You are on page 1of 22

Memorias del cuerpo

Cuerpo, memoria y olvido

Rodrigo Parrini

[…] sobre el cuerpo, se encuentra la huella de los sucesos pasados,


de él nacen los deseos, los desfallecimientos y los errores […].
[Foucault, 1987:15]

Prometer, recordar, olvidar


Siempre será más fácil investigar la memoria que el olvi-
do. De la primera tenemos rastros, del segundo, sólo una
ausencia tajante. Aunque la memoria sea nada más que
una huella, nos ofrece algo a qué asirnos, un lugar posible
para la interpretación y el análisis. El olvido, en cambio,
no deja nada. Y es esta diferencia entre lo que persiste
—aunque sea de manera difusa, débil, provisional— y lo
que desaparece en forma permanente, la que nos permite
distinguir, en cierta medida, entre el olvido y la memoria.
Diferencia radical, aunque tenue: sólo hay memoria donde
hay un trazo, una escritura, podríamos decir con Derrida.
El olvido es todo lo otro, que reconocemos por defecto.
Porque donde hay un texto, faltan muchos otros; donde
Rodrigo Parrini

se levanta un edificio ha desaparecido el resto; cuando relatamos una vida,


desdeñamos las otras. Incluso, si sólo nos centramos en la memoria indi-
vidual, tenemos pequeños retazos de lo que fuimos y de lo que vivimos,
rodeados de un sistemático vacío.
Entonces, diremos que la operación fundamental de una sociedad, un
grupo o un sujeto con respecto a su pasado es olvidar [Connerton, 1989;
Halbwachs, 2004a, 2004b; Narváez, 2006; Ricoeur, 2003]. El olvido es la
regla; la memoria, una excepción. Si hablamos de memoria social, debiéra-
mos suponer también, un olvido social. ¿Qué se deja de recordar?, ¿qué se
olvida?, ¿cómo? Si la memoria es una forma selectiva de construir relatos y
sentidos: ¿qué nos enseña el olvido sobre dicha selección, sobre ese relato?
Sólo mediante la memoria podemos dar cuenta del olvido. Todo lo que resta,
eso es el olvido. Lo que no reclama y no exige, lo que tampoco urge. Incluso
si “rescatáramos” algo del olvido y lo trajéramos a la memoria, no haríamos
más que redistribuir los contornos de la selección, pues todo lo que perma-
nezca fuera de la memoria seguirá siendo olvido. De este modo, definimos
a la memoria tanto por una operación selectiva como por una demarcación
arbitraria, pero histórica, de sus propios límites [Connerton, 1989; Narváez,
2006; Olick y Robbins, 1998].
¿Cómo podemos vincular el cuerpo con la memoria y el olvido? Este
proceso selectivo, que deja restos y huellas, ¿qué registro deja en el cuer-
po?, ¿cómo se recuerda y se olvida en el cuerpo y con el cuerpo?, ¿qué
tipo de memoria y cuál clase de olvido permite el cuerpo? El humano, dice
Nietzsche [1997, e.o. 1887], es un animal al que se le enseñó a prometer, y
por tanto, a recordar. La promesa se fundamenta en la memoria; si quere-
mos prometer, debemos recordar. La promesa es, de alguna manera, el avi-
so de que recordaremos en un futuro, más o menos lejano, lo que dijimos
en algún momento del pasado. La palabra, como sostén de la promesa, se
erige sobre esa posibilidad de reclamar actos pretéritos a voluntades futu-
ras. Y si el humano es un animal que ha aprendido a prometer, por tanto,
a mantener una continuidad caprichosa pero obligatoria, entre sus actos
y sus palabras, dicho aprendizaje habrá sido, antes que todo, una lección
corporal. Eso dice Nietzsche. Hemos aprendido en nuestro propio cuerpo,
sobre nuestro propio cuerpo, a prometer. Quizá, de un modo más radical,
lo que prometemos, más que nuestra palabra o nuestra concordancia, es

324
Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido

nuestro cuerpo. Y si esto es así, cualquier memoria será una memoria cor-
poral en primera instancia.1
Otra forma de mirar este aprendizaje es dar vueltas a las piezas y poner
la memoria antes del cuerpo. Es la lectura que Foucault [1987] hace de la
genealogía nietzscheana: la memoria, las mnemotécnicas, le dan al animal
humano un cuerpo. Si en la primera aproximación el cuerpo sostiene a la
memoria y permite las promesas, en la segunda, la memoria suscita el cuerpo
como garantía final de cualquier promesa posible. Foucault insiste en que
una promesa tiene como garantía final el cuerpo mismo del que promete. Y
sobre su cuerpo se cobrarán los incumplimientos.2
Entonces, tenemos dos rutas para explorar la relación entre memoria y cuer-
po. Una que presupone el cuerpo para que exista la memoria; otra que antepone
la memoria para que haya cuerpo. No sabemos aún qué sucederá con el olvido
en estas dos variantes. Pero una y otra supondrán el olvido. Sea que la promesa
sea una forma de olvidar el cuerpo, o que el cuerpo sea una forma de recordar la
promesa, el olvido será, para nuestros fines, la juntura entre la memoria y el cuer-
po. Juntura que es un lugar de fugas y de residuos. Olvido corporal, por tanto.
Esto es lo que quisiera explorar en este artículo. Memorias y olvidos cor-
porales. Formas en las que el cuerpo es fundado por la memoria, modos en
los que la memoria es creada por el cuerpo. Pero también, si podemos ha-
cerlo, entrever el lugar del olvido en la memoria y en el cuerpo. Para esto he
elegido algunos relatos, diversos entre sí, pero que me han permitido pensar
las relaciones que pretendo abordar. No deseo realizar una lectura detalla-
da, sino más bien una interpretación cuidadosa que sirva de entrada a otras
interpretaciones posibles, a otras lecturas. De este modo, el tono de este artí-
culo será el de la sugerencia.

1. Escribe Ricoeur [2003:62]: “[…] las pruebas, las enfermedades, las heridas, los traumatismos del
pasado invitan a la memoria corporal a fijarse en incidentes precisos que apelan fundamentalmente a la
memoria secundaria, a la rememoración, e invitan a crear su relato”. ¿Por qué las heridas, los trauma-
tismos y las enfermedades invitarían a crear un relato?, ¿qué tipo de invitación sería esa? Esta memoria
dolorosa de la que habla Ricoeur elegiría rememorar en vez de olvidar, a pesar de la dimensión traumática de
los recuerdos. Diríamos con Freud, “el trauma es el relato”.
2. Este tema puede encontrarse en la obra de Foucault. En Vigilar y castigar [2003, e.o. 1975] inves-
tiga las mnemotécnicas que crean y utilizan las instituciones disciplinarias. En La historia de la sexualidad
[1989, e.o. 1976], explora el papel de la memoria en la conformación de un sí mismo y en la articulación
de las prácticas de sí.

325
Rodrigo Parrini

No obstante, creo que me he encontrado con una dificultad que no pue-


do superar en este texto: ¿cómo estudiar el olvido? En los análisis que realizo
a continuación me centro en la memoria, pero no he logrado investigar el
olvido. Los relatos son artefactos de la memoria, preguntamos a las personas
para que recuerden.3 Pero, ¿cómo podríamos preguntar sobre el olvido?, ¿se
podría interrogar a alguien y pedirle que recuerde qué ha olvidado? Estamos
ante un contrasentido: dar cuenta de sí es, en alguna medida, recordar. Inclu-
so cuando alguien relata hechos presentes, siempre hay un margen de olvido
en su narración. Más aún, si esta memoria corporal de la que intento hablar
está grabada en marcas, como lo veremos, en fracturas, golpes o dolores:
¿cuál sería el lugar del olvido? Por otra parte, como he sostenido, el cuerpo
es, ante todo, olvido. Por tanto, su memoria es excepcional y no rutinaria.
Lo que aquí reconstruyo son sucesos tal vez extraordinarios dentro de su
cotidianidad, y han dejado alguna marca que permite desplegar la memoria
desde los avatares de la carne.
Quiero dejar el tema del olvido presente para constatar esta dificultad.
No la he podido resolver, pero al menos puedo señalarla.

Las marcas del cuerpo


Como tú eres —tu rostro— es tu suplicio y tu origen
[Agamben, 2005:83].

Muchas veces escuché que hablaban de Fernanda, la Charrasqueada. Incluso


alguna vez pasamos frente a su casa y me dijeron: “ahí vive la Charrasqueada”;
ese nombre quedó en mi memoria, pero sólo un tiempo después pregunté por
qué le decían así. Fernanda forma parte de la comunidad de hombres gay de
la ciudad de Tenosique, al sur del estado de Tabasco.4 Hablo de Fernanda

3. Mendoza [2004] asevera que la memoria tiene una estructura narrativa, siguiendo a los “padres
fundadores” de este campo de estudio. No obstante, el vínculo entre memoria, narración y cuerpo es
oscilante y complejo. ¿qué experiencias del cuerpo podemos narrar?, ¿cómo se convierte el cuerpo en
narración y luego en memoria?, ¿cuáles son los hiatos entre cuerpo, memoria y narración?, ¿qué implica
el estatuto transicional del cuerpo, que lo ubica entre la biología y la cultura, para las operaciones narrati-
vas y para la memoria? Algunas pistas metodológicas para abordar estos intríngulis se pueden encontrar
en Del Valle [1995].
4. Desde hace tres años realizo un trabajo de campo en esta ciudad, como parte del doctorado
en Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, y de la investigación

326
Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido

porque así la conocen. Si hubiese que describirla diría que es una persona
transgénero. No sé si alguna de esas categorías tengan sentido en esos lugares.
Pero es Fernanda para todos, amigos y enemigos. Me habían comentado que
podía ser bastante violenta cuando quería y que muchos la evitaban por eso.
He platicado con ella de manera casual, pero nunca le he preguntado por su
apodo. Sólo sé que tiene una herida en la mejilla izquierda, que cruza desde
la boca hasta el pómulo, aproximadamente.
He interrogado a otras personas de la ciudad sobre este tema. Luis, que
es uno de mis informantes más importantes, me dice “la charrasqueó Víctor”.
Fue hace años, en una pelea: Víctor fue a defender a su hermano, a quien Fer-
nanda pretendía y acosaba. Discutieron, y con una navaja la habría herido. El
relato continúa, porque después en una cantina, en medio de otra pelea, una
amiga de Fernanda rompió una botella de cerveza con la que le cortó la cara
a Víctor. Dicen que fue una venganza. Y como si se tratara de esas tragedias
griegas en las que un acto desata una cascada de sucesos maléficos, en otra
cantina a esa mujer también la charrasquearon. Dos hombres discutieron por
ella y terminó con la cara cortada. Luis comenta que “el que a hierro mata, a
hierro muere”.
Le pregunté a Víctor qué había sucedido y me contó que él y Fernanda
eran enemigos. Que ella lo insultaba y lo amenazaba. Un día perdió la pa-
ciencia y le cayó a golpes. “No sé de dónde salió la botella”, me dice, “pero
estaba tan furiosa que la rompí y le corté la cara”. Casi no quiso hablar de la
venganza. Dice que ya pasó. Víctor también está charrasqueado.
¿Cómo una herida puede producir identidad?, ¿qué tipo de marca se
hizo sobre el cuerpo que también pudo cruzar la subjetividad de los involu-
crados?, ¿qué relato y qué memoria es ésta, que se estructura en torno a una
herida y a una marca?, ¿qué tipo de recuerdo es éste: una herida y el cuerpo
marcado?, ¿por qué no ha sido posible el olvido y más bien el recuerdo mis-
mo suscita la venganza infinita que nos ha sido relatada?, ¿qué memoria es

“Procesos Subjetivos de Ciudadanía: Sexualidad y Derechos Humanos”. Mi trabajo se ha centrado en el


proceso de constitución de un sujeto político por parte de las personas gay de esta ciudad, agrupados en el
Club Gay Amazonas. Los nombres que utilizo para reconstruir esta historia son seudónimos. Las entrevistas
que permiten estos análisis las he realizado entre el 2006 y el 2009. Algunos de los fragmentos que utilizo
provienen de conversaciones informales durante mi trabajo etnográfico. Fernanda, que es la protagonista
de la historia, tiene aproximadamente 40 años, vive con su madre y trabaja haciendo piñatas que vende
en su misma casa.

327
Rodrigo Parrini

la que acá encontramos, que motiva el acto y otra vez el recuerdo, como si la
memoria fuera una insistencia sobre una misma marca?
El apodo de Fernanda es pura memoria, actualizada una y otra vez sobre
su rostro. Su misma identidad es la herida, una y otra vez recordada, no sólo
por ella, sino por todos los que la conocen, por todos los que pueden relatar
su historia, como los coros de las tragedias, que presencian pero no actúan y
que recuerdan, tal vez, a su pesar. ¿Qué ha pasado con los otros golpes, con
los otros cortes, que Fernanda podría tener?, ¿por qué la memoria se con-
densa en torno a una herida?, ¿el olvido son las otras llagas que no importan
hoy, el resto del cuerpo indemne ante cualquier desgarro? Creo que, en este
caso, es significativo que la herida atraviese el rostro de Fernanda y lo des-
figure, en alguna medida. Por eso se la recuerda: cada vez que la vemos re-
cordamos, suponemos, hipotetizamos. El rostro de Fernanda se convierte en
su propia memoria, en una especie de monumento que exhibe su historia de
modo insistente. Es Fernanda la Charrasqueada: la herida inaugura un nom-
bre, traza un relato, permite explicaciones, saca sus propias conclusiones.
Pero para que esta marca funcione, para que marque algo, y no pase sim-
plemente al olvido, debe formar parte de una historia colectiva. Fernanda no
se puso a sí misma el apodo, fue nombrada a partir de su herida. Y, en este
sentido, su rostro es una condensación de pequeñas historias de desavenen-
cias, de amores no correspondidos, de rivalidades. Historias de emociones
lacerantes. Y en torno a su herida, otros relatan sus propias vidas: Víctor, que
también está charrasqueado, pero que no tiene ningún apodo por eso; otros
gay de la ciudad que cuentan la vida de sus amigos. La herida, entonces, es
como una espiral que permite retroceder y regresar a través de una historia
colectiva y de una memoria apenas sugerida.
Podríamos decir que para reconstruir la memoria de los subalternos es
necesario empezar preguntándole a sus cuerpos, que es quizá lo único que
han tenido y que tienen. Sería una memoria carnal, sanguínea. Los golpes,
las marcas, las roturas, las arrugas, las cicatrices. Memoria corporal de los
subalternos, como estos hombres gay en una ciudad rural del sur de México,
que no puede borrarse mediante cirugías y cosméticos. El cuerpo “guarda-
rá” el recuerdo material de sus propias vidas. En muchos sentidos no hay
olvido, no es posible aplicar las técnicas de desvanecimiento de las marcas
corporales que hemos citado. Tal vez Fernanda no quisiera estar “charras-

328
Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido

queada”, pero la herida permanece y el apodo perduraría a la desaparición


de la herida. Porque no se trata sólo de tener la carne marcada, o de guardar
una cicatriz, sino de conservar los poderes ocultos de la memoria, que pudo
trazar una historia de venganzas, de charrasqueos míticos e interminables.
Luis me dice que también deben estar charrasqueados los que cortaron a la
mujer que hirió a Víctor, vengando la herida de Fernanda. Memoria de una
maldición: “el que a hierro mata, a hierro muere”.

Arqueologías venideras: el cuerpo de los explotados


[…] la historia entera de una “cosa”, de un órgano, de un uso, puede ser así una
ininterrumpida cadena de interpretaciones y reajustes siempre nuevos […]
[Nietzsche, 1997, e.o. 1887:128].

Álvaro es un muchacho de 18 años, originario de una comunidad indígena


de la sierra de Veracruz. Hace dos años vive en la Ciudad de México y tra-
baja como ayudante en una construcción. Desde los 9 años ha trabajado, de
manera permanente o esporádica, como albañil. Cuando conversé con él,
a mediados del 2009, llevaba algunas semanas sin trabajo.5 Dijo que estaba
cansado, porque había caminado durante todos esos días para conseguir algo,
pero que no había tenido suerte. Él tiene su cuerpo como única “mercancía”
para vender, pero hay una multitud que está en su misma situación y, en medio
de una crisis económica, la sobreoferta de mano de obra abarata los pocos
trabajos disponibles y los vuelve escasos. En esa ocasión me cuenta que no ha
dormido bien, que siente adolorido su cuerpo. Luego dice que vendrá su tío
desde Estados Unidos, para llevarse a sus primos “al otro lado”, y que tal vez
él los siga. No puedo reproducir en este relato la expresión de su cara, pero
es como si los ojos de alguien muy viejo, muy cansado, habitaran el rostro de
un adolescente. Manos callosas, piel seca, pelo hirsuto. Dice que “así nos tocó
vivir”, y que algún día descansaremos, por suerte, para la eternidad. “Así nos
tocó vivir”, repito en silencio, esta vida, no otra. Álvaro me cuenta que está
tratando de terminar la secundaria, pero que no ha tenido tiempo ni energía;
piensa continuar con la preparatoria, pero no sabe para qué.

5. La conversación que refiero fue un encuentro informal. Sólo platiqué esa vez con Álvaro y nunca
lo volví a ver. Parte del relato depende de mi propia memoria, que conservó algunas partes y olvidó otras.

329
Rodrigo Parrini

Ha trabajado desde los 9 años. Lo dije antes. Y su cuerpo guarda los “re-
cuerdos” de las jornadas como chalán6 en las construcciones. Cuenta que en
una ocasión una máquina para preparar cemento se le cayó en el pie y tuvie-
ron que cortarle un dedo. Se saca el zapato. Miro con pudor. ¿Cómo observar
el pie cercenado de un muchacho de 18 años, las huellas del trabajo y de la
explotación, cuerpo del libre mercado, de una sociedad injusta y voraz? Veo
de reojo, con vergüenza en muchos sentidos, por ser espectador de un dedo
cortado y testigo del relato de una máquina de cemento que cayó sobre él, la
falta de atención médica, la burla de los patrones. No importa el dedo, tam-
poco el pie. En muchos sentidos, tampoco importa él, eso siento. Y siento,
aguda y dolorosamente, que él lo sabe: “así nos tocó vivir”. Luego se levanta,
alza su playera y me muestra un costado y me dice: “mira, estas heridas me
las hice en otro trabajo, me electrocuté”. Una larga cicatriz de piel levantada,
como una pequeña y epidérmica cadena montañosa. Nuevamente, soy testigo
de sus golpes, observador del cuerpo lacerado. Un costado como el de Cristo,
pienso, pero sin encíclicas ni eucaristías. Sólo huesos y carne chamuscada.
¿Y si el cuerpo fuese un archivo y estas heridas, estos dedos cercenados,
los documentos de una historia infame y dolorosa?, ¿y si estas heridas fueran
la memoria? Imagino arqueólogos venideros que encontraran el cuerpo de
este muchacho y vieran sus heridas y su pie: ¿qué dirían de su mundo? El
cuerpo sería el archivo, la descripción detallada y precisa de una sociedad.
¿Sabrían que fue el cuerpo de un proletario latinoamericano, de origen in-
dígena, migrante, mal alimentado (maíz, frijoles), trabajador de la construc-
ción, adolescente, pobre?, ¿sabrían que el pie lo perdió trabajando cuando
niño y que las cicatrices son producto de un golpe de corriente eléctrica?
Luego, si ha sobrevivido algo más de este maremágnum de objetos, docu-
mentos e imágenes que producimos, podrían saber cómo vivió, qué tipo de
persona fue, qué tipo de sociedad habitaba. ¿No es esta capacidad de guar-
dar signos de una época lo que hace del cuerpo una forma de memoria?, ¿es
la memoria una precaución respecto al pasado o un anuncio para el futuro?
Cuando Álvaro me relata su vida me muestra su cuerpo. Ahí están las
marcas de su historia. Como si cada acontecimiento pudiera acompañarse de
sus evidencias y las pruebas sólo fueran magulladuras, cercenamientos y cica-

6. En México se le llama “chalán” al ayudante de un albañil.

330
Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido

trices. El muchacho recuerda lo que está marcado en su cuerpo, eso es lo que


me relata porque puede mostrármelo; yo puedo ver su historia, literalmente
encarnada. Y ahí mismo empieza el olvido, que es como su dedo cortado:
una notoria ausencia. Tal vez escandalosa. Es como si las heridas fueran una
defensa ante el olvido: un dedo cercenado, una cicatriz. ¿Álvaro recuerda
cada vez que observa su cuerpo?, ¿qué recuerda: los accidentes, el trabajo
duro, el hambre, la falta de trabajo, el cansancio?, ¿o recuerda que “así nos
tocó vivir”, heridos y cercenados, con cuerpos que se derrumban en medio
de la explotación generalizada, la falta de servicios sociales, la discrimina-
ción, el hacinamiento y la ausencia de oportunidades de cualquier tipo que
hagan esta vida más vivible? Si así fuera, el cuerpo sería una memoria petrifi-
cada, detenida, casi exenta del tiempo. Ve su cuerpo y ahí están las marcas de
su vida. No necesita representación, asociaciones ni remembranzas. Basta la
mirada para encontrar la verdad de una vida. Álvaro como tantos otros. Sin
duda él, tan agudamente singular, tan precario, pero tan consistente, con su
dedo cercenado, sus cicatrices; con su cansancio y su tristeza. Con su vida de
muchacho indígena en un país perplejo.
Si la explotación deja una memoria será ésta: la del cuerpo. Sus marcas,
sus heridas, sus fracturas, sus desgarros. Necesita del cuerpo, de sus nervios, sus
músculos, sus fuerzas. Reproducir el cuerpo y los cuerpos forma parte de la
dinámica del capital. ¡Háblanos, viejo Marx!: “El capital entregado a cambio
de la fuerza de trabajo es convertido en cosas necesarias, por cuyo consumo
los músculos, los nervios, los huesos y los cerebros de los trabajadores exis-
tentes se reproducen […]” [citado en Rubin, 1996:99].
Cuando alguien habla sobre su cuerpo o cuando alguien recuerda a través
de su cuerpo: ¿no recuerda, acaso, esta conversión de “cosas necesarias” en
partes de su propio cuerpo?, ¿no recuerda, de algún modo, este proceso de
reproducción del capital, y por tanto, de todo un sistema social, sobre su propio
cuerpo, en su cuerpo mismo? El relato que hemos reconstruido es, en cierta
forma, memoria de esa reproducción: huesos, dedos, músculos. Debemos pre-
guntarnos consecutivamente, entonces: hoy, cuando alguien recuerda a través
de su cuerpo y con su cuerpo, y relata su vida, que está marcada de alguna for-
ma sobre su cuerpo, ¿sólo hace memoria de determinados avatares individua-
les, de una biografía particular y circunscrita?, ¿o hace y construye la memoria
de un sistema social que se encarga de dejar huellas sobre el cuerpo de algunos?

331
Rodrigo Parrini

Recordemos la hipótesis nietzscheana: “Para que algo permanezca en


la memoria se lo graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la
memoria” [Nietzche, 1997, e.o. 1887:99]. Esas son las mnemotécnicas: modos
de grabar en el cuerpo lo que se obliga a recordar. Esto es la memoria, según
Nietzsche: la escritura corporal del poder. Y si el cuerpo de Álvaro tiene algo
escrito es su explotación, su uso que “no cesa de doler”. Pero la memoria es
también la interpretación que —como señala Nietzsche en la cita que enca-
beza este acápite—, es una cadena de reajustes, una lucha incesante por el
sentido, que es “más fluido que la forma” [ibid.:129]. La interpretación que
hace Álvaro es sencilla y tajante: “así nos tocó vivir” y la demostración está
en su cuerpo. Así, con estas heridas y estas amputaciones, estas cicatrices y
estas enfermedades. Así, no de otro modo, con estos huesos y estos músculos
que deben reproducirse para poder venderse. Álvaro lo sabe, por eso camina
aunque esté cansado. Forma cicatrizada, interpretación lacerante.

Memorias del vientre


Cuando nosotros perdemos de vista quiénes somos, cuando perdemos contacto,
cuando enloquecemos, nos encontramos a nosotros mismos a través del recuerdo.
[Hooks, 2006:107-108].

El cuerpo, escribe Foucault [1987:20] “[…] está roto por los ritmos de tra-
bajo, el reposo y las fiestas; está intoxicado por los venenos —alimentos o
valores, hábitos alimentarios— y por leyes morales, todo junto […]”. Leyes,
venenos y ritmos: quebrantos del cuerpo, se nos dice. Una especie de alquimia
que produce el cuerpo que conocemos: opaco, frágil, sometido a todo tipo
de relaciones de poder, a significaciones inauditas, a prácticas inesperadas.
Fernanda y Álvaro hablaron de su cuerpo, pero cuando dijeron algo sobre él,
siempre avizoraron un orden social que lo marcaba, de una u otra manera.
Ellos hablaron de esta alquimia de leyes, alimentos y valores.
¿Para qué sirve esa memoria corporal de la que hemos hablado? Hasta
ahora sólo mencionamos heridas y marcas que se recuerdan en el cuerpo. Los
cuerpos de los que hablamos son cuerpos “masculinos” en muchos sentidos.
Quisiera continuar con otro ejercicio de esta memoria: cuerpos de mujeres
que recuerdan. Liliana y Amanda son dos mujeres que recientemente abor-
taron. Fueron entrevistadas una vez que se despenalizó el aborto hasta las 12

332
Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido

semanas de gestación en el Distrito Federal y ellas acudieran a un servicio


público de salud.7 Si bien las entrevistas se centraron en las transformaciones
subjetivas vinculadas con la despenalización del aborto, parte importante de
lo que hablaron se refería a sus cuerpos. Yo no hice las entrevistas, pero fui
uno de sus primeros lectores y esta “corporalidad” de los relatos me causó
una honda impresión.
Liliana decidió abortar porque sentía que no soportaría otro embarazo.
Lo dice explícitamente: “Ya no, ya mi cuerpo también, ya no iba a aguantar
esto”. Recuerda su cuerpo cuando tuvo a sus otros tres hijos:

A los siete meses ya me dolía mucho mi espalda, ya hasta para acostarme, ya no


dormía yo, [a causa] de los dolores que tenía mi espalda. Para levantarme me
tenía que tronar un hueso de la espalda para poder caminar, porque ya no podía
caminar del dolor […] entonces mi cuerpo ya no, ya no quería tener más hijos.

Mi cuerpo ya no, dice Liliana, y decide, recordando los dolores y el can-


sancio. Recuerda su propio cuerpo para saber que “ya no iba a aguantar
esto”. Y recordando decide. Para esto sirve una memoria corporal, esta mne-
motécnica de las parturientas, hecha de maternidades idealizadas y de cuer-
pos crispados. Mnemotécnicas que contradicen las idealidades y las fantasías,
pero que recuerdan el cuerpo mismo de las madres, desplazado en muchos
sentidos por el cuerpo de sus criaturas. El cuerpo como especie de tapabocas
a las prédicas, las telenovelas y la publicidad. Una mujer que se encuentra
ante su propio cuerpo, como marca también de ciertas relaciones de género,
como estafeta de los mandatos que la conminan, pero que la destruyen. Una
mujer que recuerda su cuerpo para decidir, de algún modo y en cierta medi-

7. Las entrevistas fueron realizadas en el marco de la investigación “Procesos Subjetivos de Ciuda-


danía: Sexualidad y Derechos Humanos”, que fue financiada por la Fundación Ford, y realizada por la
Universidad Autónoma Metropolitana, sede Xochimilco, en colaboración con el Grupo de Información
en Reproducción Elegida, bajo la coordinación de la doctora Ana Amuchástegui. Las entrevistas las hizo
la doctora Edtih Flores, durante 2007. Fueron entrevistadas 12 mujeres en total, durante los primeros tres
meses posteriores a la despenalización del aborto en la capital del país, que obligó a los servicios de salud
locales a realizar interrupciones del embarazo a toda mujer que lo solicitara antes de las 12 semanas de
gestación. He utilizado pseudónimos. Ambas mujeres vivían en Iztapalapa, Liliana tenía 28 años cuando
se llevó a cabo la entrevista y era dueña de casa. Amanda tenía 47 años y era vendedora.

333
Rodrigo Parrini

da, sobre él. Las glorias del feminismo encarnadas en una espalda encorvada
y en unos huesos desvencijados.
Memorias del vientre, que es la memoria de cada mujer ante los arreglos
de la naturaleza y las conminaciones de la cultura. Memorias de mujeres,
podríamos llamarlas. Subalternas, también, como las otras que hemos cita-
do, sin el oropel y la relevancia de las memorias del hombre. Por eso, quizá,
tan corporales, como si el cuerpo fuera el último rincón para guarecerse del
destino, los mandatos y el poder. Para Foucault, primera superficie de ins-
cripción del poder. Para nuestros narradores, último vestigio de la voluntad,
en alguna medida.
Amanda traza el transcurso de su vida desde su primer hijo hasta su pri-
mer aborto. Biografía del vientre. Recuerda cuando tuvo a su hijo, el único
que tiene, a los 17 años y dice que: “ni por aquí se me cruzaba [la idea] que me
iba a ir mal en la vida ni por aquí pensaba que iba a estar sola y pues chamaca,
todavía estaba chamaca”. Después, una vida azarosa, los fracasos, las pérdi-
das, los amores dolorosos. Entonces se embaraza de un primo del que está
profundamente enamorada y decide abortar. Tiene 47 años, no puede tener
otro hijo, menos de un pariente suyo. “Si Dios me puso el destino éste en
mi camino, pues ni modo”, dice Amanda. Veinte años de su vida que puede
relatar desde su vientre, por así decirlo, como si todo su destino pasara por
ahí y su narración fuera de un parto a un aborto y en medio quedara el fraca-
so, el paso de los años, los sinsabores, el amor, la férrea voluntad divina que
pone trances dolorosos a los mortales. Amanda reflexiona sobre su situación
desde dos coordenadas: el tiempo y la sangre. Dice que “ya está grande”,
que no es una edad adecuada para tener otro hijo, aunque haya mujeres que
sí lo hacen. Por otra parte, habla del temor que ella y su pareja sintieron al
enterarse del embarazo, porque al ser de la “misma sangre” el niño podría
haber nacido “mal” o “muerto”. Si hubiésemos sido de “distinta sangre”,
dice, le habría “gustado tenerlo”. ¿No son la sangre y el tiempo coordenadas
también de la memoria? Las alianzas debidas y los cruces funestos, por una
parte; por otra, las marcas del tiempo en el cuerpo, los tiempos sociales para
la reproducción y la maternidad. Leyes y tiempos sociales que organizan la
reproducción, que fijan límites a las acciones humanas. Y la memoria de
Amanda se ordena sobre esta trayectoria social: desde un parto prematuro
durante la adolescencia, hasta un embarazo tardío en la adultez. Desde un

334
Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido

matrimonio fracasado tempranamente, hasta un amor indebido. Ella dice


que es abuela, su hijo tiene 30 años y es padre de un niño pequeño. Nueva-
mente, su embarazo sería motivo de desorden: un tío menor que el sobrino,
el orden de las generaciones que se alteraría e invertiría. Amanda decide,
entonces, en dirección de la muerte, que le cierra el paso. Es la dirección
de su memoria: un juego fugaz del destino que nos acorrala, algunos hechos
que marcan vidas completas y que regresan insistentemente para señalar los
errores, las pérdidas, los fracasos.
¿No son éstas memorias del vientre?, ¿no es éste una especie de oráculo
para estas mujeres? En alguna medida sí: a Liliana le anuncia los dolores que
experimentará si tiene otro hijo; a Amanda le permite trazar la línea curva de su
fracaso. El vientre, dado que condensa la memoria de estas mujeres, les anun-
cia su destino. No sólo el destino individual, sino uno más enfático: memorias
colectivas de un sexo. Sí, de un sexo: ¿acaso no es él una provincia de este vien-
tre? Vientre de las parturientas, vientre de las estériles, vientre de las histéricas.
¿Podría no recordar las subordinaciones, los partos dolorosos, los estigmas, las
conminaciones? Como si cada mujer que recordara desde su vientre recorda-
ra el destino de todas. Abortar sería, en este sentido, una forma de expulsar
una memoria desde el vientre al mundo; de devolverle sus mnemotécnicas, sus
marcas, sus quebrantos. Si el cuerpo está roto —como dice Foucault— por
los valores, las leyes y los venenos, Liliana y Amanda lo han restaurado, lo han
purgado, lo han liberado tal vez, expulsando todo esos artefactos del quebran-
tamiento a través de su vientre. Únicamente para quedarse con su cuerpo, para
decidir sobre lo mínimo, lo básico.

El cuerpo de los condenados


Cuando entrevisté a Fulgencio llevaba dos años y medio preso en el Reclusorio
Norte, cumpliendo una condena de 14 años por asesinato.8 Un día llegaron
los judiciales a su rancho en Oaxaca, para detenerlo por haber asesinado a
su cuñado en el Distrito Federal. Dice que él no fue y que lo acusaron luego
de 15 años de sucedidos los hechos. Lo juzgaron, lo condenaron y ahora (en

8. La entrevista la realicé en el Reclusorio Varonil Norte. Fulgencio es un seudónimo. En el momento


de la entrevista tenía 35 años, estaba casado y tenía dos hijos. Trabajaba como campesino antes de ser
encarcelado.

335
Rodrigo Parrini

el momento de la entrevista, no sé si aún hoy) está preso en una cárcel con


más de diez mil internos. Fulgencio es un indígena mixe y su familia vive en
Oaxaca; lo visitan cada dos meses porque no tienen dinero para venir a verlo
más seguido. Su experiencia en la cárcel ha sido dura, “pesadísima”, dice él.
Lo han golpeado, lo obligan a limpiar y cocinar para otros internos, no tiene
dinero y en este lugar todo se paga. Sólo en lengua mixe se puede “desahogar
mejor”, con un amigo suyo que también la habla.
La cárcel es un lugar intensamente corporal. Eso lo he analizado con am-
plitud en otro lugar [Parrini, 2007]. Pero vuelvo a Fulgencio, a una entre-
vista que hice hace cinco años, porque él recuerda su estadía en la cárcel
mediante su cuerpo, en alguna medida. La prisión ha quedado grabada en
él, podríamos decir. Yo nunca le pregunté por el cuerpo, pero él habló de su
cuerpo insistentemente. Mi preocupación imberbe eran los significados, que
esperaba explicaran ese mundo, pero me encontré con los cuerpos a medio
significar, apenas discernibles; también me encontré con estas memorias cor-
porales, que no supe atender en su momento y que hoy me convocan como
las sirenas de Ulises, pero sin engaños ni encantos, sólo con dolores, asperezas
y densidades. Yo buscaba significados porque mi propio cuerpo desconocía
totalmente lo que era ese lugar y esa experiencia. Preguntaría: ¿no es nece-
saria nuestra propia memoria para interrogar la memoria del otro, nuestro
cuerpo para reflexionar sobre el cuerpo del otro? En mi caso, cuando hice
esas preguntas, casi no tenía memoria de la cárcel. Preguntaba, en muchos
sentidos, sobre algo que desconocía en absoluto y que sólo podía imaginar va-
gamente. Y a mi ingenuidad (tal vez necesaria, por otra parte) los internos me
respondieron con sus cuerpos: balazos, cuchilladas, celdas repletas, comida
insalubre, olores, hacinamientos, golpes, caricias, besos, sexos. Y yo sólo fui
a buscar significados, tal vez para evitar la corporalidad enfática de ese lugar,
para salir de todo ese trance igual que como entré. Pero en mi propio cuerpo
se interpuso esta memoria de los presos.
Por eso, cuando hoy recuerdo hago una remembranza escueta de mí mis-
mo, como sujeto de una observación fallida, como portador de preguntas
triviales. Y en esa medida aprendí que convocar la memoria del otro —cuan-
do llegamos a los lugares extremos y habituales de un orden social— puede
dejarnos estupefactos y perplejos. ¿Deseamos saber lo que el otro, cualquie-
ra, ha vivido? Creo que no necesariamente; las resistencias son enormes y

336
Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido

consistentes, como lo demuestra el desagrado ante quien relata sus propios


sufrimientos y los horrores que ha vivido (la lista de ejemplos sería infinita).
¿Qué memoria deseamos?, ¿la memoria luminosa de vidas estimables y pre-
decibles o la densa y oscura memoria de los que han sufrido? No sé bien,
pero creo que la segunda es más difícil de escuchar y, por tanto, de convocar.
Memorias torcidas en muchos sentidos, apenas imaginables a veces. Eso pen-
sé durante las entrevistas: ¿será todo esto cierto? Pero, ¿por qué dudaba?,
¿no es ésta una de las resistencias más sólidas ante la memoria del otro: ni
siquiera poder imaginar su vida? Y hablo de memorias cotidianas, pedestres
tal vez, memorias de vidas que casi no dejan trazo.
Fulgencio recuerda cuando recién llegado a la cárcel lo recibieron a gol-
pes. No le hicieron preguntas, ni quisieron saber quién era; sólo lo golpearon
y callaron. Los otros internos sabían que su cuerpo “recordaría” sus golpes.
Cuando el mensaje es tan claro, no se necesitan palabras.

Cuando llegué ahí, pues, llegue ahí y me, o sea, me recibieron con golpes y todo
eso, pus eran como dieciocho, dieciocho internos ahí, y pus me empiezan a recibir
a golpes, antes de preguntarme por qué venía yo, qué había hecho, por qué había
caído en la cárcel, ellos con sus marihuanas, con sus drogas y me dicen, no pus
bienvenido y casi me matan, empiezan a golpear, me tiraron y no, me echaron una
cobija y me aventaron.

Ese fue el inicio. Luego, recuerda que los malos tratos de los otros internos
no lo dejaban dormir y descansar. Dice que “siente algo en el cuerpo”: la acu-
mulación de cansancio, una alimentación escasa y mala, la falta de sueño. Algo
en el cuerpo que es como un desmayo. El cuerpo que recuerda por acumula-
ción, que sedimenta los sinsabores y los sufrimientos. El cuerpo que acumula
todas esas experiencias para recordar su desgaste paulatino. Es curioso que
la suma sea una resta. Suma corporal de sufrimientos, resta corporal de vita-
lidad, de energías, de salud. La memoria permite esta aritmética del cuerpo.
“[…] a veces yo me he sentido que como que siento algo en el cuerpo, ya no
aguanta el desvelo y sobre todo cuando uno no se alimenta bien, pues este,
como que se quiere uno desmayar por la, o sea, por el desvelo y todo eso”.
La pesada corporalidad de la cárcel, esa administración intrincada de los
cuerpos, su arquitectura, sus reglamentos, la organización de la vida cotidia-

337
Rodrigo Parrini

na, todo queda suspendido sobre el cuerpo de Fulgencio. Él debe “cargar”


en su propio cuerpo todo este aparato, su andamiaje. Y ese peso aplastante
produce una memoria paulatina y visceral. Como Álvaro, Fulgencio recuerda
a través de su cuerpo, aunque sin mostrarlo. No hay marcas que no sean las
de la amargura y el cansancio. Fulgencio sabe que su situación no le importa a
nadie, por eso no reclama, sólo recuerda. ¿Cuándo se transforma la memoria
en una facultad política?, ¿cuál es el límite entre el recuerdo callado y la me-
moria pública?, ¿cuándo la memoria convoca a otros y los hace cómplices de
sí misma? La memoria de Fulgencio es un clamor soterrado. Quizá por eso
surge, en primera instancia, de su cuerpo, como si no quisiera interponerse
en los espacios públicos ni en las conversaciones cotidianas. Por esto, tam-
bién, Fulgencio prefiere desahogarse en mixe, porque sólo lo entiende él y un
amigo. Lengua secreta de sus desgracias.

Rubor y vergüenza: memorias de la intimidad


[…] en realidad nunca estamos solos.
[Halbwachs, 2004b:16].

“Nunca estamos solos”, siempre alguien, muchos o pocos, nos acompañan


incluso en el más íntimo de nuestros ejercicios personales, también en la
más secreta de nuestras pasiones. Siempre nos acompaña el lenguaje y su
exterioridad radical. Siempre estamos inmersos en un orden social. In-
cluso cuando recordamos, pero también cuando olvidamos. Elegí ciertas
vidas, algunos episodios para explorar una relación posible entre cuerpo y
memoria. Dije, por otra parte, que deseaba investigar el lugar del olvido,
que postulé como una juntura entre la memoria y el cuerpo. Una juntura
donde está casi todo. El cuerpo guarda silencio y sólo se recuerdan trozos,
experiencias específicas; como un trasfondo mudo para nuestro pulular
subjetivo y social. El cuerpo, casi todo, es olvido. Por eso la memoria cor-
poral es tan reveladora, porque un recuerdo del cuerpo y desde el cuerpo
es la excepción.
Podríamos decir que hicimos un recuento de memorias dolorosas. Queda
pendiente hacerlo con el placer, la risa, la alegría, la pasión o el gozo. Sería un
trayecto posible, necesario también. No sé, no obstante, qué tipo de memo-
ria corporal sería aquella placentera y dichosa. Porque, podemos aventurar

338
Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido

una hipótesis: cuánto más extremas sean las experiencias que han vivido los
sujetos, y mayor sea el sufrimiento que hayan soportado, más intensa será la
memoria corporal. Como si ante un derrumbamiento de todas las facultades
y de las capacidades cognitivas y afectivas, de los vínculos sociales y éticos,
quedara el cuerpo como lugar último.
Robert Antelme, escritor francés que estuvo prisionero en el campo de
concentración de Buchenwald y autor de uno de los más intensos testimonios
sobre esa experiencia [Antelme, 1999, e.o. 1947], recuerda que hacia finales
de la Segunda Guerra Mundial, las ss emprendieron una huida desde ese cam-
po al de Dachau con sus prisioneros a cuestas [Agamben, 2005]. Las tropas
alemanas iban fusilando a sus cautivos en pequeños grupos, elegidos al azar.
En una de esas ocasiones, le tocó a un estudiante italiano. Antelme recuerda
el episodio:

El ss sigue llamado: Du, komme hier! Es otro italiano el que sale, un estudiante
de Bolonia. Le conozco y veo que su cara ha enrojecido. Le miro atentamente.
Guardo todavía ese rubor en mis ojos. Se queda al borde la carretera. Tampoco él
sabe qué hacer con sus manos […] [en Agamben, 2005:108; las cursivas son mías].

El recuerdo del estudiante a punto de ser fusilado es, ante todo, cor-
poral: Antelme recuerda su cara enrojecida, la incomodidad de sus manos
que no saben dónde posarse. Es una memoria condensada en los cuerpos:
el rubor del estudiante, sus manos incómodas, los ojos de Antelme y el in-
deleble reflejo.
Agamben [ibid.:109] reflexiona, a partir de este recuerdo y de otros, so-
bre la vergüenza. Cita primero a Emmanuel Levinas, para quien la vergüenza
se funda “[…] en la imposibilidad de nuestro ser para desolidarizarse de sí
mismo, en su absoluta incapacidad para romper consigo mismo”. Y luego
menciona tres experiencias corporales:

Si en la desnudez experimentamos vergüenza es porque no podemos esconder


aquello que quisiéramos sustraer de la mirada […] Así como en la necesidad
corporal y en la náusea […] hacemos la experiencia de la intolerable y, sin embar-
go, insuprimible presencia ante nosotros mismos, así, en la vergüenza, quedamos
entregados a algo de lo que no podemos deshacernos a ningún precio.

339
Rodrigo Parrini

“Entregados a algo de lo que no podemos deshacernos”, dice Agamben.


En primer lugar, diría, nuestro propio cuerpo. Eso lo entiende Agamben
cuando escribe que

Avergonzarse significa: ser entregado a lo inasumible. Pero lo así inasumible no


es algo externo, sino que procede de nuestra misma intimidad; es decir, de lo
que hay en nosotros de más íntimo (por ejemplo, nuestra propia vida fisiológica)
[ibid.:110; las cursivas son mías].

“Lo que hay en nosotros de más íntimo”, nuevamente: el cuerpo. Por esto,
la memoria que se graba en el cuerpo (como dicen Nietzsche y Foucault) es
una memoria “profunda”, pero callada. También por esto, la memoria del
cuerpo será tan cierta respecto a la vida de los individuos que recuerden. Lo
más íntimo, aquello de lo que no podemos deshacernos. Si regresáramos a
algunos argumentos expuestos antes, debiéramos preguntarnos sobre el vín-
culo entre narración y cuerpo y sus efectos en la memoria: ¿qué narración
surge de esta intimidad tan extrema, pero inasumible, de esta imposibilidad
de deshacernos de nuestro propio cuerpo que suscita vergüenza? Si ése es
el estatuto del cuerpo: íntimo, inasumible, si es imposible deshacerse de él,
entonces: ¿qué memoria será la que se grabe en él?, ¿qué tipo de memoria
surgirá desde y con el cuerpo?
Pero en esta intimidad que menciona Agamben no estamos ante una ex-
periencia privada de los sujetos, su secreto más recóndito o su lugar menos
social. Al contrario,

[…] el yo, en consecuencia, está aquí desarmado y superado por su misma pa-
sividad, por su sensibilidad más propia; y, sin embargo, este ser expropiado y
desubjetivado es también una extrema e irreductible presencia del yo a sí mismo
[ibid.:110].

Extrema e irreductible presencia: ¿no es la que hemos leído en nuestras


historias? Extrema e irreductible presencia de los sujetos ante sí mismos
mediante y a través de sus cuerpos, en cada ejercicio particular de memoria.
¿Qué podría recordar alguien, cualquiera, sino la trama social de su vida,
relatada desde “su” punto de vista, desde un lugar “propio”, aunque sea

340
Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido

precario y sin importancia? Una memoria colectiva supone otra individual:


¿cuál sería su diferencia?, ¿dónde está el matiz que las separa? Cuando los
sujetos que hemos citado relatan su vida: ¿sólo narran una biografía indi-
vidual que le incumbe a ellos y a nadie más? Creo que no, porque tal vez
lo más paradójico de sus relatos es que siempre hablan de acontecimientos
colectivos, de instituciones y relaciones sociales, de formas de significación.
La memoria de cada uno de los que hemos citado es “individual” sólo en la
medida en que son un sujeto de enunciación, que hila y le da coherencia
a su relato. Pero dejemos el nombre y sólo tomemos los enunciados: cuando
hablan de sus vidas, ¿no se refieren necesariamente a un orden social que
las estructura, a un conjunto de posibilidades simbólicas y materiales que en
muchos sentidos las producen?, ¿sus memorias no son también la memoria,
tal vez indeseada e indecorosa, de ese orden social, de esa producción acu-
ciante de cualquier cuerpo y cualquier subjetividad? Creo que sí, el asunto
es saber escucharla, como Ulises supo escuchar a las sirenas, amarrado al
mástil de sus impulsos.
Yo sentí vergüenza ante algunos de los relatos que he reproducido. No
sé si me ruboricé como el estudiante italiano que recuerda Antelme. Sé que
no sabía muy bien qué hacer con mi vergüenza. Y los transcribí con pudor,
como si expusiera algo demasiado íntimo. Cuando Álvaro se sacó su zapato
y me mostró su dedo cortado, sentí vergüenza, una incomodidad generali-
zada. Veía, pero tal vez habría querido no ver. Era testigo sin quererlo del
cuerpo del otro, de sus marcas, de sus dolores y sus desgracias. Lo somos
todos los días. Y ésta será una característica de la memoria corporal, a nues-
tro entender. Será una memoria de una intimidad desconcertante. Hemos
dicho que el cuerpo podría comprenderse como un último lugar para los
sujetos. Su memoria también lo será. Debemos ser testigos.

341
Rodrigo Parrini

Bibliografía
Agamben, Giorgio
2005 Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III, Antonio
Gimeno (trad.), Valencia, Pre-textos.
Antelme, Robert
1999 La Especie Humana, Santiago, Lom (e.o. 1947).
Connerton, Paul
1989 How societies remember, Cambridge y Nueva York, Cambridge University
Press.
Del Valle, Teresa
1995 “Metodología para la elaboración de la autobiografía”, en C. Sanz Rueda,
Invisibilidad y presencia. Seminario internacional “Género y trayectoria pro-
fesional del profesorado universitario”, Madrid, Instituto de Investigaciones
Feministas de la Universidad.
Foucault, Michel
1987 “Nietzsche, la genealogía, la historia”, en Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría
(ed. y trad.), La Microfísica del Poder, Madrid, La Piqueta. pp. 7-31.
1989 La Historia de la sexualidad. La inquietud de sí, vol. III, Ulises Guiñazú (trad.)
México, Siglo xxi (e.o. 1976).
2003 Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión, Aurelio Garzón del Camino (trad.),
México, Siglo xxi (e.o. 1975).
Halbwachs, Maurice
2004a Los marcos sociales de la memoria, Manuel A. Baeza y Michel Mujica (trads.),
Barcelona, Anthropos.
2004b La memoria colectiva, Inés Sancho-Arroyo (trad.), Zaragoza, Prensas Univer-
sitarias de Zaragoza.
hooks, bell y Amalia Mesa-Bains
2006 Homegrown: Engaged Cultural Criticism, Canadá, South End Press.
Mendoza, Jorge
2004 “Las formas del recuerdo. La memoria narrativa”, en Athenea Digital, Bar-
celona, núm. 6, otoño. Disponible en: http://antalya.uab.es/athenea/num6/
mendoza.pdf
Narváez, Rafael
2006 “Embodiment, Collective Memory and Time”, en Body & Society, (12-3),
Londres, pp. 51-73.

342
Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido

Nietzsche, Friedrich
1997 La Genealogía de la moral: un escrito polémico, Andrés Sánchez Pascual (trad.
y notas), Madrid, Alianza (e.o.1887).
Olick, Jeffrey K. y Joyce Robbins
1998 “Social Memory Studies: From ‘Collective Memory’ to the Historical Socio-
logy of Mnemonic Practices”, en Annual Review of Sociology, vol. 24, Palo
Alto, California, pp. 105-140.
Parrini, Rodrigo
2007 Panópticos y laberintos. Subjetivación, deseo y corporalidad en una cárcel de
hombres, México, El Colegio de México.
Ricoeur, Paul
2003 La memoria, la historia, el olvido, Agustín Neira (trad.), Madrid, Trotta.
Rubin, Gayle
1996 “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo”, en Mar-
tha Lamas (comp.), El género: la construcción cultural de la diferencia sexual,
México, Programa Universitario de Estudios de Género, unam, pp. 35-96.

343

You might also like