto con sus fechorías y disgustado con sus decisiones, trataba de persuadirlos a
que cambiaran a mejor sus determinaciones y acciones, pero al ver que no le hacían caso y que, por el contrario,
estaban poderosamente dominados por el placer de los vicios, abandonó el país con sus mujeres, sus hijos y las
esposas de estos, por temor a que lo mataran».
Nuevamente nos encontramos con breves alusiones a unos hechos que, seguramente distorsionados por el paso de los
milenios transcurridos, o prácticamente casi olvidados, resultaron tan trascendentales para la historia de la humanidad
que, precisamente a pesar de la lejanía del tiempo en que sucedieron, aún conservaban suficiente relevancia en el
consciente colectivo de los pueblos de la antigüedad para pervivir entre sus tradiciones religiosas con una significancia
de verdad que nuestros modernos hagiógrafos han categorizado como mito. Pero el mito y los mitologemas no son sino
eufemismos lingüísticos inventados por los racionalismos para desvirtualizar de contenido material los hechos reales, que
adornados con la forma poética de lenguajes extinguidos, cuya semántica completa no alcanza nuestra comprensión,
recogieron los antiguos para que fueran conservados y transmitidos a las generaciones venideras.
Es en el Libro de los Vigilantes de Henoc donde se detalla más extensamente el relato de una rebelión celestial
tradicionalmente estimada como espiritual mediatizada por caracteres sospechosamente físicos. Este parece ser el relato
de los ángeles caídos que tuvo lugar durante la sexta generación humana desde la creación de Adán. Pero entonces,
¿quién (o quiénes) era la serpiente antigua, el diablo o Satanás que tentó a Eva y provocó la expulsión del Edén de
nuestros primeros padres? ¿No se nos ha enseñado que Satanás fue un ángel, el ángel caído por antonomasia?
¿Cuándo aconteció realmente la rebelión contra Dios (o contra un comandante en jefe celeste)?
Según Henoc, que era el séptimo patriarca después de Adán, cierto número de ángeles o de vigilantes celestiales
(¿vigilantes de qué?; ¿de la evolución del hombre?) se juramentaron bajo anatema «en aquellos días, cuando se
multiplicaron los hijos de los hombres…» para tomar por mujeres a las hijas de los hombres, que eran hermosas y
deseables. Al parecer, iba a ser una acción que tenían expresamente prohibida. Y Semyaza, el líder de los rebeldes, no
queriendo asumir solo la culpa, hizo jurar el complot a todos los que estaban de acuerdo con desobedecer la orden de no
mantener contacto con el hombre, ese —digo yo— animal inferior: «Temo que no queráis que tal acción llegue a
ejecutarse y sea yo solo quien pague por tamaño pecado». Cuenta Henoc que «eran doscientos los que bajaron en los
días de Yared sobre la cima del monte Hermón» [Yared fue el sexto después de Adán. Según la cronología del Génesis,
nació el año 460 de la Creación y murió en el año 1422; durante ese período de 962 años de su vida habría tenido lugar
la caída angélica].
El pecado de aquellos seres fue que «tomaron mujeres; cada uno se escogió la suya y comenzaron a convivir y a unirse
con ellas, enseñándoles ensalmos y conjuros y adiestrándolas en recoger raíces y plantas […] Azazel enseñó a los
hombres a fabricar espadas, cuchillos, escudos, petos, los metales y sus técnicas, brazaletes y adornos; cómo alcoholar
los ojos y embellecer las cejas, y de entre las piedras, las que son preciosas y selectas, todos los colorantes y la
metalurgia. Hubo gran impiedad y mucha fornicación, y se corrompieron sus costumbres. Amezarak adiestró a los
encantadores y a los que arrancan raíces; Armaros, cómo anular los encantamientos; Baraquiel a los astrólogos;
Kokabiel, los signos; Tamiel enseñó astrología; Asradel, el ciclo lunar. Pero los hombres clamaron en su ruina y llegó su
voz al cielo».
Los ángeles caídos, por tanto, lo son por un doble pecado: por haber fornicado con las hijas de los hombres, y
por haber revelado al hombre ciertos conocimientos que, para mantenerlo en un estado de ingenuo primitivismo,
tenía vedados. Aquella ancestral «revelación» devino en divina «rebelión». Da la impresión de que incumplieron su
cometido de «vigilar» desde fuera (desde arriba) y que actuaron de consuno tomando parte activa en el desarrollo
civilizador del hombre. Su pecado no fue otro que hacer de civilizadores, enseñando al hombre a sembrar, a hacer uso
de los minerales y a transformarlos, a observar y medir el cielo y los astros, dando un impulso ajeno y artificial detonador
de un nuevo estadio en la evolución natural humana (¿del homo sapiens al homo sapiens sapiens?), a impulsos de unos
deseos físicos incontenibles (a juzgar por el paso que dieron a sabiendas de las consecuencias catastróficas de su
acción), que solucionan definitoriamente y sin ambages el tan traído y llevado «sexo de los ángeles».
En el resumen de los hechos que hace el Génesis la concupiscencia angélica no tiene otras consecuencias que el
engendro de los nefilim. Como los hombres de Cortés o de Pizarro, la licenciosidad de su empuje civilizador no conllevó
causas penales asociadas.
Sin embargo, para el autor del Libro de los Vigilantes, su deshonesta acción fue la causa de su caída y de su castigo
eterno. Lo cual no se puede entender sin considerar a esos seres angélicos como auténticos seres carnales, quizá
cercanos a las esferas celestes, pero desde luego bien alejados de los círculos celestiales. Y tampoco se comprende el
castigo sino como consecuencia de una transgresión de un orden natural que se ha alterado peligrosamente con
consecuencias imprevisibles, al haber desoído instrucciones precisas de alguna suerte de entidad de alto mando en un
momento de despiste o de ausencia temporal incomprensible en la definición de un Dios ubicuo y omnisciente.
«Semyaza, a quien tú has dado poder para regir a los que están junto con él, ha enseñado conjuros. Han ido a las hijas
de los hombres, yaciendo con ellas: con esas mujeres han cometido impureza, y les han revelado estos pecados. Las
mujeres han parido gigantes, por lo que toda la tierra está llena de sangre e iniquidad […] Y dijo también el Señor a
Rafael: Encadena a Azazel [el texto habla indistintamente de Semyaza o de Azazel como líder de la conjuración] de
manos y pies y arrójalo a la tiniebla; hiende el desierto que hay en Dudael y arrójalo allí. Echa sobre él piedras ásperas y
agudas y cúbrelo de tiniebla; permanezca allí eternamente; cubre su rostro, que no vea la luz, y en el gran día del juicio
sea enviado al fuego».
En realidad, ¿no ha sido así en la mayoría de las culturas que conocemos? Quiero decir: los mitos de la prehistoria de los
pueblos hablan de seres extraños a la propia cultura que fueron quienes enseñaron al hombre los secretos de la
naturaleza, pasando por el conocimiento de la siembra, de la domesticación de los animales o de la ciencia de los
calendarios. En ningún caso se nos habla de que fuera el propio hombre el que descubriera de tal o cual modo las artes
prácticas tan útiles para el desarrollo de los pueblos. Las viejas tradiciones sobre el impulso civilizador son siempre
ajenas, vienen de fuera del entorno tribal. Como prototipo arcaico mostrativo, la mitología preindoeuropea de la cultura
vasca atribuye a los basajaunak («los señores del bosque», criaturas de ética ambigua y de aspecto parecido al hombre)
el conocimiento de ciertos secretos de la naturaleza que guardan celosamente al objeto de que no sean robados por el
hombre, lo cual no obstante sucederá finalmente mediante el uso de ciertas tretas y engaños atribuidos en el mito a la
recurrida personificación de Sanmartin o Martintxiki (después de todo, los basajaunak tampoco eran tan listos).
Pero volviendo al tema que nos ocupa, ¿fue aquélla la caída real angélica? Antes he apuntado que Satanás ya formaba
parte del escenario de la creación del hombre, y su intervención fue decisiva para que el ser humano alcanzara la
consciencia de sí mismo separándose así cualitativamente del resto de los animales con los que convivía
asilvestradamente. ¿Es posible que ya hubiera habido una rebelión anterior a la que tuvo lugar en tiempos —según nos
cuenta Henoc— de Yared? ¿O son las manos de los amanuenses que recogen las tradiciones quienes confunden los
tiempos en que se produjo? Henoc llama a los ángeles caídos los satanes, nombre genérico que alguna tradición
posterior personalizaría en Satanás; sin embargo, se afirma que «[…] el tercero se llama Gadreel: éste enseñó todos los
golpes mortales a los hijos de los hombres; él sedujo a Eva Eva Eva […]». Y continúa explicando cómo ha pervertido al
hombre especialmente la enseñanza de la escritura (don también superior): «El cuarto se llama Penemué: éste mostró a
los hijos de los hombres lo amargo y lo dulce, y todos los arcanos de su sabiduría. Él enseñó a los hombres la escritura
con tinta y papel, a causa de lo cual son muchos los que se extravían desde siempre y hasta siempre, hasta este día.
Pues los hombres no fueron creados para semejante cosa: con pluma y tinta fortificar su fe».
Pero de su farragosa lectura tal vez podamos rescatar alusiones que guardan directa relación con el tema que estamos
tratando, siquiera intuitivamente. Porque en el trasfondo de esas fórmulas pretendidamente mágicas, utilizadas para velar
al difunto en su viaje al más allá, se pueden esconder —como en tantas otras ocasiones— velados relatos de hechos
que realmente pudieron tener lugar en un remoto pasado, y cuya preservación para el conocimiento de las generaciones
futuras, o bien precisa ser transmitido inconscientemente por quien no lo entiende, asumiéndolo como algo sagrado, y
digno, por tanto, de ser guardado, o bien es irremisiblemente transformado por reglas inadvertidas del lenguaje que
evoluciona socialmente en el transcurso de largos períodos de tiempo.
A través de la traducción que del Libro de los muertos según el papiro de Turín proporciona Boris de Rachewiltz (versión
castellanizada por Ediciones Destino, 1989), resulta difícil no apercibirse de las similitudes escénicas que guardan sus
páginas con el relato bíblico. «Yo soy uno de aquellos dioses —dice la primera de las fórmulas—, los Jueces que
efectúan la justificación de Osiris contra sus adversarios en el día en el que son pesadas las Palabras […] Yo soy uno de
los dioses concebidos por Nut que destrozan a los adversarios del Ser con el corazón inmóvil (Osiris), que encarcelan a
los Sebau para él». Diccionario: Sebau: los «Hijos de la Rebelión», personificación de las potencias de las tinieblas que
combatieron contra las de la Luz, resultando vencidas.
Set, Satanás, Azazel, Semyaza… ¿Son todos estos nombres apelativos culturales que adjetivan a un mismo personaje o
entidad sobrehumana protagonista de una historia antigua inevitablemente distorsionada? ¿Se entabló alguna vez en un
espacio adimensional una batalla espiritual entre el Bien y el Mal, en cuyo caso entenderíamos que se habría
desarrollado de forma simbólica o incorpórea con desenlace incruento, o pudo, por el contrario, tener realidad física en
los cielos corpóreos una especie de guerra de las galaxias en la que los actores que hacían de malos interpretaban una
primera versión prototípica de Darth Vader? ¿Qué papel desempeñaron en medio de una humanidad surgente cuando,
tras la derrota sufrida, fueron confinados, el líder de la sedición y sus huestes, en el planeta Tierra?
Tal vez sea un disparate pretender atribuir connotaciones de película de ciencia ficción a lenguajes que, por su propia
idiosincrasia religiosa, no pueden ser accesibles sino tras de una elevada ascesis que logre quebrar la impenetrabilidad
de una simbología que se escapa al común de los mortales. Pero, no habiéndome desapegado aún enteramente de mis
prosaicas ligaduras materiales, me resulta arduo no ver en este pasaje del capítulo 12 del Apocalipsis una descripción
expresiva de un acontecimiento ocularmente «visible» y espiritualmente ininteligible:
«[…] 7 Y se trabó una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles iniciaron el combate contra el dragón.
8 Y el dragón peleó y con él sus ángeles, y no pudieron resistir, y no se halló ya para ellos lugar en el cielo.
9 Y fue precipitado el dragón grande, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el que seduce a todo el mundo;
fue precipitado a la tierra, y sus ángeles fueron con él precipitados».