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¿Arte de participación?

Kristine Samson y Judith Schwarzbart


Participación se ha vuelto una palabra de moda en años recientes.
Independientemente de si hablamos de actividades culturales
apoyadas públicamente o de desarrollo urbano y diseño, se
concede una atención cada vez mayor a la consecusión de su
arraigo en la sociedad civil. La participación parece ser la clave de
ello y ha devenido así un punto de giro en una serie de nuevos
discursos que reflejan y a la vez estimulan una serie de nuevas
prácticas. Pero ¿qué motiva esos procesos y qué se genera allí a
través de ellos? El presente artículo registra lo que vemos como un
viraje performativo dentro del arte contemporáneo y el urbanismo, y
examina las problemáticas que surgen cuando el arte entra en la
escena urbana. Aquí parece pertinente plantear preguntas como:
¿qué es la esfera pública y qué la genera? ¿Qué es la
participación? ¿Cuáles son los motivos para el involucramiento y en
los términos de quién? ¿Quién debe y puede ser involucrado?
¿Quién es excluido? ¿Qué significa que la participación surja
espontáneamente o en un marco estructurado por un emisor? Esas
preguntas serán respondidas de maneras diferentes por artistas,
instituciones culturales, planificadores urbanos y activistas urbanos.
Por eso, el artículo se da a la tarea de cartografiar algunos rasgos
esenciales en el giro performativo dentro del arte, la institución
cultural, la planificación urbana y el urbanismo, respectivamente.
Dentro de todos los campos podemos distinguir entre
diferentes discursos. De un lado, una idea fundamentada
democrática y políticamente del involucramiento
como empowerment, en la que se considera que la producción
social del espacio crea un espacio (urbano) socialmente incluyente
con una sociedad civil funcionante1 y tal vez hasta una
emancipación del sujeto. Del otro, un discurso del involucramiento
con la mira puesta en la economía de las vivencias y el desarrollo
urbano, donde la participación está ligada al objetivo de llegar a un
público más amplio en forma de consumidores.2 Además, la
participación es fundamentada tanto por la legitimación del apoyo
público como por la exigencia creciente del autofinanciamiento de
las instituciones públicas. Pero ¿en qué medida el discurso sobre la
participación y el involucramiento se vuelve una jugada estratégica
o una indicación de un proceso realmente democrático, y cómo
armonizan los ideales con la praxis concreta?
La Bienal de Estambul en el otoño de 2013 es un ejemplo de
semejante conflicto entre la participación planificada y la
espontánea. En ella los curadores planificaron abordar el
planteamiento de problemas en torno a la falta de libertad de
expresión, la comercialización y la gentrificación del espacio urbano.
Entretanto, paralelamente a la planificación de la bienal, en la
ciudad se produjo una escalada de una serie de conflictos, y tuvo
lugar una serie de manifestaciones, ocupaciones y acciones de
performance más o menos coordinadas en la Plaza Taksim y sus
alrededores —una plaza que para los activistas representa el
Estambul moderno y una esfera pública democrática. Aunque la
bienal se proponía ponerse del lado de los ciudadanos y los
activistas, terminaron rumbo a una colisión, y hubo que cancelar
una gran parte del programa de actividades, compuesto por
performances y seminarios, que se desarrollaría antes de las
exposiciones y paralelamente a ellas.
Partiendo de este caso, examinamos algunos de los conflictos
y diferencias inmanentes entre el modo en que funcionan las
instituciones culturales y las prácticas estético-artísticas, y la forma
colectiva de participación que el activismo urbano emplea en su
intento de readquirir el derecho a la ciudad y el espacio público.

El giro social dentro de las artes plásticas y el teatro

En el arte actual se ha visto en décadas recientes un giro social que


en varios proyectos comprende un discurso de participación que
está dirigido a la esfera pública y el espacio urbano. Las obras
sociales involucran de diferentes maneras relaciones y prácticas
sociales como una parte integrada de la obra. Eso ocurre, por
ejemplo, al convertir la reunión social misma en un punto de giro,
como en las comidas tai de Rirkrit Tiravanija; al trabajar con los
problemas sociales y urbanos existentes, como los proyectos y el
espacio urbano de Kenneth Balfelt; o a través de proyectos
discursivos y estructuralmente comprometidos de tipo
críticoinstitucional o autoinstitucionalizante, como, por ejemplo, la
Universidad Libre de Copenhague de Jakob Jakobsen y Henriette
Heise. En el curso de los años 90 del siglo XX y la primera década
del siglo XXI, florecieron prácticas socialmente orientadas en una
diversidad de corrientes y denominaciones como el “new genre
public art” (Lacy), la “estética relacional” (Bourriaud), las “obras
conversacionales” (Kester), la “social intervention”, las “prácticas
performativas”, la “crítica institucional de segunda generación”, las
“post-studio practices”, las “post-autonomous practices”, etc. Es
característico de esas prácticas que la estética como cuestión
formal pase a un segundo plano en favor de una estética del efecto,
en la que afecto, efecto y cambio social se hallan en el centro
(Thompson). En esas prácticas orientadas socialmente, el
involucramiento y la participación del público ocupan un lugar
central, del mismo modo que las obras o proyectos a menudo
aplican conocimientos y técnicas de otros campos profesionales y
se inscriben por lo general en un contexto social que se separa de
la exposición clásica.
Dentro del teatro se pueden ver en el mismo período rasgos
similares en el teatro postdramático (Lehmann 1999). El término
“teatro postdramático” cubre una larga serie de formas teatrales no
representacionales desarrolladas fundamentalmente después de
1960. Tienen en común que el texto dramático no se halla en el
centro. Shannon Jackson ha resumido eso como un teatro que se
opone a la catarsis, que deconstruye el texto canónico y que, en no
menor medida, se acerca a lo político desde un punto de partida
postbrechtiano que más bien repiensa que rechaza el sello de la
industria cultural (Jackson 2).
Directores como Heiner Müller y Robert Wilson son figuras
centrales de ese teatro, de igual modo que grupos como The Living
Theatre y después Gob Squat, The Wooster Group, Forced
Entertainment, Rimini Protokoll y el danés Hotel Proforma son
influyentes representantes del mismo. Un ejemplo es Call Cutta in a
Box de Rimini Protokoll, en el que las personas del público, una a
una, son invitadas a entrar en una pequeña oficina, y allí, mediante
teléfono y computadora, se encuentran con un actor supuestamente
situado en un centro de llamadas en Calcuta. Se es invitado a un
diálogo que va desde la economía global, las condiciones de trabajo
en el centro de llamadas, la ilusión de que llaman desde un lugar
cerca de uno, hasta aspectos más privados —incluso íntimos— de
la vida, bien asistido por diferentes medios técnicos.
El viraje social es un término supraordinado que reúne
prácticas sociales o socialmente orientadas en el arte y el teatro
actuales. Lo social implica crear cambios sociales y estructurales de
las prácticas, donde lo social es considerado como un medio
artístico, una investigación estética de tiempo, colectividad, actos y
performance. También dentro de la curaduría se puede hallar un
giro social, que es caracterizado, en la misma comprensión de lo
social, como un objetivo con un output evaluable o un proceso
estético, social, con un objetivo abierto.
El viraje social, tanto en el arte como en la curaduría, cambia
así ideas de la historia de la estética sobre la autonomía del arte y
la extensión y límites de la obra. ¿En qué medida existe el arte en
su propio dominio estético? ¿Y en qué medida debe tratar de
acercarse a la sociedad, intervenir en la misma o disolverse
realmente en ella? Dentro del arte de vanguardia —especialmente
dentro de las artes plásticas y el teatro—, desde el principio del
siglo XX ha habido incontables tentativas de repensar la relación
entre el desenvolvimiento y la autonomía estéticos, de un lado, y la
vida social, del otro —desde una concepción de que el arte sólo es
un asunto que toca nuestra percepción corporal y sensorial, hasta la
de que el arte también se relaciona con el mundo y es una parte de
la materialidad del mismo; desde que es una institución cultural en
la sociedad hasta que es un agente para el cambio de la sociedad y
de la vida cotidiana.
El viraje social también está ligado a que el arte se está
volviendo más performativo. O más exactamente: el arte actual
llega a desenvolverse en un campo entre el concepto de obra
clásico, modernista, y el performance. Por eso vemos el viraje social
también como un giro hacia el performance en el que el concepto
expandido de obra se mueve hacia una obra sin fronteras que o es
absorbida por el mundo circundante o se manifiesta como una
acción o proceso en el mundo. Esa disolución gradual de la frontera
entre obra y sociedad cobra naturalmente importancia para qué
posiciones tiene el espectador o el público y para la autonomía
relativa del arte. Con el arte modernista se mantuvo
conceptualmente la separación entre obra y mundo circundante,
aunque la escultura fuera privada de su zócalo y estuviera en la
calle, lado a lado con el transeúnte. A pesar de ese carácter como
objetos en el mundo, las obras modernistas funcionan
autónomamente, son autodependientes, tienen una realidad propia
y un significado inmanente, que señalan más allá de su situación y
su relación con el mundo circundante. En el viraje social las artes
plásticas se mueven hacia la condición del teatro. En el teatro y el
performance la doble condición de un nivel simbólico, referencial, y
una realidad física es más pronunciada, porque a menudo no se
puede separar la obra de los marcos técnicos y sociales; el cuerpo
del actor, la iluminación, las reacciones del público, etc. son factores
que participan en la creación. Con el viraje social eso se vuelve más
complicado —y se disuelve la ilusión de unas fronteras claras entre
obra y mundo. Aquí las dimensiones formales del arte también
incluyen un modo de relacionarse con el público en el que, por
ejemplo, los intercambios subjetivos pueden ser una parte del
material de la propia obra. En otras palabras, se hace difícil trazar
una línea que indique dónde termina el arte y dónde comienza el
resto del mundo, con su socialidad, estética cotidiana y procesos de
intercambio.
El viraje social en el arte es, pues, también un viraje
performativo en el que la obra se abre hacia las circunstancias
exteriores, más bien hacia el efecto que hacia el ser, y con ello
también se abre para lo que surge, lo emergente, por ejemplo, en la
vida cotidiana o en el contexto urbano. Sin embargo, el efecto no
debe ser entendido necesariamente como razón fundamental
instrumental, sino que también puede ser considerado como
resultado de un proceso abierto. Asimismo, el involucramiento del
público puede ser considerado en varios planos, como en el teatro,
donde la presencia corporal y las reacciones afectivas del público
son contribuyentes, o como una cesión de algo del rol de autor, una
mayor o menor entrega del control artístico sobre el proceso y el
resultado. En ambos casos vemos una comprensión del papel del
público que ha cambiado después del viraje social, un
distanciamiento fundamental respecto de la idea de un espectador
pasivo (Rancière, El espectador emancipado), y que va más allá de
la discusión sobre la muerte del autor. Después del viraje social, el
arte se coloca, pues, reflexivamente en un campo extendido entre lo
autónomo, que se autodefine, y lo heterónomo, dependiente, y
entre lo que se tiene como propósito y lo emergente, entre el control
y la entrega del control.

¿Discursos mezclados?

Sin embargo, en el análisis que hace Bishop del arte de


participación, el giro social es cuestión no sólo de una tendencia
artística en el tiempo, sino también de un discurso político en el
New Labour británico y una serie de otras políticas europeas que
emplean la retórica de la participación para justificar el apoyo al
arte. La inclusión social a través de la participación en la cultura
fortalece la fuerza de cohesión que el mercado laboral neoliberal no
es capaz de crear. Pero si en la contracultura de los años 60
participación, comunidad y creatividad eran cuestión de fuerzas
subversivas y antiautoritarias, esos conceptos han cambiado de
significado y se han convertido en palabras de moda para “the new
economy” en el curso de los años 90 del pasado siglo y hasta la
crisis en 2008, señala Bishop (13-15). El sector creativo, se afirma,
debiera ser una fuerza motriz económica, mientras que el campo
cultural debiera ser mejor en la explotación de su potencial de
mercado. Asimismo, el modo de trabajar del artista es convertido en
modelo de rol, “the no-collar workforce” (Ross), que es una fuerza
de trabajo que tiene una mentalidad laboral basada en la flexibilidad
y en el estar listo, y que está dispuesta a sacrificar el pago decente
y la seguridad en el empleo por la relativa libertad, la
autorrealización y los bienes simbólicos. Llevados hasta el extremo,
la participación y “todo paradigma de colaborador creativo” pueden
entrenar a los ciudadanos para someterse a las autoridades y, al
mismo tiempo, prepararlos para asumir todo el riesgo en un estado
de bienestar. El señalamiento de Bishop es que esta fusión de
discursos también ocurre del lado de los artistas y los curadores.
Esto quiere decir que los proyectos artísticos son evaluados más
bien a una luz ética que a una luz estética. Son evaluados con
arreglo a si realmente involucran a los ciudadanos, o sea, con
arreglo al carácter de las relaciones que se crean. Así se vuelve
difícil de precisar, opina ella, cuál es realmente la contribución
estético-artística al proceso, de qué modo la calidad artística
desaparece en favor de un puro valor de uso o evaluación ética:
arte éticamente bueno = arte bueno.
Se puede discutir este punto, pero, en cuanto a dicho artículo,
es pertinente la mezcla de discursos, porque cuando el arte se
encuentra con el urbanismo, se enfatizan precisamente el valor de
uso y la perspectiva de la aplicación. En este contexto, los recursos
estéticos se vuelven instrumentos cuando los proyectos son
evaluados típicamente según su capacidad de poner en marcha
cambios sociales, llamar a la participación del ciudadano o ser una
forma nueva, más sexy, de involucrar a los ciudadanos. En la
práctica, los proyectos artísticos llegan con frecuencia a existir en
un lugar intermedio, donde no se los experimenta ni como eficaces
ni como artísticamente interesantes o innovadores. Incluso pueden
tapar la falta de un involucramiento político real. Eso no quiere decir
que no puedan tener éxito o ser interesantes, sino sólo que hace
falta desarrollar un discurso más matizado y un modo más matizado
de evaluar los proyectos.

El discurso de participación en la institución cultural

La descripción que da Bishop del discurso neoliberal en Gran


Bretaña podemos reconocerla también en un contexto danés en
relación con cómo se redefine la política cultural al compás de la
liquidación del estado de bienestar. Una fusión de los discursos se
hace valer de manera especial donde arte y creatividad han
devenido gradualmente sinónimos, y donde en una medida
creciente se procura ampliar el concepto de contemplador hasta un
concepto de participante. Así se ha vuelto casi obligatorio para las
instituciones culturales públicas tener un programa “outreach” o de
eventos que procuran involucrar a los así llamados nuevos grupos
de públicos o involucrar de nuevos modos al público. En un
contexto danés se pueden señalar SMK Fridays en el Museo
Estatal de Arte, Outreach en el Salón de Arte Nikolaj, y Aros 27
Lounge. Esta estrategia puede ser incluida en una tendencia más
amplia hacia la economía de las vivencias, en la que, por
ejemplo, Yor Rainbow Panorama de Olafur Eliasson en ARoS
integra sintomáticamente city-branding y arte, porque, tanto
conceptualmente como desde el punto de vista de la recepción
estética, el arcoiris pone en escena a Aarhus como una ciudad de
brillantes colores y creativa. Antes de esto y paralelamente, una
serie de instituciones artísticas experimentales ha recogido el
legado de la crítica institucional y ha tratado de sacar a la institución
de la burbuja del arte. Sin embargo, aquí tiene y tuvo lugar el
proceso de repensar la institución en relación con razones
fundamentales vinculadas a la programación temporal, los
enmarcamientos discursivos, el alcance social y profesional,
conectándolos con otros medios, típicamente medios de
investigación y educación y otros medios culturales críticos que
debaten, y relacionándolos con grupos locales socialmente
estigmatizados. Ejemplos de tales instituciones fueron Rooseum en
Malmö bajo Charles Esche y Kunstverein München bajo Maria Lind,
y lo son Casco y BAK en Utrecht, The Showroom en Londres bajo
Emily Pethick, y la red Tranzit en Budapest y Praga, entre otras
ciudades.3
Aunque tanto en el discurso como en la praxis hay un
traslapamiento entre el objetivo políticamente dictado desde arriba y
el objetivo institucionalmente autodefinido con la participación y
apertura de las instituciones, existen diferencias tanto ideológicas
como de método. ¿Qué motiva esa iniciativa? ¿Devienen esas
instituciones sociales órganos de control o cover-ups para políticas
sociales fracasadas? Lo cual, por ejemplo, es una crítica extendida
de la política del New Labour británico (Harvie). ¿O es sustento
para la sociedad civil, para el pensamiento independiente y el
intercambio independiente de impresiones y expresiones? ¿Y
cuándo una obligación social general en las instituciones artísticas
públicas o apoyadas públicamente deviene dictado político y falta
de distancia*? Donde la ambición de participación institucional tuvo
más éxito, es en los casos en que dio lugar a que las instituciones
en parte hayan trabajado con una restructuración que da un mejor
arraigo en el medio local (por ejemplo, The Showroom, Londres), y
en parte involucraran a los artistas cuya praxis estaba volcada
previamente en medios sociales. Sin embargo, existe un marcado
peligro de una cultura de management, que es cuestión del box-
ticking y el número de visitas, sin que se puedan discutir los
aspectos cualitativos del encuentro de los ciudadanos con el arte o
el papel de la institución en la sociedad como tal.

El giro social en la planificación urbana y el diseño urbano

Dentro de la planificación urbana se ve asimismo el deseo de


involucrar a los ciudadanos, no sólo en los procesos de toma de
decisiones, sino también en la práctica del diseño. En esto el arte
desempeña a menudo un papel, porque se le atribuye una
capacidad de crear espacios que hacen participar, sensoriales y/o
discursivos, que puede actuar de manera autónoma con respecto a
los intereses económicos y sociales y a la vez apoyar razones
fundamentales instrumentales de la planificación en un proceso
democrático y conducido por los usuarios. Vemos así ejemplos de
que se involucra a artistas y curadores en procesos de cambio para
urbanizar áreas (por ejemplo, Køge Havn), o de que se desea dar a
través del arte una sensación de involucramiento directo de los
ciudadanos (por ejemplo, Superkilen en Copenhague). Vemos al
mismo tiempo una larga serie de iniciativas autoorganizadas que se
extienden desde los proyectos más procuradores de consenso,
concentrados en la viabilidad, las iniciativas verdes y la convivencia
incluyente (como, por ejemplo, el urban gardening y la comida en
común en el Jardín de Praga), hasta los proyectos más antagónicos
y políticamente cargados como lo fueron el Parque del Pueblo en
Nørrebro, y, antes, Byggeren.
Nuevos métodos para la planificación han surgido como
secuela del surgimiento de nuevos cooperantes transdisciplinarios
entre artistas, arquitectos, ciudadanos y planificación de la
municipalidad. Donde antes estaba el arquitecto que tenía a su
cargo la planificación urbana, está hoy una disciplina de la que
también se ocupan los empleados de la comunicación, la cultura y
la economía. Eso también ha cambiado el papel del arte. Donde
antes, en un contexto danés, el arte en el espacio público tenía una
función como ornato o como un elemento de la educación general,
en el curso de los últimos 10-15 años el mismo ha devenido, cada
vez más, una parte integrada del desarrollo urbano y es empleado a
menudo como instrumento del proceso. El grupo artístico danés
Superflex habla específicamente de las “tools” como de un
elemento central en su praxis, y éste es empleado en conexión con
sus procesos de involucramiento del usuario, en Superkilen en
Nørrebro, Copenhague, entre otros. Asimismo, el artista Kenneth
Balfelt, en su Realojamiento de bebedores de cerveza en la Plaza
Enghave, estaba interesado en dirigirse a los así llamados
“superusuarios” de la plaza —los bebedores de cerveza en ella— y
hacerlos participar. Køge, en competencia con otras ciudades, se
ha concentrado en el desarrollo urbano cultural (Jørgensen), y
emplea en el desarrollo estratégico de la zona del puerto el arte
social que involucra al usuario. Eso da dado por resultado una serie
de exposiciones e iniciativas en la fase de transición de puerto
industrial a zona residencial. Reconocidos artistas de calle y artistas
plásticos que trabajan con artificios socialmente transformadores,
son invitados así a usar la esfera pública urbana como un lugar de
experimentación, porque como razón fundamental conforme a la
planificación se desea un efecto especial del arte. Proyectos
como Walk This Way y Urban Play en Køge son ejemplos de cómo
el arte involucrante y relacional es escenificado como una parte de
las razones fundamentales del desarrollo urbano (Fabian &
Samson).
Es de ese modo como en la planificación urbana danesa, así
como en la europea, se produjo en general un incremento de la
concentración de la atención en las propiedades involucradoras de
la sociedad y del usuario que tiene el arte, que el planificador y los
artistas ven como una posibilidad de poner a la vista el diseño
urbano y las decisiones entre los ciudadanos, y con ello hacer que
la planificación urbana sea más democrática y más gobernada de
abajo hacia arriba. Al mismo tiempo, en esta orientación del arte a
la aplicación hay un giro performativo que le atribuye al arte agencia
y efecto. Mientras que a la obra de arte performativa (Jalving) se le
atribuye una capacidad de actuar sobre su espectador, se puede
decir que el arte que involucra al usuario tiene una capacidad de
actuar transformadora en la esfera pública urbana, por ejemplo,
siendo socialmente incluyente o suscitando un debate sobre los
modos en que las ciudades son desarrolladas y conformadas hoy
día. La temporalidad y una transformación abierta, procesual,
desempeña así un papel esencial cuando el arte es empleado como
catalizador en el cambio/transformación de la ciudad. (Véanse, por
ejemplo, Oswalt, Mitzelwitz, Obermeyer).
La alianza entre el arte y el urbanismo tiene lugar también
como formas de resistencia activista en la grandes ciudades
globales que crecen rápidamente, como Estambul y Río de Janeiro,
donde la exclusión social y la gentrificación ejercen mucho mayor
presión que en el contexto noreuropeo. La resistencia contra la
ciudad socialmente desigual y la estratificación de la variedad de la
ciudad han dado origen en escala global a movimientos sociales
activistas que se encuentran en comunidades estéticas que
típicamente se dedican a crear microutopías colectivas, y con
inspiración y autonomía del arte crean un espacio urbano y
comunidades sociales alternativos. Semejante “activismo creativo”
(Harrebye) se aparta del arte político al practicar típicamente el
cambio que desean implementar. No obstante, parece haber un
conflicto encerrado en la alianza entre el urbanismo y el arte de
orientación social: el discurso en el arte social descansa típicamente
en una razón fundamental socialmente incluyente de que el espacio
urbano diseñado debe ser para beneficio de todos. Aquí tanto el
arte como el activismo siguen una de las sentencias más fuertes del
urbanismo sobre “ciudades para todos” y “el derecho a la ciudad”,
que por vez primera formuló Lefebvre en su Le Droit à la ville del
año 1968, y que más tarde constituyó una parte central de la crítica
que realizó el geógrafo David Harvey del desarrollo urbano
manejado por el capital (Harvey, “The Right to the City”)
(Harvey, Rebel Cities).
No obstante, el desarrollo de los años más recientes ha
mostrado que precisamente el arte y el contenido generado por el
usuario, en el que el ciudadano es invitado a través del arte a co-
desarrollar el espacio urbano, también son empleados de
manera estratégica precisamente para lanzar y legitimar el
desarrollo urbano manejado por el capital (Fabian & Samson). El
arte es usado aquí como un instrumento estratégico que puede
abrirse para el involucramiento del ciudadano —una estratificación
del arte, así como del compromiso participativo del ciudadano, que
a menudo está en oposición directa al punto de partida, o sea, a la
autonomía relativa del arte, y donde valores como inclusión,
apertura y la obra como proceso social son mostrados precisamente
como crítica de las razones fundamentales instrumentales de la
sociedad y del desarrollo urbano manejado por el capital y la
competencia. Cuando el arte social y participante es usado así
como un catalizador para el desarrollo urbano con el ciudadano
como actor creativamente creante invitado, parece, pues, pertinente
preguntar sobre qué premisas tiene lugar esa participación y de
quién son esas premisas.
Al mismo tiempo, también se vierte luz sobre las razones
fundamentales de los artistas para entrar en esos procesos sociales
instrumentales. En proyectos como, por ejemplo, Realojamiento de
bebedores de cerveza de Balfelts en la Plaza Enghave en
Copenhague o Park Lek (Parkleg) de Kerstin Bergendal en
Hallonbergen, Estocolmo, el cambio social no es un objetivo
abstracto, sino, por el contrario, una serie de acciones del todo
concretas que crean nuevas estructuras para el involucramiento del
ciudadano. Tales proyectos se adjieren a las ideas sobre el derecho
de todos a la ciudad, pero apoyan al mismo tiempo diferentes
aspectos de la práctica y la metodología personales del artista —
por ejemplo, el interés de Balfelt por el espacio público y su
metódico abordaje del involucramiento del usuario en la solución de
los problemas y el diseño. Así se mantiene por métodos concretos
un sello del artista, aunque la obra como tal es disuelta, o en todo
caso distribuída en varios actores. El carácter y extensión del
involucramiento siempre será asunto del artista. En otras palabras,
el ciudadano deviene, en el mejor de los casos, garante del
compromiso social creador suyo propio y del arte, pero, en el peor
de los casos, un instrumento estratégico para el éxito y prestigio
público del sello del artista.
A semejanza del arte urbano y de ciertas instituciones
artísticas orientadas a la participación, los movimientos activistas
tienen una mira crítica y democrática que desea romper con las
jerarquías y las relaciones de poder existentes. Aunque los
activistas trabajan colectivamente y a partir de una idea sobre el
contenido compartido, se puede señalar con razón que en sus
manifestaciones se acercan a la estética de la obra del arte de
performance, que está inspirada, por ejemplo, por los happenings
de la vanguardia con su intervención y mezcla de lo simbólico y lo
real, por el espacio compuesto del arte de instalación y las
escenificaciones espaciales del teatro de performance. Tampoco la
forma de protesta es ya solamente verbal, sino que ha asumido un
carácter de suceso en el que se emplean tácticas estéticas, visuales
y espaciales (Feigenbaum, Frenzel & McCurdy, Harrebye). A pesar
de esas diferencias manifiestas entre el activismo y el arte urbano,
hay varios ejemplos de la convergencia de éstos.
En la dOCUMENTA 13 de Kassel, la curadora Carolyn
Christov-Bakargiev invitó, por ejemplo, una acampada de Occupy
Wall Street como una performance artística en vivo frente al
Fridericianum —principal edificio de Documenta y símbolo del arte
institucionalizado y enmarcado. Haciendo que el abigarrado
campamento de tiendas fuera reflejado por un campamento de
tiendas minimalistamente blanco que connotaba el cubo blanco de
la galería de arte, Bakargiev trató de establecer una comprensión
mutua de razones fundamentales críticas del arte y las del
activismo. Pero las semejanzas existen no sólo en la maniobra
curatorial, sino también en los medios espontáneos y estéticos y
formas de resistencia mediante los cuales el activismo urbano y el
activismo artístico se expresan respectivamente.
Donde los respectivos giros sociales en el arte, dentro de las
instituciones, en la planificación urbana y en el activismo se
encuentran, es en el deseo de escapar a las jerarquías culturales y
las razones fundamentales económicas para el cambio. Tanto si la
participación de una esfera pública más amplia implica la inclusión
de ciudadanos oprimidos o preteridos, de usuarios culturales no
iniciados ya culturalmente, como si tiene por asunto el derecho del
ciudadano al espacio de la ciudad, el arte de participación puede
ser visto como una alternativa a las autoridades del modernismo y
la cultura gobernada desde arriba. El hecho de que esas
autoridades tienen diferentes rostros —por ejemplo, la institución
artística, el Estado, el discurso político, el capitalismo—, hace de la
participación un fenómeno lleno de contradicciones, en el que la
crítica de la institución es dirigida contra diferentes enemigos, y
donde el ideal de la participación descansa, en el mejor de los
casos, en un ideal inalcanzable de democracia e igualdad, en falsas
ideas de consenso y diálogo, o, en el peor de los casos, en el
cultivo de nuevas formas de consumo.
Con la Bienal de Estambul de 2013 ilustraremos la plétora de
contradicciones y de conflictos que encierra el trabajar con arte de
participación, y, al mismo tiempo, daremos algunos propuestas
sobre por qué, no obstante, es necesario abordar el viraje social y la
ambición de la participación de la esfera pública urbana, y trabajar
en ellos.
Mom. Am I a barbarian? La lucha por el espacio público de
Estambul

La Bienal de Estambul en 2013 es un buen ejemplo de cómo


chocan diferentes discursos en torno a arte, participación y esfera
pública. El enmarcamiento curatorial de la Bienal fue la idea de la
esfera pública como un foro político. Este marco debía dar un punto
de partida para nuevas ideas y prácticas que podrían desafiar las
formas actuales de democracia, los modelos existentes de política
económico-espacial, las ideas heredadas de civilización y barbarie,
y, sobre todo, desarrollar el papel del arte actual como un agente
que crea y a la vez deshace qué se entiende como público.4
Ya en enero de 2013, medio año antes de la apertura de la
exposición, la curadora Fulya Erdemci lanzó con su equipo
curatorial el programa público, que debía abordar el planteamiento
de problemas en torno tanto a la faltante libertad de palabra como a
la amplia gentrificación de la ciudad.5 El programa debía tener lugar
al lado de y en el espacio urbano que era objeto de discusión, como
la Plaza Taksim y el Parque Gezi. El propósito del programa no era
sólo tematizar el discurso en torno a la esfera pública como lugar
para cambios políticos, sino precisamente investigar su potencial
de, por así decir, ponerse del lado de los ciudadanos y los
manifestantes. Sin embargo, la directora artística de la Bienal,
Erdemci, y la curadora del Public Programme, Andrea
Phillips, tuvieron que constatar que el espacio público, que debería
constituir la escena formal para el debate, había sido privatizado o
tomado a su cargo por el ayuntamiento para entrar en la
comercialización del espacio urbano, incluido el icónico Centro
Cultural Ataturk en la Plaza Taksim, que para muchos ciudadanos
de Estambul (incluidos los activistas) se yergue como un símbolo de
las cualidades culturales de la Turquía moderna en virtud tanto de
la particular arquitectura de los años 60 del siglo XX como de las
instituciones culturales que el edificio alojó hasta el 2008. Eso
condujo a que las actividades introductorias fueran tomadas de
manera del todo concreta por los activistas. Las curadoras
respondieron, en primer término, trasladando actividades a lugares
más protegidos como la universidad, pero al final tuvieron que
cancelar gran parte del programa.6 Erdemci y Phillips se vieron así
forzadas a retirar el programa público para no aceptar la
gentrificación creciente de Estambul (Golonu) o ser identificados
con ella.
El programa público de la Bienal puede ser visto como el deseo del
mundo del arte (los curadores, los artistas) de poner a debate
problemáticas de política urbana y de espacio urbano. En Estambul
este discurso ha existido independientemente de la institución del
arte mucho antes de que tanto la bienal como Occupy Gezi tuvieran
lugar en 2013. Ha ido emergiendo al ritmo que la ciudad ha ido
creciendo hasta convertirse en una gran ciudad global. El complejo
desarrollo urbano ha incluido gentrificación y limpieza, con una
purga de la diversidad urbana como consecuencia —tanto
arquitectónica, como cultural y social. Un desarrollo que el autor
Orhan Pamuk describe vivamente en su libro de
memorias Estambul (en danés, 2007). La Plaza Taksim no es más
que uno de muchos ejemplos de una monopolización y
comercialización del espacio urbano. El debate público en torno al
espacio urbano ha estado humeando por largo tiempo en Estambul,
donde diferentes actores activistas y culturales han empleado el
arte, la cultura y el diseño como una resistencia contra la
transformación conservadora, manejada por el capital, de la ciudad
que está teniendo lugar en estos años. El filme
documental Ekumenopolis (Imre Azem, 2011) sigue esos
movimientos urbanos y resume sus razones fundamentales como
una reacción al desarrollo urbano global, manejado por el capital,
en concordancia con los pensamientos que van desde el derecho
hasta el movimiento por la ciudad y la geografía crítica (Lefebvre,
Harvey).
A esta luz, las instituciones de arte y las galerías privadas de
Estambul desempeñan un papel esencial, porque, según muchos
de los activistas urbanos, ellas constituyen una parte del desarrollo
global, manejado por el capital, de Estambul. Galerías como Milk,
Salt (que cooperan permanentemente con la bienal) y en no menor
medida el museo Istanbul Modern con patrocinio privado (que tomó
a su cargo el edificio desde la octava bienal, de 2003) dibujan así
un perfil internacional con ambiciones de operar en el mercado
global del arte y en un correspondiente sistema del arte. Occupy
Gezi puede ser visto, en este sentido, como culminación de una
lucha humeante de varios años por el derecho a la ciudad, en la
que las instituciones artísticas y las galerías han desempeñado un
papel ambiguo, porque, por una parte, son patrocinadas por
inversionistas privados (típicamente bancos) con obvios intereses
en Estambul como metrópoli global del arte y, así, también en el
efecto favorable de la cultura en el valor de bienes inmuebles, por
ejemplo, y, por la otra, las instituciones artísticas albergan artistas e
invitan curadores y académicos internacionalmente activos, que
toman una actitud crítica hacia ese desarrollo mismo.
Por eso, para los activistas, la bienal no puede ser vista como
un eslabón en la lucha contra ese desarrollo urbano, cuando la
institución precisamente es una parte del problema. Eso tuvo por
resultado concreto que los activistas tomaran distancia
enérgicamente del programa de la bienal en el espacio público. Las
circunstancias se volvieron más complejas, porque una
intensificación de las protestas en torno al Parque Gezi en mayo de
2013 significó que activistas y actores culturales que no estaban
asociados a la bienal tomaran esos espacios que ésta había
planificado emplear para intervenciones artísticas de ellos. Lo que
debió haber sido implementado como una parte de la bienal, fue así
anticipado y ejecutado por los activistas bajo Occupy Gezi en mayo
y junio. Al tiempo que había coincidencia en el deseo de los
activistas y del curador de luchar contra la opresión de la libertad de
expresión y frenar la hipercomercialización del desarrollo urbano,
había también claras diferencias. Donde entre los activistas que se
ocupaban del derecho a la ciudad había un asunto práctico, entre
los curadores había un asunto discursivo. Había en particular una
diferencia cultural radical cuando se trataba de la forma de
organización y la idea de participación. Mientras que el programa de
la bienal estaba orientado a la participación a través de la
delegación, la invitación a participar en la discusión, entre otras
cosas a través de un taller en el Hotel Marmara que abordó
críticamente el mercado global del arte, manejado por el capital, los
formatos de performance de los activistas eran, típicamente,
desarrollados colectivamente y tenían lugar de manera espontánea
en el espacio público sin ningún emisor individual. Algunas de las
acciones fueron contramedidas resueltas contra el programa de la
bienal para el espacio público. Por ejemplo, los activistas
interrumpieron el taller crítico en el Hotel Marmara Taksim.
Otros performances en el programa de la bienal dirigieron una
crítica contra la falta de libertad de expresión en Turquía e
insistieron en el derecho tanto a expresarse como a utilizar el
espacio público. Mientras las performances artísticas planificadas
de la bienal tenían un carácter más conceptual y entraban en un
programa que también incluía formulaciones más académicas,
discursivas, del derecho a expresarse en el espacio público, varias
manifestaciones de los activistas tenían un carácter artístico y
creador, en el que se empleaban tácticas performativas, visuales y
corporales. Estas acciones se concentraban menos en
formulaciones verbales y discursivas del derecho a la ciudad y más
en acciones directas que tomaban el espacio de la ciudad y
creaban así una esfera pública momentánea.
La protesta performance Standing Man —en turco: Duran
Adam— es un ejemplo de que el activismo urbano a través de sus
formas de protesta espontáneamente organizadas adquieren un
formato de performance que se propaga y es integrado en el
contexto social. Standing Man consistía en que un artista de
performance, en protesta contra el uso del poder y la violencia del
ayuntamiento y la administración contra los manifestantes, se
colocaba frente a monumentos del poder y permanecía de pie en
silencio. Este simple gesto-performance se propagó rápidamente a
través de medios sociales y visuales hasta devenir una acción
colectiva, en la que gente no sólo en Estambul, sino también en el
resto de Turquía, e incluso en Brasil, se colocaron con su cuerpo
como protesta. Esta versión performance de la protesta sit-in no
sólo planteó así el derecho del ciudadano a expresarse en el
espacio público, sino que también tuvo como resultado una
participación física y corporal de muchos grupos sociales y
culturales diferentes. Al mismo tiempo, manifestó y materializó la
máxima urbana sobre el derecho a la ciudad, porque el pueblo
realmente reconquistó la plaza con el cuerpo como medio.
Otro ejemplo es el abarcador arte de calle y la guerilla
gardening* que tuvieron lugar en el Parque Gezi. Ello funcionó a la
vez como comunicación espacial y visual —de que aquí queremos
un espacio verde y democrático y no el concreto gris y comercial del
régimen— y materializó al mismo tiempo una génesis abierta e
incluyente, que se hacía visible en la expresión colectiva,
espontánea y a menudo humorística que creaban los activistas
(véase, por ejemplo, a Altay). Como señala el activista y urbanista
Yasar Adanali, Occupy Gezi fue una variedad de expresiones o una
“multitud” (Hardt y Negri), porque las formas de acción encierran
diferencias tanto sociales como culturales y políticas, que, sin
embargo, coexisten momentáneamente. Como señala el activista y
urbanista Adanali, así las protestas de Gezi les permitieron a
intereses de diversa índole expresarse con su agenda específica,
pero constituyeron al mismo tiempo lo que él describe como “a
unified multitude” (Adanali).
En semejante multitud reunida él identifica una confrontación
con la uniformación globalizada que, entre otras cosas, se halla en
la institución del arte y la bienal. Se puede señalar que semejante
coexistencia heterogénea de socialidades en parte fue excluida del
programa público de la Bienal de Estambul, porque los remitentes
trabajaban dentro de los marcos de la institución artística —con las
limitaciones que ésta debe tener. En este sentido, las estructuras de
apoyo —por ejemplo, los patrocinadores y la bienal como actor
internacional— desempeñan un papel esencial, mientras que las
iniciativas activistas surgen espontáneamente y tal vez
precisamente en calidad de no intencionadas fueron capaces de
incluir opiniones políticas de diversa índole e incluso en conflicto.
Pero los intereses en conflicto y su coexistencia se hacen valer en
el principio también vigente para la bienal. Desde afuera, vista,
entre otras, desde la perspectiva de los activistas, la bienal se
presenta como institución y como un acontecimiento enmarcado en
el año 2013. No obstante, hay varias agendas en juego. Los artistas
individuales tienen sus motivos personales y políticos para
participar, los curadores tienen sus visiones profesionales y
políticas, y la institución tiene las suyas. La institución
necesariamente procurará asegurar su supervivencia a largo plazo
política y económicamente. Además, se debe recordar que el arte a
menudo juega con enunciados complejos, ambiguos, que abren
nuevas interrogantes en vez de responder las existentes. En otras
palabras, cuando hablamos de arte de participación, se habla,
también dentro de la bienal, de una pluralidad o una multitud de
razones fundamentales.

¿Participación sobre las premisas de quién?

Estambul es un caso interesante, no porque se separa radicalmente


de otras situaciones similares, sino porque algunos conflictos
inmanentes en torno al viraje social dentro del arte, así como dentro
del desarrollo urbano, chocan y con ello se vuelven particularmente
visibles. Porque ¿qué es realmente lo que separa la intención de la
bienal de, a través del arte de performance, discusiones y
seminarios, usar la esfera pública creada para suscitar discusión
sobre el desarrollo de la ciudad, de las acciones espontáneas de
Occupy Gezi?
Existe, entre otras, la diferencia entre lo que pudiéramos
llamar la obra de arte culturalmente creada y la creación cultural. El
Parque Gezi devino rápidamente un espacio público autónomo y
autogenerador, donde podía coexistir una variedad de expresiones
culturales y espaciales. En otras palabras, no hay el mismo grado
de separación entre los creadores de la obra y los receptores de la
obra, lo que está claro cuando se comparan las performances y
expresiones colectivas bajo Occupy Gezi con los performances
artísticos firmados e intencionados en el programa público de la
bienal. Donde la bienal procura una expresión controlada, Occupy
Gezi opera automáticamente con una variedad y heterogeneidad de
expresiones.
En el ejemplo escogido, el giro social y el arte de participación
tratan sobre quién tiene allí el derecho al espacio de la ciudad y
quién toma allí posesión de los discursos de la esfera pública que
están vinculados al espacio urbano de Estambul. Este espacio
puede ser visto como un discurso ya existente en el que intereses
guiados por el capital y estatales en la Plaza Taksim y el Parque
Gezi son enfrentados por los activistas urbanos. En simpatía con los
activistas y el movimiento por el derecho a la ciudad, las curadoras
Fulya Edemci y Andrea Phillips desean involucrar el debate en el
programa público de la bienal —con el espacio público como la
escena en que performance y discusiones tendrán lugar. Allí ocurre,
sin embargo, una mezcla de niveles, en la que la performance real
es ‘leída’, aparentemente, como hipócrita, porque es tomada como
explicación del enmarcamiento crítico curatorial y el vínculo
pragmático de la institución de la bienal con la ciudad y la economía
(sin el cual, supuestamente, no habría una bienal en Estambul).
Dentro de un discurso del arte tiene sentido mirar el arte como
relativamente autónomo o post-autónomo,7 a la vez autodefiniente,
donde el artista establece las reglas de juego y gobierna el grado de
control artístico entregado, pero al mismo tiempo es dependiente
del sistema del arte como marco conceptual de comprensión,
plataforma de comunicación y estructura económicamente lucrativa.
Incluso cuando objetivos artísticos y curatoriales —como en este
caso— se acercan al modo de operar de los activistas urbanos,
parece, pues, que hay algunas diferencias notables que se ha de
tratar de entender si el campo artístico desea participación
procedente de la esfera pública urbana —e intervenir en ella.
Andrea Phillips, que fue curadora del programa público,
responde retrospectivamente a la paradoja inmanente en la práctica
curatorial: que se tiene una idea del arte como un fenómeno
democrático al mismo nivel del pueblo, pero al mismo tiempo se
opera con una estructura emisor-receptor jerárquica y un concepto
clásico de arte. A la vez, ella vincula las promesas estéticas en el
programa a una idea de libertad a través de la participación, pero
donde realmente se trata de lo que ella denomina “una privatización
neoliberal de lo social y psicológico”:
Privatización, porque el programa público no nos
permite participar en el proceso transformativo y
darle forma, sino que, por el contrario, nos permite
ser transformados. En nombre de nuestra propia
emancipación adquirimos un saber que se nos
transfiere, mientras se deja intacto nuestro papel
como individuos privados que entran en los
acontecimientos y salen como la esfera pública
construida por la institución pública.8
Por eso la propuesta de Phillips es mirar como algo dado nuestra
comprensión de la participación en el nivel institucional y en las
ideas sobre la esfera pública. El modo en que la bienal y los
curadores abordan una supuesta esfera pública, es, pues, de
importancia. Porque el modo de abordar incluye una compleja
combinación de la esfera pública, de sujetos, cuerpos afectivos,
sociedad civil, usuarios, consumidores, público. El modo en que la
esfera pública es abordada tiene una importancia esencial para el
carácter de la participación y, con ello, para el carácter de la esfera
pública que es producida.
Existe, pues, una contradicción inmanente entre querer
dirigirse a una esfera pública participante en el espacio urbano sin
desafiar al mismo tiempo la forma propia como institución. El modo
de salir al espacio público tiene que asumir una forma que no sea la
institucional. En otras palabras, existe diferencia entre hacer arte
dentro de los marcos seguros de la institución, que ante todo se
vuelven a una así llamada “esfera pública del arte”, y realizarlo en
una fuerte esfera pública urbana, política, compleja, como la de
Estambul —especialmente cuando al mismo tiempo la institución es
patrocinada por actores que toman distancia de la esfera pública
urbana crítica (Occupy Gezi). Si se comparan los intereses y grupos
que participaron en Occupy Gezi en relación con los emisores de la
Bienal de Estambul, la institución del arte actuará de manera
aburrida, conservadora y congelada en relación con el movimiento
urbano vivido en las calles. El que la Bienal de Estambul sea al
mismo tiempo una parte de la industria artística global y manejada
por el capital, el que sea asociada con los abarcadores procesos de
gentrificación de la ciudad, sólo puede hacer más paradójico el
programa público. ¿Se puede, como institución artística, simpatizar
con la crítica que hace el movimiento urbano de la gentrificación del
espacio urbano y el faltante involucramiento de los ciudadanos de
Estambul, cuando al mismo tiempo se contribuye a esa misma
gentrificación y fortalecimiento de la ciudad manejada por el capital?
Hay allí, evidentemente, un contraste en los modos en que la esfera
pública urbana es abordada desde una perspectiva institucional,
cuando artistas y curadores ya establecidos hacen el programa. En
otras palabras, a la amplia y compleja esfera pública no se le
permite participar en el proceso transformador, que ya está definido
por la institución artística y que es atribuido a la performatividad y la
agencia social del arte, y, en este caso, de la bienal.

La esfera pública autorizada versus la esfera pública surgida

El hecho de que el programa público no sea llevado a cabo como


fue planificado, sino que es rechazado por los activistas, quienes
consideran la bienal como parte del problema y no de la solución,
señala, sin embargo, una esfera pública productiva si miramos más
allá de la intención misma de la bienal. El programa de la bienal no
creó una esfera pública participante como la esperada, pero aún
así, en confrontación tanto con la comprensión de los activistas
como con los diferentes intereses urbanos, algo apareció en el
curso del proceso. El concepto de esfera pública puede ser
entendido en esta acepción procesualmente y en formación, como
algo que surge más allá de o diferente de las intenciones que se
hallan detrás.
En el sociólogo Brighenti hallamos un concepto dinámico y
procesual semejante de la esfera pública: en contraste con el
concepto de esfera pública de Habermas, él ve el dominio público
como una “ecología de ecologías” (Brighenti 8). Aquí están, por
ejemplo, las ecologías de los medios, las ecologías urbanas y lo
que él llama ecologías de la atención, para crear la esfera pública.
Un concepto semejante de esfera pública descansa, por lo tanto, en
una génesis procesual en medio de una larga serie de diferentes
intereses —o ecologías. Ninguna de las ecologías específicas
puede crear una esfera pública en sí misma, pero en la
confrontación con otras ecologías nace una esfera pública. En otras
palabras, es en el conflicto o la fricción entre intenciones guiadas
por intereses que se crea la esfera pública. Un pensamiento
ecológico es productivo en este sentido cuando contemplamos el
caso de Estambul. Porque, aunque el programa público fracasó, y
el diálogo fue interrumpido, en el curso del proceso se hizo visible
una serie de paradojas en el arte de participación. Por ejemplo, que
la bienal misma con sus patrocinadores privados es una parte del
capitalismo global del que los curadores trataron de tomar distancia;
que la forma y el modo de abordar un supuesto público son
decisivos para lo que resulta del proceso. Desde un punto de vista
estructural, se puede decir que la intención de involucrar el público
urbano no tuvo éxito. La perspectiva de los activistas y la de los
artistas no se encontraron; por el contrario, el discurso artístico fue
interrumpido directamente por intervenciones de los activistas. Sin
embargo, desde un pensamiento ecológico se quiere poder ver
cómo la colisión de esos dos discursos visibilizaron una propiedad
fundamental del arte de participación, a saber: que no está
completamente absorto en un consenso sobre qué implica el
espacio público, sino que más bien es una ecología de
articulaciones y confrontaciones constantemente nacientes. La
cuestión es cómo se piensa conjuntamente ese aspecto en el
proceso curatorial, y si se le puede dar al arte permiso para
preservar algo de su carácter de obra en forma de autonomía
relativa?

Conclusión

Cuando hablamos de la capacidad del arte para involucrar y


abordar la realidad social, por ejemplo, en un marco urbano, se
pone en juego la autonomía relativa de la obra, en parte al ceder el
artista algo de su control autoral artístico y en parte al adquirir la
obra un carácter performativo que desdibuja las fronteras claras
entre obra y mundo circundante. El artista fija a través de la obra (el
performance, el proyecto) una serie de reglas y condiciones, lo que
no significa que exista un pleno control, sino que más bien
demanda cierta independencia de fuerzas externas a la obra y al
proyecto. Al mismo tiempo, la autonomía relativa puede
relacionarse con el contexto y el espacio social de una manera
específica del lugar, o incluso incluir el público/esfera pública como
participantes en el proceso. Esto se puede hacer, por ejemplo,
mediante una invitación directa a la participación. Semejante
invitación puede ser respondida con una no-participación o una
retirada. Así el no querer participar se puede entender también
como una forma de participación que, por ejemplo, pone a
debate premisas de la obra o el marco institucional de la misma.
Semejante anti-participación es importante en relación con el
programa público de la Bienal de Estambul. Porque, aunque la
invitación del curador Erdemci a la esfera pública urbana a
participar fue respondida con críticas por los activistas, en el curso
del conflicto se puso al descubierto la limitación estructural de la
institución. El límite entre el arte y las estructuras de apoyo en que
éste entra, parece más difícil de distinguir cuando precisamente el
espacio social deviene una parte integrada del arte como una
escenificación de obra y discurso. En otras palabras, la obra puede
verse imposibilitada de funcionar como una manifestación estética
con la apertura y ambigüedad que ésta implica, porque se la lee
ante todo como una declaración política. Lo político es aquí la
fuerza impulsora fundamental de los activistas. El límite entre
obra/manifestación y público/contexto social, que es bastante
complejo en un contexto artístico, es más bien inexistente en los
activistas. Aunque no todos participan, hay en los activistas una
idea de la posibilidad de participar de todos.
Esta idea —tal vez utópica— de la participación de todos se
vuelve a hallar en parte en la idea curatorial con un programa
público: en este caso los performances y los seminarios son usados
para crear una mayor vivencia de participación, entendida como
participación involucrante, pero también como participación del arte
en la esfera pública y en el planteamiento de problemas sociales.
Como tal, el programa es un suplemento para la exposición, que
típicamente tiene una posición más retraída y exclusiva en la
sociedad. Pero si seguimos el análisis de Andrea Phillip, será
esencial no sólo buscar respuestas en la diferencia entre arte y
activismo, sino también en el modo que típicamente entendemos la
relación entre arte y público, es decir, la tentativa de la institución
artística y los curadores de involucrar al público. El arte se ha
caracterizado por largo tiempo (en todo caso, desde Kant) por una
idea de transformación posible. En las vanguardias del siglo XX la
fuerza transformadora del arte fue vinculada tanto al individuo como
a estructuras sociales y societales. En el siglo XXI sigue existiendo
esa idea de transformación, pero ha devenido ante todo una
ambición curatorial. Es el enmarcamiento curatorial (estético así
como discursivo) el que pone al arte en juego en la sociedad. Pero,
como señala Phillips, la transformación es entendida típicamente
como algo que está fuera de la institución artística misma, y en eso,
dice ella, está su problema. El público es invitado a participar para
que a través de la vivencia estética pueda transformarse, pero
¿está lista la institución misma para una transformación? ¿Y para
una transformación de una idea empantanada de qué es la esfera
pública?
Asimismo debemos estar atentos a que el arte, precisamente
en calidad de idea de una esfera pública urbana que será
transformada con él como medio, fracasa a menudo, porque la
esfera pública urbana a favor de la cual hemos argumentado debe
ser vista más bien como compuesta de colisiones espontáneas,
emergentes e impredecibles que momentáneamente pueden
coexistir, pero que nunca pueden ser establecidas como una
estrategia institucional o estética.

Traducción del danés: Desiderio Navarro

* "Deltagelsens kunst?", Kultur og Klasse, nº 118,


2014, pp. 51-68.

Notas

1
Véanse, por ejemplo, Lilliendahl Larsen o Lefebvre.
2
Para una discusión y crítica de lo económico-vivencial, véanse, por
ejemplo, Dorte Skot-Hansen y Bang Larsen.
3
Con frecuencia estas prácticas institucionales son llamadas New
Institutionalism. Véanse Ekeberg y Möntmann.
* N. del T. En el original: armslængde, referencia
al armslængdeprincip, literalmente: principio del largo
del brazo, denominación del principio de la política
cultural danesa según el cual “las decisiones sobre el
uso concreto de permisos para fines culturales deben
ser realizadas por los especialistas en consejos o
comités estatales o locales, independientemente de
los cuadros políticos que asignan los fondos” (Den
Danske Ordbog).
4
13th Istanbul Biennial Conceptual
Framework, http://13b.iksv.org/en#_edn1
5
En contraste con lo que a menudo es el caso con las bienales
internacionales, Erdemci conoce Istanbul perfectamente bien, porque
ella regresa a su ciudad natal después de cuatro años como jefe de
SKOR (Fondo para el arte en el espacio público), en Amsterdam.
6
Los acontecimientos son explicados en una parte de las
presentaciones públicas tanto de Fulya Erdemci como de Andrea
Phillips, incluido el seminario “Art Caught in the Crossfire” en
Copenhague, 21/3/14.
* N. del T. Guerrilla gardening (ing. “agricultura
guerrillera”): “el acto de cultivar en tierras que los
cultivadores no tienen el derecho legal de utilizar, tal
como un sitio abandonado, un área desatendida, o
una propiedad privada” (Wikipedia).
7
Véase, por ejemplo, Francis.
8
Phillips, Andrea, conferencia inédita, 2014.

Bibliografía

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August
2014 http://creativetimereports.org/2013/06/14/here-
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