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Sampor, Lucas

La Saga de los Eónicos: Ficción. Tomo I / Lucas Sampor;


Colaboraron: Marisa Nera, Alejandro Schmid. -
1a ed. - Chaco : Cospel, 2010.
216 p. ; 19x14 cm.

1. Narrativa Argentina. 2. Ficción. I. Nera, Marisa. II.


Schmid, Alejandro. III. Título

© Copyleft, Cospel. 2010.


Resistencia - Chaco - Argentina

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Día 1

Calor intenso. Tal era el pronóstico meteorológico que


había dado la televisión nacional para el Nordeste del país.
La mañana se prestaba para dar veracidad al servicio espa-
cial, pues había amanecido con un sol implacable y un cielo
despejado de nubes.

Las aves aún permanecían en sus nidos y cantaban des-


preocupadas de los ruidos característicos de la ciudad, pero
pronto alzarían vuelo en busca de alimento para ellos y sus
pichones hambrientos. La prominente y lustrosa calvicie de
Juan Olivier reflejaba los primeros rayos de sol de la mañana
primaveral de la ciudad Capital de la provincia del Chaco.

Era su ritual, inevitable y necesario, acudir todas las ma-


ñanas a la Catedral del centro de la ciudad a rezar un rosa-
rio. Se sentía culpable si no cumplía con aquel protocolo
personal y espiritual. Miró su reloj mientras cruzaba la pla-
za 25 de Mayo de 1810 en dirección oeste y advirtió que con-
taba con mucho tiempo de sobra. Su reloj, un modelo Casio
antiguo y clásico con correa de aluminio cromado poseía un
elemento que indicaba el día de la semana y la fecha. Por ser
martes, Juan tenía que ir a la Facultad de Humanidades de la
Universidad Nacional del Nordeste recién a media mañana,
pues no tenía que dar clases hasta la tarde. Eso la daba tiem-
po suficiente para rezar un rosario completo sin apuros.

Para salir de su casa, no había oído la radio pues el noticie-


ro de la noche anterior ya lo había preparado para afrontar el
día. De todos modos, antes de cerrar la puerta para salir, miró
el cielo y comprobó la ausencia de nubes. No tuvo necesidad
de volver a entrar a la casa a buscar algún abrigo, pues no cre-
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1· La Saga de los Eónicos
yó que el clima fuese a cambiar de manera brusca.
No había encontrado sitio para estacionar su VW 1500 en
los alrededores de la iglesia y debió aparcar un poco más
lejos que de costumbre, pero no le molestó en absoluto tener
que caminar unas cuantas cuadras. Se sentía de buen humor
y parecía sonreír discretamente cuanto se detuvo a esperar
que el semáforo le cediera el paso.

Observó como pasaban delante de él los colectivos urba-


nos cargados de alumnos en camino de las escuelas. Le pa-
reció un poco tarde para ellos y volvió a mirar su reloj. Las
7:45 pasadas, apenas. Si, era un poco tarde para el ingreso
puntual a las aulas y pensó que aquello era una consecuen-
cia directa de que sus alumnos universitarios no fuesen res-
ponsables con los horarios de las cátedras. Él los veía entrar
y salir de las aulas en medio de sus discursos explicativos
sobre las causas y consecuencias de los acontecimientos que
habían transcurrido durante el Siglo XX.
Por el rabillo del ojo vio que una pareja comenzaba a cru-
zar la calle y los imitó sin prisa, sabiendo que tenía tiempo
suficiente para llegar a la otra acera. En medio de la calle
debió esquivar el frente de un auto que se detuvo sobre la
franja rayada que indicaba la senda peatonal. Miró con aire
enfadado al conductor del vehículo y lo descubrió mirando
en otra dirección, intentando evadir su mirada. Supo que si
intentaba darle un sermón al sujeto sólo lograría perder su
buen humor matutino, por lo cual se limitó a observar el co-
che mientras lo rodeaba, al igual que los otros peatones.
-¡Todos los remiseros hacen lo mismo! ¡No puedo creer!
–oyó decir a la mujer que caminaba un poco más adelante y
se solidarizó con ella.
Se descubrió recuperando la sonrisa y caminó con más re-
solución hacia la iglesia, que ya estaba frente a él.
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Lucas Sampor
La pintura de color yuca de la fachada reflejaba con cierto
ardor los rayos matinales del sol y Juan debió entrecerrar los
ojos para no lastimar sus pupilas. Dos esculturas custodian
la puerta de algarrobo que ocupa el centro de la fachada. A
un lado se encuentra San Fernando, patrono departamental
y, en el otro, la Virgen María. Ambos en blanco, sin colores
que perturben su pureza y líneas estilizadas con que los re-
presentó un autor local. A ambos lados se elevaban torres
terminadas en pirámides, que cumplen la función de sendos
campanarios, con los cuales se llama a los feligreses a las ce-
lebraciones eclesiásticas.

Juan ingresó al sitio por la doble puerta de madera oscura


y se persignó con una rodilla pegada el suelo. Desde allí, ob-
servó y estudió el lugar. Conocía la nave de memoria, pero
los concurrentes solían ser diversos y pocas veces se repe-
tían, teniendo en cuenta que él tenía un horario fijo para ese
rito sagrado. Había más de veinte personas desparramadas
por toda la sala, ubicados solos o agrupados de a dos en los
bancos de madera oscura que formaban cuatro filas que iban
desde la puerta de ingreso hasta el altar mayor, en el frente
de la nave. Eligió la zona más despoblada, ya que le gustaba
rezar en voz alta, pero sin ser oído por los demás. Caminó
hacia allí y se ubicó en un banco, detrás de un joven que es-
taba arrodillado sobre la madera del banco, pero en el lado
opuesto de la fila. Mientras se disponía a orar, lo observó
con detenimiento. Sus manos estaban entrecruzadas delante
de un rostro sumido en la concentración y el sufrimiento. Su
voz temblaba y se perdía por instantes, para volver a apare-
cer repentinamente y con más poder.

Juan intentó no prestar atención a sus palabras, pero la


impresión que provocaba el joven parecía irresistible para él.
Hizo un esfuerzo por olvidar al muchacho y sacó su rosario del
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1· La Saga de los Eónicos
bolsillo de su pantalón de vestir para comenzar a rezar. Era
una reliquia que había pertenecido a la madre de su esposa.
Estaba hecho con piedras de jaspe muy pequeñas y talladas a
mano por artesanos mexicanos en el Siglo XIX. Lo había reci-
bido como un obsequio de bodas y significaba para él, el haber
cambiado su origen judío por la religión cristiana para poder
casarse con la mujer de sus sueños; una devota católica.
Buscó con sus dedos el comienzo de una cuenta y se pre-
paró mentalmente.
-Ya no puedo seguir así. –la voz del joven lo volvió a sacar
de su concentración y levantó la cabeza para mirarlo. Casi
pensó en pedirle un poco de silencio cuando lo siguió oyen-
do. –No tiene sentido continuar con este calvario. No tengo
motivos para seguir viviendo.

Las últimas palabras paralizaron los pensamientos de


Juan Olivier y se quedó mirándolo sin pestañear. Cuando
los ojos comenzaron a arderle, recordó que debía hacerlo y
salió de su sopor. Logró ver unas lágrimas correr por las
mejillas del muchacho y la compasión se apoderó del cuerpo
del profesor universitario.

Tenía una triste relación con el suicidio. Su padre, ence-


rrado en el campo de exterminio de Auschwitz, había sido
manipulado psicológicamente y encaminado al suicidio por
los encargados del complejo. De pronto, todas las imágenes
que había podido recrear mediante información recaudada
durante años, se agolparon al mismo tiempo en su mente.

Sólo recordaba a su padre con imágenes muy borrosas y


las pocas fotos que poseía, no lo ayudaban demasiado por
ser muy antiguas y estar fuera de foco. Pero le servían lo
suficiente para armar el pasado tormentoso que había termi-
nado con la vida de su progenitor.
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Lucas Sampor
Casi podía ver a los oficiales de mayor rango del Ejército
que se encargaban de la seguridad personal de Adolf Hitler,
eligiendo a personas demacradas por la estadía en el campo
de exterminio polaco.
Cuando parecía consolidarse el imperio nazi, los S.S. que
custodiaban el buen funcionamiento del campo pusieron en
práctica un sistema aún más cruel de acabar con los prisio-
neros. Elegían un miembro en excelente estado físico de la
lista y lo encerraban en un cuarto desprovisto de ventanas y
muebles, exceptuando una silla de madera y una soga con
nudo corredizo que pendía de una viga del techo. Luego de
un día de encierro, los generales que habían estado espiando
al sujeto hacían especulaciones y apuestas sobre el tiempo
que el prisionero tardaría en suicidarse. Podía llevar días o
semanas. Se le daba un plato de comida al día, que consis-
tía en un caldo acuoso y desabrido y un trozo de pan duro.
El caldo era condimentado secretamente con purgantes, que
causaban dolores estomacales y deshidrataban al infeliz ele-
gido. En lugar de alimentarlo, la función del preparado era
debilitar a quien lo ingería. No requería más de una semana
demacrar físicamente al individuo.

Por si no fuese suficiente, por un sistema de altavoces ins-


talado en el techo de la celda, los apostadores se encargaban
de derrumbar la psiquis del preso con insultos hacia su per-
sona, su raza y su creencia religiosa. Dos semanas de este
tratamiento dejaban al sujeto liquidado y listo para colgarse
del cuello. Por una rendija diminuta, ubicada en la puerta
metálica, un oficial controlaba el estado del reo y daba un
informe a los oficiales cuando el individuo se quitaba la poca
vida que le restaba. En ese momento se calculaba el tiempo
que había estado allí y se controlaban las apuestas. El oficial
que había acertado el día exacto de la defunción se llevaba
las apuestas. Para los archivos oficiales, se informaba que el
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1· La Saga de los Eónicos
prisionero había muerto en su puesto de trabajo, por lo cual a
Juan Olivier le costó mucho esfuerzo averiguar la verdadera
suerte de su padre.

Luego de tres semanas de agonía física y mental, con el


cuerpo consumido por la disentería y la deshidratación, oje-
roso, demacrado, con los músculos consumidos casi hasta
su desaparición, había logrado subirse a la silla enclenque
y pasado la soga alrededor de su cuello flaco y largo. Juan
parecía revivirlo en cada recuerdo. Lo creía ver tragando sa-
liva por última vez, para alcanzar el coraje necesario y quitar
la silla bajo sus pies débiles y temblorosos. No habría vuelta
atrás cuando llegase a ese punto, pero creía que era la única
forma de acabar con todo aquel suplicio infringido por aque-
llos desalmados y endemoniados seres que decían llevar la
luz divina como estandarte.

Una vez pendiendo de la soga, soltaría los últimos restos


que contenía su estómago y dejaría de patalear para satisfac-
ción de los oficiales nazis, pero en especial para uno, que se
sabía ganador de las apuestas.
Cada vez que Juan recordaba aquellos sucesos que no ha-
bía vivido ni experimentado, pero que los creía exactos, pues
su mente dolida había recreado los acontecimientos, sus ojos
se llenaban de lágrimas.
Sin darse cuenta, había bajado la cabeza y unas lágrimas
mojaban las palmas de sus manos, donde colgaba aún el ro-
sario. Se enjugó el rostro con el dorso de la mano derecha y
alzó la vista hasta el joven. Su corazón dio un vuelco cuando
no lo encontró allí. Sintió los latidos golpeando contra su
pecho acongojado. Por un segundo, creyó haberlo imagina-
do todo, pero instintivamente lo buscó, mirando subrepticia-
mente toda la nave de la iglesia. Lo halló caminando despa-
cio, arrastrando los pies, por el pasillo que formaban las filas
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Lucas Sampor
de bancos, hacia la puerta principal. Sin saber exactamente
por qué lo hacía, se levantó y lo siguió. No pensaba en ello.
A cada paso apresurado apretaba más y más el rosario en su
mano izquierda, como si aquello le diera más valor para ha-
blar con el muchacho. Sólo allí comprendió que iba a hablar
con él.
El joven salió por la enorme puerta y dobló hacia la dere-
cha, donde el semáforo daba permiso a que los automóviles
avanzaran. Se detuvo junto al cordón de la acera y esperó allí
a que el semáforo se pusiese rojo y detuviera a los vehículos.
Allí mismo lo alcanzó Juan Olivier, colocándose a su lado y
observando el rostro entristecido del muchacho. No se deci-
dió a comenzar a hablar y el semáforo le dio luz verde para
continuar caminando.
El joven avanzó y cruzó la calle. Juan lo observó alejarse
entre los transeúntes cada vez más numerosos, caminando
con la cabeza en alto y a paso decidido. No se percató de ese
cambio en el ánimo del joven. Cruzó la calle justo a tiempo
para evitar el tránsito que volvía a avanzar. Caminó tras él
algunos metros pensando en lo que iba a decir y nada pare-
cía apropiado para comenzar una charla amistosa y desinte-
resada. Entonces se decidió por ir al grano y mencionar el
tema sin tapujos. Lo observó durante algunos metros más,
cruzando vidrieras que exponían electrodomésticos, zapatos
y muebles.

Lo alcanzó con un pequeño trote junto a un kiosco de revis-


tas y periódicos que estaba ubicado sobre la vereda. Le tocó
el brazo para llamar su atención y se colocó frente a él con una
sonrisa diminuta. El mismo contacto le hizo sentir un escalo-
frío. El rostro del joven lo mostró sorprendido ante el llamado
y lo miró con el entrecejo fruncido, mostrando que iba pensan-
do en cosas que mantenían su mente en sitios lejanos.

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1· La Saga de los Eónicos
-Hola. –Juan le enseñó una sonrisa tímida. -Perdón por
interrumpir, pero te escuché rezando en la Catedral y me in-
teresó lo que decías. –comenzó Juan y se detuvo al ver la
reacción del individuo, que se erguía en toda su estatura y
miraba hacia los lados, buscando alguna explicación que no
hallaría allí. Sólo allí Juan pudo advertir lo alto que era el
muchacho, pues en el banco de la iglesia se había mantenido
arrodillado y encorvado. Continuó hablando para volver a
captar la atención de este. –Se que es incorrecto oír a los de-
más, pero creo que en esta ocasión puedo ayudarte, si es que
comprendí tus problemas. –el joven dudó en hablar, pero al
fin tomó aire.

-Usted no tiene idea de mis problemas. –dijo secamente el


joven, aún extrañado por la intromisión del sujeto.
-Tenés razón en eso. –admitió Juan con una sonrisa que
intentaba aplacar los ánimos del joven. –Desconozco tus pro-
blemas, pero la solución que estás buscando no me parece la
adecuada. Si me permitís, podría ayudarte.
El joven estudió por unos largos segundos a Juan, miran-
do su rostro y sus ojos castaños con un aire muy serio. Se
supo descubierto en sus planes y mostró vergüenza por ello.
Parecía no animarse a hablar del tema con aquel desconocido
y Juan lo interpretó correctamente, invitándolo a sentarse en
un bar que estaba a muy pocos metros de allí.

Las mesas que ocupaban la vereda del local eran círculos


de plástico blanco sostenidos por patas metálicas entrecruza-
das, plegables. Las sillas estaban hechas con los mimos ca-
ños metálicos y unas lonas cruzadas entre los mismos hacían
las veces de asiento y respaldo. Todo había sido cedido por
una empresa de cervecería nacional. Mientras esperaban el
pedido, se presentaron y se mantuvieron en silencio. Juan

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Lucas Sampor
había desayunado en su casa y sólo pidió una taza de café
con leche.
-David, voy a ser directo. –decía Juan mientras el mozo
que había dejado las medialunas y el café que había pedido
el joven se retiraba. –No me voy a meter en tus problemas si
no querés, pero quitarse la vida no es la solución correcta.
–hablaba en voz baja para que los demás parroquianos no
oyeran la conversación y el joven no se sintiese mal por ello.
Sólo había dos mesas ocupadas y estaban lejos de ellos. Los
demás habían buscado el fresco del acondicionador de aire
en el interior del local. –Si no encontrás una solución para
ellos, yo te puedo ayudar, ¿si querés? Otra opción es asumir-
los como parte de tu vida y sobrellevarlos del mejor modo
posible. Si estás dispuesto a intentarlo, yo tengo algunas co-
sas que pueden mantener tu mente ocupada y lejos de esos
pensamientos.
Mientras ingerían el desayuno, Juan le iba explicando la
proposición y lentamente David pareció recobrar el ánimo
perdido. Se interesaba por la charla y pedía detalles del tra-
bajo que Juan le estaba encomendando. En media hora se
pusieron de acuerdo en que el joven trabajaría como ayudan-
te del profesor en un proyecto que este tenía.

Tras la charla amistosa que habían logrado trabar, Juan


se excusó por tener que acudir a la Universidad para tratar
temas concernientes a su cátedra de Historia del Siglo XX. Se
despidió tras quitarle la promesa de que se mantendría con
vida y acordaron reunirse en la casa del profesor esa misma
tarde.

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1· La Saga de los Eónicos
La temperatura, al mediodía, había ascendido hasta tocar
los 40 grados centígrados por un par de horas, pero a medida
que el sol iba descendiendo en el cielo y se acercaba al hori-
zonte, la temperatura iba descendiendo con el astro mayor,
prometiendo una tregua durante la noche.

A las seis de la tarde, el sol aún estaba en lo alto y el clima


estaba lejos de ser agradable, por lo cual David se cruzó con
muchas personas que se agrupaban en las aceras de sus casas
a beber tereré, una infusión fría que se toma de manera simi-
lar al mate. Las personas charlaban, leían los periódicos del
día o se entretenían oyendo música de un aparato de radio o
de una guitarra. Con una pelota de fútbol, los más chicos se
divertían jugando en cualquier espacio abierto que hallasen
desocupado. Sus gritos alegraban la tarde y enojaban a los
vecinos, ya cansados de ellos.
David siguió las indicaciones dadas por el catedrático y
tomó la calle San Lorenzo, en las cercanías del campo uni-
versitario. Caminó hasta llegar al 900 y, con la vista, buscó
una casa que concordase con la descripción dada. Paredes
blancas detrás de un portón metálico verde oscuro. Se paró
frente al lugar y lo estudió con cuidado. La pintura del por-
tón comenzaba a descascararse y se veían rastros de los an-
tiguos colores de las rejas. Blanco, negro y un azul chillón
muy desagradable. Hizo bien en volver a pintarlo, pensó
para sí mismo. Las paredes exteriores, en cambio, parecían
pintadas recientemente, aunque se notaban algunas rajadu-
ras en el revoque. Pero era de esperar eso en una casa tan
vieja como parecía ser aquella. Indudablemente los cimien-
tos se fueron asentando con el paso de los años. Las plantas
que intentaban adornar el lugar no hacían otra cosa que con-
vertirlo en una selva en miniatura. Rosas chinas con ramas
extensas y que se doblaban hacia abajo, tristemente con el
peso de flores marchitas, helechos colgados por doquier, cro-
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Lucas Sampor
tos que mostraban sus hojas de muchísimos colores oscuros
combinados con tonos amarillos, todo sobre una tierra gris
que pedía agua a gritos suplicantes y silenciosos que no eran
oídos por nadie. Un caminito angosto pasaba a un lado de
la casa y parecía llevar a un patio trasero oculto tras la casa.
David rogó que estuviese desprovisto de plantas, por el bien
de las mismas.
Buscó el timbre y lo halló en una de las paredes laterales.
Llamó y un sonido monótono rugió en el interior de la casa.
La puerta se abrió algunos segundos más tarde y en ella apa-
reció Juan con una amplia sonrisa agradable. Caminó hasta
el portón y lo abrió realizando unas maniobras extrañas. El
fuerte chillido de los metales oxidados al rasparse lastimó los
oídos descuidados de David, no así los oídos acostumbrados
de Juan, que no prestó atención al mismo. Le cedió el paso
al joven y, luego de cerrar el portón, lo condujo al interior de
la casa.
Los muebles y la iluminación daban un aspecto muy dis-
tinto al exterior. Antiguos, bien cuidados, decorados con
adornos sutiles y luces amarillas estratégicas, en tres de las
cuatro paredes de la sala, daban una sensación acogedora.
La limpieza no parecía ser uno de los fuertes de Juan, pero el
orden la disimulaba bastante bien.

Le mostró la cocina y el baño en una rápida excursión y se


dirigieron a la sala que Olivier utilizaba como estudio.
Lo primero que advirtió David fue la gran repisa que ha-
cía las veces de biblioteca. Más de doscientos volúmenes de
libros y revistas de diversos temas que iban desde novelas
de ficción hasta revistas de divulgación científica. Uno de
los estantes estaba dedicado exclusivamente a libros de pe-
dagogía, cosa lógica para un profesor de nivel terciario que,
además, era titular de una cátedra.

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1· La Saga de los Eónicos
Paseó la vista por el resto de la habitación, observando un
estante de menor tamaño, donde estaban los libros que pare-
cía usar con mayor frecuencia, junto con un portafolio marrón
de cuero bastante agrietado. Algunos cuadros ocupaban las
paredes, donde se hallaba una sola abertura, a excepción de
la puerta. La ventana cerrada parecía dar al patio trasero que
había adivinado David. El resto no sobresalía de lo normal.
Un ventilador de techo giraba con pereza, teniendo cuidado
de no hacer volar los papeles que Juan tenía sobre el escrito-
rio. Por alguna extraña razón, la pieza estaba fresca, como si
el calor que había golpeado a la ciudad durante todo el día
no se atreviera a entrar en aquel santuario de ciencia.

Juan se acercó a la ventana y la abrió. David estaba para-


do frente a ella y al primer vistazo divisó plantas. Sintió una
decepción momentánea al notar que las ideas que había con-
cebido unos momentos antes se cumplían, pero un análisis
más detallado le mostró un jardín cuidado, donde las flores
parecían estar a gusto. Incluso alcanzó a ver mariposas y
una pareja de picaflores alimentándose de un bebedero que
colgaba de la rama enclenque del único árbol que había en el
jardín: un palo santo.
Juan lo sorprendió viendo por la ventana con los ojos muy
abiertos.
-Hay una diferencia enorme con el resto, ¿verdad? –tenía
una sonrisa socarrona en los labios, pues había adivinado los
pensamientos del joven nuevamente.
-La verdad, que si. –dijo tímidamente David y se acercó
más a la ventana para poder ver mejor las proporciones del
patio trasero. –Parece que se toma mucho trabajo con estas
plantas. –comentó una vez que estuvo junto a Juan.
-Si. No me apasionan, pero es una buena manera de des-

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Lucas Sampor
cargar tensiones. –cuando acabó la frase se dio cuenta de lo
que había dicho.
Miró rápidamente al joven que estaba de pie a su lado y
le brindó media sonrisa retraída y tímida. Luego cambió de
tema con rapidez.
-Esto es parte del trabajo que quiero que hagas. –mientras
hablaba tomó una carpeta de cartulina que estaba sobre el
escritorio y se la pasó a David. –Hace algunos meses pensaba
hacerlo yo mismo, pero mi trabajo no me deja mucho tiempo
libre.

Este la tomó entre sus manos con decisión y se sentó en la


silla que estaba frente al escritorio. Abrió la carpeta y comen-
zó a leer su contenido sin mucha atención en cada una de
las hojas que pasaba. Luego de unos minutos, David alzó la
cabeza y miró a Juan Olivier a los ojos. Lo sorprendió obser-
vándolo con atención y se sintió culpable aunque sólo estaba
pensando en que no lo veía sudar a pesar del calor.

David no dijo nada al respecto.

-Aquí trata muchos temas. Si me da una lista de ellos,


puedo acomodarlos de ese modo. –sugirió el joven.
-No tengo tal cosa, por eso necesito ayuda. Ahí están
todos los temas resumidos y en aquellas cajas está todo el
material que quiero que archives. –Juan señaló un grupo de
cajas apiladas en un rincón del cuarto.
-¡Ajá! Perfecto. ¿Cuánto tiempo tengo para eso? –quiso
saber el muchacho.
-No tengo apuro. ¿Cuánto creés que te puede llevar?

-Cuatro o cinco días, dependiendo de la cantidad de te-


mas. –conjeturó David.
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1· La Saga de los Eónicos
-Bien. Empezás mañana si querés.

-¿Por qué no ahora? –preguntó extrañado.

-Acá es donde trabajo. Tenía pensado que llevaras todo a


la sala de adelante y dispusieras de más lugar y tranquilidad.
Mientras trabajo, escucho música y hablo en voz alta. –expli-
có Juan ante la mirada perpleja del joven. –Además, es hora
de preparar la cena.

David siguió con la mirada el dedo índice de Juan que


señalaba el reloj que estaba sobre el escritorio. Una peque-
ña replica de la Venus de Milo utilizaba como base un reloj
con números romanos. Indicaba las ocho y veinticinco pa-
sadas. David pensó que el profesor tenía la costumbre de
cenar temprano, cosa común entre la gente que comienza el
día muy temprano.

-Está bien. ¿A qué hora quiere que venga mañana?

-Nada de venir mañana, te quedás a comer. –dijo Juan en


forma de invitación, pero con la intención de que no pudiese
ser rechazada. –Tengo unas costeletas en la heladera y puedo
preparar unas papas fritas o ensalada. Lo que quieras.
Cenaron entre anécdotas de Juan de su vida estudiantil.
Se sentía feliz de poder recordar los tiempos lejanos en que
le resultaba divertido engañar a los profesores. Ahora era
consciente de que sus alumnos intentaban engañarlo a él.
Estaba seguro de que lo lograban con frecuencia.

David reía y devoraba con ansias la carne y la ensalada de


tomate que había preparado Juan. Eso dejó muy contento a
Juan, que había llegado a dudar de que su ayuda sirviera de
algo al joven. Pero al menos, terminaría bien el día.

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Lucas Sampor
Se le ocurrió ofrecerle quedarse a dormir, pero le pareció
demasiado. El muchacho podría pensar mal de él y no que-
ría alejarlo por una tontería semejante. Debería confiar en las
ganas de vivir del joven.
Se terminaron la botella de vino que el muchacho había
insistido en comprar. No era de buena calidad, pero fue lo
mejor que consiguió en la despensa del barrio. Se encaminó
hacia la puerta.
-Es hora de que me vaya. ¿A qué hora vengo entonces?

Juan meditó sobre sus horarios académicos del día que le


esperaba y consideró que lo ideal sería recibir al muchacho
temprano y dejarlo trabajando mientras él iba a la iglesia y
luego a la facultad.
-¿Te parece bien a las siete o siete y media? Podemos de-
sayunar acá y mientras vos trabajás, yo voy a clases.
-Bueno. A las siete estoy acá. Adiós.

Parecía haber un acuerdo silencioso entre ambos de no


mencionar el tema del suicidio en absoluto. Juan salió tras
David para abrir el portón metálico, pues parecía imposible
que otra persona lograra abrirlo. Cuando llegó hasta la en-
trada, el joven hizo un movimiento simple y silencioso, pero
enérgico y rápido. El portón cedió a sus manos sin emitir el
clásico chillido de los metales oxidados al friccionarse. La
sorpresa inicial llevó a pensar a Juan que el portón estaba
abierto, que había olvidado cerrarlo, pero comprendió que el
movimiento del brazo de David confirmaba que había esta-
do cerrado. No adivinaba cómo había logrado hacerlo, pero
no dijo nada. Lo vio alejarse caminando mientras cerraba
ruidosamente el portón.

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1· La Saga de los Eónicos
Día 2

La radio estaba encendida y Juan había sintonizado un


programa en amplitud modulada que repasaba las noticias
principales impresas en los diarios locales. Habían elegido
un desayuno frío de cereales y leche pues los medios de co-
municación pronosticaban otro día de intenso calor.

Los cuencos de plástico transparente yacían vacíos sobre


la mesa redonda de fórmica que asimilaba mármol gris. Allí
trabajaría David. Ya había acarreado las cajas de libros des-
de el estudio y le había suplicado a Juan que dejara los uten-
silios de la comida allí, que él se ocuparía de lavarlos.

En un papel estaban anotados los números del celular y


de la facultad, donde podría ubicar a Juan, de ser necesario.
Este estaba a punto de salir por la puerta.
-Voy a la catedral, pero para las nueve ya voy a estar en la
facultad. –dijo.
David había abierto una de las cajas al azar y tomó el libro
que estaba arriba de todos los otros. Era un libro que explica-
ba la vida, costumbres y rituales de la civilización perdida de
la antigua Grecia. Se lo mostró al profesor con una sonrisa.
-Yo hice una monografía de esto en la secundaria. Es un
tema muy interesante.
-Ya lo creo que si. –comentó Juan, para decir algo.

-Conozco un museo que tiene artículos muy intere-


santes. –continuó diciendo el joven con la misma sonrisa
emocionada.

23
1· La Saga de los Eónicos
-¿Museo? ¿Qué museo? –el rostro de Juan mostraba el
reciente interés que había adquirido en el tema de conver-
sación. Se paró de frente a David. –No sabía que había un
museo del tema en la ciudad.
-Claro, casi nadie lo conoce. Yo lo descubrí por casua-
lidad. Mi profesora de Historia me pidió que hiciera un
trabajo práctico sobre el tema para no llevarme la mate-
ria a diciembre, advirtiéndome que debía ser muy bueno.
Imagínese, me preocupé mucho, porque tenía dos semanas
para hacerlo. Estaba en la biblioteca pública, a la vuelta de
la catedral, y me crucé con otro profesor del colegio. –David
contaba la anécdota con tranquilidad, desentendido de las
ansias del profesor por conocer la ubicación del lugar. –Me
preguntó qué estaba haciendo ahí y le expliqué lo del trabajo.
Entonces me aconsejó ir a este museo. Cuando se retiró de la
biblioteca, tomé todos mis apuntes y salí corriendo hasta el
lugar. Bueno, corriendo es una forma de decir, porque anda-
ba en bicicleta. Pero llegué ahí y no encontré nada. Estaba
por dar media vuelta, pensando que el tipo me había toma-
do el pelo, pero hice un último intento porque necesitaba la
nota. Le pregunté a un viejo que estaba parado en la vereda
y tuve la buena suerte de que era el encargado del museo.
Me saqué un diez con lo que el viejo me dio. No usé ningún
otro material, solamente los datos que obtuve ahí.
-Podríamos ir algún día. –sugirió Juan, tratando de pare-
cer calmado. -¿Creés que todavía esté ahí?
-No tengo idea. Puede ser. –dijo David, volviendo a dejar
el libro dentro de la caja. -¿Qué le parece si vamos esta tarde?
Si usted no tiene que ir a la facultad.
-Excelente idea. Estaba por proponerte lo mismo. Ahora
me voy. Nos vemos antes del mediodía. Voy a traer comida,
así que no te vayas.
24
Lucas Sampor
Juan encontró estacionamiento libre a la vuelta de la cate-
dral, en la avenida 25 de Mayo, frente a la casa de Gobierno.
Sólo debió caminar una cuadra para llegar a la iglesia, pero
mientras lo hacía recordó que el día anterior no había rezado.
Se sintió culpable un segundo, o tal vez menos, hasta que
pensó que con la buena acción que había hecho al ayudar a
David, Dios lo perdonaría. El buen Dios misericordioso de
los cristianos debía tener en cuenta los buenos actos de sus
fieles, pensó con satisfacción.
Entró a la nave de la catedral con la firme decisión de no
prestar atención a nada que no fuese su rosario.
A las nueve y media cruzaba los portones verdes del
complejo universitario con su auto. Lo estacionó frente a las
puertas traseras del edificio de la facultad de Humanidades
y bajó con su portafolio raído para entrar a los pasillos del
instituto. Las paredes descascaradas y repletas de pancartas
que recordaban la pasada elección del centro de estudiantes
ganada por la popular y eternizada “Franja Morada”.

Recordó con cariño que él había formado parte de sus


listas en su época de estudiante, cuando las actividades del
centro eran muy diferentes a las actuales. Habían logrado
destituir a tres profesores e hicieron tambalear al decano en
sus tres períodos consecutivos al frente del poder. Ahora las
cosas eran tan distintas que sintió nostalgia, pero tranquili-
dad al mismo tiempo. Los centros de estudiantes se habían
calmado, cambiando sus objetivos, a partir del último golpe
militar, donde muchos de los militantes habían sido perse-
guidos, con su posterior desaparición.
Recorrió aquellos pasillos casi desiertos, subiendo al se-
gundo piso de edificio, hasta que llegó a la oficina destinada
a su cátedra. La oficina estaba dividida en varias secciones
por paneles de machimbre y cada sección pertenecía a una
25
1· La Saga de los Eónicos
cátedra diferente. Uno de los profesores adjuntos estaba allí,
fumando un cigarrillo y bebiendo una taza de té. En la mesa
había un cenicero y un plato, donde se posaba la cucharita
metálica y el saquito usado del té. Cerró la puerta tras de
sí, dispuesto a trabajar en la organización de los exámenes
finales correspondientes a Historia del Siglo XX. Ya poseían
una lista bastante acertada de la cantidad de alumnos que
se habían inscripto para tales exámenes. Era miércoles y la
inscripción cerraba al día siguiente. Mentalmente sabía que
la mayor parte del alumnado tomaría la evaluación, pues no
era una de esas cátedras complejas y difíciles, donde los pro-
fesores bochaban en manadas.
Para las once y media de la mañana, habían decidido los
turnos y los tribunales que presidirían las mesas de exáme-
nes. Las aulas y los horarios ya estaban designados. Volvió
a caminar por los pasillos, diferentes ahora con la multitud
de alumnos que salían de las aulas y lo saludaban con cariño.
Reconoció a algunos de sus ex alumnos, pero iba pensando
en el menú posible para el almuerzo.

Llegó a su casa con una docena y media de empanadas


horneadas y una botella de vino, pero no tenía hambre.
Estaba ansioso por continuar escuchando la anécdota de
David sobre el museo de arte griego.
Mientras comían, logró sacarle a David la dirección del
museo. Trató de idealizar la calle Don Bosco, específicamen-
te la cuadra correspondiente a la numeración 300, pero no
logró hacerlo. Su poco tránsito por la ciudad se lo impedía,
sobre todo por esa parte de la ciudad. No tenía ningún co-
nocido por allí y no frecuentaba la zona, pero estaba seguro
de que había muchas casas de familia en esas cuadras. Una
conclusión un tanto pobre, pensó con desilusión.
Miró su reloj.

26
Lucas Sampor
-Tengo clases a las cuatro y media, así que me voy a repa-
sar los temas. –se excusó Juan y se retiró a su estudio, dejan-
do al joven en la sala, donde se puso a trabajar en silencio.
Oyó que una música suave, parecía clásica, comenzó a sonar
en el estudio.

Como Juan no tenía apuro en que terminara, se tomaba


su tiempo para hojear los libros que le parecían interesantes,
pero se aburría con los tecnicismos y palabras extrañas que
usaban, por lo cual volvía al trabajo original.
Cuando Juan volvió a salir de su estudio, a las cuatro de
la tarde, David ya había comenzado a vaciar la segunda caja.
Había conseguido separar todos los temas y usaba una téc-
nica que a Juan le pareció divertida, aunque no podía negar
su efectividad. En unos trozos de papel estaban anotados los
temas con un marcador azul. En el suelo, junto a la mesa de
fórmica, había varias columnas de libros de diferente altura.
Sobre cada columna había un trozo de papel, rotulándola por
tema. Algunos de los papeles estaban el suelo, pues David
aún no había hallado libros correspondientes a ese rubro.
Juan aún no sabía qué iba a hacer cuando terminara de
acomodar el material, pues no tenía lugar para acomodarlos
en su estudio o en otro lugar de la casa, pero tenía cuatro días
para resolver aquello. Por el momento, lo dejaría trabajar
tranquilo.

Volvió a salir hacia la facultad, dejando a David en pleno


trabajo.-

Cuando Juan Olivier comenzaba a dar clase, se olvidaba


de todo lo demás. Era considerado uno de los pedagogos más
prestigiosos, dedicados y con mayor vocación del Nordeste
27
1· La Saga de los Eónicos
Argentino, por sus pares y superiores. Hacía todo lo posible
por lograr que sus alumnos salieran del aula comprendiendo
el tema dado y, de ser posible, que fueran en busca de ma-
terial para investigar más sobre él. No siempre lo lograba,
pero se sentía seguro de intentarlo.
Una de sus mejores estudiantes había sido Carina Conca.
La joven había sido tan dedicada en sus estudios que el le-
trado le había ofrecido el puesto de ayudante de cátedra un
mes después que ella aprobara la materia que cursaba con él.
La muchacha aceptó de inmediato, pues necesitaba el dinero
que le daría la universidad en concepto de alumna becada.

Unos minutos antes de la seis de la tarde, Juan salió del


aula y se encaminó hacia el estacionamiento. Carina lo divi-
só a la distancia y se dirigió hacia él. Acababa de salir de la
última clase que tenía en el día y, como todos los miércoles,
esperaba al profesor Olivier para que la llevara a su casa.
Allí, ella lo ayudaba a corregir los exámenes o trabajos de los
alumnos, o preparaban juntos las clases futuras. Pero ahora
estaba saliendo del edificio sin esperarla. Aquello la extrañó.
La muchedumbre reunida en los pasillos universitarios no le
permitía avanzar con rapidez y al encontrarse fuera del edi-
ficio, ya no lo vio por ningún sitio. Pensó en alcanzarlo del
otro lado del edificio, donde la senda para vehículos daba
media vuelta y se dirigía a la salida, pero recordó la horda de
alumnos en los pasillos y comprendió que tampoco llegaría
a tiempo allí. Se resignó a caminar las pocas cuadras que la
distanciaban de la casa del profesor y se puso en marcha.-

Juan había terminado la clase cuatro minutos antes de


la hora señalada, recordando súbitamente las palabras de
David sobre el museo. Olvidando todo lo demás, subió al
auto y salió disparado hacia su casa, pensando cargarlo en
28
Lucas Sampor
el asiento del acompañante y ser guiado hasta la galería de
arte antiguo.
Recorrió las pocas calles a gran velocidad, esquivando
autos y peatones con maestría. Estacionó en su casa, sobre
la acera y se bajó apresurado. Pensó por un instante en de-
jar el motor encendido, pero lo pensó mejor y se detuvo a
apagarlo. Cerró la puerta con llave y se encaminó al portón
metálico. Lo abrió sin oír el fuerte chillido, pues no tenía
tiempo para forzar la cerradura con delicadeza. Dejó abierta
la entrada, para no perder tiempo valioso, y caminó a paso
vivo hasta la puerta.
Cuando entró, David sostenía un libro de tapa dura, des-
gastado por el paso de los años, pero lo miraba a los ojos.
Esos ojos llamaron la atención de Juan, pues mostraban un
profundo desconcierto. Un silencio inquieto se interpuso en-
tre ellos por primera vez desde que se conocieron y Juan no
supo cómo resolverlo. Olvidó, de repente, la existencia del
museo.

-Hay algo interesante en todos estos libros. –dijo David,


sin percatarse de que sacaba al profesor de un bache inson-
dable. –Según comentó usted, da clases sobre los aconteci-
mientos del Siglo XX, y acá hay material sobre mitologías y
culturas antiguas. Por supuesto que también hay cosas más
recientes. Primera y Segunda Guerra Mundial, Conflicto del
Golfo Pérsico y alrededores, ambas bombas atómicas, guerra
fría, la muerte de Kennedy, el apartheid…
David volvió a mirar a Juan y calló, señalando otros tantos
libros que no había mencionado. Esperó unos segundos al-
guna explicación lógica de Olivier, pero se dio cuenta que no
la obtendría. Tal vez no había expuesto bien el concepto que
surcaba su mente; o el cansancio de Juan, luego de una tarde
de trabajo, no lo dejaba razonar.

29
1· La Saga de los Eónicos
-Lo que quiero decir, -intentó de nuevo. –es que parece
que todo este material está mezclado con cosas que usted no
usa en su cátedra. Tal vez esté equivocado y usted si los usa,
después de todo. No quiero inmiscuirme en su profesión,
pero podría darle un vistazo a todo esto. Sólo para saber que
no estoy mezclando nada.

Mientras lo oía hablar, las facciones de Juan se iban sua-


vizando. Cuando terminó de explicarse David, la tranquili-
dad había vuelto al cuerpo del letrado y su mente volvía a
funcionar.
-Voy a revisarlo mañana, tengo libre todo el día. ¿Qué
te parece si ahora vamos a ese museo del que me hablaste?
–quiso sonar indiferente y casual.
Para su tranquilidad, lo había logrado y se sintió satisfe-
cho con su lado teatral.
-Bueno, si lo revisa mañana, puedo dejar todo como está
ahora. –dijo David un tanto dubitativo, observando las pilas
de libros desparramados por la sala.
-No hay problema, la sala es tuya.

Juan miró su reloj y se relajó. Era temprano y el lugar no


cerraría hasta que cayera la noche. Para que eso ocurriese,
quedaban dos horas aún. David se puso de pie y se dirigió
hacia la puerta, donde estaba parado el profesor. Este advir-
tió que, por la fuerza de la costumbre, había bajado el porta-
folio del auto. Se excusó y lo llevó a su estudio.

Cuando volvió a la sala, ya con las llaves en la mano, vio


una presencia femenina en el contorno de la puerta y se sor-
prendió de haberse olvidado por completo de sus responsa-
bilidades laborales. La joven tenía un rostro angelical y el ca-
bello negro y corto lo enmarcaba, cayendo liso y brilloso a los
30
Lucas Sampor
lados. Estaba vestida de un modo muy informal. Llevaba
una remera sin mangas que dejaba entrever muy tenuemen-
te, tras su fina tela blanca de algodón, un corpiño negro. Los
breteles de elástico negro también estaban a la vista. Usaba
una falda de gasa oscura suelta y larga hasta las pantorrillas.
Unos dibujos florales de apariencia extraña se confundían
con los innumerables dobleces de la tela. Tenía una mochila
colgando de su mano derecha.
-¡Carina! –dijo en voz alta desde el pasillo que comunica-
ba todas las habitaciones de la casa. –Perdón, me olvidé por
completo de los trabajos prácticos.
Avanzó hacia ella y se golpeaba la frente con la punta de
sus dedos, en señal de reproche y castigo.
-No hay problema, profe. Son cuatro cuadras a pie. No es
una larga caminata. –la voz de Carina era sonora y un poco
ronca, como una locutora radial durante la mención de una
noticia muy seria. Pero su tonada y modismo provinciano le
quitaban rigidez hasta el punto de convertirla en un sonido
dulce y afectuoso, cautivante a los oídos de cualquiera.

Ella miró al desconocido sin alzar mucho la cabeza y sus


ojos se clavaron en los de David. Al verse mirada, sonrió y
sus mejillas se llenaron de pequeños y simpáticos hoyuelos.
Solo alcanzó a emitir un temeroso “Hola” antes de esquivar
aquella mirada ardiente que sentía clavada en su rostro. Sólo
logró apreciar el cabello corto y ondulado, quemado por el
sol en las raíces, pero que mantenía su original tono dorado
en las puntas.
No podía pensar con claridad y le preocupaba aquella
actitud, pues no acostumbraba comportarse de aquel modo
con los hombres. Sin embargo, sentía que su piel se quema-
ba en el cuello y se congelaba en la frente por un repentino
sudor frío.
31
1· La Saga de los Eónicos
-Hola. Soy David Sarda.

Ella se vio obligada a mirarlo para presentarse y al hacerlo


se vio poseída por una timidez abrumadora. Luchó interna-
mente por sostenerle la mirada y estuvo por abandonar la
causa cuando él le brindó media sonrisa.
Al silencio de ella, asistió Juan.

-Ella es Carina Conca, viene unas veces por semana a


ayudarme…
No terminó la frase, pues sería imprudente explicar la ta-
rea de ella.
-Así que Karina, con “K”. –dijo David, mirando siempre a
la joven e incitándola a hablar.
-No. –explicó al fin. –Mi nombre se escribe con “C” y mi
apellido es Conca.
-¡Ah! Entiendo. Lo debés haber explicado muchas ve-
ces. –comentó David, sonriente, y volvió la vista al profesor.
–Parece que la visita queda para otra ocasión.
El rostro de Olivier mostró indecisión y sorpresa ante el
posible cambio de planes.
-Si tiene otras cosas que hacer,… -se apuró a decir Carina
a Olivier. –yo puedo irme a estudiar. Quiero rendir tres ma-
terias antes de fin de año y me tengo que poner al día con
los apuntes. –parecía, al fin, haber recuperado la compostu-
ra. Le quedaban unas pocas materias para recibirse y tenía
planeado hacerlo a mediados del año siguiente.

Juan vio la oportunidad de continuar con el plan de visitar


el museo y se prendió de la excusa de su ayudante.

32
Lucas Sampor
-Perfecto. Después de todo, estamos bastante avanzados
con los trabajos.
Los dos, Juan y Carina, parecían aliviados de no tener que
quedarse a trabajar.
Salieron los tres por la puerta y Juan se dispuso a cerrar
la casa. Los jóvenes caminaron hasta la vereda, ella delante
de él.
-No sabía que el profesor tuviese una ayudante tan bonita.
–dijo él, sólo para ver la reacción de ella.
El cuerpo de la muchacha se puso rígido y tenso. Se nota-
ba en el caminar y David se divirtió con ello.
-Aunque hay muchas cosas que no sé del profesor. –aclaró
luego.
Llegaron a la vereda y pronto Juan se les unió, ofreciendo
acercar a Carina.
-No, está bien. Voy a la biblioteca de la facultad. Llámeme
cuando quiera que venga.
-No, te acercamos. –dijo David, con entusiasmo. –Vamos.

Rodeó la cintura de Carina con su brazo derecho y la


condujo con suavidad hasta el auto. Ella no tuvo ánimos
para negarse. Se dejó llevar conteniendo el aliento y subió al
asiento trasero del vehículo.
Juan Olivier condujo hasta los portones de la universidad
y se detuvo frente a ellos. La muchacha se apeó y los saludó
con un movimiento de la mano. Entró caminando, con la
mochila de falso cuero marrón sobre el hombro izquierdo.
Llegó hasta la puerta del edificio de la Facultad de
Ingeniería, uno de los primeros edificios del complejo y dio
33
1· La Saga de los Eónicos
media vuelta. Volvió a recorrer el camino en sentido inverso
y se dirigió hacia el centro de la ciudad. Tomó por Arturo
Illia, una de las calles más céntricas y repletas de negocios de
la capital chaqueña.

Antes de llegar a la zona comercial de la arteria, se en-


cuentra el Sanatorio Antártida, emplazado en la esquina de
Arturo Illia y San Lorenzo. Llegó quince minutos antes de
que comenzara su cita médica.
Esperó un poco más de media hora, no obstante, hasta que
la llamaron. La especialista se había retrasado bastante en la
atención de sus pacientes.
Cuando entró al consultorio, su rostro mostraba nervio-
sismo, pero al salir de él, quince minutos después, se veía
desolación y temor en sus facciones. Como una autómata,
recorrió los pasillos que la conducían a la salida del sanatorio
y, una vez fuera, se dio cuenta de que no tenía a donde ir.
Pensó en hallar un bar y sentarse a beber algo mientras anali-
zaba su futuro como madre. Tal vez ese futuro no incluyera
planes universitarios.-

Detrás del volante, Juan trataba de adivinar en cuál de las


casas estaba ubicado el museo pero, para diversión de David,
no pudo hacerlo. Acabó por darse por vencido y el joven
bajó del auto con una sonrisa triunfal en los labios. Juan lo
siguió de cerca, girando la cabeza en todas direcciones para
tratar de descubrir alguna pista. Nada.

Pasaban junto a una casa de fachada amarilla cuando


David giró sobre sus talones y se quedó viendo a los ojos al
profesor, que venía detrás de él. Este le devolvió la mirada y
unos segundos después comprendió.

34
Lucas Sampor
-¿Es acá? –preguntó, tratando de mirar el interior de la
casa con unos bruscos movimientos de su cuello.
-Si. ¿Entramos? –sugirió David.

Pero no esperó la respuesta de Juan. Tomó el picaporte


y lo giró. La puerta cedió, invitando a pasar a los visitantes
a una sala un tanto extraña. Las paredes estaban decoradas
con falsas columnas de yeso. Algunas semejaban haber cedi-
do al paso del tiempo, mostrando rajaduras, trozos faltantes
e, incluso, las más cercanas a la puerta de ingreso estaban
carentes de toda la parte superior, como si, a medida que
avanzaran, el tiempo fuera retrocediendo.
Mientras avanzaban, Juan advirtió que indicaban un pro-
gresivo retroceso en el tiempo. Las dos columnas que cus-
todiaban la puerta siguiente estaban en perfectas condicio-
nes y, mientras que los iban conduciendo a la siguiente sala,
parecían rejuvenecer rápidamente. Una buena idea para
demostrar que al llegar al siguiente cuarto, el tiempo ya no
sería el mismo, pensó Juan.

Y así fue. Cruzaron una cortina de tela liviana y oscura


que ocultaba la visual a quienes no se atrevieran a cruzarla.
Juan descubrió una cantidad impresionante de objetos y no
supo por dónde empezar la recorrida. Se sintió abrumado
por las historias que debían recorrer aquel lugar y quiso co-
nocerlas todas, sabiendo que sería imposible recolectar tanta
información en una sola visita.

-Esto es impresionante. ¿Cómo un lugar tan lleno de his-


toria, puede permanecer oculto? La gente no debería ignorar
la existencia de este sitio. Es casi sacrílego que suceda.
David giró para mirar a Juan a los ojos y se lo veía
entusiasmado.
35
1· La Saga de los Eónicos
-Hay un objeto que quiero mostrarle, pero lo voy a dejar
para el final de la visita. Estoy seguro que le va a encantar y
si lo ve ahora, va a opacar todo lo demás.
La sonrisa de Juan demostraba su entusiasmo. Pensó que,
tal vez, descubriría el objeto por si solo, y se preparó interna-
mente para ello.
La sala de exposición estaba repleta de artículos que mos-
traban el arte griego en su mayor esplendor. Murales pinta-
dos y en relieve con motivos de escenas cotidianas de aquella
milenaria civilización perdida, esculturas de tamaño natural
de hombres desnudos, con sus rizos de yeso colgando sobre
sus hombros musculosos, utensilios de los herreros, los pana-
deros y artesanos de la región peninsular, máscaras doradas,
armas de bronce con detalles en oro en sus empuñaduras,
joyas y adornos que las mujeres seguramente lucían en sus
fiestas de gala, algunos maniquís que mostraban de cuerpo
entero las prendas mejor conservadas y fotos ampliadas de
los lugares más espectaculares que pudiesen encontrarse hoy
día sobre las ciudades en ruina.

Juan consideró que aquella exposición de objetos antiguos


era digna de un museo europeo de gran prestigio.
En una de las paredes podía verse a un grupo de hombres,
ilustrados en negro con delgadas líneas blancas, que compe-
tían en diversas disciplinas deportivas. Juan se detuvo fren-
te a un sector en particular y llamó a David con un gesto de
su mano.

-Estos son luchadores de las primeras olimpiadas. Podrás


ver que están desnudos. –dijo, comentando lo obvio. –Así
peleaban en aquella época. Esta imagen representa el pan-
cracio, que era una mezcla entre el boxeo y la lucha libre.
Tenía algunas otras reglas pero, básicamente, era eso.
36
Lucas Sampor
-Creo que no lucharía con un hombre desnudo. No me
atrevería a tocarlo. –el comentario intentó ser gracioso, pero
Juan no se percató de ello.
Juntos, fueros desplazándose a lo largo del mural y Juan
iba señalando y explicando las imágenes, con su indudable
vocación docente.
-Lanzamiento de jabalina, disco, corredores… Sabías que
el maratón es una disciplina de…
-Si. Conozco la historia del maratón. –lo interrumpió
David, que caminaba hacia un maniquí vestido con la indu-
mentaria guerrera y una espada en la mano derecha. El escu-
do estaba apoyado contra las piernas rígidas del muñeco.
David estiró una mano y tocó el casco dorado que ador-
naba y protegía la cabeza del falso soldado. Juan estuvo por
advertirle sobre la prohibición de hacer algo semejante, pero
un carraspeo sonoro se le adelantó y David quitó la mano
con rapidez, admitiendo su culpabilidad con una sonrisa pí-
cara en sus labios.

Un rostro surcado de arrugas profundas que se agrupa-


ban en la frente y las mejillas, enjuto y descarnado, los mira-
ba con sus ojos azules, pequeños y caídos.
A pesar del calor reinante en el exterior, llevaba un saco
marrón claro sobre su camisa blanca a rayas amarillas finas.
Juan pensó que, tal vez, estuviese encerrado en una oficina
con un aparato de aire acondicionado.
-Disculpe al joven por su descuido. –fue lo primero que
dijo Juan y se acercó al viejo. –Mi nombre es Juan Olivier y
soy profesor de la universidad. Él es mi ayudante y estamos
impresionados por este lugar. –no podía evitar sonreír ante
el rostro simpático de aquel hombre. –Imagino que usted tra-
baja aquí.
37
1· La Saga de los Eónicos
-Imagina bien. –dijo sin sonreír. –Soy Roberto Catarello y
soy el encargado del museo.
Se dieron la mano con un fuerte apretón.

-Quiero decir que llevo casi toda mi vida en esta ciudad


y nunca había escuchado hablar de este sitio. Tendría que
despedir al encargado del marketing. –el comentario era
un claro intento por hacer reír al viejo, pero este parecía
imperturbable.

Juan creyó que podía deberse al manoseo de David sobre


el maniquí, pero no era motivo para tal reacción. El hom-
bre parecía descontento con la visita y Juan decidió pensar
que podía deberse a la misma personalidad del sujeto. Tal
vez era un hombre al que no le gustaba sonreír. Después de
todo, el mundo está plagado de personas que prefieren no
andar regalando simpatía a cualquiera.

-Nuestra misión no es precisamente la de hacer dinero


con esta institución. –continuaba con el semblante reservado.
–Pero, dígame a que debo su visita.
-Mi agradable visita es simplemente curiosa. –Juan no se
daba por vencido y se sentía capaz de causar alguna reacción
cordial y amistosa en el encargado. –Soy profesor de historia,
sabe, y no pierdo oportunidad para aprender cosas nuevas,
aunque la frase suene incoherente o satírica, porque en histo-
ria no suele haber cosas nuevas. Mi ayudante me contó que
visitó el museo cuando estaba en el colegio y quise venir de
inmediato.
-Ahí ve usted una faceta de nuestra misión. –lo interrum-
pió Catarello. –El joven vino en su escolaridad y todavía nos
recuerda. Una estampa imborrable, por cierto. No sólo esta-
mos acá para enseñar las costumbres de una cultura perdida,
38
Lucas Sampor
pretendemos que esas costumbres resurjan y se impregnen
en la nueva sociedad, ya que consideramos a la cultura grie-
ga una de las más prósperas en cuanto a ideales artísticos.
Son las artes, después de todo, las que dejan una marca en el
tiempo, y las que mostrarán a las generaciones futuras cual
fue nuestra forma de vida.
Todo un discurso dado sin una sonrisa que cautivara a
su escaso público, pero lo había logrado con Juan. Se sentía
frenético por continuar su recorrido por los salones repletos
de objetos antiguos.
-Quisiera ser una de esas personas, si usted me permite.
–dijo tomando al viejo por el brazo y conduciéndolo él hacia
una mesada que estaba a espaldas de David.
Este los seguía de cerca, pero no participaba de la charla
de los dos mayores. Miraba los objetos con desinterés y ya
no intentaba tocarlos, pues se creía bajo la atenta mirada del
viejo, aunque no era así.
Recorrieron los cinco salones que conformaban el museo,
dejando para el final aquel que David, aseguraba, tenía una
sorpresa de tamaño enorme. Cuando llegaron a este último
cuarto, los ojos de Juan parecían salirse de sus órbitas óseas.
Un trono negro y resplandeciente se erguía en el centro de
la sala. Sentado en él se hallaba Zeus blanco, observando la
nada con una mirada seria, penetrante y juiciosa. No podía
ser de otro modo la mirada del gran dios del Olimpo, ser
que no dudaba en desafiar a cualquier espectro, demonio o
humano que se cruzara en su camino, con la seguridad de
poder derrotarlo con comodidad. Pero ahora se lo veía tran-
quilo allí, descansando en su trono oscuro y pulido, con los
brazos musculosos apoyados en los soportes.
Sobre el fornido brazo izquierdo del dios pagano, repo-
saba un ave rapaz que conservaba el mismo blanco inmacu-
39
1· La Saga de los Eónicos
lado que su dueño, a excepción de unos ojos observadores e
inyectados en sangre que cumplían a la perfección el trabajo
de destacar al águila en toda la escultura.

Juan caminó muy despacio hasta dar dos vueltas comple-


tas al trono sagrado, réplica de aquel que, tiempo antes, tu-
viera su lugar en el templo de la acrópolis griega.
-¿Es una réplica de la estatua del Partenón? –en el tono
de Juan se dejaba oír el entusiasmo que trataba de contener,
pero que se desbordaba por cada rendija de su cuerpo. Sus
orejas le ardían casi hasta lo insoportable y sentía deseos de
reír.

-Lo más similar que hay en el mundo, según los boce-


tos y descripciones que se hallaron del original. –respondió
Roberto, siempre reservado.
-Impresionante. –dijo para sí mismo y luego se dirigió
a David. –Esta es una de las siete maravillas del mundo
antiguo.
-Ya sé. Era esto lo que quería enseñarle. –el joven se refe-
ría a la prometida sorpresa.
Juan Olivier lo miró a los ojos y le sonrió tiernamente.
Habían pasado unas pocas horas juntos y el muchacho ya
parecía conocerlo a la perfección. Sin lugar a dudas, era muy
perceptivo.
-¿Puedo tocarla? –pidió el profesor al anciano y este acce-
dió varios segundos después.
Pasó la palma de su mano sobre el ancho antebrazo y sin-
tió la textura suave y fría que, claramente, no era marfil.
-¿Cuál es el material? -dijo sin quitar la vista del rostro
perfecto y severo del dios pagano.
40
Lucas Sampor
-Yeso en el interior, con una fina capa de aislante sintético
y algunas manos de pintura acrílica. Sólo para dar brillo.
–explicó el anciano un poco más animado, que lentamente se
dejaba contagiar por la ansiedad del profesor.
Mientras continuaba examinando la inmensa obra de
arte en silencio, se percató de que el viejo se quitaba el
saco. “Parece que está entrando en calor”, pensó para sus
adentros.
-Sin duda, es un lujo poder presenciar una escultura se-
mejante. Se lo aseguro. –luego de un momento pareció tener
una idea repentina y miró a los ojos de Catarello para poder
captar su reacción. –Imagino que no le molestará que acon-
seje a mis alumnos visitar el museo.

La respuesta no fue directa y Juan no supo cómo tomarla.

-Si a usted le parece que eso le servirá a sus alumnos, no


soy nadie para negárselo.
-No les enseño esta parte de la historia, pero sé que apren-
derán a amar la historia como lo hago yo.
Continuaron con ese diálogo desconfiado y receloso hasta
que, una hora después, David le hizo una seña a Juan. Se
lo veía cansado y aburrido. Se había perdido del campo de
visión de los dos señores por algunos momentos, para reapa-
recer por alguna puerta caminando desganadamente, con
pasos lentos y perezosos.

De una puerta de madera clara y cristales velados por


cortinas blancas, salió un hombre de mediana edad, fornido
y ataviado con un traje negro. Cerró la puerta tras de si y
David se percató de la existencia de un letrero que pedía no
ingresar al interior de la oficina, o lo que hubiese del otro
lado de la puerta.
41
1· La Saga de los Eónicos
Los rasgos graves del hombre se acentuaban por el peina-
do engominado con una inmaculada raya al medio. El ca-
bello corto se pegaba al cuero cabelludo por la capa de gel
brilloso, que le daba una apariencia húmeda.
Un aire frío alcanzó a Juan desde la puerta y sintió deseos
de poder estar sentado allí dentro, aún sin hacer nada.
El sujeto no pareció percatarse de la presencia de los dos
visitantes. Se acercó al viejo y le habló en voz muy baja, casi
susurrante. Casi de inmediato, Roberto Catarello se disculpó
aludiendo tener una llamada telefónica importante que podía
llevarle mucho tiempo. Juntos, desaparecieron tras la puerta
de madera clara, haciendo caso omiso al cartel. Obviamente,
la orden de no ingresar no se acomodaba a ellos.

Juan Olivier dio unos últimos vistazos generales a las pie-


zas que consideró de mayor valor histórico y cultural y luego
caminó hacia la puerta, observando algunos lugares, en bus-
ca del anciano. Tenía la clara intención de despedirse, pero
no lo halló. Bajo el dintel de la puerta de ingreso, encendió
un cigarrillo y dio tres fuertes pitadas antes de continuar ca-
minando. David lo miraba con cierto asombro, tratando de
comprender la mente del profesor. Su rostro había dejado el
asombro en el interior del recinto, mostrando ahora una fa-
ceta mucho más abstraída y reflexiva. Sin duda, algo le pre-
ocupaba y David no podía comprender la causa de aquello.

-Un día, hace tiempo,… -comenzó diciendo David cuan-


do Juan lo alcanzó. –un hombre sabio me dijo que si quiero
razonar sobre algo, lo mejor es hablar en voz alta sobre ello.
Nunca le hice caso, pero suelo aconsejar a mis amigos que lo
hagan. Ellos dicen que da buenos resultados.

-Vamos al auto. –fueron las únicas palabras de Juan y las

42
Lucas Sampor
mencionó casi en un susurro, mientras largaba el humo del
cigarrillo por la nariz.
Una vez sentados en los asientos calientes del automóvil
del profesor, Juan empezó a intentar explicar la causa de su
repentino cambio de humor. Parecía no encontrar las pala-
bras para comenzar a hablar pero, en realidad, no lograba
acomodar sus ideas. Al fin, se decidió ante la mirada descon-
certada del joven. Este lo observaba con el semblante serio.
No había hablado desde que el profesor pidió ir al auto y
ahora se había sentado de costado para mirar de frente el
perfil de Olivier. Lo veía frotarse la frente amplia con fuerza,
formando arrugas momentáneas en la calva.
-Te voy a explicar cosas que no vas a creer, pero están ahí.
–dijo de repente, volviéndose hacia David. –Existe una or-
ganización secreta que se formó hace algunas décadas. Se
denomina la Logia Ambrosía y sus miembros se hacen lla-
mar Cíclopes. Tienen un significado especial estos términos.
La Ambrosía era el alimento predilecto de los dioses del
Olimpo, junto con la ternera y el cordero. Se preparaba con
agua, miel, queso, cebada y aceite de oliva. Los Cíclopes, en
cambio, eran los seres que habían construido el templo del
monte olimpo, donde vivían los dioses griegos. Pero quiero
hablarte de esta organización en particular.

-¿De la Logia? –preguntó David, aturdido un poco por las


palabras del profesor.
-Si, de la Logia. Son como una leyenda urbana y una de
las cosas que cuenta esa leyenda es que fue formada por
antiguos generales nazis, pertenecientes a la exclusiva SS.
Cuando escaparon de la Alemania derrotada, se refugiaron
en diferentes países y uno de ellos es la Argentina.

-Si. Sabía eso. Algunos fueron hallados en la Región

43
1· La Saga de los Eónicos
Patagónica.
-Exacto. Pero hay muchos otros que andan sueltos y que
pretenden seguir con los planes nazis o con otros planes for-
mados luego de acabada la guerra.
-Por lo que deduzco, usted conoce esos planes. ¿Es así?

-Todo mi conocimiento se basa en las leyendas urbanas


y deducciones mías, no hay nada concreto al respecto. Ni
siquiera la existencia de la Logia.
Se pasaron hora y media conversando sobre la formación
de la Logia y sus planes de restaurar las costumbres griegas
en las culturas actuales. Juan Olivier explicó que en 1943 los
generales de la Schutz Staffel, más conocida como SS, habían
previsto la derrota nazi y comenzaron los preparativos para
su huida. Mandaron a oficiales de menor rango, pero de con-
fianza, a todas partes del mundo a negociar el recibimiento
secreto de los altos mandatarios con los gobiernos de turno.
Estos lograron acuerdos con varios países sudamericanos,
africanos y asiáticos. Antes de acabar el conflicto bélico, mu-
chos generales habían partido de la Alemania sitiada. Se re-
agruparon y formaron distintas organizaciones secretas.

En la Argentina, se hicieron llamar la Logia Ambrosía.


Los generales que habían arribado al país conocían un se-
creto milenario. Durante las atrocidades cometidas en los
campos de concentración, habían atrapado a un sujeto con
atributos excepcionales. Un inmortal. Realizaron infinidad
de experimentos con el individuo, a fin de corroborar la ca-
pacidad inmortal del mismo y quedaron asombrados con los
resultados. Descubrieron, además, que no era el único en el
mundo. Toda una raza de estos seres camina por la faz de la
Tierra, ocultando su poder del humano común y corriente.
Aparentemente, ocultan tras su fachada de idealistas grie-
gos, la incansable búsqueda de alguno de estos seres, pues el
44
Lucas Sampor
que habían capturado logró escapar de sus garras despiada-
das en la acelerada mudanza al nuevo mundo.
Juan desconocía algunos pormenores de la historia que se
relataba sobre los inmortales, pero le confesó a David que se
sentía un poco obsesionado con el tema.
-Por eso hay tantos libros sobre eso en su casa. –comentó
David.
-No son tantos. Si tenemos suerte, te voy a mostrar cuán-
tos libros son “tantos”. –prometió Juan, dejando volar la ima-
ginación del joven ayudante.
David estaba por hacer una nueva pregunta al profesor
cuando observó que su rostro se ponía rígido y serio. Lo
vio colocarse en posición de manejo y encender el motor del
vehículo. Adivinando los pensamientos de Juan, giró la mi-
rada hacia la puerta del museo para comprobar que el sujeto
que había retirado al viejo con la excusa del llamado telefó-
nico salía caminando y se dirigía a un moderno automóvil
importado de color blanco.
Fabricación alemana, no podía ser de otra manera, pensó
David, luego de oír la historia que Juan le contara.
Instintivamente, supo que perseguirían al auto alemán
por la ciudad. Se afirmó en el asiento del acompañante y
esperó a que el coche blanco avanzara. Se lo veía claramente
estimulado por la perspectiva de la aventura.
La persecución se dirigió a la avenida Sarmiento, una de
las arterias principales de la ciudad, que nace en la plaza cen-
tral y se encauza hacia el Noreste para transformarse con la
ruta Nicolás Avellaneda. Esta se empalma luego con la ruta
nacional número 11, que conduce a la provincia de Santa Fe
hacia el Sur y a Corrientes si se toma hacia el Oeste. Pero el
automóvil blanco dobló hacia la plaza central y al llegar a

45
1· La Saga de los Eónicos
esta comenzó a rodearla.
Durante el comienzo del trayecto, Juan contó a David la
causa de su fascinación por el nazismo radicado en el país y
este lo escuchaba con entusiasmo, pero mirando siempre el
auto seguido para no perderlo de vista. Fugazmente lanzaba
miradas hacia las veredas repletas de caminantes compene-
trados en sus charlas telefónicas o simples paseantes en bus-
ca de algún motivo de distracción.

La ciudad tranquila no acostumbraba albergar persecu-


ciones automovilísticas, a no ser que estas tuvieran un auto
patrulla por protagonista principal, por lo cual Juan se ani-
mó a hostigar más de cerca de su presa. Se sentía confiado
de su anonimato y no tuvo reparo en colocarse unos quin-
ce metros detrás del auto importado. Mientras continuaba
hablando del suicidio de su padre causado por los experi-
mentos atroces en los campos de exterminio, memorizó el
código alfanumérico de la chapa patente. No tuvo necesidad
de anotarlo, sabiendo que lo recordaría más adelante bajo
cualquier circunstancia.

Encontrándose tan cerca del perseguido, David perdió el


interés en mantener la vista clavada en él. Continuó oyendo
el relato de Juan, pero su vista se paseaba por los alrededo-
res. Divisó el edificio del Correo, con sus paredes de cristal,
columnas cuadradas cubiertas de azulejos granate y láminas
metálicas en forma de persianas de color amarillo oscuro.
Una fila de personas serpenteaba dentro, esperando su turno
para acercarse al mostrador y poder despachar su carta o su
telegrama, o pagar algún sello burocrático.
Mantuvo su visión en ese punto mientras el cuello se lo
permitió. Juan había doblado, tomando por Marcelo T. de
Alvear y el Correo quedó a sus espaldas. En su campo vi-
sual se desplegó la plaza central en todo su esplendor. Las
46
Lucas Sampor
palmeras y árboles centenarios que poblaban la plaza eran
un pulmón importante de cuatro hectáreas para la ciudad.
En el centro de la misma se hallaba una columna recubierta
en mármol, que hacía las veces de altar para una formidable
escultura de bronce del General San Martín, libertador de
varios países sudamericanos. Rodeaban en un amplio cír-
culo a la estatua unas fuentes rectangulares de poco brillo e
ingenio. Se hallaban apagadas a esa hora del día y el escaso
espectáculo que daban, al arrojar los chorros de agua hacia
arriba y los lados, les estaba vedado a los actuales visitantes
y caminantes vespertinos.
Pero David conocía casi de memoria lo que ocurría allí
día a día, por lo cual lo pasó por alto en tres o cuatro segun-
dos. Una figura femenina llamó su atención, sin embargo.
Estaba sentada en uno de los abundantes bancos de madera
que ladeaban cada uno de los senderos de la plaza. Había
alzado los pies hasta el asiento y se había colocado de costa-
do, por lo cual el respaldo estaba sobre su flanco izquierdo.
Abrazaba sus piernas flexionadas con ambos brazos y en una
de sus manos apretaba un pañuelo de papel. No logró reco-
nocerla en un primer momento, ya que la creía encerrada en
la biblioteca universitaria, pero un análisis de la vestimenta
le aseguró que era Carina Conca, la asistente becada del pro-
fesor que había conocido esa misma tarde.

Se preguntó lo que estaría haciendo allí y antes de perder-


la de vista comprobó que estaba llorando. Sin duda, había
mentido al profesor sobre sus intenciones de estudiar para
los próximos exámenes finales.
Por algún motivo, no quiso mostrar a Juan su descubri-
miento. Tal vez, porque lo veía muy metido en la persecu-
ción del auto blanco y no quería sobrecargar la mente esti-
mulada del profesor.

47
1· La Saga de los Eónicos
Ambos coches debieron detenerse en la esquina de
Marcelo T. de Alvear y Mitre por la luz roja del semáforo.
El vehículo alemán no encendió el guiño de giro pero, por
su ubicación, era obvio que doblaría a la izquierda. Juan,
en cambio, si encendió la luz intermitente y esperó que el
semáforo les diera paso. Tomaron Mitre y cruzaron frente
a la Casa de Gobierno, la escuela número uno y la Catedral.
Estas dos últimas, ubicadas sobre Santa María de Oro, pues
la calle cambiaba de nombre.
Juan había estado charlando en voz alta sobre las conclu-
siones a las cuales había logrado llegar en sus años de in-
vestigación sobre la Logia, pero enmudeció al ver el edificio
eclesiástico más importante de la ciudad. Recordó en un ins-
tante que allí había conocido a David y que no habían habla-
do del tema luego de aquella mañana que parecía tan lejana.
Pero, de repente, comprendió que le había estado hablando
del suicidio de su padre sin haber sentido ninguna incomo-
didad. Pensó que, tal vez, el muchacho ya había superado la
angustia del momento y ya no consideraba la posibilidad de
la muerte como una solución a sus problemas. Lo tranqui-
lizó pensar de ese modo y se dispuso a seguir al alemán en
silencio, un silencio que no le resultó incómodo.

Continuaron unas cinco cuadras por esa misma calle has-


ta que giraron en Santiago del Estero. En algún punto, un co-
lectivo de línea urbana se había adelantado a ellos y debían
detenerse en cada esquina que el ómnibus tuviera parada.
Sin duda, era la persecución de autos más extraña y lenta que
se había realizado en cualquier punto de la historia.

El auto blanco intentaba adelantarse al desvencijado co-


lectivo verde, pero el chofer del mismo no atinaba a detener-
se junto al borde de la acera, sino que cruzaba el enorme ar-
matoste de hierros herrumbrados a todo lo ancho de la calle,
48
Lucas Sampor
impidiéndole el paso a cualquier vehículo más grande que
una moto. Los bocinazos no se hicieron esperar y cuando
se oyó el primero, todos los demás vinieron en su apoyo. El
chofer, no obstante, parecía hacer caso omiso a los insultos y
blasfemias que lanzaban en homenaje a su madre y su espo-
sa. Juan esperaba paciente, deseando que el transporte urba-
no no le diera lugar al auto importado, pues seguramente lo
perdería de vista.
Sin embargo, nada de esto ocurrió. Ambos conductores
tuvieron que limitarse a seguir al transporte, formando parte
de una caravana de más de diez coches.
David ya no estaba tan entusiasmado por la persecución y
Juan pensaba en silencio. Entre Necochea y Donovan, por la
misma calle Santiago del Estero, se encuentra emplazada la
Escuela Normal Sarmiento, un instituto educativo, de dudo-
so prestigio educativo, pero al cual asisten incontables alum-
nos de nivel primario y secundario. Ocupa una manzana
completa con sus pabellones de aulas y su playón interno,
que hace las veces de patio de juego y área de educación físi-
ca para los más pequeños. Los alumnos de nivel secundario
concurren a un parque más alejado del centro de la ciudad
para llevar a cabo los ejercicios de esta asignatura escolar.

Ya era pasada la hora de salida de clases, pero los alum-


nos, vestidos de blanco y azul, rondaban por las veredas
riendo y fumando. Juan volvió a sentir una oleada de pena
por aquella juventud en decadencia y se olvidó por un ins-
tante del vehículo que iba delante de él.

Lo vio encender las luces de stop y dudó de lo que iba


a hacer a continuación. Sin embargo, no tuvo que decidir
nada. Los coches que venían detrás de él lo hicieron actuar
por impulso, sin meditar consecuencia alguna.

49
1· La Saga de los Eónicos
El auto blanco giró en medio de la cuadra y se trepó a la
vereda del lado derecho. Juan se vio obligado a continuar
avanzando, pues detenerse significaba causar una colisión
múltiple. Fue David quien lo salvó con una idea simple. Sin
previo aviso, apretó el botón que encendía las luces de stop
y le indicó que se estacionara en el primer lugar vacío que
hallara. Debieron avanzar algunas decenas de metros más
par hallar un sitio libre. Cruzaron a dos camionetas utili-
tarias blancas que estaban estacionadas, cargando pasajeros
para un viaje a alguna ciudad del interior de la provincia, y
la opción se apareció ante los ojos de Juan Olivier como un
milagro.

Allí se halla un negocio que comercia con artículos de car-


pintería y que, además, vende bloques y planchas, cortados
a medida, de un material que remplaza a la madera por su li-
gereza y costo bajo, las tablas de MDF. El interior del comer-
cio está a la vista de los caminantes por unas placas de cristal
de enormes dimensiones. La acera es un alisado de cemento
que baja suavemente hasta la calle, permitiendo estacionar
a los posibles clientes. Allí se detuvo Juan, aunque no com-
praría nada allí y no sintió reparo en las miradas fugaces de
los conductores que venían tras él y se sorprendieron con su
maniobra.

Apagó el motor y colocó el freno de mano justo a tiempo


para ver cómo el sujeto hacía girar la llave en la cerradura e
ingresaba a una casa de familia. Seguramente la suya, pensó
Juan con un poco de recelo. David había girado en su asiento
para poder ver con mayor comodidad el accionar del tipo,
pero al entrar este en su casa, lo perdieron por completo.

-¿Y ahora? –preguntó David manteniéndose en la misma


posición, de espaldas a Juan.
50
Lucas Sampor
-No sé. No tengo idea de lo que esperaba hacer en esta
situación. Como si el sujeto fuera a meterse en un bunker
identificado con una esvástica de neón enorme. –ironizó al
fin. –Esto es una pérdida de tiempo total.
La resignación se apoderó del profesor y cayó en la cuenta
que debía asistir a la facultad antes de las nueve de la noche,
para buscar unos informes en la sección de alumnado.
El sol ya había caído, pero sus rayos continuaban ilumi-
nando el cielo con claridad absoluta. David le preguntó a
qué hora debía ir a su casa al día siguiente y Juan le dijo que
no estaría en toda la mañana, pues debía dar clases.
-Bueno, yo me quedo en el centro. –dijo el joven, tomando
la manija de la puerta y accionándola. La puerta se abrió
sin quejas y este se apeó. –Nos vemos mañana, después del
mediodía.-

Observó como se alejaba el VW 1500 del profesor y cómo


se perdía tras doblar en la esquina de Santiago del Estero y
Dónovan. Volvió a caminar con paso tranquilo, pero en su
mente se retorcía la imagen de Carina llorando en el ban-
co solitario de la plaza. Sin tener nada más importante que
hacer hasta la tarde del día siguiente, se encaminó hacia las
calles céntricas. Tomó por Juan D. Perón y fue esquivando
a los demás transeúntes mientras miraba las vidrieras reple-
tas de prendas exclusivas para lucir en el verano. Los pocos
comercios que no ofrecían ropa también se dedicaban a la
estación estival. Ventiladores, acondicionadores de aire, he-
laderas; todo en cómodas cuotas que privaban a los futuros
dueños de algunos lujos durante varios años.

Pero sin sacrificios no hay beneficios. Esta idea ya la


implementaban los antiguos pobladores del mundo cuan-
51
1· La Saga de los Eónicos
do ofrecían parte de sus cosechas a los dioses, y aún hoy se
mantienen algunas tradiciones con tintes modernos y sutiles
cambios de interpretación.

David clavó sus ojos en dos faroles celestes y pícaros, pero


rápidamente paseó la mirada por la boca sonriente y el cuer-
po magnífico de una pelirroja adolescente. La muchacha le
sostuvo la mirada con determinación y de un modo muy se-
ductor. David logró, a duras penas, quitar la mirada de los
redondos y semidesnudos pechos para volver a los ojos ce-
lestes que seguían observándolo con ansias. Sin darse cuenta
de ello, él también sonreía, invitando al despertar de pensa-
mientos impuros en la mente audaz de la joven.
No pasaron más de cinco segundos hasta que, por fin, se
cruzaron, pero David estaba seguro que ella había fantasea-
do varias escenas eróticas con su cuerpo. Después de todo,
él también las había imaginado. Olfateó el rastro del dulce
perfume que ella dejó en el aire y sintió deseos de ir tras ella,
pero se contuvo.

Otros ojos se clavaron en él. Esta vez se trataba de una mu-


jer adulta. Piel bronceada, cabellos oscuros ondulados, ojos
marrones y poco maquillaje, exceptuando algo de delinea-
dor negro para los ojos. Una atracción para cualquier hom-
bre, pero ella se prestaba a la mirada indiscreta de David. No
sonreía, pero aún así podía notarse el gesto beneplácito en
sus ojos y sus labios. David no tuvo reparo en regalarle una
media sonrisa intrépida. Al verse descubierta en sus pensa-
mientos pareció entrar en pánico… o, tal vez, vergüenza de
ser tan directa con un jovencito y bajó la vista, junto con la
cabeza, para continuar caminando.

David sonrió mentalmente ante la reacción de la mujer


y siguió andando por entre la gente que acarreaba sus bol-
52
Lucas Sampor
sas llenas de compras de todo tipo. Caminó las dos cuadras
peatonales sin pensar en nada hasta que llegó a la avenida
Alberdi. Dobló a su izquierda y, una cuadra después, estaba
frente a la plaza central. Se detuvo un instante, en la vereda
de una confitería tradicional de la ciudad, para recordar el
sitio en el cual había divisado a Carina y se dio cuenta que
debía atravesar la plaza por la mitad.
Cruzó la calle cuando las jóvenes que dirigían el tránsito
le hicieron señas y se adentró por un sendero ancho, dividi-
do en dos por unos canteros repletos de plantas florales, y
que llevaba hasta el centro mismo de la plaza. Los últimos
rayos de sol morían en ese momento y las luces eléctricas se
iban encendiendo a medida que David las iba dejando atrás,
como si los faroles blancos y redondos no se atreviesen a ilu-
minar el rostro del joven.
Se acercó al pedestal que sostenía al General San Martín
en lo alto, apuntando siempre hacia el Este con el dedo índi-
ce de su mano derecha y la rodeó sin mirarla. A medida que
iba llegando a la acera que lindaba con la calle Marcelo T.
De Alvear fue buscando la silueta con la mirada, pero no la
halló. Se acercó al banco vacío y se paró junto a él. Observó
los alrededores por si ella acababa de irse, pero fue en vano.
Se sintió frustrado al no hallarla. Tal vez debió caminar más
aprisa.

53
1· La Saga de los Eónicos
Día 3

El jueves amaneció nublado, pero con pocas esperanzas


de que cayera alguna lluvia reconfortante. Las nubes páli-
das cubrían los ardientes rayos de sol y contagiaban de su
humedad el aire movido por el cálido viento Norte. La tierra
suelta se levantaba con el viento y el movimiento constante
del tránsito y provocaba un deseo de lluvia en los sudados
estudiantes, aunque estuviesen desprovistos de paraguas.

Juan había pedido, a principios del trimestre, que le cedie-


ran una de las pocas aulas que estaba provista de aire acon-
dicionado, pero el decanato no había hecho caso a su pedido
escrito. Olivier estaba harto de la poca atención que recibía
por parte de los directivos de la universidad y había elevado
una queja, nuevamente escrita, al rectorado de la universi-
dad, por lo cual los alumnos, al enterarse de esto, comenza-
ron a sentir que tenían un aliado en el profesor de Historia
del Siglo XX, Juan Olivier.
No obstante, estaba sudando a mares con sus estudiantes
en un aula provista sólo de ventiladores, de los cuales no
todos funcionaban. Intentaba dar la mejor clase de todas en
cada oportunidad, pero ahora su intención era hacer olvidar
del calor y la humedad a los más jóvenes. Se sentía sucio y
desalineado al ver que su ropa estaba empapada de sudor.
Sentía que algunas gotas mojaban su calva, incluyendo la
frente y las sienes. Veía este fenómeno en las alumnas que
estaban sentadas al frente, pero no por ello dejaban de pres-
tar atención a los comentarios del docente y tomaban nota en
sus clásicos cuadernos de espiral.

55
1· La Saga de los Eónicos
Antes de terminar la clase, recordó a sus alumnos que al
día siguiente terminaba el plazo para la entrega del traba-
jo práctico número cuatro, sobre los gobiernos de facto en
Sudamérica, volviendo a aclarar que quienes entregasen an-
tes de tiempo, podrían ganar puntos extra, de ser merecidos.
No preguntó si había alguna duda sobre el tema a tratar,
pues de haberla, ya era tarde para remediarla y él no acos-
tumbraba extender los plazos dados. Un grupo reducido de
jóvenes se puso de pie y se acercó al escritorio del profesor
con carpetas de cartulina en la mano. Eran los que esperaban
obtener puntos extras.

Juan fue recibiendo uno a uno los trabajos, subrayando


los nombres en la tapa con una fibra roja, para recordar y
remarcar cuales eran los trabajos entregados antes del plazo
definitivo.
Despidió a los alumnos al finalizar esta tarea y salió del
aula a un pasillo igualmente caluroso. Había acostumbrado
a todos sus alumnos a esperar sentados hasta que él se retira-
se y todos obedecían esta ocurrente costumbre sin protestar.
El olor de las varias decenas de cigarrillos encendidos le
produjo un instante de asco. Aunque él mismo era un fuma-
dor despiadado, estaba deseoso de recibir un poco de aire
puro y fresco y ese clima enviciado estuvo a punto de des-
componerlo. Caminó con su portafolio en la mano derecha y
el manojo de carpetas de cartulina en la otra. Como siempre,
respondía al saludo amable de sus anteriores estudiantes y
esquivaba a quienes venían en dirección contraria.
Antes de llegar a la puerta de cristal que lo dejaría salir
del edificio, se cruzó con Carina Conca. Estuvo a punto de
saludarla y continuar caminando, pero algo en la mirada de
su auxiliar lo hizo detenerse.

56
Lucas Sampor
-Carina, ¿estás bien?

-Si. Creo que el calor no me está tratando bien. Puede que


tenga la presión un poco alterada, pero me encuentro bien.
Quería saber si necesita algo.
-Bueno, empezaron a entregarme los trabajos. –dijo, mos-
trando el manojo de carpetas. –Sería bueno adelantar la co-
rrección, así podemos planificar los exámenes finales. Quiero
hacer una lista con los alumnos más flojos para poder exigir-
les un poco más en los finales.

-Si quiere, puedo leer los que tiene y hacer las anotaciones
importantes. –Carina era la encargada de leer detenidamente
los textos y remarcar los datos erróneos. De repente, estaba
ansiosa por mantener su mente y su tiempo lo más ocupados
posible.

Juan le entregó los ocho trabajos que tenía y no sintió ne-


cesidad de dar consejos, pues la consideraba una persona
inteligente y que entendía casi a la perfección su modo de
corregir a los alumnos. Ella lo había hecho tantas veces que
no cometía errores importantes. Juan leería las anotaciones
hechas en lápiz y las borraría luego de poner la nota final.

Llegada la hora del almuerzo, Juan no sentía hambre y,


por eso, sólo pidió tres empanadas de queso a una mujer que
preparaba viandas a pedido y tenía, además, algunas minu-
tas para casos de emergencia. Un muchacho de corta edad
le llevó el paquete de empanadas a su casa y Juan le pagó,
dejándole una propina al jovencito.

Se sentó a la mesa con el paquete abierto frente a él, dos


servilletas de papel absorbente dobladas en cuatro, un vaso
de vidrio y una botella de agua fría. Comió despacio, pen-
57
1· La Saga de los Eónicos
sando en el modo correcto de proceder ante la situación que
se le presentaba y decidió dar un paso importante y arriesga-
do en la investigación.

Con la última empanada en una mano y el vaso cargado


hasta el tope con agua, se dirigió a su estudio y encendió la
computadora. Mientras esperaba que se abrieran todos los
programas, puso en marcha el ventilador y abrió de par en
par la ventana que daba al patio trasero. Llevó a la boca el
último bocado de comida y se sentó frente a la pantalla que
mostraba un mensaje sobre su suscripción, pues el sistema
operativo que poseía era una copia ilegal. Anuló el mensaje
y el sistema operativo ilegal se abrió sin inconvenientes.
Empezó a sentir el calor de la siesta y bebió medio vaso
de agua en dos grandes tragos. Se conectó a Internet y luego
a su servidor de correo electrónico. Comenzó a escribir un
mensaje extenso, contando los hechos de los últimos días y
pidiendo una respuesta rápida al mensaje. Lo envió luego
de recordar la extraña y extensa dirección.

Estaba ansioso por leer la respuesta de su amigo, pero sa-


bía que este era un tipo muy cauto con este tema y se tomaba
su tiempo para meditar los pasos a seguir. Juan era conciente
que podían pasar varias horas hasta que su casilla de correo
recibiera la carta computarizada, por lo cual se dirigió a su
cuarto y se acostó en la cama de dos plazas que conservaba
de su período matrimonial. Ya no pensaba en ella cuando se
acostaba. La había olvidado con el paso de los años, aunque
no habían pasado tantos años. Cerró los ojos y trató de dejar
su mente en blanco.
No pudo recordar el sueño que estaba teniendo cuando lo
despertó un sonido que no conoció en un principio. Estaba
algo perdido y desconcertado hasta que reconoció el timbre
del teléfono. Trotó hasta el estudio, donde se hallaba el apa-
58
Lucas Sampor
rato telefónico y atendió al quinto llamado.
Era Carina Conca y quería devolverle los trabajos que
había visto. Olivier tardó en comprender las palabras de
Carina, pero luego recordó los trabajos prácticos que le había
entregado esa misma mañana. ¿Esa misma mañana?, pensó
un poco desesperado al no poder ver el reloj que estaba sobre
el escritorio. Las ventanas estaban cerradas, pero dejaban
pasar los rayos de luz natural que le indicaban a Juan que
aún era de día, pero estaba inquieto por saber cuántas horas
había dormido.
Eran las cinco y quince minutos cuando alcanzó a tomar el
reloj con su mano libre y girarlo para verlo. Mientras hacía
esto, continuaba charlando con la muchacha.
-Voy a estar en casa unas horas más, podés alcanzármelos
cuando quieras.
-En un rato estoy ahí. –prometió ella y cortó.

Juan Olivier se quedó pensativo un instante, sin colgar el


tubo. Lo hizo mientras bostezaba y se desperezaba con una
mezcla de fuerza y pereza y se encaminó al baño para quitar-
se la modorra con un poco de agua fresca.
Se cepillaba los dientes cuando se le ocurrió una idea ma-
ravillosa, según su criterio. Sólo le quedaba finiquitar los
detalles más pequeños.
Al llegar a la sala oyó tres golpes suaves en la puerta y se
extrañó no haber oído el chillido del portón, pero recordó
a David y dedujo que era él. Estaba acertado y no se sor-
prendió al ver al muchacho bajo el marco de la puerta. Lo
invitó a entrar mientras continuaba meditando sobre el plan
que había inventado recientemente y su mente iba encajando
las piezas del rompecabezas que tenía a David por personaje
principal.
59
1· La Saga de los Eónicos
No podía despegar la mirada del joven mientras termi-
naba con los últimos detalles escabrosos del plan. Era inevi-
table y casi inconsciente de su parte, pero David parecía no
percatarse de ello, lo cual tranquilizaba a Juan.
Luego de intercambiar algunas frases cordiales, David
se puso a trabajar en las carpetas de apuntes y libros del
profesor.
-Yo estoy en mi estudio, si necesitás algo. Estoy esperan-
do una respuesta de un colega. –se disculpó Juan y se retiró.
David dio acuso de recibo con un movimiento de cabe-
za, sin decir palabra alguna y se dispuso a continuar con su
labor de archivador. Por algo más de media hora no tuvo
interrupción, pero el timbre le anunció la llegada de algún
visitante. Pocos segundos después, apareció Olivier en la
sala, preguntándose en voz alta quién sería, aunque tenía
una idea concreta sobre la identidad del visitante.

Salió a recibir y volvió a aparecer en la puerta acompañado


de Carina. La joven estudiante portaba unas carpetas bajo su
brazo derecho y saludó a David con una sonrisa cariñosa. El
muchacho hizo algo que la tomó por sorpresa. Se puso de pie
y se dirigió hasta donde estaba ella, para darle dos besos en las
mejillas. Con su mano derecha le tocó la cintura descubierta
por una remera corta que llegaba hasta el ombligo. El impre-
visto contacto le hizo contener la respiración por un segundo y
abrió los ojos para mirar directamente dentro de los ojos cauti-
vadores de David. Se había preparado mentalmente para que,
el verlo, no la tomara por sorpresa, pero los movimientos del
muchacho volvieron a hacer estragos en sus emociones.

-¿Cómo estás? –preguntó él y, aunque es una frase que


se usa normalmente en los saludos, parecía formulada con
interés auténtico.
60
Lucas Sampor
-Bien. Con ganas de trabajar. –agregó mirando al
profesor.
Olivier la miró y emitió una sonrisa triste y resignada.

-Lamentablemente no vamos a poder trabajar ahora. Un


colega me envió una invitación para que lo ayude en una in-
vestigación y debo ir de inmediato. Es un hombre muy ocu-
pado y es sumamente difícil lograr reunirse con él. Tengo
que aprovechar la oportunidad que se me brinda, puede que
no la vuelva a tener en muchos meses. –explicó Juan con ac-
tuada perturbación. –Podés ayudar a David, si querés.

Los dos jóvenes se mantuvieron en silencio, esperando ver


la reacción del otro, pero David fue el que habló primero.
-Voy bastante avanzado en eso. –dijo, señalando las torres
formadas por libros y apuntes. –No hay necesidad de que
me ayude, puede ocuparse de alguna otra cosa. No sé. ¿No
tiene algún otro proyecto pendiente? –la pregunta estaba
cargada de humor y la media sonrisa en su rostro contagió
al profesor.

-Bueno, no lo había pensado, pero si estás adelantando con


eso, podrían hacerme un favor buscando símbolos ocultos.
-¿Símbolos ocultos? ¿A qué se refiere? –Carina frunció el
ceño al no comprender las palabras de Olivier.
-Bueno, con David estamos trabajando en un proyecto so-
bre inmortales y tenemos indicios que muestran la presencia
de ellos en las cercanías.
-¿Inmortales? –lo interrumpió Carina. – ¿No debe estar
hablando en serio? ¿Usted cree en eso o se presta a investi-
gar una fantasía?

61
1· La Saga de los Eónicos
-Entiendo tu reacción, pero tengo testimonios confiables
de su existencia y no soy el único en esta persecución.
-Disculpe si no le creo, pero que no sea el único no es prue-
ba de la veracidad de ello.
David permanecía silencioso ante la confrontación de
ideas que mantenían el profesor y su ayudante. Verla en-
frentar de ese modo a quien le había enseñado antes y ahora
le daba la posibilidad de trabajar era una demostración de
la inteligencia, el buen juicio y la autosuficiencia de Carina.
No se dejaba avasallar por nadie y expresaba sus puntos de
vista sin temor a ser acallada. Comenzó a admirarla por su
valentía.
-Te pido que no me creas un loco por esto. Durante mu-
chos años investigué a los nazis y ello me ha llevado a obte-
ner descubrimientos increíbles en sus prácticas e ideologías
fascistas.
-Conozco su trabajo sobre el nacionalsocialismo, lo estu-
dié cuando era su alumna y lo volví a leer luego, pero ahí no
habla de esto. En todo caso, ellos se encargaban de extermi-
nar a la raza humana, no de perpetuarla en el tiempo.
-Estás tergiversando el concepto. Ellos querían perpetuar
su raza y sus ideas, ello incluía eliminar las razas e ideas
opuestas. Pero lo interesante no está ahí. No expuse nada
de esto en mis trabajos, comprenderás que la gran mayoría
de los lectores tendrían la misma reacción que la tuya y en
poco tiempo hubiera terminado encerrado en un hospital
psiquiátrico, medicado hasta las orejas, babeándome. Soy
un tipo razonable y me costó creer esto, pero cuando tuve las
pruebas sobre la mesa, no pude negarlas.
Ella lo miró en silencio un instante y luego giró hacia
David.
62
Lucas Sampor
-¿Vos le seguís la corriente?

David se quedó silencioso, pues era muy poco lo que sa-


bía al respecto.
-No tiene que seguirme la corriente, no estoy loco, Carina.
–dijo Juan, antes de que David pudiese hablar.
-Por favor, profe. Es cómo si quisiera buscar a Drácula o al
pombero. Hay miles de personas que dicen haberlos visto, pero
la imaginación humana vuela muy alto. –de inmediato recor-
dó algo. –En mi pueblo había gente que decía haber sido ata-
cada por el lobisón, lo repetían cada vez que podían, pero eso
no prueba nada. Casi llegaron a matar a un muchacho porque
era el séptimo hijo varón de una familia. La farsa se terminó
cuando el sacerdote explicó que la historia del lobisón y el sép-
timo hijo varón la había inventado un ministro para evitar que
las familias humildes tuviesen demasiados hijos. Esa es una
explicación sensata a una locura general. Seguramente esta
locura también la tiene y usted la puede encontrar.

-Carina, vamos a dejar el tema de lado. Quiero que me


ayudes con algo relacionado a esto, pero no es salir a atrapar
inmortales por la ciudad.
Ella quedó perpleja ante el comentario de Olivier. Lo vio
dirigirse hasta donde había estado trabajando David y bus-
car algo entre los apuntes. No tardó más de dos minutos en
hallar lo que buscaba. Hojeó el cuaderno de espiral que tenía
en las manos y se detuvo en una hoja cargada de dibujos y
esquemas hechos en lápiz. Volvió a acercarse a los jóvenes y
les mostró la hoja, sin arrancarla del cuaderno.

-Me gustaría que recorran la ciudad, -miró a Carina, pi-


diendo con la mirada que no se negara hasta no oír la pro-
puesta. –y buscaran estos símbolos.
63
1· La Saga de los Eónicos
David tomó el cuaderno y los observó con mayor
detenimiento.
-Algunos de estos símbolos están en todos lados, en cual-
quier ciudad del mundo que elija para su búsqueda. –dijo,
luego de una rápida observación de los gráficos.
-No quiero que analicen los símbolos, ni la cantidad de
veces que los hallen, o dónde los hallen. Eso lo analizaré
después. Pero quiero que anoten los lugares…
-Profe, por favor… -lo interrumpió Carina.

-Carina, no te estoy pidiendo que creas en esto. Es mi pro-


yecto de investigación y quiero que me ayudes a juntar datos
para él. Sólo será esta tarde, mañana podés olvidarte de todo
y seguir estudiando para tus exámenes. –Juan ya no sonreía
y esta actitud no le permitió a Carina negarse al pedido del
profesor. –Tengo que irme a la reunión, mañana volvemos a
las actividades normales. ¿Trato hecho?-

No habían trazado ningún recorrido en particular y se dis-


pusieron a caminar en cualquier dirección. Carina llevaba el
paso lento y descuidado de quien está en un paseo para des-
pejar la mente, mientras que David acompañaba ese andar
despreocupado con una charla amistosa y divertida. Había
hablado durante más de cuarenta minutos, sin profundizar
en ninguno de los temas que tocó, pero haciendo chistes y
comentarios graciosos en cada momento.
Al principio, notó el desgano de Carina para realizar la ta-
rea que les había encomendado el profesor. Y la comprendía;
ella no tenía motivos reales para aceptar ese encargo, pues no
tenía relación alguna con lo académico. Se había mantenido
reservada y con el seño arrugado, pero luego de tanta charla
por parte de David, se había relajado un poco. Sonreía a cada

64
Lucas Sampor
comentario alocado del joven y se dejaba guiar por las calles
céntricas de la ciudad, a donde creían poder encontrar algún
edificio viejo o de arquitectura extraña. Pensaban encontrar,
en esos sitios, los dibujos que Juan Olivier les había entrega-
do, pero ya llevaban más de una hora y media de caminata
y los pies de Carina sentían el esfuerzo. Por algún motivo
que no supo explicarse, no quería decir nada al respecto, y
continuaron caminando un tiempo más, hasta que David pa-
reció percibir algo y le ofreció buscar un lugar para sentarse
y beber algo fresco.

-Me encantaría. Los pies me están matando. –comentó


con una sonrisa de alivio en la boca.
-¿Conocés algún lugar por acá cerca? –preguntó él y ella
lo guió hacia un bar que estaba a cuatro cuadras de donde se
hallaban.
Mientras iban caminando, siempre con el paso tranquilo,
David encaminó la conversación hacia el pasado de Carina y
ella pronto empezó a contar la vida apacible que llevaban los
lugareños de su pueblo natal.
Un conglomerado de poco más de seis mil personas que
se dedican, en su mayoría, a la agricultura o la ganadería.
Aquellos que no poseían algunas hectáreas de campo para
poder explotar buscaban alguna otra actividad relacionada
con los productores de materia prima; como carpintería, me-
cánica automotriz para la maquinaria que se utilizan en las
siembras y cosechas. Algunos más se encargaban de proveer
de alimentos y materiales a esta gente. En todo caso, era una
población que se podía mantener a si misma en sus necesi-
dades básicas, pues sus habitantes estaban acostumbrados a
prescindir de ciertas tecnologías indispensables para la vida
doméstica de las grandes ciudades. Pero, de ser necesario
usar o disponer de esas tecnologías, la capital de la provincia

65
1· La Saga de los Eónicos
estaba a poco más de cien kilómetros de distancia. Una tre-
cho más que accesible.
Llegaron, hablando de la ciudad natal de Carina, al bar
que ella había propuesto para descansar un rato de la tarea
inapropiada que le había encomendado Olivier.
Tomaron asiento en una mesa que estaba bajo una som-
brilla roja y blanca, junto a la calle.
-Voy a comprar algo. ¿Una gaseosa está bien, o querés
otra cosa? –preguntó él.
-Una gaseosa está bien. –mientras lo observaba entrar al
bar, se quitó la mochila que había cargado sobre su espalda
y sintió que se despegaba de su remera, unidas hasta ese mo-
mento a causa de la transpiración que el calor y la humedad
habían provocado.

El escaso viento que movía el aire caliente la brindó un


alivio a su espalda mojada. Sintió como sus pies se relaja-
ban también, libres del peso de su cuerpo. Los colocó debajo
de la silla plegable que, indudablemente, hacía juego con la
sombrilla. Ambas habían sido suministradas por el mismo
proveedor de cerveza. Llevaba unas sandalias artesanales
que le resultaban muy cómodas, excepto en ese momento,
por lo cual se las quitó y las dejó debajo de la silla.
Alzó la cabeza hacia el cielo y se encontró con la lona im-
permeable de la sombrilla. Sonrió un instante y giró la cabe-
za hacia un lado hasta poder visualizar el cielo. Los rayos de
sol ya no iluminaban lo suficiente como para ocultar la luz de
las estrellas. Sólo algunas nubes pasajeras alcanzaban a ta-
parlas momentáneamente. Un movimiento cercano le llamó
la atención y bajó la vista. David estaba apoyando la botella
de gaseosa en la mesa circular, junto con dos vasitos blancos,
de plástico, y una bolsa de papas fritas con sabor a parmesa-
66
Lucas Sampor
no. Se sentó frente a ella y la miró con una media sonrisa en
los labios, mientras abría la bolsa de papas.
-No tenía hambre, pero la vi ahí y me tentó. –alegó en su
defensa. -¿Querés?
Le ofreció la bolsa y destapó la botella para servir la bebi-
da en los dos vasitos plásticos. Carina no aceptó la oferta de
papas, pero se bebió todo el contenido del vaso en tres tragos
ininterrumpidos. David estaba masticando las cinco papas
que se había llevado a la boca, pero se detuvo para admirar
lo que hacía ella.

-Tenía la garganta seca. –se excusó luego de apoyar el


vaso en la mesa.
Ambos rieron de ello y David volvió a llenar el vaso con
gaseosa.
-Volviendo al tema anterior, -dijo David. -¿Cuando termi-
nes tu carrera, volverías a Plaza?
-No sé. A veces pienso que tengo que quedarme acá y
apostar a tener una profesión en ascenso, pero también pien-
so que sería importante volver y tratar de ayudar a mi familia
y las generaciones más jóvenes que la mía. –se silenció unos
segundos, como si pensara en tomar una decisión en ese mis-
mo instante. –Por otra parte, creo que Plaza se está quedando
en el tiempo. O, peor todavía, se está desmoronando. Los
más jóvenes se van en cuanto pueden.
-Como vos. –la interrumpió David.

-Si, pero es algo que pasa desde hace muchos años. Los
hermanos de mi vieja, por ejemplo, se largaron en cuanto
terminaron la escuela. Uno, incluso, ni siquiera terminó la
escuela.

67
1· La Saga de los Eónicos
-¿Por qué te parece que pasa eso?

-Si te quedás ahí, estás destinado a hacer lo mismo que tus


padres y a muchos no les gusta esa perspectiva. La vida del
campo no es para todos. Los más viejos están acostumbra-
dos a eso: levantarse a las cinco, ordeñar las vacas, buscar los
huevos del gallinero, alimentar a todos los animales, recorrer
todo el perímetro para ver si pasó algo raro en la noche, y
toda una serie de ocupaciones que se tienen en un campo co-
mún. En un laburo en la ciudad todo parece más simple. No
es la realidad, pero para el que no conoce esa realidad… -dejó
la frase incompleta, a sabiendas de que David comprendería
el significado de ella.

-Es cierto. Y viceversa. –respondió él, entre un largo sus-


piro. –A la gente de la ciudad, la vida del campo la parece
más simple. Parecería que todos están cansados y aburridos
de vivir donde viven y de hacer lo que hacen.
-Sin embargo, hay muchos que vuelven a sus pagos para
trabajar ahí.
-Parece que ahora estás pensando que es buena idea vol-
ver a Plaza.
Ella le regaló una sonrisa que expresaba cansancio y
resignación.
-Es un poco triste. Me queda muy poco para recibirme y
todavía no se lo que voy a hacer.
La charla amistosa había logrado que se relajara, pero el
recuerdo de su embarazo golpeó contra su cráneo como un
mazo de plomo contra la cáscara de un huevo. Se sintió des-
trozada al instante y fue incapaz de disimular. David la miró
con el seño fruncido y en silencio. Bebió dos tragos del vaso
plástico y volvió a dejarlo sobre la mesa.
68
Lucas Sampor
-¿Tus viejos… se van a enojar por lo del embarazo? –pre-
guntó en voz baja, sin ninguna emoción o tono extraño en su
voz.
Ella alzó la mirada hasta sus ojos y contuvo el aliento por
dos segundos. Trataba de razonar cómo era que él sabía de
su embarazo. Se había cuidado de no decirle a nadie hasta
que supiera qué hacer al respecto, y de repente, él hacía se-
mejante pregunta.

-¿Embarazo? –estuvo a punto de hacerse la desentendida,


pero una pregunta tan directa evidenciaba que él sabía de
qué estaba hablando. -¿Cómo sabés de eso? No se lo conté
a nadie. –de repente, comenzó a sentir que el sudor en su
espalda era demasiado frío y un cosquilleo le sacudió el es-
tómago. Los escalofríos le recorrían el cuerpo de un extremo
al otro. Sentía que, el ser descubierta, le provocaba un alivio
intenso y se relajó tanto que comenzó a llorar. No sentía tris-
teza alguna, sólo la angustia que la abandonaba.
David tomó dos servilletas de papel y se las ofreció. Ella
tomó las servilletas con la mano derecha, mientras se secaba
las primeras lágrimas con los dedos de la mano izquierda.
-No lo van a tomar muy bien en tu casa, ¿verdad? –co-
mentó David, teniendo en cuenta el llanto de la joven.
-No es eso. Ni siquiera me puse a pensar cómo lo van a
tomar mis viejos. –tomó aire para seguir hablando. -Lo que
pasa es que esto me cambia toda la vida. No puedo pensar
en seguir estudiando con un hijo encima.
-Tal vez, hoy lo veas cómo una catástrofe, pero el día en
que lo tengas en brazos, ese hijo va a ser tu mayor bendición.
Te lo puedo asegurar.
-No entendés. No tengo nada en contra de mi embara-

69
1· La Saga de los Eónicos
zo… bueno, si. Yo tengo una beca que me permite estudiar.
A cambio de eso, tengo que ayudar al profesor Olivier en sus
trabajos. Con un embarazo avanzado o un hijo en brazos, no
voy a tener tiempo para estudiar y trabajar. Además, el dine-
ro que me da la facultad no alcanza para mantener un hijo.
-Eso significa que tendrías que volver a Plaza y trabajar
con tu familia, ¿es así?
-Si. Todo eso que veníamos hablando hace un rato. Así
va a ser mi vida.
-Estás diciendo de que no podés mantener a la criatura
vos sola. ¿Eso quiere decir que el padre no va a hacer nada?
Ella se ruborizó en cuanto David terminó de formular la
pregunta.
-No. –esa fue toda su respuesta y le bastó a David para
comprender la realidad que vivía la muchacha.
-¿No sabés quien es? –preguntó en voz baja, tratando de
darle la mayor delicadeza posible a sus palabras.
Ella le clavó los ojos abiertos en forma desmesurada. Era
indudable que el joven la desconcertaba. Parecía adivinar
cada cosa que le ocurría a ella y ella se sentía incapaz de en-
cubrir sus reacciones. Se mostraba tal cual era ante él y había
dejado de sentir los pudores que la acosaban en sus primeros
encuentros.

Le contó que hacía unas tres semanas había salido a bailar


con sus amigas de la facultad y durante el transcurso de la
noche conoció a un muchacho, con el que bailó y tomó algu-
nos tragos. Congeniaron y él la invitó a caminar. El camino
los llevó directo al departamento de ella, donde disfrutaron
de varias horas de buen sexo. A la mañana siguiente, cuando

70
Lucas Sampor
ella se despertó, él se había marchado sin dejar rastro algu-
no de su presencia o existencia. Ella se quedó sólo con su
nombre: Gastón. Aunque ahora dudaba de que ese fuera su
verdadero nombre.

Luego de haber hablado durante varios minutos, se sintió


tranquila por su situación. La desesperación que la había
perturbado el día anterior ya no existía. Ni siquiera pensaba
en buscar a Gastón y pedirle que se hiciera cargo del bebé.
Todo aquello había desaparecido de su mente, que se encon-
traba llena de las intrigas que le causaba David.

El joven comprendía la situación completamente y fue


muy cauto al cambiar de tema, llevando la charla hacia otra
dirección: el profesor.
-Lo que a mi me preocupa es el profesor, se está metiendo
demasiado profundo en este tema de los símbolos de los in-
mortales y los nazis y todo eso.
-Es su pasatiempo. No creo que haya nada malo en una
cosa así. –conjeturó ella, sin percatar que era sacada del tema
del embarazo.
-Lo que me preocupa es que pueda despertar el enojo
de alguien. Según él, hay toda una organización compues-
ta por generales nazis que está en la misma búsqueda. No
sería nada bueno que se cruzase con esa gente… o con sus
intereses.

-¿Qué tienen que ver los nazis con los inmortales? –Carina
recordó que Juan ya había relacionado los dos temas.
-Parece ser que los nuevos nazis tienen o tuvieron a un
inmortal en sus manos y el profesor anda atrás de eso. –ex-
plicó él.

71
1· La Saga de los Eónicos
-Entonces, si es para preocuparse. Él no verá el peligro,
porque está un poco obsesionado con los nazis. Al parecer, le
ocurrió algo durante la guerra, cuando era chico, en Europa.
-¿Si? No sabía que había estado ahí. –la sorpresa no lo
dejó terminar de beber el resto del vaso.
-Nunca le pregunté nada al respecto, pero se comenta que
sus padres murieron en un campo de concentración y él fue
rescatado por los aliados. Luego se vino a la Argentina con
unos tíos y al llegar les cambiaron el apellido.
-No sería la primera vez que pasara algo por el estilo. –los
gestos de David le indicaron a Carina que creía en esa posi-
ble historia.
Carina se quedó mirando algo a espaldas de David y lue-
go llevó su torso hacia delante, cómo queriendo comentar
algo en voz baja.
-¿Puedo hacerte una pregunta personal? –lo miraba a los
ojos, con una sonrisa astuta en los labios carnosos.
-Claro, lo que sea. –él aparentó tranquilidad.

-¿Por qué las mujeres te miran de ese modo tan…


ardiente?
David mostró un gesto pasmoso y abrió los ojos en forma
desmesurada, como si no entendiera la pregunta.
-No sé a qué te referís. ¿Qué tipo de mirada es esa?

-No te hagas el desentendido. Todas las mujeres que pa-


saron atrás tuyo mientras hablábamos te miraron como si
quisieran comerte a besos. No hubo una que no hiciera lo
mismo. No creo que ese comportamiento te haya pasado
desapercibido. Estoy segura que te diste cuenta, y estoy mu-
cho más segura de que lo usaste en tu favor muchas veces.
72
Lucas Sampor
No me mientas.
Él no supo que responder ante la seguridad de la joven.
La miraba y estaba perplejo con el cambio reciente en ella.
Unos minutos antes lloraba por el presente que le tocaba vi-
vir y ahora empleaba su mente para estudiarlo a él y a las
personas que caminaban a su alrededor. Se limitó a sonreír
de forma cómplice y ella creyó interpretar correctamente el
gesto. Ella también sonrió.

-Sabía que era así, pero no entiendo cómo lográs llamar la


atención de todas. No hay una sola que se resista a quedarse
mirándote.
-No deberías estar tan contenta por tu hallazgo. Esas mis-
mas mujeres deben pensar muy mal de vos, sólo por el hecho
de que estás conmigo.
Carina dejó de sonreír al instante. Cayó en la cuenta de
que era una cualquiera para esas mujeres. Ella habría pensa-
do de esa forma si el hombre que a ella le gustaba hubiera
estado con una desconocida, pero no podía hacer nada al res-
pecto. Sólo sonreír, pues ella era la que estaba sentada, char-
lando y bebiendo algo con el muchacho que todas deseaban.
Es la naturaleza femenina, pensó.

-Dejaste de sonreír un momento. ¿Te preocupó lo que pu-


dieran pensar?
-Me importa un carajo lo que piensen, yo sé lo que pasa…
Pero me gusta la idea de que me envidien. –siguió con la
vista el rostro de una joven que pasaba a espaldas de David
y comprobó, con tristeza, que no se percataban de su presen-
cia, tan embobadas estaban con David. Volvió a abandonar
la sonrisa. –Ni siquiera saben que existo. No te sacan los ojos
de encima.

73
1· La Saga de los Eónicos
Por primera vez desde que surgía la conversación, David
giró la cabeza y miró a la muchacha que pasaba tras él. Una
morocha de cabello ondulado, recogido por unas cuantas
hebillas que dejaban libres algunos mechones. Los pechos
enormes se bamboleaban con el caminar vanidoso de la mu-
chacha, que no tuvo la menor intensión de esquivar la mira-
da de David. Cuando él decidió cortar el contacto visual y
volver la cabeza a Carina, esta lo miraba con recelo.
-Si no estuviera yo, habrías hecho algo para que se sentase
a tomar algo con vos, ¿no es cierto? –su rostro estaba serio y
ya no tenía ánimos de analizar el proceder de David.
-No importa que hubiera pasado entonces, es una tontería
ponerse a analizar un montón de situaciones supuestas que
no sabemos si puedan ocurrir.
-Tenés razón. Yo tengo que ponerme a pensar en mi fu-
turo hijo. Es esta la realidad que me toca vivir. –Carina dejó
caer los hombros y la cabeza cómo si una carga muy pesada
la empujara hacia abajo.
-No quise decirte eso. Te pido perdón por haberte hecho
acordar de tu situación, no era mi intensión esa. –se quedó
mirándola en silencio durante más de veinte segundos y com-
prendió que no había reparo. –Veo que la charla se arruinó
por mi culpa y no me gustaría dejar las cosas así. ¿Te puedo
acompañar a algún lugar?

-Quiero ir a mi casa. –cuando Carina dijo esto, una luz en


el horizonte iluminó parcialmente el cielo, pero el sonido lle-
gó mucho después, indicando que una tormenta se desataba
en la distancia.
Como aún no había rastros de que la lluvia pudiese to-
marlos por sorpresa, prefirieron caminar hasta la casa de
Carina. Las primeras cuadras fueron silenciosas. Ella mira-
74
Lucas Sampor
ba las vidrieras repletas de ropa colorida y trataba de despe-
jar la mente de los pensamientos que David había traído de
nuevo, pero no lograba hacerlo.

Una mujer caminaba en dirección contraria a ella. Parecía


muy joven por la vestimenta que llevaba puesta y el vien-
tre abultado hacia delante hacía más que obvio su embara-
zo. Llevaba, al menos, cinco meses. La joven mujer no hacía
nada por ocultarlo, incluso parecía vestirse para mostrar su
estado, tan orgullosa se sentía de él. Una remera corta y ajus-
tada apenas llegaba a taparle los senos y el pantalón de jeans
no alcanzaba a rodear completamente la cintura, con lo cual
quedaba el último botón sin prender.
Carina se quedó mirándola, incluso luego de que hubo
pasado junto a ellos. Se dio media vuelta para mirarla y la
siguió con la vista unos veinte metros, sin moverse de su
sitio.
David advirtió esto.

-No necesitás hacerte mala sangre con esto. No tomes una


decisión sobre si es bueno o malo para vos. Aceptalo como
es.
Ella no respondió. Se limitó a continuar en silencio, para-
da en medio de la acera.
Otro trueno más cercano resonó en el cielo y la oscuridad
se tornó brillante por un segundo ensordecedor. Ambos se
quedaron mirando el cielo, luego de que todo volviera a la
normalidad, tratando de percibir las nubes que intentaban
cubrir el firmamento.

-Deberíamos seguir caminando. –sugirió David y la suje-


tó del brazo. Ella no opuso resistencia y se dejó llevar por la
delicadeza de él.
75
1· La Saga de los Eónicos
Sin que ella razonara al respecto, él la guió hasta su casa,
el departamento que alquilaba cerca de la universidad y que
le permitía acudir a la casa del profesor cuando este la lla-
maba. Caminaron hasta la calle San Lorenzo, la misma en
la cual estaba ubicada la casa del profesor y giraron hacia la
derecha, llegando hasta las vías del tren. Allí la calle se in-
terrumpía por las mismas vías férreas, pero continuaba unos
metros después. Pasaron por debajo de unas barras de acero
doble T que bordeaban las vías para cuidar a los despreve-
nidos y se acercaron a las puertas del complejo habitacional.
Carina sacó las llaves de su mochila y abrió la puerta princi-
pal. Ingresaron por unas escaleras hasta el segundo piso y
llegaron a la puerta de madera que había llevado el número
14, pero ahora sólo se veía la silueta de aquel número, donde
faltaba el barniz.
El cuarto principal era un cubículo donde se amontonaban
la mesa, las cuatro sillas, la heladera, la cocina de dos horna-
llas y la mesada de aluminio. Quedaba muy poco espacio
libre para circular. Un pasillo angosto llevaba al dormitorio,
pero en el medio del pasillo, una puerta daba acceso al baño.
Eran las únicas habitaciones del departamento, pero la cerca-
nía al campo universitario le permitía tener un costo rentable
muy alto. Ella no se mudaba pues ese sitio la mantenía cerca
de la universidad y del profesor, sus dos ocupaciones más
importantes. Pero el embarazo modificaba esas prioridades
y el costo del alquiler se convertía en una barrera infranquea-
ble. Ya no podría permitirse pagar algo semejante y, tenien-
do en cuenta que tendría menos tiempo para trabajar cuando
el niño naciera, tendría menos dinero para sustentarse. Todo
eso la llevaba a una sola conclusión: abandonar los estudios
y volver a su pueblo a trabajar y a criar a su hijo con su fa-
milia, siendo una más de las tantas chicas del interior de la
provincia que volvían al pago con un hijo y sin esposo.

76
Lucas Sampor
David observaba con cuidado el departamento. Ningún
rincón del lugar quedó fuera de su análisis. Tomó un porta-
rretrato que había sobre la heladera y se detuvo a admirar la
fotografía que había en él. Carina estaba abrazada a una mu-
jer y un hombre se hallaba parado detrás de ellas, apoyando
sus manos sobre los hombres de las mujeres. Un muchacho
estaba acostado en el suelo, junto a los pies de Carina. Todos
sonreían al fotógrafo.
Carina se acercó a David y le quitó el portarretrato de la
mano con lentitud. Se quedó mirándolo un momento y lue-
go alzó la vista hacia David.
-¿Querés quedarte a comer?

Él no esperaba la invitación y tardó unos segundos en


aceptar, sólo con un movimiento de cabeza.
Ella se dirigió a la heladera y dejó la fotografía donde ha-
bía estado unos minutos antes.
-¿Son tu familia? –preguntó él.

-No. –lo miró a los ojos al responder, cómo si no quisie-


ra continuar hablando del tema, pero David no se dio por
aludido.
-¿Y entonces? –insistió David.

Carina abrió la heladera en busca de algún posible menú


para la cena que le había ofrecido a él y detrás de la puer-
ta, oculta a la vista del joven, cerró los ojos para contener
una avalancha de sentimientos que imploraban por brotar.
Decidió que sería inútil callar algo sin sentido.

-El chico era mi novio durante la secundaria, ellos son sus


padres. –explicó rápidamente.
77
1· La Saga de los Eónicos
-Parece que te querían mucho.

-Ella había sido mi maestra anteriormente y nos quería-


mos mucho. Me aconsejó venir a estudiar acá porque creía
que tenía mucho potencial, a pesar de que eso significaba ale-
jarme de su hijo. Si supiera lo que logré hacer acá… -parecía
ser que la última frase se le había ocurrido en el preciso mo-
mento que hablaba, y la ironía de la situación no le permitió
terminar lo que decía. Se limitó a reír con un suspiro triste y
cansado.
David decidió que volver a aconsejarla sobre la situación
ya no era una opción razonable. Debía dejar que ella razona-
ra sobre lo que estaba viviendo.
Juntos prepararon la cena y conversaron sobre un nuevo
escándalo de verano de la farándula: dos vedette se insulta-
ban delante de las cámaras de programas chimenteros para
obtener, de ese modo, el puesto más alto en la cartelera tea-
tral. Todos los demás programas se nutrían de estas notas
para hacer más grande el conflicto ficticio, a sabiendas de
que quienes salen ganadores son los propios protagonistas
y creadores del escándalo inicial, que se va subdividien-
do en discusiones más pequeñas pero, no por eso, menos
coloridas.
Por dos horas, Carina logró olvidarse de su embarazo y
pasar un buen momento en compañía de David. Comieron
milanesas de pollo que ella tenía en el refrigerador, con una
ensalada de lechuga y tomate, condimentada con limón y
pimienta.

Sobre la silla que se hallaba junto a David, estaba la mo-


chila de Carina y el papel que les había entregado el profe-
sor sobresalía de uno de los bolsillos. Él lo tomó y sonrió al
abrirlo.
78
Lucas Sampor
-No hicimos nada de lo que nos pidió el profesor.

Un rayo cayó muy cerca, afuera y la casa tembló por com-


pleto. Carina estaba por hablar, pero el estruendo la obligó
a callar. Dos segundos después, el suministro eléctrico se
cortó y quedaron a oscuras.
-¡No te puedo creer! –protestó ella y se dirigió a su dormi-
torio a buscar velas.
Volvió con tres velas aromáticas que usaba como algo de-
corativo en su mesa de noche. Las encendió y la sala se ilu-
minó parcialmente con luces teñidas de rojo y naranja por los
fanales. El silencio que dejaron los electrodomésticos per-
mitió oír la fina lluvia que caía sobre la ciudad y que había
pasado desapercibida para ellos.

-Empezó a llover. –dijo David y su voz sonó profunda y


áspera en la oscuridad parcial de la sala.
Era muy poco lo que podían ver allí dentro y Carina vol-
vió a su dormitorio, invitando a David a seguirla. Ella se
movía con seguridad en la oscuridad de su casa, pero pronto
ingresó una luz que definió los contornos de la cama y el res-
to del cuarto. Pasaron por la puerta abierta y salieron al bal-
cón diminuto. Este estaba pobremente protegido de la lluvia
y algunas gotas les golpeaban el rostro, refrescándolos.

Cada tanto, las ráfagas de viento les acercaban un poco


más de lluvia y sus ropas se humedecían casi imperceptible-
mente. Mientras observaban las gotas de lluvia que caían
sobre el pavimento, formando burbujas en los charcos, el
temporal se intensificó.

-Parece que va a llover durante mucho tiempo. –predijo


ella.
79
1· La Saga de los Eónicos
-¿Por qué lo decís?

-Hay una vieja creencia en el campo que dice que cuando


se forman burbujas en los charcos es porque la lluvia va a ser
larga. –explicó ella en tono serio.
-¿En serio? –él había levantado las cejas y la miraba asom-
brado. Su voz se había elevado una octava.
Ella no pudo contener la risa al ver la expresión del
muchacho.
-¿Nunca escuchaste eso?

-Es la primera vez en mi vida que escucho una cosa así. –él
también sonreía.
-No sé si tiene alguna explicación científica, pero en el
campo es una forma de pronosticar el clima. Y siempre es
acertada. Nunca falla. No recuerdo que alguna vez haya
llovido poco cuando se formaban burbujas.
-¡Mirá vos! Yo conozco el mito de que si se clava un cuchi-
llo en la tierra, se puede cortar la tormenta.
-Si. Eso también es cierto. Mis abuelos lo hacían cuando
no querían que la lluvia les arruinara la plantación.
-¿Y funcionaba? –él volvió a sorprenderse.

Ella se quedó pensando un rato la respuesta.

-Casi siempre. Cuando no funcionaba, mi abuela decía


que se debía a que lo había hecho muy tarde y la tormenta
ya estaba muy avanzada. Podía ser una forma de excusarse,
pero… quien sabe.
-Puede ser. Las tormentas pasan de largo en algunos lu-
gares. –comentó él.
80
Lucas Sampor
-¿Querés probar? –invitó ella con una sonrisa pícara y
cómplice.
-¿Qué cosa?

-Si es cierto. Si funciona.

David meditó la propuesta de ella mirando la lluvia que


caía sobre las vías.
-Lo que pasa es que tenemos dos situaciones opuestas. Las
burbujas dicen que va a llover mucho y el cuchillo haría pa-
rar la lluvia. Una de las dos cosas va a suceder indefectible-
mente, por lo tanto, no tendríamos una respuesta concreta.
-Podríamos hacerlo por diversión. –la sonrisa de ella indi-
caba que quería divertirse. –Averiguaríamos cual de los dos
mitos es más fuerte.
-Bueno, buscá un cuchillo.

Salieron del balcón y pasaron por la cocina iluminada por


las velas. Ella se retrasó unos segundos para tomar un cu-
chillo y luego bajaron juntos las escaleras. Ya en la calle se
quedaron cerca del edificio, buscando la protección de los
techos para no mojarse.

-Tiene que ser tierra. –dijo ella para sí, pero en voz alta.

-Puede ser cerca de las vías. ¿Tenés que decir algo?

-¿Decir algo?

-Si, no sé. Una oración o algo por el estilo.

-¿Conjurar a los espíritus de la lluvia? –usó un tono sua-


vemente irónico en la frase, pero no lo suficiente como para
herir el orgullo de David.
81
1· La Saga de los Eónicos
Él la miró a los ojos e intentó aparentar seriedad, pero no
lo logró.
-Te creés muy viva, ¿eh?

Ella rió a carcajadas ante el comentario de David, pero


más que nada porque él se tomó a la ligera el chiste.
-Bueno, te propongo algo. –continuó él. –Una apuesta.
¿Vos qué creés que vaya a pasar? ¿Qué pensás que va a ser
más poderoso: el cuchillo o las burbujas?
Ella alzó los hombros al instante, como indicando su incer-
tidumbre, pero a la vez analizaba mentalmente la situación.
-Mi abuela decía que mientras más grande sea el cuchi-
llo, mejor resultado se tendría. Si tuviera un hacha en este
momento, apostaría sin duda por esa opción, pero con un
cuchillo de cocina… tengo mis dudas. –al comentar esto, ma-
nipulaba el cuchillo entre sus dedos largos y finos.

-¿Ella usaba un hacha?

-Si. Tenía un hacha de mano con el mango de madera ta-


llado artesanalmente por mi abuelo. Ahora que lo pienso, no
la vi nunca usar el hacha en otra cosa que no fuera eso. No,
definitivamente me inclino por las burbujas. Creo que va a
seguir lloviendo.

-¡Ah! Esperaba que apostases por el cuchillo. –se lamentó


David. –Yo también creo que va a llover mucho, pero para
que la apuesta siga en pie, voy a tener que jugarme por el
cuchillo. ¿Me permitís el honor de hacerlo?
Ella le cedió el cuchillo y sus dedos se rozaron por un ins-
tante. Ella sintió el cálido contacto con un suave escalofrío y
lo observó alejarse bajo la lluvia. David se acercó a las vías
82
Lucas Sampor
del tren y eligió un sitio donde no hubiese pasto ni escom-
bros. La tierra mojada se había convertido en un barro sua-
ve. Se arrodilló, apoyando la palma de su mano libre en el
lodo y clavó con cuidado la hoja metálica del cuchillo por
completo. Sostuvo el mango de plástico unos segundos y
lo soltó casi al mismo tiempo en que se ponía en pie. Volvió
caminando hacia Carina y se detuvo junto a un charco que se
había formado en la acera. Volvió a arrodillarse y se limpió
el lodo de la palma en el agua que se había juntado allí.

-¿Cuánto debemos esperar para saber si funciona?

-No tengo idea. Una hora estaría bien.

Volvieron a entrar a la oscuridad del edificio y mientras


subían, ella se fijó en su teléfono celular la hora. Eran casi
las once de la noche. David se paró en el balcón, dispuesto a
custodiar el cuchillo y la lluvia. Ella, en cambio, se sentó en
la cama y bostezó en la oscuridad, a espaldas de David.

Media hora más tarde estaba durmiendo. Se había resis-


tido hasta el último instante y el sueño le ganó la batalla,
dejándola atravesada en la cama, con las piernas colgando
fuera del colchón.
Quince minutos después, la lluvia empezó a amainar y
media hora más tarde había parado por completo. El aire re-
frescado por el agua caída ingresaba libremente por la puerta
que conducía al balcón. David ingresó sonriente y triunfante
al cuarto, pero advirtió el abatimiento de Carina por el sue-
ño. No quiso despertarla y, con cuidado, intentó acomodarla
en la cama. No encontraba el modo de llevarla a la posi-
ción ideal sin realizar movimientos bruscos y, dándose por
vencido, se resignó a alzarla. Pasó los brazos fuertes bajo el
cuerpo de ella y la alzó suavemente. Cuando se disponía a
bajarla, ella le cruzó los brazos tras el cuello, abrazándolo.
83
1· La Saga de los Eónicos
-No te vayas. –le susurró entre sueños y sin soltarlo.

-Dormí. No te preocupes por mí. –le respondió él, tam-


bién susurrando.
Logró soltarse de los brazos de ella y se dirigió a cerrar la
puerta que conducía al balcón.
-No te vayas. –insistió ella sin abrir los ojos, girando sobre
su cuerpo hasta encontrar una postura más cómoda.
Él caminó hasta la cama y se acostó junto a ella tratando
mover la cama lo menos posible. El tamaño del colchón los
mantenía muy cerca uno del otro. Él no tenía sueño y se que-
dó acostado, boca arriba, observando la oscuridad, oyendo
la respiración tranquila de ella y oliendo el perfume de las
velas aromáticas que se consumían en la cocina.

No supo el momento exacto en que se durmió, pero des-


pertó con un calor infernal en todo el cuerpo. La transpira-
ción de ella empapaba su pecho, ya que durante la noche,
ella lo había abrazado y su cabeza descansaba sobre el hom-
bro de él. El colchón estaba empapado también.

A pesar del sudor, su cabello olía deliciosamente, como


si el calor intensificara su perfume natural. Su respiración
regular le indicó a David que continuaba durmiendo. Se
quedó inmóvil para dejarla dormir un poco más, pero diez
minutos después ella alzó la cabeza y lo miró extrañada.

Se levantó de la cama y se dirigió al baño. David oyó el


sonido de la ducha y se levantó también. El despertador so-
bre la mesa de noche marcaba las 9:17 horas.
En algún momento de la noche había vuelto la electricidad
y las velas de la cocina se habían consumido por completo.
84
Lucas Sampor
Día 4

Juan Olivier salió del campo universitario con la prioridad


de llegar a su casa. Se detuvo ante el semáforo que regula-
ba el tránsito frente a los portones del complejo y esperó la
luz verde para girar a la derecha. Así lo hizo y avanzó unos
cincuenta metros hasta llegar a la esquina, donde tomó por
Cervantes, haciendo una cuadra para volver a girar y tomar
San Lorenzo. Desde allí, fue derecho hacia su casa.

Se encontró con David y Carina Conca esperándolo en la


vereda de su casa. Ambos lo saludaron sonrientes y no se
percataron del sudor que mojaba su frente amplia. Les de-
volvió el saludo y abrió el portón con un chillido rápido. No
lo cerró. Caminó con prisa hasta la puerta de la casa y la
abrió. Los invitó a pasar y se perdió en el interior por unos
cinco minutos.

Cuando reapareció tenía la camisa completamente empa-


pada de sudor.
-Disculpen la brusquedad del recibimiento. ¿Cómo están?
–dijo al volver.
-Bien. Con calor. –comentó Carina ironizando sobre el su-
dor del profesor, pero sin que este se percatara de ello.
-Si. La humedad está muy alta. La lluvia de anoche no
hizo sino empeorar el clima.
Carina recordó la lluvia y la apuesta que había cruzado
con David, pero no tuvo intensión de comentar nada delante
del profesor, por pudor ante lo que pudiese pensar él. Como
se había dormido, desconocía la hora en que había parado el
temporal y no sabía si había ganado o perdido la apuesta.
85
1· La Saga de los Eónicos
-Profesor, con respecto a lo que nos había pedido que hi-
ciésemos. –empezó a decir David, pero Juan lo interrumpió
con un movimiento de su mano.
-Quiero pedirles perdón por eso. Anoche me puse a pen-
sar detenidamente en eso y me di cuenta que es una tontería.
Los inmortales tratan por todos los medios de ocultarse y
sería una locura que dejaran marcas o señales que cualquiera
pudiese reconocer. Si hay símbolos que se relacionan histó-
ricamente con los inmortales y están dispersos en la ciudad,
estoy seguro que es pura casualidad.

-¿Por qué lo dice? –quiso saber Carina.

-Son seres altamente evolucionados y deben tener modos


mucho más específicos para contactarse entre ellos.
-¿Seres evolucionados? ¿Por qué cree que es así? –pre-
guntó David, como si no hallase una relación directa entre la
inmortalidad y la evolución.
-No sabría explicarte con precisión esas cosas, pero estoy
tratando de contactarme con un especialista en el tema y ten-
dremos muchas respuestas si lo logro.
Ambos jóvenes se sintieron aliviados, ya que no habían
buscado los símbolos en la ciudad y creyeron que el profesor,
al enterarse de ello, se molestaría por su irresponsabilidad.
-Entonces le devuelvo esto. –David sacó del bolsillo trase-
ro de sus jeans un papel doblado y arrugado y se lo alcanzó
al profesor. –Si no les importa, tengo trabajo que hacer. –se
excusó y se dirigió hacia las torres tambaleantes de libros y
apuntes y continuó clasificándolos por tema.

El profesor guió a Carina hasta su estudio y le entregó


allí el resto de los trabajos prácticos que debía corregir. Él
86
Lucas Sampor
se quedó en su oficina y despidió desde allí a la joven. Ella
salió a la sala y se acercó a David. No habían hablado sobre
la noche que pasaron juntos durmiendo, ni del despertar de
ella abrazando el pecho de David. Él había tenido la caba-
llerosidad de no mencionarlo, pero ella estaba deseosa por
saber lo que pensaba él. Parada detrás de él, logró ver un di-
bujo entre los apuntes que hojeaba David y le quitó las hojas
de las manos. Buscó con rapidez la hoja que había pasado
David y al encontrarla, le preguntó sobre el dibujo.

-¿Qué significa esto? ¿Sabés lo que es? –ella mostraba la


página abierta y David miró el dibujo con detenimiento.
-Es la primera vez que lo veo. Mi trabajo no es apren-
derme todo esto de memoria. –dijo, señalando las torres de
libros. –Tengo que clasificarlos y agruparlos para que el pro-
fesor los archive. Pero él debe saber qué es. Preguntále.
-No, está bien. Lo que pasa es que me resulta conocido y
quería saber que significaba.
-Lee lo que dice en la hoja. La explicación puede estar
ahí. Eso es un apunte del profesor. –explicó David y ella se
dispuso a leer las palabras que el profesor había escrito junto
al símbolo.
Descubrió que era un símbolo africano que representaba
la vida eterna. Sabía que lo había visto en algún sitio, pero
no podía recordar dónde. Se dispuso a dejar de pensar en
ello, pues creía que haciendo aquello la relación de recuerdos
vendría a su mente en el momento más inesperado.

De repente, un recuerdo más reciente le volvió a la mente.


Quitó la vista de las páginas y la posó en el rostro de David.
-¿A qué hora dejó de llover? –preguntó cambiando rotun-
damente de tema.
87
1· La Saga de los Eónicos
-No tengo idea. Me dormí antes. –dijo él, casi despreo-
cupado y poco interesado en saber quién había ganado la
apuesta.
-No creo que haya llovido mucho más. Ya está todo seco.
–razonó ella.
-Puede ser, pero quien sabe… el calor este puede secar
cualquier cosa.
Ella parecía querer ceder la victoria y él no quería tomarla
para sí. En eso, apareció Juan. Cada vez estaba más sudado.
Llevaba la camisa desabotonada casi en su totalidad. Carina
nunca lo había visto así, pero comprendía que el calor podía
modificar las costumbres de cualquiera y no se sorprendió
de ver los vellos en el pecho del hombre.

-Puedo preparar una cena esta noche. –dijo de repente,


sorprendiendo a sus dos acompañantes.
Juan se había ofrecido como anfitrión para la cena, Carina
sería la cocinera y David había decidido aportar la bebida y
el postre. Llegó unos minutos antes de las diez de la noche.
Como al día siguiente, sábado, Juan no debía asistir a la
universidad, planearon un banquete extenso, hasta altas ho-
ras de la madrugada. Golpeó la puerta de madera de la casa
y Juan volvió a sorprenderse por no haber oído el chillido del
portón de ingreso. No comprendía como lograba evitar el jo-
ven aquel fastidioso sonido. Carina fue quien abrió la puerta
y lo recibió con un beso en cada mejilla. Ella había llegado
antes para preparar el festín. La vio alejarse hacia la cocina
y no pudo evitar admirar su figura tras el pantalón de tela
fina de algodón que llevaba con mucho carácter. Una remera
blanca sin mangas con un escote que semejaba estar roto, se
adhería a sus senos. El símbolo clásico de lo femenino; un

88
Lucas Sampor
círculo con una cruz estampado en diminutas piedras bri-
llantes, decoraba el frente del atuendo. Llevaba unas sanda-
lias de cuero negro y las uñas de los pies pintadas del mismo
color que las de las manos. Una cuenta de semillas exóticas
colgaba de su cuello esbelto para completar el atuendo.
David le entregó un pote de helado al profesor y le pidió
un destapador para sacar el corcho de la botella de vino que
había traído.
-Puede poner la otra botella en la heladera, si quiere. –le
dijo, ofreciéndola junto con el pote de helado. –Traje una ga-
seosa, porque no sabía si Carina tomaba.
Juan tomó las botellas y el pote y se dirigió a la cocina,
donde estaba Carina, preparando algo que aromatizaba toda
la casa con el olor de la manzana cocida. La boca de Juan
no resistió y comenzó salivar. Tuvo que tragar para poder
hablar.

-David te trajo una coca para vos. –comentó mientras aco-


modaba en la heladera las botellas y en el congelador, el
helado.
Ella giró sobre sus talones con los ojos desmesuradamente
abiertos. Su corazón comenzó a latir sin el compás acostum-
brado y su cuerpo temblaba de nerviosismo.
-¿Por qué? –intentó mantener la calma al ver que el profe-
sor no la observaba.
-No sabía si ibas a querer vino.

-¡Ah! –la calma volvió a la mente de ella, aunque su cuer-


po continuaba lleno de adrenalina y temor. –Bueno, no tengo
ganas de tomar vino, así que…
El comentario no tenía sentido para ella, pero Juan lo

89
1· La Saga de los Eónicos
tomó cómo algo común y se dispuso a buscar el destapador,
colgado junto a la heladera, en un grupo de ganchos que sos-
tenían un pela-papas, un cascanueces, un encendedor eléc-
trico y una manopla de tela para sujetar recipientes calientes.
Dejó a la muchacha en la cocina y salió hacia la sala, con el
destapador en la mano.
Ella se tomó la frente con la mano derecha y el vientre con
la izquierda. Se sentía a punto de perder el conocimiento.
Respiró profundo y apoyó ambas manos en la mesada. El
momento de terror había pasado y poco a poco se iba recu-
perando. Ya no sentía hambre. Un nudo en el estómago le
había quitado el apetito.

David había quitado el precinto de seguridad y quitó el


corcho con lentitud, haciendo que la botella tomara aire pau-
latinamente. Sirvió dos copas grandes que Juan había sacado
de una gaveta y se sentaron a beber en la mesa ya servida.
-Tenías razón. Carina no quiere vino. –comentó Juan.

-Tuve un presentimiento. –las palabras eran claramente


irónicas para David, pero Juan desconocía el embarazo de su
auxiliar de cátedra, por lo cual tomó el comentario cómo algo
un tanto misterioso.
-Sos un tipo muy particular, sabés. –le dijo, mirándolo a los
ojos con el semblante serio. –Me inquieta saber cómo lográs
abrir el portón sin hacer ruido, cómo lograste hacerte amigo
de Carina tan rápido, porque yo la observé en la facultad y
le costó mucho comenzar a charlar con los otros estudiantes.
Ahora tiene muchas amigas ahí, pero en un comienzo le fue
difícil. Y ahora,… ¿un presentimiento? –David sonreía ante
el discurso de Juan. –Cómo te dije antes, no tenés nada que
explicarme, pero no puedo dejar de decirte que llama la aten-
ción eso.

90
Lucas Sampor
David lo miró unos segundos y luego habló, sonriendo.

-Si no tengo que explicarle nada,… no sé qué agregar a


lo que dijo. –no se veía ningún rastro de incomodidad en su
postura y eso volvió a llamar la atención de Olivier, aunque
no dijo nada.
-Voy a ver si Carina necesita ayuda. –agregó David y salió
de la sala con la copa de vino en la mano.
Encontró a Carina de espaldas y se acercó en silencio.
Apoyó su mano en la parte posterior de la cintura de la joven
y ella se estremeció ante el contacto. No se asustó, sino que
giró la cabeza con una gran sonrisa.
-¿Necesitás algo? –preguntó él.

-No. La carne ya está lista. Tengo que terminar de con-


dimentar la salsa y ya sirvo los platos. ¿En la mesa ya está
todo?
-Si. Falta la gaseosa. ¿Querés hielo?

-Bueno. Por un segundo pensé que le habías dicho al profe


que estaba embarazada.
-¿Por…? -él frunció el ceño cómo si no entendiera el
comentario.
-Cuando trajo la coca a la heladera, dijo que la trajiste para
mí y lo relacioné con eso. Por suerte no dije nada raro.
-No te preocupes, no voy a decirle nada. Ese es tu trabajo.
–dijo, regalándole esa media sonrisa que tanto le gustaba a
ella. –Avisame cuando empieces a servir los platos y vengo a
buscar la gaseosa y el hielo.
Ella lo miró salir de la cocina y supo que estaba enamo-
rándose del muchacho que había conocido unos días antes.
91
1· La Saga de los Eónicos
Nunca había sentido algo así, pero podía reconocer el senti-
miento fluir en su interior. Continuó cocinando.
Encendió una hornalla y colocó la sartén sobre el fuego
azul. Las rodajas de manzana estabas casi listas. Abrió el pote
de crema de leche y lo vació en el sartén. Mientras esperaba
que se calentara, echó sal y pimienta a la preparación. Unos
minutos después las burbujas comenzaron a aparecer en la
crema y, con una cuchara de madera, revolvió lentamente la
salsa para no romper las rodajas de manzana. Apagó la hor-
nalla y abrió el horno para sacar una fuente donde reposaba
un faisán entero, más bien pequeño, con la piel dorada a la
perfección. La manteca y el aceite que sirvieron como base
para la cocción aún burbujeaban y ella se dispuso a cortar las
porciones que serviría en cada plato.

Cada plato contenía una porción abundante, decorada


con dos rodajas de manzana y dos cucharadas de salsa.
David colocó sobre la mesa la botella de gaseosa y una hie-
lera. Ella llegó con los tres platos en las manos, haciendo equi-
librio del mismo modo que lo haría un camarero profesional.
El profesor no pudo esperar a que todos se sentaran. Tomó
una rodaja de pan y lo humedeció en la salsa de su plato.

Juan llevaba una camisa a rajas, de mangas cortas y un


pantalón de tela fina con mocasines. David vestía unos jeans
y una remera que se pegaba a su pecho ancho y sus brazos
bien torneados. Se veían sobresalir sus bíceps cuando corta-
ba la carne blanca. Los primeros bocados fueron muy silen-
ciosos, para degustar los sabores y aromas de la cena.

-¿Dónde aprendiste a cocinar así? –quiso saber Juan.

-Era un plato que preparaba mi abuela con pato. Patos


que cazaba mi viejo en el campo. Pero tengo una sorpresa
92
Lucas Sampor
para después de la cena. –anunció ella.
-¿Algo más? –preguntó David. –Va a sobrar comida.

-No. No es comida. –dijo, y siguió comiendo.

-¿Cómo se llama esto? –la interrogó Juan.

-Sería un faisán a la Normanda. Está cocido con aceite y


manteca y la salsa es manzana con crema de leche. No es
difícil de hacer. Mientras la carne esté bien cocida, no hay
otro secreto.
-Está delicioso. –apuntó David y se sirvió un poco más de
vino. –Deberías cocinar más seguido.
-Sí, pero no soy una fanática de la cocina.

-Pero vos te ofreciste –acotó Juan y se quedó mirándola.

-Bueno, lo que pasa es que tengo una sorpresa. –volvió a


mencionar ella.
No volvieron a hablar del tema hasta que acabaron con el
faisán entero, dejando algunos rastros de salsa en los platos.
-No creo que me vaya a entrar el postre. –comentó Olivier
echándose para atrás en la silla y tomando una gran bocana-
da de aire por la boca y dejándola salir en forma ruidosa.
David había comido con ansias, pero no aparentaba estar
tan saciado como los otros dos. Carina lo observaba y pen-
saba que debía hacer mucho ejercicio para comer tanto y no
tener un gramo de más. Tenía muy buen apetito.
Carina se puso de pie y se dirigió a un sofá, donde había
dejado su mochila. Rebuscó en su interior y sacó una bolsa
blanca con inscripciones. Se la alcanzó al profesor.
-Esta es la sorpresa. Mírela con atención.

93
1· La Saga de los Eónicos
Olivier tomó la bolsa con sus dos manos y la extendió so-
bre la mesa. Analizó los dibujos y las palabras con deteni-
miento y tras unos quince segundos, se sobresaltó.
-No puede ser. ¿Dónde hallaste esto?

-Es lo que cociné. –la sonrisa de Carina era enorme. Estaba


encantada con la reacción de Juan.
-Es increíble. Hay tantos símbolos y significados impre-
sos en esta bolsa, que me desconcierta.
-Lo compré en el supermercado, sé dónde está el lugar.

-¿Es de acá? ¿Dónde es? –el entusiasmo de Olivier iba en


aumento, de ser posible.
No esperó la respuesta de su auxiliar, sino que buscaba fre-
néticamente entre los impresos de la bolsa alguna dirección.
-¿De qué están hablando? –quiso saber David, que había
estado fuera de la charla, sin comprender la reacción de Juan.
No había visto la bolsa.
Juan se puso de pie y bebió dos grandes tragos de vino.
Rodeó la mesa y se paró frente a Carina.
-¿Dónde queda ese lugar? –sin duda, no había hallado la
dirección en la bolsa.
-En la ruta, yendo para Plaza. No pensé que se iba a exal-
tar tanto.
-¿Cómo? ¿Viste la cantidad de cosas que hay ahí? –se es-
tiró sobre la mesa y volvió a tomar la bolsa.
David comprobó que no responderían a sus preguntas,
por lo cual se puso de pie y se unió a los otros dos, parándo-
se detrás de Carina.
94
Lucas Sampor
Juan estiró la bolsa blanca sobre la mesa luego de hacer a
un lado el plato de Carina.
-¿Por qué trajiste la bolsa? –preguntó Juan, mirando al
rostro animado de ella.
-No entiendo. Pensé que le iba a interesar, nada más.

-Sí, por supuesto que me interesa. Pero, ¿qué fue lo que


viste en ella?
-El dibujo. Lo vi en una de las carpetas que revisaba David
y después me acordé que lo había visto en la ruta. Ahí fue
cuando me ofrecí a cocinar.
-El símbolo. –dijo David a espaldas de ambos.

-Si. –dijo ella, girando la cabeza para verlo de frente. –El


apunte decía que era un símbolo africano de la vida eterna y
me pareció curioso, porque no tiene ningún atractivo parti-
cular como logo para una empresa.

-No es sólo eso. –la cortó Juan. –Es de una tribu Akán.
Cuenta una leyenda que algunos reyes o líderes de esa tri-
bu, alcanzaron la inmortalidad. Por eso, el dibujo en sí
ya es importante. Pero, además, el nombre del producto:
Phasianidaes. Es una palabra de origen griego, quienes tu-
vieron mucho que ver con el concepto de la inmortalidad,
por tener dioses y semidioses inmortales. Creían ferviente-
mente en ella. –se detuvo un instante en su discurso expli-
cativo para pasar un dedo sobre la palabra y luego agregó.
–También tiene doce letras; un número ligado a la perfección
y a la inmortalidad. Sin contar que se trata de faisanes. –dijo
al final, cómo una acotación obvia al respecto.
95
1· La Saga de los Eónicos
-¿Qué tienen los faisanes? ¿Son inmortales? –pregun-
tó Carina con ironía, pero sin entender el comentario del
profesor.
-En parte. Si se une un faisán con un águila, se obtiene un
ave fénix. No tengo que aclarar nada sobre la inmortalidad
del fénix, ¿verdad?
-Decime, ¿dónde queda el lugar?– insistió Juan a Carina.

-Cuando me voy a Plaza cruzo por ahí. No me acuerdo


exactamente, pero es uno de los últimos edificios que hay.
-Yendo a Plaza. Sería la ruta 16, ¿no? –conjeturó Juan. Sin
esperar una confirmación, agregó. –Deberíamos ir a ver el
lugar. Mañana mismo.
-¿Ir? ¿Mañana? –David se veía inquieto por primera vez.

-Sí. No puedo esperar.

-Pensé que había dicho que los símbolos que pudiésemos


encontrar en la ciudad no eran importantes, pues los inmor-
tales no iban a estar mostrándose a todo el mundo.
-Tenés razón. Por la naturaleza humana de perseguir
todo lo que no comprende y querer estudiarlo, los inmor-
tales deben ser huidizos. Pero estos símbolos, sobre todo el
Akán, no son conocidos para la gente vulgar. Sería un modo
adecuado de contactarse entre ellos, sin llamar la atención
de los ignorantes. Debemos ir. Mañana mismo y quiero que
me acompañen. Estoy seguro que ahí encontraremos más
cosas.
Sólo cuando ellos accedieron a acompañarlo, el profesor
se dirigió a la cocina y volvió con el pote de helado y unas
copas anchas donde serviría el postre.

96
Lucas Sampor
Día 5

Se reunieron a las ocho de la mañana del día sábado.


David fue el último en llegar y Juan lo esperaba con Carina
en la vereda de su casa. Estaba recostado sobre el capó del
auto, mientras que ella estaba sentada de costado en el asien-
to del conductor. Se los veía entusiasmados por partir hacia
el frigorífico, aún más que la noche anterior y eso preocupó a
David. Ya había dicho durante la cena que eso era una pérdi-
da de tiempo, apoyándose en las palabras de Olivier cuando
dijo que los inmortales no se expondrían a ser descubiertos
por sus perseguidores y seguramente ellos conocían aquellos
símbolos que presentaba la bolsa del faisán.

-¿Necesitan entrar? –preguntó Juan.

-Yo ya fui al baño. Gracias. –explicó Carina y mientras lo


hacía se pasaba al asiento del acompañante, cruzando sobre
la palanca de cambios.
Una vez instalada en el asiento, se estiró por sobre los dos
respaldos y quitó la traba de la puerta trasera para que David
pudiese entrar.
Ya todos en sus lugares, el motor se puso en marcha con
cierto desgano. Juan encaró hacia el centro de la ciudad,
mientras se colocaba el último cigarrillo en la boca. Se palpó
el bolsillo de la camisa e hizo lo mismo con los del pantalón.
Descubrió que el encendedor estaba en el bolsillo izquierdo.
Demasiado incómodo para sacarlo de allí, pero iba a hacer el
esfuerzo sólo para fumar el primer cigarrillo del día. Carina
advirtió los movimientos del profesor y colocó el dedo sobre
el encendedor del auto, presionándolo, para solucionar el in-
conveniente del hombre. Él la miró y sonrió.
97
1· La Saga de los Eónicos
-Claro. No estoy acostumbrado a usarlo. –explicó Juan.

Unos segundos más tarde el mismo botón saltó para co-


municar que estaba caliente. Juan lo tomó y encendió el ci-
garrillo, para dejar salir la primera bocanada de humo blan-
co que inundó la cabina. David abrió inmediatamente la
ventanilla para dejar entrar alguna corriente de aire. Aún
estaba un poco somnoliento y callado, oyendo la charla so-
bre la actualidad universitaria que mantenían Juan y Carina.
Le parecía muy aburrida y bostezaba exageradamente para
mostrar su fastidio, pero ninguno de los dos lo advertía, tan
enfrascados estaban en su conversación.
Juan tomó por Arturo Frondizi, calle que pasa por uno de
los laterales de la plaza central, y se detuvo frente a un kiosco
pequeño.
-Voy a comprar cigarrillos. Ya vuelvo. –explicó al bajarse
del auto.
Carina cambió su postura y trataba de ver el interior del
negocio desde el asiento. Se la veía perturbada, o tal vez,
entusiasmada.
-¿Qué te pasa? –quiso saber David.

-¡Nada! ¿Por qué? –se sorprendió, como si no hubiera ad-


vertido la presencia de David hasta ese momento.
-Te interesa demasiado lo que pasa ahí dentro. Es un kios-
co, ¿qué puede haber de raro?
Ella volvió a dar otra mirada investigadora al negocio.

-Es una estupidez. No tiene importancia. –dijo.

-Me estás mintiendo, pero si no querés decirme… bueno.

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Lucas Sampor
Un silencio incómodo se posó sobre ambos, pero Carina
no lo soportó y, luego de dejar salir un largo y suave suspiro,
comenzó a hablar.
-En la facultad se comenta que el tipo que atiende este
kiosco es el amante del profesor. –no hubiera podido aguan-
tarse el comentario dos segundos más, así que lo largó.
David volvió la cabeza, con el ceño fruncido, hacia el
kiosco.
-No puede ser. –volvió a mirar a Carina. -¿Vos creés eso?

-Nunca se sabe. La gente tiene los secretos más inespera-


dos y sorprendentes guardados en un cajón.
-O en un kiosco. –agregó él.

Ella sonrió ante el comentario y lo miró a los ojos, pero él


no la miraba a ella. Sus ojos estaban clavados en la distancia.
Trató de seguir su mirada, pero no pudo descubrir lo que
llamaba la atención del joven.
-¿Qué pasa? ¿Qué es? –se vio obligada a preguntar.

-No mires. –le dijo y se deslizó hacia abajo en el asiento


trasero.
Dio un vistazo fugaz hacia la puerta del kiosco y deseó
que Juan no saliese en ese preciso momento. El rostro de
Carina mostraba una desesperación inaudita ante la postura
tomada por David.
-¿Qué pasa? Decime qué pasa. –estiró un brazo por entre
los asientos y trató de sujetar la pierna de David para llamar
su atención con mayor ímpetu. -¡David!
Él llevó su dedo índice hacia sus labios y le pidió silencio.

99
1· La Saga de los Eónicos
-¡Shhhhh! –seguía con la vista el andar tranquilo de un
sujeto que caminaba por la acera, acercándose a ellos.
David lo reconoció a la distancia. Era el alto rubio que
había visto en el museo, junto al anciano. Vestía una camisa
blanca de mangas cortas y un pantalón beige de algodón.
Zapatos marrones bien lustrados hacían juego con el cintu-
rón. Llevaba una carpeta de cuero y una agenda en la mano
derecha, con la izquierda manipulaba el teléfono celular. No
prestaba atención al camino ni a nada. Iba concentrado en
la comunicación telefónica. Caminaba sin mirar a los lados,
tan ensimismado iba en la pantalla del celular y cruzó por
delante de la puerta del kiosco sin advertir la presencia del
profesor en su interior. Unos segundos después de que hubo
pasado, Olivier salió con su paquete nuevo de cigarrillos a
la vereda. Golpeaba la cajita cerrada contra la palma de la
mano para asentar y darle más densidad y dureza al sabor
del tabaco.
Parado bajo el marco de la puerta del negocio, abrió el
paquete y sacó un cigarrillo. No tuvo inconvenientes para
tomar el encendedor de su bolsillo y mientras lo encendía y
aspiraba la bocanada de humo espeso, miró hacia el vehícu-
lo. Lo inquietó ver a los jóvenes agazapados en sus asientos.
En su rostro se dibujó la sorpresa y caminó con rapidez hacia
el auto. Sin entrar, preguntó a Carina qué ocurría.

-No tengo idea. –sin darse cuenta, susurraba. –Estoy imi-


tando a David.
Juan miró a David, que permanecía echado hacia abajo en
el asiento trasero.
-Acaba de pasar el tipo del museo. El gringo que se llevó
al viejo, ¿se acuerda? –señaló con una mano en la dirección
en que había pasado el sujeto.
100
Lucas Sampor
Juan sacó la mitad del cuerpo que había metido en el habi-
táculo del auto y se irguió para poder divisar al tipo que se-
ñalaba David. Lo vio alejarse caminando y, aún de espaldas
y a unos veinte metros de distancia, lo reconoció sin duda
alguna.

Se metió al auto con rapidez y agilidad. Sin pérdida de


tiempo, puso en marcha el motor.
-En los años que llevo investigando este asunto, nunca me
pasaron tantas cosas juntas. –apretó el acelerador dos veces
y el motor rugió bajo el capó.
-¿Qué quiere decir? –preguntó la joven, desde el asiento
del acompañante.
-¡Hay que seguirlo! –dijo de pronto y apagó el motor.
-¡Vamos!
Los jóvenes se miraron con sorpresa y Carina se apresuró
a bajar del auto.
-¿Qué? ¿Está loco? Pensé que íbamos al frigorífico, que
habíamos dejado esta pista atrás. –las palabras de David no
eran escuchadas por Juan Olivier.
Con parsimonia, se apeó del auto y trotó unos metros para
alcanzar a Juan y a su asistente, que llevaban un paso apre-
tado. Cuando los alcanzó, intentó hacer entrar en razón al
profesor.
-¿Qué le pasa? ¿Para qué seguimos a este tipo? No tiene
sentido lo que hace.
-¡David! Entonces, ¿por qué te agachaste al verlo? Se que
hay algo raro en él y en su grupo de locos que quieren lle-
var la sociedad moderna a una antigua Grecia. No pueden
ser un montón de tipos normales que andan por ahí con sus
101
1· La Saga de los Eónicos
autos importados y sus museos extravagantes y secretos. Ya
lo seguimos una vez y no llegamos a nada. Vamos a probar
una vez más.

En ningún momento dejó de caminar y cada tanto le daba


una pitada a su cigarrillo. Intentaba mantener el mismo rit-
mo para no acercarse ni perderlo de vista. Debieron detener-
se cuando al rubio ingresó en una panadería.
Carina se quedó de frente, mientras que Juan y David se
volvieron de espaldas, por si el sujeto, al salir del local, mira-
se en esa dirección. Unos minutos después, el ario salió con
una bolsa grande de bizcochos. Continuó caminando en la
misma dirección, mirando la pantalla del celular. Juan y su
escolta empezaron a perseguirlo nuevamente. Dos cuadras
más adelante, el rubio tomó por Saenz Peña y anduvo casi
dos cuadras, hasta que ingresó en un negocio.
Los tres aminoraron la marcha y se detuvieron a pocos
metros de la vidriera del negocio para poder verlo desde un
ángulo abierto. Con una rápida inspección, advirtieron que
se trataba de una financiera. Unos cuantos posibles clientes
charlaban dentro con los empleados y revisaban algunos pa-
peles, seguramente documentación importante para poder
ser admitido como un verdadero cliente… y deudor.

Los ojos de Juan habían seguido la silueta del rubio y com-


probó que se perdió detrás de unas paredes de dudosa cali-
dad. No tenía dudas de que allí se hallaban las oficinas ad-
ministrativas del negocio financiero, donde se hacían las ave-
riguaciones más importantes para comprobar la identidad
y actualidad económica de los solicitantes, y si sería factible
cobrarles el dinero prestado. La mente clara de Juan Olivier
no lograba comprender la relación que podía existir entre
una actividad y otra. Por cómo había ingresado el ario y la
forma en que lo saludaron los empleados, debía ser dueño
102
Lucas Sampor
o algún alto jerárquico de la empresa. Entonces, ¿qué podía
llevar a un sujeto de mentalidad capitalista a tratar de incul-
car a la sociedad moderna los valores perdidos de los Grecia
olímpica? No había relación alguna entre ambas ideologías
y eso turbaba la mente de Olivier.
-¿Alguien puede explicarme por qué seguimos a este
tipo? –la voz de Carina, aunque susurrante, se sentía irritada
por estar haciendo algo sin un aparente sentido razonable.
Nadie le había explicado, durante el trayecto, cómo habían
conocido al rubio ejecutivo.

El profesor estaba ensimismado mentalmente con el inte-


rrogante que provocaba la dualidad de la actitud que mos-
traba el ario. Intentaba deducir los secretos que escondía
una de esas dos actividades que, estaba seguro, era una falsa
apariencia.

David, advirtiendo el silencio meditabundo de Juan, pro-


cedió a explicar a Carina.
-El otro día fuimos con el profesor a un museo donde ex-
hiben arte griego. Nos atendió un viejo malhumorado, que
parecía ansioso porque nos fuésemos. Bastante raro para al-
guien que sirve como guía de un museo. Pero cambió de
actitud cuando vimos una estatua del trono de Zeus. Una ré-
plica de la antigua maravilla del mundo. –ella asintió, dando
a entender que sabía de qué se trataba. –Los dos empezaron
a charlar sobre los detalles de la estatua y se los veía animo-
sos con la conversación, hasta que apareció este tipo. No nos
saludó, ni nada. Le dijo al viejo que lo llamaban por teléfono
y se lo llevó. Estuvimos un rato más dando vueltas por ahí
y nos fuimos. Cuando salimos, el profesor tuvo la idea de
esperar en el auto y seguir a este tipo. Lo seguimos hasta su
casa y nada más. Ahí se terminó todo. O, por lo menos, yo
103
1· La Saga de los Eónicos
pensaba eso. –se quedó mirando al Olivier mientras hablaba
con Carina. –Pero parece que no.
Ella observaba a David y pensaba en la inquietud que ha-
bía visto en él cuando, estando fuera del kiosco, había recono-
cido al sujeto. Sin embargo, no mencionó nada al respecto.
-Pensé que se había olvidado del tema. –mencionó-Pero,
¿tiene que ver con esto? –lo interrogó ella.
-Si. El profesor dice que los griegos comprendían el sim-
bolismo de los inmortales y que, estos, vivían entre ellos apa-
rentando ser dioses y semidioses. Por otro lado, me dijo que
la estatua de Zeus no es una réplica exacta, sino que escondía
cierto simbolismo nazi.

-Y los nazis están tras los inmortales. –Carina completó la


idea. El tipo tiene toda la pinta de nazi que se puede tener.
-Tiene un Mercedes Benz. –acotó David, y ante la mirada
aturdida de la chica, aclaró. –Es un auto alemán.
Ella sonrió al entender la lógica del pensamiento de David
y afirmó con un movimiento de cabeza.
Olivier, que había permanecido apartado y callado, se so-
bresaltó de pronto.
-Vamos. Ya permanecimos mucho tiempo en este lugar.
–sin esperar una respuesta de los jóvenes, comenzó a cami-
nar con ligereza por el mismo camino que los había llevado
hasta allí, pero a la inversa.
Carina y David cruzaron una mirada de asombro y se
apresuraron a seguirlo. Al hacerlo, una mujer los cruzó en la
dirección contraria y clavó su mirada ansiosa en David. No
despegó sus ojos del cuerpo y el rostro del muchacho hasta
que se hallaron alejándose uno del otro. Sólo Carina lo ad-
virtió, pues conocía de vista a la mujer. Era la madre de una
104
Lucas Sampor
de sus compañeras de estudio. Se había quedado mirándola
para saludarla, pero la mujer sólo observaba a David. Una
vez más observaba ese comportamiento que David provoca-
ba en las mujeres, sin importar su edad.

David alcanzó a Juan y apoyó una mano en el hombro del


viejo.
-¿Qué pasó? ¿Vio al tipo?

-¡La flor de la vida! –exclamó Juan sin detenerse y descon-


certando aún más a David.
-¿Qué? –David estaba preocupado e intrigado por el ac-
cionar de Juan. Había comenzado a sudar en la frente y la
camisa empezaba a pegársele en el pecho y la espalda.
-¿Viste el logo de la financiera? La flor de la vida. –Juan se
había detenido para decir esto, pero inmediatamente volvió
a ponerse en marcha.

-No sé de qué me habla. ¿Qué flor?

Carina había corrido de vuelta hasta el frente del local para


observar el detalle que se les había pasado por alto. Logró
ver siete círculos que se entrecruzaban y, en el centro de dos
de ellos, las iniciales de la empresa: E M. “Easy Money”.
Dio media vuelta sobre sus talones y corrió a reunirse con
los dos hombres, que le llevaban más de cincuenta metros de
ventaja. Los alcanzó en la esquina cuando ellos doblaban.
En el auto, camino al frigorífico, Juan se mantenía callado
y pensativo. Ambos jóvenes lo observaban, hasta que David
no resistió más el silencio que sólo era interrumpido por el
rugido del motor.

105
1· La Saga de los Eónicos
-Me parece injusto que lo estemos acompañando… o, me-
jor dicho, ayudando con esta ocurrencia suya, y no quiera
explicarnos lo que vio en la financiera. Y no me venga con
que no tiene importancia, porque no se lo creo.
-Dejame aclarar mis ideas y te lo explico. Ahora tengo un
quilombo en la cabeza.
David decidió acceder, por el momento, al pedido del
profesor.
-Lo peor de todo es que ni siquiera vi el logo de la empre-
sa. –comentó, en cambio y se recostó con pesadumbre en el
asiento.
Carina sacó de su mochila un cuaderno de anotacio-
nes que había decidido traer por si llegaban a necesitarlo.
Rápidamente hizo un bosquejo en lápiz del logo y se lo pasó
a David. Este lo observó un momento en silencio.
-¿Esto es la flor de la vida? –preguntó a Juan, devolviendo
el cuaderno a Carina.
Olivier sólo asintió con un movimiento de cabeza y una
rápida mirada por el espejo retrovisor.
Salieron a la ruta luego de dar tres cuartos de giro en la
rotonda, donde el control de gendarmería nacional estaba
desprovisto de gendarmes y los vehículos de toda clase cru-
zaban sin detenerse.
La mente de Olivier conjuraba mil opciones de conspira-
ciones y pactos secretos para atrapar algún inmortal despre-
venido. En poco tiempo, gracias a que Juan pisaba a fondo el
acelerador del VW 1500, llegaron a los últimos edificios que
poblaban el paisaje de las afueras de la ciudad. Un cartel
que rezaba “FIN DE ZONA URBANIZADA” estaba, indu-
dablemente, fuera de lugar y tiempo, ya que había, al menos,

106
Lucas Sampor
tres galpones más luego de él. No había duda que se habían
alzado muy recientemente y el gobierno de turno no se había
percatado de que debía mover el cartel indicativo unos cien-
tos de metros más adelante.

Carina levantó la mano derecha y señaló uno de los edi-


ficios que se hallaban del lado derecho de la cinta asfáltica.
Juan apretó apresuradamente el botón que encendía las ba-
lizas y aminoró la marcha. El sonido de las luces de posi-
ción encendiéndose y apagándose era un suave chasquido
regular, pero molesto para los oídos. Juan dejó pasar a dos
vehículos que venían detrás de él y luego cruzó la ruta, para
detenerse sobre la banquina izquierda.
El edificio que había señalado Carina se hallaba del otro
lado del camino, en diagonal a ellos. Juan había decidido, de
antemano, ubicarse en esa posición estratégica para poder
observar lo que ocurría en el frente, a un lado y en la parte
trasera del lugar, por lo menos, parcialmente. Por otro lado,
no llamaría tanto la atención.

Fue el primero en bajar del auto y el viento, levemente


más fresco que en la ciudad, le golpeó la cara y le alivió la
tensión provocada por las intrigas que albergaba su mente.
Carina y David bajaron casi al mismo tiempo y el mismo
viento sacudió la cabellera de ambos.

Cómo si el aire despejado de la contaminación urbana le


molestase en el interior de los pulmones, Juan encendió un
cigarrillo, cubriéndose del viento contra el cartel que indica-
ba “INICIO DE ZONA URBANA”, y el humo que dejó salir
por las fosas nasales se perdió velozmente, mezclándose con
el viento. Carina se volvió a meter en el auto para tomar su
mochila. La apoyó en el capó recalentado por el motor y ex-
trajo un suéter de hilo fino.
107
1· La Saga de los Eónicos
David la miró con extrañeza y asombro.

-No sé lo que tenés ahí dentro, pero nunca me hubiera ima-


ginado que podías tener un abrigo en esta época del año.
Todos rieron ante el comentario y Carina explicó que los
cambios bruscos de clima eran terribles con su salud.
-Con el primer viento frío me empieza a chorrear la nariz,
así que me acostumbré a llevar algo… por las dudas.
El tejido que formaba la prenda dejaba mucho espacio li-
bre, donde el viento podía entrar y salir con total libertad.
Sólo tenía dos botones en el frente y ella había prendido sólo
uno, por lo cual David pensó que no cumpliría con su fun-
ción como era debido, pero prefirió no decir nada. Después
de todo, no tenía otro abrigo para brindarle y no encontraba
solución alguna a ello. En cambio, se dirigió al profesor.

-Y, ¿va a explicarnos lo de la flor?

-La flor. Si. Es un símbolo de inmortalidad. –comenzó a


decir en forma simple.
-No diga. Pensé que eran los Juegos Olímpicos. –la iro-
nía del comentario mostraba la irritación de David al ver-
se excluido de los razonamientos y los conocimientos del
profesor.
Carina rodeó el auto y se paró junto a David, apoyando
una mano sobre su espalda, en la parte baja de su espalda,
para calmarlo.
-Bueno, para empezar, desconozco la procedencia del
símbolo. Se supone que representa las fuerzas que dominan
el destino de los hombres y, cuando un hombre logra domi-
nar estas fuerzas, alcanza la perfección… y la inmortalidad.
Cada una de estas fuerzas es perfecta en sí misma, por eso
108
Lucas Sampor
se representan con un círculo. Pero encuentra su antítesis
en alguna de las otras fuerzas. Cómo por ejemplo, el agua
y el fuego; son opuestos y se combaten uno al otro. Por
eso mismo, para lograr la perfección absoluta, las fuerzas se
entrecruzan, los círculos se entrecruzan y se unen en algún
punto. –tomó el cuaderno que Carina tenía en la mano y se-
ñaló el punto exacto en donde se unían las formas geomé-
tricas. –Cómo un resultado inesperado, el dibujo forma una
flor de seis pétalos. De allí el nombre que se le da. Pero hay
algo más sorprendente todavía, que no puedo saber si se tra-
ta de una causa o una consecuencia de ello. Tal vez hayan
escuchado mencionar la frase de “Estar en la flor de la vida”.
Según dicen, los inmortales se mantienen para siempre con
esa apariencia juvenil a la cual se hace referencia con la frase.
Claro que la frase fue perdiendo su significado original, dado
a los inmortales en un principio, al igual que el símbolo. Ya
nadie parece acordarse de que simboliza la inmortalidad y
solamente la relacionan con la perfección.
-¿Qué, en este caso, serían sinónimos? –preguntó Carina.

-Así es. Hoy en día se diría que ustedes están en la flor de


la vida, pero se refiere a la plenitud física, a que alcanzaron
el punto más alto de crecimiento. De ahora en más, sus cuer-
pos van a ir decayendo hasta el día de su muerte. Incluso
después. Pero en los inmortales no ocurre así, ellos se man-
tienen jóvenes por toda la eternidad.

-Sería como el interrogante del huevo y la gallina. –co-


mentó Carina.
-No entiendo. –dijo David. -¿Qué tiene que ver eso?

-La pregunta es: ¿Qué surgió primero, el huevo o la galli-


na? Si es el huevo, ¿quién puso el huevo?, si es la gallina, ¿de
dónde nació la gallina?
109
1· La Saga de los Eónicos
-Eso lo entiendo pero, ¿qué tiene que ver son esto? –David
no comprendía el razonamiento de la muchacha.
-O sea, ¿qué surgió primero, la frase o el símbolo? Los
inmortales tuvieron siempre esa cualidad, pero quién creo el
símbolo, ¿sabía de la existencia de ellos y de esa cualidad?
-Exacto. A eso me refería con causa y consecuencia. –los
interrumpió Juan.
-¡Ah! No sabía, disculpe. –ella se encogió de hombros, un
poco incómoda por haber hecho el mismo razonamiento.
-Podría ser una coincidencia. -explicó Olivier, al final.

-Usted no cree que sea una casualidad, ¿verdad? Nada de


lo que estamos descubriendo en estos días le parece casual.
–comentó David.
-Ya no se qué pensar. Mi cabeza no alcanza a razonar so-
bre todo. Creo que voy a comunicarme con mi amigo.
La charla se cortó de improviso y se dedicaron a obser-
var el movimiento del frigorífico. Desde afuera, analizaron
y dedujeron que allí dentro no se mataba a las aves sino que,
solamente, llegaban allí para ser embasadas y transportadas
a sus varios destinos. Todo pareció estar inmóvil durante
unos minutos, hasta que un camión empezó a hacer manio-
bras en la gran playa de estacionamiento que se hallaba a un
lado del galpón principal. Un grupo de empleados, vestidos
con uniformes blancos, colocó una rampa que iba desde el
edificio hasta el sitio en el cual estacionó el camión. Ya todo
encajado en su lugar respectivo, unos cajones de madera eran
empujados por la rampa para que dos empleados, ubicados
en el interior del camión, los acomodasen. El trabajo se reali-
zó con mucha práctica y rapidez. En menos de diez minutos,
el compartimiento del vehículo estuvo repleto de cajones y
110
Lucas Sampor
la portezuela se cerró. El chofer, con un montón de papeles
en su mano derecha, subió a la cabina y se encaminó hacia la
salida. Surcó el camino de ripio que llevaba a la ruta y tomó
dirección Oeste.

El resto de las instalaciones estaba en la parte trasera del


terreno y poco era lo que podían ver desde allí.
-No tienen perros, pero hay un par de pavos reales guar-
dianes que rondan toda la zona. –el comentario de Carina no
tenía otra finalidad que la de acabar con el silencio atroz que
se había instalado entre, y lo hizo con un poco de humor.
Olivier no respondió al comentario. Siguió callado, con
los ojos entrecerrados, fijos en el frigorífico.
-Estoy seguro que tienen colmillos afilados y se preparan
para usarlos con nosotros. –agregó David al chiste inicial,
para continuar con la charla relajada y Carina lo miró con
una sonrisa en los labios. Él sólo le devolvió media sonrisa.
Las aves recorrían el perímetro, en busca de alimento. Su
plumaje resaltaba del entorno de un modo impresionante.
Carina había visto pavos reales en el campo, pero le era raro
verlos tan cerca de la ciudad, y así se lo comentó a Juan.
-No tendría que resultarte tan raro, el pavo real no es otra
cosa que un faisán. –las palabras de Olivier salieron como un
golpe de su boca y volvió a hundirse en el silencio.
David se había alejado para vaciar la vejiga tras unos ár-
boles y volvió para sentarse sobre el capó del auto, muy cer-
ca del profesor. Este lo observó un instante en silencio y,
cuando estaba por volver la vista al galpón, David le habló.
-¿En qué está pensando exactamente ahora? Dígame.

-En realidad, no tengo nada definido por ahora. Son mu-


chas cosas las que se me ocurren, pero las desecho a todas.
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1· La Saga de los Eónicos
-No me mienta. Hay algo que quiere hacer desde hace
unas horas, cuando vio el logo de la financiera. ¿Por qué no
quiere decirme lo que es? Lo estamos ayudando.
-Ustedes no entienden. En esto que hago hay muchas co-
sas ocultas, muchos secretos de los cuales nadie quiere ha-
blar porque temen por sus vidas. Y sin embargo, son cosas
que la gran mayoría de la gente desconoce.
-Cómo nosotros. Y es injusto que nos pida ayuda de esta
manera. Estamos metidos hasta las rodillas en esto y no sa-
bemos qué es. Discúlpeme, pero todo esto es una cagada.
Olivier comprendió que David estaba cansado de seguirlo
sin entender a dónde iban y sin conocer el camino. Recordó
la situación en que se habían conocido y supo de inmediato
que si no hacía algo al respecto, David podía volver a pensar
en el suicidio.

-Bueno, si. Hay algo que quiero hacer, pero tengo que
consultar con un amigo primero. Cuando lleguemos a casa,
les cuento.-

Cuando llegaron a la casa de Juan, este se encerró en su es-


tudio de inmediato, pidiendo no ser interrumpido por nada
ni nadie. Lo dos jóvenes se quedaron en la sala, charlando.
-Me parece que al profesor lo está superando la situación.
Me preocupa que se ponga muy nervioso. –comentó Carina.
-Quisiera saber qué está haciendo ahí dentro. ¿Tiene pro-
blemas del corazón?
Ella lo miró, cómo si nunca hubiera pensado en algo
semejante.

112
Lucas Sampor
-No sé. Espero que no. ¿Te comentó algo de eso?

-No, pero es probable. Cambiando de tema, ¿le contaste


lo tuyo?
-Se lo estaba por decir hoy, pensando que iba a estar tran-
quilo mientras espiábamos el frigorífico, pero lo vi un poco
nervioso y lo dejé para otra ocasión. ¿Querés que lo hable
ahora?
-No, ahora está peor. –dijo David, con decisión. –Dejalo
para cuando terminemos esto y se relaje.
Juan apareció en la sala, aún más entusiasmado que antes.
Su camisa, empapada de sudor, se pegaba a su torso, pero él
parecía indiferente a esto.
-Vamos a hablar con el especialista en el tema. Junten
todo el material que tengan y piensen en las preguntas que
quieran hacer, porque ahí van a obtener todas las respuestas
que necesitan para entender lo que estamos persiguiendo.
David lo miró unos segundos y luego giró la cabeza ha-
cia Carina. Cuando ella lo miró, él alzó las cejas y abrió los
ojos de manera desmesurada, como si lo desconcertase la ac-
titud del profesor. Sin decir nada, empezó a buscar entre el
montón de libros y apuntes que había estado acomodando y
juntó ocho o nueve. Los acomodó bajo su brazo y se preparó
a salir. Carina abrió su mochila y se la ofreció para que co-
locase allí dentro el material. Con cuidado, los fue soltando
uno a uno allí dentro. Los últimos dos ya no entraron.
-Me siento orgulloso de haber llenado tu mochila. Por un
momento creí que eso no era posible. –el comentario humo-
rístico de David hizo sonreír a Carina, pero Juan no lo oyó,
por estar buscando un libro entre las cosas que había entre-
gado a David para acomodar.

113
1· La Saga de los Eónicos
-Si las acomodamos bien, estoy segura que entran, pero
para qué… -la falsa modestia que expresó Carina, acompa-
ñada de un momentáneo encogimiento de hombros, le quitó
una sonrisa a David. Por primera vez lo veía sonreír com-
pletamente y le encantó lograr eso. Siempre le había visto
media sonrisa y en ese momento comprobó que poseía ho-
yuelos en las dos mejillas. Deseó acariciar ambas mejillas,
pero la prisa de Olivier contagió a ambos. Arrugó la nariz en
forma simpática mientras sonreía y se encaminaron rápida-
mente hacia la puerta.
El rostro de Juan mostraba sus ansias por llegar al encuen-
tro con su amigo y colega. Su modo de conducir por las ca-
lles muy transitadas ponía nerviosos a los muchachos. En
varias oportunidades debió clavar los frenos para no chocar
con otro vehículo o para no llevar por delante un peatón.
En una ocasión cruzó un semáforo en rojo, recolectando los
bocinazos e insultos de los demás conductores. Al fin salió
de las calles más transitadas y se adentró en los barrios adya-
centes. Condujo por la avenida Alberdi hasta el barrio Ítalo-
argentino, ubicado a unas veinte cuadras de la Plaza Central
y dio varios giros que, luego explicó, eran para despistar a
algún posible rastreador, y se encaminó hacia la casa ya co-
nocida por él y que no se diferenciaba demasiado de las casas
vecinas por ser todas del mismo formato y color.
Se estacionó en una esquina y luego de mirar en todas di-
recciones, tomó su teléfono celular. Lo colocó junto a su ore-
ja y esperó que atendieran la llamada.
-Estamos acá. –escuchó lo que su interlocutor le dijo y vol-
vió a hablar. –Perfecto. –volvió a quedar callado un instante.
–No, no hay nadie. Vamos para allá.
Se bajó del vehículo y dio otra ojeada en todas direccio-
nes en busca de algún perseguidor. Nadie se movía en las
114
Lucas Sampor
cercanías de algún modo sospechoso y se relajó. Las pocas
personas que se podían ver aparentaban ser los habitantes
del barrio.

-Síganme. –dijo a los jóvenes y estos bajaron del auto a


toda velocidad.
Dejaron atrás el auto y se metieron por una callejuela an-
gosta. A los pocos metros Juan llamó a una puerta de ma-
dera dura y oscura que necesitaba con urgencia una mano
de barniz. El resto del frente estaba también bastante dete-
riorado. Las ventanas cerradas no dejaban entrever ningún
vestigio de luz en el interior de la casa.

Ante el grito de ¡Pasen!, Olivier abrió la puerta e ingresó


al lugar como si conociera el sitio casi de memoria. Esquivó
los sillones que permanecían en la penumbra y se encaminó
a la sala que hacía las veces de cocina y comedor. El sitio era
espacioso, advirtió David, mientras cerraba la puerta.

Caminó detrás de Carina con cuidado, tratando de no lle-


varse por delante los sillones. Cuando llegaron a la sala, no
hallaron a nadie.
-¡Luís! –gritó Juan, no muy fuerte. -¿Dónde estás?

Luís apareció en la sala por una segunda puerta, que sólo


estaba formada por la abertura, convirtiéndose, simplemen-
te, en un hueco en la pared. Por el hueco se podía pasar a las
demás habitaciones de la casa.
-Disculpen, fui a buscar una camisa para estar un poco
más presentable. –el sujeto era más joven que Juan Olivier,
a diferencia de lo que habían supuesto Carina y David. Tal
vez tenía cuarenta años, su piel era blanca a causa de que el
encierro auto-impuesto lo protegía de las inclemencias del
clima. La camisa que se había puesto recientemente estaba
115
1· La Saga de los Eónicos
abotonada sólo en la parte superior, dejando los últimos tres
botones sueltos, donde la prenda se abría para mostrar algu-
nos centímetros de vientre. Luis estaba destinado a perma-
necer en una silla de ruedas, y la agilidad con que la mane-
jaba, dejaba demostrado con creces que hacía mucho tiempo
estaba vinculado a ella. Llevaba una bermuda de color beige
que dejaba ver sus piernas blancas, flacas y llenas de cica-
trices. Sus pies estaban descalzos. –Con tu última llamada
comprendí que venías acompañado.

Se saludaron amistosamente con un apretón de manos


y unas sonrisas muy grandes. Parecen muy amigos, pensó
Carina.
-No hacía falta que te molestes por nosotros. Hace mucho
calor para ser un caballero.
-No soy un caballero. Esto poco se parece a un corcel.
–dijo, golpeando la silla de ruedas. –Pero no importa, ¿no me
vas a presentar a los jóvenes?
Carina era la que estaba más cerca y le extendió la mano.
Juan la presentó.
-Mucho gusto. El profesor fue un poco misterioso con su
persona, así que estaba ansiosa por conocerlo.
-El placer es mío. No vienen muchas chicas lindas a esta
casa, así que es todo un acontecimiento tu llegada. Ahora,
¿profesor? –miró a Juan con una sonrisa pícara. –No sabía
que tu trabajo universitario consistía en cautivar a las joven-
citas bellas con el mito de los inmortales.

-Es mi auxiliar, no mi alumna. Y no intentaba cautivarla.


Él es David. –dijo Juan.
David se abrió paso entre Carina y Olivier y le extendió

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Lucas Sampor
la mano para darle un buen apretón. Intercambiaron frases
cordiales y, de repente, Luís recordó que había puesto agua
a calentar en la cocina.

-Puse agua para el mate, ¿les gusta dulce o amargo?

-Amargo. -dijo Olivier ante silencio de los demás.

-¿Quiere que lo prepare yo? –se ofreció Carina.

-¿Si no te molesta…? Las cosas están a mano. –Carina sa-


lió de la sala. –Bueno, Juan, ¿qué me tenés preparado? Te
escuché muy entusiasmado por teléfono y tus correos elec-
trónicos prometían una sorpresa.
-No estoy seguro de que sea una sorpresa, pero sí un ade-
lanto en tus sondeos. Descubrimos, con David, un museo de
arte griego muy particular. Sus dueños, o sus encargados,
no quieren hacerlo conocido. Me puse a charlar con uno de
ellos y no me quedó muy claro el motivo de esto. Dicen que
pretenden inculcar las ideas griegas en la sociedad moder-
na, pero ahí mismo encontré algo que te puede fascinar. Me
hubiera gustado traerte una foto, pero no me animé a tomar
una foto en ese lugar, rodeado como estaba por esos tipos.
–Juan cortó allí su explicación y esperó ver alguna reacción
en Luís. Así fue.

-¿Y cuál es esa cosa que viste ahí? ¿Me querés matar con
la intriga? ¿Desde cuándo te pusiste tan misterioso?
-Vamos a hacer una cosa, te lo voy a dibujar para que la
entiendas mejor.
-No me siento muy orgulloso de que aludas a mi falta de
imaginación. –dijo Luís con fingida molestia, sin embargo,
buscó un papel y un lápiz.

117
1· La Saga de los Eónicos
Juan y David se sentaron uno frente al otro en la mesa
rectangular que ocupaba el centro de la sala. Luís se acercó
con su silla de ruedas y se ubicó entre los otros dos. Juan
comenzó a hacer un bosquejo de la escultura que había visto
con detalle en el museo. Empezó por el trono negro, para
despistar a Luís de forma intencional. Pero la mente de Luís
era muy imaginativa, a diferencia de lo que había comentado
antes, y con los primeros trazos de las piernas del dios, lanzó
su idea sobre la mesa.
-¡Zeus! ¡La estatua de Zeus! ¡Una de las maravillas del
mundo antiguo!
Juan dejó de dibujar por un instante para observarlo con
detenimiento. Estaba perplejo ante el rápido descubrimiento
de Luís. Mucho más, teniendo en cuenta lo mal que dibujaba
Olivier. Pensó, de repente, que había cometido un error al
admitir que el museo exponía arte griego. Lo de “griego” fue
lo que debió haber evitado.

-Vas bien, pero eso no es todo. Dejáme terminar y vas a


ver la sorpresa. –pidió Juan.
Siguió marcando trazos en el papel, haciendo líneas sim-
ples para los brazos y el rostro del más importante dios grie-
go, pues no consideraba importante estos detalles pormeno-
rizados y, sin embargo, se tomó su tiempo para marcar la
postura del ave que posaba sobre el brazo de Zeus. Ante
los primeros trazos, Luís sólo idealizaba la figura antigua,
sin pensar en la postura singular del águila. Cuando Juan
terminó de darle forma al dibujo, lo mejor que pudo, giró la
hoja de papel y se la extendió a Luís para que la observara
con detenimiento. Tras unos segundos interminables para
Juan, que creyó que no se percataría de la singular figura del
ave, volvió a tomar el lápiz y encerró al águila en una jaula

118
Lucas Sampor
de grafito. Luís se concentró en ella, pero no encontraba el
detalle particular que intentaba mostrarle su amigo.
-¡Es un águila nazi! –la impaciencia le había ganado la
partida a Olivier y se había contentado con contarle lo visto.
Ya no podía esperar a que lo viese por sí mismo. Soltó el lá-
piz sobre la mesa y este rodó sobre la tabla de madera, hasta
detenerse cerca de David. – ¿Lo ves? El águila que se posa
sobre el brazo de Zeus es un símbolo clásico del nazismo.
¿No ves la relación?

Luís lo miró con los ojos llenos de perplejidad y en silen-


cio. David los miraba a ambos y trataba de interpretar sus
reacciones con exactitud, pero pensó que, tal vez, a Luís le
faltaba algo de información para interpretar las ideas que
quería exponer Olivier, por lo cual se decidió a intervenir en
la charla.

-Lo que Juan quiere decir es que es muy raro encontrar


simbología nazi en un museo griego. El trono era negro y la
estatua de Zeus era blanca, igual que el águila, pero los ojos
de esta eran rojos, como si se quisiera hacer resaltar la figura.
Decían que era una réplica exacta de la antigua escultura,
pero me parece que los griegos no querían resaltar el ave,
sino a su dios supremo. Sería Zeus Crónida, entonces, la fi-
gura más importante de la estatua. Nos parece que la gente
del museo quiere exponer algún significado oculto. O, tal
vez, no exponerlo, pero tenerlo allí presente como una espe-
cie de emblema de su ideología.

Juan miró a David con incredulidad, tratando de com-


prender cómo había llegado a entender de un modo tan claro
su pensamiento. Y, además, exponerlo con tanta claridad.
Luís también lo observaba, pero para admirar la seguridad
con la cual se expresaba el joven.

119
1· La Saga de los Eónicos
Carina volvió con un termo plástico de color azul y con
un mate de madera. No tomó asiento, sino que cebó el mate
y esperó que el agua caliente humedeciese la yerba. Esperó
diez segundos y se llevó la bombilla a los labios. Comprobó
que el agua no estaba demasiado caliente y bebió el primer
mate. Volvió a cebar el mate y se lo pasó al profesor. Juan lo
miró antes de llevárselo a la boca; estaba humeante y espu-
moso. Chupó de la bombilla y la amargura inicial le provocó
un pequeño escalofrío de placer. Sintió al instante el calor
correr por su interior y pensó que el calor que sufría el exte-
rior de su cuerpo ya era suficiente.

-Gracias. –dijo al devolverle el mate a Carina, dando a en-


tender que ya no quería tomar más mate.
El siguiente en la ronda fue Luís, que lo bebió con entu-
siasmo y rapidez, sin prestar atención a la temperatura del
agua, como si su paladar y su lengua estuviesen acostumbra-
dos a los mates calientes.
-¿Creen que los nazis tienen algo que ver con el museo?
–preguntó, aún con el mate en las manos. –Puede ser que los
del museo hayan comprado la estatua desconociendo este
detalle. –conjeturó.
-Se que lo que te voy a decir puede sonar muy sentencio-
so o generalizador, pero los tipos que estaban ahí eran muy
alemanes.
Luís rió entre dientes ante la expresión de Juan.

-Tenés razón. Podría ser una opinión muy estereotipada,


pero hay demasiadas coincidencias en ello. –dijo luego.
-¿Demasiadas? –dijo Carina en forma de pregunta, pero
sabiendo que eso era cierto.

120
Lucas Sampor
-Exacto, demasiadas para no tenerlas en cuenta. –confir-
mó Luís. –Tengo sólo la información que ustedes me cuen-
tan, pero imagino que pensaste en los generales nazis que
vinieron a la Argentina después de la guerra.
Juan afirmó con un movimiento de cabeza la conjetura de
su amigo. Luís siguió.
-Prestame el lápiz, vamos a poner las ideas en blanco.
–tomó el lápiz que le cedió David y comenzó a escribir de-
bajo del dibujo del trono de Zeus los puntos que estaban cla-
ros en su mente. –Los altos puestos de la SS escaparon de
Alemania y los países conquistados antes de que acabara la
guerra. Se llevaron consigo mucha riqueza, entre ellas dine-
ro, oro y obras de arte que habían obtenido como botín de
guerra. Es muy posible que muchas de las cosas que expo-
nen en ese museo hayan estado expuestas en los países ocu-
pados. Aunque otras, como esa estatua de Zeus, pudieron
haberse hecho luego, para expresar los ideales concebidos
por la ideología fascista. No lo sé con exactitud, pero podría
investigarse al respecto. Sería peligroso hacerlo, sobre todo
ante los ojos de generales nazis que no quieren ser descubier-
tos. No lo había pensado antes, pero el Chaco es un buen si-
tio para ocultarse, siendo una región olvidada para muchos.
-Tengo otras cosas más para mostrarte. –dijo Juan y
sacó de su bolsillo otro papel.
En él, mostraba los dibujos que representaban el logo de
cada una de las empresas que habían investigado. Luís ob-
servó con detenimiento la flor de la vida y el símbolo Akán
de la eternidad. Sólo cuando comprendió totalmente sus sig-
nificados habló.

-Las coincidencias no se terminan. –dijo y volvió a tomar


la hoja de anotaciones. –La flor de la vida perdió su significa-
121
1· La Saga de los Eónicos
do real a lo largo de los años. El hecho de que ocurra esto me
preocupa. ¿Ustedes creen que el museo y la financiera están
relacionados?

-Uno de los tipos que estaba en el museo tiene un cargo


importante en la financiera… o, puede que sea el dueño. –co-
mentó David.
-Eso es importante porque las empresas que se encargan
de prestar dinero tienen acceso a información indispensable
sobre sus clientes. Esa información puede usarse para mu-
chas cosas., no sólo para conocer el historial económico de
una persona. Podríamos decir que el método que usaban
durante la guerra, el de experimentar físicamente con los pri-
sioneros para conocer sus cualidades, ahora sería mucho más
difícil de llevar a cabo. Por lo cual se adaptaron a la tecnolo-
gía y buscan datos de este modo. Puede llevar más tiempo,
eso sí, pero es más seguro y está dentro de la ley. –anotó algo
más en el papel. –En cuanto al otro símbolo, no hay dudas.
Conocen su significado.

-El problema es que no sabemos si el frigorífico está rela-


cionado con el museo y la financiera. –interrumpió Carina y
los tres hombres la miraron al unísono.
-Es cierto. –Juan estuvo de acuerdo con ella.

-Si no están relacionados directamente, estoy seguro de


que hay dos grupos diferentes de nazis buscando el mismo
fin. Lo que me preocupa aún más.
-A mi me preocuparía si estuviesen juntos. –comentó
David. –Juntos serían una fuerza más grande.
-Si, es cierto. Pero separados pueden lograr dos caminos
diferentes en las investigaciones y la búsqueda. Ahora debe-
ríamos averiguar que tipo de información tiene cada uno por
122
Lucas Sampor
separado, lo que nos llevaría más tiempo. Y, además, cual es
el caudal de información que manejan. Si están muy avanza-
dos o no…, eso es importante.

-Hay algo que no entiendo y quisiera que me aclarasen.


–dijo Carina. -¿Qué es exactamente lo que estamos tratando
de hacer? Porque el profesor dijo que intentaba determinar
la existencia de los inmortales y explicar su naturaleza, pero
ahora me parece que intentamos atrapar y dejar al descu-
bierto a estos nazis. ¿Cuál es nuestra misión? –se encargó de
resaltar esta última palabra, para dejar en claro que le parecía
una situación inverosímil.
-Voy a tener que contarles una historia larga y un poco
aburrida, pero que va a servir para que entiendan lo que
hago. –explicó Luís. –Para empezar, les voy a contar cómo
es que terminé en esta silla de ruedas. Un sábado, cuando
era un adolescente alocado, volvía de Corrientes con unos
amigos en un auto. Yo venía casi dormido en el asiento del
acompañante y algunos detalles los conozco porque me los
contaron después, pero valen para la explicación. Veníamos
por la ruta, atrás de una camioneta, cuando otro auto mordió
la banquina y se cruzó en medio de la ruta. Chocó contra
la camioneta, y nosotros, contra ella. No sé si perdí el co-
nocimiento o qué pasó, pero lo que me acuerdo es que los
tres vehículos quedaron juntos sobre el asfalto, como si en
el choque los hierros retorcidos se hubieran anudado entre
sí. El chico que iba en el asiento trasero tenía el pecho y la
cara aplastados y se estaba muriendo por los derrames inter-
nos. El que venía manejando, al lado mío, salió despedido
del auto y lo encontraron a unos quince metros, muerto. Yo,
desde la posición en que estaba podía ver la camioneta, que
había perdido una de las puertas en la colisión y dejaba ver
el interior. Un muchacho estaba ahí dentro, con el cinturón
de seguridad puesto. Parecía dormido, pero tenía un corte
123
1· La Saga de los Eónicos
grande en la cabeza y la camisa ensangrentada. Todo esto
lo vi cuando empezaron a llegar los policías y los médicos.
Tardaron dos horas en sacarme porque los hierros retorcidos
me habían roto las piernas en más de diez partes. Yo estaba
sentado y no sentía ningún dolor de la cintura para abajo
porque, en el choque, las dos últimas vértebras de mi colum-
na se movieron hacia la derecha. Además, todavía estaba
en shock y mi cuerpo dejaba salir dosis de adrenalina cons-
tantemente. Así es como terminé en esta silla, pero lo mejor
todavía está por venir. Estuve más de tres meses internado,
rehabilitándome física y mentalmente, hasta que me dieron
el alta.
-¿Mentalmente? –lo interrogó Carina.

-Sí, como fui el único que sobrevivió al accidente, los mé-


dicos creían que podía caer en una depresión, por lo cual
estuve bajo supervisión de un psiquiatra. Cuando salí del sa-
natorio, ahí mismo, en la vereda del sanatorio, como si toda
una bola de casualidades fuese manejada por el destino en
mi contra, o a mi favor, veo cruzar caminando al muchacho
que había estado sentado en la camioneta. Al tipo que pare-
cía dormido, que tenía el corte en la cabeza y la ropa llena de
sangre. Estaba ahí, como si nada le hubiera pasado nunca,
sin ningún rasguño. No tengo idea de cuál debe haber sido
mi expresión en ese momento, pero el tipo me miró, como si
me reconociese, sonrió de un modo particular, cómplice, con
una media sonrisa picaresca y me guiñó un ojo. Después de
eso, se dedicó a seguir caminando mientras yo intentaba salir
de mi asombro. Puedo asegurarles que si hubiera podido es-
tar parado sobre mis piernas, inútiles para ese entonces, me
hubiera caído al suelo. No entendía lo que podía haber pa-
sado. Si, tal vez, el sujeto hubiese pasado caminando como
si nada y no hubiera hecho nada, yo podría considerarlo al-
guien parecido al muchacho que murió en el accidente. Pero,
124
Lucas Sampor
en cambio, el tipo me miró, me sonrió y me guiñó un ojo. No
tengo ninguna duda, al respecto, de que sea la misma perso-
na. Porque, incluso, él mismo me reconoció.

Durante toda la historia, el cuerpo de Carina sufrió un es-


calofrío tras otro, hasta el punto en que sus ojos se llenaron
de lágrimas que se resistían a rodar por sus mejillas y nubla-
ban su visión.
-¿Por eso investiga a los inmortales? –la voz de Carina
temblaba.
-No. Me costó mucho trabajo y tiempo comprender la
idea de los inmortales. En un principio, no sabía que explica-
ción darle a lo que había visto. Me parecía extraño, irrisorio,
grotesco, todo lo que se te pueda ocurrir, pero nunca se me
ocurrió pensar que había un inmortal dando vueltas por ahí.
Porque, además, yo lo había visto muerto. En todo caso, el
tipo había resucitado de alguna manera. Pero nada de eso
pasaba por mi cabeza. En ese tiempo, con mi problema de
movilidad, me costaba mucho conseguir un trabajo estable,
por lo cual me decidí a llevar a cabo la idea de convertirme
en escritor. Era algo que pensaba hacer antes del accidente
y ahora las cosas se daban de otra forma, pero, en fin, se da-
ban. Volví a algunas ideas que tenía en mente y empecé a in-
vestigar para documentar mi futuro libro. Por ese entonces,
conocí a un hombre que investigaba toda la causa nazi, que
iba a ser uno de los temas que iba a tocar mi libro. Me puse
en contacto con él y me brindó muchísima información. En
mi biblioteca tengo más de cuarenta libros que le pertenecie-
ron y me los dejó como una especie de herencia. Yo escribí
mi libro y empecé a trabajar en el segundo, que no tocaba
ningún tema relacionado con esto, pero me seguía viendo
con mi amigo. Algunos años después, ocho o nueve años
en realidad, cuando ya me había ganado su confianza, me
explicó que su investigación más importante no era sobre
125
1· La Saga de los Eónicos
los nazis, aunque sí los incluía a estos. Era algo mucho más
grande: los inmortales. Te podrás imaginar que lo primero
que pensé era que el viejo se había vuelto loco, senil. Pero
el tipo me presentó datos que había recolectado a lo largo de
muchos años y que no dejaban lugar a dudas. Teorías que
demostraban y explicaban de diversas maneras la existencia
de estos seres, de esta raza.
-Una raza superior. –sentenció Olivier, que se había man-
tenido en silencio, oyendo la historia de Luís, a pesar de que
ya la conocía.
-Si. Esa es una opinión. Yo no creo que sea superior, sino
sólo diferente. Tienen cualidades diferentes a las de los seres
humanos tradicionales. Claro que todo esto que digo está
fundamentado sobre la nada, porque nunca nadie pudo es-
tudiar el cuerpo de un inmortal. No hay estudios documen-
tados que demuestren su existencia del modo científico. Son
una especie de mito urbano, que para nosotros, sus creyen-
tes, tiene todas las condiciones para ser real.
-¿Creyentes? ¿Son una especie de religión o secta? –fue la
pregunta de Carina.
Luís rió con ganas y alzó ambas manos como para frenar,
con un gesto, la imaginación de la chica.
-No. Somos investigadores, recolectores de datos que, por
otra parte, son muy difíciles de conseguir. La cuestión es
que, cuando el viejo me cuenta toda la historia, yo le rela-
to mi experiencia personal. Sólo en ese momento caí en la
cuenta de lo que había pasado en la vereda del sanatorio.
El viejo pertenecía a un grupo que investigaba, en conjunto
y por separado, a los inmortales. Era uno de los miembros
más antiguos, aunque todos eran más bien ancianos. Pero
la cuestión es que me incluyeron en el grupo, me brindaron
los datos obtenidos hasta ese entonces y comencé a trabajar
126
Lucas Sampor
desde esa base. De eso hace más de diez años y hoy en día
tenemos datos muy precisos de ellos. Y de todo lo que rodea
su existencia como, por ejemplo, de los generales de la SS
que ustedes encontraron. Por la forma en que reaccionaron
a lo que les cuento y por cómo es Juan, me parece que no les
contó lo que hacían los nazis en los campos de exterminio.
-No quise decir nada específico sobre sus investigaciones,
porque no sabía si te iba a molestar. –explicó Olivier a su
amigo e hizo un gesto de disculpa para los jóvenes.
-Está bien. –lo disculpó Luís y se dirigió a David y a
Carina. –Para empezar, debo decirles que Juan nos ha estado
ayudando en la recolección de datos sobre lo que ocurría en
Europa a mediados del siglo XX. Él no forma parte de nues-
tro grupo por una iniciativa propia, pero comparte con noso-
tros todo lo que va averiguando y nosotros le damos los da-
tos que tenemos. Así que, indirectamente, tiene mucho que
ver con el grupo. Pero vamos a Europa; en algún momento
que no podemos precisar exactamente, pero debe rondar en-
tre mediados de 1942 y 1943, un inmortal fue llevado a uno
de los campos de exterminio que dirigían los líderes de la
SS. Según algunos datos que tenemos, podría ser en Polonia,
pero eso carece de importancia ahora. La cuestión es que,
en los tantos experimentos que realizaban los nazis con los
prisioneros, lograron conocer el secreto de este sujeto. Sería
muy sencillo, ya que sólo debían meter a un centenar de per-
sonas en una de las cámaras de gas y al abrir la compuerta,
él sería el único sobreviviente. Después de dos o tres expe-
rimentos más, cualquiera se daría cuenta de la cualidad que
rodeaba a este ser. Sabemos que lo mantuvieron encerrado
algún tiempo, tratando de descubrir cómo había logrado lle-
gar a este perfeccionamiento de la vida, creyendo que había
sido un ser humano normal en algún momento y que, si ellos
descubrían el secreto, podían reproducirlo para su propio be-

127
1· La Saga de los Eónicos
neficio. Sería la cúspide de la raza aria, su raza superior sería
indiscutiblemente superior y, además, eterna. Pero antes de
que lograran avanzar mucho en sus investigaciones, los alia-
dos comenzaron a avanzar en el territorio y los Generales
de la SS se vieron obligados a escapar a otras tierras. Como
llevarlo consigo era muy peligroso y no podían matarlo, por
razones obvias, se vieron en la obligación de dejarlo libre.
Aunque, según otros datos que tenemos, lo dejaron encerra-
do y los aliados lo encontraron cuando llegaron al campo de
concentración. Sabemos, porque es de conocimiento general,
aunque nadie parece querer hablar de ello abiertamente, que
los altos jerarcas de la SS se ubicaron en países sudamerica-
nos y de Medio Oriente, haciendo tratos con los gobernantes
de turno que, en su mayoría, compartían sus principios fas-
cistas y habían llegado al poder con algún golpe de estado.
Intercambiaban sus técnicas para controlar a las masas opri-
midas a cambio de seguridad y refugio político y continua-
ban llevando a cabo sus atrocidades, pero en secreto y con la
complicidad de quienes manejaban dichos países. El caso de
acá, en la Argentina, es bien conocido. Ellos estaban en las
casas de tortura y, allí, buscaban a algún otro inmortal. Al
parecer, durante sus años de dominio en Europa occidental,
comprendieron, que el inmortal que tenían prisionero, no era
el único, y que existía toda una raza de inmortales que vaga-
ban por la tierra. Con el paso del tiempo y con la caída de los
distintos gobiernos amigos, debieron adaptarse y ocultarse,
según las circunstancias. Hoy en día, siguen trabajando en
ello, y nosotros intentamos descubrir cuál es ese modo de
trabajo. Con los datos que ustedes me traen ahora, entiendo
una de las facetas de dicho trabajo.
-O sea que, antes, experimentaban físicamente con los
seres humanos para descubrir a uno que no fuese mortal.
Digamos, una búsqueda directa. –conjeturó David. –Pero
ahora buscan antecedentes económicos y de otra índole para
128
Lucas Sampor
descubrirlos y atraparlos.
-Así es. Es un método que les lleva mucho más tiempo,
pero les permite mantenerse ocultos ante los ojos de quie-
nes los persiguen para encarcelarlos y hacer justicia por sus
atrocidades durante la Segunda Guerra Mundial. –volvió a
explicar Luís.

-¿Y ustedes saben cuáles son los descubrimientos que lo-


graron los nazis sobre los inmortales? –preguntó Carina.
Luís la miró con una sonrisa en los labios, tratando de
comprender cuál era el fin de su pregunta.
-¿Qué es lo que querés saber, exactamente?

-Si conocen el origen de la inmortalidad de estos seres.


–dijo abiertamente.
-Bueno, desconozco el caudal de información que puedan
tener lo nazis, pero nosotros llegamos a obtener datos al res-
pecto que, aunque carecen de calidad científica, provienen
de buena fuente. Para empezar, aclaro que, cualquier dato
que no venga directamente de un inmortal es pura conjetu-
ra. Hay teorías de diversa índole que podrían explicar su
existencia y origen, así que voy a tratar de explicar todas en
un modo bastante conciso. ¿Por dónde puedo empezar? –le
preguntó a Juan.
-A mí me gusta mucho la explicación religiosa de su ori-
gen. –comentó el profesor.
-“La explicación religiosa.” –repitió Luís con una sonri-
sa. –En realidad, podría ser una explicación más profana,
pero vale para el caso. La cuestión es la siguiente: la Biblia,
tal como ustedes la conocen, la Biblia cristiana, pero en su
Antiguo Testamento, precisamente en el libro del Génesis,
cuenta la historia de la creación del mundo y de los primeros
129
1· La Saga de los Eónicos
días de los hombres sobre la tierra. Según esta teoría, ahí no
se cuenta todo tal cual ocurrió, sino que se obvian los pasajes
que hablan de los inmortales. La verdad sería que, Adán y
Eva, antes de comer la manzana y traicionar la confianza de
Dios, tuvieron varios hijos. O sea que eran una familia en el
Paraíso, en el Edén. Cuando la serpiente tienta a Eva y ésta
a Adán; Dios los expulsa del Edén. Además, los sentencia a
vivir y morir en la tierra, a tener que trabajar para obtener su
alimento, al dolor del parto, a tener que ganarse con sacri-
ficios el regreso al Paraíso. ¿Vamos bien hasta ahí? –los jó-
venes asintieron con un movimiento de cabeza. –Seguimos.
Esa es la explicación religiosa de la existencia del hombre,
pero volvamos al Paraíso y notaremos que ahí ha quedado
el resto de la familia, los hijos que Adán y Eva tuvieron y
dejaron en el Edén. Dios no los castigó por la traición de sus
padres, así que no estaban condenados a vivir y morir en
la tierra, al trabajo, al dolor del parto y a los sacrificios para
alcanzar la vida eterna en el Paraíso. Ellos no perdieron ese
privilegio divino. Vale aclarar que el Edén sería una noción
abstracta, no un lugar específico. De ahí que los primeros
hijos de Adán y Eva vaguen entre nosotros y, según creemos,
se reproduzcan entre ellos.

Un silencio sepulcral se instaló en la sala. Los jóvenes in-


tentaban comprender la teoría en su totalidad, tratando de
hallar una falla. Juan se regocijaba al volver a escuchar una
historia que le fascinaba. Luís admiraba sus rostros incrédu-
los y pasmados y ansiaba contar otra de las teorías, aunque
sabía que no lograban esa reacción en sus oyentes.

-Continuemos, ¿sí? –dijo, luego de un rato. –Otra explica-


ción, también religiosa, aunque no cristiana o judía, es que
estos seres alcanzaron la iluminación del hinduismo o del bu-
dismo, la perfección del Karma y el Dharma, el Nirvana en la
tierra. Quienes creen esto son los menos numerosos dentro
130
Lucas Sampor
de nuestro grupo, pero es una teoría posible. Discúlpenme si
no me adentro mucho en esta explicación, pero no creo en ella.
Ahora vamos a la teoría científica. Tal vez hayan oído hablar
de las investigaciones que se llevan a cabo con las células
madre. Según esta hipótesis, el cuerpo de los inmortales está
formado completamente por estas células, dando a entender
que serían un paso en la evolución de los seres humanos, una
raza superior. Esto es lo que creerían los nazis, aunque ellos
intentan llegar a esta evolución, a este estado, de algún modo
que desconozco. A mediados del siglo XX se desconocía la
existencia de estas células, por lo cual los investigadores de
los nazis no pudieron precisar esta teoría. Otra teoría mucho
más pagana aún es que utilizan fuerzas oscuras, algún tipo
de magia, para mantenerse vivos por siempre.
-¿Y qué pasa con los dioses griegos y todo eso que dijeron
sobre el museo? –preguntó Carina.
-Eso es una fachada. Ahora pertenece a los nazis, pero en
tiempos de la civilización griega, se decía que los inmortales
ocultaban su existencia de los humanos con estas historias
celestiales. Hacían correr la creencia de que los dioses ba-
jaban a la Tierra para calmar sus deseos con los hombres,
incluso teniendo hijos con ellos. Estos hijos eran inmorta-
les por parte de los dioses y poseían apariencia humana por
parte de estos. Así acallaban las habladurías de la chusma.
Estoy seguro que en aquella época algún humano decía co-
nocer a algún inmortal, porque lo había visto, o porque había
oído de él en alguna charla. El rumor corría rápidamente y,
para taparlo, los inmortales debían inventar alguna historia
que la gente creyese. Por eso, muchos héroes griegos son
considerados hijos de algún dios.
-No hay mejor manera de tapar la verdad que añadiendo
una mentira a otra verdad, de la cual la gente no duda. –ra-
zonó Juan Olivier en voz alta.
131
1· La Saga de los Eónicos
-Juan tiene toda la razón. Y eso es lo que los inmortales
han estado haciendo desde siempre para ocultar su existen-
cia; modificar la verdad, o lo que la gente cree incuestiona-
ble. –agregó Luís.
-Como lo era la Biblia en un tiempo. –dijo David casi para
sí mismo.
-Aún hoy, aunque los tiempos parezcan muy escépticos,
hay muchísima gente que cree fervientemente en las pala-
bras bíblicas. Incluso al pie de la letra.
-De ser así, los inmortales quitaron de la historia la exis-
tencia de los hijos edénicos de Adán y Eva y, con ella, encu-
brieron los orígenes de su raza. –conjeturó Carina.
-Claro, en el caso de que esa teoría sea acertada. –comple-
tó Luís. –Pero, a pesar de la fascinación de Juan por ella, no
podemos decir algo semejante.
-Sin embargo, no podemos negar que la hipótesis es muy
pintoresca. –interrumpió Olivier. –Vale aclarar que lo que
más me fascina, no es el antagonismo que generaría con la
Iglesia, sino la idea de que durante tantos años, tanta gente
estuvo creyendo en algo falso.

-Bueno, -intentó esclarecer David. –no es, exactamente,


del todo falso. Es una verdad fraccionada. Le falta una par-
te. Habría que cuestionar el motivo por el cual se le quitó esa
fracción. Los humanos dirán que se le ocultó información
importante para su desarrollo y evolución, pero los inmor-
tales podría decir que esconder ese dato preciso les ayudó
a sobrevivir. Suena ilógico usar el término “sobrevivir”,
tratándose de inmortales, pero espero que entiendan lo que
quise explicar.
-David tiene razón. –se le unió Carina. –Si los hombres

132
Lucas Sampor
hubiesen conocido la existencia de esta raza, los habrían per-
seguido y capturado para hacer experimentos y tratar de re-
producir la cualidad excepcional en ellos mismos.

-Suena interesante e irrefutable lo que acabás de decir. Si


lo pensamos un poco, los sujetos que descubrieron el secreto
hicieron exactamente eso. Incluso hoy en día lo siguen ha-
ciendo. –dijo Luís.
-Los generales nazis de la SS. –sentenció Juan para com-
pletar y esclarecer la idea expuesta por su amigo.
La luz de la sala se apagó y encendió dos veces, llamando
la atención de los presentes. Pero no eran ellos todos los que
estaban presentes en la sala. Había dos hombres más. Uno
de ellos se había quedado en el umbral de la puerta, mientras
que el otro se adentró, colocándose en el extremo de la mesa
que estaba desocupado.

-Sabía que en algún momento nos nombrarían. –dijo y se


quedó mirando a las cuatro personas sentadas.
Juan lo observaba con atención y lo reconoció de inmedia-
to. Era el enorme ario que se había aparecido en el museo y
al cual siguieron hasta su casa. El mismo que siguieron por
las calles céntricas hasta la financiera. Llevaba un traje de
corte europeo y una de sus manos permanecía en el bolsi-
llo del pantalón. El otro sujeto, que se había quedado en el
umbral, retenía un arma en su mano, aunque no apuntaba a
ningún lado.
Ni Juan, ni David, ni Carina, mucho menos Luís, pensa-
ban en moverse de su sitio. Pero Luís no podía quedarse
estático.
-¿Qué hacen acá? No tienen idea de quien soy.

133
1· La Saga de los Eónicos
-Por supuesto que lo conocemos, señor Meier. Lo hemos
estado buscando por mucho tiempo, del mismo modo que
usted nos buscaba a nosotros.
-¿Quiénes son? –quiso saber Juan.

-Profesor Olivier, usted sabe quienes somos. Somos los


encargados de continuar con la misión de “los generales na-
zis de la SS”, como usted dijo hace un momento. Esos gene-
rales ya no pueden cumplir con su tarea por mucho tiempo
más, así que nosotros seríamos sus hijos, por decirlo de algu-
na manera. Somos la generación que terminará las investiga-
ciones y logrará la inmortalidad para la raza aria.

-Ustedes saben que eso no puede ser posible. –se apresuró


a decir Luís. –La inmortalidad no es algo que se logra de un
momento para otro. Es una cualidad innata.
-Claro. Una cualidad milenaria. –las palabras del ario
eran implacablemente irónicas. –Déjeme decirle que hemos
descubierto lo contrario. Como usted les explicaba a estos
dos jóvenes hace un rato, existen otras teorías, en las que no
han escarbado lo suficiente. Tenemos datos muy precisos
sobre el modo de volcar esa cualidad a un ser humano y sólo
debemos atrapar a un individuo para llevar a cabo el ritual.

-¿Y creen que tengo a uno conmigo? Son tan ingenuos.


Los inmortales no se presentarán ante ustedes para que ex-
perimenten con ellos.
-No. No buscamos eso. Lo que queríamos de usted es su
trabajo. Si no le importa, nos llevaremos sus apuntes para
compararlos con los nuestros.
-Lamento decepcionarlos, pero no tengo mis trabajos aquí.
Sabía que ustedes me buscaban, de modo que sería muy in-
genuo si los llevara conmigo.
134
Lucas Sampor
El sujeto lanzó una carcajada falsa y triste.

-Usted no puede llevarlas consigo a ninguna parte porque


no sale de su casa nunca. Sabemos que es el miembro más
importante del grupo de investigación y que todos los datos
le llegan aquí. No nos crea tan ingenuos. Sería un error suyo
menospreciar nuestra inteligencia, sobre todo porque noso-
tros somos los que tenemos las armas.

El segundo ario apoyó la afirmación de su compañero ma-


nipulando el percutor del arma. El nerviosismo se apoderó
de Carina, que comenzó a lagrimear en silencio. Aún estaba
de pie, parada muy cerca del sujeto que hablaba.
David se percató de ello y le hizo un gesto para calmarla,
pero no fue suficiente. Juan tuvo la idea de que ella podría
intentar golpearlo con el termo de agua caliente que llevaba
en la mano y esa idea lo preocupó, pues podría desencade-
nar la violencia del sujeto armado.

El ario bien vestido continuó hablando.

-Puede considerarlo una amenaza, pero se lo digo como


una verdad: voy a torturarlo hasta que me diga lo que sabe.
-No me importa lo que pueda hacerme, el resto del grupo
va a continuar el trabajo. –replicó Luís.
-¿Piensa que estoy jugando? Voy a demostrarle que no
es así. En agradecimiento por habernos guiado hasta aquí,
voy a perdonar al profesor Olivier. No voy a hacerlo sufrir
lo mismo que pretende sufrir usted.
A estas palabras, el ario armado apuntó a la espalda de
Juan y disparó a quemarropa. El disparo no produjo el es-
truendo que se hubiera esperado, pero provocó a Juan una
herida que le perforó un pulmón. El impulso lo hizo caer de
135
1· La Saga de los Eónicos
la silla casi al instante y quedó tendido en el suelo, entre la
silla y la mesa.
Carina se asustó ante el disparo y salió de su letargo gri-
tando y tratando de ir hasta el profesor. Ante el primer mo-
vimiento de ella, el ario que había hablado la empujó con
fuerza y su cuerpo fue a dar contra la pared. En el trayecto,
soltó el termo y el mate que se estrellaron contra el suelo.
Quedó sentada contra la pared.

-Ni lo intentes, podrías ser la próxima –la amenazó el ario


y volvió su mirada a Luis. –Meier, espero que haya entendido
cual es mi prisa por encontrar un inmortal. No me importa
matar a cualquiera que se niegue a darme lo que quiero. Voy
a matarlos a todos antes de irme de acá, pero me gustaría
tener un buen recuerdo de mi visita a su casa.

-Podría darles dinero. Mi vida pasiva me permitió aho-


rrar mucha plata a lo largo de los años. Podría dárselos a
ustedes si nos dejan vivir.
El tipo volvió a largar la misma carcajada de antes.

-¿Su dinero? Eso no me interesa. Con ese dinero no pudo


comprarse unas piernas nuevas, ¿piensa que puede comprar
su vida? Cuando logremos la inmortalidad, tendré mucho
más de lo que usted pueda darme. Incluso hoy, ¿con que
dinero piensa que puedo comprar este tipo de cosas? –el ario
señaló con un gesto despectivo su vestimenta.

Luís observó a Juan y se enfureció.

-Puede dispararme si quiere, mi trabajo es mucho más im-


portante que mi vida.
-Ya se lo dije antes, voy a matar a todos antes de irme.
–levantó su brazo derecho y señaló a Luís.
136
Lucas Sampor
Sus dedos se doblaron para lograr la forma de un arma.
Cerró un ojo, como apuntando y prestándose a disparar sus
dedos, pero a último momento movió su brazo hasta donde
estaba David y simuló disparar. El rostro de David se arrugó
en un gesto de incomprensión. Sin embargo, comprendió
todo un segundo después, cuando el otro ario le apuntó y le
disparó en el pecho.

El torso de David se estremeció de dolor y un hilo de


sangre comenzó a correr por su remera. Había mantenido
sus manos sobre la mesa, pero con el impacto de la bala, las
había elevado. Las tuvo en alto por unos segundos, pero
lentamente una de ellas llegó hasta la herida. Bajó la vista,
que había estado fija en su verdugo, y se miró el hoyo en la
remera. Sus dedos tocaron suavemente la tela y las yemas se
mancharon de sangre, confirmando la realidad. Tosió sua-
vemente, se balanceó un momento en la silla, procurando no
caer, pero al fin, se dio por vencido y cayó al suelo.
Carina ya no resistió su propio silencio y dejó salir un to-
rrente de lágrimas, acompañado de sollozos sonoros.
-¿Sigo con ella? –preguntó el ario a Luis, del otro lado de
la mesa.
-Puede matarlos a todos, si quiere. –la resignación esta-
ba presente en la voz del paralítico. –Los acabo de conocer.
Apenas si sé sus nombres.
El ario volvió a transformar su mano en un arma y apuntó
a la chica, que permanecía en el suelo, llorando. Ella lo miró
y comprendió su destino inevitable. Levantó una de sus ma-
nos y se la llevó al vientre. En su último momento de vida,
comprendió que ansiaba tener a su hijo, pero alguien, por un
capricho de la providencia, le estaba por quitar ese privile-
gio. Sólo se lamentó de haberse dado cuenta tan tarde.

137
1· La Saga de los Eónicos
El ario apuntó con cuidado, pero pareció arrepentirse de
ello y volvió sus dedos hacia Meier.
-Si no quiere decirnos nada, no me sirve conservarlo con
vida. –dijo, sin dejar de apuntar.
Disparó sus dedos y miró a su compañero con el rostro
lleno de decepción.
-Ha sido una visita inútil. Nos largamos ahora. –le dijo y
el sujeto disparó a Luís en la cabeza.
El cuerpo del inválido se balanceó sin control y quedó in-
móvil dos segundos después, ya sin vida, recostado sobre
uno de los costados de la silla de ruedas.
Debajo de la mesa, fuera de la vista de los arios, Juan aún
permanecía con vida. Respiraba con mucha dificultad y se
había resignado a su suerte, pero no podía dejar de mirar el
cuerpo inmóvil de David. Lo había salvado del suicidio y lo
había llevado a la muerte misma. Sólo había brindado una
falsa esperanza de salir del pozo emocional en el que se ha-
bía metido. Y se arrepentía de no haber hablado con él sobre
la causa que lo había llevado hasta allí. Él joven había muer-
to, él estaba en el umbral del mismo destino. Las lágrimas
rodaban por el rabillo del ojo y caían al suelo en suaves gotas
que acariciaban el costado de su rostro y nublaban su visión.
En un instante, le pareció que los ojos de David se abrían y
lo miraban. Con sus últimas fuerzas, se secó las lágrimas y
comprobó que David si lo hacía. La expresión del muchacho
irradiaba pena y compasión por el profesor. Exactamente lo
mismo que estaba sintiendo el profesor por el joven. Se sintió
absorto y perturbado por haber tenido esos sentimientos por
otra persona, estando, él mismo, en esa situación. Pudiendo
ser, el mismo, objeto de esos sentimientos.

138
Lucas Sampor
De repente, David comenzó a incorporarse lentamente.
Había dejado de observarlo para dar rápidos vistazos en to-
das direcciones. Incluso, miró furtivamente a Carina, que
estaba a sus espaldas. Ella, sin embargo, tenía sus ojos clava-
dos en el arma que le apuntaba y no se percató de los movi-
mientos de David.

El joven se agazapó debajo de la mesa y, juntando todas


sus fuerzas, la lanzó contra el ario armado. Este se sorpren-
dió y disparó contra la mesa de fórmica, pero eso no fue sufi-
ciente para detenerla. La mesa lo golpeó con fuerza y lo hizo
caer hacia atrás, fuera de la sala. David, con una inespera-
da agilidad y aprovechando la sorpresa del primer ataque,
se abalanzó sobre el otro ario. Lo golpeó con el canto de la
mano izquierda en la garganta y continuó con un puñetazo
en el medio del esternón. El aire que el ario retenía en los
pulmones, salió por su boca con un fuerte silbido. Antes de
que cayera al suelo, a causa de los golpes recibidos, David le
lanzó un puntapié al rostro. Esto lo dejó inconciente y fuera
de toda lucha.

La seguidilla de movimientos veloces captó la atención de


Carina, que clavó sus ojos en David. Este se movía a toda
prisa, intentando alcanzar al sujeto armado, pero la mesa
había obstaculizado la puerta y, con ella, la posibilidad de
llegar a él antes de que disparase.

Corrió, cruzando la sala, y saltó la mesa tumbada para


perderse en la penumbra de la sala siguiente.
Carina observaba toda la acción sin tener ningún pensa-
miento en la cabeza. Todo lo que había ocurrido y seguía
ocurriendo, era mucha información para la mente turbada
y llena de emociones de la muchacha. El profesor, en cam-
bio, no tenía las fuerzas suficientes para girar su cuerpo do-
139
1· La Saga de los Eónicos
lorido, por lo cual sólo se resignaba a escuchar. Y eso fue lo
que hizo. Escuchó tres disparos sucesivos, seguidos por un
silencio atroz. En su cabeza, sólo podía pensar que el tipo,
finalmente, había matado a David. Pero algo más llamó su
atención.
La reacción de Carina lo sorprendió más que nada de lo
que había visto en esa sala llena de muerte.
-¡David! –fue el grito de la muchacha, casi ensordecedor.
La voz de Carina fue más estruendosa que el arma que le
había perforado la espalda al profesor.
-Está bien. –se oyó la voz de David, muy tranquila, a es-
paldas del profesor. –Tenemos que salir de este lugar.
El muchacho apareció en el rango de visión de Olivier,
extendiéndole la mano a Carina, para ayudarla a ponerse de
pie. Cuando lo logró, miró a Juan y se acercó a él. Se arrodi-
lló y le colocó una mano sobre el hombro.
-Lamento esto, pero es la única manera en que puedo res-
catar a mi amigo. Tengo que encontrar el lugar donde lo
tienen encerrado. Traté, por muchos años, de hacerlo de un
modo discreto, pero no obtuve ningún resultado.
-Sos uno de ellos. –dijo Olivier, con una voz terriblemente
ronca y débil. –Sos un inmortal.
-Si. Perdóneme por no haberle dicho la verdad, pero esta
verdad no es buena para nadie. Ni siquiera para nosotros.
–se excusó David.
-No te preocupes por mí. –las palabras de Juan fueron in-
terrumpidas por un breve absceso de tos. -Termino mi vida
viendo que lo que creía es cierto. Muero feliz.
Le brindó a David una sonrisa, su última sonrisa.

140
Lucas Sampor
-Vamos afuera. –le dijo a Carina, aún mirando el cadáver
de Juan.
Ella salió rápidamente por la puerta, cruzando sobre la
mesa de fórmica que aún la franqueaba parcialmente. David
metió la mano en el bolsillo de Juan y sacó las llaves del auto.
Se volvió a encontrar con Carina en la vereda de la casa de
Luís y la condujo hasta el auto.

Juntos fueron hasta el departamento de la muchacha y en-


traron a toda velocidad. David llevaba a Carina del brazo,
pues ella aún permanecía perpleja por los acontecimientos.
-¡No puedo creerlo! ¡El profesor está muerto! –dijo ella,
con rabia, cuando logró salir de su sopor.
Se frotó el rostro con ambas manos y se acurrucó en la
silla, alzando los pies en el asiento y abrazándose las piernas
temblorosas.
-Tenemos que tranquilizarnos. Hay que pensar en lo que
vamos a hacer. –David se paseaba por la cocina, tratando de
planear sus siguientes acciones.
-¿Cómo podés estar tan tranquilo, si acaban de matar a
dos personas delante nuestro? –ella acabó por comprender
sus palabras y se quedó viendo a David con los ojos desme-
suradamente abiertos.
Se puso de pie, tratando de dominar el temblor de que
era víctima su cuerpo y caminó con paso inseguro hasta él.
David se plantó ante Carina y la miró a los ojos. Ella, sin
embargo, clavaba sus ojos en los huecos de su remera. Tenía
cuatro hoyos manchados de sangre, que habían pasado inad-
vertidos para ella hasta ese momento. Alzó su mano derecha
y tocó con un dedo uno de los huecos en la tela blanca.

141
1· La Saga de los Eónicos
-Estás herido. Te dispararon.

-No, y si. –fue la respuesta de él.

Ella lo miró al rostro, con el seño fruncido, intentando en-


tender las palabras del joven.
-¿Qué? ¿Cómo?

Antes de volver a hablar, David sujetó a Carina y la con-


dujo hasta la silla en la que ella había permanecido hasta
unos segundos antes.
-Carina, sí me dispararon, pero no estoy herido. –él se
agachó delante de ella y la observaba con cuidado, intentan-
do explicar las cosas del modo más aceptable posible.
-¿Cómo que no? Dejame que te cure. –sugirió ella, que-
riendo levantarse de su silla. David volvió a sujetarla para
evitar aquello.
-No hace falta. Estoy bien. –se quedó en silencio, procu-
rando que ella llegase a comprender la realidad por sí sola.
Así iba a reaccionar de un modo más relajado.
Entonces vio que, de sus ojos, brotaban lágrimas de estre-
mecimiento. Su boca se abría por el asombro y lo miraba con
incredulidad.
-Sos… Sos un… -no podía completar la frase.

Él movió la cabeza para confirmar lo que ella intentaba


decir.
-Sí. Soy uno.

-Sos un inmortal. –la voz de Carina salió como un susurro


suave y tembloroso. Aún no estaba completamente segura
de su conjetura.
142
Lucas Sampor
-Soy un inmortal. –él terminó por asegurárselo.

-No puede ser. Es imposible. –la mente de Carina traía


los recuerdos de los días anteriores. Las reuniones con el
profesor, donde ellos preguntaban ávidamente sobre la exis-
tencia de esos seres, David siempre parecía el más escéptico,
intentando refutar todas las ideas extrañas que formulaba
el profesor. Cuando estuvieron solos, él le había confesado
su preocupación por la estabilidad emocional del profesor,
viéndolo muy excitado ante la investigación. Ahora, resulta-
ba ser un inmortal, el más interesado en completar las inves-
tigaciones del profesor.
Recordó que el profesor le había contado que había cono-
cido a David unos días antes y pensó en eso. No podía ser
casualidad que un inmortal conociese a uno de los investiga-
dores del tema.
-¿Cómo conociste al profesor? No me digas que fue
casualidad.
-No. Esos nazis tienen prisionero a un amigo mío. Está
en esa situación por un mal consejo que le di. Y me siento
responsable de ello, por lo cual debo ayudarlo.
-Todavía no me respondiste, pero… ¿Por un mal consejo?

-Estoy tratando de seguir el hilo de la historia. Ya voy


a llegar al profesor. Con tu pregunta, voy a tener que re-
montarme un poco más en el tiempo. Nuestra raza tiene una
particularidad que, creo, también la tendrían los humanos
si se viesen obligados a vivir por siempre. La cuestión es
que en algún momento somos víctimas de una depresión,
una crisis en cuanto a lo que somos. La mayoría logra salir
sin problemas, pero algunos son un poco más sensibles emo-
cionalmente y deben pasar por una experiencia fuerte para
reaccionar. Hace muchos siglos un inmortal descubrió que
143
1· La Saga de los Eónicos
pelear una guerra era una buena opción para quienes esta-
ban pasando por esa crisis. Enfrentarse con otros hombres
y ver tanta muerte, a uno le da mucho en qué pensar. No
lo entenderías, pero eso nos hace redescubrir nuestra esen-
cia. Yo no tuve una crisis tan profunda, pero me metí en la
Primer Guerra Mundial. Es una experiencia de la cual no me
arrepiento, pues saqué muchas cosas que me ayudaron. Mi
amigo entró en esa crisis hace unos diez años y yo le aconse-
jé que buscara una guerra. Afortunadamente, los humanos
están siempre en guerra, por lo cual no debemos esperar mu-
cho tiempo. Él se dirigió a Medio Oriente y se metió en un
conflicto entre esos países. Peleaban por el petróleo, según
sus líderes y los medios de comunicación, pero la verdad era
otra. Los nazis estaban manejando y apoyando a uno de los
bandos. Del otro lado estaban los israelíes. Como es lógi-
co, los nazis querían acabar con los israelíes. Mi amigo cayó
prisionero de estos y lo tienen encerrado. Los estuve persi-
guiendo durante todo este tiempo, pero no lograba encontrar
la figura tras la cual se ocultaban. Intenté hacerlo del modo
más discreto posible, porque no quería que ellos supiesen
de mí pero, al final, me di por vencido. No lograba avanzar
y tuve miedo de que se mudaran a otro sitio. Lo único que
sabía era que estaban acá.
-Pero, ¿no viste todas las señales que había? ¿Todos esos
símbolos que el profesor descubrió? –preguntó ella, un poco
incrédula.
-El profesor tenía razón en algo; muchos de esos símbolos
perdieron su significado a lo largo de los años. –David tomó
asiento, acercando una silla a Carina. –Podría estar veinte o
treinta años siguiendo cada pista, sin llegar a descubrir nada.
O, mejor dicho, descubriendo que eran pistas falsas. Así que
decidí buscar al grupo que investigaba a los nazis. El grupo
que lideraba Luís Meier es conocido por tener varios libros

144
Lucas Sampor
publicados al respecto. Me pareció más fácil ponerme en
contacto con ellos. Sabía que no se escaparían si descubrían
que un inmortal estaba tras ellos, por el contrario, intentarían
reunirse conmigo. Así que me puse a investigar sobre ellos y
descubrí que el profesor Olivier estaba relacionado con ellos.
No era un miembro directo, pero podía llevarme a ellos. Así
que busqué el modo de presentarme a Juan.
David explicó a Carina que había descubierto la relación
de Juan con el suicidio y, considerando que podía resultar,
armó la escena en la Catedral de la ciudad. Todo salió bien y
fue el profesor quien llevó adelante todo lo demás.
-Yo había planeado hacer las cosas de otro modo, pero
el profesor me fue llevando con su entusiasmo. Así que me
dejé llevar. No pensé que las cosas iban a terminar así.
-Un inmortal simulando suicidarse. –dijo Carina. –Una de
las cosas más irónicas que escuché en mi vida… y la más
extraña también.
-Siento mucho que estés metida en esto, no era esa mi
intensión.
-¡¿Tampoco era tu intensión que muriese el profesor?! –le
gritó ella y se puso de pie. Comenzó a caminar por la sala,
desesperada.
Él se dejó caer y se sentó en el suelo, pensando.

-Sabía que ibas a reaccionar así. No debí contarte esto.

-¡Me importa una mierda lo que pensaste! El profesor


murió y ahora no tengo ninguna solución. –se largó a llorar
desconsoladamente. –Voy a tener que volverme a Plaza.
David la miró desde el suelo. No se animó a acercarse y
abrazarla. Quería consolarla y decirle que él podía ayudarla,
que tenía dinero suficiente para mantenerla mientras termi-
145
1· La Saga de los Eónicos
nase con sus estudios, pero era un riesgo muy grande. No la
conocía lo suficiente.
-Habías decidido tenerlo, ¿verdad? –conjeturó David.

-Si. Me di cuenta de todo cuando estaba por morir. Me


siento mal por no haberle contado al profesor. No se cómo
hubiera reaccionado.
-No creo que le hubiese molestado. Esas cosas pasan a
veces. –la consoló él. - Tal vez te hubiera ofrecido su ayuda.
-No entendés, ¿verdad? Ahora no tengo trabajo, me voy
a quedar sin casa, voy a tener un hijo, no tengo cómo mante-
nerlo. No me queda ninguna salida. Excepto volver con mi
familia. Y encima tengo que pensar cómo se lo digo. Se van
a volver locos.

-Yo puedo ayudarte. –al fin, había juntado fuerzas para


ofrecer su ayuda.
-¿Vos? ¿Cómo al profesor?

-No seas injusta. Juan estaba metido en esto antes de co-


nocerme. Yo sólo lo seguí.
-Si, pero podrías haberle advertido que era peligroso. –ella
estaba cada vez más enfurecida con David.
-Pensá un poco, si le decía eso no iba a conseguir lo que
quería. Yo me contacté con Juan para descubrir a los nazis,
no podía pedirle que no los buscara. Tengo que rescatar a mi
amigo, él puede estar sufriendo mucho. No tenés idea de lo
que pueden estar haciendo con él. Estos tipos no van a tener
compasión por nadie hasta obtener lo que quieren.

-¿Y por eso dejaste morir al profesor? No sos mucho me-


jor que esos tipos.
146
Lucas Sampor
-Yo no maté al profesor, ni quise que muriese. Sos muy
injusta conmigo. Tengo que terminar con esto, pensé que
esos tipos podían revelar la ubicación de su escondite. O
llevarnos hasta ahí. Era muy arriesgado matarnos a todos
en la casa de Meier, no creí que lo harían. Tomé una mala
decisión, lo admito. Pero necesito tu ayuda para encontrar
a mi amigo.

-¡Pará! ¡Pará, pará! Esperá un poco. Primero me ofrecis-


te tu ayuda, y ahora resulta que me la estás pidiendo a mí.
¿Cómo es eso?
-Necesito que me acompañes al museo. Tengo que ver al
viejo. Él debe saber dónde está mi amigo.
-¿El museo?

-Si. Al principio no me di cuenta, pero todas las pistas es-


tán relacionadas. El museo, la financiera, el frigorífico, todo.
El viejo debe ser uno de los generales de la SS que manejan
todo. Tengo que visitarlo.

Durante la tarde, el cielo se nubló y el noticiero pronosticó


algunas lluvias pasajeras para la noche. El calor se intensifi-
có a causa de la humedad del ambiente y Carina se cambió la
ropa en un intento de sudar menos.
Parada delante de la puerta del museo, con una pollera
azul de tela fina, que no le llegaba a las rodillas, y una reme-
ra blanca ajustada, con unas mangas muy cortas, se agachó
para volver a atarse los cordones de las zapatillas de lona
azul que se desanudaban constantemente. Se puso de pie
y miró el auto del profesor, donde se hallaba David, a unos
treinta metros de allí. Repasó el plan con rapidez e ingresó
al museo, intentando parecer tranquila.
147
1· La Saga de los Eónicos
Se acercó a la primera obra exhibida y se quedó viéndola
con detenimiento. Era una réplica metálica de un casco gue-
rrero. El casco estaba libre de todo adorno, pero su forma
imitaba la cabellera abundante que acostumbraban usar los
griegos en aquel tiempo. No advirtió que, desde atrás de
ella, se acercó una persona y se sorprendió al oír la voz.

-¿Puedo ayudarla en algo, señorita?

Giró con rapidez y se enfrentó con un viejo arrugado que


le sonreía. Su primera impresión le dijo que aquel no era el
tipo que buscaba; parecía demasiado simpático.
-Soy estudiante de bellas artes y debo hacer un estudio
sobre las tendencias griegas en el arte religioso. –se apresuró
a decir ella.
Comprendió que había cometido un error. Debió presen-
tarse en primer lugar.
-¿Tendencias? ¿Qué tipo de tendencias? –quiso saber el
viejo.
-Bueno, el arte griego ha influenciado mucho en las cul-
turas posteriores y quiero saber cuales son los aspectos que
permanecen invariables desde aquella época. Algunas de
sus técnicas que puedan verse en el arte y la arquitectura de
hoy. Me aconsejaron venir acá, me dijeron que encontraría la
mayor variedad de obras griegas de la región.

-No se equivocaron. Somos el tercer museo del país y el


quinto de Sudamérica en cantidad de ejemplares en exhibi-
ción. Además, algunas obras que están hoy en día en nuestro
taller de restauración. Pero, acompáñeme al siguiente salón,
le daré una breve recorrida, intentando sobresaltar los aspec-
tos arquitectónicos que legaron a las generaciones futuras.

148
Lucas Sampor
Juntos, comenzaron a recorrer el salón en el cual se halla-
ban los objetos de la vida cotidiana que se habían recuperado
en diversas excavaciones. El viejo hablaba sobre columnas,
relaciones de proporcionalidad, estudios anatómicos y otras
especificaciones, pero la mente de Carina estaba en otro sitio.
Rogaba que David ingresara y se enfrentara al viejo. Sólo
pensaba en eso y se limitaba a mirar con asombro al viejo
cada vez que este parecía decir algo importante.
Entonces, oyó unos pasos a sus espaldas. Dio media vuel-
ta para encontrarse con David, pero se sorprendió al ver a
un hombre parado frente a ella. Un ario. Estuvo a punto de
gritar el nombre de David, pidiendo ayuda, creyendo que
había sido descubierta, pero logró contenerse.

-¿Volvieron Esteban e Ignacio? Deberían estar acá hace


más de una hora. –preguntó el recién llegado.
-No los he visto. Se habrán demorado con algunas pre-
guntas. –explicó el viejo.
Carina comprendió que hablaban de los tipos que los ha-
bían visitado en la casa de Luís Meier.
-Ellos no se demoran. Algo debe haber salido mal. Voy a
tratar de comunicarme por teléfono. –el ario parecía preocu-
pado y molesto.
-No hay que apurarse. Una llamada telefónica puede en-
torpecer la recolección de datos. –los dos sujetos hablaban
en código, pero Carina conocía los hechos e interpretaba el
significado de sus palabras.
-Sé cómo manejar la situación. No piense que soy un ig-
norante. –la molestia por la tardanza se volvió en una mo-
lestia por la actitud pasiva del viejo. El más joven de los
dos estaba claramente enfurecido con el mayor. –Sus técnicas
149
1· La Saga de los Eónicos
están pasadas de moda. Nosotros manejamos esto mucho
mejor que usted.
El joven salió de la sala y se encaminó hacia la puerta prin-
cipal del museo, por donde había entrado unos minutos an-
tes. Llevaba paso apresurado.
Unos segundos más tarde volvió a entrar, ya menos apu-
rado. Pero toda esa falta repentina de apremio se debía a que
David estaba detrás de él, apuntándolo con un arma. El suje-
to intentó detenerse en el umbral de la puerta de la sala don-
de se hallaban Carina y el viejo, pero David lo empujó para
que entrara en ella. El sonido llamó la atención de ambos.

-Por las dudas, ¿los hombres que buscan me seguían a mí


y al profesor? Están muertos. –dijo David con una media
sonrisa en los labios.
-¿Qué? –el sujeto quiso darse vuelta para mirar a David.

El inmortal le dio un golpe de puño en el rostro y lo envió


al suelo.
-Saben, hay algo cómico en todo esto. Ustedes me buscan
desde hace muchos años y yo los persigo desde hace mucho,
también. La ironía es que hayamos tardado tanto tiempo en
cruzarnos. –David le hablaba al anciano, pero se percató de
que el otro sujeto, desde el suelo, intentaba sacar algún arma
de la parte trasera de su pantalón.

No perdió tiempo y le disparó a la cabeza. El ario quedó


sentado en el suelo, con las piernas estiradas y el torso incli-
nado hacia delante. Una posición muy incómoda para un
vivo. Claro que, a un muerto, eso no le importaba. David se
dirigió hacia el viejo.

-Espero que sea más cooperativo que sus colegas.

150
Lucas Sampor
-¿Sos un inmortal? –preguntó, lleno de perplejidad.

David le hizo un gesto a Carina y ella recordó que debía


alejarse del viejo. Así lo hizo, colocándose detrás de David,
para evitar caer prisionera de los nazis.
David miró un segundo al viejo, pensando en una res-
puesta, pero al final optó por una acción. Se llevó la mano
libre al pecho y apoyó los dedos en las perforaciones que las
balas recibidas habían hecho en su remera.
-Bueno, ahora que conoce mi naturaleza y yo conozco la
suya, General, espero respuestas. ¿Dónde está mi amigo?
-¿Su amigo? ¿El profesor? Creí que dijo haber acabado
con quienes los perseguían. El profesor debería estar con
usted.
-No me haga perder el tiempo, General. Ustedes tienen a
uno de los míos y quiero recuperarlo.
-Bueno, si no hubiese matado a esos tres tipos, habría obte-
nido su respuesta. Son ellos los que manejaban la operación.
Yo, junto con otros generales refugiados, empezamos esto.
Pero el tiempo, a diferencia de a ustedes, nos ha puesto muy
viejos. Ya no dirigimos la organización. Somos unas históri-
cas piezas de museo, si me permite usar una frase acorde con
el sitio. Debió preguntarles antes de matarlos. Fue un error
de su parte estar tan apurado por conseguir ese dato.
-Voy a hacer un trato con usted. Si me entrega los docu-
mentos que posee sobre nuestra existencia y me dice dónde
está mi amigo, lo dejo con vida. De otro modo, usted me
obliga a…
-Pero le acabo de decir que desconozco la ubicación de su
amigo. –el tono de súplica del viejo no perturbó a David.

151
1· La Saga de los Eónicos
-Pues, no le creo. ¿Y los papeles?

-Están todos en la oficina. –el viejo se resignó a entre-


gar uno de los tesoros que le había costado años conseguir.
Señaló la oficina que estaba a su derecha.
-Usted primero. –dijo David y fue empujando al viejo
General hacia la puerta de madera con pequeños ventanales
de vidrio.
El despacho era austero, desprovisto de cualquier deco-
ración artística. No había cuadros, fotos, estatuas o muebles
torneados. Tres ficheros se ubicaban contra la pared derecha,
a un lado del escritorio. Dos sillas de madera, simples, sin
respaldos acolchados estaban frente al escritorio. Otra silla
igual se ubicaba del otro lado. Un sofá un poco más refinado
se hallaba contra la pared izquierda.

-¡Búsquelos! –le indicó David al viejo y este se dirigió con


paso vacilante hasta los ficheros metálicos.
-No tengo la llave. No puedo abrirlos. –explicó.

La expresión de hastío que se dibujó en el rostro de David


pudo haber alegrado al General, pero vio que el joven daba
media vuelta al escritorio e intentaba abrir los cajones.
También estaban con llave. Se hizo un poco para atrás y
pateó uno de los cajones. Este cedió en las guías y cayó al
suelo alfombrado, dejando todo su contenido desparrama-
do. David le pidió a Carina que buscara, pero ella no halló
ninguna llave. Hicieron lo mismo con el siguiente cajón, ob-
teniendo idéntico resultado.
David se cansó de aquello y se dirigió al fichero en el cual
estaban los documentos que buscaba. Lo empujó hasta que
este cayó al suelo y lo pateó en el sitio de la cerradura. Tres
patadas consecutivas en el mismo lugar fueron suficientes
152
Lucas Sampor
para forzarla. Volvió a girar el fichero hasta dejarlo de cos-
tado y abrió el cajón seleccionado por el anciano. Comenzó
a inspeccionar los papeles con cuidado y halló dos listas con
nombres y fotografías pequeñas. Una de ellas contenía nom-
bres que él desconocía, pero se veía una clara denominación
común entre los nombres. Los datos mostraban que eran los
individuos que la organización investigaba como posibles
inmortales. David no conocía a ninguno. La otra lista era
más intrigante aún. Contenía los nombres de las personas
relacionadas con los inmortales. Entre ellos estaban los nom-
bres de Juan Olivier y Luís Meier. Los otros nombres debían
ser del resto del grupo de investigación que presidía Meier.
David le entregó a Carina los documentos y ella los guar-
dó en su mochila. Este continuó revisando el archivo y des-
cubrió una carpeta que contenía fotocopias de caracteres ex-
traños. En los márgenes había anotaciones que parecían ser
traducciones parciales del texto principal. David lo leyó rápi-
damente y miró al anciano con el semblante ensombrecido.

-¿Lo conocen? ¿Saben quién es? –preguntó en voz baja.

Se fue acercando muy lentamente al viejo General de la SS


y este pareció descubrir un funesto destino. Intentó alejarse,
pero no tenía ningún lugar a dónde ir.
-Intentamos todo, pero no pudimos hacerlo hablar.
Sabemos que es alguien importante, pero no pudimos reve-
lar su identidad.
-¿Dónde están los originales? –David alzó la carpeta con
las fotocopias y se las mostró al viejo.
-Son papiros antiguos. Deben tenerlos guardados pero,
como ya dije, eran sus muertos los que manejaban todo esto.
Debió preguntarles a ellos.

153
1· La Saga de los Eónicos
David estaba cansado de que el viejo le mostrase su error.
El hombre parecía encontrar alegría en ello, la única alegría
que le quedaba frente a su inminente muerte. David le entre-
gó la carpeta a Carina.
-¡Nos vamos! Esperame afuera. –le indicó y ella obede-
ció sin tardanza. Una vez solos, David volvió a dirigirse al
viejo. –Tal vez usted no tenga ninguna autoridad hoy en día,
pero llevó a cabo muchas atrocidades en sus años de guerra.
Así que… -David se acercó al escritorio y tomó la navaja que
servía para abrir la correspondencia. Era una cuchilla larga
y fina, semejante a una espada de la Edad Media, pero de
tamaño reducido.
-No vaya a cometer una locura. Puedo serle de mucha uti-
lidad si me lleva con usted. –la desesperación había ganado
terreno en el cuerpo del anciano e intentaba todos los trucos
para salvarse de una muerte segura.
-Hace un momento no sabía nada. ¿Ahora puede ayudar-
me? –David negó con una inclinación de cabeza que mostra-
ba resignación. –No se preocupe, voy a tener más compasión
de la que usted tuvo por sus prisioneros de guerra.
Dicho esto, dio dos pasos largos y rápidos hacia el viejo y,
con un movimiento muy veloz, le clavó la pequeña espada
en la garganta. Girando sobre sus talones con suma rapidez,
empujó al sangrante anciano hacia los documentos que ha-
bían estado guardados en el fichero.

El viejo General cayó al suelo, intentando retener su pro-


pia sangre, que manaba por su cuello, manchando su camisa
y los papeles desparramados por el suelo.
David salió de la oficina y se encontró a Carina, observán-
dolo seriamente.

154
Lucas Sampor
-Lo mataste, ¿verdad? –dijo ella, con absoluta seguridad
de ello.
-No te conviene saberlo. Vamos.

Ella se quedó mirándolo, perpleja.

-¡Me lo acabás de confirmar! ¡Eso es prácticamente un sí!


–él la ignoró y continuó caminando hacia la salida del mu-
seo. Ella se resignó y lo siguió, al trote.-

Carina se había dado una ducha fría para quitarse el sue-


ño que la aquejaba. Cuando salió del baño, David estaba
escribiendo algo en un papel. Se detuvo al verla, dejando la
lapicera sobre la mesa de la cocina.
-Siento pena por tu amigo. ¿Qué vas a hacer ahora? –pre-
guntó ella.
-Todavía me quedan algunas opciones.

-No entiendo. ¿Vas a seguir buscando? –Carina tomó


asiento junto a él.
Tenía una toalla en la mano y se la pasaba por el cabello.
Había vuelto a vestir una de sus polleras largas y anchas,
con colores opacos, que se estrechaba en sus caderas para
mostrar la fina curva de las mismas. Una remera de un ama-
rillo tenue se ceñía sobre sus pechos, deformando apenas las
líneas negras que conformaban el diseño del estampado.

-¿Qué más puedo hacer? No voy a dejarlo abandonado a


su suerte ahora que llegué hasta acá.
-Pero no tuviste ninguna información del viejo y los tres
tipos que sabían dónde está, están muertos.
155
1· La Saga de los Eónicos
-Los Generales de la SS tenían demasiado poder durante
sus años de gloria. Es impensable que lo hayan abandonado
así, nada más. Debe haber otro viejo alemán metido en esto.
Tengo que ir hasta el frigorífico. Si no encuentro nada ahí,
visitaré la financiera.

Ella lo miró un momento a los ojos y luego clavó su mira-


da en el papel que David tenía frente suyo. La escritura era
desconocida para ella.
-¿Qué es eso?

-Cómo dijo Luís Meier, las ideas puestas en un papel se


aclarar notablemente. Estoy tratando de sacar alguna con-
clusión de todo esto.
-Si, pero… ¿Qué idioma es ese? –Carina tomó la hoja y la
giró para verla mejor.
-Nosotros tenemos nuestra propia caligrafía. Con los
años, aprendimos a hablar cualquier idioma, pero me resulta
más fácil escribir en mi propia lengua.
-¿Este es el idioma de las fotocopias que descubriste en el
museo? –Carina se refería a las fotocopias que David le en-
tregó antes de pedirle que saliera de la oficina.
-No. Eso era latín vulgar. En la época de la República
Romana, algunas personas conocían nuestro secreto y escri-
bieron papiros con lo que sabían. Desconozco la cantidad de
papiros que hay, pero sé que fueron escritos en latín. Una es-
pecie de jerga vulgar del idioma latín. No el idioma oficial.

-¿Por qué?

-Porque no eran documentos oficiales y contaban cosas


que los líderes de ese entonces hubieran castigado con la
156
Lucas Sampor
muerte. Toda creencia que no era la oficial era exterminada.
La religión cristiana, por ejemplo. Los gobernantes tenían
una fe determinada, y los súbditos debían tener la misma fe
que ellos. La única religión que se aceptaba era la hebrea,
porque los hebreos simulaban combinar las dos creencias. Y
porque la cantidad de hebreos era inmensa. Exterminarlos
significaba reducir la población a menos de la mitad. Así que
los romanos tuvieron que aceptarlos como tal. Pero no iban
a permitir otra religión semejante.

-Así que todo lo que se opusiese a sus creencias era profa-


no y prohibido. –conjeturó ella.
-Claro. Todo aquello que hablase sobre dioses y compor-
tamientos diferentes a los permitidos, era castigado con la
muerte por sus detractores.
-Así que para poder hablar de esas cosas, tenían que disi-
mularlas de alguna forma. O vivir huyendo.
-Y así es cómo surgen las distintas variantes del idioma la-
tín. Modifican un poco la caligrafía e inventan palabras nue-
vas para los términos claves. De ese modo, cuando uno lee
un texto profano, no comprende lo que dice, porque la mitad
de las palabras no parecen pertenecer a ningún idioma.

-Comprendo. ¿Y te preocupa que ellos sepan cosas im-


portantes sobre ustedes?
-No sé cuántas cosas saben. Si tienen todos los papiros, es
mucha información. Pero es poco probable que hayan logra-
do traducir todo. En las fotocopias se veía que era muy poco
lo que lograron avanzar. Eso me tranquiliza. Pero recién
cuando encuentre a mi amigo voy a saber todo. Creo que los
papiros pueden estar en el mismo lugar que él.

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1· La Saga de los Eónicos
-Entonces, tenemos que actuar rápido. Si descubren que
los demás están muertos, van a escapar o lo van a cambiar
de lugar.
-¿Querés ir? Pensé que no querías participar en esto

-Me entristece decirlo, pero me gustó la emoción de atra-


par a tipos malos. No quiero matarlos… -aclaró con prisa.
–Pero…
Dejó la frase sin terminar, aunque David pudo adivinar
sus intenciones.-

El frigorífico ya estaba despoblado de camiones. La noche


había caído hacía un par de horas y los insectos se habían
calmado. Durante casi dos horas los habían molestado, pi-
cando y zumbando a su alrededor con hambre y sed. Se me-
tían por las mangas y acribillaban la piel de los jóvenes que
esperaban el momento oportuno para entrar. Carina tenía
una gran roncha en la frente sobre la ceja derecha. David
también había recibido las picaduras de los mosquitos, pero
no mostraba ronchas.
La oscuridad era casi total, excepto por los faros de los
vehículos que cruzaban por la ruta en una y otra dirección.
David había tenido la precaución de no detener el auto
del profesor frente al establecimiento. Lo había dejado dos-
cientos metros atrás y caminaron el resto del trayecto, para
ocultarse en los pastos altos del costado de la cinta asfáltica.
-Ya podemos entrar. Se fueron todos. –dijo Carina, que
estaba impaciente por entrar.
-Vamos a esperar un poco más. –aconsejó David, quitán-
dose un insecto del cuello.
158
Lucas Sampor
Los brazos de Carina se debatían con los mosquitos que
intentaban posarse sobre su piel y chupar su sangre.
-¡Por el amor de Dios! Voy a necesitar una transfusión de
sangre después de esto. ¡No pueden tener tanta hambre!
David la observó en silencio y sonrió.

-Tenés que ignorarlos. Así se cansan y se van.

-¡Eso es una boludez! ¿De dónde sacás eso? ¿Es una de


tus cosas de inmortal?
Él lanzó una carcajada.

-No hay cosas de inmortal. Probá. Puede que no te salga


la primera vez, pero vas a ir aprendiendo la técnica. En dos
o tres meses ya no te van a picar.
-¡Eso es ridículo! ¡En dos meses me van a chupar toda
la sangre! –Carina volvió a espantar un mosquito descarado
que insistía en posarse sobre su mejilla.
-¿Cómo pensás que viven las personas de acá? ¿Y a la
orilla del río? Están acostumbrados a esto y no piensan en
los bichos.
De repente, la noción ya no parecía tan absurda. Era cier-
to que, de alguna manera, la gente que vivía en esos parajes
había logrado congeniar con los insectos. David continuó
hablando.
“Es mentira eso de que: el hombre no se adapta al ambien-
te, pero adapta el ambiente a sus necesidades. El ser humano
logra algunas adaptaciones muy interesantes en menor es-
cala que la de otros animales. El clima es un buen ejemplo.
La gente que vive en la región patagónica se muere de calor
cuando viene al litoral, porque están adaptados a un clima

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1· La Saga de los Eónicos
más frío. Su cuerpo se acostumbra a temperaturas bajas y no
sabe reaccionar al calor húmedo de esta zona.
-¿Quién te enseñó eso? ¿O lo aprendiste con los años?

-Así que te pusiste a pensar en mis años. ¿Cuántos años


creés que tengo?
-No tengo idea. ¿Miles? –preguntó ella.

-Tengo algunos miles, si.

-Así está bien. No quiero saber cuántos. ¿Los años te die-


ron sabiduría?
-Me gusta aprender. Sé muchas cosas, pero ahora me in-
teresa saber dónde está mi amigo. Eso no lo sé.
-¿Son muy amigos?

-Desde hace un tiempo. Un tiempo largo.

-Te quiero preguntar algo. El profesor y Meier tenían va-


rias teorías sobre la existencia de ustedes. Pero, ¿cómo es que
existen realmente? ¿Qué explicación le dan a su naturaleza?
-No tengo idea. Como en el caso de los humanos, tenemos
varias teorías sobre nuestro génesis. Los humanos tienen el
Big Bang y todo ese rollo de la evolución, la teoría bíblica y
algunas otras. Para los inmortales es igual, algunos creen
que es un paso evolutivo, otros creen que hay poderes má-
gicos detrás de todo esto, y así. Tenemos varias escuelas al
respecto. Algunos creen una cosa y otros, otra. No tengo
una respuesta exacta para eso. Pero tampoco nos preocupa
demasiado. Mi amigo, por ejemplo, cree en la teoría del gé-
nesis bíblico, mientras que yo pienso que los inmortales so-
mos una especie humana más avanzada, más evolucionada.

160
Lucas Sampor
-Si son una parte de la raza humana, ¿pueden mezclarse
con ella?
-¿A nivel biológico? ¿Si un humano y un inmortal pueden
tener un hijo? ¿Eso querés saber?
-Si.

-Creo que puede ser posible, pero los inmortales tenemos


una fuerte idea de la moralidad. La teoría bíblica nos mues-
tra que los humanos son pecadores, engañosos y resentidos,
de modo que es amoral mezclarnos con ellos. Sería como
subyugar nuestra raza a una clase inferior. No lo creo preci-
samente, pero está en nuestra moral. Por otro lado, no sabría
decir cuál sería el resultado exacto. Te digo todo esto sin
saber si pueden reproducirse entre ellos.
-Tampoco sabés si el resultado sería un humano normal o
un inmortal.
-Exacto. Y preferimos el término Eónicos.

-¿Cómo?

-No somos inmortales, estrictamente hablando. Somos


eónicos.
-No entiendo. Te dispararon varias veces… claramente
sos inmortal.
-No. Hace mucho tiempo sucedieron disputas entre dos
de nuestros grupos, que llegaron a convertirse en batallas
sangrientas y muchos murieron. No somos inmortales.
¿Entramos? –David no esperó la aprobación de Carina.
Se puso de pie entre el pastizal y caminó hacia la ruta. Se
detuvo en la banquina para dejar pasar un ómnibus amari-
llo que iba a gran velocidad hacia la ciudad de Resistencia y
161
1· La Saga de los Eónicos
luego trotó con desgano hacia el otro lado de la cinta asfálti-
ca. Carina lo siguió a la carrera, un poco inquieta por lo que
acababa de oír y, juntos, se acercaron a la cerca metálica que
rodeaba el frigorífico.

David comprobó que iban a tener que trepar la cerca,


pues el portón tenía casi tres metros de alto. Acercó el oído
al alambrado y trató de escuchar alguna corriente eléctrica.
Con alegría y alivio comprobó que no estaba electrificada.
-¿Las mujeres primero? –le preguntó a Carina y ella res-
pondió entusiasmada, acercándose a la cerca.
Posó sus manos y se sujetó con fuerza del tramado rom-
boidal que formaba el tejido. Comprendió allí que su vestido
no le permitiría moverse con agilidad y se soltó para realizar
una modificación en su pollera. Tomó la parte más baja de
la misma y la enrolló varias veces, hasta que quedó sobre
sus rodillas. Entonces, anudó el extremo para evitar que se
soltara y volviese a bajar.

-¡Listo!

David improvisó un estribo con sus manos y ella colocó


su pie derecho en él. Ella, tomando impulso al mismo tiem-
po que él hacía fuerza con sus brazos poderosos, logró reco-
rrer casi todo el trayecto de subida. Sus piernas fuertes y sus
dedos se sujetaron al alambrado. Sólo debió alzarse un poco
más y cruzar una pierna sobre la cerca.

-No cruces, esperame ahí. –le ordenó David y comenzó a


subir con ligereza, como un gato en plena cacería.
Cuando se encontraron arriba, ella no resistió hacer un co-
mentario sobre la rápida subida de David.
-No es la primera vez que trepás un alambrado, ¿eh?

162
Lucas Sampor
-Bueno, tengo algunas travesuras en mi haber. –admitió
él con una pequeña sonrisa, de esas que a ella le encantaban
y que atraían a tantas mujeres. –Yo voy a bajar primero, des-
pués vos.
-¿No hay perros por ahí? No vi ninguno, pero no estoy
segura. ¿Viste alguno?
-No hay perros. Solamente algunos pavos reales, pero no
te van a morder.
David terminó de bajar y le indicó a Carina que saltase. Él
la esperaría con los brazos abiertos. Carina dudó un instante
y luego tomó coraje. Se deslizó lentamente hacia delante y
se dejó caer de espaldas, cerrando con fuerza los ojos. Él la
atrapó con seguridad y la sostuvo en sus brazos hasta que
ella abrió los ojos. Ella lo miró desde esa posición tan cómo-
da y rogó permanecer allí varias horas. Su vestido, anudado
anteriormente, se subió un poco más, dejando al descubierto
los muslos fuertes y suaves que se escondían bajo la ancha
pollera.
-Hay que tratar de entrar al edificio. –las palabras de
David rompieron el encanto del momento y se apresuró a
bajar de sus brazos.
-Si. Vamos a tener que buscar una ventana. Las puertas
van a estar bien cerradas.
-Vamos a dar una vuelta al lugar para ver que hay. –dijo
él y comenzaron a recorrer el sitio.
El terreno amplio contenía una cancha de fútbol, donde
los empleados jugaban en horas de descanso. Dos parri-
llas pequeñas completaban las instalaciones de recreación.
Luego se hallaba el edificio y el playón de asfalto en el cual
los camiones cargaban la mercadería que repartirían en los
diversos comercios. En él se hallaba un solo vehículo que,
163
1· La Saga de los Eónicos
como los demás vehículos que habían visto, no poseía la
identificación de la empresa. El galpón era una masa rectan-
gular completamente lisa en sus lados. En la parte superior
podían verse decenas de ventanas pequeñas por donde en-
traba la luz del día, pero estaban demasiado altas para poder
entrar por allí.
-Perece que vamos a tener que forzar una puerta. –comen-
tó Carina, pero David ya estaba buscando una abertura.
Caminaron hasta el playón de estacionamiento y David
se detuvo frente al enorme portón metálico. Un candado no
dejaba manipular la manija, de modo que David volvió unos
pasos hacia atrás y se adelantó con prisa. Pateó el candado
con el talón de su pie derecho pero este no se rompió. David
repitió la acción y el candado cedió. El ruido de los golpes
hubiera llamado la atención de cualquiera en los alrededo-
res, pero a nadie parecía importarle lo que sucedía ahí.
David quitó el candado forzado y abrió el portón lo sufi-
ciente para poder entrar. Un gran salón oscuro se presentó
ante ellos. La primera silueta que pudo divisar fue la de la
cinta transportadora. Esta iba desde el portón, donde deja-
ba caer los alimentos envasados que recogía una decena de
metros antes, en la empaquetadora que se hallaba en el lado
opuesto del galpón. Esta maquina ocupaba más de la mitad
del largo del edificio y se encargaba de embolsar los faisanes,
rubricarlos, pesarlos y darles una fecha de envasado y venci-
miento. El último paso del proceso era contarlos.
Para llegar a la empaquetadora, los faisanes salían de una
cámara frigorífica, donde permanecían congelados. La cá-
mara ocupaba una parte importante del lugar, enfrente a ella
estaban las tres oficinas que buscaba David. Con pasos cui-
dadosos se dirigió a ellas, a la derecha del portón metálico.
Carina lo seguía de cerca.

164
Lucas Sampor
-¿No sería prudente cerrar el portón? –preguntó ella.

-No hay problema. Si hay alguien, nos habrá escuchado


o visto antes. Pero parece que no hay nadie. Vamos a ver…
-de su bolsillo, David sacó una pequeña linterna en forma de
lapicera. - … ¿qué hay por acá?
-Te viniste preparado. –comentó la joven.

Llegaron a la puerta del primer despacho y David pateó la


puerta de madera. Esta se abrió con facilidad.
-Me olvidé traer una ganzúa. Me hubiera servido para ser
más sutil, pero no importa.
La oficina era muy rudimentaria. Contenía un escritorio
metálico de aspecto barato con un par de sillas de plástico
para jardín de color blanco. Las paredes estaban vacías, des-
provistas, incluso, de revoque. Con un rápido vistazo, David
descartó poder encontrar algo importante allí.

-Acá no hay nada. Vamos a la otra.

David ingresó en la segunda oficina del mismo modo poco


grácil. La puerta cedió con mayor facilidad y golpeó contra
la pared para rebotar y quedar vibrando sobre sus bisagras.
La sostuvo por instinto cuando ingresó a la pequeña sala de
cuatro metros de lado. Era un poco más grande que la pri-
mera y estaba mejor amoblada. Conjeturó que allí trabajaba
alguien de categoría más alta. Carina continuaba detrás de
él.
Con la luz de la linterna recorrió la sala y descubrió unos
cuadros con recortes de periódicos. En ellos se podía leer
la noticia de la inauguración del establecimiento y la pro-
mesa de fuentes de trabajo para la población local. David
consideró la noticia y recordó las máquinas que había visto
165
1· La Saga de los Eónicos
fuera de las oficinas. Se requería poca mano de obra para
hacer funcionar el proceso muy automatizado que llevaba
los faisanes muertos hasta los camiones de reparto. Parecía
irónico el comentario periodístico encuadrado que colgaba
de la pared, detrás de una placa de vidrio pues, viendo la
maquinaria empleada en la producción, no trabajaban mu-
chas personas allí.
David pasó por alto el cuadro y continuó buscando.

-¿Qué buscamos, exactamente? –preguntó Carina.

-Algo de la simbología nazi o de la que tenía el profesor


sobre la inmortalidad. Puede ser algo sutil, pero que me de-
muestre que la persona que trabaja en esta oficina conoce el
secreto.
-¿Creés que el tipo que mataste en la casa de Meier trabaja
acá?
-Acá o en la otra oficina.

-Pero no van a tener a tu amigo encerrado en una ofici-


na. Serían unos pavos si lo tuvieran tan cerca de los emplea-
dos. –Carina dijo esto señalando el resto de las instalacio-
nes, donde diariamente trabajaban en el embasado de aquel
alimento.

-No son pavos. Son faisanes. –dijo David con esa media
sonrisa tan peculiar en él.
-No me refería a eso, precisamente. Lo que quise decir es
que…
-Ya sé. Era un chiste. –la interrumpió David.

-Sos un tipo raro. Siempre estás serio y, en los momentos


más inoportunos, se te ocurre hacer un chiste.
166
Lucas Sampor
-¡Qué le voy a hacer! ¡Soy un alma joven! –mientras decía
esto, apuntó el has de la linterna hacia las piernas descubier-
tas de Carina. -¡Lindas piernas!
Ella bajó la vista hacia sus propias piernas y desanudó su
vestido con rapidez. La tela cayó casi hasta el suelo, des-
enrollándose con un vuelo poco elegante. El rayo de luz
siguió la tela hasta el final y se detuvo allí, iluminando los
pies de Carina. Pasaron varios segundos en silencio, inmó-
viles ambos, hasta que Carina sintió la incomodidad de ser
observaba.

-Bueno, ya estuvo bien. Linda broma, pero se terminó.

-Hekhet, la diosa del Nilo, tiene las piernas más hermosas


que existen. Son torneadas e interminables. Se podría hacer
nudos infinitos con ellas, si ella así lo desease.
-¡David, basta!

David se acercó a Carina con pasos lentos, sin quitar la


luz de su linterna de sus pies. Una vez junto a ella, volvió a
hablar.
-No hablaba de tus pies. –dijo, mirándola a los ojos. –Es
un poema milenario que se adapta, casi con exactitud, a esta
situación. Mirá.
David volvió a bajar la vista y señaló el suelo. Carina se
movió un paso hacia atrás y bajó la mirada. En el suelo, bajo
sus pies, había una alfombra que poseía un tramado parti-
cular. Cientos de nudos interminables se entrelazaban para
formar dibujos caprichosos. Podían verse nudos de todos
los tamaños, cuadrados, triangulares y redondos, pero en el
centro de la alfombra se destacaba uno de gran tamaño, de
color púrpura.

167
1· La Saga de los Eónicos
-¿Qué es? –preguntó ella.

-El nudo interminable es un símbolo de eternidad para


muchas culturas. Señala que todo lo que empieza, termina
en el mismo lugar… sólo para volver a empezar. Tal vez sea
casualidad que esta alfombra tenga este tramado, pero pare-
ce ser la única pista a seguir.

David se paró en el mismo sitio que había ocupado Carina


unos segundos antes y golpeó el suelo con el talón de su pie
derecho. Un sonido sordo, hueco, retumbó en la sala. Ambos
se miraron al unísono. Los ojos de Carina mostraban asom-
bro, mientras que los de David indicaban que había acertado
en su especulación.

Con prisa, se agachó y, tomando un extremo de la alfom-


bra, la quitó de su sitio. Allí, hincado en el suelo, inspeccio-
nó la estructura del mismo. Comprobó que unas bisagras
sobresalían ínfimamente y una manija metálica se ocultaba
al ras del suelo de concreto. Con cuidado, sujetó la manija
y tiró de ella para comprobar el peso de la compuerta. Era
pesada, pero sus brazos fuertes lograron alzarla con un poco
de trabajo. Se había colocado la linterna en la boca y el has
de luz bailaba en el oscuro interior del sótano descubierto,
sin detenerse en ningún sitio. Carina miraba con ojos ávidos,
pero sólo logró reconocer una escalera en espiral. David ter-
minó de apoyar la puerta sobre el piso y tomó la linterna con
sus dedos.

-¿Bajamos? –preguntó a Carina y ella dudó con la mirada.


–Bueno, yo voy primero.
Arrodillado en el suelo, David apoyó una mano en el bor-
de de la entrada y metió el torso en el hoyo. Con la otra
mano, apuntaba la linterna hacia los diferentes lados, pero la
168
Lucas Sampor
escalera que descendía estaba rodeada por paredes de hor-
migón. No había nada más, excepto una abertura al final de
la escalera en forma de espiral.

-Parece que la escalera da a un túnel. No se ve nada más,


así que vamos a tener que bajar para ver que hay. –dijo David
sin quitar la vista del hoyo.
-No me gusta nada esto.

-Podés quedarte acá arriba si querés. Si te necesito, te


pego un grito. No hay problema.
Carina paseó su vista por la oscura oficina y pensó en el
silencioso galpón que la rodeaba. Logró contener un escalo-
frío que amenazaba con surcar su espalda.
-No, está bien. Voy a bajar con vos.

David se escurrió hacia los primeros escalones, tratando


de no hacer ruido. Iluminaba los escalones y las paredes
para no perder el equilibrio. Cada tanto, se volvía a mirar y
a iluminar el camino de su compañera.
Cuando llegaron al final de la escalera, David se hincó en
el suelo para tratar de divisar el final del túnel que se abría
ante ellos, pero todo parecía estar demasiado oscuro para ad-
vertir alguna silueta en la distancia. Decidió continuar avan-
zando con cuidado.

Debió recorrer una veintena de metros para llegar al final


del túnel. Allí se abría una sala de dimensiones pequeñas.
Paseó el has de luz por toda la sala y halló un altar con mu-
chas velas en una de las paredes. Se aproximó a ella y tomó
una de las velas con su mano izquierda. La acercó a su nariz
y la olió con delicadeza.

169
1· La Saga de los Eónicos
-¿Qué es? –preguntó Carina con un susurro.

-Pino. –David sacó un encendedor de su bolsillo y encen-


dió la vela, para volver a dejarla en su sitio original. Luego
tomó una segunda vela y la olfateó también.
-¿Pino? –quiso saber ella.

-No. Jazmín. –respondió David y la encendió.

Carina tomó otra de las velas que adornaban el altar y tra-


tó de reconocer el aroma.
-Esto es rosa. –dijo, orgullosa de su olfato y se la extendió
a David.
David la tomó sin mirarla. Estaba concentrado en el altar
y en lo que contenía. Con la misma mano que había tomado
la vela que le extendió Carina, tomó otra del altar y la llevó a
su nariz. Reconoció el olor dulzón del durazno.
-No sé qué están tramando en este lugar, pero hay infor-
mación tan variada y mezclada que me asombra.
-¿Creés que estén cerca de descubrir el secreto?

-No hay secreto. –David la miró asombrado. –Creí que


lo habías entendido: los hombres no pueden ser inmortales.
No es un proceso mágico, ni nada que se pueda pasar de una
persona a otra. O nacemos con esto… o nos morimos algún
día.

-Pero ponen tanto empeño en esto que pensé que…

-Le ponen tanto empeño porque ellos están convencidos


de que pueden lograr la inmortalidad. El problema es que
se equivocan.

170
Lucas Sampor
Mientras hablaba, David continuaba observando el lugar
con la ayuda de su linterna y el resplandor que arrojaban las
velas encendidas. En el centro de la sala descubrió una es-
tructura rectangular de concreto que simulaba ser de piedra.
Unos minutos antes, la había pasado por alto, creyéndola
una mesa rústica en la penumbra. Pero ahora, con la luz de
las velas, sumadas a la linterna, podía observarla con mayor
detenimiento. Se acercó a ella con lentitud y se agachó para
que su rostro quedara a la altura de las paredes laterales de
la estructura.
-Parece un féretro antiguo. –comentó Carina, algo inquie-
ta por el silencio que se había instalado en el lugar.
David, en cambio, permanecía silencioso, callado, leyen-
do y tratando de interpretar los dibujos en bajo relieve que se
distinguían en la superficie de cemento. A simple vista, eran
símbolos amontonados sin un orden específico, pero David
creía que quienes los habían hecho intentaban contar algo
con ellos. Los minutos pasaban y no lograba descifrar los
dibujos.

-¿Dice algo? –volvió a decir Carina.

-Estoy seguro que quiere decir algo, pero no lo entiendo.


Hay ideas superpuestas, cosas que se mezclan de diferentes
culturas. Hay cosas griegas, latinas, escandinavas, germa-
nas, hindúes, chinas, japonesas,… de todas partes, incluso de
la América precolombina. Mezclar todo esto no tiene senti-
do. Lo único que puedo sacar en limpio es la idea de que la
inmortalidad viene de la naturaleza, como si algo situado en
la naturaleza fuese la fuente de la inmortalidad.
-De ser así, se contradice con lo que creen ellos. No se-
rían tan tontos como para pensar que pueden manipular la
naturaleza.
171
1· La Saga de los Eónicos
-En un tiempo fueron muy poderosos, su ego elevado los
hace pensar que pueden manipular la naturaleza a su antojo.
Sólo tienen que tener la información necesaria.
-¿O sea que creen que pueden manipular la naturaleza de
los inmortales y pasar a ellos ese poder? –para Carina era
muy difícil creer en la obstinación de esos tipos.
-Siempre estuvieron tras esa información. Creen que exis-
te un modo de lograrlo y van a perseguirlo hasta la muerte.
Carina meditó las palabras de su amigo y caminó lenta-
mente hasta el altar donde ardían las velas. Tomó la que
David había identificado como durazno y se la acercó a la
nariz lo suficiente para poder sentir el aroma, pero no tanto
para quemarse. El olor era dulce y penetrante. Pensó que
compraría velas de ese tipo para aromatizar su casa, pero
luego recordó que estaba a punto de quedarse sin casa.

-¿Qué creés que sea este lugar? ¿Qué pueden hacer acá?

David, que aún permanecía de cuclillas junto a los dibujos


y bajorrelieves del tabernáculo que ocupaba el centro de la
sala, permaneció en silencio un minuto antes de contestar.
Ese minuto pareció eterno para Carina.
-Me preocupa que mi amigo esté acá dentro, pero no en-
cuentro el modo de abrir esto.
Carina estuvo a punto de decir que, allí dentro, su amigo
podía morir, pero se sintió estúpida al recordar que estaba
hablando de un inmortal. Entonces, su lógica se despertó.
-David, te pregunto otra cosa. Si tu amigo está ahí dentro,
¿cómo puede respirar?
-Yo no fabriqué esta cosa, ¿cómo voy a saberlo? Debe te-
ner algún respiradero oculto por ahí.
172
Lucas Sampor
-No. A lo que me refiero es; si no hay un respiradero por
ahí, como creés, ¿no se asfixiaría?
-¿Te preocupa que pueda morir? –las palabras de David
estaban cargadas de ironía y fastidio. Se estaba cansando de
explicar siempre lo mismo. –No va a pasar. Si se encuentra
ahí dentro, seguramente habrá entrado en letargo. De ese
modo minimiza toda la actividad de su metabolismo. Puede
pasar mucho tiempo así, pero se va consumiendo muy lenta-
mente. Muy lentamente. –recalcó al final.

Carina volvió a callar y continuó caminando por la sala,


iluminando su paseo con la luz tenue de la vela de durazno.
David rodeaba con pasos cortos la estructura de cemento,
cuando oyó la voz de Carina del otro lado de la sala.
-Este lado de la pared parece quemado.

-¿Quemado? –preguntó David, poniéndose de pie.

-Si. No es mucho, pero hay partes donde la pared parece


quemada. Como líneas donde el fuego fue recorriendo la
madera.
El has de luz de la linterna apuntó a la pared, pero desde la
distancia en que David se hallaba, no podía distinguir nada
con claridad, pues la luz se perdía en la oscuridad. Rodeó
la estructura de cemento y caminó hacia Carina, mirando la
pared. Una vez delante de ella, buscó las líneas de las que
hablaba Carina. Halló una y la siguió con la linterna y con la
yema de sus dedos.

-Esto no lo hizo el fuego. Por lo menos, no directamen-


te. Estas líneas las hicieron con algún hierro caliente, muy
caliente. Llegaron a carbonizar la madera. Traé algunas ve-
las. –pidió David a la joven, mientras él intentaba descubrir
las dimensiones del dibujo hecho en la pared. Parecía su-
173
1· La Saga de los Eónicos
mamente grande y no comprendía la totalidad del diseño.
Carina buscó ocho velas, dos de ellas estaban encendidas y
procedieron a encender las restantes. Mientras las prendían,
una a una, las fueron colocando en el suelo, junto a la pared.
Carina fue la primera en terminar y se alejó unos pasos para
ver la pared desde un panorama sobresaliente. Rápidamente
descubrió un árbol, pero se desconcertó al descubrir aquello.
No parecía tener sentido.
-Un árbol. ¿Un árbol? –dijo en voz alta.

David terminaba de encender la última vela y colocarla en


su sitio, distanciada de las demás, cuando oyó las palabras
de Carina. Giró en su sitio para verla.
-¿Qué es? ¿Un árbol? Eso no tiene sentido.

-Disculpame, pero… ¿hay algo que tenga sentido en estos


últimos días?
David sonrió ante el comentario de la muchacha, pero
continuaba sin comprender el significado del diseño.
-Hay una leyenda china. Los taoistas creen que existen
ocho inmortales que se alimentan de los frutos del duraznero
mágico, pero eso no se parece a un duraznero.
-¿Ocho inmortales?

-El taoismo venera a los ocho inmortales que encontraron


la inmortalidad a través de la piedad y la virtud. Se los llama
Hsien. Viven en una montaña, en el centro de la Tierra, junto
con el Emperador de Jade, el señor de los cielos. Pero no tie-
ne sentido, porque en esa creencia, inmortalidad no significa
la vida eterna en la tierra, sino en el cielo. El símbolo chino
para la palabra Hsien es una unión de los caracteres de hom-
bre y montaña, lo cual significa literalmente “hombre que
vive en la montaña”.
174
Lucas Sampor
-En algo tenés razón, eso no se parece a un duraznero. Es
más bien un pino.
David volvió a acercarse a la pared, intentando buscar
algo que haya pasado por alto. Cuando estaba a punto de
apoyar sus dedos en la pared, sintió un fuerte pinchazo en
la pierna derecha. Perdió la fuerza y el equilibrio, y estuvo a
punto de caer. Carina gritó con terror al advertir la presencia
de otras personas en el lugar.

-¡David!

El joven logró darse vuelta y advirtió de donde venía la


agresión. Miró con rapidez su pierna y vio que una flecha
le atravesaba completamente el muslo. Miró hacia la puerta
que llevaba a la escalera por la cual habían bajado. Allí se
hallaban tres sujetos enormes, arios, que portaban ballestas
de madera. Logró hacer tres pasos, pero recibió otro disparo,
justo arriba del corazón. Se detuvo en seco, mientras llevaba
una mano al pecho. Se tambaleó y comenzó a caer.
-¡David! –volvió a gritar Carina y corrió a sujetarlo, pero el
peso del cuerpo de este los echó a ambos al suelo.
Por el hueco que hacía las veces de puerta, se aparecieron
los tres arios, seguidos por un viejo un tanto jorobado. Los
tres gigantes apuntaban a David con sus ballestas. El viejo se
separó del grupo y sonrió a David.
-Tantos años de experiencia y se los puede engañar fácil-
mente con un poco de paciencia. ¡Que tontos son!
-Perdió a varios hombres por su paciencia. –respondió
enojado y dolorido.
-Soldados. Su misión es sacrificar su vida por el éxito de
los ideales.
175
1· La Saga de los Eónicos
Carina observaba la flecha que se había clavado en el pe-
cho de David. Le parecía totalmente ilógico que una persona
en semejante estado estuviese hablando y discutiendo.
-¿El viejo era un soldado? Parecía algo más.

-El viejo que mataste no era un SS, pertenecía a la


GESTAPO, por lo cual era prescindible.
Durante la guerra, los miembros de la GESTAPO eran en-
viados al frente de combate por los Generales de la SS como
carne de cañón. Los que se atrevían a volver eran fusilados
por cobardes, sin ningún tipo de juicio previo. Algunos de
ellos se habían mantenido fieles a los líderes de la SS y estos
los habían recogido bajo sus alas protectoras cuando logra-
ron instalarse, luego de huir de la Alemania sitiada por los
aliados, en países de orden fascista o con un amplio odio ha-
cia los judíos. Según explicaba el anciano, el viejo que mane-
jaba el museo había sido uno de estos sujetos. Los generales
de la SS los consideraban desechables, sin importar cuantos
años hubieran permanecido junto a ellos.

David comprendió, en su dolor, porqué el viejo decía


no saber nada sobre la ubicación de su amigo. Al ser de la
GESTAPO, se la había ocultado información valiosa.
-Ahora tengo a dos inmortales en mi poder y puedo expe-
rimentar con mayor libertad pues, si pierdo a uno, me queda
otro para continuar. –comentó el viejo encorvado, con una
sonrisa en sus labios arrugados y resecos.
Uno de los jóvenes y enormes arios le arrojó un juego de
esposas metálicas a Carina y le ordenó esposar a David por
las muñecas. Ella pensó negarse rotundamente, pero David
la miró a los ojos y le hizo una seña, pidiéndole que coopera-
ra con esos tipos, para evitar represalias dolorosas para ella.
Así lo hizo ella y cuando acabó, el mismo ario le alcanzó otro
176
Lucas Sampor
juego de esposas. Le indicó que se colocara una de las ar-
gollas en su muñeca y cruzara la corta cadena tras el brazo
de David. Luego le indicó que se esposara la otra articula-
ción. De este modo, quedaron unidos, con los brazos y las
cadenas cruzadas, formando dos círculos entrelazados. Una
vez en esta situación incómoda para el traslado, otro de los
arios se acercó a ellos y golpeó a Carina en la nuca, dejándola
inconciente.
-Ahora no parece tan buena idea haberla traído, ¿verdad?
–dijo el viejo a David.-

Con mucho esfuerzo y trabajo, David logró subir la esca-


lera de caracol que llevaba a la superficie cargando el cuerpo
inconciente de Carina. Hizo todo lo que estuvo a su alcance
para no golpear la cabeza de la joven contra las paredes, pero
los empujones que le proporcionaban sus captores lo hicie-
ron trastabillar en dos ocasiones.

Con fuertes golpes sobre las costillas de David, los arios lo


condujeron hacia el estacionamiento, donde la camioneta de
reparto los esperaba en la oscuridad casi total. David sintió
desesperación al ver que los iban a trasladar, pero pensó que,
tal vez, los llevarían al mismo sitio en que se encontraba su
amigo. Sin embargo, consideró que no podía permanecer
tranquilo. Uno de los arios, se acercó a la camioneta y abrió
la puerta trasera para dejar que David subiera, cargando a
Carina Conca. Otro de ellos estaba por subir detrás del jo-
ven, pero el viejo intervino con un grito ronco y tembloroso.
-¿Qué hacés?

-Subo para vigilarlos. –explicó el hombre, con los ojos


abiertos por el desconcierto de ser regañado frente a sus
colegas.
177
1· La Saga de los Eónicos
-Ese tipo te mataría en el mismo momento en que cerrára-
mos la puerta. Ni siquiera tendríamos tiempo de encender la
camioneta. –dijo el anciano.
David había tomado asiento en el suelo duro y metálico de
la furgoneta, apoyando la espalda contra el lado izquierdo.
Apoyó a Carina sobre su regazo y la abrazó para protegerla
de los sacudones que daría la camioneta cuando se pusiese
en marcha.

-No tiene que preocuparse por eso. Hubiera esperado a


que nos pusiésemos en marcha. –dijo David en voz baja, pero
perfectamente clara, mirando subrepticiamente al viejo y al
tipo que había estado a punto de subir.
El tipo lo miró con odio, al sentir el sarcasmo en la voz del
inmortal.
-¡Pedazo de hijo de puta! ¡Te juro que cuando encuentre
el modo de matarlos, vas a ser el primero en morir! ¡De la
peor manera posible!
-Estoy impaciente porque llegue ese momento. Pero creo
que vos no vas a llegar. Tu vida no va a ser tan larga como
creés.
-¡Hijo de puta! ¡Te voy a matar ahora mismo! –el ario le-
vantó su ballesta y apuntó a David. Alcanzó a disparar dos
flechas antes de que el viejo ordenara sujetarlo.
Sus dos compañeros lo sujetaron con fuerza para impe-
dir que continuara disparando a los apresados. David había
logrado esquivar una de las flechas, pero la otra se había in-
crustado en el costado de su torso, parecía haber perforado
un pulmón, pues había pasado entre sus costillas y le costaba
respirar.

178
Lucas Sampor
El viejo se acercó a la puerta de la camioneta e inspeccionó
los destrozos causados por su subordinado, con una linterna,
desde lejos.
-¡Pelotudo! Lo vas a dañar antes de que podamos experi-
mentar con él. –le reprochó el viejo con un golpe suave en la
mandíbula. El dolor del golpe no fue nada, comparado con
la herida en el orgullo del soldado. –Dame las llaves de las
esposas de ella. –le ordenó a otro de los arios y este metió la
mano en el bolsillo del pantalón.

Se la alcanzó y el viejo arrojó la llave dentro de la camio-


neta, entre las piernas de David.
-Te voy a conceder que te la quites de encima. No quie-
ro que mis hombres tengan que cargarte. –el viejo cerró la
puerta con fuerza y ordenó a sus hombres que se pusiesen
en marcha.
David se mantuvo lo más quieto que pudo dentro la ca-
mioneta que se sacudía a causa del camino desparejo por el
cual transitaba. El dolor en su costado era casi insoportable.
Le costaba respirar y alargar el brazo para tomar la llave de
las esposas.

En la parte delantera de la camioneta, los tres arios enor-


mes y el viejo se agolpaban para intentar estar cómodos en
la estrecha cabina. El viejo había sido el último en subir y
trataba de girar su torso para poder observar, a través de una
ventanilla, lo que ocurría con los prisioneros.

David había acariciado a Carina, intentando darle calor


para reanimarla y lo había logrado con grandes esfuerzos.
Ella había despertado con un fuerte dolor de cabeza y el cue-
llo un poco entumecido por el golpe. Fue ella quien alcanzó
las llaves de las esposas que el viejo alemán había arrojado
179
1· La Saga de los Eónicos
dentro de la camioneta, a los pies de David. Con un cierto es-
fuerzo, logró liberar sus muñecas y sentarse frente a David.
Desde esa posición, vio que el joven llevaba una flecha in-
crustada en su costado y le costaba respirar y moverse.

-Quiero que me la saques. –le pidió David y ella se sor-


prendió ante ello. Le pareció excesivamente doloroso hacer
una cosa semejante y ensayó alguna excusa vaga.
-Si hago eso, voy a desgarrar la carne y puedo lastimar
algún órgano interno. No quiero hacer algo así.
-No me a doler más de lo que me duele ahora. Por fa-
vor,… -dijo él, con cierta dificultad.
Ella pareció animarse a hacer de enfermera y se arrodilló
ante su amigo. Le costaba permanecer en esa posición, pues
aún estaba un poco aturdida y la camioneta se sacudía de un
lado al otro, pero sujetó el extremo de la flecha que sobresalía
del cuerpo de David y tomó una gran bocanada de aire.

-Hacelo rápido. –pidió él, que no se atrevía a tomar la mis-


ma gran bocanada de aire, pues le dolía todo el pecho.
-¡Ahí va! –dijo ella y tiró con todas sus fuerzas de la vara
de madera.
Esta se resistió a salir del cuerpo de David por unas milési-
mas de segundo, pero luego se soltó y salió, produciendo un
ruido desagradable, mezcla de un líquido espeso removién-
dose y tela gruesa desgarrándose. David apretó los dientes
y los músculos de su mandíbula y su cuello se contrajeron.
Intentó contener el grito de dolor que se apretaba en su gar-
ganta, pero cedió al fin y dejó salir algo que se asemejó a un
gruñido salvaje.

180
Lucas Sampor
Día 6

En la cabina, el viejo había visto la escena por partes, pues


la postura incómoda que debía adoptar para observarla ha-
cía doler su desgastado cuerpo. Había visto el dolor en el
rostro de su prisionero al liberarse de la flecha y sintió placer
en ello. Cuando vio que David se recuperaba poco a poco de
ello, decidió hablarle.

-Le aconsejo que deje de hacer eso. –uno de los arios había
abierto la ventanita y las palabras se oían por sobre el ruido
del motor. –Si se quita todas las flechas, me veré obligado a
volver a dispararle cuando lleguemos.
David no respondió a las palabras del hombre que lo tenía
cautivo, pero advirtió que el camión no podía servir para el
transporte de faisanes, pues no era refrigerado. Había sido
llevado hasta el frigorífico con el fin de trasladarlos a ellos.
Comprendió que habían caído en una trampa bien puesta.

Carina observó el estado de la remera en el sitio en el cual


había entrado la flecha y comprendió que si la tela se había
roto de ese modo, la carne debía haber sufrido el mismo tra-
tamiento destructivo. Aún sostenía el proyectil en su mano
derecha y lo soltó con asco y odio. Esta cayó junto a David y
él la tomó con sus manos. La observó unos instantes y pensó
en lo mucho que estos tipos sabían de los inmortales. Hacía
miles de años, los inmortales habían ideado y confeccionado
un arma para pelear entre ellos. Esta arma tenía la capacidad
de herir a sus adversarios y quedarse incrustada en el cuerpo
para evitar la rápida cicatrización. El arco y la flecha fueron
adoptados más tarde por los humanos para cazar animales
y luchar entre ellos pero, originalmente, pertenecieron a los

181
1· La Saga de los Eónicos
inmortales, por eso se explica que evolucionaran de igual
modo en lugares y culturas tan distanciadas entre sí.
-Ayudame a pararme. –pidió y Carina le tendió la mano.

Una vez de pie, se acercó a la pequeña ventana que daba


a la cabina, pero permaneció dos pasos más atrás. Desde
allí intentó observar la ruta por la cual transitaban, esperan-
do curar de sus heridas. La ruta estaba poco transitada por
ser domingo. Esperaba que el lugar a donde los llevaban
estuviese bastante alejado, pues de ese modo tendría tiem-
po para sanar y recuperar sus fuerzas. Pero sus deseos no
parecieron cumplirse cuando vio que el camión tomaba un
camino vecinal que atravesaba varios campos sembrados de
soja. Recorrieron unos cuantos kilómetros y aminoraron la
marcha. David pensó que se acercaban al sitio e intentó pres-
tar mayor atención a los alrededores. En la distancia pudo
observar un árbol que se diferenciaba de los demás por su
altura y la forma de su copa. Además, estaba alejado del
resto, como si los árboles cercanos a él se hubieran secado o
quitado intencionalmente. Fue lo primero que llamó la aten-
ción del joven y se concentró en aquel inmenso árbol que
dominaba el lugar. Entonces comprendió.

-Un fresno. No puedo creerlo. –murmuró para sí mismo,


pero Carina lo oyó.
-¿Qué pasa?

-Hay un fresno más adelante. Si vamos a ese lugar, lo voy


a pasar muy mal.
-¿Por qué? ¿Qué tiene ese árbol? –el tono de preocupación
de Carina le hacía subir la voz.
-Me había concentrado en las costumbres griegas que ex-
ponían en el museo, pero parece que se centran en la mito-
182
Lucas Sampor
logía vikinga. –David giró su torso aún dolorido y miró a
Carina con los ojos muy abiertos. –Los vikingos creían que
en su Paraíso había un enorme fresno mágico y que todo el
poder de los hombres se concentraba en su corazón. Al qui-
tarles el corazón a sus víctimas y comérselo, absorbían sus
poderes. Estoy seguro que quieren recrear algún ritual vi-
kingo para intentar alcanzar la inmortalidad.
-¿Te van a sacar el corazón? –los ojos de Carina se abrie-
ron desorbitad-Espero que no. –la tristeza y la desesperanza
se dibujaron en su rostro perfecto. –Me quiero matar. –dijo
para sí, y la ironía de la frase no era la finalidad que intentaba
buscar David. –Cómo no me di cuenta. Debí haber buscado
ese árbol hace mucho.

Unos minutos después, se detuvieron. La camioneta que-


dó en marcha, el ario que manejaba se apeó y comenzó a abrir
un portón de madera que hacía las veces de tranquera para el
campo, rodeado de un alambrado precario. David se sentó
con un poco de trabajo y Carina tomó su lugar para observar
cómo la camioneta maniobraba en el camino.

En el suelo de la camioneta, David tomó la flecha que le


había perforado el torso y jugó con ella entre sus dedos, aun-
que su cabeza parecía estar en otro lugar.
Cuando el motor del vehículo se detuvo completamente,
los tres arios se bajaron y cargaron sus ballestas. El viejo se
volvió en el asiento y observó el rostro de Carina. Ella lo mi-
raba con el seño fruncido, con una especie de temor y odio.
Se mantuvo seria y le sostuvo la mirada todo el tiempo, hasta
que el hombre decidió seguir a sus soldados. La puerta tra-
sera se abrió y la claridad del nuevo día los hizo entrecerrar
los ojos. Los tres hombres estaban junto a la puerta, con sus
armas apuntando al interior, y esperaban que el viejo orde-
nara a los jóvenes a bajar.
183
1· La Saga de los Eónicos
-¡Acá afuera hace un día hermoso! ¿Por qué no nos acom-
pañan? –la voz del viejo era temblorosa, pero fuerte.
Carina, de pie en su sitio, clavó sus ojos en el viejo.

-¿Va a invitarme a desayunar algo? –las palabras de David


le hicieron comprender a Carina que se estaba recuperando.
Lo vio ponerse de pie con dificultad y encarar hacía la
puerta. Se paró ante ella y comprendió que sería muy dolo-
roso bajar hasta tierra. Giró su cabeza hacia atrás y le habló
a Carina.
-Bajá primero y ayudame. –le pidió a la muchacha.

Ella accedió sin problemas y una vez abajo, le extendió el


brazo derecho, ofreciendo el hombro para que él se sostuvie-
ra. A David le costaba mover la pierna derecha por tenerla
atravesada por una flecha.
Cómo si las órdenes hubiesen estado dadas desde hace
mucho, o si fuese un procedimiento habitual, uno de los
arios se quedó cerca de David, apuntándole con su ballesta
cargada, el segundo ario se quedó un poco más lejos, pero en
la misma postura de guardia que el primero. El tercer ario
avanzó con paso decidido hacia el centro del campo, como
buscando algo en el suelo. David lo observaba mientras
avanzaba lentamente. El tipo se agachó de pronto y asió una
cadena que había estado oculta bajo la tierra. El polvo se le-
vantó alrededor del sujeto, pero por la ausencia total de vien-
to, comenzó a asentarse en el mismo lugar con parsimonia.
Tiró de la cadena con fuerza y una tabla de madera se deslizó
por el suelo, dejando al descubierto un hoyo, un pasadizo o
una escalera. Más tierra se levantó en forma de polvo, pero
al sujeto pareció no molestarle de que esta se posara sobre
sus ropas. Volvió a tomar la ballesta que previamente había
dejado en el suelo y los esperó allí mismo.
184
Lucas Sampor
David y Carina tardaron más de dos minutos en recorrer
los cincuenta metros que separaban la camioneta del pozo en
la tierra. Durante ese trayecto, Carina esperaba con ansias
alguna reacción en David. Ella no se animaba a actuar, pero
pensaba que David iba a atacar de pronto a uno de los arios,
dejándolo fuera de combate, para luego encargarse de los
otros dos. El viejo sería más fácil sacarse de encima, puesto
que estaba desarmado y parecía físicamente más débil. Tal
vez ella pudiese hacerlo. Se preparó para atacar al viejo en
el mismo instante que David comenzara a golpear a los enor-
mes arios.

Pero a medida que avanzaban, David no reaccionaba.


Cuando estuvieron cerca de la boca del túnel, el viejo les
habló.
-Me van a esperar unos minutos allá abajo. Luego voy a ir
por uno de ustedes. ¿Se imaginan quién será?
-Sea lo que sea que va a intentar hacer, no le va a resultar.
¿Escuchó alguna vez hablar de algún vikingo inmortal? –le
preguntó David, sin darse vuelta para mirarlo.
-Te tengo una sorpresa ahí abajo. ¡Bajen!

El ario que había abierto la precaria compuerta de made-


ra, bajó en primer lugar para esperarlos allí abajo. Mientras
lo hacía, se quitó las gafas para sol que llevaba.
David lo siguió, ayudado por Carina. Bajaron por una
escalera improvisada. Unas tablas de madera retorcida se
apoyaban sobre la tierra, a la cual le habían dado la forma
de escalones anteriormente. El lugar estaba oscuro y el pol-
vo levantado por la remoción de la puerta flotaba en el aire
espeso y viciado por el encierro. Apenas se notaban algunas
siluetas y Carina alargaba el brazo libre para no chocar con

185
1· La Saga de los Eónicos
nada. Respiraban con dificultad e intentaban adecuar sus
ojos a la penumbra. Llegaron al final de la escalera y se que-
daron quietos allí, aunque debieron avanzar unos cuantos
pasos más en forma obligada, cuando el ario que los seguía
los empujó con fuerza. David estuvo a punto de caer, pero
logró mantener el equilibrio con su pierna sana. Se apoyó
contra una de las paredes y descubrió que el lugar había sido
escavado en el suelo mismo, pero no estaba recubierto por
ningún material resistente. Pensó que durante las lluvias,
ese lugar debía estar en constante peligro de derrumbe. Por
el largo de la escalera que habían descendido, consideró que
estaban a unos cuatro metros bajo la superficie y que si toda
esa tierra caía sobre alguien, sería su tumba, sin duda.
-Acogedor lugar. –comentó cuando el viejo se acercó a
ellos. -¿Pasa sus veranos acá?
-Vas a pasar tus veranos y tus inviernos en este lugarcito
si decidís no cooperar. Aunque vas a tener compañía.
El ario que estaba junto a David lo empujó hacia el interior
del lugar. David golpeó contra unas rejas que se hallaban
a un lado de un pasillo corto. Mientras el segundo solda-
do continuaba apuntándole, el que había ingresado primero
abrió la puerta de una celda. Sin mediar palabras, lo hicie-
ron ingresar allí dentro. Carina fue la siguiente en ingresar,
también a empujones. La puerta metálica se cerró con gran
estruendo y el ario le echó llave.
La celda estaba en precarias condiciones, aunque tenía un
camastro contra la pared y un recipiente para hacer necesi-
dades en un rincón. La vista de David se había acostumbra-
do a la oscuridad permanente y pudo divisar que las rejas
rodeaban completamente el lugar, no como en el caso del
resto del lugar, donde las paredes de tierra estaban despro-
vistas de cualquier sostén. Incluso el techo estaba enrejado.

186
Lucas Sampor
No sería fácil escapar de allí. Se sentó en el camastro y trató
de respirar para conseguir calma y lucidez. Debía pensar
en algún plan para que el viejo General de la SS no llevara
adelante sus locuras. No quería formar parte de un ritual sin
sentido.
El viejo lo miró por unos segundos a través de las rejas
que los separaban y luego dio media vuelta.
-Vamos a preparar las cosas. Quiero hacerlo cuanto antes.
–les dijo a sus hombres y estos los siguieron en silencio.
Carina los vio alejarse, subir la escalera y, un momento
después, sintió el sonido de la puerta de madera arrastrarse
por la tierra. La oscuridad se cernió sobre ellos y una sensa-
ción de malestar y congoja se apoderó de la muchacha. Se
quedó parada allí, con la cabeza apoyada en las rejas, medi-
tando la situación que le tocaba vivir. El problema en el cual
se había metido por seguir al hombre al que creía amar.

-¿Qué vamos a hacer? –preguntó en voz baja, sin ánimos


de conversar.
-Ayudame a sacarme las flechas. Me molestan demasiado.
–David aún tenía una flecha en la pierna derecha y otra en el
pecho, bajo la clavícula izquierda. Ambas habían atravesado
su cuerpo y las puntas metálicas se dejaban ver sin timidez,
como si quisiesen formar parte de su cuerpo.

Carina se aproximó a David y lo observó unos segundos.

-Primero esta. –acotó él, indicando la que se había metido


en la parte posterior de su muslo y salía por delante.
Se acomodó en el borde del camastro y sujetó la flecha en
ambos lugares en que hacía contacto con su piel, para evitar
que se moviera demasiado. Le indicó a Carina que debía
187
1· La Saga de los Eónicos
romper uno de los extremos y ella así lo hizo. David retuvo
un gemido de dolor cuando la flecha se partió, muy cerca de
su extremo posterior, pero la sensación de que pronto se li-
braría de ella lo colmó de alivio. Con otro rápido movimien-
to, Carina retiró la flecha partida de la pierna de David. Con
extrañeza, observó que la sangre que manchaba la varilla de
madera estaba casi seca, parecía que había comenzado a coa-
gularse alrededor de la herida.
David tomó la flecha de la mano de Carina y le pidió que
siguiera con la del pecho. Antes de comenzar con la extrac-
ción, David llevó la flecha rota a la boca y mordió con fuerza.
Sintió como la madera se astillaba levemente y cedía un poco
a la presión de sus blancos dientes, pero continuó estruján-
dola. Con su mano derecha sujetó el extremo posterior del
proyectil, que sobresalía de la parte alta de su pecho, y Carina
lo partió justo allí, donde terminaba el puño cerrado de su
amigo. Esta vez fue ella la que sintió el sonido de la madera
al astillarse. La flecha que había partido sólo hizo un chas-
quido sordo, de modo que dedujo que el sonido provenía de
la boca de David. Comprendió lo doloroso que era para él
todo aquello. Dudó en quitarle lo que quedaba de la flecha y
se irguió para verlo y preguntarle si deseaba continuar, pero
en ese momento David tomó fuerza de algún lugar recóndito
de su ser y trató de llegar a la punta de la flecha con su mano
derecha. No lo logró y dejó caer su torso hacia delante, apo-
yando el pecho sobre sus piernas.

-¡Sacala! ¡No aguanto más! –dijo soltando la flecha que


mordía, para dejarla caer al suelo de la celda.
Carina dejó toda duda a un lado y sujetó con fuerza la
punta metálica. Tal fue la fuerza que hizo, que sintió que
las puntas cortaban la palma de su mano. Sin embargo, no
aflojó la presión y tiró con fuerza y rapidez. Comprobó que
la sangre de David había logrado el mismo efecto sobre la
188
Lucas Sampor
varilla de la segunda flecha. Abrió el puño y vio su propia
sangre gotear sobre el metal afilado. David se incorporó con
lentitud y apoyó su espalda contra las rejas que lo mantenían
encerrado. Mantenía los ojos cerrados y su respiración se
calmaba paulatinamente. La joven pensó que era un gran
alivio para él verse libre de aquello y decidió no molestar-
lo mientras se recuperaba. Se limitó a observarlo desde la
distancia que le proporcionaba aquella pequeña cárcel: unos
dos metros.

Pasaron más de diez minutos en completo silencio hasta


que David habló.
-No puedo creer que sean tan idiotas. Tantos años ocul-
tándolo y moviéndolo de un lugar a otro para que no lo en-
cuentre y ahora me traen al lugar donde lo tienen encerrado.
¡Qué montón de idiotas! –David no había alzado la cabeza
mientras hablaba, pero al mencionar la última frase, miró a
Carina y ella vio que él alzaba las cejas y le regalaba esa me-
dia sonrisa tan especial para ella.

Viéndolo allí sentado, sonriendo, Carina pensó que se es-


taba recuperando con rapidez de sus heridas, pero lo que si-
guió a continuación la extraño sobremanera. David se puso
de pie y habló en voz alta.
-¡Jesús! ¿Estás ahí? ¡Jesús, si me estás escuchando, quiero
que sepas que estoy acá! ¿Jesús?
“Una extraña plegaria”, pensó Carina, que no consideraba
cristiano a David. Sintió un escalofrío recorrer su espalda.
-Jesús no responde con palabras, David. –susurró, pero él
pareció no oírla.
Por otra parte, no era la reacción que ella esperaba de él.
Ponerse a rezar en esa situación era cómo abandonarse a la
189
1· La Saga de los Eónicos
suerte divina y él se había mostrado reacio a aquello en mo-
mentos anteriores. Ella creía que David buscaría un modo
extremo de salir de allí y acabar con el viejo General y sus se-
guidores fascistas. Ahora se sentía abandonada a una suerte
que no consideraba buena.
David pasó un largo minuto gritando el nombre de Jesús
y parecía esperar una respuesta que no llegaba hasta que,
de pronto, calló. El silencio se apoderó del lugar. Del otro
lado del pasillo oscuro, Carina divisó un movimiento lento
y tenue. La oscuridad reinante no le permitía ver con clari-
dad, pero comprobó que allí había otra celda igual a que los
mantenía cautivos. Allí mismo se efectuaban aquellos mo-
vimientos lentos, en un rincón, pero no alcanzaba a ver a la
persona que los realizaba.
-¡Acabo de sentir tu presencia! ¡Llevo mucho tiempo sin
verte! ¡Espero que te encuentres bien! –David no tenía repa-
ro en alzar la voz. Se sentía feliz de encontrar a su amigo.
Carina comprendió que no había rezado una plegaria al
hijo de Dios, sino que su amigo llevaba ese nombre y él lo
había estado llamando.
-¡David! –la voz del otro lado del pasillo era débil y tem-
blorosa. –Viniste. Me alegra verte, maldito hijo de puta. Ya
era tiempo de que te preocuparas por mí, después de haber-
me abandonado con estos locos de mierda.
Poco a poco, la voz del amigo de David iba tomando fuer-
za. Se detenía por momentos para tomar aliento. Se notaba
que había pasado mucho tiempo sin hablar.
-Deberías cuidar el vocabulario, hay una señorita presen-
te. –dijo David, intentando hacer un comentario humorística
a su amigo.
-¡Al diablo con eso! ¡Al diablo! ¡Podés irte al infierno des-

190
Lucas Sampor
pués de que me saques! Me dejaste en este lugar más de
una década y querés venir a darme clases de cortesía. ¿Estás
loco? ¡Me abandonaste! ¿Cómo carajo querés que me sien-
ta? ¿Querés que te agradezca todo lo que sufrí en este lugar
mugroso? ¿Qué mierda pretendés, David?
-Bueno, me conformaría con un “Gracias”, pero si tanto
te cuesta expresar tu gratitud, está bien. No hace falta que
digas nada.
-¿Por qué no te vas un poquito a la m…

-¡No! –David interrumpió la frase de Jesús. –Esas cosas no


se dicen, Jesús. Hay que ser un poco más educado.
-Te voy a mostrar un poco de educación si tanto te inte-
resa. Te voy a mostrar un poco más que eso. –Jesús calló
unos segundos, pero el silencio permitió que David y Carina
oyeran unos sonidos extraños, como si un objeto rozara con
fuerza contra otro.

Carina se había arrojado al suelo por el desaliento y el


cansancio que le había provocado la desafortunada situación
en la que se hallaba. Su rostro estaba surcado por lágrimas.
Había doblado las piernas y las abrazaba con fuerza contra
su pecho. Podía sentir los latidos de su corazón y apoyaba el
mentón sobre sus rodillas, pero el sonido la sacó de su pesa-
dumbre e irguió la espalda para intentar ver en la oscuridad.
Fue inútil, pero lo intentó de todos modos. De repente, algo
golpeó con fuerza contra la pared de tierra en la cual ella
apoyaba la espalda. El objeto se desintegró casi por comple-
to y los restos cayeron sobre ella, pero sin lastimarla. Dos
segundos más tarde, otro objeto volvió a hacer impacto cerca
de ella. Los restos volvieron a alcanzarla.

-¿Qué pasa? Nos está tirando cosas. –dijo de pronto y se

191
1· La Saga de los Eónicos
movió del lugar en que se hallaba, tratando de encontrar re-
fugio contra una de las paredes laterales de la celda.
David la imitó y corrió a su lado.

-¡No te escondas, infeliz! Te estoy mostrando educación.


Es una falta de respeto que no aceptes mi cortesía. Quiero
agradecerte el haberme dejado con estos locos. –los objetos
seguían golpeando contra la pared del fondo de la celda.
Algunos despojos cayeron junto a los pies de David y
este recogió uno. Advirtió que eran trozos de tierra lo que
estaba arrojando su amigo. Seguramente estaba rasguñan-
do la pared de su celda y sacando de allí los improvisados
proyectiles.

-Está sacando tierra de las paredes. –le dijo David a


Carina.
-Se lo escucha muy enojado. Parece que hiciste algo muy
malo. –comentó ella.
-Es demasiado susceptible. Había un tiempo en el cual no
le importaban este tipo de cosas. Fue el precursor de esa idea
de poner la otra mejilla, pero ahora piensa distinto.
-¿Poner la otra mejilla? ¡Tu amigo se llama Jesús! –las pa-
labras de ella casi fueron un grito de histeria. –No me vas a
decir que él…
-Hablé demasiado. –dijo David con un suspiro.

-No, no. No digas eso y te quedes callado. Vas a expli-


carme lo que pasa acá, David. La situación es demasiado
rara para mí y ahora se te ocurre incluir a Jesús. Tenés que
explicarme lo que pasa, por favor. No quiero volverme loca
unos minutos antes de morir.

192
Lucas Sampor
David estuvo serio hasta el último momento, pero al oír el
final de la frase de Carina no pudo evitar sonreír.
-No te vas a morir. No voy a permitir que eso pase. Podés
tranquilizarte, vamos a salir de acá.
-No cambies de tema, David. Explicame lo que pasa, aho-
ra. –ella ya no aceptaba otra cosa que la verdad y sus pala-
bras sonaban a orden. Se sentía un poco decepcionada.
De fondo continuaban teniendo los insultos y agravios
que Jesús despotricaba contra su amigo, además de seguir
arrojando partes de su celda contra ellos.
-Sí, es él pero no Él. Ahora eso es historia vieja. Él nunca
dijo ser hijo de Dios. Eso lo inventaron aquellos que que-
rían creer eso después de que lo crucificaron. Jesús intentó
enseñarles cosas nuevas a los humanos y ellos no quisieron
entender. Después de la crucifixión decidió desaparecer. Ya
no le parecía buena idea permanecer entre los humanos. Los
que estábamos cerca de él lo acompañamos lejos de ahí y
volvimos a la clandestinidad habitual. Como explicó el pro-
fesor Olivier, los inmortales entramos en una depresión en
algún momento de nuestras vidas y a Jesús le tocó vivirla
a mediados del siglo XX. Yo, que soy su amigo desde hace
mucho, le aconsejé tomar parte en alguna guerra y se dirigió
al Golfo Pérsico. Lo demás es lógico: lo atraparon los nazis
que se ocultaban del lado de los árabes y desde ese entonces
lo busco. Recorrí el mundo hasta llegar acá. No voy a dejar
que una simple reja me impida rescatarlo.
La mención del profesor Olivier entristeció a Carina, pero
el asombro era aún más grande al intentar comprender todo
aquello relacionado con Jesús. Era católica, aunque no de-
vota, y esa realidad perturbaba y trastornaba su mente. De
repente, toda la educación religiosa que había recibido desde
niña era falsa hasta cierto punto.
193
1· La Saga de los Eónicos
-Todo lo que me enseñaron es una farsa. ¡Una porquería!

-No es así. Podés creer que existe un Dios y vivir según


sus enseñanzas. Todo eso no es falso. Es bueno. El hecho de
que mi amigo no sea el hijo directo de tu Dios no anula tus
creencias. Es muy importante para ustedes, los humanos,
si alguien como mi amigo consideraba acertadas esas cosas.
Creo que las hace más fáciles de creer. De todos modos, el
Jesús en el que creías, no es un tipo normal. Podés mirar
tranquila detrás del altar de tu iglesia y ver a ese sujeto colga-
do de una cruz y pensar que lo que él enseñó a otros es váli-
do y acertado aunque no sea parte de la Santísima Trinidad.
-Pero todo lo que sufrió por nosotros… ¿Qué hay con eso?
No tenía esa necesidad.
-Todos hacemos cosas que parecen innecesarias en algún
momento. Tal vez, él piense eso ahora mismo, pero todo ese
sufrimiento ayudó a millones de personas en todo el mun-
do. Por otra parte, no podía morir ahí aunque quisiera. Pero
ahora ya se recuperó de eso y está sufriendo por otra causa.
Tenemos que sacarlo de acá.

-Yo lo veo muy enojado y sospecho que cuando lo saque-


mos va a intentar golpearte.
-No hay problema, tenemos tiempo para que se tranquili-
ce. Todavía no lo vamos a sacar.
Carina se tocó la frente con la palma de la mano y suspi-
ró con fuerza. Todas aquellas revelaciones y el calor de la
celda habían hecho estragos en su cuerpo. Se sentía comple-
tamente empapada de sudor y el cansancio aflojaba sus pier-
nas. Si no hubiese estado apoyada contra la pared, habría
caído al suelo polvoriento. David la observaba con cuidado.
Ella mantenía la cabeza elevada, apoyando la parte de atrás

194
Lucas Sampor
del cráneo contra las rejas y manteniendo los ojos cerrados.
Parecía agotada. David comenzó a sentir rabia hacia su ami-
go. Entendía que estuviera enojado con él, pero ya debería
haberle pasado la ira. Sus dedos comenzaron a incrustarse
en la pared de tierra con una fuerza excesiva, intentando des-
cargar su rabia en otra cosa. Pero la tierra seca comenzó a
desmoronarse bajo sus dedos y algunos terrones cayeron en
su palma. Al sentir aquellos trozos de tierra en su mano iz-
quierda, intentó calmarse, pero por el rabillo del ojo alcanzó
a ver que Carina se balanceaba hacia delante. Con rapidez,
extendió el brazo y la retuvo. Corriendo el riesgo de ser al-
canzado por uno de los proyectiles que arrojaba Jesús, se
colocó delante de Carina y la ayudó a sentarse en el suelo.
-No me siento bien. Tengo nauseas. –su voz era apenas
audible y trataba de mover la boca lo menos posible. Cada
movimiento le causaba un mareo peor, incluso su propia res-
piración parecía molestarle y sentía a cada momento que iba
a dejar salir lo que había comido. No quería hacerlo delante
de David. Se sentiría muy avergonzada.

-Debe ser el embarazo y el calor de la celda. –dedujo


David. –Cerrá los ojos y respirá por la boca. –No sabía que
otra cosa podía hacer.
Sintió fastidio por los insultos de su amigo, que continua-
ban inacabablemente y se dijo que debía hacer algo con él.
Se puso de pie y buscó los terrones de tierra que había arran-
cado de la pared unos minutos antes. Tomó con su mano
derecha uno de los terrones más grandes que halló y se puso
frente a las rejas que daban al pasillo.

-¡Ahí está el gran rey David! ¡Al fin decidió hacer frente
a sus problemas! –las palabras de Jesús pasaron desapercibi-
das para Carina.

195
1· La Saga de los Eónicos
Un gran trozo de tierra pasó zumbando la cabeza de David
y se desintegró en la pared del fondo.
-¡Basta! ¡Ya está bien! ¡Te descargaste lo suficiente! –lo
retó David.
-¡Me voy a descargar cuando te tenga entre mis manos!

David hizo un rápido movimiento y lanzó el trozo de tie-


rra hacia Jesús. Le dio en el medio del pecho y sintió el ge-
mido de dolor de este.
-¡Hijo de puta, encima sos tan caradura como para gol-
pearme! Te repito mi juramento: voy a matarte.
-¡Callate! ¡Ya basta! –gritó David y volvió a ocultarse tras
la pared para que su amigo no pudiera asestarle.
Pero su amigo siguió con los insultos, que cada vez eran
más ingeniosos.
Pasaron los minutos hasta que la luz del día volvió a in-
gresar en la cueva subterránea por la compuerta de madera.
Jesús se cayó de improviso y observó cómo el viejo descar-
nado y sus secuaces caminaban por el pasillo hacia ellos. El
viejo caminaba entusiasmado, pero se notaba en su andar
que las ropas que llevaba encima le pesaban. Un casco cere-
monial de oro moldeado cubría su calvicie, pero le quedaba
grande y se balanceaba de un lado a otro dando la sensación
de que su cabeza estaba suelta en la base del cráneo. Un
abrigo de pieles, sucio, se posaba sobre sus hombros caídos,
algo muy inapropiado para el clima caluroso de la región
litoral argentina. La piel, que parecía ser de algún oso, le
llegaba hasta debajo de la cintura, pero en la parte delantera
era abierto, lo cual dejaba ver la camisa de mangas cortas
que vestía debajo. Un pantalón beige de algodón y un par de
mocasines completaban la vestimenta.
196
Lucas Sampor
David, desde la posición en que se hallaba, contra la pared
de la celda, podía verlo con claridad.
-¿De verdad cree que un poco de ropa vikinga le va a dar
la inmortalidad? Es muy insensato de su parte.
El viejo lo observó con detenimiento, sintiéndose ridí-
culo con su vestimenta, pero decidido a no demostrar su
descontento.
-Se siente muy animado, ¿verdad? Debería guardar sus
energías. El ritual está por comenzar y usted va a formar
parte de él. –dijo con aire severo y luego se dirigió a sus hom-
bres. –Señores, procedan.
Uno de los arios se adelantó hacia las rejas y apuntó su
ballesta hacia David. Este alzó su brazo derecho para dete-
ner al sujeto e intentó decir algo, pero el arma disparó una
flecha y esta se incrustó en el vientre del joven. El dolor lo
doblegó y cayó de rodillas, gimiendo. Carina se arrodilló a
su lado, colocando una mano sobre la espalda de David y
con la otra intentaba alcanzar el rostro de su amigo.

El viejo, al ver el destino del proyectil, le gritó a su solda-


do por la imprudencia del mismo.
-¡Idiota! Quiero que lo inmovilicen, no que lo dañen de-
masiado. Tiene que estar en buenas condiciones para el ri-
tual. No quiero que algo salga mal.
La segunda flecha atravesó el muslo izquierdo de David y
este volvió a gemir. Estuvo a punto de caer de bruces al suelo,
pero Carina lo retuvo, ayudándolo a mantener el equilibrio.
Otro de los arios se aproximó a la celda y abrió la puerta,
dejando que el tercer soldado ingresara en ella, armado con
su propia ballesta. Con ella apuntaba a Carina, silencioso.

197
1· La Saga de los Eónicos
-Señorita, le aconsejo hacerse a un lado si no quiere recibir
el mismo tratamiento que su amiguito. –dijo el anciano, del
otro lado de las rejas y Carina alzó la vista para observarlo.
Se detuvo allí unos segundos, pero luego se dio cuenta
que no podría hacer nada contra tres sujetos armados y mu-
cho más fuertes que ella. Lentamente se puso de pie, sin-
tiendo temor e incertidumbre por dejar solo a David, en ma-
nos de tan despiadados sujetos. Dio unos pasos hacia atrás,
hasta que apoyó su espalda contra la pared del fondo de la
celda. Desde allí se dispuso a observar, con abatimiento, lo
que ocurriría con David. Las lágrimas volvían a caer por sus
mejillas.
El General volvió a hablar, esta vez se dirigió a David.

-Imagino que puede ponerse de pie y caminar. Hágalo


con cuidado y lentitud. Un solo movimiento raro y la próxi-
ma flecha le atravesará la cabeza. Estoy seguro de que eso
dañará su inmortalidad de algún modo.
David no se movió, quedando arrodillado en el suelo.
Parecía pensar en cual podía ser su proceder más acertado.
El viejo continuó.
-Puedo pedirle a mis hombres que se dediquen a perforar
su cuerpo en incontables sitios, hasta que la pérdida de san-
gre lo deje inconciente. Pero eso me causaría una pérdida
de tiempo incómoda. Preferiría su colaboración para esto,
además, se ganaría mi benevolencia.

Esto pareció sacar a David de sus meditaciones y, con tra-


bajo excesivo, logró ponerse de pie. Una vez erguido, se apo-
yó contra las rejas de la celda y comenzó a dar pasos cortos
y lentos. La herida del vientre parecía dolerle mucho y su
mano derecha intentaba detener la hemorragia, presionando
la lesión. La tela de su remera estaba empapada de sangre y
198
Lucas Sampor
brillaba con la tenue luz que ingresaba por la abertura, al fi-
nal de la escalera. Carina dejó escapar un sollozo al advertir
esto y se tomó su propio vientre, tratando de imaginar cuan
doloroso podía ser aquello.

El ario que estaba dentro de la celda se colocó detrás de


David, sin perder nunca de vista a Carina, y apuntaba a su
cabeza con la ballesta lista para disparar.
Del otro lado del pasillo se oyó la voz de Jesús, insultando
a los nazis.
-¡Malditos hijos de puta! ¡No tienen derecho a hacer lo
que están haciendo! ¡No van a lograr nada con esto!
-¡Pero si es el bello durmiente! –dijo el anciano, con una
sonrisa en sus labios arrugados. –Me alegra saber que saliste
de tu ensueño para acompañar a tu amigo. –con paso tem-
bloroso, se acercó a la celda de Jesús. –Sin embargo, tenés
que admitir que me mentiste mucho durante estos años de
amistad que llevamos. No tengo motivos para creer en tu
palabra, así que voy a arriesgarme a comprobar por expe-
riencia propia si con este rito logramos algo. –lo miró con
suspicacia. –Si no te molesta,… por supuesto.
Jesús golpeó las rejas que lo separaban del viejo y este,
inmediatamente, perdió la sonrisa. Al oír el ruido del metal,
uno de los soldados corrió hasta situarse junto al General y
apuntó con su ballesta al cautivo.
-No hace falta. Este sujeto está acabado. Para él tengo
otros planes. Quiero determinar cuánto tiempo puede so-
portar sin alimento alguno. No puede tener reservas por
siempre. En algún momento se le van a acabar y quiero ver
los resultados. –luego se dirigió al preso. –Vas a sufrir mucho
más todavía. No hace falta que te enojes. La ira puede ser
dañina para la salud.

199
1· La Saga de los Eónicos
El viejo se alejó de la celda, seguido por su soldado.
Advirtió que David estaba de pie en la puerta de la celda y lo
observaba con el rostro serio, pálido y cansado.
-Queda poco, muchacho. Ya no falta mucho. Te prometo
que va a ser rápido. Ya llevamos a cabo varios ensayos y
está todo muy bien estudiado. ¿Querés despedirte de tus
amigos? –concluyó, mirando a Carina.
-No hace falta. Lo que intenta no va a resultar. –respondió
David con voz ronca.
-Lo que digas. –el viejo sonreía y volvió a mirar a la joven,
que lloraba en silencio. –No parece buena idea haberlo acom-
pañado, ¿verdad?
En los minutos anteriores, cuando Jesús había llamado la
atención de los arios con su reacción, David había aprovecha-
do para sacar de un bolsillo la punta de la flecha que Carina
le había extraído del pecho. La ocultó en su mano derecha
y esperó el momento para actuar. Continuó avanzando con
pesadez, entrando en el pasillo angosto y poco iluminado.
El ario que le apuntaba a la cabeza lo seguía a una distancia
prudente y segura.
-¡Deténganse! Yo voy a subir primero. –ordenó el ancia-
no General y sus soldados se hicieron a un lado para dejarle
espacio para pasar.
David estaba en mitad del pasillo y el viejo debía pasar
muy cerca de él, por lo que uno de los arios se aproximó a
David para hacerlo a un lado a empujones. Estiró el brazo a
la altura de los hombros del inmortal y le dio un fuerte em-
pujón, pero en una rápida maniobra, David sujetó el brazo
del ario y tiró de él, contrarrestando el envite. El enorme
ario perdió el equilibrio y comenzó a desplazarse hacia de-
lante. La mano derecha de David dejó deslizar la punta de
200
Lucas Sampor
la flecha que llevaba oculta y, mientras soltaba el brazo del
soldado para dejar libre su propio brazo izquierdo, incrustó
la punta metálica en la garganta del ario. No se detuvo a ob-
servar el rostro incrédulo del tipo. Debía continuar actuando
sin pérdida de tiempo. Girando sobre sus talones, tomó la
ballesta, con la cual le apuntaba el segundo soldado, con la
mano izquierda. El soldado había disparado ya el proyectil,
pero la mano de David lo detuvo antes de que este saliera del
arma. La flecha se quedó allí, a medio recorrido y los ojos del
soldado la observaban sin poder creer lo que ocurría. No vio
que la mano derecha de David avanzaba hacia su rostro. El
golpe del puño del joven lo hizo tambalear, pero era lo sufi-
cientemente fuerte para soportar un golpe semejante.
David volvió a golpearlo, pero esta vez le asestó en la gar-
ganta con el filo de la mano. El sujeto dejó de respirar al sen-
tir obstruido el conducto respiratorio. El impacto había sido
tan fuerte y preciso que provocó una fisura en la traquea. La
sangre comenzó a brotar en el interior de la garganta y se di-
rigía a los pulmones. En poco tiempo más, moriría ahogado
por su propia sangre. Soltó el arma y se llevó ambas manos
al cuello en su desesperación.
David sabía que si soltaba la ballesta, esta se dispararía
inmediatamente, por lo cual la mantuvo sujeta con su mano
izquierda. Sólo quedaba un soldado, pero este no llevaba
arma alguna. David había dispuesto atacar a este en último
lugar, ya que era quien menos peligro representaba, junto
con el viejo. Giró la ballesta y la apuntó hacia el ario que se
debatía entre escapar a las corridas y continuar bajo las órde-
nes del viejo General. La indecisión lo mantuvo inmóvil el
tiempo suficiente para que David pudiese apuntar con preci-
sión. Sin embargo, por poco falla el disparo, que alcanzó al
soldado a la altura del hígado.

201
1· La Saga de los Eónicos
El viejo fue presa de la desesperación y la impotencia al
ver la rapidez con que el inmortal dejaba fuera de combate a
sus soldados e intentó escapar, pero el camino de salida de
ese túnel estaba obstruido por los cuerpos esparcidos de sus
hombres moribundos. David lo observó por un momento y
pudo comprobar que el anciano no podía reaccionar. Tomó
la ballesta por el mango y le disparó una flecha en la pierna
derecha. La misma atravesó la carne fláccida y debilitó los
músculos cansinos del General. Cayó al suelo luego de tam-
balearse unos segundos.
El soldado que llevaba una flecha en el hígado advertía la
sangre negra que brotaba de su vientre y trataba de respirar
de forma pausada, pero un movimiento llamó su atención.
David se aproximaba a él con pasos lentos y decididos. Lo
observó, lleno de espanto, y comprendió que la siguiente fle-
cha le daría la muerte. Así fue; esta se incrustó en su pecho,
atravesándole el corazón. Sus ojos quedaron abiertos, sin
vida, observando el techo del túnel de tierra.
Carina había visto el proceder de su amigo y le sorprendió
la rapidez de los movimientos de este. Jesús también lo ha-
bía observado todo, pero no se sentía tan sorprendido, aun-
que se mantenía callado, recostada su cabeza en las rejas de
su celda. Miraba a David, su amigo, parado en medio de tres
cadáveres y saboreaba la inminente libertad. Un cansancio
se apoderó de él y sintió que su cuerpo dejaba de luchar por
la supervivencia. Sus piernas flaquearon y se vio obligado a
sentarse en el suelo terroso de la jaula que lo había manteni-
do cautivo tantos años.
David se acercó al General y lo observó desde su altura.
El anciano se había arrastrado un poco desde el sitio en que
había caído, pero no parecía haber intentado salir del pasillo,
sino que se había dirigido hacia el final del túnel. El casco
de oro había caído de su cabeza, dejando la calva manchada
202
Lucas Sampor
al descubierto. David sintió deseos de aplastarla con fuertes
pisadas, pero se contuvo, sabiendo de la presencia de Carina.
Si ella no lo hubiese acompañado, tal vez, habría dado rienda
suelta a la crueldad. Por unos segundos abandonó al anciano
y se aproximó al primer soldado que había dejado fuera de
combate. Se arrodilló junto a él y le extrajo la punta de la
flecha de la garganta. El sujeto hizo un movimiento espasmó-
dico y un torrente de sangre brotó de la herida. Sin embargo,
un segundo después, volvió a quedar inmóvil. David abrió
su mano y contempló el extremo superior de la flecha rota. El
metal afilado estaba manchado con su sangre y la del soldado.
El trozo de madera, que aún permanecía enroscado al metal,
estaba astillado en el sitio en que Carina lo había quebrado.
Miró a su amiga desde su posición, a través de las rejas.
Pasó por encima del viejo, sin tocarlo, y entró en la celda,
quitando el manojo de llaves que aún pendía de la cerradu-
ra. Parado frente a Carina, le colocó las llaves en la mano
temblorosa.
-Quiero que saques a Jesús y lo lleves arriba. –mientras
hablaba, le acarició la mejilla con la yema de los dedos, se-
cando algunas lágrimas. –Tenés que ser fuerte unos minutos
más. Te prometo que después vamos a descansar bien.
Ella pensó en todo lo que había vivido en los últimos días
y no creyó que pudiese descansar o dormir en mucho tiempo.
Podía oír los quejidos del anciano, pero se negaba a mirarlo.
Prefería evitar una imagen que no se borraría de su mente en
muchos años. Miró a David a los ojos.

-Quiero que me lleves a casa. –suplicó en un susurro, con-


teniendo el llanto.
-Tengo que darle fin a esto. Ayudalo a salir. –le pidió,
señalando hacia la otra celda.

203
1· La Saga de los Eónicos
Rodeó la cintura de la muchacha con el brazo y la empujó
suavemente, pero con firmeza, encaminándola hacia la otra
celda. Ella no se resistió.
La observó unos segundos, pensando en el futuro que ella
podría tener sin la presencia del profesor Olivier que la ayu-
dara económicamente. Ella intentaba dejar atrás la angustia
que sentía en su cuerpo y en su alma.
Cruzó el pasillo oscuro con la cabeza baja, pero se obligó
a alzar la vista al encontrarse con las rejas de la celda que
retenía al inmortal. El tiempo que Jesús llevaba encerrado
le había hecho crecer la barba y llevaba el pelo muy largo y
sucio. Se lo veía flaco y demacrado. No se parecía en nada a
la imagen que ella había idealizado del Hijo de Dios, pero no
dudaba de su identidad.

Él estaba de pie en medio de la celda y, desde allí, la ob-


servó unos segundos. Luego caminó lentamente hacia ella,
con los ojos fijos en su rostro. Al llegar a la reja, apoyó la
mano izquierda en uno de los barrotes y pasó la otra por
entre ellos, para ofrecérsela a Carina. Ella, que no había qui-
tado los ojos del rostro delgado y pálido del sujeto, bajó la
vista hacia aquella mano, dudando de poder tocarla. Con la
poca luz que entraba por la compuerta abierta al final de la
escalera, logró divisar una cicatriz en el centro de la palma de
la mano que se extendía ante ella.
Aunque no había dudado de las palabras de David, ver
aquello llenaba su alma de una emoción que no había sen-
tido nunca antes. Volvió a alzar la vista, pero ya nada era
claro. Los contornos se borraban a causa de las lágrimas que
inundaban sus ojos. Sentía un calor y una fuerza que nacían
desde algún lugar recóndito de su pecho.

204
Lucas Sampor
-Si. Soy yo. –dijo él, susurrando. –No hace falta que entres
en un conflicto filosófico y religioso ahora mismo. Tendremos
tiempo para hablar de esto más tarde, te lo prometo.
Ella sólo pensaba en que no podría seguir adelante mu-
cho tiempo más. Movió su mano y la extendió hacia la de
él. Cuando estuvo sobre ella, dejó caer la llave que David le
había entregado.
Mientras Jesús forcejeaba con la cerradura que, al no
abrirse en muchos años, seguramente, estaba herrumbrada,
Carina no se movió. Toda la jaula parecía moverse ante los
envistes y sacudones que Jesús le daba a la puerta. Algunas
partículas de tierra caían en forma de polvo desde el techo
pero, al final, la puerta cedió, dejando libre a Jesús.

Entonces fue cuando ella reaccionó. Algo en su cabeza se


movió bruscamente y su cuerpo salió de su quietud para ir
hasta donde estaba el amigo de David. Jesús había esforza-
do demasiado sus músculos y se bamboleó sobre sus pies.
Logró llegar hasta las rejas y se recostó contra los barrotes
para no caer al suelo. Carina llegó a su lado y lo abrazó.
Pudo sentir su cuerpo flaco debajo de la ropa. Las costillas y
los huesos de los brazos se clavaban en su cuerpo cuando él
se sujetaba con la poca fuerza que le restaba.
Desde allí, los dos observaron a David, que salió de la cel-
da y se aproximó al viejo General nazi.
-Salgamos rápido. No nos conviene ver esto. –aconsejó
Jesús con una voz muy distinta a la de antes. Apenas po-
día hablar de lo cansado y ronco que estaba. Respiraba
agitadamente.
“Si alguien se regocijase arrojándome flechas al cuerpo, yo
estaría muy enojada”, pensó Carina y estaba convencida de
que David no iba a perdonarle al viejo sus atrocidades.
205
1· La Saga de los Eónicos
-Si. Salgamos. –acordó Carina y comenzó a llevar a Jesús
casi a la rastra.
Sus pies iban esquivando los cuerpos esparcidos por el an-
gosto y turbio pasillo. Carina ya había olvidado que David
los había dejado allí. Este ni siquiera los miró al pasar ellos
junto a él.
Los ojos de Jesús se cerraron casi instintivamente al perci-
bir la luz del sol, que entraba por el portal. Le pidió a Carina
que se detuviesen al pie de la escalera unos segundos, hasta
que sus pupilas se acostumbraran al resplandor. Se detu-
vieron allí casi medio minuto, hasta que Carina no aguantó
más.

-¿Ya está? Deberíamos salir. –aconsejó con timidez, pero


con apuro.
Jesús abrió lentamente los ojos, sintiendo el ardor que le
provocaba la luz radiante del sol.
-Vamos. Ya estoy bien.

Con mucho trabajo, subieron uno a uno los escalones de


tierra aplanada. Jesús había pasado muchos años rodeado
de tierra, pero se sintió aliviado y contento de poder pisar el
suelo recubierto de pasto. El canto de las aves llegaba a sus
oídos como una dulce miel. El aroma fresco de la naturaleza
era tan distinto a la asfixiante humedad de la celda que no se
cansaba de aspirar profundamente.

Carina desconocía los planes de David, pero pensó que


la única manera de salir de allí era utilizando el camión de
transporte de los nazis. Llevó a Jesús hacia el camión y lo
dejó en el asiento del acompañante.
-No creo que haya algo para comer por acá, pero voy a

206
Lucas Sampor
buscar un poco de agua. –dijo ella y abrió la guantera del
vehículo. No había nada allí.
Mientras tanto, dentro de la cueva excavada por los na-
zis desterrados de su Alemania natal, David hablaba con el
viejo.
-Voy a ser sincero con usted por el hecho de que conoce
mi naturaleza. En los años que pasé buscándolos, averigüé
que se trajo una buena cantidad de riquezas cuando escapó
de los aliados. No me importaría matarlo lentamente, como
usted pensaba hacerlo con mi amigo, pero preferiría que me
dijese dónde se encuentra el resto de ese dinero.

-¿Pensás que te voy a dar plata así nomás? –el viejo conti-
nuaba siendo testarudo aún en vísperas de su muerte.
David miró la punta de la flecha que había quitado de la
garganta del enorme ario que había matado. Tomó la mano
del anciano y la colocó con rapidez sobre el suelo del pasillo.
La atravesó en un rápido movimiento con la flecha y la dejó
clavada en la tierra. El viejo quedó con el brazo derecho esti-
rado, gimiendo de dolor, luego de haber lanzado un grito.

-Puedo buscar las otras flechas y darle el mismo trata-


miento que sufrió mi amigo hace muchos años. –David se
refería a la crucifixión que Jesús había sufrido en manos de
los romanos. –Pero depende de usted el tiempo que va a su-
frir hasta que muera.

El anciano General nazi comprendió que el inmortal co-


nocería modos de tortura muy sofisticados y lo mantendría
vivo hasta obtener lo que quería. Su templanza se fue dilu-
yendo con rapidez, mientras caía en la cuenta de ello. La pa-
lidez de su rostro hacía más evidentes las manchas hepáticas
y las arrugas.

207
1· La Saga de los Eónicos
-Veo que no quiere sufrir del mismo modo que sufrieron
sus prisioneros de guerra. ¿Por qué no se rinde y me dice
dónde lo esconde? –continuó David.
El anciano elevó su mano libre, temblorosa. Con lentitud
apuntó hacia el final del pasillo. David giró su cabeza, si-
guiendo la dirección que el viejo indicaba y divisó una puer-
ta de madera. La oscuridad la había mantenido oculta a los
ojos de quienes desconocían su presencia. Pensó que el vie-
jo aún podría intentar alguna treta para escapar y dudó en
abrir la puerta. Desconfiaba de que el oro robado estuviese
allí pero, por otro lado, era propio de ladrones esconder su
botín en un sitio totalmente inadecuado. Pensó tomar pre-
cauciones, pero lo único que tenía a mano era al viejo.
Volvió a agacharse junto al anciano.

-Es mejor que no intente nada raro. Recuerde que no pue-


de matarme.
Dicho esto, procedió a quitar la punta de la flecha que su-
jetaba al viejo al suelo. Algunas gotas de sangre saltaron por
el aire al mismo tiempo que el hombre gemía de dolor. El
General se llevó la mano al pecho y se oprimió la herida con
fuerza. David lo sujetó por el tobillo derecho y lo arrastró
por el pasillo hasta que ambos quedaron frente a la puerta.

Desde esa distancia, pudo comprobar que era una puerta


improvisada y carecía de picaporte. Una cadena corta, de
siete eslabones, colgaba de un costado. David tiró de ella y
comprobó que no había ninguna traba que impidiese la aper-
tura de la misma.

La poca luz que llegaba hasta aquel rincón era incapaz de


provocar algún destello en los metales que estaban acumu-
lados allí dentro. David llevaba mucho tiempo bajo tierra y
208
Lucas Sampor
sus ojos estaban acostumbrados a la escasez de luz, por lo
cual alcanzaba a divisar las bolsas de oro y plata amontona-
das en el suelo de la pequeña habitación.

El sitio estaba apuntalado por estacas de madera de gran


tamaño. En el suelo de tierra, las bolsas se amontonaban en
gran número. David logró contar seis bolsas, pero vio que
había más. Algunas de ellas contenían monedas y lingotes
de oro, pero otras estaban repletas de dinero. Era mucho
más de lo que él había imaginado.

Pensó en la enorme cantidad de cosas que esos nazis se


habrían traído de Alemania al huir de los aliados y los rusos,
pues después de tantos años viviendo en la Argentina, aún
conservaban todo aquello. Aunque era cierto que eran pro-
pietarios de negocios como el frigorífico y la financiera. Tal
vez tendrían otros negocios más que David ignoraba.

-No puedo creer que se hayan robado todo esto. –David


giró para colocarse frente al anciano. – ¿Se da cuenta que ma-
taron a millones sólo para apropiarse de sus pertenencias?
-Yo era un soldado. Pertenecía a un Ejército y les debía
obediencia a mis superiores. Si ellos querían exterminar una
raza para procurar un mundo mejor, yo debía seguir sus
órdenes.
-No me venga con eso del mundo mejor y de sus superio-
res. Mandaban a sus soldaditos al frente de batalla para re-
trazar el avance de los aliados y poder escapar con su botín.
Esto supera con creces su seguro de jubilación.
-Usted es incapaz de comprender el poder de los líderes.

David prefirió dar por terminada la charla. No se podía


razonar con un ser de esas características.

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1· La Saga de los Eónicos
-Usted es el que no comprende el poder de mi gente. Si
nosotros hubiéramos querido, habríamos terminado con us-
tedes antes de que comenzaran todo el genocidio. Pero esta-
mos decididos a no intervenir en los conflictos humanos. Se
extralimitaron al creer que podrían tomar nuestra inmorta-
lidad. No voy a pelear por ningún humano, pero si intenta
hacerles daño a mis amigos, hay todo un ejército invencible
que lo perseguirá hasta que cometa un error. Entonces, cae-
rán sobre usted como un enjambre, acabando con todos sus
hombres, sin que tengan la mínima esperanza de escapar.
Por la mente trastornada del anciano cruzó la idea de que
saldría vivo de aquella cueva funesta. Guardó silencio para
evitar que su oponente cambiara de parecer.
David giró sobre sus talones y contempló la inmensa ri-
queza acumulada en el pequeño cuartito. Una idea clara y
concisa se plasmó en su ser y sus planes cambiaron radical-
mente… aunque no todos.-

Carina estaba cerca de la camioneta. Había advertido que


Jesús se movió en el asiento para colocar su rostro frente a
los rayos de sol que atravesaban el parabrisas del vehículo.
Sus labios mostraban una pequeña sonrisa de satisfacción,
mientras que sus ojos cerrados se mostraban relajados. Ella
no había encontrado agua y verlo en ese estado la asustó, cre-
yéndolo en el umbral de la muerte, donde uno vislumbra la
paz del final esperado. Corrió hacia la camioneta, y mientras
lo hacía, recordó la inmortalidad del sujeto que creía mori-
bundo. Le causó gracia la ironía de su pensamiento y se de-
tuvo a mitad de camino, tranquila. Desde allí pudo ver una
bolsa que salió volando por la compuerta abierta en el suelo,
a unos veinte metros de donde estaba parada. Se detuvo a
observar lo que ocurría y algunos segundos más tarde, otra
210
Lucas Sampor
bolsa voló por los aires hasta caer en el suelo, muy cerca de
la anterior, levantando una nube de polvo. No se atrevió a
acercarse y se quedó allí, de pie, más de dos minutos. Luego
alcanzó a ver la cabeza de David elevarse por el hueco. Este
cargaba otras dos bolsas, una sobre sus espaldas y la otra era
arrastrada con bastante trabajo.
Cuando pasó junto a ella, observó que la remera de David
estaba manchada de sangre seca, aunque ya no llevaba in-
crustadas las flechas en el estómago y en la pierna. Se las
había quitado en algún momento, mientras estuvo dentro de
la cueva, con el viejo nazi.

Sin detenerse, David llevó las bolsas hasta la camioneta.


Cuando se acercaba al vehículo, Carina se aproximó a él y
abrió la puerta trasera del mismo para dejar que él arrojara
las bolsas en el interior. David dejó caer la que llevaba sobre
los hombros en el piso de la camioneta y luego subió la otra
bolsa, lanzándola un poco más lejos. Esta se abrió y dejó es-
capar algunos fajos de dinero. Carina se quedó observando
el contenido desparramado con ojos desorbitados. David se
alejó para buscar las dos primeras bolsas que había sacado
del túnel, dejando a Carina allí. Ella subió a la camioneta
y hurgó en el interior de las bolsas con manos temblorosas,
intentando comprender de dónde había salido ese dinero. A
los pocos minutos, David volvió con las dos bolsas y las car-
gó en la camioneta. Carina se puso de pie y se acercó a la
puerta. Sin bajar, inquirió a David.
-¿De dónde sacaste esto?

-No preguntes. No te conviene saber.

Él le extendió la mano y la ayudó a bajar. Ambos subieron


en la cabina y David encendió el motor. Se alejaron de allí
en silencio.
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1· La Saga de los Eónicos
Epílogo

-¿Porqué creés que eligió el nombre de Juan para el bebé?

Jesús y David estaban sentados en la última fila de bancos


de la pequeña capilla que Carina había elegido para el bau-
tismo del niño que dio a luz.
Se la veía resplandeciente con su vestido azul y un detalle
blanco en el cabello.
-Era un profesor de ella y le brindó mucho apoyo en sus
estudios. El tipo hubiera estado orgulloso de ella.
-¿Lo conociste?

-Un poco. Me pareció un buen hombre.

Jesús movió su cabeza hacia un lado para poder observar


mejor a Carina.
-Está muy linda. Fue un buen gesto de tu parte enviar-
le ese vestido de regalo. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Vas a
visitarla?
-No sería correcto. Debería desaparecer de su vida y bus-
car otra cosa para hacer.
-Tenés razón. Siempre hay alguna chica linda que necesi-
ta que la salven. El mundo siempre está en peligro.
-Tu sarcasmo me fascina, pero tengo que recordarte que el
que está colgado sobre el altar sos vos.
-No se parece en nada a mí. Es muy flaco.

-Hay algo que no entiendo, -dijo David. –siempre que nos

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1· La Saga de los Eónicos
encontramos me criticás que intervengo en la vida de los
hombres, pero vos fuiste el ser más significativo en la histo-
ria de la humanidad y yo no puedo decir nada.
-La respuesta es la siguiente: yo me las ingenié para que
mi muerte pareciera lógica.
Jesús miró a David a los ojos y le sonrió pícaramente.

-¿Lógica? ¿Qué puede tener de lógico ser hijo de un Dios,


bajar a los infiernos y resucitar tres días después?
-No me preguntes a mí, preguntárselo a los millares de
fieles que lo creen.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

Este libro se terminó de fabricar en Barranqueras, Chaco


Argentina., en el mes de Septiembre de 2010.
200 años de error, seguimos queriendo un país para todos
Edición de 100 ejemplares en rústica, armado manual.
Cultura Autogestiva
editá tu libro
elcospel@yahoo.com.ar

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Lucas Sampor

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