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Rodrigo Parrini
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Subversiones. Memoria social y género. Ataduras y reflexiones
Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido
nuestro cuerpo. Y si esto es así, cualquier memoria será una memoria cor-
poral en primera instancia.1
Otra forma de mirar este aprendizaje es dar vueltas a las piezas y poner
la memoria antes del cuerpo. Es la lectura que Foucault [1987] hace de la
genealogía nietzscheana: la memoria, las mnemotécnicas, le dan al animal
humano un cuerpo. Si en la primera aproximación el cuerpo sostiene a la
memoria y permite las promesas, en la segunda, la memoria suscita el cuerpo
como garantía final de cualquier promesa posible. Foucault insiste en que
una promesa tiene como garantía final el cuerpo mismo del que promete. Y
sobre su cuerpo se cobrarán los incumplimientos.2
Entonces, tenemos dos rutas para explorar la relación entre memoria y cuer-
po. Una que presupone el cuerpo para que exista la memoria; otra que antepone
la memoria para que haya cuerpo. No sabemos aún qué sucederá con el olvido
en estas dos variantes. Pero una y otra supondrán el olvido. Sea que la promesa
sea una forma de olvidar el cuerpo, o que el cuerpo sea una forma de recordar la
promesa, el olvido será, para nuestros fines, la juntura entre la memoria y el cuer-
po. Juntura que es un lugar de fugas y de residuos. Olvido corporal, por tanto.
Esto es lo que quisiera explorar en este artículo. Memorias y olvidos cor-
porales. Formas en las que el cuerpo es fundado por la memoria, modos en
los que la memoria es creada por el cuerpo. Pero también, si podemos ha-
cerlo, entrever el lugar del olvido en la memoria y en el cuerpo. Para esto he
elegido algunos relatos, diversos entre sí, pero que me han permitido pensar
las relaciones que pretendo abordar. No deseo realizar una lectura detalla-
da, sino más bien una interpretación cuidadosa que sirva de entrada a otras
interpretaciones posibles, a otras lecturas. De este modo, el tono de este artí-
culo será el de la sugerencia.
1. Escribe Ricoeur [2003:62]: “[…] las pruebas, las enfermedades, las heridas, los traumatismos del
pasado invitan a la memoria corporal a fijarse en incidentes precisos que apelan fundamentalmente a la
memoria secundaria, a la rememoración, e invitan a crear su relato”. ¿Por qué las heridas, los trauma-
tismos y las enfermedades invitarían a crear un relato?, ¿qué tipo de invitación sería esa? Esta memoria
dolorosa de la que habla Ricoeur elegiría rememorar en vez de olvidar, a pesar de la dimensión traumática de
los recuerdos. Diríamos con Freud, “el trauma es el relato”.
2. Este tema puede encontrarse en la obra de Foucault. En Vigilar y castigar [2003, e.o. 1975] inves-
tiga las mnemotécnicas que crean y utilizan las instituciones disciplinarias. En La historia de la sexualidad
[1989, e.o. 1976], explora el papel de la memoria en la conformación de un sí mismo y en la articulación
de las prácticas de sí.
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3. Mendoza [2004] asevera que la memoria tiene una estructura narrativa, siguiendo a los “padres
fundadores” de este campo de estudio. No obstante, el vínculo entre memoria, narración y cuerpo es
oscilante y complejo. ¿qué experiencias del cuerpo podemos narrar?, ¿cómo se convierte el cuerpo en
narración y luego en memoria?, ¿cuáles son los hiatos entre cuerpo, memoria y narración?, ¿qué implica
el estatuto transicional del cuerpo, que lo ubica entre la biología y la cultura, para las operaciones narrati-
vas y para la memoria? Algunas pistas metodológicas para abordar estos intríngulis se pueden encontrar
en Del Valle [1995].
4. Desde hace tres años realizo un trabajo de campo en esta ciudad, como parte del doctorado
en Ciencias Antropológicas de la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, y de la investigación
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Memorias del cuerpo. Cuerpo, memoria y olvido
porque así la conocen. Si hubiese que describirla diría que es una persona
transgénero. No sé si alguna de esas categorías tengan sentido en esos lugares.
Pero es Fernanda para todos, amigos y enemigos. Me habían comentado que
podía ser bastante violenta cuando quería y que muchos la evitaban por eso.
He platicado con ella de manera casual, pero nunca le he preguntado por su
apodo. Sólo sé que tiene una herida en la mejilla izquierda, que cruza desde
la boca hasta el pómulo, aproximadamente.
He interrogado a otras personas de la ciudad sobre este tema. Luis, que
es uno de mis informantes más importantes, me dice “la charrasqueó Víctor”.
Fue hace años, en una pelea: Víctor fue a defender a su hermano, a quien Fer-
nanda pretendía y acosaba. Discutieron, y con una navaja la habría herido. El
relato continúa, porque después en una cantina, en medio de otra pelea, una
amiga de Fernanda rompió una botella de cerveza con la que le cortó la cara
a Víctor. Dicen que fue una venganza. Y como si se tratara de esas tragedias
griegas en las que un acto desata una cascada de sucesos maléficos, en otra
cantina a esa mujer también la charrasquearon. Dos hombres discutieron por
ella y terminó con la cara cortada. Luis comenta que “el que a hierro mata, a
hierro muere”.
Le pregunté a Víctor qué había sucedido y me contó que él y Fernanda
eran enemigos. Que ella lo insultaba y lo amenazaba. Un día perdió la pa-
ciencia y le cayó a golpes. “No sé de dónde salió la botella”, me dice, “pero
estaba tan furiosa que la rompí y le corté la cara”. Casi no quiso hablar de la
venganza. Dice que ya pasó. Víctor también está charrasqueado.
¿Cómo una herida puede producir identidad?, ¿qué tipo de marca se
hizo sobre el cuerpo que también pudo cruzar la subjetividad de los involu-
crados?, ¿qué relato y qué memoria es ésta, que se estructura en torno a una
herida y a una marca?, ¿qué tipo de recuerdo es éste: una herida y el cuerpo
marcado?, ¿por qué no ha sido posible el olvido y más bien el recuerdo mis-
mo suscita la venganza infinita que nos ha sido relatada?, ¿qué memoria es
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la que acá encontramos, que motiva el acto y otra vez el recuerdo, como si la
memoria fuera una insistencia sobre una misma marca?
El apodo de Fernanda es pura memoria, actualizada una y otra vez sobre
su rostro. Su misma identidad es la herida, una y otra vez recordada, no sólo
por ella, sino por todos los que la conocen, por todos los que pueden relatar
su historia, como los coros de las tragedias, que presencian pero no actúan y
que recuerdan, tal vez, a su pesar. ¿Qué ha pasado con los otros golpes, con
los otros cortes, que Fernanda podría tener?, ¿por qué la memoria se con-
densa en torno a una herida?, ¿el olvido son las otras llagas que no importan
hoy, el resto del cuerpo indemne ante cualquier desgarro? Creo que, en este
caso, es significativo que la herida atraviese el rostro de Fernanda y lo des-
figure, en alguna medida. Por eso se la recuerda: cada vez que la vemos re-
cordamos, suponemos, hipotetizamos. El rostro de Fernanda se convierte en
su propia memoria, en una especie de monumento que exhibe su historia de
modo insistente. Es Fernanda la Charrasqueada: la herida inaugura un nom-
bre, traza un relato, permite explicaciones, saca sus propias conclusiones.
Pero para que esta marca funcione, para que marque algo, y no pase sim-
plemente al olvido, debe formar parte de una historia colectiva. Fernanda no
se puso a sí misma el apodo, fue nombrada a partir de su herida. Y, en este
sentido, su rostro es una condensación de pequeñas historias de desavenen-
cias, de amores no correspondidos, de rivalidades. Historias de emociones
lacerantes. Y en torno a su herida, otros relatan sus propias vidas: Víctor, que
también está charrasqueado, pero que no tiene ningún apodo por eso; otros
gay de la ciudad que cuentan la vida de sus amigos. La herida, entonces, es
como una espiral que permite retroceder y regresar a través de una historia
colectiva y de una memoria apenas sugerida.
Podríamos decir que para reconstruir la memoria de los subalternos es
necesario empezar preguntándole a sus cuerpos, que es quizá lo único que
han tenido y que tienen. Sería una memoria carnal, sanguínea. Los golpes,
las marcas, las roturas, las arrugas, las cicatrices. Memoria corporal de los
subalternos, como estos hombres gay en una ciudad rural del sur de México,
que no puede borrarse mediante cirugías y cosméticos. El cuerpo “guarda-
rá” el recuerdo material de sus propias vidas. En muchos sentidos no hay
olvido, no es posible aplicar las técnicas de desvanecimiento de las marcas
corporales que hemos citado. Tal vez Fernanda no quisiera estar “charras-
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5. La conversación que refiero fue un encuentro informal. Sólo platiqué esa vez con Álvaro y nunca
lo volví a ver. Parte del relato depende de mi propia memoria, que conservó algunas partes y olvidó otras.
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Ha trabajado desde los 9 años. Lo dije antes. Y su cuerpo guarda los “re-
cuerdos” de las jornadas como chalán6 en las construcciones. Cuenta que en
una ocasión una máquina para preparar cemento se le cayó en el pie y tuvie-
ron que cortarle un dedo. Se saca el zapato. Miro con pudor. ¿Cómo observar
el pie cercenado de un muchacho de 18 años, las huellas del trabajo y de la
explotación, cuerpo del libre mercado, de una sociedad injusta y voraz? Veo
de reojo, con vergüenza en muchos sentidos, por ser espectador de un dedo
cortado y testigo del relato de una máquina de cemento que cayó sobre él, la
falta de atención médica, la burla de los patrones. No importa el dedo, tam-
poco el pie. En muchos sentidos, tampoco importa él, eso siento. Y siento,
aguda y dolorosamente, que él lo sabe: “así nos tocó vivir”. Luego se levanta,
alza su playera y me muestra un costado y me dice: “mira, estas heridas me
las hice en otro trabajo, me electrocuté”. Una larga cicatriz de piel levantada,
como una pequeña y epidérmica cadena montañosa. Nuevamente, soy testigo
de sus golpes, observador del cuerpo lacerado. Un costado como el de Cristo,
pienso, pero sin encíclicas ni eucaristías. Sólo huesos y carne chamuscada.
¿Y si el cuerpo fuese un archivo y estas heridas, estos dedos cercenados,
los documentos de una historia infame y dolorosa?, ¿y si estas heridas fueran
la memoria? Imagino arqueólogos venideros que encontraran el cuerpo de
este muchacho y vieran sus heridas y su pie: ¿qué dirían de su mundo? El
cuerpo sería el archivo, la descripción detallada y precisa de una sociedad.
¿Sabrían que fue el cuerpo de un proletario latinoamericano, de origen in-
dígena, migrante, mal alimentado (maíz, frijoles), trabajador de la construc-
ción, adolescente, pobre?, ¿sabrían que el pie lo perdió trabajando cuando
niño y que las cicatrices son producto de un golpe de corriente eléctrica?
Luego, si ha sobrevivido algo más de este maremágnum de objetos, docu-
mentos e imágenes que producimos, podrían saber cómo vivió, qué tipo de
persona fue, qué tipo de sociedad habitaba. ¿No es esta capacidad de guar-
dar signos de una época lo que hace del cuerpo una forma de memoria?, ¿es
la memoria una precaución respecto al pasado o un anuncio para el futuro?
Cuando Álvaro me relata su vida me muestra su cuerpo. Ahí están las
marcas de su historia. Como si cada acontecimiento pudiera acompañarse de
sus evidencias y las pruebas sólo fueran magulladuras, cercenamientos y cica-
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El cuerpo, escribe Foucault [1987:20] “[…] está roto por los ritmos de tra-
bajo, el reposo y las fiestas; está intoxicado por los venenos —alimentos o
valores, hábitos alimentarios— y por leyes morales, todo junto […]”. Leyes,
venenos y ritmos: quebrantos del cuerpo, se nos dice. Una especie de alquimia
que produce el cuerpo que conocemos: opaco, frágil, sometido a todo tipo
de relaciones de poder, a significaciones inauditas, a prácticas inesperadas.
Fernanda y Álvaro hablaron de su cuerpo, pero cuando dijeron algo sobre él,
siempre avizoraron un orden social que lo marcaba, de una u otra manera.
Ellos hablaron de esta alquimia de leyes, alimentos y valores.
¿Para qué sirve esa memoria corporal de la que hemos hablado? Hasta
ahora sólo mencionamos heridas y marcas que se recuerdan en el cuerpo. Los
cuerpos de los que hablamos son cuerpos “masculinos” en muchos sentidos.
Quisiera continuar con otro ejercicio de esta memoria: cuerpos de mujeres
que recuerdan. Liliana y Amanda son dos mujeres que recientemente abor-
taron. Fueron entrevistadas una vez que se despenalizó el aborto hasta las 12
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da, sobre él. Las glorias del feminismo encarnadas en una espalda encorvada
y en unos huesos desvencijados.
Memorias del vientre, que es la memoria de cada mujer ante los arreglos
de la naturaleza y las conminaciones de la cultura. Memorias de mujeres,
podríamos llamarlas. Subalternas, también, como las otras que hemos cita-
do, sin el oropel y la relevancia de las memorias del hombre. Por eso, quizá,
tan corporales, como si el cuerpo fuera el último rincón para guarecerse del
destino, los mandatos y el poder. Para Foucault, primera superficie de ins-
cripción del poder. Para nuestros narradores, último vestigio de la voluntad,
en alguna medida.
Amanda traza el transcurso de su vida desde su primer hijo hasta su pri-
mer aborto. Biografía del vientre. Recuerda cuando tuvo a su hijo, el único
que tiene, a los 17 años y dice que: “ni por aquí se me cruzaba [la idea] que me
iba a ir mal en la vida ni por aquí pensaba que iba a estar sola y pues chamaca,
todavía estaba chamaca”. Después, una vida azarosa, los fracasos, las pérdi-
das, los amores dolorosos. Entonces se embaraza de un primo del que está
profundamente enamorada y decide abortar. Tiene 47 años, no puede tener
otro hijo, menos de un pariente suyo. “Si Dios me puso el destino éste en
mi camino, pues ni modo”, dice Amanda. Veinte años de su vida que puede
relatar desde su vientre, por así decirlo, como si todo su destino pasara por
ahí y su narración fuera de un parto a un aborto y en medio quedara el fraca-
so, el paso de los años, los sinsabores, el amor, la férrea voluntad divina que
pone trances dolorosos a los mortales. Amanda reflexiona sobre su situación
desde dos coordenadas: el tiempo y la sangre. Dice que “ya está grande”,
que no es una edad adecuada para tener otro hijo, aunque haya mujeres que
sí lo hacen. Por otra parte, habla del temor que ella y su pareja sintieron al
enterarse del embarazo, porque al ser de la “misma sangre” el niño podría
haber nacido “mal” o “muerto”. Si hubiésemos sido de “distinta sangre”,
dice, le habría “gustado tenerlo”. ¿No son la sangre y el tiempo coordenadas
también de la memoria? Las alianzas debidas y los cruces funestos, por una
parte; por otra, las marcas del tiempo en el cuerpo, los tiempos sociales para
la reproducción y la maternidad. Leyes y tiempos sociales que organizan la
reproducción, que fijan límites a las acciones humanas. Y la memoria de
Amanda se ordena sobre esta trayectoria social: desde un parto prematuro
durante la adolescencia, hasta un embarazo tardío en la adultez. Desde un
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Cuando llegué ahí, pues, llegue ahí y me, o sea, me recibieron con golpes y todo
eso, pus eran como dieciocho, dieciocho internos ahí, y pus me empiezan a recibir
a golpes, antes de preguntarme por qué venía yo, qué había hecho, por qué había
caído en la cárcel, ellos con sus marihuanas, con sus drogas y me dicen, no pus
bienvenido y casi me matan, empiezan a golpear, me tiraron y no, me echaron una
cobija y me aventaron.
Ese fue el inicio. Luego, recuerda que los malos tratos de los otros internos
no lo dejaban dormir y descansar. Dice que “siente algo en el cuerpo”: la acu-
mulación de cansancio, una alimentación escasa y mala, la falta de sueño. Algo
en el cuerpo que es como un desmayo. El cuerpo que recuerda por acumula-
ción, que sedimenta los sinsabores y los sufrimientos. El cuerpo que acumula
todas esas experiencias para recordar su desgaste paulatino. Es curioso que
la suma sea una resta. Suma corporal de sufrimientos, resta corporal de vita-
lidad, de energías, de salud. La memoria permite esta aritmética del cuerpo.
“[…] a veces yo me he sentido que como que siento algo en el cuerpo, ya no
aguanta el desvelo y sobre todo cuando uno no se alimenta bien, pues este,
como que se quiere uno desmayar por la, o sea, por el desvelo y todo eso”.
La pesada corporalidad de la cárcel, esa administración intrincada de los
cuerpos, su arquitectura, sus reglamentos, la organización de la vida cotidia-
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una hipótesis: cuánto más extremas sean las experiencias que han vivido los
sujetos, y mayor sea el sufrimiento que hayan soportado, más intensa será la
memoria corporal. Como si ante un derrumbamiento de todas las facultades
y de las capacidades cognitivas y afectivas, de los vínculos sociales y éticos,
quedara el cuerpo como lugar último.
Robert Antelme, escritor francés que estuvo prisionero en el campo de
concentración de Buchenwald y autor de uno de los más intensos testimonios
sobre esa experiencia [Antelme, 1999, e.o. 1947], recuerda que hacia finales
de la Segunda Guerra Mundial, las ss emprendieron una huida desde ese cam-
po al de Dachau con sus prisioneros a cuestas [Agamben, 2005]. Las tropas
alemanas iban fusilando a sus cautivos en pequeños grupos, elegidos al azar.
En una de esas ocasiones, le tocó a un estudiante italiano. Antelme recuerda
el episodio:
El ss sigue llamado: Du, komme hier! Es otro italiano el que sale, un estudiante
de Bolonia. Le conozco y veo que su cara ha enrojecido. Le miro atentamente.
Guardo todavía ese rubor en mis ojos. Se queda al borde la carretera. Tampoco él
sabe qué hacer con sus manos […] [en Agamben, 2005:108; las cursivas son mías].
El recuerdo del estudiante a punto de ser fusilado es, ante todo, cor-
poral: Antelme recuerda su cara enrojecida, la incomodidad de sus manos
que no saben dónde posarse. Es una memoria condensada en los cuerpos:
el rubor del estudiante, sus manos incómodas, los ojos de Antelme y el in-
deleble reflejo.
Agamben [ibid.:109] reflexiona, a partir de este recuerdo y de otros, so-
bre la vergüenza. Cita primero a Emmanuel Levinas, para quien la vergüenza
se funda “[…] en la imposibilidad de nuestro ser para desolidarizarse de sí
mismo, en su absoluta incapacidad para romper consigo mismo”. Y luego
menciona tres experiencias corporales:
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“Lo que hay en nosotros de más íntimo”, nuevamente: el cuerpo. Por esto,
la memoria que se graba en el cuerpo (como dicen Nietzsche y Foucault) es
una memoria “profunda”, pero callada. También por esto, la memoria del
cuerpo será tan cierta respecto a la vida de los individuos que recuerden. Lo
más íntimo, aquello de lo que no podemos deshacernos. Si regresáramos a
algunos argumentos expuestos antes, debiéramos preguntarnos sobre el vín-
culo entre narración y cuerpo y sus efectos en la memoria: ¿qué narración
surge de esta intimidad tan extrema, pero inasumible, de esta imposibilidad
de deshacernos de nuestro propio cuerpo que suscita vergüenza? Si ése es
el estatuto del cuerpo: íntimo, inasumible, si es imposible deshacerse de él,
entonces: ¿qué memoria será la que se grabe en él?, ¿qué tipo de memoria
surgirá desde y con el cuerpo?
Pero en esta intimidad que menciona Agamben no estamos ante una ex-
periencia privada de los sujetos, su secreto más recóndito o su lugar menos
social. Al contrario,
[…] el yo, en consecuencia, está aquí desarmado y superado por su misma pa-
sividad, por su sensibilidad más propia; y, sin embargo, este ser expropiado y
desubjetivado es también una extrema e irreductible presencia del yo a sí mismo
[ibid.:110].
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