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1· La Saga de los Eónicos
-Hola. –Juan le enseñó una sonrisa tímida. -Perdón por
interrumpir, pero te escuché rezando en la Catedral y me in-
teresó lo que decías. –comenzó Juan y se detuvo al ver la
reacción del individuo, que se erguía en toda su estatura y
miraba hacia los lados, buscando alguna explicación que no
hallaría allí. Sólo allí Juan pudo advertir lo alto que era el
muchacho, pues en el banco de la iglesia se había mantenido
arrodillado y encorvado. Continuó hablando para volver a
captar la atención de este. –Se que es incorrecto oír a los de-
más, pero creo que en esta ocasión puedo ayudarte, si es que
comprendí tus problemas. –el joven dudó en hablar, pero al
fin tomó aire.
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Lucas Sampor
había desayunado en su casa y sólo pidió una taza de café
con leche.
-David, voy a ser directo. –decía Juan mientras el mozo
que había dejado las medialunas y el café que había pedido
el joven se retiraba. –No me voy a meter en tus problemas si
no querés, pero quitarse la vida no es la solución correcta.
–hablaba en voz baja para que los demás parroquianos no
oyeran la conversación y el joven no se sintiese mal por ello.
Sólo había dos mesas ocupadas y estaban lejos de ellos. Los
demás habían buscado el fresco del acondicionador de aire
en el interior del local. –Si no encontrás una solución para
ellos, yo te puedo ayudar, ¿si querés? Otra opción es asumir-
los como parte de tu vida y sobrellevarlos del mejor modo
posible. Si estás dispuesto a intentarlo, yo tengo algunas co-
sas que pueden mantener tu mente ocupada y lejos de esos
pensamientos.
Mientras ingerían el desayuno, Juan le iba explicando la
proposición y lentamente David pareció recobrar el ánimo
perdido. Se interesaba por la charla y pedía detalles del tra-
bajo que Juan le estaba encomendando. En media hora se
pusieron de acuerdo en que el joven trabajaría como ayudan-
te del profesor en un proyecto que este tenía.
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1· La Saga de los Eónicos
La temperatura, al mediodía, había ascendido hasta tocar
los 40 grados centígrados por un par de horas, pero a medida
que el sol iba descendiendo en el cielo y se acercaba al hori-
zonte, la temperatura iba descendiendo con el astro mayor,
prometiendo una tregua durante la noche.
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1· La Saga de los Eónicos
Paseó la vista por el resto de la habitación, observando un
estante de menor tamaño, donde estaban los libros que pare-
cía usar con mayor frecuencia, junto con un portafolio marrón
de cuero bastante agrietado. Algunos cuadros ocupaban las
paredes, donde se hallaba una sola abertura, a excepción de
la puerta. La ventana cerrada parecía dar al patio trasero que
había adivinado David. El resto no sobresalía de lo normal.
Un ventilador de techo giraba con pereza, teniendo cuidado
de no hacer volar los papeles que Juan tenía sobre el escrito-
rio. Por alguna extraña razón, la pieza estaba fresca, como si
el calor que había golpeado a la ciudad durante todo el día
no se atreviera a entrar en aquel santuario de ciencia.
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Lucas Sampor
cargar tensiones. –cuando acabó la frase se dio cuenta de lo
que había dicho.
Miró rápidamente al joven que estaba de pie a su lado y
le brindó media sonrisa retraída y tímida. Luego cambió de
tema con rapidez.
-Esto es parte del trabajo que quiero que hagas. –mientras
hablaba tomó una carpeta de cartulina que estaba sobre el
escritorio y se la pasó a David. –Hace algunos meses pensaba
hacerlo yo mismo, pero mi trabajo no me deja mucho tiempo
libre.
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Lucas Sampor
Se le ocurrió ofrecerle quedarse a dormir, pero le pareció
demasiado. El muchacho podría pensar mal de él y no que-
ría alejarlo por una tontería semejante. Debería confiar en las
ganas de vivir del joven.
Se terminaron la botella de vino que el muchacho había
insistido en comprar. No era de buena calidad, pero fue lo
mejor que consiguió en la despensa del barrio. Se encaminó
hacia la puerta.
-Es hora de que me vaya. ¿A qué hora vengo entonces?
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Día 2
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1· La Saga de los Eónicos
-¿Museo? ¿Qué museo? –el rostro de Juan mostraba el
reciente interés que había adquirido en el tema de conver-
sación. Se paró de frente a David. –No sabía que había un
museo del tema en la ciudad.
-Claro, casi nadie lo conoce. Yo lo descubrí por casua-
lidad. Mi profesora de Historia me pidió que hiciera un
trabajo práctico sobre el tema para no llevarme la mate-
ria a diciembre, advirtiéndome que debía ser muy bueno.
Imagínese, me preocupé mucho, porque tenía dos semanas
para hacerlo. Estaba en la biblioteca pública, a la vuelta de
la catedral, y me crucé con otro profesor del colegio. –David
contaba la anécdota con tranquilidad, desentendido de las
ansias del profesor por conocer la ubicación del lugar. –Me
preguntó qué estaba haciendo ahí y le expliqué lo del trabajo.
Entonces me aconsejó ir a este museo. Cuando se retiró de la
biblioteca, tomé todos mis apuntes y salí corriendo hasta el
lugar. Bueno, corriendo es una forma de decir, porque anda-
ba en bicicleta. Pero llegué ahí y no encontré nada. Estaba
por dar media vuelta, pensando que el tipo me había toma-
do el pelo, pero hice un último intento porque necesitaba la
nota. Le pregunté a un viejo que estaba parado en la vereda
y tuve la buena suerte de que era el encargado del museo.
Me saqué un diez con lo que el viejo me dio. No usé ningún
otro material, solamente los datos que obtuve ahí.
-Podríamos ir algún día. –sugirió Juan, tratando de pare-
cer calmado. -¿Creés que todavía esté ahí?
-No tengo idea. Puede ser. –dijo David, volviendo a dejar
el libro dentro de la caja. -¿Qué le parece si vamos esta tarde?
Si usted no tiene que ir a la facultad.
-Excelente idea. Estaba por proponerte lo mismo. Ahora
me voy. Nos vemos antes del mediodía. Voy a traer comida,
así que no te vayas.
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Lucas Sampor
Juan encontró estacionamiento libre a la vuelta de la cate-
dral, en la avenida 25 de Mayo, frente a la casa de Gobierno.
Sólo debió caminar una cuadra para llegar a la iglesia, pero
mientras lo hacía recordó que el día anterior no había rezado.
Se sintió culpable un segundo, o tal vez menos, hasta que
pensó que con la buena acción que había hecho al ayudar a
David, Dios lo perdonaría. El buen Dios misericordioso de
los cristianos debía tener en cuenta los buenos actos de sus
fieles, pensó con satisfacción.
Entró a la nave de la catedral con la firme decisión de no
prestar atención a nada que no fuese su rosario.
A las nueve y media cruzaba los portones verdes del
complejo universitario con su auto. Lo estacionó frente a las
puertas traseras del edificio de la facultad de Humanidades
y bajó con su portafolio raído para entrar a los pasillos del
instituto. Las paredes descascaradas y repletas de pancartas
que recordaban la pasada elección del centro de estudiantes
ganada por la popular y eternizada “Franja Morada”.
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Lucas Sampor
-Tengo clases a las cuatro y media, así que me voy a repa-
sar los temas. –se excusó Juan y se retiró a su estudio, dejan-
do al joven en la sala, donde se puso a trabajar en silencio.
Oyó que una música suave, parecía clásica, comenzó a sonar
en el estudio.
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1· La Saga de los Eónicos
-Lo que quiero decir, -intentó de nuevo. –es que parece
que todo este material está mezclado con cosas que usted no
usa en su cátedra. Tal vez esté equivocado y usted si los usa,
después de todo. No quiero inmiscuirme en su profesión,
pero podría darle un vistazo a todo esto. Sólo para saber que
no estoy mezclando nada.
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Lucas Sampor
-Perfecto. Después de todo, estamos bastante avanzados
con los trabajos.
Los dos, Juan y Carina, parecían aliviados de no tener que
quedarse a trabajar.
Salieron los tres por la puerta y Juan se dispuso a cerrar
la casa. Los jóvenes caminaron hasta la vereda, ella delante
de él.
-No sabía que el profesor tuviese una ayudante tan bonita.
–dijo él, sólo para ver la reacción de ella.
El cuerpo de la muchacha se puso rígido y tenso. Se nota-
ba en el caminar y David se divirtió con ello.
-Aunque hay muchas cosas que no sé del profesor. –aclaró
luego.
Llegaron a la vereda y pronto Juan se les unió, ofreciendo
acercar a Carina.
-No, está bien. Voy a la biblioteca de la facultad. Llámeme
cuando quiera que venga.
-No, te acercamos. –dijo David, con entusiasmo. –Vamos.
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-¿Es acá? –preguntó, tratando de mirar el interior de la
casa con unos bruscos movimientos de su cuello.
-Si. ¿Entramos? –sugirió David.
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mencionó casi en un susurro, mientras largaba el humo del
cigarrillo por la nariz.
Una vez sentados en los asientos calientes del automóvil
del profesor, Juan empezó a intentar explicar la causa de su
repentino cambio de humor. Parecía no encontrar las pala-
bras para comenzar a hablar pero, en realidad, no lograba
acomodar sus ideas. Al fin, se decidió ante la mirada descon-
certada del joven. Este lo observaba con el semblante serio.
No había hablado desde que el profesor pidió ir al auto y
ahora se había sentado de costado para mirar de frente el
perfil de Olivier. Lo veía frotarse la frente amplia con fuerza,
formando arrugas momentáneas en la calva.
-Te voy a explicar cosas que no vas a creer, pero están ahí.
–dijo de repente, volviéndose hacia David. –Existe una or-
ganización secreta que se formó hace algunas décadas. Se
denomina la Logia Ambrosía y sus miembros se hacen lla-
mar Cíclopes. Tienen un significado especial estos términos.
La Ambrosía era el alimento predilecto de los dioses del
Olimpo, junto con la ternera y el cordero. Se preparaba con
agua, miel, queso, cebada y aceite de oliva. Los Cíclopes, en
cambio, eran los seres que habían construido el templo del
monte olimpo, donde vivían los dioses griegos. Pero quiero
hablarte de esta organización en particular.
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1· La Saga de los Eónicos
Patagónica.
-Exacto. Pero hay muchos otros que andan sueltos y que
pretenden seguir con los planes nazis o con otros planes for-
mados luego de acabada la guerra.
-Por lo que deduzco, usted conoce esos planes. ¿Es así?
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1· La Saga de los Eónicos
esta comenzó a rodearla.
Durante el comienzo del trayecto, Juan contó a David la
causa de su fascinación por el nazismo radicado en el país y
este lo escuchaba con entusiasmo, pero mirando siempre el
auto seguido para no perderlo de vista. Fugazmente lanzaba
miradas hacia las veredas repletas de caminantes compene-
trados en sus charlas telefónicas o simples paseantes en bus-
ca de algún motivo de distracción.
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Ambos coches debieron detenerse en la esquina de
Marcelo T. de Alvear y Mitre por la luz roja del semáforo.
El vehículo alemán no encendió el guiño de giro pero, por
su ubicación, era obvio que doblaría a la izquierda. Juan,
en cambio, si encendió la luz intermitente y esperó que el
semáforo les diera paso. Tomaron Mitre y cruzaron frente
a la Casa de Gobierno, la escuela número uno y la Catedral.
Estas dos últimas, ubicadas sobre Santa María de Oro, pues
la calle cambiaba de nombre.
Juan había estado charlando en voz alta sobre las conclu-
siones a las cuales había logrado llegar en sus años de in-
vestigación sobre la Logia, pero enmudeció al ver el edificio
eclesiástico más importante de la ciudad. Recordó en un ins-
tante que allí había conocido a David y que no habían habla-
do del tema luego de aquella mañana que parecía tan lejana.
Pero, de repente, comprendió que le había estado hablando
del suicidio de su padre sin haber sentido ninguna incomo-
didad. Pensó que, tal vez, el muchacho ya había superado la
angustia del momento y ya no consideraba la posibilidad de
la muerte como una solución a sus problemas. Lo tranqui-
lizó pensar de ese modo y se dispuso a seguir al alemán en
silencio, un silencio que no le resultó incómodo.
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1· La Saga de los Eónicos
El auto blanco giró en medio de la cuadra y se trepó a la
vereda del lado derecho. Juan se vio obligado a continuar
avanzando, pues detenerse significaba causar una colisión
múltiple. Fue David quien lo salvó con una idea simple. Sin
previo aviso, apretó el botón que encendía las luces de stop
y le indicó que se estacionara en el primer lugar vacío que
hallara. Debieron avanzar algunas decenas de metros más
par hallar un sitio libre. Cruzaron a dos camionetas utili-
tarias blancas que estaban estacionadas, cargando pasajeros
para un viaje a alguna ciudad del interior de la provincia, y
la opción se apareció ante los ojos de Juan Olivier como un
milagro.
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Día 3
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1· La Saga de los Eónicos
Antes de terminar la clase, recordó a sus alumnos que al
día siguiente terminaba el plazo para la entrega del traba-
jo práctico número cuatro, sobre los gobiernos de facto en
Sudamérica, volviendo a aclarar que quienes entregasen an-
tes de tiempo, podrían ganar puntos extra, de ser merecidos.
No preguntó si había alguna duda sobre el tema a tratar,
pues de haberla, ya era tarde para remediarla y él no acos-
tumbraba extender los plazos dados. Un grupo reducido de
jóvenes se puso de pie y se acercó al escritorio del profesor
con carpetas de cartulina en la mano. Eran los que esperaban
obtener puntos extras.
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Lucas Sampor
-Carina, ¿estás bien?
-Si quiere, puedo leer los que tiene y hacer las anotaciones
importantes. –Carina era la encargada de leer detenidamente
los textos y remarcar los datos erróneos. De repente, estaba
ansiosa por mantener su mente y su tiempo lo más ocupados
posible.
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-Entiendo tu reacción, pero tengo testimonios confiables
de su existencia y no soy el único en esta persecución.
-Disculpe si no le creo, pero que no sea el único no es prue-
ba de la veracidad de ello.
David permanecía silencioso ante la confrontación de
ideas que mantenían el profesor y su ayudante. Verla en-
frentar de ese modo a quien le había enseñado antes y ahora
le daba la posibilidad de trabajar era una demostración de
la inteligencia, el buen juicio y la autosuficiencia de Carina.
No se dejaba avasallar por nadie y expresaba sus puntos de
vista sin temor a ser acallada. Comenzó a admirarla por su
valentía.
-Te pido que no me creas un loco por esto. Durante mu-
chos años investigué a los nazis y ello me ha llevado a obte-
ner descubrimientos increíbles en sus prácticas e ideologías
fascistas.
-Conozco su trabajo sobre el nacionalsocialismo, lo estu-
dié cuando era su alumna y lo volví a leer luego, pero ahí no
habla de esto. En todo caso, ellos se encargaban de extermi-
nar a la raza humana, no de perpetuarla en el tiempo.
-Estás tergiversando el concepto. Ellos querían perpetuar
su raza y sus ideas, ello incluía eliminar las razas e ideas
opuestas. Pero lo interesante no está ahí. No expuse nada
de esto en mis trabajos, comprenderás que la gran mayoría
de los lectores tendrían la misma reacción que la tuya y en
poco tiempo hubiera terminado encerrado en un hospital
psiquiátrico, medicado hasta las orejas, babeándome. Soy
un tipo razonable y me costó creer esto, pero cuando tuve las
pruebas sobre la mesa, no pude negarlas.
Ella lo miró en silencio un instante y luego giró hacia
David.
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Lucas Sampor
-¿Vos le seguís la corriente?
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Lucas Sampor
comentario alocado del joven y se dejaba guiar por las calles
céntricas de la ciudad, a donde creían poder encontrar algún
edificio viejo o de arquitectura extraña. Pensaban encontrar,
en esos sitios, los dibujos que Juan Olivier les había entrega-
do, pero ya llevaban más de una hora y media de caminata
y los pies de Carina sentían el esfuerzo. Por algún motivo
que no supo explicarse, no quería decir nada al respecto, y
continuaron caminando un tiempo más, hasta que David pa-
reció percibir algo y le ofreció buscar un lugar para sentarse
y beber algo fresco.
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1· La Saga de los Eónicos
estaba a poco más de cien kilómetros de distancia. Una tre-
cho más que accesible.
Llegaron, hablando de la ciudad natal de Carina, al bar
que ella había propuesto para descansar un rato de la tarea
inapropiada que le había encomendado Olivier.
Tomaron asiento en una mesa que estaba bajo una som-
brilla roja y blanca, junto a la calle.
-Voy a comprar algo. ¿Una gaseosa está bien, o querés
otra cosa? –preguntó él.
-Una gaseosa está bien. –mientras lo observaba entrar al
bar, se quitó la mochila que había cargado sobre su espalda
y sintió que se despegaba de su remera, unidas hasta ese mo-
mento a causa de la transpiración que el calor y la humedad
habían provocado.
-Si, pero es algo que pasa desde hace muchos años. Los
hermanos de mi vieja, por ejemplo, se largaron en cuanto
terminaron la escuela. Uno, incluso, ni siquiera terminó la
escuela.
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1· La Saga de los Eónicos
-¿Por qué te parece que pasa eso?
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1· La Saga de los Eónicos
zo… bueno, si. Yo tengo una beca que me permite estudiar.
A cambio de eso, tengo que ayudar al profesor Olivier en sus
trabajos. Con un embarazo avanzado o un hijo en brazos, no
voy a tener tiempo para estudiar y trabajar. Además, el dine-
ro que me da la facultad no alcanza para mantener un hijo.
-Eso significa que tendrías que volver a Plaza y trabajar
con tu familia, ¿es así?
-Si. Todo eso que veníamos hablando hace un rato. Así
va a ser mi vida.
-Estás diciendo de que no podés mantener a la criatura
vos sola. ¿Eso quiere decir que el padre no va a hacer nada?
Ella se ruborizó en cuanto David terminó de formular la
pregunta.
-No. –esa fue toda su respuesta y le bastó a David para
comprender la realidad que vivía la muchacha.
-¿No sabés quien es? –preguntó en voz baja, tratando de
darle la mayor delicadeza posible a sus palabras.
Ella le clavó los ojos abiertos en forma desmesurada. Era
indudable que el joven la desconcertaba. Parecía adivinar
cada cosa que le ocurría a ella y ella se sentía incapaz de en-
cubrir sus reacciones. Se mostraba tal cual era ante él y había
dejado de sentir los pudores que la acosaban en sus primeros
encuentros.
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Lucas Sampor
ella se despertó, él se había marchado sin dejar rastro algu-
no de su presencia o existencia. Ella se quedó sólo con su
nombre: Gastón. Aunque ahora dudaba de que ese fuera su
verdadero nombre.
-¿Qué tienen que ver los nazis con los inmortales? –Carina
recordó que Juan ya había relacionado los dos temas.
-Parece ser que los nuevos nazis tienen o tuvieron a un
inmortal en sus manos y el profesor anda atrás de eso. –ex-
plicó él.
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1· La Saga de los Eónicos
-Entonces, si es para preocuparse. Él no verá el peligro,
porque está un poco obsesionado con los nazis. Al parecer, le
ocurrió algo durante la guerra, cuando era chico, en Europa.
-¿Si? No sabía que había estado ahí. –la sorpresa no lo
dejó terminar de beber el resto del vaso.
-Nunca le pregunté nada al respecto, pero se comenta que
sus padres murieron en un campo de concentración y él fue
rescatado por los aliados. Luego se vino a la Argentina con
unos tíos y al llegar les cambiaron el apellido.
-No sería la primera vez que pasara algo por el estilo. –los
gestos de David le indicaron a Carina que creía en esa posi-
ble historia.
Carina se quedó mirando algo a espaldas de David y lue-
go llevó su torso hacia delante, cómo queriendo comentar
algo en voz baja.
-¿Puedo hacerte una pregunta personal? –lo miraba a los
ojos, con una sonrisa astuta en los labios carnosos.
-Claro, lo que sea. –él aparentó tranquilidad.
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1· La Saga de los Eónicos
Por primera vez desde que surgía la conversación, David
giró la cabeza y miró a la muchacha que pasaba tras él. Una
morocha de cabello ondulado, recogido por unas cuantas
hebillas que dejaban libres algunos mechones. Los pechos
enormes se bamboleaban con el caminar vanidoso de la mu-
chacha, que no tuvo la menor intensión de esquivar la mira-
da de David. Cuando él decidió cortar el contacto visual y
volver la cabeza a Carina, esta lo miraba con recelo.
-Si no estuviera yo, habrías hecho algo para que se sentase
a tomar algo con vos, ¿no es cierto? –su rostro estaba serio y
ya no tenía ánimos de analizar el proceder de David.
-No importa que hubiera pasado entonces, es una tontería
ponerse a analizar un montón de situaciones supuestas que
no sabemos si puedan ocurrir.
-Tenés razón. Yo tengo que ponerme a pensar en mi fu-
turo hijo. Es esta la realidad que me toca vivir. –Carina dejó
caer los hombros y la cabeza cómo si una carga muy pesada
la empujara hacia abajo.
-No quise decirte eso. Te pido perdón por haberte hecho
acordar de tu situación, no era mi intensión esa. –se quedó
mirándola en silencio durante más de veinte segundos y com-
prendió que no había reparo. –Veo que la charla se arruinó
por mi culpa y no me gustaría dejar las cosas así. ¿Te puedo
acompañar a algún lugar?
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Lucas Sampor
David observaba con cuidado el departamento. Ningún
rincón del lugar quedó fuera de su análisis. Tomó un porta-
rretrato que había sobre la heladera y se detuvo a admirar la
fotografía que había en él. Carina estaba abrazada a una mu-
jer y un hombre se hallaba parado detrás de ellas, apoyando
sus manos sobre los hombres de las mujeres. Un muchacho
estaba acostado en el suelo, junto a los pies de Carina. Todos
sonreían al fotógrafo.
Carina se acercó a David y le quitó el portarretrato de la
mano con lentitud. Se quedó mirándolo un momento y lue-
go alzó la vista hacia David.
-¿Querés quedarte a comer?
-Es la primera vez en mi vida que escucho una cosa así. –él
también sonreía.
-No sé si tiene alguna explicación científica, pero en el
campo es una forma de pronosticar el clima. Y siempre es
acertada. Nunca falla. No recuerdo que alguna vez haya
llovido poco cuando se formaban burbujas.
-¡Mirá vos! Yo conozco el mito de que si se clava un cuchi-
llo en la tierra, se puede cortar la tormenta.
-Si. Eso también es cierto. Mis abuelos lo hacían cuando
no querían que la lluvia les arruinara la plantación.
-¿Y funcionaba? –él volvió a sorprenderse.
-Tiene que ser tierra. –dijo ella para sí, pero en voz alta.
-¿Decir algo?
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Lucas Sampor
círculo con una cruz estampado en diminutas piedras bri-
llantes, decoraba el frente del atuendo. Llevaba unas sanda-
lias de cuero negro y las uñas de los pies pintadas del mismo
color que las de las manos. Una cuenta de semillas exóticas
colgaba de su cuello esbelto para completar el atuendo.
David le entregó un pote de helado al profesor y le pidió
un destapador para sacar el corcho de la botella de vino que
había traído.
-Puede poner la otra botella en la heladera, si quiere. –le
dijo, ofreciéndola junto con el pote de helado. –Traje una ga-
seosa, porque no sabía si Carina tomaba.
Juan tomó las botellas y el pote y se dirigió a la cocina,
donde estaba Carina, preparando algo que aromatizaba toda
la casa con el olor de la manzana cocida. La boca de Juan
no resistió y comenzó salivar. Tuvo que tragar para poder
hablar.
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tomó cómo algo común y se dispuso a buscar el destapador,
colgado junto a la heladera, en un grupo de ganchos que sos-
tenían un pela-papas, un cascanueces, un encendedor eléc-
trico y una manopla de tela para sujetar recipientes calientes.
Dejó a la muchacha en la cocina y salió hacia la sala, con el
destapador en la mano.
Ella se tomó la frente con la mano derecha y el vientre con
la izquierda. Se sentía a punto de perder el conocimiento.
Respiró profundo y apoyó ambas manos en la mesada. El
momento de terror había pasado y poco a poco se iba recu-
perando. Ya no sentía hambre. Un nudo en el estómago le
había quitado el apetito.
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Lucas Sampor
David lo miró unos segundos y luego habló, sonriendo.
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Olivier tomó la bolsa con sus dos manos y la extendió so-
bre la mesa. Analizó los dibujos y las palabras con deteni-
miento y tras unos quince segundos, se sobresaltó.
-No puede ser. ¿Dónde hallaste esto?
-No es sólo eso. –la cortó Juan. –Es de una tribu Akán.
Cuenta una leyenda que algunos reyes o líderes de esa tri-
bu, alcanzaron la inmortalidad. Por eso, el dibujo en sí
ya es importante. Pero, además, el nombre del producto:
Phasianidaes. Es una palabra de origen griego, quienes tu-
vieron mucho que ver con el concepto de la inmortalidad,
por tener dioses y semidioses inmortales. Creían ferviente-
mente en ella. –se detuvo un instante en su discurso expli-
cativo para pasar un dedo sobre la palabra y luego agregó.
–También tiene doce letras; un número ligado a la perfección
y a la inmortalidad. Sin contar que se trata de faisanes. –dijo
al final, cómo una acotación obvia al respecto.
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1· La Saga de los Eónicos
-¿Qué tienen los faisanes? ¿Son inmortales? –pregun-
tó Carina con ironía, pero sin entender el comentario del
profesor.
-En parte. Si se une un faisán con un águila, se obtiene un
ave fénix. No tengo que aclarar nada sobre la inmortalidad
del fénix, ¿verdad?
-Decime, ¿dónde queda el lugar?– insistió Juan a Carina.
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Día 5
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Lucas Sampor
Un silencio incómodo se posó sobre ambos, pero Carina
no lo soportó y, luego de dejar salir un largo y suave suspiro,
comenzó a hablar.
-En la facultad se comenta que el tipo que atiende este
kiosco es el amante del profesor. –no hubiera podido aguan-
tarse el comentario dos segundos más, así que lo largó.
David volvió la cabeza, con el ceño fruncido, hacia el
kiosco.
-No puede ser. –volvió a mirar a Carina. -¿Vos creés eso?
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-¡Shhhhh! –seguía con la vista el andar tranquilo de un
sujeto que caminaba por la acera, acercándose a ellos.
David lo reconoció a la distancia. Era el alto rubio que
había visto en el museo, junto al anciano. Vestía una camisa
blanca de mangas cortas y un pantalón beige de algodón.
Zapatos marrones bien lustrados hacían juego con el cintu-
rón. Llevaba una carpeta de cuero y una agenda en la mano
derecha, con la izquierda manipulaba el teléfono celular. No
prestaba atención al camino ni a nada. Iba concentrado en
la comunicación telefónica. Caminaba sin mirar a los lados,
tan ensimismado iba en la pantalla del celular y cruzó por
delante de la puerta del kiosco sin advertir la presencia del
profesor en su interior. Unos segundos después de que hubo
pasado, Olivier salió con su paquete nuevo de cigarrillos a
la vereda. Golpeaba la cajita cerrada contra la palma de la
mano para asentar y darle más densidad y dureza al sabor
del tabaco.
Parado bajo el marco de la puerta del negocio, abrió el
paquete y sacó un cigarrillo. No tuvo inconvenientes para
tomar el encendedor de su bolsillo y mientras lo encendía y
aspiraba la bocanada de humo espeso, miró hacia el vehícu-
lo. Lo inquietó ver a los jóvenes agazapados en sus asientos.
En su rostro se dibujó la sorpresa y caminó con rapidez hacia
el auto. Sin entrar, preguntó a Carina qué ocurría.
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1· La Saga de los Eónicos
-Me parece injusto que lo estemos acompañando… o, me-
jor dicho, ayudando con esta ocurrencia suya, y no quiera
explicarnos lo que vio en la financiera. Y no me venga con
que no tiene importancia, porque no se lo creo.
-Dejame aclarar mis ideas y te lo explico. Ahora tengo un
quilombo en la cabeza.
David decidió acceder, por el momento, al pedido del
profesor.
-Lo peor de todo es que ni siquiera vi el logo de la empre-
sa. –comentó, en cambio y se recostó con pesadumbre en el
asiento.
Carina sacó de su mochila un cuaderno de anotacio-
nes que había decidido traer por si llegaban a necesitarlo.
Rápidamente hizo un bosquejo en lápiz del logo y se lo pasó
a David. Este lo observó un momento en silencio.
-¿Esto es la flor de la vida? –preguntó a Juan, devolviendo
el cuaderno a Carina.
Olivier sólo asintió con un movimiento de cabeza y una
rápida mirada por el espejo retrovisor.
Salieron a la ruta luego de dar tres cuartos de giro en la
rotonda, donde el control de gendarmería nacional estaba
desprovisto de gendarmes y los vehículos de toda clase cru-
zaban sin detenerse.
La mente de Olivier conjuraba mil opciones de conspira-
ciones y pactos secretos para atrapar algún inmortal despre-
venido. En poco tiempo, gracias a que Juan pisaba a fondo el
acelerador del VW 1500, llegaron a los últimos edificios que
poblaban el paisaje de las afueras de la ciudad. Un cartel
que rezaba “FIN DE ZONA URBANIZADA” estaba, indu-
dablemente, fuera de lugar y tiempo, ya que había, al menos,
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tres galpones más luego de él. No había duda que se habían
alzado muy recientemente y el gobierno de turno no se había
percatado de que debía mover el cartel indicativo unos cien-
tos de metros más adelante.
-Bueno, si. Hay algo que quiero hacer, pero tengo que
consultar con un amigo primero. Cuando lleguemos a casa,
les cuento.-
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-No sé. Espero que no. ¿Te comentó algo de eso?
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1· La Saga de los Eónicos
-Si las acomodamos bien, estoy segura que entran, pero
para qué… -la falsa modestia que expresó Carina, acompa-
ñada de un momentáneo encogimiento de hombros, le quitó
una sonrisa a David. Por primera vez lo veía sonreír com-
pletamente y le encantó lograr eso. Siempre le había visto
media sonrisa y en ese momento comprobó que poseía ho-
yuelos en las dos mejillas. Deseó acariciar ambas mejillas,
pero la prisa de Olivier contagió a ambos. Arrugó la nariz en
forma simpática mientras sonreía y se encaminaron rápida-
mente hacia la puerta.
El rostro de Juan mostraba sus ansias por llegar al encuen-
tro con su amigo y colega. Su modo de conducir por las ca-
lles muy transitadas ponía nerviosos a los muchachos. En
varias oportunidades debió clavar los frenos para no chocar
con otro vehículo o para no llevar por delante un peatón.
En una ocasión cruzó un semáforo en rojo, recolectando los
bocinazos e insultos de los demás conductores. Al fin salió
de las calles más transitadas y se adentró en los barrios adya-
centes. Condujo por la avenida Alberdi hasta el barrio Ítalo-
argentino, ubicado a unas veinte cuadras de la Plaza Central
y dio varios giros que, luego explicó, eran para despistar a
algún posible rastreador, y se encaminó hacia la casa ya co-
nocida por él y que no se diferenciaba demasiado de las casas
vecinas por ser todas del mismo formato y color.
Se estacionó en una esquina y luego de mirar en todas di-
recciones, tomó su teléfono celular. Lo colocó junto a su ore-
ja y esperó que atendieran la llamada.
-Estamos acá. –escuchó lo que su interlocutor le dijo y vol-
vió a hablar. –Perfecto. –volvió a quedar callado un instante.
–No, no hay nadie. Vamos para allá.
Se bajó del vehículo y dio otra ojeada en todas direccio-
nes en busca de algún perseguidor. Nadie se movía en las
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Lucas Sampor
cercanías de algún modo sospechoso y se relajó. Las pocas
personas que se podían ver aparentaban ser los habitantes
del barrio.
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Lucas Sampor
la mano para darle un buen apretón. Intercambiaron frases
cordiales y, de repente, Luís recordó que había puesto agua
a calentar en la cocina.
-¿Y cuál es esa cosa que viste ahí? ¿Me querés matar con
la intriga? ¿Desde cuándo te pusiste tan misterioso?
-Vamos a hacer una cosa, te lo voy a dibujar para que la
entiendas mejor.
-No me siento muy orgulloso de que aludas a mi falta de
imaginación. –dijo Luís con fingida molestia, sin embargo,
buscó un papel y un lápiz.
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1· La Saga de los Eónicos
Juan y David se sentaron uno frente al otro en la mesa
rectangular que ocupaba el centro de la sala. Luís se acercó
con su silla de ruedas y se ubicó entre los otros dos. Juan
comenzó a hacer un bosquejo de la escultura que había visto
con detalle en el museo. Empezó por el trono negro, para
despistar a Luís de forma intencional. Pero la mente de Luís
era muy imaginativa, a diferencia de lo que había comentado
antes, y con los primeros trazos de las piernas del dios, lanzó
su idea sobre la mesa.
-¡Zeus! ¡La estatua de Zeus! ¡Una de las maravillas del
mundo antiguo!
Juan dejó de dibujar por un instante para observarlo con
detenimiento. Estaba perplejo ante el rápido descubrimiento
de Luís. Mucho más, teniendo en cuenta lo mal que dibujaba
Olivier. Pensó, de repente, que había cometido un error al
admitir que el museo exponía arte griego. Lo de “griego” fue
lo que debió haber evitado.
118
Lucas Sampor
de grafito. Luís se concentró en ella, pero no encontraba el
detalle particular que intentaba mostrarle su amigo.
-¡Es un águila nazi! –la impaciencia le había ganado la
partida a Olivier y se había contentado con contarle lo visto.
Ya no podía esperar a que lo viese por sí mismo. Soltó el lá-
piz sobre la mesa y este rodó sobre la tabla de madera, hasta
detenerse cerca de David. – ¿Lo ves? El águila que se posa
sobre el brazo de Zeus es un símbolo clásico del nazismo.
¿No ves la relación?
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1· La Saga de los Eónicos
Carina volvió con un termo plástico de color azul y con
un mate de madera. No tomó asiento, sino que cebó el mate
y esperó que el agua caliente humedeciese la yerba. Esperó
diez segundos y se llevó la bombilla a los labios. Comprobó
que el agua no estaba demasiado caliente y bebió el primer
mate. Volvió a cebar el mate y se lo pasó al profesor. Juan lo
miró antes de llevárselo a la boca; estaba humeante y espu-
moso. Chupó de la bombilla y la amargura inicial le provocó
un pequeño escalofrío de placer. Sintió al instante el calor
correr por su interior y pensó que el calor que sufría el exte-
rior de su cuerpo ya era suficiente.
120
Lucas Sampor
-Exacto, demasiadas para no tenerlas en cuenta. –confir-
mó Luís. –Tengo sólo la información que ustedes me cuen-
tan, pero imagino que pensaste en los generales nazis que
vinieron a la Argentina después de la guerra.
Juan afirmó con un movimiento de cabeza la conjetura de
su amigo. Luís siguió.
-Prestame el lápiz, vamos a poner las ideas en blanco.
–tomó el lápiz que le cedió David y comenzó a escribir de-
bajo del dibujo del trono de Zeus los puntos que estaban cla-
ros en su mente. –Los altos puestos de la SS escaparon de
Alemania y los países conquistados antes de que acabara la
guerra. Se llevaron consigo mucha riqueza, entre ellas dine-
ro, oro y obras de arte que habían obtenido como botín de
guerra. Es muy posible que muchas de las cosas que expo-
nen en ese museo hayan estado expuestas en los países ocu-
pados. Aunque otras, como esa estatua de Zeus, pudieron
haberse hecho luego, para expresar los ideales concebidos
por la ideología fascista. No lo sé con exactitud, pero podría
investigarse al respecto. Sería peligroso hacerlo, sobre todo
ante los ojos de generales nazis que no quieren ser descubier-
tos. No lo había pensado antes, pero el Chaco es un buen si-
tio para ocultarse, siendo una región olvidada para muchos.
-Tengo otras cosas más para mostrarte. –dijo Juan y
sacó de su bolsillo otro papel.
En él, mostraba los dibujos que representaban el logo de
cada una de las empresas que habían investigado. Luís ob-
servó con detenimiento la flor de la vida y el símbolo Akán
de la eternidad. Sólo cuando comprendió totalmente sus sig-
nificados habló.
127
1· La Saga de los Eónicos
neficio. Sería la cúspide de la raza aria, su raza superior sería
indiscutiblemente superior y, además, eterna. Pero antes de
que lograran avanzar mucho en sus investigaciones, los alia-
dos comenzaron a avanzar en el territorio y los Generales
de la SS se vieron obligados a escapar a otras tierras. Como
llevarlo consigo era muy peligroso y no podían matarlo, por
razones obvias, se vieron en la obligación de dejarlo libre.
Aunque, según otros datos que tenemos, lo dejaron encerra-
do y los aliados lo encontraron cuando llegaron al campo de
concentración. Sabemos, porque es de conocimiento general,
aunque nadie parece querer hablar de ello abiertamente, que
los altos jerarcas de la SS se ubicaron en países sudamerica-
nos y de Medio Oriente, haciendo tratos con los gobernantes
de turno que, en su mayoría, compartían sus principios fas-
cistas y habían llegado al poder con algún golpe de estado.
Intercambiaban sus técnicas para controlar a las masas opri-
midas a cambio de seguridad y refugio político y continua-
ban llevando a cabo sus atrocidades, pero en secreto y con la
complicidad de quienes manejaban dichos países. El caso de
acá, en la Argentina, es bien conocido. Ellos estaban en las
casas de tortura y, allí, buscaban a algún otro inmortal. Al
parecer, durante sus años de dominio en Europa occidental,
comprendieron, que el inmortal que tenían prisionero, no era
el único, y que existía toda una raza de inmortales que vaga-
ban por la tierra. Con el paso del tiempo y con la caída de los
distintos gobiernos amigos, debieron adaptarse y ocultarse,
según las circunstancias. Hoy en día, siguen trabajando en
ello, y nosotros intentamos descubrir cuál es ese modo de
trabajo. Con los datos que ustedes me traen ahora, entiendo
una de las facetas de dicho trabajo.
-O sea que, antes, experimentaban físicamente con los
seres humanos para descubrir a uno que no fuese mortal.
Digamos, una búsqueda directa. –conjeturó David. –Pero
ahora buscan antecedentes económicos y de otra índole para
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Lucas Sampor
descubrirlos y atraparlos.
-Así es. Es un método que les lleva mucho más tiempo,
pero les permite mantenerse ocultos ante los ojos de quie-
nes los persiguen para encarcelarlos y hacer justicia por sus
atrocidades durante la Segunda Guerra Mundial. –volvió a
explicar Luís.
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Lucas Sampor
hubiesen conocido la existencia de esta raza, los habrían per-
seguido y capturado para hacer experimentos y tratar de re-
producir la cualidad excepcional en ellos mismos.
133
1· La Saga de los Eónicos
-Por supuesto que lo conocemos, señor Meier. Lo hemos
estado buscando por mucho tiempo, del mismo modo que
usted nos buscaba a nosotros.
-¿Quiénes son? –quiso saber Juan.
137
1· La Saga de los Eónicos
El ario apuntó con cuidado, pero pareció arrepentirse de
ello y volvió sus dedos hacia Meier.
-Si no quiere decirnos nada, no me sirve conservarlo con
vida. –dijo, sin dejar de apuntar.
Disparó sus dedos y miró a su compañero con el rostro
lleno de decepción.
-Ha sido una visita inútil. Nos largamos ahora. –le dijo y
el sujeto disparó a Luís en la cabeza.
El cuerpo del inválido se balanceó sin control y quedó in-
móvil dos segundos después, ya sin vida, recostado sobre
uno de los costados de la silla de ruedas.
Debajo de la mesa, fuera de la vista de los arios, Juan aún
permanecía con vida. Respiraba con mucha dificultad y se
había resignado a su suerte, pero no podía dejar de mirar el
cuerpo inmóvil de David. Lo había salvado del suicidio y lo
había llevado a la muerte misma. Sólo había brindado una
falsa esperanza de salir del pozo emocional en el que se ha-
bía metido. Y se arrepentía de no haber hablado con él sobre
la causa que lo había llevado hasta allí. Él joven había muer-
to, él estaba en el umbral del mismo destino. Las lágrimas
rodaban por el rabillo del ojo y caían al suelo en suaves gotas
que acariciaban el costado de su rostro y nublaban su visión.
En un instante, le pareció que los ojos de David se abrían y
lo miraban. Con sus últimas fuerzas, se secó las lágrimas y
comprobó que David si lo hacía. La expresión del muchacho
irradiaba pena y compasión por el profesor. Exactamente lo
mismo que estaba sintiendo el profesor por el joven. Se sintió
absorto y perturbado por haber tenido esos sentimientos por
otra persona, estando, él mismo, en esa situación. Pudiendo
ser, el mismo, objeto de esos sentimientos.
138
Lucas Sampor
De repente, David comenzó a incorporarse lentamente.
Había dejado de observarlo para dar rápidos vistazos en to-
das direcciones. Incluso, miró furtivamente a Carina, que
estaba a sus espaldas. Ella, sin embargo, tenía sus ojos clava-
dos en el arma que le apuntaba y no se percató de los movi-
mientos de David.
140
Lucas Sampor
-Vamos afuera. –le dijo a Carina, aún mirando el cadáver
de Juan.
Ella salió rápidamente por la puerta, cruzando sobre la
mesa de fórmica que aún la franqueaba parcialmente. David
metió la mano en el bolsillo de Juan y sacó las llaves del auto.
Se volvió a encontrar con Carina en la vereda de la casa de
Luís y la condujo hasta el auto.
141
1· La Saga de los Eónicos
-Estás herido. Te dispararon.
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Lucas Sampor
publicados al respecto. Me pareció más fácil ponerme en
contacto con ellos. Sabía que no se escaparían si descubrían
que un inmortal estaba tras ellos, por el contrario, intentarían
reunirse conmigo. Así que me puse a investigar sobre ellos y
descubrí que el profesor Olivier estaba relacionado con ellos.
No era un miembro directo, pero podía llevarme a ellos. Así
que busqué el modo de presentarme a Juan.
David explicó a Carina que había descubierto la relación
de Juan con el suicidio y, considerando que podía resultar,
armó la escena en la Catedral de la ciudad. Todo salió bien y
fue el profesor quien llevó adelante todo lo demás.
-Yo había planeado hacer las cosas de otro modo, pero
el profesor me fue llevando con su entusiasmo. Así que me
dejé llevar. No pensé que las cosas iban a terminar así.
-Un inmortal simulando suicidarse. –dijo Carina. –Una de
las cosas más irónicas que escuché en mi vida… y la más
extraña también.
-Siento mucho que estés metida en esto, no era esa mi
intensión.
-¡¿Tampoco era tu intensión que muriese el profesor?! –le
gritó ella y se puso de pie. Comenzó a caminar por la sala,
desesperada.
Él se dejó caer y se sentó en el suelo, pensando.
148
Lucas Sampor
Juntos, comenzaron a recorrer el salón en el cual se halla-
ban los objetos de la vida cotidiana que se habían recuperado
en diversas excavaciones. El viejo hablaba sobre columnas,
relaciones de proporcionalidad, estudios anatómicos y otras
especificaciones, pero la mente de Carina estaba en otro sitio.
Rogaba que David ingresara y se enfrentara al viejo. Sólo
pensaba en eso y se limitaba a mirar con asombro al viejo
cada vez que este parecía decir algo importante.
Entonces, oyó unos pasos a sus espaldas. Dio media vuel-
ta para encontrarse con David, pero se sorprendió al ver a
un hombre parado frente a ella. Un ario. Estuvo a punto de
gritar el nombre de David, pidiendo ayuda, creyendo que
había sido descubierta, pero logró contenerse.
150
Lucas Sampor
-¿Sos un inmortal? –preguntó, lleno de perplejidad.
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1· La Saga de los Eónicos
-Pues, no le creo. ¿Y los papeles?
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1· La Saga de los Eónicos
David estaba cansado de que el viejo le mostrase su error.
El hombre parecía encontrar alegría en ello, la única alegría
que le quedaba frente a su inminente muerte. David le entre-
gó la carpeta a Carina.
-¡Nos vamos! Esperame afuera. –le indicó y ella obede-
ció sin tardanza. Una vez solos, David volvió a dirigirse al
viejo. –Tal vez usted no tenga ninguna autoridad hoy en día,
pero llevó a cabo muchas atrocidades en sus años de guerra.
Así que… -David se acercó al escritorio y tomó la navaja que
servía para abrir la correspondencia. Era una cuchilla larga
y fina, semejante a una espada de la Edad Media, pero de
tamaño reducido.
-No vaya a cometer una locura. Puedo serle de mucha uti-
lidad si me lleva con usted. –la desesperación había ganado
terreno en el cuerpo del anciano e intentaba todos los trucos
para salvarse de una muerte segura.
-Hace un momento no sabía nada. ¿Ahora puede ayudar-
me? –David negó con una inclinación de cabeza que mostra-
ba resignación. –No se preocupe, voy a tener más compasión
de la que usted tuvo por sus prisioneros de guerra.
Dicho esto, dio dos pasos largos y rápidos hacia el viejo y,
con un movimiento muy veloz, le clavó la pequeña espada
en la garganta. Girando sobre sus talones con suma rapidez,
empujó al sangrante anciano hacia los documentos que ha-
bían estado guardados en el fichero.
154
Lucas Sampor
-Lo mataste, ¿verdad? –dijo ella, con absoluta seguridad
de ello.
-No te conviene saberlo. Vamos.
-¿Por qué?
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1· La Saga de los Eónicos
-Entonces, tenemos que actuar rápido. Si descubren que
los demás están muertos, van a escapar o lo van a cambiar
de lugar.
-¿Querés ir? Pensé que no querías participar en esto
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1· La Saga de los Eónicos
más frío. Su cuerpo se acostumbra a temperaturas bajas y no
sabe reaccionar al calor húmedo de esta zona.
-¿Quién te enseñó eso? ¿O lo aprendiste con los años?
160
Lucas Sampor
-Si son una parte de la raza humana, ¿pueden mezclarse
con ella?
-¿A nivel biológico? ¿Si un humano y un inmortal pueden
tener un hijo? ¿Eso querés saber?
-Si.
-¿Cómo?
-¡Listo!
162
Lucas Sampor
-Bueno, tengo algunas travesuras en mi haber. –admitió
él con una pequeña sonrisa, de esas que a ella le encantaban
y que atraían a tantas mujeres. –Yo voy a bajar primero, des-
pués vos.
-¿No hay perros por ahí? No vi ninguno, pero no estoy
segura. ¿Viste alguno?
-No hay perros. Solamente algunos pavos reales, pero no
te van a morder.
David terminó de bajar y le indicó a Carina que saltase. Él
la esperaría con los brazos abiertos. Carina dudó un instante
y luego tomó coraje. Se deslizó lentamente hacia delante y
se dejó caer de espaldas, cerrando con fuerza los ojos. Él la
atrapó con seguridad y la sostuvo en sus brazos hasta que
ella abrió los ojos. Ella lo miró desde esa posición tan cómo-
da y rogó permanecer allí varias horas. Su vestido, anudado
anteriormente, se subió un poco más, dejando al descubierto
los muslos fuertes y suaves que se escondían bajo la ancha
pollera.
-Hay que tratar de entrar al edificio. –las palabras de
David rompieron el encanto del momento y se apresuró a
bajar de sus brazos.
-Si. Vamos a tener que buscar una ventana. Las puertas
van a estar bien cerradas.
-Vamos a dar una vuelta al lugar para ver que hay. –dijo
él y comenzaron a recorrer el sitio.
El terreno amplio contenía una cancha de fútbol, donde
los empleados jugaban en horas de descanso. Dos parri-
llas pequeñas completaban las instalaciones de recreación.
Luego se hallaba el edificio y el playón de asfalto en el cual
los camiones cargaban la mercadería que repartirían en los
diversos comercios. En él se hallaba un solo vehículo que,
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1· La Saga de los Eónicos
como los demás vehículos que habían visto, no poseía la
identificación de la empresa. El galpón era una masa rectan-
gular completamente lisa en sus lados. En la parte superior
podían verse decenas de ventanas pequeñas por donde en-
traba la luz del día, pero estaban demasiado altas para poder
entrar por allí.
-Perece que vamos a tener que forzar una puerta. –comen-
tó Carina, pero David ya estaba buscando una abertura.
Caminaron hasta el playón de estacionamiento y David
se detuvo frente al enorme portón metálico. Un candado no
dejaba manipular la manija, de modo que David volvió unos
pasos hacia atrás y se adelantó con prisa. Pateó el candado
con el talón de su pie derecho pero este no se rompió. David
repitió la acción y el candado cedió. El ruido de los golpes
hubiera llamado la atención de cualquiera en los alrededo-
res, pero a nadie parecía importarle lo que sucedía ahí.
David quitó el candado forzado y abrió el portón lo sufi-
ciente para poder entrar. Un gran salón oscuro se presentó
ante ellos. La primera silueta que pudo divisar fue la de la
cinta transportadora. Esta iba desde el portón, donde deja-
ba caer los alimentos envasados que recogía una decena de
metros antes, en la empaquetadora que se hallaba en el lado
opuesto del galpón. Esta maquina ocupaba más de la mitad
del largo del edificio y se encargaba de embolsar los faisanes,
rubricarlos, pesarlos y darles una fecha de envasado y venci-
miento. El último paso del proceso era contarlos.
Para llegar a la empaquetadora, los faisanes salían de una
cámara frigorífica, donde permanecían congelados. La cá-
mara ocupaba una parte importante del lugar, enfrente a ella
estaban las tres oficinas que buscaba David. Con pasos cui-
dadosos se dirigió a ellas, a la derecha del portón metálico.
Carina lo seguía de cerca.
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Lucas Sampor
-¿No sería prudente cerrar el portón? –preguntó ella.
-No son pavos. Son faisanes. –dijo David con esa media
sonrisa tan peculiar en él.
-No me refería a eso, precisamente. Lo que quise decir es
que…
-Ya sé. Era un chiste. –la interrumpió David.
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1· La Saga de los Eónicos
-¿Qué es? –preguntó ella.
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1· La Saga de los Eónicos
-¿Qué es? –preguntó Carina con un susurro.
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Lucas Sampor
Mientras hablaba, David continuaba observando el lugar
con la ayuda de su linterna y el resplandor que arrojaban las
velas encendidas. En el centro de la sala descubrió una es-
tructura rectangular de concreto que simulaba ser de piedra.
Unos minutos antes, la había pasado por alto, creyéndola
una mesa rústica en la penumbra. Pero ahora, con la luz de
las velas, sumadas a la linterna, podía observarla con mayor
detenimiento. Se acercó a ella con lentitud y se agachó para
que su rostro quedara a la altura de las paredes laterales de
la estructura.
-Parece un féretro antiguo. –comentó Carina, algo inquie-
ta por el silencio que se había instalado en el lugar.
David, en cambio, permanecía silencioso, callado, leyen-
do y tratando de interpretar los dibujos en bajo relieve que se
distinguían en la superficie de cemento. A simple vista, eran
símbolos amontonados sin un orden específico, pero David
creía que quienes los habían hecho intentaban contar algo
con ellos. Los minutos pasaban y no lograba descifrar los
dibujos.
-¿Qué creés que sea este lugar? ¿Qué pueden hacer acá?
-¡David!
178
Lucas Sampor
El viejo se acercó a la puerta de la camioneta e inspeccionó
los destrozos causados por su subordinado, con una linterna,
desde lejos.
-¡Pelotudo! Lo vas a dañar antes de que podamos experi-
mentar con él. –le reprochó el viejo con un golpe suave en la
mandíbula. El dolor del golpe no fue nada, comparado con
la herida en el orgullo del soldado. –Dame las llaves de las
esposas de ella. –le ordenó a otro de los arios y este metió la
mano en el bolsillo del pantalón.
180
Lucas Sampor
Día 6
-Le aconsejo que deje de hacer eso. –uno de los arios había
abierto la ventanita y las palabras se oían por sobre el ruido
del motor. –Si se quita todas las flechas, me veré obligado a
volver a dispararle cuando lleguemos.
David no respondió a las palabras del hombre que lo tenía
cautivo, pero advirtió que el camión no podía servir para el
transporte de faisanes, pues no era refrigerado. Había sido
llevado hasta el frigorífico con el fin de trasladarlos a ellos.
Comprendió que habían caído en una trampa bien puesta.
181
1· La Saga de los Eónicos
inmortales, por eso se explica que evolucionaran de igual
modo en lugares y culturas tan distanciadas entre sí.
-Ayudame a pararme. –pidió y Carina le tendió la mano.
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1· La Saga de los Eónicos
nada. Respiraban con dificultad e intentaban adecuar sus
ojos a la penumbra. Llegaron al final de la escalera y se que-
daron quietos allí, aunque debieron avanzar unos cuantos
pasos más en forma obligada, cuando el ario que los seguía
los empujó con fuerza. David estuvo a punto de caer, pero
logró mantener el equilibrio con su pierna sana. Se apoyó
contra una de las paredes y descubrió que el lugar había sido
escavado en el suelo mismo, pero no estaba recubierto por
ningún material resistente. Pensó que durante las lluvias,
ese lugar debía estar en constante peligro de derrumbe. Por
el largo de la escalera que habían descendido, consideró que
estaban a unos cuatro metros bajo la superficie y que si toda
esa tierra caía sobre alguien, sería su tumba, sin duda.
-Acogedor lugar. –comentó cuando el viejo se acercó a
ellos. -¿Pasa sus veranos acá?
-Vas a pasar tus veranos y tus inviernos en este lugarcito
si decidís no cooperar. Aunque vas a tener compañía.
El ario que estaba junto a David lo empujó hacia el interior
del lugar. David golpeó contra unas rejas que se hallaban
a un lado de un pasillo corto. Mientras el segundo solda-
do continuaba apuntándole, el que había ingresado primero
abrió la puerta de una celda. Sin mediar palabras, lo hicie-
ron ingresar allí dentro. Carina fue la siguiente en ingresar,
también a empujones. La puerta metálica se cerró con gran
estruendo y el ario le echó llave.
La celda estaba en precarias condiciones, aunque tenía un
camastro contra la pared y un recipiente para hacer necesi-
dades en un rincón. La vista de David se había acostumbra-
do a la oscuridad permanente y pudo divisar que las rejas
rodeaban completamente el lugar, no como en el caso del
resto del lugar, donde las paredes de tierra estaban despro-
vistas de cualquier sostén. Incluso el techo estaba enrejado.
186
Lucas Sampor
No sería fácil escapar de allí. Se sentó en el camastro y trató
de respirar para conseguir calma y lucidez. Debía pensar
en algún plan para que el viejo General de la SS no llevara
adelante sus locuras. No quería formar parte de un ritual sin
sentido.
El viejo lo miró por unos segundos a través de las rejas
que los separaban y luego dio media vuelta.
-Vamos a preparar las cosas. Quiero hacerlo cuanto antes.
–les dijo a sus hombres y estos los siguieron en silencio.
Carina los vio alejarse, subir la escalera y, un momento
después, sintió el sonido de la puerta de madera arrastrarse
por la tierra. La oscuridad se cernió sobre ellos y una sensa-
ción de malestar y congoja se apoderó de la muchacha. Se
quedó parada allí, con la cabeza apoyada en las rejas, medi-
tando la situación que le tocaba vivir. El problema en el cual
se había metido por seguir al hombre al que creía amar.
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Lucas Sampor
pués de que me saques! Me dejaste en este lugar más de
una década y querés venir a darme clases de cortesía. ¿Estás
loco? ¡Me abandonaste! ¿Cómo carajo querés que me sien-
ta? ¿Querés que te agradezca todo lo que sufrí en este lugar
mugroso? ¿Qué mierda pretendés, David?
-Bueno, me conformaría con un “Gracias”, pero si tanto
te cuesta expresar tu gratitud, está bien. No hace falta que
digas nada.
-¿Por qué no te vas un poquito a la m…
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1· La Saga de los Eónicos
movió del lugar en que se hallaba, tratando de encontrar re-
fugio contra una de las paredes laterales de la celda.
David la imitó y corrió a su lado.
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Lucas Sampor
David estuvo serio hasta el último momento, pero al oír el
final de la frase de Carina no pudo evitar sonreír.
-No te vas a morir. No voy a permitir que eso pase. Podés
tranquilizarte, vamos a salir de acá.
-No cambies de tema, David. Explicame lo que pasa, aho-
ra. –ella ya no aceptaba otra cosa que la verdad y sus pala-
bras sonaban a orden. Se sentía un poco decepcionada.
De fondo continuaban teniendo los insultos y agravios
que Jesús despotricaba contra su amigo, además de seguir
arrojando partes de su celda contra ellos.
-Sí, es él pero no Él. Ahora eso es historia vieja. Él nunca
dijo ser hijo de Dios. Eso lo inventaron aquellos que que-
rían creer eso después de que lo crucificaron. Jesús intentó
enseñarles cosas nuevas a los humanos y ellos no quisieron
entender. Después de la crucifixión decidió desaparecer. Ya
no le parecía buena idea permanecer entre los humanos. Los
que estábamos cerca de él lo acompañamos lejos de ahí y
volvimos a la clandestinidad habitual. Como explicó el pro-
fesor Olivier, los inmortales entramos en una depresión en
algún momento de nuestras vidas y a Jesús le tocó vivirla
a mediados del siglo XX. Yo, que soy su amigo desde hace
mucho, le aconsejé tomar parte en alguna guerra y se dirigió
al Golfo Pérsico. Lo demás es lógico: lo atraparon los nazis
que se ocultaban del lado de los árabes y desde ese entonces
lo busco. Recorrí el mundo hasta llegar acá. No voy a dejar
que una simple reja me impida rescatarlo.
La mención del profesor Olivier entristeció a Carina, pero
el asombro era aún más grande al intentar comprender todo
aquello relacionado con Jesús. Era católica, aunque no de-
vota, y esa realidad perturbaba y trastornaba su mente. De
repente, toda la educación religiosa que había recibido desde
niña era falsa hasta cierto punto.
193
1· La Saga de los Eónicos
-Todo lo que me enseñaron es una farsa. ¡Una porquería!
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Lucas Sampor
del cráneo contra las rejas y manteniendo los ojos cerrados.
Parecía agotada. David comenzó a sentir rabia hacia su ami-
go. Entendía que estuviera enojado con él, pero ya debería
haberle pasado la ira. Sus dedos comenzaron a incrustarse
en la pared de tierra con una fuerza excesiva, intentando des-
cargar su rabia en otra cosa. Pero la tierra seca comenzó a
desmoronarse bajo sus dedos y algunos terrones cayeron en
su palma. Al sentir aquellos trozos de tierra en su mano iz-
quierda, intentó calmarse, pero por el rabillo del ojo alcanzó
a ver que Carina se balanceaba hacia delante. Con rapidez,
extendió el brazo y la retuvo. Corriendo el riesgo de ser al-
canzado por uno de los proyectiles que arrojaba Jesús, se
colocó delante de Carina y la ayudó a sentarse en el suelo.
-No me siento bien. Tengo nauseas. –su voz era apenas
audible y trataba de mover la boca lo menos posible. Cada
movimiento le causaba un mareo peor, incluso su propia res-
piración parecía molestarle y sentía a cada momento que iba
a dejar salir lo que había comido. No quería hacerlo delante
de David. Se sentiría muy avergonzada.
-¡Ahí está el gran rey David! ¡Al fin decidió hacer frente
a sus problemas! –las palabras de Jesús pasaron desapercibi-
das para Carina.
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1· La Saga de los Eónicos
Un gran trozo de tierra pasó zumbando la cabeza de David
y se desintegró en la pared del fondo.
-¡Basta! ¡Ya está bien! ¡Te descargaste lo suficiente! –lo
retó David.
-¡Me voy a descargar cuando te tenga entre mis manos!
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-Señorita, le aconsejo hacerse a un lado si no quiere recibir
el mismo tratamiento que su amiguito. –dijo el anciano, del
otro lado de las rejas y Carina alzó la vista para observarlo.
Se detuvo allí unos segundos, pero luego se dio cuenta
que no podría hacer nada contra tres sujetos armados y mu-
cho más fuertes que ella. Lentamente se puso de pie, sin-
tiendo temor e incertidumbre por dejar solo a David, en ma-
nos de tan despiadados sujetos. Dio unos pasos hacia atrás,
hasta que apoyó su espalda contra la pared del fondo de la
celda. Desde allí se dispuso a observar, con abatimiento, lo
que ocurriría con David. Las lágrimas volvían a caer por sus
mejillas.
El General volvió a hablar, esta vez se dirigió a David.
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El viejo se alejó de la celda, seguido por su soldado.
Advirtió que David estaba de pie en la puerta de la celda y lo
observaba con el rostro serio, pálido y cansado.
-Queda poco, muchacho. Ya no falta mucho. Te prometo
que va a ser rápido. Ya llevamos a cabo varios ensayos y
está todo muy bien estudiado. ¿Querés despedirte de tus
amigos? –concluyó, mirando a Carina.
-No hace falta. Lo que intenta no va a resultar. –respondió
David con voz ronca.
-Lo que digas. –el viejo sonreía y volvió a mirar a la joven,
que lloraba en silencio. –No parece buena idea haberlo acom-
pañado, ¿verdad?
En los minutos anteriores, cuando Jesús había llamado la
atención de los arios con su reacción, David había aprovecha-
do para sacar de un bolsillo la punta de la flecha que Carina
le había extraído del pecho. La ocultó en su mano derecha
y esperó el momento para actuar. Continuó avanzando con
pesadez, entrando en el pasillo angosto y poco iluminado.
El ario que le apuntaba a la cabeza lo seguía a una distancia
prudente y segura.
-¡Deténganse! Yo voy a subir primero. –ordenó el ancia-
no General y sus soldados se hicieron a un lado para dejarle
espacio para pasar.
David estaba en mitad del pasillo y el viejo debía pasar
muy cerca de él, por lo que uno de los arios se aproximó a
David para hacerlo a un lado a empujones. Estiró el brazo a
la altura de los hombros del inmortal y le dio un fuerte em-
pujón, pero en una rápida maniobra, David sujetó el brazo
del ario y tiró de él, contrarrestando el envite. El enorme
ario perdió el equilibrio y comenzó a desplazarse hacia de-
lante. La mano derecha de David dejó deslizar la punta de
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Lucas Sampor
la flecha que llevaba oculta y, mientras soltaba el brazo del
soldado para dejar libre su propio brazo izquierdo, incrustó
la punta metálica en la garganta del ario. No se detuvo a ob-
servar el rostro incrédulo del tipo. Debía continuar actuando
sin pérdida de tiempo. Girando sobre sus talones, tomó la
ballesta, con la cual le apuntaba el segundo soldado, con la
mano izquierda. El soldado había disparado ya el proyectil,
pero la mano de David lo detuvo antes de que este saliera del
arma. La flecha se quedó allí, a medio recorrido y los ojos del
soldado la observaban sin poder creer lo que ocurría. No vio
que la mano derecha de David avanzaba hacia su rostro. El
golpe del puño del joven lo hizo tambalear, pero era lo sufi-
cientemente fuerte para soportar un golpe semejante.
David volvió a golpearlo, pero esta vez le asestó en la gar-
ganta con el filo de la mano. El sujeto dejó de respirar al sen-
tir obstruido el conducto respiratorio. El impacto había sido
tan fuerte y preciso que provocó una fisura en la traquea. La
sangre comenzó a brotar en el interior de la garganta y se di-
rigía a los pulmones. En poco tiempo más, moriría ahogado
por su propia sangre. Soltó el arma y se llevó ambas manos
al cuello en su desesperación.
David sabía que si soltaba la ballesta, esta se dispararía
inmediatamente, por lo cual la mantuvo sujeta con su mano
izquierda. Sólo quedaba un soldado, pero este no llevaba
arma alguna. David había dispuesto atacar a este en último
lugar, ya que era quien menos peligro representaba, junto
con el viejo. Giró la ballesta y la apuntó hacia el ario que se
debatía entre escapar a las corridas y continuar bajo las órde-
nes del viejo General. La indecisión lo mantuvo inmóvil el
tiempo suficiente para que David pudiese apuntar con preci-
sión. Sin embargo, por poco falla el disparo, que alcanzó al
soldado a la altura del hígado.
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El viejo fue presa de la desesperación y la impotencia al
ver la rapidez con que el inmortal dejaba fuera de combate a
sus soldados e intentó escapar, pero el camino de salida de
ese túnel estaba obstruido por los cuerpos esparcidos de sus
hombres moribundos. David lo observó por un momento y
pudo comprobar que el anciano no podía reaccionar. Tomó
la ballesta por el mango y le disparó una flecha en la pierna
derecha. La misma atravesó la carne fláccida y debilitó los
músculos cansinos del General. Cayó al suelo luego de tam-
balearse unos segundos.
El soldado que llevaba una flecha en el hígado advertía la
sangre negra que brotaba de su vientre y trataba de respirar
de forma pausada, pero un movimiento llamó su atención.
David se aproximaba a él con pasos lentos y decididos. Lo
observó, lleno de espanto, y comprendió que la siguiente fle-
cha le daría la muerte. Así fue; esta se incrustó en su pecho,
atravesándole el corazón. Sus ojos quedaron abiertos, sin
vida, observando el techo del túnel de tierra.
Carina había visto el proceder de su amigo y le sorprendió
la rapidez de los movimientos de este. Jesús también lo ha-
bía observado todo, pero no se sentía tan sorprendido, aun-
que se mantenía callado, recostada su cabeza en las rejas de
su celda. Miraba a David, su amigo, parado en medio de tres
cadáveres y saboreaba la inminente libertad. Un cansancio
se apoderó de él y sintió que su cuerpo dejaba de luchar por
la supervivencia. Sus piernas flaquearon y se vio obligado a
sentarse en el suelo terroso de la jaula que lo había manteni-
do cautivo tantos años.
David se acercó al General y lo observó desde su altura.
El anciano se había arrastrado un poco desde el sitio en que
había caído, pero no parecía haber intentado salir del pasillo,
sino que se había dirigido hacia el final del túnel. El casco
de oro había caído de su cabeza, dejando la calva manchada
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Lucas Sampor
al descubierto. David sintió deseos de aplastarla con fuertes
pisadas, pero se contuvo, sabiendo de la presencia de Carina.
Si ella no lo hubiese acompañado, tal vez, habría dado rienda
suelta a la crueldad. Por unos segundos abandonó al anciano
y se aproximó al primer soldado que había dejado fuera de
combate. Se arrodilló junto a él y le extrajo la punta de la
flecha de la garganta. El sujeto hizo un movimiento espasmó-
dico y un torrente de sangre brotó de la herida. Sin embargo,
un segundo después, volvió a quedar inmóvil. David abrió
su mano y contempló el extremo superior de la flecha rota. El
metal afilado estaba manchado con su sangre y la del soldado.
El trozo de madera, que aún permanecía enroscado al metal,
estaba astillado en el sitio en que Carina lo había quebrado.
Miró a su amiga desde su posición, a través de las rejas.
Pasó por encima del viejo, sin tocarlo, y entró en la celda,
quitando el manojo de llaves que aún pendía de la cerradu-
ra. Parado frente a Carina, le colocó las llaves en la mano
temblorosa.
-Quiero que saques a Jesús y lo lleves arriba. –mientras
hablaba, le acarició la mejilla con la yema de los dedos, se-
cando algunas lágrimas. –Tenés que ser fuerte unos minutos
más. Te prometo que después vamos a descansar bien.
Ella pensó en todo lo que había vivido en los últimos días
y no creyó que pudiese descansar o dormir en mucho tiempo.
Podía oír los quejidos del anciano, pero se negaba a mirarlo.
Prefería evitar una imagen que no se borraría de su mente en
muchos años. Miró a David a los ojos.
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Rodeó la cintura de la muchacha con el brazo y la empujó
suavemente, pero con firmeza, encaminándola hacia la otra
celda. Ella no se resistió.
La observó unos segundos, pensando en el futuro que ella
podría tener sin la presencia del profesor Olivier que la ayu-
dara económicamente. Ella intentaba dejar atrás la angustia
que sentía en su cuerpo y en su alma.
Cruzó el pasillo oscuro con la cabeza baja, pero se obligó
a alzar la vista al encontrarse con las rejas de la celda que
retenía al inmortal. El tiempo que Jesús llevaba encerrado
le había hecho crecer la barba y llevaba el pelo muy largo y
sucio. Se lo veía flaco y demacrado. No se parecía en nada a
la imagen que ella había idealizado del Hijo de Dios, pero no
dudaba de su identidad.
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-Si. Soy yo. –dijo él, susurrando. –No hace falta que entres
en un conflicto filosófico y religioso ahora mismo. Tendremos
tiempo para hablar de esto más tarde, te lo prometo.
Ella sólo pensaba en que no podría seguir adelante mu-
cho tiempo más. Movió su mano y la extendió hacia la de
él. Cuando estuvo sobre ella, dejó caer la llave que David le
había entregado.
Mientras Jesús forcejeaba con la cerradura que, al no
abrirse en muchos años, seguramente, estaba herrumbrada,
Carina no se movió. Toda la jaula parecía moverse ante los
envistes y sacudones que Jesús le daba a la puerta. Algunas
partículas de tierra caían en forma de polvo desde el techo
pero, al final, la puerta cedió, dejando libre a Jesús.
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buscar un poco de agua. –dijo ella y abrió la guantera del
vehículo. No había nada allí.
Mientras tanto, dentro de la cueva excavada por los na-
zis desterrados de su Alemania natal, David hablaba con el
viejo.
-Voy a ser sincero con usted por el hecho de que conoce
mi naturaleza. En los años que pasé buscándolos, averigüé
que se trajo una buena cantidad de riquezas cuando escapó
de los aliados. No me importaría matarlo lentamente, como
usted pensaba hacerlo con mi amigo, pero preferiría que me
dijese dónde se encuentra el resto de ese dinero.
-¿Pensás que te voy a dar plata así nomás? –el viejo conti-
nuaba siendo testarudo aún en vísperas de su muerte.
David miró la punta de la flecha que había quitado de la
garganta del enorme ario que había matado. Tomó la mano
del anciano y la colocó con rapidez sobre el suelo del pasillo.
La atravesó en un rápido movimiento con la flecha y la dejó
clavada en la tierra. El viejo quedó con el brazo derecho esti-
rado, gimiendo de dolor, luego de haber lanzado un grito.
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-Veo que no quiere sufrir del mismo modo que sufrieron
sus prisioneros de guerra. ¿Por qué no se rinde y me dice
dónde lo esconde? –continuó David.
El anciano elevó su mano libre, temblorosa. Con lentitud
apuntó hacia el final del pasillo. David giró su cabeza, si-
guiendo la dirección que el viejo indicaba y divisó una puer-
ta de madera. La oscuridad la había mantenido oculta a los
ojos de quienes desconocían su presencia. Pensó que el vie-
jo aún podría intentar alguna treta para escapar y dudó en
abrir la puerta. Desconfiaba de que el oro robado estuviese
allí pero, por otro lado, era propio de ladrones esconder su
botín en un sitio totalmente inadecuado. Pensó tomar pre-
cauciones, pero lo único que tenía a mano era al viejo.
Volvió a agacharse junto al anciano.
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-Usted es el que no comprende el poder de mi gente. Si
nosotros hubiéramos querido, habríamos terminado con us-
tedes antes de que comenzaran todo el genocidio. Pero esta-
mos decididos a no intervenir en los conflictos humanos. Se
extralimitaron al creer que podrían tomar nuestra inmorta-
lidad. No voy a pelear por ningún humano, pero si intenta
hacerles daño a mis amigos, hay todo un ejército invencible
que lo perseguirá hasta que cometa un error. Entonces, cae-
rán sobre usted como un enjambre, acabando con todos sus
hombres, sin que tengan la mínima esperanza de escapar.
Por la mente trastornada del anciano cruzó la idea de que
saldría vivo de aquella cueva funesta. Guardó silencio para
evitar que su oponente cambiara de parecer.
David giró sobre sus talones y contempló la inmensa ri-
queza acumulada en el pequeño cuartito. Una idea clara y
concisa se plasmó en su ser y sus planes cambiaron radical-
mente… aunque no todos.-
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encontramos me criticás que intervengo en la vida de los
hombres, pero vos fuiste el ser más significativo en la histo-
ria de la humanidad y yo no puedo decir nada.
-La respuesta es la siguiente: yo me las ingenié para que
mi muerte pareciera lógica.
Jesús miró a David a los ojos y le sonrió pícaramente.
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