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El

espantoso mundo en que vivimos

Por Héctor Abad Faciolince


El Espectador, diciembre 28 de 2013

Una de las mejores definiciones que he leído de la palabra “intelectual” es la siguiente: “persona que ha
estudiado más allá de sus posibilidades”.

Incapaz de comparar el mundo actual con el mundo de ayer, de sopesar lo ganado y lo perdido, su obsesión
consiste en la crítica escandalizada, en el moralismo altivo, en el desprecio por cualquier progreso, por
cualquier gusto o alegría, en la convicción de que no hay criatura más repugnante que el ser humano, ni
lugar más inhóspito que la tierra.

El tipo de intelectual en el que estoy pensando es ese que se solaza en la cultura de la queja, y para el cual la
sociedad contemporánea (especialmente la occidental) es una especie de invento del demonio: la cosa más
grosera, burda e infernal que ha existido en toda la historia del mundo. Lo moderno, para él, es lo más
violento, lo más agresivo, lo más explotador e injusto: una sociedad con la que tendríamos que arrasar para
fundar otra sobre sus ruinas. Lo peor de esta perorata asqueada, de esta permanente indignación moral, es
que esta supuesta “élite de la inteligencia” ha logrado convencer a millones de jóvenes —como denunciaba
hace años Karl Popper— de que vivimos en el peor de los mundos que han existido. Cada vez encuentro con
más frecuencia a jóvenes convencidos de que reproducirse es terrible, pues van a traer nuevos seres
humanos solamente a sufrir. Y la mayoría de estos estériles voluntarios son, precisamente, los jóvenes que
más han estudiado, es decir, aquellos que más han estado expuestos a la influencia nefasta de esa
“intelligentsia” para la que los logros de la humanidad son una mentira.

Inmunes a toda crítica y a toda lógica, no les importa que uno muestre hechos innegables: comparar el
mundo contemporáneo con un mundo sin anestesia, sin antibióticos y sin analgésicos (creen que en un
mundo “natural” no habría enfermedades y los humanos vivirían 600 años, como los patriarcas de la Biblia).
Decir que ha habido progreso moral desde los tiempos de la esclavitud (dicen que al esclavo de ayer se lo
mimaba más que al obrero de hoy; a quienes dicen esto deberían marcarlos con un hierro candente).
Demostrar con cifras que las expectativas de vida han aumentado exponencialmente en el último siglo solo
les produce desprecio pues lo único que hemos logrado es que ahora haya más gente. Tampoco les parece
importante que un pobre de hoy —en Colombia— reciba una atención médica mucho mejor que un rey del
Renacimiento, ni que tenga mejor transporte, mejor abrigo y mejores zapatos. Que la mortalidad materno
infantil —incluso entre la nobleza— era muchísimo más alta que la de los campesinos contemporáneos.

A estos intelectuales no se les puede decir sin escándalo que las cosas vienen mejorando desde hace
decenios en casi todo el mundo. Que la discriminación sexual o racial era mucho peor hace 50 años ; que
nunca antes los homosexuales podían defender mejor su derecho a ser libres. Que nunca en la historia ha
habido tantas mujeres estudiando y trabajando en los puestos más importantes, gracias —entre otras
cosas— a que existen métodos anticonceptivos y a que ellas mismas han logrado que se las respete. También
la pobreza —incluso en Colombia— ha venido bajando en términos absolutos y relativos en los últimos
decenios. La misma violencia, como ha demostrado Pinker para disgusto de los intelectuales pesimistas, es
en la actualidad una de las más bajas de toda la historia humana.

Cuando uno es optimista queda como un bobo ante los intelectuales de la indignación y de la queja. Por
supuesto que nos enfrentamos a perspectivas gravísimas (el calentamiento global es la peor de ellas), pero
quizá nunca antes la humanidad había estado mejor preparada para enfrentarlas. Por estas convicciones es
que uno puede desear, e incluso esperar, un año 2014 un poco menos malo que este 13 que se acaba. El
mundo en que vivimos es espantoso, pero es el menos espantoso que haya habido.

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Ciego toda la vida

Por William Ospina

El Espectador, enero 4 de 2014

Hay personas que piensan que la mejor manera de celebrar la modernidad es no criticarla. Curiosa actitud,
porque si algo ha hecho posible el avance relativo de la humanidad es el espíritu crítico de los insatisfechos,
de los siempre vigilantes, que saben que nuestra condición humana está llena de virtudes, pero también de
riesgos, y que lo peor es entregarse sin prudencia a las inercias de la historia.

Todo poder abandonado a su vanidad y a sus impulsos termina embelesado consigo mismo. La historia, que
algunos ven como un ineluctable avance hacia mejor, como un relato de mejoramiento y progreso, ha sido
a menudo una cadena de atrocidades, aquí y allá contrariada por algunos destellos de nobleza, de
inteligencia y de gracia.

Voltaire escribió que la humanidad sólo mira con respeto y con gratitud aquellos momentos en que, a pesar
de las discordias de los príncipes y del fanatismo de los sacerdotes, el espíritu humano floreció y las artes
alzaron su canto. Dedicó la vida entera a combatir las arbitrariedades de la aristocracia y a hacer una severa
crítica de las costumbres. Su obra Cándido, un inventario de calamidades y catástrofes, fue hecha no tanto
para demostrar que el mundo es un infierno cuanto para combatir la tesis beata de Leibniz de que todo aquí
es felicidad y perfección. Ya en el siglo XVIII había quien declarara que este mundo había llegado a niveles
de progreso abrumadores, pero poco después la Revolución Francesa demostró que algunos no compartían
ese entusiasmo.

Desde entonces prosperó la saludable tradición de que los intelectuales fueran críticos del orden social, y
contradictores de la tesis empresarial de que el mundo es una mera fiesta para la pasividad y el consumo.
El único tono que funciona en la publicidad es el del optimismo rosa: todo es progreso, todo está bien, nunca
estuvimos mejor, y la humanidad está en espléndidas manos.

Ese discurso interesado admite prueba en contrario, y no sólo en nuestros países violentos e inhóspitos. El
hundimiento de generaciones enteras en la edad de las adicciones, la proliferación de basuras industriales,
el saqueo de la naturaleza, el deterioro de las fuentes de agua, la aniquilación de las costumbres y su
reemplazo trivializado por modas y espectáculos, el cambio climático, el cambio inconsulto de la dieta
tradicional por los experimentos afanosos de la industria transgénica: pero a los espíritus acomodados y a
los trompeteros del progreso les molesta que se hable de esas cosas.

Pretenden, asustadizos, que criticar el modelo es negar que haya habido algún avance; pretenden
torpemente que si se critica la gradual conversión de la medicina en un negocio, donde lo único que importa
es la rentabilidad, se está abogando por un retorno a la falta de higiene, se está renunciando a los
antibióticos y a las vacunas, se está recomendando a los médicos que no se laven las manos antes de las
cirugías. Esa censura caricatural pretende ser una defensa del progreso, pero en realidad es una renuncia a
la principal virtud de la especie: su capacidad crítica, su espíritu rebelde, su eterna y necesaria
insatisfacción.

La industria quiere hacernos creer que toda novedad comporta un progreso: pero aunque lo pregona todo
el día, nuestra edad no parece estar trabajando para la felicidad humana y para la protección del planeta.
Nunca como hoy estuvo el mundo más afectado por los frutos de la industria y del comercio; nunca viajaron
tanto los alimentos antes de llegar a nuestra mesa; nunca hubo como hoy una marea de basuras plásticas
flotando a la deriva en una porción considerable del océano Pacífico, en lo que llaman los expertos el sexto

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continente; descontado el escandaloso arsenal atómico, nunca hubo tal profusión de armas de fuego en el
mundo, una por cada diez seres humanos, y las fábricas creciendo; nunca hubo tantos químicos en los
hogares.

Y esto no quiere decir que no haya habido progreso, quiere decir que quienes menos lo ayudan son quienes
lo aplauden todo con histeria, lo bueno y lo malo, lo útil y lo atroz, lo benéfico y lo dañino, porque no utilizan
criterios sino emociones, y quieren adular su propia satisfacción. Esto no sería tan grave: cada quien es
dueño de decidir si quiere ser protagonista de cambios históricos o apenas miembro del comité de aplausos
de los poderes de este mundo.

Lo que sí es un error es salir a denunciar como enemigos de la humanidad a quienes la mantienen despierta
con sus advertencias. Hasta los más exagerados profetas de la catástrofe fueron siempre tolerados por los
pueblos, e incluso por los poderes del mundo, porque se entendía que hay algo benéfico en que la
humanidad no se abandone a su engreimiento, al narcisismo de las pequeñas satisfacciones.

Existe algo mucho peor que el intelectual amargo y sombrío, que el Apemanto que destila amarguras, que
el Diógenes que de todo se burla y todo lo cuestiona, y es el intelectual satisfecho que ve pasar sobre su
cabeza los grandes desastres y se esfuerza porque la humanidad no los mire. El que prefiere denunciar a los
otros, predicar el conformismo y bendecir el gran negocio. Los verdaderos benefactores de la humanidad
no dejan al poder dormir tranquilo sino que lo molestan y lo incomodan, zumban y pican.

Hay un poema de Edgar Lee Masters sobre un poeta de pueblo, conformista y holgado, que vivió “ciego toda
la vida a todo eso”: a los sufrimientos y las tragedias que había a su alrededor, a los solemnes cuadros de la
naturaleza y de la historia, y que apenas tejió variaciones sobre viejas metáforas, “mientras Homero y
Whitman rugían en los pinos”.

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Ospina versus Abad

Por Daniel Mera Villamizar

El Espectador, enero 7 de 2014

Héctor Abad no mencionó a William Ospina en “El espantoso mundo en que vivimos”, ni Ospina a Abad en
“Ciego toda la vida a todo eso”, pero muchos lectores creen que se trata de una controversia entre los dos.
Sería llamativa tal controversia porque Ospina es mucho más que un “intelectual de la indignación y de la
queja” y Abad está lejos de ser un “el intelectual satisfecho que ve pasar sobre su cabeza los grandes
desastres y se esfuerza porque la humanidad no los mire”. No sabemos si Ospina se sintió aludido y veremos
si Abad responde, pero los lectores no están despistados en lo esencial.

William Ospina y Héctor Abad representan, son dos espíritus distintos, y eso explica todo lo demás, para
hablar un poco como Ospina. En un oráculo, acosados por una respuesta tajante a si es posible un “hombre
nuevo”, uno diría que sí y el otro que no. El espíritu “milenario”, desencantado, tiene conciencia aguda de
los límites de la naturaleza humana. El espíritu “joven”, esperanzado, confía en poder producir algo
verdadero y original con lo que somos.

Obviamente, no es cuestión de edad de los intelectuales. De hecho, Abad tiene unos años menos que Ospina.
En cuanto al orden social, el espíritu joven cree que es moldeable si se sustituye la voluntad de Dios por la
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voluntad humana en la dirección deseada. El espíritu milenario está convencido de que tal voluntad humana
con capacidad “externa” a la sociedad es una ilusión en democracia.

Un ejemplo: William Ospina dice: “La vieja Colombia murió el 9 de abril de 1948: la nueva no ha nacido
todavía”. Para un espíritu reformista, que valora el ensayo y error, es increíble la idea de una sociedad que
está 66 años en una suerte de limbo despreciable a la espera de su “nuevo nacimiento”, que señalará un
intelectual iluminado. Además de ser un abuso del lenguaje, es políticamente inaceptable: ¿entonces 1991
no es nada?

La narrativa nacional que construye Ospina merece una alternativa, así se haga con menos talento literario.
Hay padres de familia que creen enseñar historia irrefutable con Pa que se acabe la vaina. La pregunta doble
ahora, sin embargo, es: ¿cómo el “pesimista” o escéptico acerca del hombre se vuelve optimista sobre el
progreso humano y cómo el creyente y esperanzado en el hombre se vuelve crítico insaciable del progreso
humano?

El espíritu “milenario” ha visto de dónde venimos y sopesa los bienes y los males de la civilización alcanzada,
sacando un balance positivo. Su optimismo se basa en avances, tortuosos, contingentes a veces, costosos,
heroicos, pero avances que logran sedimentarse. El espíritu joven es fundacional, no puede aceptar lo que
viene de atrás, quiere lo bueno sin lo malo, pues vibra con el “hombre nuevo” y un mundo idílico. Un
romanticismo que se imagina el futuro con una vuelta a la naturaleza y a las “costumbres”.

Estos dos espíritus son necesarios, lo mismo que su fastidio mutuo. El problema es que cuando los espíritus
fundacionales se toman el poder, y juegan a ser Dios, las cosas se ponen feas y peligrosas.

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Intelectuales acientíficos

Por Klaus Ziegler


El Espectador, enero 8-2014

“Se puede afirmar sin miedo a equivocarnos que la gran mayoría de los seres humanos nunca antes han
disfrutado del nivel de vida, de la libertad espiritual y de las oportunidades económicas características de
estas últimas décadas”. La perspectiva optimista se debe a Karl Popper, posición que Héctor Abad comparte
y defiende con excelentes argumentos en una de sus más recientes columnas. Su artículo se dirige hacia esa
“intelligentsia” para la cual toda mención de progreso es motivo de burla, y toda sugerencia de que vivimos
en una época de bienestar, inimaginable en cualquier siglo pasado, solo puede suscitar escándalo e
indignación.


Desconfiar del progreso tecnológico no es propio de nuestra época. No fueron pocos aquellos que en su
momento se resistieron a la llegada del automóvil, y siglos antes la misma clase de mente conservadora veía
con recelo el reemplazo del lomo del caballo por el carruaje. Y cuenta Bertrand Russell cómo en épocas
pretéritas Lao-Tsé veía con malestar el uso de canoas, cuando los ríos debían cruzarse a nado. A los
argumentos de Abad podría añadirse la incongruencia de quienes, por un lado, despotrican de los avances
científicos mientras que por otro no se desprenden del celular, de la internet o del computador, y no vacilan
en vacunar a sus hijos o en acudir al hospital, y no a chamanes, cuando sospechan una enfermedad grave.

Pero el menosprecio hacia el conocimiento científico no es exclusivo del intelectual contemporáneo. Al
estudio de las matemáticas, la física y la astronomía, los humanistas del Renacimiento contraponían el
cultivo de la filología y de la forma literaria. Como señala el filósofo español Jesús Mosterín, “desdeñosos de
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la filosofía escolástica, los humanistas también despreciaban la incipiente actividad científica, que no
entendían y que ponía en cuestión sus prejuicios antropocéntricos. Pensaban que la verdadera sabiduría ya
estaba en los autores clásicos por lo que era ocioso innovar. Los resultados de Copérnico y Galileo eran
ignorados o confrontados con hostilidad”.

El humanismo acientífico degenera en antropocentrismo radical, y nadie mejor que Fernando Savater
ejemplifica esta singularidad. Incapaz de comprender las similitudes entre nuestro sistema nervioso y el de
los mamíferos superiores, impedido para contemplar el fenómeno humano a la luz de la biología, Savater
razona como un humanista del siglo XIV para concluir que la ética debe circunscribirse a la esfera humana,
desconociendo que otras criaturas son así mismo susceptibles de padecer sufrimiento y dolor. No de otra
manera se explica cómo un pensador del siglo XXI pudo haber escrito un libro titulado “Tauroética”, un
oxímoron tan desvergonzado como llamar Naziética a las políticas eugenésicas del Tercer Reich.

En ninguna época anterior la humanidad disfrutó de un bienestar siquiera comparable al actual. Y este logro,
como ha argumentado Steven Pinker, podemos atribuírselo directamente a una cosmovisión derivada de
las corrientes racionalistas y empiristas de la Ilustración, inextricablemente asociada al progreso científico
y tecnológico. Después de milenios de pobreza universal y hambruna generalizada vivimos en un mundo
donde la agricultura tecnificada y la medicina han triplicado el promedio de vida de épocas primitivas; un
mundo donde azotes como la viruela, la polio, la lepra, la peste negra, la tuberculosis, la sífilis… han sido
relegadas a los textos de historia o ya no representan amenaza alguna.

Para quienes reclaman indignados la “pérdida del sentido de lo sagrado y lo bello”, para quienes los
progresos de la humanidad son solo una mentira, habría que recordarles la carnicería terrorífica que era el
ejercicio de la cirugía antes de los anestésicos y los antibióticos. La historia de la medicina precientífica es
un interminable compendio de horrores. Males como el “cólico miserere” significaban la condena a una
muerte pavorosa como consecuencia de la obstrucción intestinal que llevaba al enfermo a morir ahogado
en el vómito de sus propios excrementos. Hasta hace pocos años la difteria fue un mal tan temible que llegó
a conocerse bajo el nombre de “garrotillo”, en alusión a esta forma de tortura, pues sus víctimas, casi
siempre niños, morían asfixiados a causa de los tegumentos que aparecían en las vías respiratorias y las
iban obstruyendo a medida que avanzaba la enfermedad. En una de sus pinturas más célebres, Goya recoge
el momento en que el galeno trata de salvar a una niña metiéndole dos dedos en la garganta en un intento
por arrancarle las membranas fatales.

Detrás de la postura anticientífica de tantos intelectuales está, de un lado, la idea de que lo racional es
antípoda de lo espiritual; por el otro, el lugar común del noble salvaje que vivía en paz y armonía con la
naturaleza antes de que la civilización lo corrompiera. Pero esas ficciones no pasan de ser fábulas de
académicos románticos, pues lo cierto es que el hombre de ayer y el actual son en esencia la misma fiera. Si
hemos podido mitigar nuestras más grandes miserias, el hambre, el dolor y la enfermedad, no ha sido
gracias al pensamiento mágico ni al retorno a la “ingenua fe de los sueños”, como ansiaría tanto novelista
sensiblero. Y si en el mundo civilizado es inconcebible la esclavitud, la tortura, el maltrato a la mujer, o si
los homosexuales y otras minorías han comenzado a ganar sus justos derechos no ha sido gracias a la piedad
cristiana.

Vivimos un momento intelectual extraordinario, una época en la que el conocimiento científico ofrece
oportunidades únicas para comprender el fenómeno humano, para dilucidar las grandes preguntas que han
preocupado a los filósofos desde la antigüedad. No obstante, la intromisión de las ciencias naturales en el
territorio de las humanidades es vista con displicencia. “Reduccionista”, “positivista”, “cientificista”, son
algunos de los epítetos para referirse a cualquiera que se atreva a cuestionar el Modelo Social Estándar o a
sugerir que nuestra mente no es “tabula rasa”, sino producto de una compleja interacción entre genes y

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ambiente que apenas comienza a dilucidarse, y que explicaría decenas de universales comunes a todas las
sociedad humanas.

Como señala Pinker en un polémico ensayo, no son pocos los departamentos de humanidades que han visto
disminuir en los últimos años el número de estudiantes en sus programas. Entre las muchas razones se
cuenta la comercialización del saber, la obligación cada vez más imperante de generar conocimiento “útil”
o “aplicado” (la misma desgracia ha caído sobre las denominadas “ciencias puras”). Pero buena parte de
este problema ha sido autoinfligido, advierte Pinker. Convalecientes todavía de los desastres del
posmodernismo, las humanidades contemporáneas no pueden permitirse rechazar aquello que las ciencias
cognitivas, la biología, la genética, la sicología, la teoría de la información, la biología evolutiva… tienen para
ofrecer, al menos si no quieren ver sus departamentos convertidos en lugares tan solitarios como los
monasterios o los conventos.
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William Ospina y el “hombre de paja”

Por Klaus Ziegler

El Espectador, enero 15 de 2014

Como columnista me he acostumbrado a recibir toda clase de invectivas, máxime cuando mis artículos
cuestionan posiciones políticas, dogmas religiosos, valores morales, supersticiones y creencias. Resulta
sorprendente, sin embargo, que no sean extremistas ni fanáticos religiosos, sino académicos e intelectuales,
aquellos que a menudo recurren al insulto pueril o al ataque “Ad hominem” cuando se sienten subestimados
u ofendidos por alguno de mis juicios u opiniones. Y aunque no quisiera echarle más leña a una discusión
ya harto explosiva, ni exacerbar las diferencias entre dos destacados columnistas de este periódico,
desearía, no obstante, poder replicar con argumentos (no con insultos) a quienes me acusan de caer en la
falacia del “hombre de paja”, a quienes me imputan querer reducir a simple caricatura esa perspectiva
recelosa de la modernidad y del progreso recurrente en los ensayos de William Ospina.

Aunque en ninguna parte de mi columna anterior, “Intelectuales acientíficos”, hago mención del poeta y
novelista, acierta un lector cuando intuye que varias de mis citas se refieren a uno de sus escritos: “Es tarde
para el hombre” (ETH), aunque no a su más reciente ensayo “Ciego toda la vida a todo eso”. Entre varias
acusaciones biliosas, el forista me espeta la siguiente: “William Ospina jamás dijo que no se debería tener
confianza en la ciencia, eso se lo inventa Ziegler para darle un carácter supuestamente aleccionador a lo que
dice: he ahí su falacia”.

No puedo saber si Ospina en verdad confía o desconfía de la ciencia, pues solo puedo juzgar sus escritos. Sin
embargo, no veo en ellos nada que me muestre a un optimista confiado en las virtudes del progreso, mucho
menos cuando escribe: “Si el cuadro que vemos hoy en nuestro planeta es la expresión del progreso que
anunciaron los gansos del siglo XIX, habría que decir que el mundo ha progresado ya demasiado, y cualquier
desviación o cualquier retroceso parece preferible a seguir internándonos por esos reinos sombríos” (ETH,
pág. 54).

Da la impresión de que para Ospina todo tiempo pasado fue más digno y honorable: “Había más inocencia
y dignidad en los avances de Atila y de los tártaros de Tamerlán, que medían sus recorridos devastadores
no por leguas, sino por grados de longitud y latitud, que en los campos de esqueletos vivientes del Tercer
Reich y en sus cámaras de cianuro” (ETH, pág. 16). La “inocencia” y “dignidad” de las invasiones mongolas
y tártaras a Occidente son bien conocidas por los historiadores del imperio mongol (John Sanders, por
ejemplo), pues se cuentan entre las empresas genocidas más brutales y sanguinarias que registre la historia
humana. En su afán por acentuar la barbarie moderna, el novelista la ubica muy por encima de aquella de
épocas pasadas, desconociendo la evidencia histórica.
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Y si alguien cree que exagero cuando afirmo que el Poeta se lamenta del desarrollo tecnológico, valga esta
cita: “Un melancólico vaso de plástico sería el símbolo perfecto de esta época derrochadora y superficial si
no compartieran con él los dos bastones simbólicos de nuestra decadencia: esa calculadora portátil sin la
cual ya no somos capaces de sumar los minutos que ahorramos usándola y el poliédrico control remoto que
ha llevado nuestra inmovilidad doméstica a unos grados de perfección insospechados” (ETH, pág.52). La
queja se oye cómica, máxime cuando esas calculadoras parecen objetos antediluvianos al lado del
computador o de la internet.

Cuando se critica el desarrollo tecnológico en esos términos se debe ser consecuente. Pero no conozco a
nadie que escriba con plumas de ganso, o que en lugar del correo electrónico utilice palomas mensajeras o
chasquis. El Poeta reclama nostálgico aquellas épocas cuando “con una mezcla de hierbas y ternura se
curaron de muchos males menores -y a veces mayores- incontables generaciones”. Ospina, al igual que
tantos románticos insensatos, no parece darse cuenta del horror que significaba un mundo sin vacunas, sin
analgésicos, sin cirugía, sin anestesia, sin antibióticos... Si hemos mitigado el hambre, la enfermedad y el
sufrimiento no ha sido exactamente con pócimas de ternura.

El Poeta nos habla del retorno a la “ingenua fe de los sueños”, a esas épocas cuando todavía no habíamos
perdido el sentido de lo sagrado y lo bello, cuando “el positivismo moderno, excluyendo todo lo que está
por fuera de la razón y de su métodos [...] todavía no había reducido al hombre a las pobres dimensiones de
la materialidad” (ETH, pág. 77). Se lamenta de un mundo vacío, huérfano, abandonado: “Muertos los dioses,
el hombre quedó solo, desconfiando de todo orden trascendente, desconociendo todo lo que no le fuera
evidente, negando aún la existencia de su propio espíritu y confiando solo en las virtudes del conocimiento
y del trabajo humano” (ETH, pág. 76). Quizá yo no tenga los genes apropiados para comprender la
profundidad de esas elucubraciones, pero francamente no puedo ver en ellas nada diferente a un misticismo
candoroso.

En el texto de Ospina abunda la poesía pero escasean los argumentos. Pueden rescatarse críticas válidas,
cuando por ejemplo se alude a los peligros que entraña el uso irresponsable de la tecnología, a la destrucción
de los ecosistemas, a la contaminación de ríos y mares o a la amenaza aterradora que representa el
monstruoso arsenal nuclear de las grandes potencias industriales. Todas esas exhortaciones ameritarían
una discusión prolija, una que el autor elude por completo cuando atribuye las causas de esos y otros
gravísimos problemas a razones esotéricas. Ospina se rehúsa a reconocer que si preferimos explicaciones
racionales del mundo no lo hacemos por el capricho impío de “destronar a los dioses” o por la mera
insolencia de renunciar a lo sagrado. Lo hacemos porque en ello hay honestidad intelectual, y porque
creemos que de esta manera podemos estar más cerca de aliviar el sufrimiento, empresa malograda por las
religiones, y a la cual no ha contribuido en absoluto el pensamiento mágico.

William Ospina es un escritor de altísimas calidades, un gran poeta. Por ello resulta inverosímil que ante la
grandeza intelectual del majestuoso edificio de la ciencia, el novelista solo pueda ver lacras, sacrilegios,
retrocesos. ¿Acaso no hay belleza en las teorías cosmológicas, en la bioquímica de la duplicación del ADN,
en el proceso de la fotosíntesis, en el cálculo infinitesimal de Leibniz y Newton, en los teoremas de Gödel,
en los infinitos de Cantor, en el orden cósmico del movimiento planetario, en la teoría de las placas
tectónicas y la deriva continental, en el descubrimiento de los humildes orígenes antropoides de nuestra
especie, en la solución darwiniana al misterio del árbol de la vida, en el paradójico mundo de la materia a
escala cuántica, en la relatividad del tiempo, en la curvatura del espacio...? Esa belleza, sin embargo, es sutil,
difícil y austera.

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Mamertización de la interpretación

Por Eduardo Escobar

El Tiempo, enero 20 de 2014

Entre las secuelas del sarampión izquierdista de los intelectuales de la clase media del medio siglo pasado
debe contarse la tendencia maniqueoparanoica de la interpretación de sus discípulos, casi cómica ya por lo
repetida y por insulsa, para quienes la historia de estas naciones se reduce al drama de un montón de
personas bondadosas y cándidas desgarradas por una élite de zánganos que las desprecian.

Los más apasionados sitúan la acción sadomasoquista en un escenario opulento por la diversidad barroca
de la biología de papagayos, mariposas y tigres aureolados de luciérnagas. Y por ese camino de la inspiración
son arrastrados por el peso de los lugares comunes y acaban aspirando a la redondez del período
decimonónico, resbalan hacia los chiqueros del entusiasmo patriotero y extienden arcoíris sobre la
parranda nacional de gallina y vallenato. Hay un disfrute de fritanguería en esa labia nerudiana. Nerudiana,
digo, porque nadie disfrutó como Neruda del paisajismo combinado con la indignación altruista. En fin, se
goza la preceptiva literaria del bachillerato. Hojarascas de García Márquez, ramas sombrías de Arturo y las
desgracias corren por cuenta de los yanquis, el eurocentrismo y el exceso de máquinas que estorban la
manifestación de la esencia del mundo y el retorno a la superioridad moral del caníbal precolombino.

Ahora corren por la red los reproches que se cruzaron la semana pasada dos amigos míos relativos, William
Ospina y Héctor Abad. Abad piensa, con razón, que vivimos un país más sano, seguro y justo que el del
general Mosquera. Ospina insiste en calumniar la vida, y simplificando, con aires de teólogo, describe a
Colombia como un monstruo de 2 caras enemigas. Una diabólica representada por los ricos. Y otra adornada
con un alma de oro. Para Ospina también, la historia se reduce a la saña de una camarilla viciosa que escucha
música sinfónica, sobre las carnes del pueblo noble y sufrido de la flauta de millo. Fernando Vallejo reparte
sus castigos con más equidad. Fustiga por igual a ricos y pobres. Y le sobra lo que a la gravedad de Ospina
le falta: el sentido del humor, la desmesura lujuriosa.

Qué es el pueblo. Qué son las élites. Aquí, como en todas partes, las personalidades dominantes surgen de
las oscuridades de abajo. En todo árbol genealógico ilustre hay un carnicero, un sastre, un pequeño
comerciante, un don nadie que fundó una fábrica que lo desvelaba. La condena de los ricos expresa
tangencialmente el odio católico por el lujo.

Ospina no dice a partir de cuántos millones empiezan a crecerles los colmillos de la hiena; si Víctor Carranza
debe inscribirse en el censo del pueblo a pesar de su torpeza verbal, o la profetisa Piraquive en su viveza, o
‘Tirofijo’, de extracción humilde pero dueño de ejércitos de obtusos. Confunde el análisis con la diatriba que
ofusca el debate. Criticar no es despotricar.

Las élites participan del alma del pueblo que las crea. Por falta de espacio o de alientos no tenemos
monstruos como Ford, o Rockefeller, y los otros nudos de ambición y orgullo que crearon la nación
admirable y problemática de los Estados Unidos. Pero tenemos nuestros Midas criollos a pesar de todo, a
Coriolano Amador, que emitía billetes con su retrato, y la fábula Pepe Sierra. Gente tozuda y verraca.
Sublimaciones del barro nacional tanto como los serenateros del Tolima. Nuestros intelectuales deberían
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ser más generosos con las élites que acusan cuando no las están ordeñando. Se contradicen cuando creen
que Castro, de la élite habanera, liberó al pueblo cubano, y que los chavistas reinventan el socialismo en
Venezuela, amparados, además, a la sombra de un señorito de Caracas, el padre Bolívar del lírico palabrerío,
que destruyó cinco países y una herencia apreciable para expulsar a los españoles que de todas maneras
volvieron.

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