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UN PRESIDENTE ENTRE LA
ESPADA Y LA PARED
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14º Certamen Intercolegial de Historia – Instituto Euskal Echea (Llavallol) – Año 2016 Pág. 2
Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
ÍNDICE BIBLIOGRÁFICO1
1- JUAN SURIANO: “Introducción” en Dictadura y Democracia (1976-2001),
Nueva Historia Argentina, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2005, pp.
20-24.……………………………………………………………………………………P.5
1
N. de la E.: todos los textos citados se encuentran seleccionados y/o adaptados en algunas de sus partes, para uso exclusivo del Certamen.
Asimismo, se aclara que las citas competas sólo figuraran en el índice del cuadernillo, marcándose, luego, solamente los autores y, si es
necesario porque se repiten historiadores, se pondrá parte del título del texto.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
PRESENTACIÓN
Comité Organizador
(Graciela Ainadjian, Daniel Miniello, Emmanuel Brugaletta,
Valeria Pardo, Linda Cooper y Elina Carrasco)
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
JUAN SURIANO
Hacia 1982 el régimen militar se hallaba debilitado en varios frentes. No sólo por el fracaso del
proyecto económico; tampoco había logrado imponer el disciplinamiento social y político que
pretendía, aunque le asestó una indudable y definitiva derrota a la guerrilla tanto urbana como
rural. Además, estaba sumido en sus propios enfrentamientos internos, que, a medida que la
economía mostraba más resquebrajamientos, se hacían más agudos. El desgaste internacional
como consecuencia de la acción de los grupos de derechos humanos, desde que el 30 de abril
de 1977 se realizó la primera marcha de las Madres en torno de la Plaza de Mayo, no fue
menor e insumió una notable y dilapidada energía a los militares para neutralizarla. En cierta
forma, la derrota de la guerra de Malvinas marcó el comienzo del fin de la última dictadura
militar, y su acelerado repliegue implicó el reordenamiento desordenado de la actividad política
y una breve, compleja y tumultuosa transición a la democracia.
La restitución de la democracia a partir de 1983 habría de producirse en un contexto complejo
pues los cambios, en el rumbo de la economía en los países centrales afectarían de manera
concreta al nuestro. En un mundo cada vez más globalizado y desde fines de los años ‘80
unipolar, la presión ejercida por las políticas neoliberales, que pregonaban la reforma del
Estado, la reducción del déficit fiscal, las privatizaciones, la reconversión industrial y una
excesiva libertad de mercado, marcaría los límites dentro de los cuales se realizaría la
transición democrática y condicionaría la consolidación de las instituciones. En realidad, la
transición política del autoritarismo a la democracia se llevó a cabo de manera simultánea con
el pasaje de una economía dirigida a una de mercado.
Y el resultado que hoy puede constatarse de ese doble proceso de transición es que tanto la
democracia como las transformaciones económicas parecen haberse consolidado. Sin
embargo, las consecuencias están lejos de ser alentadoras. En efecto, por un lado la
democracia cumplió dos décadas, el período más largo desde la sanción de la Ley Sáenz Peña
en 1912. Y, a pesar de sus evidentes defectos y debilidades, el sistema democrático se ha
asentado y una muestra en ese sentido es que pudo capear violentos temporales, como los
levantamientos militares de fines de los años ochenta o la reciente crisis de gobernabilidad de
fines de 2001. En este sentido, el rasgo saliente a lo largo de estas dos décadas de vigencia de
las instituciones democráticas, tal vez, es que la sociedad civil supo rechazar los ataques
autoritarios a la democracia y también evitó la tentación de dejarse arrastrar hacia experiencias
que podrían haber desembocado en proyectos autoritarios. Mirando retrospectivamente la
historia política argentina del siglo XX, esta actitud de la sociedad civil resulta un acontecimiento
auspicioso pues parece haber desaparecido el pretorianismo presente en la sociedad argentina
hasta hace pocos años. Es cierto que esto sucede en un contexto regional en el cual fueron
desapareciendo los regímenes militares y se han impuesto sistemas democráticos en buena
parte de América latina, aunque la mayoría de estas democracias funciona con enormes
dificultades jaqueadas por los efectos depredadores de las políticas neoliberales y por
importantes niveles de corrupción, que llevan al desinterés y a la apatía política a buena parte
de los ciudadanos. Con la excepción de Venezuela, no se han producido en los últimos años
intentos de golpes de Estado, y la retirada de los militares de la esfera política, más allá de las
peculiaridades de cada nación, es hoy un dato de la realidad política latinoamericana. Es en
este contexto donde deben entenderse la constitución de la democracia local y el rol
desempeñado por la ciudadanía y los partidos políticos.
Hugo Quiroga sostiene que la participación de la ciudadanía en el espacio público durante la
década que duró la transición democrática tuvo dos momentos bien diferenciados. En el
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primero, entre 1983 y 1987, tuvo lugar una activa e intensa participación ciudadana en la
discusión pública en torno a varios acontecimientos cruciales, como el juicio a las juntas
militares, la labor de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), el
Congreso Pedagógico Nacional, el tratado de paz con Chile, la aplicación del Plan Austral; el
punto culminante de este clima democrático lo constituyeron las formidables manifestaciones en
defensa de la democracia durante el levantamiento militar de Semana Santa de 1987. Fue en
estos años cuando se generalizó el consenso de los ciudadanos hacia la democracia así como
un clima optimista en el que parecía haberse conformado un espacio público verdaderamente
participativo.
Sin embargo, ese clima pronto habría de resentirse y daría lugar a un creciente desencanto
ciudadano. Una serie de factores contribuyó al declive de la democracia participativa, cuya
primera evidencia se manifestó con la derrota electoral de la Unión Cívica Radical en 1987. Si
bien fue una consecuencia directa de la frustrante resolución de la crisis de Semana Santa,
también obedeció al errático rumbo de la política económica, que se veía fuertemente
presionada a dos puntas, tanto por el poder financiero como por las demandas gremiales. En
este sentido, el gobierno de Alfonsín sufría el acoso implacable de las diversas corporaciones
(sindicalismo, Iglesia, Ejército, empresarios) sin saber muy bien cómo salir de la encrucijada.
Las leyes de Obediencia Debida y Punto Final vinieron a sumarse a este panorama tan
complejo y terminaron por hundir aún más la credibilidad presidencial. La participación
ciudadana se fue retrayendo y comenzó a afectarse la confianza en el sistema político.
En realidad, la resolución del tema de la violación de los derechos humanos por parte de los
militares marcó con claridad los problemas que tenía el sistema democrático para condenar a
los responsables. Al momento de asumir, el gobierno de Alfonsín tomó algunos principios y
reclamos del movimiento de derechos humanos, que, más allá de las diferencias entre sus
diferentes grupos, exigía conocer la verdad y enjuiciar a los culpables. Derogó la ley de
autoamnistía dispuesta por el general Reynaldo Bignone, creó la CONADEP y enjuició a las
cúpulas militares. El informe de la CONADEP y el juicio a las juntas militares representan,
quizás, el punto más alto del compromiso alcanzado por el gobierno radical con las demandas
del movimiento de derechos humanos. Las conclusiones de la labor de la CONADEP, dadas a
conocer el 20 de septiembre de 1984, permitieron correr el velo tendido por los militares a las
brutales violaciones a los derechos humanos y que la sociedad argentina conociera la verdad al
respecto.
Si bien la CONADEP fue conformada por el gobierno en oposición a la postura de buena parte
del movimiento de derechos humanos, que impulsaba la creación de una comisión bicameral,
es indudable que el resultado de la investigación realizada por sus miembros fue un hecho
excepcional y notable ya que comprobó fehacientemente los crímenes del terrorismo de Estado,
consistentes en la violación sistemática de los derechos humanos. Esto es, la desaparición de
personas, la aplicación de torturas, el secuestro de bebés y la existencia de más de trescientos
centros clandestinos de detención. Todos estos datos tuvieron una gran difusión por parte de
los medios y sus principales resultados se publicaron en el libro Nunca más, que generó (y aún
genera) “un enorme impacto sobre la opinión pública”. Pero además, como dice Elizabeth Jelin,
“la actividad de la comisión dejó en el haber del movimiento la sistematización de una carga de
prueba que iría a tener peso decisivo para la etapa civil del juicio a las juntas”.
El juicio a las juntas militares, hecho inédito en la historia latinoamericana, fue iniciado por la
Cámara Federal en abril de 1985 y constituyó el punto culminante de la lucha por los derechos
humanos en la Argentina; y no sólo por conmover la identidad colectiva de la sociedad y por el
consecuente valor simbólico sino porque, por primera vez, los máximos responsables de tres
conducciones consecutivas de las Fuerzas Armadas se sentaban en el banquillo de los
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acusados y debían someterse a la justicia civil y aceptar el veredicto del tribunal, que finalmente
estableció diversas condenas. Aunque los organismos de derechos humanos se mostraron en
desacuerdo con el fallo impuesto por los jueces, como se ha demostrado posteriormente, éste
daba lugar a la posibilidad de nuevos procesamientos. A partir de este momento el gobierno
comenzó a soportar fuertes planteos y presiones desde diversos sectores de las Fuerzas
Armadas, que convirtieron “la cuestión de los derechos humanos” en “cuestión militar”. Los
constantes planteos y levantamientos militares lo desestabilizaron a la vez que desdibujaron
sus políticas de derechos humanos al sancionar la Ley de Punto Final en 1986 y la de
Obediencia Debida un año más tarde.
Parece evidente que esta forma de resolver el conflicto con los militares significó un rudo golpe
a la ya declinante credibilidad del presidente Alfonsín, cuyas más claras manifestaciones fueron
la derrota electoral de su partido, la Unión Cívica Radical, en 1987, y la consecuente y rápida
recuperación del peronismo. Pero además inauguró una crisis de gobernabilidad cuyo rasgo
saliente sería una acelerada pérdida de legitimidad gubernamental, en medio del descontrol de
las variables económicas y una ola de saqueos, que llevaría a una nueva derrota electoral del
partido gubernamental en los comicios presidenciales de 1989 y a la entrega anticipada del
poder a su ganador, el justicialista Carlos Saúl Menem.
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crítica del mundo aparecía como un costo peligroso para los triunfadores para el incierto orden
internacional en cambio permanente. Cierto realismo político lleva a reconocer que este nuevo
orden es dominado por los países que controlan mercados, sistemas financieros, tecnología y
fuerza militar. Patrimonio de pocos, la posición relativa de las naciones depende de la posesión
de todos, de varios o de ninguno de esos recursos fundamentales.
La guerra del Golfo puso en juego todos esos elementos de las reglas internacionalmente
dominantes. Interdependencia, prioridad de la cooperación sobre el conflicto, desigualdades
objetivas y la necesidad de globalizar la ética, así como se globalizan las finanzas y la política
procura la gobernabilidad del proceso mundial. Dicha guerra —como al filo del siglo la de
Kosovo— fue en ese sentido un “hecho cultural”, pero no se suscitó por una cuestión moral sino
por intereses políticos y económicos presentes en casi todo conflicto militar. Dio nuevo relieve,
en fin, a otra cuestión: la de si ese tipo de conflictos, que pone en juego lealtades religiosas, no
anticipa en rigor factores relevantes en el mundo por venir.
Si la guerra del Golfo fue una experiencia dramática que cambió estrategias y tácticas militares,
el siglo terminaría con el escenario de una última guerra europea, por sus características la
primera guerra del siglo XXI: la guerra de Kosovo, la tragedia de la ex Yugoeslavia. Guerra de
orígenes y consecuencias polémicas: intervención de la OTAN sorteando la intervención del
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en cuanto se invocó el derecho de ingerencia
derivado de graves acciones contra los derechos humanos del pueblo kosovar, y acciones que
habrían de contener todos los factores de conflicto conjeturables para los tiempos actuales:
nacionalismos, politización de religiones, “limpiezas étnicas”, pero también nuevas maneras de
hacer la guerra mediante tecnologías sofisticadas, poder aéreo inalcanzable para los atacados,
sin bajas entre atacantes que no ocupaban el terreno de lucha cediendo la capacidad de
maniobra táctica a las fuerzas serbias del dictador Milosevic... Tema todavía abierto a
consideraciones éticas, políticas, militares en un debate no terminado que oscurecen no sólo
esa “otra Europa” sino Timor, buena parte de África, zonas de América Latina, de la ex Unión
Soviética y de Asia.
El siglo XX deja, en la dimensión internacional de los procesos políticos, lecciones para pensar.
Combinación de pasiones humanas —étnicas, ideológicas, pseudo religiosas—, luchas
estatales por el poder con tecnologías con gran capacidad de destrucción. Una expresión
política en su momento nueva y revolucionaria: el estado totalitario, culminación de aspiraciones
mesiánicas para un “hombre nuevo” que nunca se forjó, a expensas de millones de vidas de
seres concretos.
El siglo XX también produjo un esfuerzo de síntesis —expresada en la democracia social y en
el “estado providencia”— de valores sociales y liberales, de libertad individual y, si no de
igualdad, al menos de bienestar.
Fue escenario de movimientos expansivos por la emancipación de estructuras tradicionales, de
hábitos y costumbres, de situaciones coloniales, así como la emancipación de la mujer y la
lucha contra la discriminación racial y por los derechos humanos como fenómeno universal. Aún
paga el mundo los costos de la Guerra Fría. Tensiones étnicas reprimidas explotan en nuevos
conflictos o revelan viejos conflictos en condiciones nuevas. El sistema de estados soberanos
tiembla por abajo en cuanto los atributos de la soberanía del sistema de Westfalia son
recortados, erosionados, sin por eso desaparecer del todo.
Dos revoluciones, dos saltos cualitativos suceden mientras tanto: la revolución empírica y
cultural de la globalización y la interdependencia, y la revolución normativa de los derechos
humanos, la búsqueda de una justicia criminal internacional, de la limitación de los armamentos
nucleares, de las legislaciones regionales que procuran mediar entre el estado nacional y la
globalización o mundialización.
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El gobierno de la ley
radical Raúl Alfonsín fue la denuncia de lo que llamó con oportunidad el pacto militar-sindical.
Otro hecho, decisivo, fue la apetencia de la sociedad civil por el gobierno de la ley y la paz
institucional que resumía la democratización. Lema y consenso, reflejaron los sentimientos
prevalecientes en la población, sobre todo entre las mujeres y la juventud.
La fuerza política que por su historia y estilo tenía los mejores pergaminos para acreditarse
frente a esas motivaciones de voto era, si se recrea el clima de la época, la Unión Cívica
Radical, partido nacional entonces casi centenario.
El peronismo había dominado casi 40 años el escenario político. Invicto en elecciones libres y
abiertas sólo había sido sometido mediante la proscripción y el golpe de estado. No había
surgido, en décadas, una verdadera alternativa de gobierno, una fuerza política capaz de
vencer al peronismo en comicios sin fraudes, proscripciones, maquinaciones electorales o
inhabilitación de candidatos.
El primer cambio perceptible hacia 1983 era que podía esperarse una contienda electoral en la
que el peronismo no fuera
seguramente victorioso.
El segundo cambio tenía
que ver con la solidez de la
coalición social de base del
peronismo histórico. ¿En
qué medida esa coalición
social permanecía fiel, no
vacilaba en sus segmentos
fundamentales y persistía
sin deserciones?
En 1983 esa coalición
social demostró ser
vulnerable y fue perforada por una convergencia electoral alternativa.
El tercer cambio se dio en el mundo intelectual. Durante lustros la mayoría de los intelectuales,
sobre todo en la izquierda del espectro ideológico, en la derecha liberal y en la que los italianos
suelen llamar “liberista” (sólo atenta a la dimensión económica y desaprensiva hacia la calidad
del régimen político) había maltratado o marginado la validez de la democracia a partir de la
crítica a la democracia “formal”. Ni los militares ni la guerrilla, por otra parte, evocaban un
régimen político que no fuera alguna forma de dictadura, unos por politización corporativa y
otros por ausencia de teoría política que remitiese al tipo de régimen cuya propuesta se
desconocía.
En 1983 la mayor parte del mundo intelectual relevante había aceptado la lección de las
consecuencias. El principio de legitimidad democrático se impuso sin alternativas atrayentes. La
democracia era reconocida como aquél sistema político mejor dotado para guardar la dignidad
de la persona humana, y ésta era, en términos breves pero elocuentes, su más sólida
justificación. La historia que los argentinos contemporáneos habían vivido los llevó a la
sospecha, o a la convicción, que la construcción de la ciudadanía democrática era una empresa
nueva.
La mayoría de la gente se dispuso a reivindicar un objetivo civilizado más inmediato: el gobierno
de la ley, la constitución y la paz ideológica. Puede añadirse, consultados los sondeos y
manifestaciones de entonces, que el territorio electoral era preferentemente habitado por
tendencias de voto no-peronista. Ese fue el contexto y el clima de la victoria de la fórmula de la
U.C.R., Raúl Alfonsín-Víctor Martínez.
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Fue una convergencia electoral, en expresión calificada de Edgardo Catterberg, más bien que
la expresión de una coalición social persistente como quedaría demostrado por
desplazamientos posteriores del voto ciudadano. Fuertemente centrista, mirando hacia la
izquierda y la derecha constitucionales del panorama ideológico, como solía suceder en las
transiciones democráticas en su primera etapa.
En los 30 años anteriores a 1983 sólo sucedieron cuatro elecciones nacionales separadas entre
sí por una década o menos: en 1957, en 1963 y dos en 1973. Diez años después el voto
expresó cambios sustanciales en el país político. La U.C.R. obtuvo el 51.74% de los sufragios,
el partido Justicialista —Italo Luder-Deolindo Bittel— el 40.15%. El resto se dividió entre diez
pequeños partidos el mayor de los cuales, el partido Intransigente, obtuvo el 2.4% de los votos.
Se había votado a partir de una ley orgánica de los partidos políticos —22.627, dictada el 26 de
agosto de 1982 durante el Proceso— que excluía expresamente a los partidos “antisistema”. El
sistema electoral, según la ley 22.838 de 1983, fue por representación proporcional de
diputados nacionales, electores de presidente y vicepresidente de la nación y electores de
senadores por la Capital Federal.
Luego de los comicios de 1983 la empresa política que se imponía a la U.C.R. como partido era
transformar la convergencia electoral en coalición social de base, que consolidase una nueva
meseta electoral por encima de su promedio histórico, que se situaba muy por debajo del
desempeño que la llevó al triunfo de aquel año.
La experiencia indica que esa empresa política no fue lograda durante la gestión del presidente
Alfonsín. El trámite de esa empresa fue acosado por las cuestiones que el ciclo político
descripto en los capítulos precedentes había dejado pendientes: la cuestión peronista, la
cuestión sindical, la cuestión económica, la cuestión internacional. Sobrecarga para la
democracia incipiente, a todas abordó Alfonsín en forma prácticamente simultánea.
La cuestión peronista era teóricamente ajena al gobierno radical. Sin embargo el Presidente fue
tentado por la articulación de lo que en algún momento se llamó el tercer movimiento histórico,
intención que suponía la fractura definitiva del peronismo, la absorción estable de muchos de
sus fieles y la conformación de una fuerza política predominante. Esos objetivos habrían de
consumir muchas energías que el gobierno radical necesitaba para reorganizar un Estado que
reclamaba reformas profundas. Eran objetivos difícilmente conciliables con la consolidación de
una democracia competitiva. Ni el movimientismo ni la hegemonía armonizan, por lo que se
sabe, con la lógica interior de una democracia constitucional abierta. Era el “gobierno de la
democracia en tiempos difíciles”, como enseñaba el examen comparado de las transiciones
democráticas.
La cuestión sindical era una empresa compleja aunque necesaria, porque suponía desarmar o
neutralizar uno de los factores de lo que hemos llamado la “Argentina corporativa”. En esa
contienda el gobierno alfonsinista entró en desventaja en una situación económica y social
todavía anclada a la tradición precedente que se había fraguado a partir de los años 40. El
sindicalismo luchó por sus privilegios apelando abusivamente a la huelga general. El gobierno
carecía de una estrategia estructural para vencer coaliciones de intereses que alguna vez
Mancur Olson describió entre las causas de la decadencia de las naciones.
La cuestión militar se constituyó en un serio factor de perturbación y zozobra para el gobierno y
la sociedad. En Semana Santa (abril de 1987), en Monte Caseros (enero de 1988) y en Villa
Martelli (diciembre de 1988) hubo alzamientos militares que hicieron temer por la estabilidad
institucional. Las fuerzas armadas eran cruzadas por facciones que procedían del desarrollo y
final del Proceso, la principal de las cuales se identificaba como la de los “carapintadas”
aludiendo a comandos en ropa de fajina con las caras pintadas como camuflaje de guerra. Los
carapintadas produjeron los levantamientos citados. Muy grave fue la comprobación de que las
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fuerzas leales al gobierno constitucional no demostraron capacidad represiva ni, sobre todo,
voluntad franca de acción contra los grupos rebeldes.
El presidente Alfonsín enfrentó grupos “semileales”, en el sentido de que las facciones que
producían las crisis se reclamaban no golpistas pero pretendían el dominio total de las fuerzas
armadas sin subordinarse al gobierno constitucional. Un golpismo de facto aparecía encubierto
por una retórica constitucionalista mal disimulada, mezclada con el reclamo por la recuperación
de la “dignidad” militar.
Preciso es decir que esa retórica no penetró las convicciones de la sociedad civil. Esta, que en
el pasado se había mostrado dócil o resignada cuando no complaciente respecto de los
levantamientos militares y los golpes de estado, se movilizó aislando los golpistas o semileales.
El poder militar, quizás por vez primera en la historia contemporánea de los argentinos, debió
admitir que no contaba con aliados objetivos en la sociedad política y en la sociedad civil o que
quienes lo eran no se manifestaban o carecían de relevancia. La gente salió a la calle pero no
para vivar a las tropas sino para reclamar que volvieran a los cuarteles. Un cambio cualitativo
se había producido en uno de los flancos tradicionalmente vulnerables del sistema político. Pero
ese cambio no había penetrado del todo a la sociedad militar, tironeada por sentimientos
contrapuestos por la gravitación de su propio pasado.
El partido Radical, de tradición antimilitarista aunque antiguos dirigentes actuaron tolerando
intervenciones en tramos de ese pasado crítico, no tenía en claro cómo enfrentar la situación
militar ni disponía de una política adecuada para resolver la cuestión. En rigor, los hechos
demostraban que tal política no se expresaba en partido alguno y que ni siquiera los militares
sabían qué hacer con ellos mismos, tema éste de muy lenta y vacilante evolución.
La cuestión militar mantuvo en vilo a la sociedad porque junto a la bandera de la protección de
los derechos humanos y su reivindicación respecto del pasado, el gobierno de Alfonsín inició, el
22 de abril de 1985, proceso judicial a los integrantes de las tres primeras juntas militares que
gobernaron el país desde 1976. ¿Por qué no a protagonistas anteriores responsables de la
cultura de la violencia? Asunto polémico, no impide comprobar que por primera vez en la
historia nacional —raro, si existente, en la experiencia comparada— un gobierno democrático
decidió juzgar a quienes acusaba de graves violaciones a los derechos humanos.
Comportamiento pionero, habría de distanciar a la sociedad militar respecto del Alfonsinismo.
Sería inútil que el Presidente procurase detener los castigos en el nivel de las cúpulas militares
mediante recursos como las leyes de “punto final” y de “obediencia debida”. El proceso legal fue
una mezcla inextricable y polémica —siempre difícil de evitar máxime en ese caso inédito— de
justicia y política.
Raymond Aron solía escribir que la política y el examen de su mundo exhiben a menudo
“combates dudosos”. Comprobación frecuente, puede aplicarse al caso en cuestión. Los
militares se sintieron perseguidos por una campaña de difamación y en la sociedad política el
Presidente encontró aliados expresivos en los momentos culminantes de las crisis —incluyendo
dirigentes relevantes del peronismo— pero no respecto de su política militar donde encontró
pocos aliados, muchos críticos y demasiados observadores no comprometidos que tomaban
distancia.
La cuestión militar revelaría posiciones variadas que la lectura de la historia registra. En la
sociedad militar —sobre todo entre los oficiales activos y retirados muy comprometidos con las
tácticas y estrategias de represión durante el Proceso— y aliados civiles, hubo críticas a veces
sin matices contra lo que consideraron una operación “justiciera” que negaba el peligro y
actividad de la guerrilla. Transcurrió el tiempo entero del primer gobierno democrático para que
surgiera una revisión propiamente militar de esa crítica dentro de la gestión del presidente
Menem. En la sociedad política y en el campo intelectual se manifiestan posiciones mayoritarias
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situadas entre la comprensión hacia la política de Alfonsín y la crítica desilusionada por lo que
se consideraban concesiones inaceptables hacia los militares. Coexistían, pues, posiciones
maximalistas extremas con posturas moderadas. La polémica persiste en sectores significativos
de la sociedad acerca de “si las medidas adoptadas por la administración Alfonsín estuvieron
éticamente justificadas o fueron excusables dada la situación política entonces imperante”,
polémica que existe aunque tenga hoy menos; audiencia que en los primeros tramos de la
transición. (Garzón Valdés, 2000). Los históricos fallos de la Cámara Federal y de la Corte
Suprema de Justicia de la Nación (Fallos:309) merecen lectura atenta, por cuanto describen
con elocuencia el clima y los hechos que configuraron tanto las acciones terroristas “privadas”
como el terrorismo de Estado, que sucede cuando el gobierno se transforma en agente del
terror indiscriminado o difuso. (Andersen, 1993; Jordán, 1998; Garzón Valdés). Decisiones
rechazadas por los jefes militares comprometidos, aceptadas por la mayoría de la sociedad que
tuvo entonces conocimiento cabal de la tragedia vivida, consideradas por críticos civiles como
“la ilusión de la justicia a medias” (Garzón Valdés, 2000) y por otros, sin embargo, un intento de
buena fe para soldar una sociedad en tensión.
La cuestión económica fue al cabo crucial para el primer gobierno de la construcción
democrática. Como casi todos los gobiernos de la región, salvo —relativamente— el proceso
chileno, los gobiernos de los primeros tramos de las transiciones actuaban asediados por el
“estado de naturaleza” político y económico. Por la necesidad de consolidar el gobierno de la
ley y por la exigencia de hacerlo en medio de políticas “de ajuste”.
Ese dilema acompañó la presidencia de Alfonsín. Su gestión puede dividirse en tres tiempos:
hasta 1985, entre esa fecha y las elecciones intermedias de 1987 y entre estos comicios y la
resignación del cargo presidencial en 1989. Esos tramos están signados por la economía corno
cuestión política.
Gerchunoff y Cetrángolo (1991) explican con el valor de un testimonio especializado desde
dentro de la gestión del gobierno de Alfonsín, cómo éste comenzó con un diagnóstico
insuficiente a la par de un triunfo electoral sorprendente. La política económica inicial cubrió el
primer tramo de ocho meses con resultados desalentadores. El gobierno consumió recursos
políticos importantes que procedían de su condición de fiador institucional de la transición. Era
preciso un corte drástico que dejase atrás la memoria del pasado inflacionario en dirección a la
estabilidad. Ese fue el propósito del llamado Plan Austral, elaborado por el ministro Juan V.
Sourrouille y un equipo técnico propio con aportes de especialistas que compartían las líneas
fundamentales de acción. El cambio de moneda -del peso argentino al austral (junio de 1985)-
quiso simbolizar la recuperación de la moneda, signo a su vez de la instalación de una
“constitución económica” que e correspondiese con la “constitución política” vigente.
La sociedad confió. Los comicios de ese año tradujeron esa confianza en votos y la sensación
fue que se podía lograr un compromiso perdurable con la estabilidad. El Plan Austral fue
inicialmente exitoso, pero se fue consumiendo sin traducir la consolidación de sus objetivos
fundamentales resumidos en principio en la estabilidad en sí misma. Contribuyeron factores
técnicos, sociales y políticos. La estabilidad era un bien que los líderes políticos recién
comenzaban a valorar. Se había confiado demasiado en que una buena política podía
perseverar sin atender al mismo tiempo lo que se entiende como una buena economía. Era una
respuesta simétrica pero imprudente a las experiencias de los regímenes militares
caracterizados por una mala política que creía tener una buena economía —la de los “liberistas”
según expresión que empleamos en su momento—, y habían terminado demostrando que cada
política tiene su economía y cada economía su política, fracasando en ambas dimensiones. El
gobierno de Alfonsín no adjuntó a su nuevo plan la preocupación por formar una coalición
estabilizadora con apoyo en el Congreso. La carencia de esa capacidad de coalición permitió el
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Comenzó enseguida de las elecciones lo que pocos o ninguno sospechaba: una década de
gobierno con la titularidad de Carlos Menem. Dos períodos, reforma constitucional mediante en
1994, que permitió la reelección, que Menem habría de conquistar.
El liderazgo de Alfonsín
Raúl Alfonsín exhibió un
estilo de liderazgo
institucional. Hombre de
partido, combinó su
principismo de raigambre
yrigoyenista con una
vocación ideológica que
intentó dar al partido
Radical —partido no
doctrinario según la
tradición de los grandes
partidos populares
argentinos— un sesgo
socialdemócrata en el
sentido europeo de la
expresión. La cuestión
abierta permanece
respecto al tipo de
socialdemocracia evocado
por Alfonsín y sus
animadores intelectuales. Los críticos dicen que eligió al “primer Mitterand” como modelo, más
bien que al segundo, modernizado con la aceptación del neoliberalismo económico moderado
por el socialismo democrático. Felipe González, en la España de la transición posfranquista,
habría acertado con el “modelo” para el mundo cambiante y globalizado. Cuando las pasiones
callen se reconocerá al primer presidente de la transición democrática su esfuerzo por la
recuperación del gobierno de la ley y se opacarán ciertos raptos debidos más a su
temperamento que a su intención. En todo caso, y más allá de las polémicas suscitadas por sus
decisiones respecto de la “Argentina militar” —no ya los juicios a las juntas, hecho sin paralelos
comprobables en la política comparada sino las medidas tendientes a sortear el acoso
“carapintada”—, los argentinos habrían de considerar como propio de la naturaleza de las cosas
la libertad política y el sistema democrático cuando el pasado sugería la necesidad de cultivar
una cultura política apropiada a la vigencia de esos valores tanto entre los dirigidos como entre
los dirigentes políticos y sociales.
democracia, poderosa y “boba” a la vez. Con estos respaldos, en cierto sentido fuertes y en
otros débiles, el presidente debía elegir entre gobernar activamente, tensando al máximo el polo
de la civilidad, lo que implicaba confrontar con intereses establecidos y aun introducir fisuras en
su frente de apoyo, o privilegiar las soluciones consensuadas, los acuerdos con los poderes
establecidos, lo que implicaba postergar los problemas que requerían definiciones claras. El
gobierno eligió en general la primera línea, pero debió aceptar la segunda cuando algunos
fuertes golpes demostraron los límites de su poder. No obstante, hasta 1987 el gobierno
mantuvo la iniciativa, buscando caminos alternativos y presentando ante cada contraste nuevas
propuestas, que Alfonsín sacaba —decían muchos observadores- como de la galera de un
mago.
En el diagnóstico de la crisis, los problemas económicos parecían por entonces menos
significativos que los políticos: lo fundamental era eliminar autoritarismo y encontrar los modos
auténticos de representación (de la voluntad ciudadana. El gobierno atribuyó una gran
importancia, simbólica real, a la política cultural y educativa, destinada en el largo plazo a
remover el autoritarismo que anidaba en las instituciones, las prácticas y las conciencias,
representado en la difundida imagen del “enano fascista”. Coincidiendo con los deseos de la
sociedad de participación y de ejercicio de la libertad e expresión y de opinión, largamente
postergada, las consignas generales fueron la modernización cultural, la participación amplia y
sobre todo el pluralismo y el rechazo de todo dogmatismo.
En este terreno se avanzó inicialmente con facilidad: se desarrolló un programa de
alfabetización masiva, se atacaron los mecanismos represivos que anidaban en el sistema
escolar y se abrieron los canales para discutir contenidos y formas —a veces puestas en
práctica con una alta dosis de utopismo voluntarismo—, lo que debía culminar en un Congreso
Pedagógico que, como el de cien años atrás, determinaría qué educación quería la sociedad.
En el campo de la cultura y de los medios de comunicación manejados por el Estado, la libertad
de expresión, ampliamente ejercida, permitió un desarrollo plural de la opinión y un cierto
“destape”, para algunos irritante, en las formas y en los temas. En la Universidad y en el
sistema científico del Estado volvieron los mejores intelectuales y científicos, cuya marginación
había comenzado en 1966. Aunque en muchas universidades los cambios no fueron
significativos, en otras, como la de Buenos Aires, hubo profundas transformaciones. Estas
instituciones, que debieron resolver el problema planteado por un masivo deseo de los jóvenes
de ingresar a ellas, se reconstruyeron sobre la base de la excelencia académica y el pluralismo,
alcanzando en algunos casos niveles de calidad similares a los de su época dorada a principios
de la década de 1960.
Además de volver a la vida académica, los intelectuales se incorporaron la política, y la política
se intelectualizó. Su presencia fue habitual en los medios de comunicación. Alfonsín recurrió a
ellos, como asesores o funcionarios técnicos, y su discurso, que traducía en clave política lo
que los académicos elaboraban, resultó moderno, complejo y profundo, a tono con lo que en el
mundo se esperaba de un estadista. No fue el único —su más notorio compañero en ese
camino fue el peronista Antonio Cafiero— y la discusión política adquirió brillo y, en menor
medida, profundidad.
El punto culminante de esta modernización cultural fue la aprobación de la ley que autorizaba el
divorcio vincular -un tema tabú- y posteriormente la referida a la patria potestad compartida, que
completaba el proyecto de modernización de las relaciones familiares, campo en el que la
Argentina estaba sensiblemente atrasada respecto de las tendencias mundiales. La ley sobre
divorcio fue sancionada a principios de 1987, luego de una breve pero intensa discusión. Los
sectores más tradicionales de la Iglesia católica intentaron oponerse, no sólo con los
mecanismos habituales de presión sino hasta con manifestaciones —la Virgen de Luján fue
14º Certamen Intercolegial de Historia – Instituto Euskal Echea (Llavallol) – Año 2016 Pág. 22
Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
sacada a la calle— que fracasaron, por el alto grado de consenso existente alrededor de la
nueva norma, incluso entre sectores católicos, preocupados quizá por las consecuencias
familiares de una práctica ya habitual en sus propios círculos. En cambio, la Iglesia se movilizó
con éxito alrededor del Congreso Pedagógico —cuestión que le interesaba directa y
profundamente, por su fuerte participación en la educación privada— defendiendo
paradójicamente, contra un supuesto avance estatal, el pluralismo y la libertad de conciencia.
La Iglesia, que en 1981 se bahía definido por la democracia -aunque sin hacer la crítica de su
íntima relación con el gobierno militar- fue evolucionando hacia una creciente hostilidad al
gobierno radical y a un cuestionamiento del régimen democrático mismo. Le irritaba lo que
juzgaba su poca injerencia en el área clave de la enseñanza privada, la sanción de la ley de
divorcio y el tono en general laico del discurso cultural que circulaba por las instituciones y
medios del Estado. Fue determinante un cambio en el equilibrio interno del episcopado local,
pero lo decisivo fue la orientación general impresa a la Iglesia por el papa Juan Pablo II,
decidido a dar una batalla por la comunidad católica que tenía precisamente su centro en lo
cultural. Ese combate, asumido por los obispos locales más conservadores, les permitió
empezar a reconstruir su arco de solidaridades con otros integrismos deseosos de volver.
Enfrentados de manera creciente con el gobierno radical -el presidente respondió
enérgicamente en un templo a las opiniones políticas de un obispo, que además era vicario
castrense-, estos sectores de la Iglesia, que paulatinamente empezaban a dominar en ella,
asumieron el papel de censor social, con un discurso de combate en el que la democracia –
decían- resultaba ser el compendio de los males del siglo: la droga, el terrorismo, el aborto o la
pornografía.
El discurso ético, centrado en los valores de la democracia, la paz, los derechos humanos, la
solidaridad internacional y la independencia de los estados, fue puesto al servicio de una
reinserción del país en la comunidad internacional, que recientemente había censurado y hasta
aislado al régimen militar. Pronto, la oveja negra se convirtió en el hijo pródigo; los éxitos en
este terreno, expresados en la gran popularidad alcanzada por el presidente en distintos
lugares del mundo, fueron utilizados para afianzar y fortalecer las instituciones democráticas
locales, todavía precarias. Con esos criterios se encararon las principales cuestiones
pendientes, con Chile por el Beagle y con Gran Bretaña por las Malvinas. En el primer caso, el
laudo papal, que los militares habían considerado inaceptable pero sin atreverse a rechazarlo,
fue asumido como la única solución posible por el gobierno democrático, que necesitaba
refirmar los valores de la paz y eliminar una situación de conflicto que podía mantener vivo el
militarismo. Para doblegar las resistencias internas a su aprobación —nutridas en el tradicional
nacionalismo y en un reluctante belicismo— se convocó a un referéndum popular no vinculante
que corroboró el amplio consenso existente para esa solución pacífica e inmediata. Aun así, la
aprobación por el Senado —donde el peronismo tenía la mayoría— se logró por el mínimo
margen de un voto. En el caso de las Malvinas, donde la torpeza militar había llevado a la
pérdida de lo largamente ganado en la opinión pública internacional y en las negociaciones
bilaterales, también se recuperó terreno: las votaciones en las Naciones Unidas, instando a las
partes a la negociación, fueron cada vez más favorables, incluyeron a las principales potencias
occidentales y aislaron al gobierno británico. Sin embargo, la expectativa de que ello sirviera
para convencerlo de la conveniencia de iniciar una negociación que incluyera de alguna manera
el tema de la soberanía resultó totalmente defraudada.
Asociada con otros países que acababan de retornar a la democracia -Uruguay, Brasil, Perú-, la
Argentina se propuso mediar en el conflicto en Centroamérica, y sobre todo en la cuestión de
Nicaragua. Se trataba de aplicar los principios éticos y políticos generales, y también de evitar
los riesgos internos que podía acarrear uno de los episodios finales de la Guerra Fría.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
Discrepando con Estados Unidos, pero aprovechando su buena voluntad hacia las democracias
restauradas, logró que finalmente se alcanzara una solución relativamente equitativa. Actuando
con independencia, dialogando con los países no alineados, reivindicando los principios pero
absteniéndose de los enfrentamientos más duros —por ejemplo, constituir un “club (le
deudores” para negociar la deuda externa— el gobierno mantuvo una buena relación con el
norteamericano, que respaldó con firmeza las instituciones democráticas, cortando cualquier
vinculación con militares nostálgicos, y apoyó luego los diversos intentos de estabilización de la
economía.
propuesta, intermedia entre las demandas de la civilidad y la postura dominante entre los
militares, que asumieran la crítica de su propia acción y procedieran a su depuración,
castigando a los máximos culpables. Para ello, se procedió a reformar el Código de Justicia
Militar, estableciendo una primera instancia castrense y otra civil, y se dispuso el enjuiciamiento
de las tres primeras Juntas Militares, a la que se sumó la cúpula de las organizaciones armadas
ERP (de hecho extinguida) y Montoneros.
Se trataba de transitar un difícil camino entre dos intransigencias. El primer contratiempo
sobrevino cuando se hizo evidente que los militares se negaban a revisar su acción y a juzgar a
sus jefes: a fin del año 1984, cuando se sentían los primeros remezones en los cuarteles, los
tribunales castrenses proclamaron la corrección de lo actuado por las Juntas, y entonces las
causas judiciales fueron pasadas por el Ejecutivo a los tribunales civiles; en abril de 1985, en un
clima mucho más agitado aún, comenzó el juicio público de los ex comandantes. El juicio, que
duró hasta fin de año, terminó de revelar las atrocidades de la represión, pero mostró una cierta
pérdida de militancia de la civilidad, mientras las organizaciones defensoras de los derechos
humanos hacían oír una voz cada vez más dura e intransigente. Comenzaron a escucharse
otras voces, hasta entonces prudentemente silenciadas, que defendieron la acción de los
militares y reclamaron su amnistía. A fin de 1985, poco después de que el gobierno ganara las
elecciones legislativas, se conoció el fallo, que condenó a los ex comandantes, negó que
hubiera habido guerra alguna que justificara su acción, distinguió entre las responsabilidades de
cada uno de ellos, y dispuso continuar la acción penal contra los demás responsables de las
operaciones. La justicia había certificado la aberrante conducta de los jefes del Proceso, había
descalificado cualquier justificación y los militares habían quedado sometidos a la ley civil —
circunstancia absolutamente excepcional— y en ese sentido fue un fallo ejemplar. Pero no
clausuraba el problema pendiente entre la sociedad y la institución militar, sino que lo mantenía
abierto.
De ahí en más, la Justicia siguió activa, dando curso a las múltiples denuncias contra oficiales
de distinta graduación, citándolos y encausándolos. La convulsión interna de las Fuerzas
Armadas, y muy especialmente del Ejército, tuvo un nuevo eje: ya no se trataba tanto de la
reivindicación global como de la situación de los citados por los jueces, oficiales de menor
graduación, que no se consideraban los responsables sino los ejecutores de lo imputado. El
gobierno, por su parte, inició un largo y desgastante intento de acotar y poner límites a la acción
judicial, para así contener ese clima de fronda que fermentaba en cuarteles, alimentado por una
solidaridad horizontal que desbordaba la estructura jerárquica. Se trataba de una decisión
política, ni ética ni jurídica, basada en un cálculo de fuerzas que demostró ser bastante
ajustado, materializada sucesivamente en las leyes llamadas de Punto Final y de Obediencia
Debida. La primera, sancionada a fines de 1985, ponía un límite temporal de dos meses a las
citaciones judiciales, pasado el cual ya no habría otras nuevas. Nadie acompañó al gobierno en
la sanción de esta ley: la derecha, peronista y liberal, por ser partidarios de una amnistía
completa; los sectores progresistas, incluyendo al peronismo renovador, por no cargar con sus
costos políticos. Estos fueron altos, y sus resultados terminaron siendo contraproducentes,
pues sólo se logró un alud de citaciones judiciales y enjuiciamientos, que en lugar de aligerar el
problema lo agudizaron.
En ese contexto se llegó al episodio de Semana Santa de 1987. Un grupo de oficiales,
encabezado por el teniente coronel Aldo Rico, se acuarteló en Campo de Mayo, exigiendo una
solución política a la cuestión de las citaciones y, en general, una reconsideración de la
conducta del Ejército, a su juicio injustamente condenado. No se trataba de los típicos
levantamientos de los anteriores cincuenta o sesenta años, pues los oficiales amotinados no
cuestionaban el orden constitucional sino que le pedían al gobierno que solucionara el problema
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
a los militares. Para la sociedad, era el fin de la ilusión de la democracia. Para el gobierno, el
fracaso de su intento de resolver de manera digna el enfrentamiento del Ejército con la
sociedad, y el comienzo de un largo y desgastante calvario.
Comparativamente, el combate con la corporación sindical, que tuvo resultados similares, fue
mucho menos heroico. El poder de los sindicalistas, restaurado en parte al final del gobierno
militar, se hallaba debilitado por la derrota electoral del peronismo —en cuya conducción los
dirigentes sindicales tenían un peso importante y en general por el repudio de la sociedad a las
viejas prácticas de la corporación que habían aflorado durante la campaña, a lo que debía
sumarse la profunda división existente entre los dirigentes. Por otra parte, su situación era
institucionalmente precaria: buena parte de la legislación que normaba la acción gremial había
sido barrida por el régimen militar; muchos sindicatos estaban intervenidos, y en otros los
dirigentes sólo tenían títulos provisionales o mandatos prorrogados desde 1975, de modo que la
normalización electoral debía ser inmediata.
El gobierno se propuso aprovechar esa debilidad relativa, así como el respaldo de la civilidad
que, según juzgaban, debía incluir sectores no desdeñables de trabajadores, cuya voluntad
participativa se manifestaba claramente, y se lanzó a democratizar los sindicatos, para abrir las
puertas a un espectro más amplio de corrientes. El ministro Mucci —un veterano sindicalista de
origen socialista— proyectó una ley de normalización institucional de los sindicatos que incluía
el voto secreto, directo y obligatorio, la representación de las minorías, la limitación de la
reelección, y sobre todo la fiscalización de los comicios por el Estado. Se trataba de un desafío
frontal, ante el cual se unificaron todas las corrientes del peronismo gremial y político: en marzo
de 1984 la ley fue aprobada en la Cámara de Diputados pero el Senado la rechazó, por un
único pero decisivo voto. De inmediato el gobierno arrió banderas, puso a funcionarios más
flexibles al frente de la negociación con los gremialistas y acordó con ellos nuevas normas
electorales. A mediados de 1985 se habían normalizado los cuerpos directivos de los
sindicatos, y aunque las listas de oposición habían ganado algunos lugares, en lo esencial las
viejas direcciones resultaron confirmadas.
El impulso civil y democrático había experimentado un temprano y fuerte contraste ante el
poder sindical reconstituido, que apoyándose en las crecientes dificultades económicas se
enfrentó sistemáticamente con el gobierno. Entre 1984 y 1988, cuando decidió concentrar su
atención en la campaña electoral, la CGT organizó trece paros generales contra el gobierno
constitucional, cifra que contrastaba con la escasa movilización en tiempos del anterior gobierno
militar. Salvo el breve período posterior a junio de 1985, cuando el gobierno obtuvo un respaldo
importante de la sociedad para su plan económico, convalidado en la excelente elección de
noviembre, la presión de la CGT fue intensa. Se apoyó en las indudables tensiones sociales
generadas por la inflación —que llevaba a una permanente lucha por mantener el salario real—
y los comienzos del ajuste del sector estatal, que movilizó particularmente a los empleados
públicos, pero su carácter fue dominantemente político. Los sindicalistas lograron expresar de
manera unificada el descontento social, e integrar a sectores no sindicalizados, como los
jubilados, pero también hicieron alianzas con los empresarios, la Iglesia y los grupos de
izquierda. Los reclamos fueron poco coherentes —incluían desde las aspiraciones más liberales
del establishment económico hasta pedidos de ruptura con el Fondo Monetario— pero se
unificaban en un común ataque contra el gobierno, que incluyó en algún momento de exaltación
el reclamo de que “se vayan”.
La CGT no rehusó participar en las instancias de concertación que abrió el gobierno, pero lo
hizo con el estilo que había desplegado exitosamente entre 1955 y 1973: negociar y golpear,
conversar y abandonar la negociación con un “portazo”, lo cual permitió unir y galvanizar las
fuerzas propias, que en otros aspectos presentaban profundas diferencias. Saúl Ubaldini,
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
El Plan Austral
En la estrategia seguida ante el poder sindical se había optado inicialmente por el
enfrentamiento, desdeñando la posibilidad de concertar con él soluciones a la crisis económica.
En verdad, aunque al principio pareció mucho urgente que los problemas políticos, esta
cuestión era extremadamente grave. La inflación, desatada desde mediados de 1982, estaba
institucionalizada, y todos los actores habían incorporado a sus prácticas el supuesto de la
incertidumbre y la especulación, incluso para defender modestos ingresos. Junto con el déficit
fiscal y la deuda externa, que seguía creciendo, constituían la parte más visible del problema,
que se prolongaba en una economía estancada desde principios de la década, cerrada e
ineficiente y fuertemente vulnerable en lo externo, en la que escaseaban los empresarios
dispuestos a arriesgar y apostar al crecimiento y donde los grupos económicos más
concentrados, que a través del Estado absorbían recursos de toda la sociedad, habían
alcanzado la posibilidad de bloquear los intentos que desde el poder público se hicieran para
modificar su situación.
Pese a que el flujo de capitales se había cortado desde 1981, la deuda externa seguía
creciendo por la acumulación de intereses, al punto de que al fin de la década duplicaría con
exceso los valores de 1981, y el Estado, que en 1982 había asumido la deuda de los
particulares, cargaba con el pago de unos servicios que insumían buena parte de sus ingresos
corrientes. Ciertamente, esas obligaciones se refinanciaban con frecuencia, pero sólo cuando
se contaba con la buena voluntad del Fondo Monetario Internacional, que a cambio exigía la
adopción de políticas orientadas principalmente a aumentar la capacidad inmediata de pago de
los servicios. El Estado, a su vez, afrontaba un déficit creciente, cuyo origen lejano quizá podía
ubicarse -como afirmaban sus críticos liberales- en la magnitud del aparato de servicios
sociales crecido en épocas de mayor bonanza, pero sobre todo en la más reciente caída
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
que fueron terriblemente duros para el gobierno, pues al descontrol de la economía se sumaba
la movilización de la CGT con su plan de lucha, la de los distintos sectores empresarios y sus
voceros políticos, particularmente Alsogaray y el ex presidente Frondizi, y sobre todo la
agitación militar, en vísperas del inicio del juicio a las Juntas. A fines de abril, la civilidad,
convocada a la Plaza de Mayo para defender al gobierno y desbaratar un posible golpe de
Estado, recibió el anuncio del inicio de una “economía de guerra”, que anuló los últimos intentos
de concertación. El 14 de mayo de 1985, finalmente, se anunció el nuevo plan económico,
bautizado como Plan Austral.
Su objetivo era superar la coyuntura adversa y estabilizar la economía en el corto plazo, de
modo de crear las condiciones para poder proyectar transformaciones más profundas, de
reforma o de crecimiento. Aunque éstas no estaban enunciadas, sin duda incluían desalentar
las conductas especulativas, estimuladas por la inflación, e impulsar a los actores económicos
hacia acciones orientadas a la inversión productiva y el crecimiento. Pero lo urgente era detener
la inflación. Se congelaron simultáneamente precios, salarios y tarifas de servicios públicos, se
regularon los cambios y tasas de interés, se suprimió la emisión monetaria para equilibrar el
déficit fiscal —lo que suponía asumir una rígida disciplina en gastos e ingresos—, y se
eliminaron los mecanismos de indexación desarrollados durante la anterior etapa de alta
inflación y responsables de su mantenimiento inercial. Símbolo del inicio de una nueva etapa,
se cambiaba la moneda y el peso era reemplazado por el austral.
Elaborado por un equipo técnico de excelente nivel pero ajeno tanto al partido gobernante como
a cualquiera de los grandes grupos de interés, el plan se sustentaba exclusivamente en el
respaldo del gobierno, de incierto valor, y en su capacidad para suscitar apoyo en la sociedad.
Rápidamente logró frenar la inflación, y así se ganó ese apoyo general, para lo cual fue decisivo
que el plan no afectara específicamente a ningún sector de la sociedad. No hubo caída de la
actividad ni desocupación, que tradicionalmente eran la clave de los planes de estabilización,
pero tampoco se afectó a los sectores empresariales, incluyendo a los que medraban con el
Estado, cuyos contratos fueron en general respetados. El ajuste fiscal fue sensible pero no
dramático: los salarios de los empleados estatales fueron congelados más estrictamente que
los del sector privado, pero no hubo despidos; la recaudación mejoró sobre todo como
consecuencia de la reducción fuerte de la inflación, sumado a algunos impuestos
excepcionales, pero no hubo drásticas reducciones en los gastos del Estado. Los acreedores
externos se sentían tranquilos tanto por la manifiesta intención del gobierno de cumplir los
compromisos como por la augurada mejora de las finanzas estatales, y sobre todo por el firme
apoyo que el plan recibió tanto del gobierno norteamericano como de las principales
instituciones económicas internacionales.
Se trataba del “plan de todos”, quizá la más pura de las realizaciones de la ilusión democrática:
entre todos, con solidaridad y sin dolor podían solucionarse los problemas más complejos, aun
aquellos que implicaban choques de intereses más profundos. El gobierno obtuvo su premio en
las elecciones parciales de noviembre de 1985: apenas seis meses después de estar el país al
borde del caos, logró un claro éxito electoral que significaba el apoyo general de la civilidad a la
política económica. La novedad estaba, sin embargo, en que en la preocupación general, las
cuestiones económicas habían pasado al primer plano, de modo que en lo sucesivo, éxitos y
fracasos se medirían por ellas.
La placidez duró poco. Ya desde fines de 1985 se advirtió la vuelta incipiente de la inflación,
que el gobierno debió reconocer en abril de 1986 con un “sinceramiento” y ajuste parcial.
Influyeron en parte las dificultades crecientes en el sector externo, debido al derrumbe de los
precios mundiales de los cereales como consecuencia de decisiones políticas de Estados
Unidos, que afectó tanto los ingresos del Estado como de los productores rurales. Se sumó el
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
aflojamiento de la disciplina social que requería el plan, sensible a cualquier intento de modificar
los precios relativos. Renacieron las pujas corporativas, que realimentaron la inflación: la CGT,
embanderada contra e congelamiento salarial, que afectaba sobre todo a los empleados
estatales, y los empresarios, liderados por los productores rurales, que se movilizaron contra el
congelamiento de precios. Curiosamente, ambos coincidían en un reclamo común contra el
Estado. La reaparición tan rápida de los viejos problemas indicaba que, en el fondo, nada había
cambiado demasiado. El plan, eficaz para la estabilización rápida, no preveía cambiar las
condiciones de fondo, o intentaba hacerlo con ajustes que no supusieran ni dolores ni
conflictos. Se intentó reactivar la inversión extranjera, especialmente en el área petrolera —el
presidente Alfonsín anunció este plan en Houston, capital de las grandes empresas
petroleras—, y también se esbozaron planes de reforma fiscal más profunda, privatización de
empresas estatales y desregulación de la economía. Todo ello chocaba con ideas y
convicciones muy firmes en la sociedad, arraigadas tanto en el peronismo como en el propio
partido gobernante, de donde surgieron bloqueos a estas iniciativas. Sobre todo, cualquiera de
estos rumbos hubiera significado, a diferencia del Plan Austral, enfrentarse con alguno de los
fuertes intereses constituidos, o gravar al grueso de la sociedad con los costos de la reforma. A
medida que se hacía más clara la necesidad de encarar soluciones de fondo, el gobierno
radical descubría que sus bases de apoyo eran más tenues.
Quizá por eso a principios de 1987, cuando se volvía a agudizar la conflictividad social, el
gobierno decidió recostarse en los grandes grupos corporativos a los que en un principio había
acusado y combatido. En momentos en que un sindicalista, propuesto por un conjunto de los
más importantes sindicatos, se hacía cargo del Ministerio de Trabajo, un grupo de funcionarios
de las grandes empresas ligadas a los contratos estatales fue convocado para dirigir las
empresas públicas y un político radical de militancia en las asociaciones rurales era nombrado
secretario de Agricultura. Se renunciaba al sueño de controlar las corporaciones, se cerraba la
etapa de la ilusión del predominio del interés público, y volvían a dominar los intereses
particulares de los distintos sectores de la sociedad, y entre ellos, naturalmente, los de los más
poderosos. Ventajas e inconvenientes de la nueva política se balancearon: la tregua social
lograda tuvo como contrapartida el bloqueo que las distintas corporaciones imponían a políticas
que las pudieran afectar. Empresarios y sindicalistas dejaron de estar de acuerdo, sobre todo
cuando estos lograron la sanción de la legislación gremial que acababa con las expectativas de
flexibilizar las relaciones salariales. Pero, por otra parte, cuando en abril de 1987 los militares
desafiaron el poder civil, por primera vez desde 1930 no encontraron ningún apoyo en la
sociedad. En cierto sentido, la institucionalidad democrática estaba salvada, a costa de la
posibilidad de una reforma de la economía encarada democráticamente.
En julio de 1987 el gobierno encaró un nuevo plan de reformas, que contó con el aval de los
principales organismos externos —particularmente el Banco Mundial, cuya política empezó a
distanciarse de la del FMI- y que procuró conciliar la necesidad del ajuste del Estado con los
intereses de los grandes empresarios. Una reforma impositiva más dura y profunda debía
acompañarse de una política de privatización de empresas estatales y de una drástica
reducción de sus gastos. Pero este intento nació sin la fuerza política capaz de sustentarlo,
sobre todo luego de la derrota electoral de septiembre de 1987. En noviembre, los gremialistas
se alejaron del gabinete. A los conflictos entre sindicalistas y empresarios se sumó la dificultad
de éstos, divididos en sectores de intereses contrapuestos, para proponer una línea común de
acción. El peronismo, sobre todo, apuntando con nuevo optimismo a las elecciones
presidenciales de 1989, se negó a respaldar reformas cuyo costo social era evidente. De ese
modo, la proyectada reconciliación con las corporaciones, que supuso un fuerte deterioro de la
imagen del gobierno radical ante la civilidad, no rindió tampoco los frutos esperados en el
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
La apelación a la civilidad
Inicialmente el gobierno radical sólo había sido tolerado por las grandes corporaciones —en
rigor, el candidato peronista hubiera satisfecho mucho más cabalmente a las Fuerzas Armadas
y a la Iglesia—, de
modo que debía
respaldarse en su
poder institucional.
Pero allí también su
apoyo era limitado,
particularmente en
el Congreso: la
mayoría que
tuvieron los
radicales en la
Cámara de
Diputados hasta
1987 se
contrapesaba con la
mayoría relativa de
los peronistas en el
Senado, donde un
grupo de
representantes de
partidos provinciales
desempeñaban el
beneficioso papel de
árbitros
inconstantes. Así,
los dos grandes
partidos tenían en el
Congreso —que era
el corazón del
sistema
democrático— la
posibilidad de
vetarse
recíprocamente, y
como no había
habido acuerdos
previos sobre cómo
se conduciría el
proceso político, que nadie dudaba en calificar como transicional, fue más difícil aún llegar a
ellos cuando cada partido procuraba desempeñar con eficacia sus respectivos papeles de
oficialismo y oposición.
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instancias. Estos le suministraron los insumos de ideas, reelaboradas y volcadas con singular
pericia por un dirigente que —como ha puntualizado Carlos Altamirano— estaba convencido de
que el único gobierno legítimo era el que se basaba en el convencimiento de la sociedad por
medio argumentos racionales.
Alfonsín le propuso los grandes temas y las grandes metas. La lucha contra el autoritarismo y
por la democratización cubrió la primera fase de gobierno, pero desde el Plan Austral, y sobre
todo luego del triunfo elector de noviembre de 1985, su discurso se orientó hacia los temas del
pacto democrático, la participación y la concertación, y hacia la nueva meta de la
modernización, un concepto que incluía desde las estructuras institucionales hasta los
mecanismos de la economía, en los que las cuestiones de la reforma del Estado, la apertura y
la desregulación aparecían formulados en el contexto de la democracia, la equidad y la ética de
la solidaridad. Tales temas se manifestaron en una serie de reformas concretas, que
sucesivamente propuso: la reforma del Estado, el traslado de la Capital al sur, la reforma
constitucional, no concretadas pero con las que logró mantener la iniciativa en discusión
pública. En todos ellos subyacía una inquietud común: la convergencia de distintas tradiciones
políticas detrás de un proyecto democrático y modernizador común. También una tentación: la
articulación de esas tradiciones en un movimiento político que las sintetizara y que, con
referencia los antecedentes del yrigoyenismo y el peronismo, comenzó a denominar el tercer
movimiento histórico.
Este planteo, que nunca llegó a explicitarse plenamente, hizo rechinar la estructura del partido
gobernante, que llevaba cuatro décadas combatiendo el movimientismo: de Perón, de Frondizi,
de la corporación sindical, de algunos sectores empresarios. Pero, sobre todo, la apelación a
movilización de la civilidad, sumada al fuerte protagonismo presidencial, suscitó dudas sobre su
relación armónica con el proceso de institucionalización democrática. Dado el equilibrio de
fuerzas y el reparto de posiciones institucionales, el gobierno debió a menudo elegir entre
atenerse estrictamente a las normas republicanas, lo que en muchos casos hubiera llevado a
una concertación tal que implicaba renunciar a los objetivos programáticos, o combinar aquel
apoyo, de naturaleza más bien plebiscitaria, con el amplio margen de autoridad presidencial
que las normas y los antecedentes acordaban, y así presionar al Congreso desde la calle,
pasarlo por alto, orientar quizás a la Justicia. En varios casos, el gobierno de Alfonsín avanzó
por este camino, pero sus sólidas convicciones éticas lo frenaron pronto, y con ello, moderaron
una voluntad política que, contra Maquiavelo, se negaba a convertir en razón suprema.
Las frágiles bases de su poder residían en la coherencia y tensión de esa civilidad que lo había
consagrado presidente. Sus limitaciones pasaban por la fidelidad al pacto inicial, construido en
torno del principio del bien común, pronto corroído por el resurgimiento de los intereses
sectoriales, por la primacía de nuevas cuestiones, no contempladas inicialmente, corno la
económica, y por la emergencia de nuevas alternativas políticas, que lo privaron de la iniciativa
discursiva. Estas surgieron a izquierda y derecha, pero sobre todo de un peronismo renovado.
Un heterogéneo conjunto de fuerzas provenientes de la izquierda y de la experiencia de 1973
se nucleó en torno del Partido Intransigente (PI), con un programa que se ubicaba en el mismo
terreno que el del alfonsinismo —la defensa de los derechos humanos, la reivindicación de la
civilidad y la democracia— aunque agregaba consignas nacionalistas y antiimperialistas,
aplicadas a la cuestión de la deuda externa. Inicialmente esta fuerza aspiró —de una manera ya
conocida en la izquierda— a capitalizar la prevista disgregación del peronismo, pero luego se
dedicó a señalar la infidelidad del gobierno al programa primigenio y a radicalizar las consignas
de los derechos humanos, al tiempo que el antiimperialismo le permitía sintonizar con aquellos
sectores del sindicalismo que levantaron la bandera del repudio a la deuda externa. No lograron
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sin embargo constituir un polo alternativo: el PI se disgregó y fue absorbido por el peronismo
renovado.
A la derecha, e intentando también aprovechar el debilitamiento de la bipolaridad de 1983,
creció la Unión del Centro Democrático, fundada por Álvaro Alsogaray, el veterano mentor de
las ideas liberales. Esas ideas, que gozaban de un gran predicamento en el mundo, en el
contexto de la crisis del bloque soviético y el del Estado de bienestar, fueron traducidas aquí de
una manera novedosa y atractiva por un partido que encontró en el contexto de la democracia
la fórmula de la popularidad, particularmente entre los jóvenes. Su éxito electoral fue relativo —
no logró afirmarse más allá de la Capital- aunque pudo aspirar a convertirse en la tercera
fuerza, que arbitrara entre radicales y peronistas. Mucho más rotundo fue su éxito ideológico,
sobre todo a medida que la crisis económica ponía de relieve la necesidad de soluciones de
fondo. No es seguro que el liberalismo las tuviera, pero en cambio disponía de recetas fáciles y
atractivas, y de una aguda capacidad para señalar los males del estatismo y el dirigismo.
Compitió con éxito con el alfonsinismo en la educación de la civilidad, y hasta reclutó adeptos
en el propio partido gobernante.
Al competir con la fuerza gobernante en el terreno de la opinión pública, los partidos y las
instituciones, izquierdas y derechas -con la salvedad de grupos extremos y minoritarios-
contribuyeron a reforzar la institucionalidad. Algo similar ocurrió con el peronismo después de
una etapa inicial de vacilación. Inmediatamente después de las elecciones de 1983, y en medio
de un gran desconcierto y de profundas divisiones, predominaron quienes -encabezados por el
dirigente de Avellaneda Herminio Iglesias- quisieron combatir al gobierno desde las viejas
posiciones nacionalistas de derecha, y alentaron el acuerdo de políticos y sindicalistas
peronistas con los militares y con quienes, como el ex presidente Frondizi, se habían convertido
en sus voceros. En ese contexto, se opusieron al acuerdo con Chile y fueron categóricamente
derrotados en el plebiscito. Progresivamente fue articulándose dentro del peronismo una
corriente opuesta —la renovación— que combatió duramente con la conducción oficial, al punto
de que en 1985 se dividió el bloque de Diputados, hasta que a fines de ese año conquistó la
preeminencia en el partido. El peronismo renovador —cuyas principales figuras eran Antonio
Cafiero, Carlos Grosso, José Manuel de la Sota y el gobernador de La Rioja, Carlos Menem—
se proponía adecuar el peronismo al nuevo contexto democrático, insertarse en el discurso de
la civilidad y agregarle el de las demandas sociales tradicionalmente asumidas por el
peronismo, compitiendo desde la izquierda de su propio terreno con el gobierno, a quien
acompañaron incluso en temas como el plebiscito sobre el Beagle. Cuando se produjo la crisis
militar de Semana Santa de 1987, el comportamiento de los dirigentes renovadores fue
impecable: manifestaron una solidaridad total con la institucionalidad democrática y respaldaron
sin condiciones al gobierno. No sólo inscribían al peronismo en el juego democrático, sino que,
finalmente, parecían crear la condición de éste: la posible alternancia entre partidos
competidores y copartícipes.
El fin de la ilusión
El año 1987 fue decisivo para el gobierno de Alfonsín. El episodio de Semana Santa representó
la culminación de la participación de la civilidad, el máximo de tensión que se podía alcanzar, y
al mismo tiempo la evidencia de su limitación para doblegar un factor de poder igualmente
tensado. En la Pascua de 1987 concluyó definitivamente la ilusión del poder ilimitado de la
democracia. Además, y ya embarcado en la negociación con los distintos intereses que habían
sobrevivido al embate civil —militares, empresarios, sindicalistas—, Alfonsín perdió la
exclusividad del liderazgo sobre la civilidad. Si bien los competidores de derecha e izquierda
cosecharon algo, las mayores ganancias fueron para el peronismo renovador. En un clima de
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la “guerra sucia” y el entierro de las ilusiones de la civilidad, aunque tocaría dar el gran paso de
amnistiar a los jefes condenados al gobierno que siguió al doctor Alfonsín.
La cuestión política tampoco se cerró satisfactoriamente para la civilidad democrática. Luego de
la elección de septiembre de 1987 creció la figura de Antonio Cafiero, gobernador de Buenos
Aires, presidente del Partido justicialista y jefe del grupo “renovador”, que se perfilaba como
candidato de su partido y, probablemente, sucesor de Alfonsín. En muchos aspectos, Cafiero y
los renovadores habían remodelado el peronismo a imagen y semejanza del alfonsinismo:
estricto respeto a la institucionalidad republicana, propuestas modernas y democráticas,
elaboradas por sectores de intelectuales, distanciamiento de las grandes corporaciones y
establecimiento de acuerdos mínimos con el gobierno para asegurar el tránsito ordenado entre
una presidencia y otra.
Quizá eso los perjudicó frente al candidato rival dentro del peronismo: el gobernador de La
Rioja, Carlos Menem, también enrolado en la “renovación” pero cultor de un estilo político
mucho más tradicional. Menem demostró una notable capacidad para reunir en torno suyo
todos los segmentos del peronismo, desde los dirigentes sindicales, rechazados por Cafiero,
hasta antiguos militantes de la extrema derecha o la extrema izquierda de los años setenta,
junto con todo tipo de caudillos o dirigentes locales desplazados por los renovadores. Como ha
dicho Ricardo Sidicaro, se trataba de una “antielite”, que hería la sensibilidad de la civilidad
democrática. Con este heterogéneo apoyo, explotando su figura de caudillo tradicional para
diferenciarse de sus rivales modernizadores, y sin necesidad de formular propuesta o programa
alguno, ganó la elección interna, y en julio de 1988 quedó consagrado candidato a Presidente.
En los meses siguientes extendió y perfeccionó su fórmula. Tejió en privado sólidas alianzas
con los grandes intereses corporativos: importantes empresarios, como el grupo Bunge y Born,
dirigentes de la Iglesia, altos oficiales de las Fuerzas Armadas, incluyendo los “carapintadas”.
Pero en público apeló al vasto mundo de “los humildes”, a quienes se dirigió con un mensaje
casi mesiánico, formulado con un despliegue escenográfico que lo hacía aparecer como un
santón, y en el que la “revolución productiva” y el “salariazo” prometidos prenunciaban la
entrada en la tierra de promisión. Si en el voluntarismo se acercaba al estilo de Alfonsín, todo lo
demás lo diferenciaba, al tiempo que testimoniaba la realidad de una nueva sociedad,
dominada por la miseria y la marginalidad, en la que este tipo de discursos resultaba mucho
más eficaz. En suma, nadie sabía qué haría exactamente el candidato peronista en caso de
resultar triunfante, pero estaba claro que sería pragmático y poco apegado a compromisos
programáticos.
Angeloz, su competidor, criticó a Menem aprovechando el temor que despertaba en muchos
pero también trató de captar al electorado que criticaba en Alfonsín sus facetas más
progresistas. Por ello, acentuó los aspectos de su programa que lo acercaban a las propuestas
liberales, y mientras Menem prometía volver al paraíso de la distribución, Angeloz anticipaba un
recorte de la beneficencia estatal, que simbolizaba en un lápiz rojo dispuesto a tachar todo
gasto innecesario.
Es posible que, con esas alternativas, fuera inevitable el triunfo del candidato opositor, según
una dinámica muy propia de las democracias consolidadas, en las que las dificultades de la
sociedad engrosan la cuenta de los gobernantes. Pero faltaba el ingrediente final, que
transformó una posible transición ordenada en otra catastrófica. En agosto de 1988 el gobierno
lanzó un nuevo plan económico, que denominó “Primavera”, con el propósito de llegar a las
elecciones con la inflación controlada, pero sin realizar ajustes que pudieran enajenar la
voluntad de la población. Al congelamiento de precios salarios y tarifas —aceptado a
regañadientes por los representantes empresarios— se agregó la declarada intención de
reducir drásticamente el déficit estatal, condición para lograr el indispensable apoyo de los
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acreedores externos, mucho más remisos que antes. En condiciones políticas muy distintas que
las de 1985, el plan marchó de entrada con dificultades: la predisposición de los distintos
actores a mantener el congelamiento fue escasa, los cortes en los gastos fiscales frieron
resistidos, la negociación con las principales entidades externas marchó muy lentamente, y los
fondos prometidos llegaron con cuentagotas; en cambio lo hicieron los capitales especulativos,
para aprovechar la diferencia entre tasas de interés elevadas y cambio fijo, contando con
retornar en cuanto se anunciara la amenaza de una devaluación. Se trataba, en suma, de una
situación explosiva, que reposaba exclusivamente sobre la confianza existente en la capacidad
del gobierno para mantener la paridad cambiaria. En diciembre de 1988 ocurrió el episodio de
Seineldín, al que siguió una aguda crisis en el suministro de electricidad y, poco después, el
asalto al cuartel de La Tablada. Por entonces Domingo Cavallo, un economista afiliado al
justicialismo, había recomendado al Banco Mundial y al Fondo Monetario que limitaran sus
créditos al gobierno argentino. Cuando ambas instituciones anunciaron que no lo seguirían
respaldando, todo el edificio se derrumbó. El 6 de febrero de 1989 el gobierno anunció la
devaluación del peso —que devoró la fortuna o los ahorros de quienes no supieron retirarse a
tiempo— e inició un período en que el dólar y los precios subieron vertiginosamente y la
economía entró en descontrol. Luego de largos períodos de alta inflación, había llegado la
hiperinflación, que destruyó el valor del salario y la moneda misma y afectó la misma
producción y circulación de bienes.
En ese clima se votó el 14 de mayo de 1989. El Partido Justicialista obtuvo un rotundo triunfo y
Carlos Menem quedó consagrado presidente. La fecha del traspaso debía ser el 10 de
diciembre de ese año, pero pronto fue evidente que el gobierno saliente no estaba en
condiciones de gobernar hasta esa fecha, máxime cuando el candidato triunfante rehusó toda
colaboración para la transición. A fines de mayo la hiperinflación tuvo sus primeros efectos
dramáticos: asaltos y saqueos a supermercados, duramente reprimidos. Poco después,
Alfonsín renunció, para anticipar el traspaso del gobierno, que se concretó el 9 de julio, seis
meses antes del plazo constitucional. La imagen de 1983 se había invertido, y quien había sido
recibido como la expresión de la regeneración deseada se retiraba acusado de incapacidad y
claudicación.
HUGO QUIROGA
Un sistema político como el argentino, que entre 1916 y 1983 se desplazó sin cesar entre
momentos de legitimidad y de ilegitimidad democrática, no contribuyó, naturalmente, a
fortalecer la creencia efectiva en la Constitución Nacional, ni llegó a crear en tantas décadas de
historia institucional un poder democrático legítimo, en torno a las reglas pacíficas de sucesión
del poder, la libertad de sufragio y la soberanía popular. De ahí, también, los desafíos para el
nuevo período que comenzó en 1983.
En síntesis, en la dinámica de este juego político, nuestra democracia no fue capaz de
consolidar entre 1916 y 1983 un poder legítimo y una cultura política que la sostuviese.
Conviene recordar que los cambios en la cultura política de una sociedad no se producen, en
general, tan abruptamente. Por eso advierte Norbert Lechner que una cultura democrática es el
resultado de un proceso histórico que requiere de un tiempo para poder desarrollar costumbres
y creencias en las que pueda apoyarse la construcción institucional de la democracia. La
legitimidad de las instituciones democráticas supone la maduración de una cultura cívica que, a
su vez, se basa en el funcionamiento eficiente y duradero de las instituciones.
Por eso, las dificultades del proceso de transición a la democracia iniciado después de la
derrota de Malvinas no fueron pocas. Al mismo tiempo que la renaciente democracia luchaba
por institucionalizarse, debió adecuarse a las exigencias de reestructuración de una economía
mundial, lo que le provocó considerables fisuras sociales. En el Cono Sur, los procesos de
democratización tuvieron lugar en el contexto de la crisis de la deuda pública, y en esa difícil
situación los gobiernos aplicaron políticas neoliberales, de reforma del Estado, de reducción del
déficit fiscal, de privatizaciones y de exaltación del mercado, cuyas consecuencias sociales
crearon condiciones desfavorables para la estabilidad de esos países.
La experiencia histórica nos ha enseñado que la democracia no sólo se edifica sino que se
debe saber que se edifica; el hecho significativo en este proceso es reconocer el sentido de esa
construcción para mejorar sus formas, para hacerla más habitable. No obstante, esa
construcción parecerá siempre inconclusa. La democracia nunca será un régimen acabado,
logrado. Se construye y reconstruye de manera permanente; prevalece así un movimiento de
reconstrucciones parciales. La democracia no puede ser más que una realidad inacabada.
La reconstrucción de un régimen democrático es siempre una empresa colectiva, en la que
deben converger —y éste no es un dato menor para los argentinos— tanto la amplia mayoría
de los ciudadanos como la totalidad de los partidos políticos. A partir de 1983, pareciera que los
ciudadanos y dirigentes argentinos se han puesto de acuerdo sobre el sistema político con el
cual desean vivir, sobre el modo de vida que han juzgado mejor. La unión de estas
convicciones es el más sólido escudo que pueden encontrar las acciones de los actores
antidemocráticos y es la mejor defensa de un proyecto de vida público y colectivo.
La democracia que renació en 1983 no ha sido ajena a las realidades y condiciones de su
pasado, es decir, de un pasado que le da origen y condiciona pero que, a su vez, puede
terminar siendo transformado por ella. Sin duda, la fragilidad de nuestro pasado democrático
repercute en la capacidad actual del sistema político para crear mejores condiciones de
estabilidad. Pasado, presente y futuro de un mismo proceso histórico, abierto y en movimiento.
Comprender las acciones contemporáneas es situarse en la perspectiva de un presente activo
en su relación con el pasado y con la mirada expectante hacia el futuro.
El derrumbe de la dictadura militar de 1976 permitió a la sociedad argentina ingresar en un
nuevo período democrático con un horizonte de esperanza que la movilizó tras la prosecución
de dos grandes objetivos: la renovación del sistema político y la reorganización de la economía.
El éxito del período de transición inaugurado en 1983, tanto en su faz política como económica,
dependió en gran medida de la interacción de ambos procesos. A partir de entonces una
demanda de orden, político y económico, se instaló con intensidad en una sociedad que
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
El gobierno de Alfonsín
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
¿Cuáles eran los temas de discusión pública y cuáles los lugares de comunicación de la
naciente democracia?
Durante los primeros años, el gobierno de Alfonsín se encontró, por un lado, amenazado por el
persistente pasado autoritario y, por otro, se vio animado por las demandas de participación y
por la imperiosa necesidad de consolidar la democracia. De tal manera, al asegurar los
derechos civiles y garantizar la libertad política a través de las instituciones públicas, se abrió un
período de lucha —que no fue largo— por la ampliación de la participación política. Una
sucesión de acontecimientos y decisiones gubernamentales, algunos de ellos con origen en el
pasado y otros provenientes de la propia transición, sacudieron con diferente intensidad y
modalidad las fibras de la participación social y las demandas de consolidación de la
democracia.
En efecto, la participación mayoritaria de la ciudadanía junto a las decisiones del primer
gobierno democrático fueron factores determinantes del acontecer político de una sociedad que
retomaba cuidadosamente sus primeros pasos en la creación de un nuevo orden: el juicio a las
juntas militares; la labor de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas), que fue sin duda el espacio de la sociedad civil; el tratado de paz con Chile
sustentado por un plebiscito; la implementación de un programa económico heterodoxo
conocido como Plan Austral, que suscitó inmediatamente un amplio apoyo de la sociedad; el
Congreso Pedagógico Nacional, que promovió un debate horizontal en el sistema educativo,
con la participación de diversos sectores, sobre la futura ley de educación, y la sociedad, que se
abroqueló en las instituciones de la democracia ante la rebeldía militar de 1987 y 1988
manifestándose masivamente en las plazas públicas de todo el país en defensa de la
democracia.
La política participativa permaneció en lo fundamental, resumida entre 1984 y 1987, en aquellas
formas y espacios que, como vías de deliberación convencional y no convencional, despertaron
esperanzas pero por falta de continuidad y consistencia resultaron finalmente insuficientes a la
hora de querer construir un modelo diferente de sociedad. Se podría convenir, entonces, en que
la democracia participativa comenzó a declinar su fortaleza a partir de las elecciones de
septiembre de 1987, que causan una derrota electoral al partido gobernante, signo elocuente de
un imparable deterioro político, que fue estrechando los márgenes de acción del gobierno. La
gravedad de la crisis, el poder de los centros financieros internacionales y el peso de una
sociedad altamente corporativa doblegaron la voluntad política del gobierno, mientras el sistema
de partidos se resintió y los ciudadanos perdieron protagonismo y buscaron desentenderse, en
términos relativos, de la política. Simultáneamente, las leyes de Obediencia Debida y Punto
Final, impulsadas por las presiones de los rebeldes militares, comprometieron la continuidad de
los juicios militares —limitando la acción de la Justicia— y perjudicaron la credibilidad
presidencial, que con estas medidas desandaba sus propios pasos.
Hasta el comienzo del Plan Austral en 1985, el gobierno radical no había llegado a percibir
íntegramente la gravedad de la crisis argentina ni los cambios de época que impactaban
fuertemente sobre ella. Cuando se propuso plasmar, con un programa heterodoxo, las reformas
que permitirían acomodar el país a las nuevas condiciones del capitalismo mundial, la oposición
política y sindical peronista salió a combatir con dureza, tanto a través de trabas parlamentarias
como del uso de la acción directa, los éxitos iniciales y a frenar en nombre de una perimida
matriz de pensamiento las tácticas oficiales que buscaban un rendimiento más adecuado del
Estado y la economía. Los grandes empresarios, de incontenibles influencias en las
instituciones políticas, olvidaron sus compromisos al ver que la crisis económica iba devorando
la administración radical y que el Estado se mostraba incapaz de manejarla. En general ese
“paso al costado” no fue interpretado como una reacción natural y defensiva del capital frente a
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
una caída que parecía inevitable, sino como una reacción consciente y contundente destinada a
producir un “golpe económico” al final del mandato de Alfonsín.
La sociedad había cifrado sus esperanzas de cambio en el resultado de un doble proceso de
transición. En relación con la transición política, el gobierno de Alfonsín no pudo subordinar
completamente las Fuerzas Armadas a la democracia, mientras sus instituciones más
importantes —partidos y Parlamento— funcionaban con normalidad. En el campo militar un
sector, el denominado “carapintada”, se resistía y se indignaba frente a los requerimientos de
saneamiento dirigidos desde el poder civil. Esta incertidumbre militar hizo más difícil la
transición económica, en un país que requería de reformas estructurales para mejorar las
condiciones de vida de la población. En este último punto estaban también centradas las
expectativas sociales. El fracaso del Plan Austral, las dificultades para reformar el Estado, así
como también la imposible reestructuración económica, clausuraron las posibilidades
transformadoras del gobierno radical y lo dejaron prácticamente inhabilitado para continuar en
el ejercicio del poder. El corolario fue la crisis de gobernabilidad del primer gobierno
constitucional sin que haya entrado en crisis la legitimidad del sistema democrático.
Los lugares clásicos de la política, amplificados por la movilización de los ciudadanos y la
participación de algunos movimientos sociales en el primer tramo del proceso de transición,
fueron gradualmente erosionados por la impactante realidad de una sociedad que no podía
conocer por entero el sentido de su ubicación. El modelo de espacio público participativo había
entrado en crisis. La disminución del entusiasmo ciudadano le quitó centralidad a la
participación, mientras que la vida política se atenuó y los espacios institucionales mostraron
sus límites. La autoridad presidencial, que había conferido al país una determinada estabilidad y
seguridad como garante personal de la transición en el dificultoso recorrido hacia la
consolidación de la democracia, se abandonó en una cierta inercia peligrosa. Hacia 1987, el
Estado democrático ya no pudo continuar como antes ofreciendo un espacio público de
participación.
Por un momento, el ciudadano se había sentido partícipe de los asuntos públicos: apoyó
abiertamente al sistema democrático, puso barrera a los alzamientos militares y participó de la
discusión pública. En efecto, además del Congreso Pedagógico, del interés por el tema de los
derechos humanos y del apoyo a la solución pacífica en el conflicto con Chile por el Beagle, un
vasto sector de la población se manifestó a favor de la ley de divorcio y de la patria potestad
compartida. Asimismo, los ciudadanos mostraron disposición para movilizarse por aquellas
cuestiones relativas a la buena marcha de la vida en común. La política parecía no ser una cosa
de pocos y la vida pública resultaba aceptable y digna. Empero, la vida privada pronto se
constituiría en el recinto donde los ciudadanos irían a refugiar su indiferencia luego de los
desencantos y de la pérdida de interés en los asuntos comunes Un individuo decepcionado
abandonaba la posibilidad de convertirse en el sujeto de una política participativa, que ya no
estaba dispuesto a generar. Al mismo tiempo también el gobierno radical, presionado por la
crisis y en apuros, había dejado a un lado el impulso a la participación política.
las Fuerzas Armadas sin poner en peligro la estabilidad del orden democrático? En los países
mencionados, la “razón militar” no admite ni acepta discrepancias: reclama impunidad ante las
consecuencias de la aplicación de métodos ilegítimos de represión. Conviene aclarar que la
situación es también diferente en cada país por las condiciones que rodearon el proceso de
transición desde un orden autoritario a un orden democrático.
Por eso ningún país en América latina que hubiera atravesado por el horror de una dictadura
cruel llegó tan lejos como la Argentina en la investigación y el juicio a las Fuerzas Armadas, aun
cuando no se pudo mantener en pie la sentencia condenatoria de los culpables. La
comparación con los casos de Chile, Uruguay y Brasil muestra nítidamente la diferencia entre
las distintas soluciones adoptadas por los gobiernos democráticos, fueran pactadas o no
pactadas con el poder militar.
El juicio a las juntas militares realizado por el gobierno de Alfonsín constituyó una transparente
afirmación del sistema democrático, a la vez que representó el primer antecedente de este tipo
en América latina. La restablecida democracia argentina juzgó, con sus instrumentos legales, a
los responsables de la quiebra institucional de 1976 y, por ende, de la represión ilegal puesta en
marcha por el régimen militar. Simbólicamente se juzgó también a todos los golpes de Estado y
al autoritarismo militar, que durante cincuenta años hegemonizaron la política argentina. Pero
las dudas por disipar no eran pocas: ¿no era de esperar acaso una reacción violenta de las
Fuerzas Armadas o de un sector de ellas? Si tal situación se presentaba, ¿la democracia
estaría en condiciones de poder sostener una posición ética y defensora de la sentencia
condenatoria sin ser humillada? La política de Alfonsín formulada en diciembre de 1983 se
situaba inicialmente entre el legítimo reclamo de justicia y la necesaria preservación del sistema
democrático. ¿Cómo juzgar a toda una institución que, además de disponer del monopolio de la
fuerza, ha sido durante cincuenta años el actor principal de la política argentina?
Uno de los primeros pasos de la estrategia gubernamental en el tema de los derechos humanos
fue la creación de la CONADEP por decreto presidencial del 15 de diciembre de 1983, con la
finalidad de recibir denuncias y pruebas para ser remitidas a la Justicia. El informe de esa tarea,
titulado Nunca más, entregado al presidente de la Nación el 20 de septiembre de 1984, y la
emisión del programa de televisión que mostró las investigaciones realizadas causaron un
profundo malestar en los medios castrenses. El “descenso al infierno”, como Ernesto Sabato
calificó la dolorosa tarea emprendida por la CONADEP, promovió el más grande acto de toma
de conciencia de una sensibilizada sociedad.
A fin de no inculpar a toda la institución militar por la represión antisubversiva, la estrategia
gubernamental reformó en febrero de 1984 el Código de Justicia Militar estableciendo tres
niveles de responsabilidad: los que planificaron y ejercieron la supervisión, los que actuaron sin
capacidad decisoria cumpliendo órdenes y los que cometieron exceso en el cumplimiento de
directivas superiores. Ahora bien, entre la reforma de este Código y la primera rebelión de abril
de 1987 rondó la incertidumbre en el proceso de transición democrática, por la usina de
rumores y la intoxicación de noticias militares, por los relevos y las designaciones en los altos
mandos, por el espíritu de cuerpo que se formaba entre la oficialidad media que se resistía a
ser juzgada, por las diferencias suscitadas entre la justicia civil y el gobierno democrático, y por
el pleito entre la justicia civil y la justicia militar. El hecho más remarcable fue el temible clima
golpista que rodeó la iniciación del juicio a los comandantes el 22 de abril de 1985. La noche
anterior, el presidente Alfonsín, en un discurso dramático, denunció abiertamente la
conspiración golpista y convocó a los ciudadanos a defender el sistema democrático. Alfonsín
debió admitir que el proceso provocaba tensiones, pero aun así ese juicio, a su entender,
“terminará con cincuenta años de frustración democrática”.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
A partir del juicio a los responsables de la represión se abrió una tensa relación entre el
gobierno radical y las Fuerzas Armadas, que estalló con el alzamiento militar de Semana Santa,
en abril de 1987. La Ley de Punto Final, sancionada cuatro meses antes, había salido al cruce
de las presiones militares con la finalidad de evitar posibles rebeliones. El sentido de esa ley era
evitar tanto la proliferación de los juicios como disipar el estado de sospecha que pesaba sobre
la institución militar, para lo cual se promovía la aceleración de las causas y la fijación de un
término de prescripción de la acción penal. Se preveían, pues, plazos exiguos de 30 y 60 días
para denunciar hechos nuevos y para procesar a quienes no lo hubieran sido. Cumplidos esos
términos, se extinguía la acción penal. El dispositivo legal, que limitaba la acción de la Justicia,
resultó sin embargo insuficiente para la voracidad de los “carapintadas”, el sector del Ejército
que se alzó en armas en Semana Santa.
Este levantamiento, encabezado por el teniente coronel Aldo Rico, que mantuvo en vilo al país
durante cuatro días, terminó con una sospecha de negociación entre el presidente Alfonsín y los
amotinados realizada en Campo de Mayo. Horas más tarde, desde los balcones de la Casa
Rosada Raúl Alfonsín anunciaba ante una multitud que “la casa está en orden”, frase célebre
que en la percepción colectiva había sonado más a una claudicación que a una entrega
incondicional de los insurrectos. La decepción de la ciudadanía era inevitable, y el Estado
democrático mostraba sus límites en la resolución del tema de los derechos humanos.
En los primeros días de junio de 1987, dos meses después de la rebelión militar, se aprobó la
ley que delimitaba la obediencia debida, sobre la base de dos fuertes considerandos: 1) La
presunción de pleno derecho, sin admitir prueba en contrario, de que los oficiales jefes, oficiales
subalternos y suboficiales de las Fuerzas Armadas y de seguridad no eran punibles por los
delitos cometidos en la lucha contra el terrorismo por haber obrado en virtud de obediencia
debida. 2) La misma presunción se aplicó a los oficiales superiores que no hubieran revistado
como comandantes en jefe, jefe de zona, jefe de subzona o jefe de fuerzas de seguridad, salvo
que en el plazo de treinta días de promulgada la ley se resuelva judicialmente que tuvieron
capacidad decisoria o que participaron en la elaboración de las órdenes.
No obstante, las rebeliones continuaron en Monte Caseros en enero de 1988, en Villa Martelli
durante el mes de diciembre de 1988 y, finalmente, en diciembre de 1990, durante el gobierno
de Carlos Menem. Las demandas rebeldes actualizaban una pretensión no resuelta en el
campo político: la irresponsabilidad penal por lo actuado en la “guerra sucia”. La solución
demorada del radicalismo con las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, fue incapaz de
impedir la continuidad del reclamo de impunidad del Sector Carapintada del Ejército, que exigía
con las armas en la mano el reconocimiento de la sociedad por la lucha contra la subversión
Las cuatro insurrecciones dejaron la sensación de un conflicto no resuelto, y fueron la evidente
demostración de que las armas de un importante sector de las Fuerzas Armadas no estaban al
servicio del gobierno civil. Una parte activa del viejo aparato del poder militar permanecía
intacta. Los sediciosos de las tres primeras sublevaciones no pudieron ser reprimidos por las
fuerzas leales al gobierno de Alfonsín porque la demanda de impunidad cohesionaba a la
institución militar. En cambio, la represión fue posible en el curso del cuarto episodio rebelde,
cuando el conjunto de las Fuerzas Armadas tuvo la garantía del presidente Menem de indultar a
los responsables del orden autoritario de 1976.
Frente a los alzamientos bélicos y ante la resistencia militar a los juicios por violación de los
derechos humanos, la sociedad civil puso de manifiesto una lealtad generalizada al sistema
democrático, hasta entonces nunca practicada, en un país que permaneció durante medio siglo
regido por un sistema político que contó a las Fuerzas Armadas corno uno de sus protagonistas
principales. Así, una parte activa de la sociedad se movilizó en defensa de la continuidad de los
juicios y la aplicación de las condenas a los responsables de la represión. Por eso, las leyes de
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
opinión y de elaborar propuestas para una nueva ley nacional de educación. Este congreso
encontraba un significativo antecedente en el celebrado en 1882 durante la presidencia del
general Roca, que había dado lugar a una propuesta educativa de avanzada plasmada en la ley
1420, con sus principios de enseñanza pública, gratuita y obligatoria. Lo que estaba en juego en
la propuesta del gobierno radical no era sólo la discusión de una ley de educación sino el
sistema educativo y cultural que modelaría a las futuras generaciones de argentinos. Por eso, el
tema abrió la posibilidad de participación a la sociedad y movilizó a la Iglesia Católica a una
actuación enérgica por la defensa de sus intereses en la enseñanza privada y contra el discurso
demasiado laico que flotaba en el ambiente. Los resultados del Congreso no fueron tal vez los
esperados y la Iglesia a través de sus delegados consiguió una participación central en la
elaboración de los documentos finales.
Una de las propuestas más interesantes del proyecto renovador del radicalismo fue la
democratización sindical. Se apuntaba, fundamentalmente, a la libertad gremial y a la inclusión
de las minorías en los órganos de conducción, al control de las elecciones por el Estado y a la
limitación de la reelección de los dirigentes. Como el proyecto de ley del ministro de Trabajo,
Antonio Mucci, golpeaba en el corazón del poder gremial, encontró cerradas resistencias. El
proyecto fue aprobado en la Cámara de Diputados y rechazado por un voto en el Senado, el del
neuquino Elías Sapag, el 15 de marzo de 1984. Esta fue la primera derrota importante del
radicalismo, que frustró la posibilidad de hacer ingresar al sindicalismo en el proceso de
democratización abierto en 1983. En abril de ese año el ministro Mucci fue reemplazado por
Juan Manuel Casella, que llevó adelante una política conciliadora con los sindicatos. No
obstante, los enfrentamientos y las tensiones con el gobierno de Alfonsín no cesaron. La CGT,
unificada por Saúl Ubaldini en enero de 1984, organizó trece paros nacionales. Finalmente, se
sancionó la ley 23.071, de reordenamiento sindical, que impedía el control gubernamental de
las elecciones y la representación de las minorías en los órganos de conducción. La imposible
democratización sindical había llegado a su fin.
El proyecto inicial de Alfonsín preveía también el impulso en la agenda pública de acuerdos con
los partidos políticos y con los sectores económicos y sindicales. En primer lugar, el Acta de
Coincidencias Políticas fue firmada con las principales fuerzas de la oposición en el mes de
junio de 1984. Sobre la base de un núcleo de coincidencias mínimas se buscaba fortalecer el
sistema político-institucional para crear mejores condiciones en la dura tarea de la
reconstrucción económica. Detrás de esta propuesta aparecían los temores que generaban los
eventuales problemas de gobernabilidad. Rápidamente se vio la inviabilidad de este acuerdo.
Su fracaso se debió principalmente a la debilidad y a la crisis interna del Partido Justicialista,
que no había superado aún su derrota electoral, y al creciente poder del sector gremial en la
esfera partidaria y política, que no estaba muy dispuesto a los acuerdos. En segundo lugar, la
vía de la “concertación” con los sectores empresariales y sindicales fue la otra estrategia
diseñada por Alfonsín, que comenzó a desarrollarse en el mes de agosto de 1984, pero que
cobró mayor impulso luego del fracaso del Acta de Coincidencias. En la perspectiva del
gobierno se vislumbraba un acuerdo semejante al Pacto de la Moncloa firmado durante la
transición española. Sin embargo, en la Argentina las cosas serían a este nivel muy diferentes.
Por sus discrepancias con el gobierno, la CGT realizó un paro nacional en el mes de
septiembre de 1984 y suspendió durante una semana su participación en la concertación en
enero de 1985. El poder sindical amplió sus alianzas con la Iglesia y sectores empresariales
para profundizar su política de confrontación con el gobierno nacional. Entre la crisis económica
y la creciente inflación fue languideciendo la propuesta de concertación, que ya no interesaba a
las entidades empresariales ni a las sindicales. Ante este fracaso el presidente Alfonsín cambió
de estrategia.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
Sin duda, 1985 es el momento de inflexión de la política radical. Tal vez se podría afirmar que
es la marca del surgimiento del “alfonsinismo”, es decir, de la producción de un discurso
renovador con propuestas de modernización social que se alejaba de las concepciones
tradicionales del partido centenario. Más allá de sus resultados finales, tres hechos principales
distinguen a este nuevo período clausurado en 1987: el Plan Austral, el Consejo para la
Consolidación de la Democracia y el discurso de Parque Norte.
El punto nodal de la crisis que vivía la Argentina en los comienzos de la transición se
encontraba en la gravedad de la crisis económica y en el problema de la deuda externa. La
respuesta antiinflacionaria de carácter gradualista aplicada por el ministro de Economía,
Bernardo Grinspun, había resultado un rotundo fracaso. En febrero de 1985, Grinspun fue
reemplazado por Juan Sourrouille, quien puso en marcha un plan económico heterodoxo,
elaborado con la más absoluta reserva y sin conocimiento incluso del partido radical,
denominado Plan Austral, que entre otras medidas modificó el signo monetario. Dado a conocer
a mediados de junio, el plan fue muy bien recibido por el conjunto de la población. Los éxitos
iniciales, al controlar la inflación, contribuyeron a que el radicalismo ganara las elecciones
legislativas de noviembre de 1985, a pesar de perder catorce puntos en relación con los
comicios de 1983.
La reconstrucción de la democracia en una sociedad conflictiva como la nuestra requería,
mucho más que en los países que disfrutan de un orden político estable, de un compromiso
cívico tendiente a crear las condiciones para la estabilidad. Pero estas condiciones no pueden
ser forjadas solamente en los acuerdos políticos explícitos, sino que también ellas deberían
formarse en el espacio que se consiente a una mayor participación social. Desde este punto de
vista no se ubicó en la buena dirección el discurso presidencial pronunciado en la Plaza de
Mayo a fines de abril de 1985, cuando se convocó oficialmente a la sociedad a la defensa de la
democracia por las amenazas golpistas. Alfonsín dejó pasar la oportunidad —marcando un
cambio de etapa— de crear un eje político de unificación nacional, en los hechos, alrededor de
la defensa de la democracia, por encima del apoyo a su gobierno. Por el contrario, anunció ante
una multitud integrada por radicales, sectores del peronismo, intransigentes, socialistas e
independientes, el inicio de una “economía de guerra”. Esta definición de austeridad, que
apuntaba a controlar los gastos y frenar la inflación, pareció clausurar las posibilidades de
acuerdo social para encarar reformas profundas. Luego vendría la declaración del estado de
sitio en octubre del mismo año por sesenta días ante la denuncia de campañas
desestabilizadoras, y más tarde el ascenso de dos oficiales detenidos y acusados, bajo esa
medida excepcional, de complotar contra el gobierno y la democracia, lo que fue un nuevo
motivo de decepción entre sectores del progresismo.
El Consejo para la Consolidación de la Democracia fue creado por decreto presidencial del 24
de diciembre de 1985, coordinado por el filósofo del derecho Carlos Nino e integrado por
juristas, políticos y personalidades de actuación en la vida nacional, con la misión de elaborar
un proyecto transformador fundado en la ética de la solidaridad y en la democracia participativa.
El gobierno radical promovía la elaboración de un proyecto de reforma constitucional de
carácter semipresídencial que iría a reemplazar al clásico régimen presidencialista argentino.
Los estudios preliminares, finalmente, no concluyeron en acuerdos legislativos por la escasa
aceptación que tuvo la iniciativa entre ciertos sectores del radicalismo y del peronismo.
Otro momento sobresaliente de este período fue el acercamiento de intelectuales laicos y
progresistas al Estado, en fuerte contraste con el momento de mayor desconfianza que hubo
hacia ellos impulsado por el régimen militar de 1976. Raúl Alfonsín convocó a un grupo de
intelectuales, independientes y afiliados al partido radical, a participar en la elaboración de los
textos presidenciales que iban a fijar los grandes temas de la agenda política. El llamado, que
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
no exigía entonces la afiliación partidaria, modificó el vínculo entre intelectuales y poder político.
La producción más significativa de ese núcleo de hombres de ideas, conocido como “Grupo
Esmeralda”, fue el Discurso de Parque Norte, que Alfonsín leyó en el mes de diciembre de 1985
ante el plenario de delegados al Comité Nacional de su partido. Los grandes temas propuestos
por el presidente, la “democracia participativa”, la “modernización” y la “ética de la solidaridad”,
marcaron un cambio de rumbo en el discurso presidencial, a la vez que proponían una
convocatoria a los actores de la transición, por encima de los intereses del partido oficial.
La contradicción democrática
Desde su recuperación, la política en democracia, y por ende la democracia misma, ha sufrido
un lento pero inexorable proceso de degradación. Al comienzo se la concibió como el núcleo
central y, a la vez, el instrumento principal de un nuevo proyecto de refundación nacional,
transformador de la economía, la sociedad y el Estado, devastados por la gestión de la
dictadura militar. Sin embargo, en el momento actual, cuando la observamos transitando una de
las fases más críticas (y contradictorias) de su extenso ciclo involutivo no podemos disimular, a
nuestro pesar, que se ha convertido en lo contrario: en lugar de ideología e instrumento político
institucional de recuperación de
los derechos y creencias de los sectores populares sistemáticamente expropiados durante los
treinta años anteriores, funciona como una extensa red de complicidades corporativas intra y
paraestatales destinadas a legitimar, conservar y amplificar las estructuras de poder que ese
proceso ha ido creando. Aun más, si le asignamos la importancia que ahora tiene la brutal
expansión de las redes clientelares y su contraparte, la consolidación territorial de un poderoso
estamento de punteros políticos institucionales en las principales regiones del país, podemos
agregar un nuevo rasgo: la democracia no sólo administra y promueve la decadencia, sino que
ahora se alimenta de ella. Para sobrevivir conservando sus actuales características, el sistema
político partidario de base electoral, que se reconstruyó en la década de 1980 para promover
los cambios que la mayoría de la sociedad le reclamaba, se ha vuelto conservador; necesita
asegurarse, asegurando su reproducción.
Ese largo proceso de descomposición política, degradación institucional y demolición
sistemática del aparato estatal, que nos ha colocado frente a las contradicciones irresolubles y
los dilemas del momento actual, ha recorrido una serie de etapas que no fueron
adecuadamente reconstruidas todavía. En este libro analizamos las dos primeras, definidas por
procesos y acontecimientos que tuvieron lugar durante la presidencia del doctor Alfonsín,
tratando de relacionar sus características originales con los postulados de su propuesta
emancipadora y refundacional, con su traducción en determinado tipo de políticas estatales y
con el intento frustrado de reconstruir un estilo plebiscitario, y destinadas a compensar con
periódicas movilizaciones populares el menguado poder político acumulado por vía electoral. En
efecto, la instalación del primer gobierno democrático inicia un largo período de confrontación
que buscó definir la supremacía dentro de un nuevo esquema de correlación de fuerzas
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
compuesto por el incipiente poder político surgido en esa instancia, el poder militar en proceso
de descomposición y el poder económico en pleno proceso de concentración, expansión y
transformación. Las formas que asume la definición de la supremacía entre estos tres poderes
se hallan, a su vez, fuertemente condicionadas por las características de otro tipo de poder, el
de las organizaciones populares (organizaciones de derechos humanos, sindicatos, etc.) que
denominaremos “poder reinante”. El poder es reinante cuando no puede ser predominante, es
decir cuando no tiene envergadura suficiente para ingresar de modo pleno en el campo de
disputa por la supremacía, pero por sus reivindicaciones y sus formas de acción es capaz de
fijar límites y condiciones al ejercicio de las formas restantes de poder.
Convocados de urgencia por un poder castrense en pleno proceso de disolución, los partidos
tradicionales ingresan en la escena política, todavía dominada por la perversa alianza
establecida entre empresarios, tecnócratas y militares durante la dictadura, con gran apoyo
popular pero sin poder político propio. Depositarios de un precario consenso electoral, cuando
llega la hora de gobernar deben asumir sus grandes carencias y afrontar no sólo los grandes
problemas heredados del período anterior, sino también la necesidad de transformar en
consistentes políticas de Estado las grandes promesas formuladas durante la contienda
electoral. Sólo el lanzamiento de agresivas políticas de reconstrucción institucional y reparación
social podía transformar la debilidad en fortaleza, y poner en funcionamiento un nuevo tipo de
circulo virtuoso, generador de apoyo político, poder institucional y autonomía estatal destinado a
profundizar las políticas populares capaces de sustentar nuevas instancias de poder.
Para iniciar ese proceso, reinstalando en el centro de la escena pública a lo político estatal, ese
débil poder gubernamental debía asumir prioritariamente un desafío monumental para su
época: recuperar para el Estado, y por consiguiente para el gobierno constitucional, el
monopolio del ejercicio de la violencia legítima usurpado por la corporación militar. Debía
aprovechar su ostensible debilitamiento, desmoralización y desorganización para ubicar la
“soberanía de lo público-estatal” en el centro del proceso de reconstrucción de un nuevo tipo de
“democracia no tutelada”. Esta cuestión adopta desde el inicio mismo de la campaña electoral
la forma de enfrentamiento y lucha entre el nuevo poder político-gubernamental y los elencos
remanentes de la dictadura para dilucidar si, como había ocurrido durante toda nuestra historia,
los actos delictivos debían considerarse prescriptos nuevamente por haber constituido un factor
esencial del éxito en “la lucha contra la subversión” o si , por primera vez en nuestra historia, se
transponía el círculo de fuego con que la corporación militar pretendía perpetuar su derecho a la
impunidad total y se obligaba a los responsables de las aberraciones cometidas durante la
vigencia del terrorismo de Estado a someterse a juicios incoados por tribunales del fuero civil.
Por su parte, el nuevo poder económico modificado y a la vez concentrado y fortalecido durante
la dictadura militar comienza a cultivar un bajo perfil político corporativo detrás del cual parece
perseguir dos grandes objetivos: a) asegurar con su apoyo implícito a la nueva institucionalidad
democrática la continuidad de las políticas públicas y las prácticas estatales dirigidas a
consolidar anteriores ámbitos privilegiados de acumulación insertos en el denominado
“complejo estatal privado” consolidado durante la dictadura; un ámbito de negocios diversos
donde las grandes transferencias de recursos públicos se empleasen para facilitar —mediante
relaciones no-mercantiles o para-mercantiles— grandes márgenes de ganancias extraordinarias
a la fracciones más concentradas del sector empresarial. b) Obstaculizar, manipulando precios
y otras variables del mercado, la puesta en marcha de mecanismos estatales redistributivos
destinados a reparar al menos una parte del enorme daño producido por las políticas liberales
de la dictadura sobre los sectores populares.
A diferencia de lo que ocurre con la corporación militar, la disputa iniciada por las corporaciones
empresariales para redefinir su rol dentro de los nuevos espacios de poder y, a través de ellos,
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los principales protagonistas, definidos no por sus acciones específicas sino por su tipo de
responsabilidad dentro la cadena de mandos, distinguiendo entre los que habían dado las
órdenes y los que las habían cumplido en un clima de horror y coerción, y los que se habían
excedido en su cumplimiento. A pesar de sus evidentes limitaciones, las grandes innovaciones
que trajo consigo esa propuesta antiimpunidad y las crecientes expectativas de cambio que se
crearon a su alrededor hicieron pasar inadvertida una serie de inconsistencias y contradicciones
originales del planteo. Contradicciones que tendrían efectos letales, no sólo sobre el diseño de
la estrategia gubernamental de “judicialización” de la conducta militar, sino sobre la propia
dirección política del conflicto social generado por los reclamos crecientes del “poder reinante”.
En efecto, si se lleva a cabo un análisis detallado del proyecto de la UCR, en su versión original,
es posible identificar en el tema militar un alto grado de inconsistencia lógica, apenas
disimulado por un eficaz ejercicio de la retórica político-electoral. Al considerar “no
judicializables” los crímenes de lesa humanidad cometidos conscientemente por los cuadros
medios de las Fuerzas Armadas, bajo el pretexto de la obediencia debida, el Poder Ejecutivo
inició su prometida política de construcción de una nueva trama social exenta de privilegios
corporativos injustificados y de poderes de facto inmunes generando precisamente lo contrario,
un nuevo ámbito de impunidad militar. Por ese medio quedaban al margen de la justicia los
responsables militares de esa gama aterradora de conductas aberrantes que pusieron muy
claramente de manifiesto, poco tiempo después, tanto la investigación de la Comisión Nacional
sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) como el dictamen de la Cámara Federal que
condenó a los integrantes de las primeras juntas militares de la dictadura. Por la perspectiva
adoptada y por la forma en que se condujo desde el propio Estado el proceso anterior y
posterior de “judicialización” de sólo una parte de los crímenes cometidos por la corporación
militar, el enorme progreso realizado con esos juicios en la solución del principal dilema político
institucional del nuevo gobierno democrático no resolvió el problema, sino que lo cambió de
forma.
Por esas causas, tanto el inconmovible poder económico como el tambaleante pero persistente
poder militar comienzan a reinstalar en el seno del Estado, con formas y ritmos diferentes sus
propios criterios de reproducción corporativa; unos para transformar a la anterior “patria
contratista” en una primera versión de lo que se denominó después la “patria financiera”, y
otros, para resistir el persistente embate de la sociedad civil tratando de prolongar por tiempo
indefinido su pretendido derecho a la impunidad política y judicial, combinando la amenaza de
golpe militar con la noción de variados tipos de iniciativas institucionales. La designación Juan
V. Sourrouille en la cima del Ministerio de Economía y el reemplazo de la dupla formada por los
generales Pianta y Fernández Torres por el general Ríos Ereñú en la jefatura del Ejército, a
comienzo del año 1985 marca —como lo revelan varias investigaciones de nuestro libro— el
comienzo del proceso que definió más fuertemente las características de la gestión alfonsinista
en todo su desarrollo. Una prolongada etapa donde el progresivo abandono de las promesas (e
ilusiones) democráticas originales acompañó la adopción de un pragmatismo político que,
justificado con la excusa de defender la capacidad de gobernar de un democracia débil e
incipiente, fue adoptando de modo paulatino la mayoría de los argumentos neoliberales
predominantes durante el período presidencial posterior.
Los cronistas de esta etapa crucial de la gestión del gobierno radical suelen analizar ambos
acontecimientos por separado, vale decir, generados por procesos económicos e institucionales
(diferentes e independientes. Sin embargo la proyección de una mirada distante y más
abarcadora generada por el paso de los años nos induce a afirmar ahora que ambas cuestiones
se hallaban profundamente interconectadas. La irrupción del innovador equipo de economistas
tecnocráticos acompañante del nuevo ministro y el ascenso hacia las más altas posiciones
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MARCOS NOVARO
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los destinos del país en el nuevo ciclo que se esperaba abrir con las elecciones. Al marcar a
fuego el antagonismo entre autoritarismo y democracia, Alfonsín abría una vía para religar al
país con las democracias del mundo y a la vez destacar los vínculos entre políticos y
sindicalistas peronistas y los militares.
En parte por estas disidencias sobre lo que estaba en juego en la transición, y en parte por la
velocidad de sus tiempos (que se contaron en meses desde que Bignone confirmó el llamado a
las urnas para octubre de 1983), las posibilidades de cooperación entre los partidos fueron muy
acotadas: ninguno recogió la propuesta de Alfonsín de que el proceso fuera conducido por
civiles con consenso, en vez de por los militares, y abandonaron los tibios intentos previos de
consensuar diagnósticos y políticas. La Multipartidaria se limitó a ejercer una presión moderada
para negociar con el régimen las condiciones y tiempos de la salida electoral, dejando fuera de
consideración las políticas de reforma y reconstrucción esenciales tal vez no para implantar
pero sí para dotar de viabilidad a la democracia. En suma, no fue tanto el poder militar el que
bloqueó o resistió un avance más decidido de los civiles, sino éstos mismos los que en parte se
autolimitaron y en parte estaban impedidos de aprovechar los vacíos que aquél dejaba en su
retirada. Ello no es de asombrarse dado que el colapso militar amenazaba las garantías
mínimas de orden: por la gravedad de la crisis económica y de las finanzas públicas, por el
aislamiento internacional, y sobre todo por el alto grado de fragmentación e indisciplina en los
cuarteles, había razones para temer una descomposición total de la autoridad. Y por lo tanto la
Multipartidaria, que no contaba con recursos para forzar las cosas (consenso y liderazgo
compartido, respaldos sociales sólidos y probados en una previa y prolongada experiencia
opositora, vías para acordar con un sector militar confiable), se orientó razonablemente a
asegurar las elecciones evitando mayores conflictos.
Por otro lado, dar tiempo a Bignone para que pudiera contener el desbarajuste interno no
obligaba a los partidos a comprometerse con él, apenas a concretar lo que habían intentado
con Viola: acordar un cronograma. Cuando éste se anunció, los partidos y el gobierno
respiraron aliviados ante la silenciosa resignación de los cuarteles. El presidente fue así
habituándose a hacer de intermediario entre éstos y aquéllos, esforzándose por probar su
utilidad a ambos: dio garantías de que el cronograma se cumpliría (se aprobó rápidamente el
estatuto de los partidos, para permitir su reorganización, y el régimen electoral), y de que el
gobierno sería prescindente en la campaña (y los partidos sabían lo que podía pesar el favor
del Estado, al menos a nivel local y provincial) y esperaba obtener a cambio moderación, si no
receptividad, hacia las medidas que impondría o reclamaría el frente militar. Pero en este
segundo aspecto era poco en verdad lo que podía hacer, básicamente porque el régimen
carecía de recursos para forzar a los partidos, y tenía poco y nada para ofrecer en una
negociación: en la Argentina, a diferencia de Uruguay, el número de presos era a esa altura
reducido; y si bien los exiliados eran tantos o más que en Brasil, no había entre ellos
representantes de fuerzas políticas con las que acordar la repatriación y los términos de la
transición. Ni siquiera había cuerpos que entregar.
Indiferente a todos los datos de la situación, el nuevo jefe del Ejército» Cristino Nicolaides,
anunció el 1º de julio que la transición debía “ser ordenada, concertada y compartida”, y que
habría “condiciones”. En septiembre, tras el recambio de comandantes en las otras dos fuerzas
(Lami Dozo fue forzado a renunciar por la presión de sus subalternos, y lo reemplazó el
brigadier Augusto Hughes; Anaya, viendo que también se multiplicaban los conatos de rebelión
en las bases navales, renunció y dejó al mando a Rubén Franco), la junta se recompuso y
exigió a los partidos una negociación que tenía por objetivo garantizar que no se revisara la
represión. Para contrapesar, y calmar las tensiones internas, creó una comisión investigadora
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
sobre Malvinas, a cargo del teniente general retirado Benjamín Rattenbach. En su informe, esta
comisión sugeriría a los comandantes que se impusieran serios castigos a varios altos oficiales.
Pero por más que la Junta se esforzó, los partidos, como era de esperar, rechazaron el convite
a pactar. Exigieron en cambio modificaciones en la política económica; aunque no insistieron
con el terna de los desaparecidos, tratando de no extremar las cosas. Con el cronograma
electoral en marcha, la lógica de la competencia favorecía a quienes menos dispuestos se
mostraran a llegar a acuerdos sobre este punto o sobre cualquier otra cuestión. Ello tendría un
efecto benéfico; pero también uno perverso: alentó al gobierno a ceder a todo tipo de presiones
sectoriales y a comportarse irresponsablemente en el manejo de los asuntos económicos y
fiscales, en particular de la deuda pública y de las empresas (la deuda externa, en virtual
moratoria, ascendía ya a U$S 43.600 millones, cuatro veces más que en 1976). Por otro lado, el
cuadro recesivo resultante de la combinación del ajuste ortodoxo de Roberto Alemann y la
guerra debía ser revertido de algún modo, y rápido, para descomprimir la situación social.
Bignone era consciente de que su destino se jugaba en gran medida en la solución de estos
dos asuntos: dadas la extrema precariedad del gobierno y la imposibilidad de ganar apoyos
partidarios, necesitaba atraerse a los sectores sindicales y empresarios; y ello requería políticas
expansivas de la actividad y el consumo y licuación de pasivos, por más que fueran
insostenibles a mediano plazo. Domingo Cavallo, designado ahora al frente del Banco Central
gracias a sus lazos con el establishment empresario y con el Ejército, fijó tasas negativas en
alrededor de un 20% mensual, que fueron corrigiéndose, hacia fines de 1983, aunque sin llegar
al nivel de la inflación, y creó un seguro de cambio, actualizado con retraso respecto a las
devaluaciones. Ambos mecanismos permitieron que las empresas le cargaran sus pasivos al
fisco. Simultáneamente, desde el Ministerio de Economía, Dagnino Pastore primero y luego
Jorge Wehbe aprobaron alzas salariales por encima de la inflación y liberaron fondos para
concluir numerosas obras, que Bignone inauguró exultante. Ello se complementó con la
concesiva normalización de sindicatos y obras sociales. Se dio rienda suelta así a una suerte de
revival populista: un poder público debilitado se entregaba al juego desatado de las presiones
sectoriales. El precio fue alto: al estatizarse, el pago de intereses de la deuda externa, que
rondaba el 8% del PBI, pasó a representar el 40% de los ingresos públicos; el déficit de 1983
llegó al 16,8% del PBI y la inflación fue del 345%. La del segundo semestre sería casi la misma
que la de comienzos de 1976. La inversión cayó, entre 1980 y 1983, casi 10% del PBI.
Bignone también enfrentaba una dramática situación en el frente externo. Los comandantes
insistieron con la peregrina idea, adelantada por Galtieri, de que absteniéndose de firmar el
cese de hostilidades aumentaban los costos de Gran Bretaña en la defensa de las islas, con lo
que se los forzaría a negociar en mejores términos. En verdad, los costos para la Argentina
resultaron mucho mayores: la renegociación de la deuda externa y la obtención de nuevos
créditos fueron bloqueadas por los británicos. Si antes de la guerra el régimen padecía ya los
rigores del aislamiento, tras la derrota y la difusión cada vez más amplia y detallada de
evidencias sobre la masacre interna, el cuadro fue de completa soledad. Los países europeos
(Italia, España y Alemania en particular, por el número de sus ciudadanos secuestrados)
hicieron públicos reclamos por su suerte y advirtieron al gobierno que no debía bloquear una
investigación ni condicionar las elecciones. Incluso de América Latina, donde antes cosechara
alguna solidaridad, ahora sólo recibía palos: Venezuela amenazó con romper relaciones si se
interrumpía el camino a la democracia. Bignone se quejó de que el honor nacional era afectado
por esos “ataques” y se abrazó al Movimiento de No Alineados, hasta tanto los países
centrales, en particular EE.UU., se avinieran a reconocer los muchos servicios prestados y la
soberanía nacional. Usó ese foro, reunido en Nueva Delhi en marzo de 1983, para declamar
contra la opresión económica del norte rico sobre el sur pobre. Dirigentes del PJ celebraron
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
esta ocurrencia, pues era “de neto corte peronista”. Pero llovieron críticas de las FF.AA. y los
empresarios, que convencieron a Bignone de moderarse. Otro compromiso internacional que
éste no podía evitar, pero se las ingenió para dilatar, fue la mediación por el Beagle. A
principios de 1981 el régimen había rechazado la propuesta papal presentada tiempo antes
(que Chile aceptó de inmediato), bloqueando las tratativas. Ahora el Vaticano volvió a presionar,
pero lo más que obtuvo del gobierno fue prorrogar el mecanismo de mediación. Lo que implicó
cargar a la democracia también con este legado, dado que la opinión pública y parte de las
elites seguirían convencidas de que ceder en este asunto suponía otro agravio a la soberanía.
Ni la Multipartidaria ni ningún otro actor civil pudieron forzar al gobierno a comportarse más
responsablemente. En parte porque estaban demasiado ocupados actuando como voceros del
disgusto de la sociedad. También porque no disentían en muchos casos con lo que el gobierno
hacía, y veían como intentos de reparar errores previos. El terreno en el que esta sutil
convergencia no tuvo lugar fue el de los derechos humanos. Allí el gobierno no tuvo ninguna
chance, y los partidos fueron descubriendo que no tenían muchas, dado que debían lidiar con
organizaciones de solidaridad muy activas y bien organizadas que interpelaban con ventaja a
una opinión soliviantada. Éstas, en un comienzo, lograron hacerse del recurso a la movilización,
que los partidos habían desistido de usar al apostar a la moderación y a una cooperación
acotada. Pero eso cambió cuando la competencia electoral alentó a las fuerzas políticas a dar
cuenta de las demandas y los nuevos consensos que se estaban formando en torno al
movimiento de derechos humanos.
cientos de tumbas colectivas sin identificar en el cementerio de Grand Bourg, cercano a Campo
de Mayo (la base militar más grande del país); al poco tiempo hubo hallazgos similares en
Chacarita, Córdoba y Mar del Plata. Las declaraciones de algunos partícipes directos en la
represión aportaron lo suyo, abriendo grietas en e1 pacto de silencio: duros entre los duros,
Camps y Verplaetsen (sucesivos jefes de la policía bonaerense) defendieron públicamente el
método y alcance del “plan antisubversivo”; otros pocos, muy pocos, arrepentidos, dieron
testimonio de lo que sabían. La matanza, que por tanto tiempo se había podido ignorar, se
volvió una realidad inmediata para millones de argentinos. En muchos este “show” que los
medios llevaron a niveles de saturación, generó retraimiento y escapismo. Pero más allá de ese
aspecto anestesiante, y de consideraciones políticas e ideológicas, se impuso un demoledor
sentimiento de indignación y repudio en la amplísima mayoría, que dio forma a un nuevo
sentido común: lo que se llamara “guerra interna” era ahora “el terrorismo de Estado”, y al
menos la mayoría de los que habían sido “subversivos” ahora eran “jóvenes idealistas” y
“víctimas inocentes”.
Esto último fue sintomático: considerarlos inocentes era para la opinión pública mas necesario
ahora como había sido encontrarlos culpables en los años de plomo. En sentido estricto, la
inocencia de los secuestrados no tenía relación con su pertenencia o no a organizaciones
consideradas “terroristas” por el régimen y hasta poco tiempo antes también por muchos de los
ahora exégetas de la inocencia. Consistía en que ninguno, ni siquiera los más implicados en el
ejercicio revolucionario y terrorista de la violencia, habían sido eximidos de un tratamiento
criminal por parte del poder represivo: no se les había realizado un juicio, ni imputado actos
determinados sino la pertenencia a esas organizaciones sobre la base de confesiones
obtenidas bajo tormento. Si la opinión pública pasaba por alto este criterio elemental y en
cambio le era imperioso negar la militancia política de los desaparecidos, era por la fragilidad de
sus convicciones liberales y republicanas, y también porque de este modo se los podía
identificar como pertenecientes a un campo democrático que se postulaba preexistente y ajeno
a la polarización, la violencia y el pretorianismo que rigieran en el país hasta entonces. Ello
permitía moldear el pasado y las identidades de la sociedad civil de modo de hacerse de raíces
democráticas, y desprenderse de las anteriores intimidades con los proyectos que las habían
corroído. Así, la previa culpabilización de las víctimas se revertía en un mecanismo que
mantenía su misma lógica y cumplía una función semejante: liberar al grueso de la sociedad de
las responsabilidades morales y políticas por lo sucedido. los militares que, acorralados,
denunciaron la hipocresía de muchos de los que ahora se rasgaban las vestiduras por los
derechos humanos tenían algo de razón. Pero su aislamiento y empecinamiento les impedía
captar lo más importante: la transformación en las conciencias y prácticas políticas de la
sociedad que estaba teniendo lugar, esencial para la democracia; puesto que a partir de una
conveniencia o necesidad circunstancial, llegarían a reconocerse los derechos individuales
como principio fundante del orden público.
El “mito de la inocencia” requería, como complemento necesario, una explicación sobre la
violencia política que vio la luz con la llamada “teoría de los dos demonios”, punto de partida
esencial para los discursos del grueso de las fuerzas democráticas (aunque fue el alfonsinismo
quien le dio su más refinada expresión). Esa teoría permitió abrir un abismo entre los violentos y
autoritarios, y la sociedad victimizada y los actores legítimos de la democracia, definiendo un
campo neutral en el que asentar la convivencia pacífica y un límite a las prácticas y
concepciones que el nuevo orden toleraría. Esto revestía enorme importancia, pues contradecía
la visión hasta entonces preponderante que hacía de la democracia no una condición básica de
la convivencia, sino un recurso útil según las circunstancias, o un punto de llegada, para las
“luchas populares” y la “construcción del orden”. En términos de relato sobre lo sucedido, sin
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
embargo, los “dos demonios” tenía más de una dificultad. En primer lugar, equiparaba lo
incomparable: los crímenes de grupos irregulares con el sistema criminal montado desde el
Estado, que había pervertido el propio principio de legalidad, al utilizar los instrumentos de la ley
en su contra. Además, ofrecía una vía exculpatoria a amplios sectores que habían apoyado de
un modo u otro el uso de la violencia, sobre todo el terror de Estado, demonizando a sus
ejecutores, como si se hubiera tratado de sectas aisladas de lunáticos. Por esto, aunque la
doctrina fue muy eficaz en neutralizar la lógica pretoriana, pagó un muy alto precio en términos
de las posibilidades que se abrían para cambios más profundos en las prácticas políticas y para
el debate sobre la violencia, que quedó encapsulado en un formato estereotipado y moralizante.
Con todo, su eficacia inmediata para impugnar la represión fue demoledora e inapelable. Sobre
todo porque la alusión a los crímenes de la guerrilla, siendo que eran lejanos y habían sido a
todas luces
purgados, dejó
de relieve la
impunidad y la
actualidad de los
del poder militar.
A esta tónica se
fueron plegando
más y más
actores sociales.
Recordemos el
documento
Iglesia y
Comunidad
Nacional, de julio
de 1981, en el
que se sostenía
que “la represión
ilegítima también enlutó a la patria (...) no es confiando en que el tiempo trae el olvido y e1
remedio de los males como podemos pensar y realizar ya el destino y el futuro de nuestra
patria”. También los jueces que percibieron este cambio de clima harían lo suyo para abrir, tras
la guerra, la vía procesal a las denuncias por la represión ilegal, adoptando una actitud más
receptiva e inquisitiva hacia todas las que involucraban a militares. A mediados de 1982 se
iniciarían, o tomaron estado público oportunos avances, varias investigaciones sobre casos
famosos de desapariciones (Hidalgo Solá y Elena Holmberg principalmente). El régimen, que
había confiado en el apoyo perenne de los “buenos argentinos”, encontraba ahora que su juicio
se volvía militante y explícito contra la represión, cuando ya nada podían hacer para evitar una
revisión. De todos modos lo intentaron: en noviembre de 1982 la Junta comunicó
solemnemente al Ejecutivo sus “instrucciones para la concertación”, incluyendo un listado de 16
temas que los partidos deberían acordar. Estos, viendo que ya no podían hacerse los
distraídos, no sólo rechazaron la oferta sino que, abandonando su pasividad, convocaron a una
movilización para el mes siguiente. El sector más dinámico de la dirigencia política, encabezado
por Alfonsín, forzó esta decisión: era la oportunidad de ocupar el centro de la escena,
despejando las incertidumbres creadas desde los cuarteles y atenuando la presión de la
movilización autónoma de los organismos de derechos humanos.
Las 80.000 personas que se congregaron en Plaza de Mayo superaron las expectativas de los
organizadores. Y lo que terminó de arruinarle las cosas al gobierno fue la reacción de los
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
Esta diferencia entre los resultados en distintos terrenos de la política democrática tiene su
correlato en los cambios vividos por la sociedad en esos años: al tiempo que ella se benefició
ampliamente de un clima de tolerancia, negociación pacífica de los conflictos, apertura e
integración en el mundo y modernización cultural que no se disfrutaba desde hacia décadas, se
cristalizan y profundizan tendencias alarmantes aparecidas durante la dictadura, y algunas más
remotas: la generalización de comportamientos especulativos y facciosos, la pérdida de lazos
de pertenencia y la pobreza y exclusión de millones de ciudadanos del disfrute de los más
elementales derechos sociales. La libertad política conquistada no quedó indemne ante estos
fracasos sociales y económicos, dado que su misma razón de ser había sido planteada desde
un comienzo en función de lograr una ¨democracia con justicia social¨, que pareció estar cada
vez más fuera de alcance.
Este período tan lleno de promesas y entusiasmos como de frustraciones, que se inicia con la
primavera democrática de 1984 y los juicios a las Juntas Militares, y se cierra con la
hiperinflación de 1989, coincide con el ciclo de ascenso y caída de un líder, Raúl Alfonsín.
reforzar la vía del ajuste, mientras la escasa disciplina se terminaba de evaporar. No se corrigió
la política monetaria, ni se dieron señales claras a los actores ni a los organismos del Estado;
las empresas públicas cedieron a las presiones de sus gremios, y subieron los salarios
(alrededor de un 9°/o en el año); lo mismo sucedió en la banca pública (20%). La industria
concedió aumentos equivalentes, mientras los gremios de la administración se lanzaban a la
lucha por el retraso relativo de su sector. En la segunda mitad del año la inflación estaba ya en
el 7,3% mensual. Recién a fines de agosto Alfonsín tomó una decisión: reemplazó a Alfredo
Concepción por José Luis Machinea al frente del Banco Central, y autorizó una política de
restricción monetaria (se elevó la tasa de interés y se redujo la asistencia a los bancos). Pero
eso apenas alcanzó para evitar que la inflación siguiera subiendo: las cuentas públicas se
habían deteriorado demasiado, debido al retraso de las tarifas, a lo que se sumó a fin de año la
reducción de las retenciones a las exportaciones para intentar contener las protestas del
campo. En febrero de 1987, temiendo una nueva espiral inflacionaria, se aplicaría un nuevo
congelamiento de precios y salarios.
Apenas un año había transcurrido desde aquel promisorio final de 1985, y la situación había
cambiado completamente. El gobierno caminaba ahora detrás de los acontecimientos, poniendo
paños fríos en un conflicto para inmediatamente correr detrás del siguiente. Mientras el
panorama económico se complicaba, la competencia política y la cuestión militar habían ido
adquiriendo un cariz que se revelaría pronto igualmente explosivo.
También 1986 significó una oportunidad perdida en el frente militar. El fallo del juicio a las
Juntas, dado a conocer el 9 de diciembre de 1985, en su punto 30 habilitó la apertura de
procesos a los represores que aparecían involucrados en casos que la Cámara Federal daba
por probados. En el gobierno surgieron entonces voces que recomendaron intervenir sin
dilación sobre los jueces y fiscales definiendo con claridad los alcances de la obediencia
debida. A través de su cristal, la democracia resultó reivindicada, antes que como “gobierno
democrático”, como Estado de Derecho, sin que las garantías que a él se reclamarían fueran
acompañadas por las correspondientes responsabilidades. Las nociones republicanas de
gobierno de la ley y de comunidad de ciudadanos responsables, tanto de los problemas como
de la búsqueda de soluciones, quedaban así peligrosamente sesgadas en la oposición entre
una sociedad víctima y un Estado victimario, cuando apenas comenzaban a enraizarse en un
terreno poco firme y poco fértil. Por lo mismo, el crédito que mereció el pluralismo político, toda
una novedad para una cultura profundamente contaminada de intolerancia, significó el imperio
de la lógica de la competencia y la diferenciación frente a los necesarios contrapesos de
compromiso y colaboración. La ausencia de una tradición liberal-democrática arraigada en
sectores populares y de elite, y en memorias colectivas tanto de experiencias de oposición
como de gestión de gobierno, determinaría que muy fácilmente se generaran en los actores
sociales y en los partidos tensiones y desajustes entre la genérica fe pluralista y republicana
adoptada y la persistencia de hábitos tradicionales de agregación y defensa de intereses
inclinados a la facciosidad y la especulación. En los problemas que enfrentó Alfonsín para
limitar los juicios se evidenció también una tensión más profunda entre los estándares morales
y jurídicos que la bastante nueva pero pretendidamente enraizada cultura democrática
establecía para el Estado de Derecho, que infinidad de víctimas del accionar del Estado
utilizarían como recurso para legitimar sus exigencias de reparación, y las capacidades
efectivas de dicho Estado en términos de disposición de recursos, y eficacia para hacer cumplir
las más elementales reglas del derecho. Muchos jueces, fiscales y argentinos en general
parecían querer emular las pautas ya no de los juicios de Nuremberg, sino de los jueces
alemanes de épocas más cercanas, que avanzaran en la investigación de miles de funcionarios
y colaboracionistas del nazismo y en el establecimiento de obligaciones retroactivas que
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
alternativa o simultáneamente preguntarle con la mayor inocencia a Alfonsín: “Si estamos todos
de acuerdo, ¿cómo es que no encuentra una solución? ¿Por qué no define de una vez por
todas si está con nosotros o en contra nuestra?”. Dado ese marco, era muy probable que el
término medio que estaba buscando desesperadamente el gobierno para asentar sus reales y
conservar el consenso que había logrado, o creído lograr, fuera finalmente tan sólo una tierra
de nadie en una batalla que muchos peleaban con alma y vida y nadie reconocía estar
peleando. En este sentido, el problema seguía planteado en los mismos términos que en la
transición: cómo definir un terreno de convivencia neutral en que leyes imparciales
determinasen culpabilidades y responsabilidades; y desactivar así la polarización que volvería
imposible un consenso democrático y moderado. Cuando la vía judicial comenzó a complicar el
frente militar, el gobierno buscaría una solución de este tipo, pero tardaría demasiado en
encontrarla y cometería demasiados errores en el ínterin,
Desde que los jueces más activos comenzaron a recorrer el camino inverso al seguido por la
Cámara Federal, yendo directamente a los casos particulares, la estrategia de Alfonsín de
condenar a las cúpulas, retiradas y desprestigiadas, y desactivar solidaridades procesistas en
los rangos inferiores, había empezado a hacer agua. Sucedía que era mucho más fácil
responsabilizar a los oficiales subalternos de los secuestros, torturas y asesinatos, a partir del
testimonio de los testigos disponibles (sobrevivientes o familiares), que encausar a sus jefes.
De manera que se invirtió el efecto buscado en los cuarteles con el juicio a las Juntas: la
culpabilidad recaía en quienes habían actuado, quienes se consideraban tan poco responsables
como los civiles que habían dado su consentimiento y apoyo moral a la causa represiva; en
tanto los altos mandos podían refugiarse en la falta de pruebas, y en que sus subordinados
difícilmente se autoinculparan para descargarles la autoría intelectual.
El Ejecutivo se esforzó en dar señales a los uniformados confirmándoles su voluntad de acotar
la cuestión a algunos jefes de zona y represores paradigmáticos (cuyo número de todos modos
siguió siendo un misterio). Reafirmó ante los comandantes su compromiso de aplicar el criterio
de obediencia debida, y trató de ganar tiempo para frenar reacciones militares. Aunque, por otro
lado, que esas reacciones tomaran estado público lo ayudaría a justificar una salida que ya
difícilmente podía presentarse como “la mejor solución para todos”. El gobierno comenzó a
hacer entonces, tímidamente, lo que había prometido no hacer, presionar a los jueces. El 24 de
abril el Ministerio de Justicia dio a conocer las “instrucciones al Fiscal General del Consejo
Supremo de las Fuerzas Armadas”. En concreto ellas acotaban la excepción al criterio de
obediencia por “delitos aberrantes” estableciendo que sólo se podía hacer responsable a los
subordinados en caso de “excesos” (un término ya de por sí desafortunado: se recordará, había
sido en su momento utilizado por Videla). La reacción pública, de los tribunales y de la
dirigencia política frustra el intento: el 16 de mayo los organismos y los partidos, incluidos
sectores radicales (no sólo juveniles, también altos funcionarios e importantes legisladores,
como César Jaroslavsky, Enrique Nosiglia, Marcelo Stubrin, etcétera), repudiaron en una
marcha el contenido de las instrucciones, y cuando la Cámara Federal amenazó con renunciar
en bloque, el gobierno decidió olvidarse de ellas. Transcurrirían varios meses para que
retomara la cuestión. Mientras tanto, se esforzó en lograr también algunas capturas y juicios a
jefes guerrilleros, con los que equilibrar las cosas. Mario Firmenich fue finalmente atrapado en
Brasil y extraditado. Su juicio fue mucho más breve y mucho menos convocante que el de las
Juntas, pero no careció de relevancia. La condena fue a 30 años de prisión.
Pero el tiempo no jugaba a favor del gobierno. Las citaciones a oficiales de rango medio y bajo
azuzaron el estado deliberativo en las fuerzas. La autoridad de los mandos decayó en tanto sus
subordinados comprobaban que los compromisos que habían transmitido desde el Ejecutivo y
de los que se habían hecho eco no se cumplían. Recién en diciembre, ante las noticias de un
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
malestar ya incontenible que le transmitía el jefe del Ejército, e1 general Héctor Ríos Ereñú, el
gobierno envió al Congreso un proyecto de ley que se conocería como “Punto Final”: establecía
la caducidad de todas las causas que no hubieran registrado avances hasta entonces. La ley
fue aprobada con pocos votos en contra, pero sin la colaboración del peronismo ni de una parte
del propio partido oficial. La Fecha de caducidad se fijó para 60 días después, al final de la feria
judicial. Y sucedió entonces que las cámaras federales de casi todo el país, varias de las cuales
no habían tenido hasta entonces ningún interés en dinamizar las causas, se movilizaron para
hacerlo, incluso suspendiendo la feria. Alrededor de 300 oficiales, la mayor parte en actividad,
fueron procesados en esos días, y muchos inmediatamente citados.
Más allá de la actitud de los jueces, lo cierto es que la concepción misma del Punto Final era
bastante inconsistente. Llevaba al extremo la tensión entre la idea original de Alfonsín, dar una
solución rápida a las violaciones cometidas, y las circunstancias concretas que habían ido
modificando la cuestión. El problema era en esencia temporal: para garantizar una victoria en el
orden de la legitimidad y desarmar a posibles conspiradores y demandas “maximalistas”, el
tema no podía permanecer abierto por mucho tiempo; pero eso era viable y razonable si se
distinguían los niveles de culpabilidad; cuando se modificó el proyecto inicial, y los procesos se
extendieron a los oficiales subalternos, fruto del oportunismo opositor, el Juicio y el activismo de
los jueces, el gobierno en vez de diluir e1 conflicto persistió en su idea inicial de cerrarlo. Y en
vez de ganar tiempo perdió el poco que tenía.
No pudo ser más trágico el impacto en los cuarteles, en términos de pérdida de confianza en la
política presidencial y de cohesión interna. Sobre todo en el Ejército, al que pertenecían la
mayor parte de los encausados, y donde más se había debilitado la disciplina desde Malvinas.
Que los oficiales subalternos no pudieran encontrar una forma de compartir responsabilidades
con sus superiores era algo que no podía llamar la atención. El secreto de las operaciones y el
pacto de silencio funcionaban como complementos perfectos, y a la vez corrosivos de la cadena
de mandos (no se puede hablar de lo que no hay registro, no se puede reclamar a las jefaturas,
nada se puede esperar de ellas, etcétera), volcando a los subordinados hacia la idea de que
sus jefes estaban traicionándolos una vez más, y se había urdido algún tipo de confabulación
entre ellos y las autoridades para destruir a través suyo lo que quedaba de las FF.AA. de la
nación. Es así que las ideas conspirativas, paranoicas y ultranacionalistas que desde siempre
florecían en los cuarteles se cristalizaron en una convicción al mismo tiempo redencionista y
suicida. El carapintadismo nació de estas circunstancias, como una respuesta desesperada en
ausencia de alternativas: la acción del gobierno los había acorralado y actuarían en
consecuencia, porque nada tenían que perder.
Esta vez el Ejecutivo no tardó tanto en tomar nota del problema en que estaba metido. Pero los
tiempos se habían acortado demasiado. En marzo Alfonsín anunció la decisión de aplicar la
obediencia debida en forma amplia y definitiva, enviando un nuevo proyecto de ley al
Parlamento que daría por terminado el debate con los jueces. Su anuncio no fue escuchado. El
14 de abril, el mayor Ernesto Barreiro, citado por la Cámara Federal de Córdoba, se refugió en
un regimiento y se negó a cumplir la orden de su superior de acatar la citación. Mientras el
gobierno intentaba aislar a Barreiro, estalló el alzamiento: un centenar de oficiales y suboficiales
al mando del teniente coronel Aldo Rico tomó la Escuela de Infantería de Campo de Mayo y
presentó una lista de exigencias:
freno a los juicios y a la “campaña de desprestigio de las Fuerzas Armadas”, remoción de Ríos
Ereñú y negociación de su reemplazante, promesa de no sancionar a los rebeldes. No se
trataba de un golpe de Estado, sino de un acto dirigido a mostrar que el gobierno carecía del
control de la fuerza pública, para obligarlo a negociar la revisión del pasado y la situación
interna del Ejército, recuperando espacio para el poder militar.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
¿Era esta la “presión” que Alfonsín necesitaba para convencer a la opinión y a sus propios
partidarios de la adecuación de su diagnóstico y su propuesta de obediencia debida, por la
necesidad de poner fin a los juicios? ¿O significaba todo lo contrario, la demostración de que no
podía cederse ante el poder militar, coyunturalmente débil pero irreductible y amenazante?
Independientemente de las consideraciones éticas en juego, Semana Santa provocó el choque
frontal de estas dos interpretaciones alternativas. Y, contra lo que suele creerse, el saldo
inmediato no fue claramente favorable a ninguna de ellas. Será más bien el encadenamiento
posterior de los hechos, el modo en que se presentó la ley de Obediencia Debida, la derrota
electoral del gobierno y las siguientes rebeliones, lo que dio por tierra con la capacidad oficial
de sostener su interpretación de lo sucedido, y su política.
Los cuatro días que duró el motín fueron ocasión de masivas movilizaciones democráticas.
Salvo escasas excepciones, las organizaciones políticas y sociales lo repudiaron. Los
renovadores del PJ se destacaron por su presencia en las movilizaciones y en la Casa Rosada
(en tanto sindicalistas y
sectores ortodoxos se
mantenían en un
ambiguo silencio). El
gobierno supo
aprovechar la situación
para hacer firmar a los
partidos, el domingo
19, el Acta de
Compromiso
Democrático, en la que
se leía: “La
reconciliación de los
argentinos sólo será
posible en el marco de
la Justicia, del pleno
acatamiento a la ley y
del debido
reconocimiento de los
niveles de
responsabilidad de las
conductas y hechos del
pasado”. Con este
papel en sus manos, el
gobierno consideró
poder salir fortalecido
del episodio. Cuando
ese mismo día, ante la
imposibilidad de hacer cumplir la orden de represión a las tropas supuestamente leales, y el
riesgo de un desborde de la movilización popular en los lindes del regimiento sublevado, que
podría terminar en una masacre y en la polarización incontrolable de las posiciones en pugna,
Alfonsín aceptó la exigencia de Rico para pensó que sería un sacrificio menor frente a la victoria
que se obtendría. Las circunstancias que llevaron las tratativas entre Horacio Jaunarena
(ministro de Defensa) y Rico a ese punto revelan también la escasa significación que entonces
se otorgó a esa exigencia y el grado de alegre improvisación con que se actuaba desde el
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
Ejecutivo: el día anterior, en que Rico había aceptado deponer su actitud, sin nada a cambio (se
le había comunicado que el jefe del Ejército había pedido el retiro, pero no se aceptó su
intervención en la designación del sucesor, no se perdonaría a los sublevados ni se modificaría
la posición oficial sobre la represión más allá de la ya anunciada ley de Obediencia Debida),
varios dirigentes radicales se presentaron ante él para ofrecer sus buenos oficios en la
obtención de concesiones del gobierno; ante lo cual la actitud de aquél cambió, entendiendo
que el gobierno estaba más dividido de lo que parecía y podía recurrirse a otros mediadores
para poner en aprietos al ministro y al presidente. Como sea, si éstos aceptaron ese cambio de
planes fue sin duda porque entendieron que no se contraponía a su propia estrategia ni a la
idea que deseaban transmitir una vez resuelta la cuestión: se había encontrado finalmente el
punto de equilibrio para convivir pacíficamente, cerrando la cuestión de los juicios con el
consenso de la civilidad y los propios militares.
En mayo el gobierno envió al Parlamento el proyecto de Obediencia Debida. Si estimó que
hacerlo tras la sublevación era una señal de debilidad y de abandono de su compromiso con la
garantía de derechos y el gobierno de la ley, no hizo mucho por desestimarlo: siguió invocando
sus promesas electorales, y aludiendo a la sublevación como la prueba de que era necesario
acotar la persecución penal. Con lo que no dejaba muy en claro si impulsaba la ley por
convicción programática o por necesidad circunstancial, e indirectamente daba pasto a la
versión que difundieron hasta cansarse los medios de comunicación y la oposición, según la
cual el gobierno había cedido ante los sublevados. Una versión que también beneficiaba a
estos últimos: le otorgaba a Rico y sus carapintadas un papel en las soluciones de la
democracia. A lo que contribuía el que Alfonsín los hubiera llamado “héroes de Malvinas”. Los
carapintadas no quedaban así asociados a la “guerra sucia”, al menos no sólo a ella, sino a una
guerra justa, una “causa nacional mal instrumentada, y a la luz de ella podían tratar de
resigniflcar su participación en la primera: habían sido “mano de obra” y luego “chivo expiatorio”;
la rebelión había sido el último recurso de gente desesperada por haber sido conducida a un
callejón sin salida, primero por la dictadura, y ahora por el gobierno democrático. Por esta vía
este sector castrense ganaría adhesiones, no tanto en la opinión como en sectores políticos,
nacionalistas y peronistas, e iría buscando su lugar como actor legítimo de la vida pública. Este
efecto inesperado de los reconocimientos hechos por Alfonsín en Semana Santa probó de paso
algo que el presidente tardó demasiado en advertir: Rico no era tan políticamente inhábil como
parecía.
También los carapintadas se consideraban “víctimas de la situación”, no victimarios, (ellos
también habían sido arrastrados a hacer lo que habían hecho, no podían ser culpables, ni
siquiera responsables, porque eran humanos como el resto de los argentinos), y eso los
autorizaba a desobedecer: no tenían por qué acatar órdenes de una conducción militar que tan
flacos favores les había hecho a sus carreras y al país. Más aun cuando podían ser voceros y
guardianes de un sentimiento nacionalista que, si bien aturdido, no estaba muerto ni mucho
menos. Tan es así que el propio Alfonsín se había visto obligado a reconocerlo, aunque no
fuera capaz ni tuviera voluntad de satisfacerlo.
Es de destacar que, aunque el gobierno no había hecho menos que su antecesor ni lo que sus
adversarios pudieran esperar respecto a Malvinas (presentar todos los años e1 caso en la
ONU, presionar a Gran Bretaña para que se mantuvieran elevados sus gastos militares,
reclamar negociaciones que partieran de reconocerla soberanía argentina, etcétera), y por esta
vía extravió la posibilidad de firmar el cese de hostilidades y obtener apoyo inglés en la cuestión
de la deuda, era acusarlo por todo el arco nacionalista del país, de izquierda a derecha, de
haber “desmalvinizado la política exterior”, y de traicionar la causa nacional en sus tratos con el
mundo desarrollado. Probablemente en la política radical sobre Malvinas pesó la convicción de
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
que había que atender de algún modo el sentimiento nacionalista para evitar que fuera
aprovechado por los autoritarios. Pero si esa fue la intención el resultado no pudo ser más
decepcionante: la reactivación del nacionalismo redencionista y aislacionista encontrará un
suelo más fértil de lo que hubiera podido esperarse si los actores democráticos hubieran tenido
una disposición algo mayor a criticar sus premisas y lugares comunes sobre las causas
territoriales y la supuesta historia de despojos sufrida a manos de países coloniales o naciones
vecinas. De hecho, Rico lograría capitalizar las críticas por la “desmalvinización” cuando, ya
fuera del ejército, creara su propia fuerza política, el Movimiento por la Dignidad Nacional.
Como sea, los esfuerzos de Alfonsín por presentar la Obediencia Debida como continuidad de
su política, y no como claudicación, fracasarían. La oposición no estuvo dispuesta a ayudarlo.
En parte porque estaba todavía demasiado insegura de sus posibilidades de recuperación. De
nuevo el problema temporal: si el Ejecutivo hubiera postergado la cuestión hasta después de
las elecciones de 1987, podría haber obtenido mejor resultado en ellas y alguna posibilidad de
acordar la política militar con un PJ más unido y confiarlo. Pensó en cambio al revés, que debía
apurar el trago. Es cierto que, ante el levantamiento, se habían alcanzado acuerdos mínimos de
defensa del régimen democrático entre los partidos. Pero ello no bastó para corregir la marca
de origen dejada por la transición: los actores sociales y políticos no estuvieron compelidos a
colaborar entre sí en forma más sostenida y sustantiva. El radicalismo entendía que para
conservar la mayoría conquistada en 1983 debía asegurarse de que el peronismo siguiera
dividido; y por su parte éste consideraba un derecho propio ser la mayoría, que Alfonsín le
había arrebatado sólo accidentalmente. Lo cierto es que 1983 no había cambiado tanto las
cosas como se imaginó, y el resultado electoral de 1987 así lo confirmaría.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
vinieron así a sellar el abismo sin fondo al que, por un momento, se asomó el orgullo herido de
los argentinos.
Ahora que la derrota militar se suma a la presión económica resultante de la deuda externa, la
presencia inconfundible de un enemigo externo sostiene un relato en el que el engaño y el
desengaño permiten al olvido ser lo suficientemente selectivo como para que se conservara e
incluso fortaleciera, ese orgullo resentido por tanta incomprensión e infortunio.
Fueron finalmente la acción y el discurso políticos los que, en ese estado de disponibilidad y
dramática carencia de explicaciones razonables sobre lo sucedido, rescararon los sueños
extraviados pata encarrilarlos en un proyecto democrático. Las Fuerzas Armadas argentinas
estaban, a decir verdad, vencidas ya antes de abrazarse a la causa de Malvinas. El fracaso de
sus proyectos era inapelable en todos los terrenos, salvo en aquél que se estaba convirtiendo
en una pesadilla cada vez más difícil de conjurar, la “lucha antisubversiva”. Ello había llevado a
los uniformados a sumirse más y más en un mundo hecho de ensoñaciones, de las cuales
Malvinas resultaría ser la más audaz y letal. De este modo, la ilusión convocada por la
‘‘recuperación de la islas del Atlántico” los condujo no sólo a luchar una guerra que no podían
ganar, sino a adoptar un paradójico extrañamiento frente a la guerra e inmediatamente
después, frente a la derrota, que les impediría aceptar y comprender lo que había estado
sucediendo. Por lo que, a los costos de la derrota real y concreta experimentada, deberían
sumarse los de una alienación y un aislamiento extremos.
Esta situación generó un nuevo tipo de conflictos en las fuerzas, que se sumó a los existentes
hasta entonces, profundizándolos, en el que se enfrentaron con crudeza los mandos superiores
con sus subalternos y, más precisamente, quienes habían combatido en Malvinas y los que, por
su grado y sus responsabilidades institucionales y de gobierno, no lo habían hecho (los
‘‘generales de escritorio’’) que, para colmo, internamente eran tenidos por principales
responsables de la derrota, por sus errores e inoperancia.
La descomposición del poder castrense alentaría en los actores políticos más perspicaces y,
gracias a su influjo, en amplios sectores de la sociedad, la aspiración de lograr una refundación
democrática que no implicara una mera reedición de anteriores transiciones y salidas, sino un
corte definitivo con las largas décadas de inestabilidad institucional y pretorianismo militar.
Permitía darle un carácter muy amplio y radical al rechazo que merecía el autoritarismo y el uso
de la violencia para resolver los conflictos, tanto internos como externos, ubicándolo mucho
más allá de la coyuntura de colapso del Proceso; abriendo perspectivas para una reelabaración
de la experiencia acumulada a lo largo del siglo XX que giraría, en particular, en torno a la
progresiva pérdida de confianza en las instituciones de la República para gobernar y hacerse
gobernar. Una perspectiva que, es justo decirlo, había comenzado a madurar, aunque sólo en
eslrm’hos círculos de intelectuales y políticos, tanto progresistas comO conservadores, desde
mediados de la década anterior.
La de 1982- 1983 no era una transición arrancada por luchas y movilizaciones populares contra
la dictadura (lo había sido la de 1973, y ésta era una más de las enormes diferencias entre
ambas). Se trataba esencialmente del resultado de la crisis interna del régimen, crisis generada
más por omisión que por acción de los grupos sociales y políticos frente al autoritarismo y por la
derrota militar (si se deja de lado la contribución importante pero para nada decisiva del
movimiento de derechos humanos). Más aún, era evidente que si el fracaso militar era tan
irremontable se debía, en alguna medida al menos, a la ausencia de límites y barreras civiles e
institucionales que había encontrado la inventiva castrense para ciar rienda suelta a sus más
irresponsables y cruentos proyectos, aun a aquellos completamente inviables. Malvinas fue, sin
duda, el caso más paradigmático y dramático de esto último. El triste papel desempeñado por la
diligencia partidaria, mimetizada con la política belicista, podría ser disimulado bajo la alfombra
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
del escarnio castrense, al menos mientras la permanencia dic los militares en el poder
asegurara que la indignación popular se focalizara en ellos, pero los políticos deberían actuar
con sigilo para evitar que la indignación se extendiera y el régimen los arrastrara consigo en su
caída.
Esta situación, tanto en lo que concernía estrictamente a los partidos como en lo que
involucraba a actores sociales muy diversos, influyó decisivamente para que las fuerzas
políticas reunidas en la Multipartidania desarrollaran una estrategia de presión moderada y de
negociación acotada frente al régimen en retirada.
No es casual que, una vez más, fuera Alfonsín quien, antes de la guerra, en la más absoluta
soledad, concibiera una propuesta que se inspirara y que durante el desarrollo de las
operaciones ea el Atlántico la hiciera pública: a pocos días de la invasión propuso que asumiera
un presidente designado por la Multipartidaria (rol para el cual su candidato era Arturo Illia),
cuyas principales tareas serían hacer posible un pronta reforma constitucional y convocar a
elecciones. Pero la Multipartidaria, en mayo, rechazó la propuesta, y cuando Alfonsín insistió, el
propio lIlia la desestimaría. Alfonsín, por su parte, se había resignado a que seguir apostando a
esa opción no tenía sentido: contaría con pocos apoyos partidarios, o ellos serían muy
condicionados. Forzar la situación bien podía debilitar la frágil cohesión del frente civil, y
además se corría el riesgo de agudizar el enfrentamiento con los militares más dispuestos a
ceder.
Estas iniciales limitaciones de la transición argentina han sido interpretadas por diversos
autores en términos de la tensión entre ruptura y continuidad. No la continuidad del poder militar
ya que no es él el que bloquea al poder civil, sino este mismo el que en parte se autolimita, y en
parte está impedido de aprovechar los vacíos que aquél deja con su retirada. Lo cierto es,
entonces, que el poder civil no podía limar las cosas porque no contaba con los recursos para
hacerlo (consenso y liderazgo compartido, respaldos sociales sólidos y probados en una previa
experiencia opositora, vías confiables para acordar con un sector militar amplio y, a la vez, con
posibilidades de cohesionarse en el acuerdo) y primó en él, en cambio, el temor a agudizar el
desorden, ya de por sí agudo. Su esfuerzo estaría orientado a preservar la mínima cohesión
alcanzada antes de la guerra y a utilizar la fragmentación y las florecientes expectativas de la
opinión pública respecto de la democratización, para evitar que algún sector castrense intentara
torcer el camino hacia las elecciones.
La “convocatoria al país” lanzada en julio y reiterada en agosto de 1981, en la que habían
anunciado el inicio de la transición demócratica, presentándose como “transmisores,
orientadores y ejecutores de la opinión pública’’, había tenido una espectacular repercusión:
permitía ser voceros del creciente disgusto de la sociedad sin romper lanzas con el gobierno y
ofrecerle su dispocisión a acordar sin temor a ser absorbidos por el régimen ni a ser tachados
de colaboracionistas desde una oposición intransigente
La caída de Viola habilitaría a los partidos a avanzar a un estadio superior de esa misma
estrategia, que habría de consolidarse con la derrota en la guerra; ahora reclamaban
“representar a la mayoría del pueblo argentino”.
Ahora, tras la guerra y la derrota, ser una oposición dura era inconveniente pero por los motivos
opuestos: no había forma de darles seguridades a los militares, ni de que ellos las impusieran,y
por lo tanto no había mucho que perder en un acuerdo que debía inevitablemente acotarse a
los procedimientos y tiempos de la transición. Así fue que, en la inmediata posguerra, aunque
las condiciones habían cambiado tan radicalmente respecto de 1981, la Multipartidaria pudo
ratificar sus lineamientos originales, como fueron la búsqueda de una “convivencia civilizada”,
‘‘sin vencedores ni vencidos”, “superando viejas antinomias”, “en un país reconciliado”.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
Los militares debían “resolver” la cuestión antes de entregar el mando, es decir, dar la
información necesaria para terminar con la incertidumbre y crear un marco legal que impidiera
escarbar en el pasado; los partidos, por su parte, aportarían su comprensión y la disposición a
dejar cuestión rápidamente fuera de discusión
Tras la designación de Bignone y la ruptura de la Junta, la situación cambió: existía ahora un
compromiso formal de llamar a elecciones y un gobierno suficientemente débil como para
necesitar a toda costa el apoyo civil para cumplir esa promesa. El anuncio de las elecciones
para la segunda mitad de 1983 y la silenciosa aceptación silenciosa fue recibido en los
cuarteles generó, además, una cierta tranquilidada en la opinión pública y en los dingentes
políticos, alarmados por los permanentes rumores que circulaban respecto de conatos
golpistas. Por lo tanto, los partidos respondieron, el 23 de junio, con su “Programa para la
Reconstrucción Nacional” que reiteraba las posturas ya conocidas contra la política monetarista
o neoliberal, abogaba por la recomposición del poder adquisitivo del salario, la reactivación
productiva y la vigencia de la Constitución, y guardaba silencio sobre los temas más irritativos:
en particular, las violaciones a los derechos humanos.En este sentido, debe reconocerse que
Bignone hizo bastante para ganarse la confianza de los civiles desde el momento mismo de su
designación. Bignone parecía asumir que su papel era el de un intermediario que debía probar
su utilidad a unos y otros. Fue tras esa reunión que Bignone anunció que cesarían todas las
restricciones a la actividad política desde el momento en que si inciara su gestión. Pocos días
después declaró: “Mi mayor ambición [...] es entregar en orden el gobierno y el país al
presidente constitucional que me suceda, y que ese presidente constitucional […] pueda
despedir en mí al último presidente de facto de la historia y del futuro argentino” (La Nación, 27
de agosto de 1982).
Mientras se preparaba para asumir la presidencia, Bignone seguramente advirtió que pilotearía
una transición que sería difícilmente aceptable para los militares en actividad o retirados, con
escasísimas posibilidades de ganar apoyos civiles, y con demasiados frentes abiertos que
exigían su inmediata atención. En esos días se abocó a la difícil tarea de formar gabinete,
remontando a duras penas el escasísimo interés que despertaba ser funcionario del régimen en
retirada. En segundo lugar, Bignone debió hacer frente a la situación económica, y en particula
a la comprometida financiación de los servicios de la deuda pública y de las empresas. La
búsqueda de una solución fue encomnendiada a Domingo Cavallo. En tercer lugar, el gobierno
debía lidiar con la dramática situación creada en el frente internacional. Ni Galtieri ni los
comandantes que lo siguieron se consideraron obligados por el desastroso resultado de la
campaña militar a dar oficialmente por concluidas las operaciones en el Atlántico sur. La actitud
adoptada por el gobierno de Bignone ante estas circunstancias se resumió en dos iniciativas,
aunque no pudo avanzar demasiado en ninguna de las dos, por sus evidentes limitaciones y por
el alto grado de impracticidad que las aquejaba. Ante todo, quiso aprovechar los sentimientos
nacionalistas defendiendo el honor argentino frente a los ataques externos. El otro compromiso
internacional que el gobierno de Bignone no podía esquivar era la mediación papal por el Canal
de Beagle. Bignone debió hacerse cargo del primer acuerdo sustantivo con el gobierno de Chile
desde que se había iniciado el proceso de mediación cuando, el 15 de septiembre de 1982, se
aceptó la invitación del Vaticano a prorrogar el Tratado de Solución Judicial de Controversias de
1972.
denotaba, por un lado, la inseguridad con que esta sociedad se movía en el terreno poco
explorado de los derechos y garantías individuales y el constitucionalismo liberal. Por otro lado,
y por sobre todo, la fragilidad de esa invocación a la inocencia era funcional a la necesidad,
totalmente comprensible, de moldear el pasado y las propias identidades de un modo que
permitiera rápidamente hacerse de raíces republicanas y democráticas, y desprenderse de las
anteriores intimidades con el régimen. La culpabilización de las víctimas ahora se revertía, de
este modo, en un mecanismo que mantenía su misma lógica y cumplia una función
llamativamente semejante: liberar al grueso de la sociedad de las responsabilidades morales y
políticas por lo sucedido. La reinterpretación del “terror” y el “silencio” también contribuía a ello.
Si en alguna medida esto echaba luz sobre el mecanismo perverso de la represión ilegal y
sugería una autocrítica de la sociedad por haber supuesto que las víctimas “se lo merecían”,
permitía también obviar el hecho para nada irrelevante de que nadie, absolutamente nadie,
podía merecer lo que esas frases justificaban. A su vez, si era cierto que los militantes que
habían desaparecido bajo el terrorismo de Estado se habían comprometido en su enorme
mayoría con la revolución y no con simples opositores al autoritarismo, también lo era que, por
esa misma razón, su militancia no los hacía automáticamente valiosos, sino problemáticos para
la democracia. Ya que los revolucionarios despreciaran por lo general, si no los derechos de las
declaraciones universales, al menos sí los derivados del orden constitucional, asimilarlos
requería un esfuerzo de contextualización, y sobre todo de crítica y autocrítica de las formas de
acción política predominantes en la izquierda y en el país en los años setenta, y todavía en
parte extendidas, que muchos preferían ni siquiera intentar. En verdad, y esto constituía una
experiencia que ni siquiera todos los fracasos y horrores del Proceso podrían hacer olvidar, una
buena parte de la
sociedad
estimaba, no sin
razón, que los
proyectos
impulsados por
aquellos
revolucionarios
poco tenían que
ver con la
conquista de la
democracia, y
por lo tanto no se
consideraba
obligada a rendir homenaje a lo que la izquierda evocaba como “los caídos en la lucha por la
liberación” que ahora la democracia debiera rehabilitar.
No se equivocaban del todo los voceros militares cuando denunciaban la hipocresía de aquellos
defensores de los derechos humanos cuyo interés por el tema había nacido de que se cerraran,
circunstancialmente, otras vías de acción política.
El mito de la inocencia, por estos motivos, actuó como potente fuerza de movilización a lo largo
de la transición, alentando múltiples interpretaciones reflexiones sobre el pasado, en principio
implícitas y “tácticas’’, pero cada vez más amplias y explícitas a medida que el proceso
avanzaba.
El discurso que hizo esto posible apuntaba, en principio, a asegurar la inocencia, si no de todas
las víctimas, al menos de los espectadores que habían visto defraudadas sus legítimas
expectativas (y las promesas formuladas en ese sentido el propio régimen) de vivir bajo un
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
poder legal. El mito la inocencia requería, por lo tanto, como un complemento necesario, una
explicación sobre la violencia política ilegal del régimen. Esta explicación y vió la luz con la
llamarla teoría de los “dos demonios”. Ella se convertiría en un punto de partida fundamental
para el sostenimiento del proyecto político de las fuerzas democráticas en la transición,
proyectándose aun más allá. Aunque fue en el discurso alfonsinista donde encontró su más
sistemático desarrollo, para nada estuvo ausente de los planteamientos de otras fuerzas, en
particular del peronismo.
La doctrina de los “dos demonios”, como la de las “víctimas inocentes”, ofrecia na vesión
simplificada y sesgada de los hechos que permitía múltiples lecturas. Nos referimos aquí a dos
de ellas: la equiparación y la de la netralización. Empezamos por esta última, la fundamental, la
doctrina apuntaba a definir un campo de neutralidad en el que asentar la legitimidad de las
reglas democráticas, y un límite a las prácticas y concepciones que el nuevo orden consideraría
tolerables. La democracia debía, para estabilizarse como orden perdurable, superar las
doctrinas de la revolución, que parecían haber sobrevivido a los revolucionarios (lo que podía
verificarse, entre otros terrenos, en el movimiento de derechos humanos). En otras palabras, los
“dos demonios’ debían permitirle a la democracia lograr aquello que el Proceso había hallado
inalcanzable, ‘‘ganar la paz’’, ofreciendo no solamente un relato acerca de lo sucedido, sino
también un juicio fundante con el cual se podría discriminar entre las conductas y los proyectos
del presente y el futuro.
Otra, emparentada con lo dicho más arriba, es que ofreció una vía exculpatoria a amplios
sectores sociales que habían apoyado de un modo u otro el terror de Estado; la demonización
los eximía de responsabilidades, haciendo del terror estatal un fenómeno totalmente ajeno:
“todos’’ habían tenido “miedo’’ y por ello habían callado.
Una de las consecuencias del inusitado alcance de esta impugnación fue la centralidad
creciente que adquirió la demanda de justicia. En un principio, los organismos de los derechos
humanos habían puesto el acento en la indagación de lo sucedido con los secuestrados. No
sólo porque, hasta no saber, no podía plantearse un reclamo de justicia. Hasta los más
entusiastas estimaban que la vía judicial estaría probablemente fuera de su alcance, pues
descontaban que los militares encontrarían aliados suficientes entre los jueces y,
probablemente también, en las futuras autoridades civiles, para bloquearla. El reclamo de
‘‘verdad’’ había quedado grabado en la solicitada publicada por La Nación de diciembre de
1977, aquella que motivó los secuestros de varias madres y colaboradores por parte de la
Armada, titulada “Por una Navidad en paz. Sólo pedimos la verdad’’; allí se afirmó que “la Paz
tiene que empezar por la verdad. La verdad que pedimos es saber si nuestros desaparecidos
están vivos o muertos y dónde están”. Tras la visita de la CIDH, los reclamos siguieron
centrados en la entrega de información, las listas de desaparecidos, las causas de su detención
y su destino, aunque la justicia resonaba ya con fuerza, sobre todo en las declaraciones
verbales y las demostraciones. Cuando el poder y el prestigio militar se hicieron añicos, y la
demonización de la represión y la inocencia de las víctimas galvanizaron el repudio de la
represión, el reclamo de justicia se volvió no sólo perinente, sino accesible. Lo que interesa
destacar de todo ello, por ahora, es que en los alcances que habría de tener la condena del
terrorismo de Estado, primero moral y luego también judicial, se demostraría la eficacia de las
doctrinas de la inocencia y los “dos demonios”, más allá de su carácter medianamente ilusorio o
tergiversado, para construir los fundamentos de la política democrática, una política
protagonizada por sujetos de derecho que antepusieran la vigencia de reglas procedimentales a
sus intereses, deseos y proyectos particulares.
La nueva situación que se profundizó a lo largo de 1980 y 1981, se trabó una batalla por las
conciencias, que contrapuso las denuncias de los familiares y de los organismos solidaridad, a
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
antisubversiva” a los comandos respectivos, donde una vez recibida, fue destruida. También
fueron destruidos muchos edificios miilitares y policiales donde funcionaron los centros de
detención, y en otros se borraron las huellas de lo sucedido. Por último, poco antes de la
elecciones, la Junta promulgaría la llamada Ley de Pacificación, que declaraba prescriptos
todos los delitos ligados con la represión.
El documento final mereció críticas más o menos duras de casi toda la sociedad, con sólo dos
excepciones, la jerarquía católica y las asociaciones empresariales. En cuanto a la primera, fue
llamativo que por primera vez desde el inicio del Proceso quedara abiertamente descolocada
ante la opinión pública y seriamente comprometida en su cohesion intenta. La neutralidad que
había ido fortaleciendose entre los obispos fue contradicha por las declaraciones exaltadas de
los preladosintegristas ante lo que entendían que eran ataques intolerables contra la nación, y
también por el postrero intento de los más conservadores de hacer de esas circunstancias una
oportunidad para la reconciliación. El obispo Zaspe, que hacía poco dejado de integrar la
comisión, condenó “la insólita calificación de actos para la tortuta, el secuestro impune, la
muerte clandestina, la detención sin proceso, la entrega de niños a desconocidos y el latocinio
descarado de los hogares”.
En cambio, las asociaciones empresarias se mantuvieron mucho más cohesionadas e
incólumes defendiendo las mismas posiciones que habían hecho públicas en ocasión de la
visita de la CIDH.
Y, seguramente, pesaba el rencor y la frustración ante un desenlace que impugnaba moral e
históricamente los proyectos por los que se había trabajado y en los que se había creído
durante esos años. También, el sentimiento de aislamiento y de exclusión de un mundo que no
comprendía a los argentinos,
Como fuera, de lo que no quedaba duda era de que de las alianzas estrechas y permanentes
que habían establecido con el régimen resultaban, ahora, serios inconvenientes tanto para la
jerarquía católica como para los grupos empresarios, que quedaban al margen y descolocados
ante la ola ole democratización, y sus recursos de poder, indudablemente fortalecidos durante
esos años, corrían el peligro de compartir la misma suerte que los de los militares.
En el reconocimiento de éstas y otras víctimas, tuvieron un papel relevante la prensa escrita y la
radio, y en alguna medida, también la literatura, el cine y el teatro, destacándose, por su
originalidad y autonomía respecto de los circuitos oficiales y las pautas establecidas, muchos
periodistas, escritores y guionistas jóvenes. El conocimiento social y político de pronto ganó
prestigio y autoridad. Intelectuales que hasta poco tiempo antes habrían sido catalogados sin
más como subversivos, ahora eran convocados y escuchados con atención en los medios
masivos de comunicación.
El regreso del exilio que se precipitó a partir de la derrota en la guerra, también tuvo una
importancia cultural y política del primer orden porque el fracaso del régimen hacía más dulce el
retorno, en apariencia al menos, en todos los órdenes.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
Pese a la suspensión, y en alguna medida gracias a ella porque permitió la continuidad de los
dirigentes en sus cargos, los partidos que no habían sido prohibidos mantuvieron una cierta
actividad en los años del terror, aunque reservada y acotada. Los diarios daban cuenta de sus
reuniones y opiniones, aunque más no fuera en la forma de trascendidos, y sus dirigentes
solían recorrer el país, tomando contacto con sus acólitos sin demasiadas resistencias de las
autoridades, e incluso con éstas mismas, anticipando las posibilidades de participacion y
apertura. La ambiguedad se mantuvo durante el período de Viola, quien no se atrevió a cumplir
su promesa de levantar esas normas. Si bien el régimen practicó todavía algunas detenciones,
y prohibió ocasionalmente actos que le parecieron irritantes, era evidente que no existía ya la
disposición ni la capacidad como para cerrar los canales de expresión de la política, que, por lo
general, salvo en el terreno económico, era además lo suficientemente moderada como para no
excitar en demasía los afanes represivos.
Los militantes y simpatizantes por lo general se habían recluido en sus vidas privadas o, cuanto
más, habían orientado sus intereses hacia actividades sociales y sectoriales menos expuestas y
más inmediatas. La oportunidad para que los partidos recuperaran su base militante llegó recién
con la guerra, y se ensanchó con el levantamiento de la veda, el 1° de julio de 1982, al asumir
Bignone. Tal como él se había comprometido a hacer en la reunión del Congreso, el Estatuto de
los Partidos Políticos se aprobó al mes siguiente. Su trámite fue expeditivo y constituyó la
muestra, para los partidos, de que Bignone estaba dispuesto a cumplir con el cronograma
fijado. Su disposición mas relevante fue la actualización completa de los padrones partidarios,
obligando a la reafiliación de todos aquellos que quisieran participar de sus elecciones internas
para autoridades y candidatos. Esa medida desató una feroz competencia interna, que puso en
situación precaria a las conducciones en ejercicio, entorpeciendo aún más el ya difícil camino
de la negociación entre ellas y con el gobierno. En cambio, otorgó un gran poder de presión a
los dirigentes locales y de base, y también a las figuras públicas que pudieran arrastrar a los
ciudadanos a afiliarse. De modo que el descongelamiento de las estructuras partidarias fue
doble, y afectó doblemente las capacidades de adaptación de los dirigentes: porque ellos
debieron recrear sus alianzas internas, y a la vez lanzarse a la construcción de candidaturas
atractivas para el electorado. Quien, por lejos, demostraría mayor destreza en superar esta
prueba fue Raúl Alfonsín. Los partidos ahora podían ocupar el centro de la escena y disputarle
a los demás actores organizados, por lo menos en pie de igualdad, la definición cte los rasgos y
orientaciones que dominarían en la vida política en el futuro.
Aunque este exitoso reclutamiento benefició a todos los partidos, adquirió un significado y una
potencia renovadora muy desigual en cada uno de ellos. Según los liderazgos que se
fortalecieron y las estructuras que se renovaron. Sin duda, fue en la UCR donde esa potencia
alcanzó su mayor expresión, porque allí se conjugó una estructura aceitada y nacionalmente
extendida, que había lograrlo ser eximida casi por completo de los golpes represivos, con un
polo interno vertebrado por un nuevo liderazgo orientado a renovar los estilos y programas
partidarios de modo de ponerlos a tono con los dcsalíos de la transición.
La voz de Alfonsín adquirió ya en ese momento un peso público muy superior a lo que los
equilibrios de poder interno reflejaban, y eso fue aún más marcado en la posguerra, cuando a
su grisitud natural los herederos de Balbin sumaron el escarnio resultante del entusiasmo con la
invasión y la guerra. El rápido ascenso de Alfonsín como figura de recambio en la UCR
permitiría que muy prontamente se licuase ese y otros abultados pasivos acumulados por el
partido durante el Proceso, que seguramente habían dificultado su desempeño en el período de
la transicion, tal como les sucedió a otras fuerzas de centro y de derecha. Pero ello no evito que
la disputa interna fuera encarnizada. Los viejos caudillos de la Linea Nacional pensaban que,
aunque hubieran fracasado los planes de convenencia, la misión del radicalismo seguía siendo
14º Certamen Intercolegial de Historia – Instituto Euskal Echea (Llavallol) – Año 2016 Pág. 85
Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
garantizar el equilibrio o entre la corporación militar y la política. La oportunidad que Alfonsín vio
en forma mucho más concreta delante de sí no tenía nada que ver con esas elucubraciones.
El representaba una generación de politicos radicales formada, precisamente en los años en
que sus mayores alcanzaban la plenitud y forjaban su estilo componedor, mientras la vida
pública se descarrilaba hacia formas cada vez más violentas y antiinstitucionales. Había
comenzado a adquirir cierta presencia partidaria y pública durante la Revolución Argentina y en
la breve experiencia constitucional que le siguió, aunque en posiciones muy secundarias. Su
corriente interna, el Movimiento de Renovación y Cambio (MRyC), fundada en 1972, había
logrado cierto éxito al desafiar el amplio control que Balbín ejercía sobre los órganos. Si bien su
peso público llegó a ser algo más significativo, sobre todo por la sintonía que parecía existir
entre ella y los aires de cambio de la época, se podría decir que hasta el golpe de 1976,
Alfonsín y los grupos que lo acompañaban habían sido más que nada espectadores
privilegiados: de los proyectos refundacionales fracasados, de la crisis del peronismo y de la
violencia política. Esta condición, sin duda, los ayudó a sobrevivir durante el Proceso,
colocándolos a la espera de que el tiempo finalmente llegara.
En cuanto a sus apoyos internos, provenían en buena parte de militantes que habían actuado
en la Juventud Radical (JR) durante el auge de masas de fines de los sesenta y comienzos de
los setenta, reunidos en la Junta Coordinadora Nacional (JCN) y encontraron en Alfonsín la
expresión del cambio que la UCR eternamente demoraba.
La reorganización y el crecimiento de la JR, en particular en las universidades, comienza ya
antes de Malvinas: en mayo de 1981 se realizó el primer Congreso Nacional de la Coordinadora
en Santa Fe (un intento previo en Córdoba había fracasado). Fue en ese encuentro que las
figuras más destacadas de la JCN (Federico Storani, Enrique Nosiglia, Marcelo Stubrin, Luis
Cáceres, Raúl Alconada Sempé, entre otros) pasaron al partido, y se hizo pública la alianza con
el MRyC y Alfonsín. En su proclama, los coordinadores apuntaron a la necesidad de un cambio
interno que le permitiera a la UCR convertirse en ‘una fuerza mayoritaria y reformista”, y el
propio Alfonsín con su presencia y su discurso de ‘bienvenida” dejó en claro que era
exactamente eso lo que él se proponía hacer.
Cuando en junio de 1982, desaparecido Balbín y derrotadas las Fuerzas Armadas, se inició la
transición, Alfonsín lanzó su campaña presidencial con la convicción de que finalmente su
tiempo había llegado. La transición consistiría en una “batalla por las conciencias”, su discurso
se endureció, tanto contra el gobierno como contra la dirigencia civil. Al mismo tiempo, ofreció
una mirada retrospectiva sobre la historia del país y del radicalismo que colocaba en el centro
algo que había estado muy lejos de ese lugar: la búsqueda de una institucionalidad
democrática. La fundación del “Estado de derecho”, no casualmente confundida en su
argumento con la creación de un orden representativo basado en el sufragio universal, apareció
como leit motiv de las luchas de todos los partidos populares, y del radicalismo en particular, en
un discurso que enebraba el espíritu movimientista, incluso antioligárquico y populista, con los
temas constitucionales. El recitado del Preámbulo de la Constitución Nacional, la invocación a
la preeminencia de la ley por sobre la fuerza, la contraposición de los derechos civiles y
políticos de los ciudadanos al autoritarismo militar, pero también al sindical, económico y
cultural, serían los tópicos básicos de una estrategia que apuntaba, en esencia, a darle un
alcance cpocal al cambio de régimen.
Alfonsín fue extendiendo su marco de alianzas: aunque todavía el plenario nacional de la UCR
realizado en julio cori firmó a la conducción balbinista, logró el apoyo de Línea Córdoba, sector
que aportaría el candidato vicepresidente, Víctor Martínez. Alfonsín confiaba sobre todo en la
campaña de afiliación y la movilización de los sectores juveniles que día a día engrosaban sus
filas. Con este objeto, se apresuró a tomar la delantera convocando al primer acto multitudinario
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
sectores y corporaciones con poder de veto que, también se descontaba, eran más o menos los
que siempre habían sido.
En cuanto a los demás partidos, la tendencia a perseverar en las orientaciones y estilos
conocidos fue también preponderante y se evidenció en la permanencia incontrastada de los
viejos caudillos cuya plenitud, si la había habido, remontaba a dos o tres décadas atrás. Álvaro
Alsogaray fundó un nuevo partido, la Unión de Centro Democrático.
Por la izquierda, las expresiones fantasmales del socialismo (el popular, el auténtico, el
unificado y la confederación socialista) y las más radicalizadas del trotskismo y el maoismo,
carecían de toda relevancia. Algunos de los primeros, igual que ciertos sectores de la izquierda
de la DC, terminarían orbitando alrededor del alfonsinismo, mientras que el PC, el PTP maoísta
y los socialismos auténtico y unificado apoyaban la fórmula presidencial del PJ. Sólo el Partido
Socialista Popular, el Frente de Izquierda Popular, el Partido Obrero y el Movimiento al
Socialismo presentarían sus propias fórmulas presidenciales. No lograban recuperar terreno en
los sectores obreros y populares, carecían de organizaciones adecuadas y estos sectores
volvían a colocarse en el área de influencia sindical y política del peronismo (regreso que
muchos veían como una incomprensible e injustificada “reperonización”); y, en la clase media
progresista, debían
competir con Alfonsín,
infinitamente más
capacitado para ofrecer una
promesa de cambio y una
interpretación del pasado, el
presente y el porvenir
adecuada para
reconfortarla.
Lo único realmente nuevo
en la escena política que
ellos fueron capaces de
ofrecer era el liderazgo de
Raúl Alfonsín. Los demás
eran más o menos los
mismos, en roles muy
semejantes y diciendo cosas parecidas a las de 1973, o aun antes.
conspiración antidemocrática. Y logró tanto los medios se hicieran eco de esta versión como
que otros dirigentes políticos la respaldasen. La idea de que era necesario desmontar ese
poder corporativo para la democracia de partidos fuera viable estaba fuertemente instalada en
toda la dirigencia radical. Alfonsín estaba ideológicamente más convencido de esto que los
viejos radicales; en su opinión, la instauración de un orden democrático estable requería dejar
atrás definitivamente la componenda con las corporaciones y emprender su saneamiento y el
acotamiento de su poder de veto sobre las instituciones republicanas.
Los sindicatos podían convertirse en articuladores de una “coalición democrática”, que relegaría
obviamente las posibilidades del alfonsinismo. Esa posibilidad los convertía, a los ojos de los
políticos, no sólo peronistas, en socios peligrosos pero necesarios. En cambio, Alfonsín
encontró en ello motivos para encarar la que sería una batalla decisiva por el poder, ubicando a
sus más poderosos adversarios en el terreno que más los incomodaba. Y no se equivocó, en
tanto forzó a los supuestos conspiradores a salir en la defensa de sus corporaciones y a los
políticos peronistas a hacer otro tanto, en destempladas réplicas que agravaron aún más las
cosas para ellos: acusaron a Alfonsín de trabajar para los Estados Unidos y la
socialdemocracia, en peligrosa sintonía con los jefes militales que reprochaban a los “malos
argentinos” colaborar con los ataques contra la nación pergeñados por intereses y gobiernos
extranjeros.
Cuando a principios de julio Alfonsín se hizo finalmente de la conducción del partido, derrotando
por amplísimo margen a las huestes balbinistas encabezadas por Fernando De la Rúa (éste ni
siquiera obtuvo la minoría en su distrito, la Capital Federal, ni en provincia de Buenos Aires),
logró no sólo un control muy férreo y extendido de su aparato (tan amplio que De la Rúa decidió
retirar su precandidatura), sino que también logró que desaparecieran completamente de
escena los “viejos radicales”; muchos de ellos decidieron en ese momento abandonar la
actividad partidaria. Tomaba forma así un liderazgo que, pese a haber estado involucrado en la
política de la UCR en los años previos, pertenecía ostensiblemente a una nueva generación, en
apariencia al menos, “incontaminada” y renovada. Con este saldo a su favor, Alfonsín decidió
encarar la que sería su última apuesta fundamental de la campaña electoral, esto es, asumir
una posición viable y convincente respecto de las violaciones a los derechos humanos. Acuñó
la distinción entre tres niveles de responsabilidad: el de quienes dieron órdenes que suponían
usar métodos ilegales en la represión, el de quienes obedecieron (y que serían exceptuados de
los procesos judiciales), y el de quienes se habían excedido en el cumplimiento. El argumento
apuntaba, centralmente, a acotar los eventuales procesos judiciales a los altos mandos (los
comandantes, los jefes de cuerpo y de zona y algunos más), estableciendo una clara frontera
entre ellos y sus subordinados. Utilizando la noción de “excesos”, el candidato radical esperaba
poder justificar el procesamiento de casos que implicaban el robo de propiedades, el secuestro
de niños, etcétera, pero se internaría de este modo en un verdadero enredo legal y moral.
Alfonsín pudo ofrecer una forma bastante sencilla y efectiva de procesar el desafío que la
cuestión le presentaba, comprometiéndose a hacer avanzar judicialmente la investigación y el
castigo de lo sucedido, dentro de las posibilidades que ofreciera la política y las condiciones
que impondría la necesaria y simultánea tarea de reorganizar las Fuerzas Armadas.
Los peronistas se demorarían todavía un tiempo para definir sus candidatos, debido a la
marcada fragmentación cue reinaba en sus filas. En el Congreso Nacional Justicialista, reunido
para decidir la fórmula y la nueva conducción, el elegido resultó ser Italo Luder. Miguel se
reservó para sí la vicepresidencia del partido, que hasta ese momento ocupaba Bittel, quien a
su vez aceptó ocupar el segundo lugar en la fórmula presidencial.
Si bien Luder gozaba de cierta imagen de moderación y era un atildado constitucionalista, nada
más distante que él de la fuerza renovadora de su radical. Respecto de su compromiso con la
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
causa de los derechos humanos, se disipó cuando, al dictarse la Ley Autoamnistía, consideró
que sus efectos eran irreversibles. Alfonsín se apresuro a comprometerse a anularla,
argumentando que, siendo una ley ilegítima, no tenía efecto alguno (criterio que no se aplicó,
aclaremos, a casi ninguna otra de las muchas aberraciones jurídicas que el Proceso había
parido).
Los dardos que les arrojaba Alfonsín, entre tanto, era no solo más acordes a esas formas, sino
mucho más convincentes: hacia el fin de la campañaaludió inistentemente a la Triple A, a los
monteneros y a raíz de oportuna convocatoria de la CGT a un nuevo paro general el 4 de
octubre, regresó al asunto del pacto militar-sindical. Luder decidió finalmente contestarle, y lo
hizo del peor modo en el peor momento: en el multitudinario acto de cierre de su campaña, con
una retórica extraía de un arcón ajeno, totalmente inadecuada para polemizar con Alfonsín y
más aún para atraerse la simpatía de los jóvenes y los independientes, dijo estar sorprendido
de “que algunos sectores políticos no puedan superar la mentalidad pequeño burguesa
declamadora y vacua, que no puedan comprender que las banderas de la auténtica democracia
social están en este movimiento que fundó el general Perón”. Fue el digno broche de una
campaña confusa y desencaminada, que confió demasiado en la mayoría natural del peronismo
y, por lo tanto, no se cuidó de elaborar una estrategia consistente, ni de atender a los votantes
que podían dudar, cambiar de preferencia e inclinar la balanza hacia uno u otro lado. Todo lo
contrario de lo que hizo Alfonsín, quien encaró su campaña en forma centralizada y planificada,
proveyéndose de asesoramiento calificado (algo que no se acostumbraba hasta entonces en la
política argentina) para maximizar el rendimiento de sus recursos (que en términos
organizativos y de militancia al menos eran muy inferiores que los del peronismo) y focalizar sus
esfuerzos en los electores que calculaba podrían darle la victoria. Así, fue capaz de hacer
aquello que al peronismo le resultó imposible, interpretar y orientar las aspiraciones cte cambio
del electorado, dándole un alcance epocal y una dimensión cultural al proceso de transición, y
generar certidumbre respecto de la gestión de gobierno y la prevalencia del orden legal: “más
que una salida electoral es una entrada a la vida’’, rezaban sus avisos publicitarios; “somos la
vida”, replicaban al “somos la rabia” de la JP; Alfonsín se atrevió incluso a preguntar (ante la
hispánica comparación del general Perón con el Cid Campeador, que habría ganado su última
batalla después de su muerte), “¿quién va a gobernar el país si triunfa el peronismo, un
muerto?’’.
Los actos partidarios desplazaron completamente de las calles al movimiento de derechos
humanos, a los sindicatos y a los vecinazos. Prolongando la ola de simpatía e identificación que
se despertó en la posguerra, los partidos lograron canalizar el afán de los ciudadanos por volver
a serlo. Y por ocupar el espacio público con su presencia activa, protagónica, votando con los
pies y con la voz. El 29 de septiembre Alfonsín llenó la cancha de FelTocarril Oeste. El duelo
concluyó el 30 de octubre: Alfonsín obtuvo 7.659.530 votos, casi el 52 % del total, con lo que
reunió mayoría propia en el Colegio Electoral (317 sobre 600 electores), mientras que Luder
apenas alcanzó el 40 % (5.936.656). Las cifras mostraban que al menos una parte de los votos
que los justicialistas consideraban propios habían irlo al candidato contrario.
Alfonsín, apenas repuesto del shock, prometió que su primera medida de gobierno sería
“reactivar los salarios, aplicar el salario mínimo y terminar con el hambre y la desocupación’’, y
se comprometió también a ‘‘levantar banderas de unidad nacional” (La Nación, 31 de octubre de
1983). Era el fin de la dictadura. El 6 de diciembre la Junta firmaba el acta de su disolución.
14º Certamen Intercolegial de Historia – Instituto Euskal Echea (Llavallol) – Año 2016 Pág. 90
Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
EUGENIA ARUGUETE
En diciembre de 1983 se inauguró una nueva etapa en la lucha política ligada al conflicto que
enfrenta a capital y trabajo, en el marco de un escenario político renovado y sobre la base de un
inédito mapa social y una singular correlación de fuerzas. Con la recuperación democrática se
revitalizaron las instancias republicanas de la contienda política —los partidos, el Parlamento—
y recobraron su legalidad las corporaciones, tradicionales espacios de representación de
intereses. Paralelamente y como resultado de las transformaciones radicales operadas tras la
dictadura, emergió una nueva estructura social. En ella conviven, por un lado, una poderosa y
más homogénea —aunque no por ello exenta de contradicciones en su interior— fracción de
clase dominante, compuesta por los grupos económicos nacionales y ciertos conglomerados
extranjeros con inserción en el mercado local. Por otro, los acreedores de la deuda externa
argentina, quienes comparten con el capital concentrado local la cúspide del poder económico y
político en nuestro país. Completando el escenario, unos socialmente heterogéneos sectores
populares. En conjunto, estos distintos sectores dibujaron una correlación desigual de fuerzas
sociales que condicionó el devenir del juego político ligado al conflicto de clases desde
entonces. Durante la gestión gubernamental del doctor Raúl Alfonsín, las distintas clases y
fracciones de clase desplegaron estrategias de acción colectiva diversas, delineando una
particular trama en la lucha política vinculada al conflicto entre capital y trabajo. En ella se
destacaron dos experiencias singulares, que se caracterizaron por el acercamiento entre
entidades representativas del capital y el trabajo, quienes agregaron sus esfuerzos en torno de
la consecución de un objetivo específico. La primera se produjo a principios de 1985, cuando
diez entidades empresarias y la CGT se congregaron tras el fin de confrontar el proyecto
económico del titular del Palacio de Hacienda, Bernardo Grinspun, conformando el tan inédito
como fugaz Grupo de los 11. La otra, cuando el informal agrupamiento de los Capitanes de la
Industria se acercó al núcleo sindical de “los 15”, a fin de enfrentar el giro adoptado por el
ministro de Economía, Juan V. Sourrouille, en los primeros meses de 1987.
Observados retrospectivamente, múltiples aspectos distinguieron ambas experiencias e hicieron
de ellas fenómenos singulares. En especial, el derrotero político que dio lugar a su emergencia,
el interés que justificó su agregación, la naturaleza de su composición social, el potencial de su
accionar conjunto y las razones que derivaron en su disolución. Existió un elemento, sin
embargo, que fue común a ambas. Tanto en la coalición constituida a principios de 1985 como
en aquel arrime pergeñado en 1987, los sectores sociales asociados se mostraron incapaces
de consolidar alianzas policlasistas orgánicas y de largo plazo. En otras palabras, lo que se
puso de manifiesto en ambos casos fue la imposibilidad demostrada por las clases y fracciones
de clase de constituir alianzas que, aun sin discutir el carácter desigual de las relaciones
sociales capitalistas, fueran capaces de erigir un proyecto económico, social y político integrado
que expresara de modo coherente, eficaz y perdurable, el interés de los distintos sectores
involucrados.
De inestimable valor empírico y analítico, los estudios que abordaron la cuestión del accionar
colectivo de las clases sociales durante el gobierno de Alfonsín se concentraron en el análisis
de una o varias corporaciones empresarias y sindicales. Los principales trabajos orientaron su
mirada en torno de la composición social de tales actores, sus formas de organización, sus
conflictos internos y sus articulaciones con el sistema político.2
Aunque de relevancia sustantiva en los análisis sociopolíticos que estudian las estrategias de
acción colectiva de las clases sociales, los acercamientos entablados por las entidades
representativas del capital y el trabajo durante la administración radical no han constituido un
objeto específico de las investigaciones que abordaron dicha problemática. Situados desde un
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
De la ilusión al desencanto...
Fuertemente atravesada por la cuestión del esclarecimiento de los delitos cometidos durante la
dictadura, la intransigencia manifestada por el candidato a presidente del partido radical, el
doctor Raúl Alfonsín, así como su denuncia sobre la existencia de un pacto militar-sindical, que
empañaba la imagen de los líderes gremiales vinculados a la oposición, definieron la contienda
electoral de octubre de 1983. Allí, el radicalismo obtuvo su primera victoria en elecciones libres
frente a su histórico rival (Palomino, 1986; Novaro y Palermo, 2004). En el interior del
peronismo, la derrota en los comicios presidenciales, cuya responsabilidad se endilgó a la
ortodoxia sindical, profundizó los conflictos entre este sector y las fracciones más moderadas y
de tendencias democratizantes, alineadas detrás de Antonio Cañero, Carlos Menem, José
Manuel de la Sota y Carlos Grosso (De Ípola, 1987).
El arribo de Alfonsín a la presidencia de la Nación era el resultado, a su vez, del triunfo de una
nueva fracción dentro del radicalismo. En 1974 había surgido en la ciudad de Rosario una línea
interna en la UCR, el Movimiento de Renovación y Cambio, que buscaba distanciarse de los
factores hegemónicos dentro del partido vinculados a Balbín, los “históricos”, cuyo estilo político
comiteril distante de las bases y dialoguista respecto de las Fuerzas Armadas cuestionaban.
Con el triunfo electoral de Alfonsín ingresó en el centro de la escena política un nuevo sector,
tutelado por el consagrado presidente de la Nación y a cuyo surgimiento habían concurrido dos
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
definición oficial de los salarios y el congelamiento de los convenios colectivos con participación
activa de los sindicatos como forma de negociación de haberes y condiciones laborales. A ello
se agregaba la impugnación que, en la cúspide misma del poder gremial, generó la política
sindical que desde un principio el gobierno intentó llevar a cabo.
Amén de lo disímil de las demandas realizadas por capital y trabajo, la coincidencia en el blanco
de sus críticas —el gobierno y, dentro de éste, aquel sector del ala “dura” y no dialoguista
encarnado por Grinspun, Mucci y Neri— permitió la concurrencia de ambos sectores. A lo largo
de 1984, con el objetivo de evitar que el peso de la estrategia oficial recayera sobre sus
espaldas, las distintas fracciones capitalistas y de la clase obrera fueron incrementando sus
críticas y multiplicando sus estrategias de acción colectiva, alcanzando tibios pero recurrentes
acercamientos intersectoriales.
Desde su lanzamiento el programa suscitó la crítica de las entidades empresarias. Recién
iniciada la nueva
gestión, las diversas
fracciones del
capital alzaron su
voz al unísono,
cuestionando un
proyecto de ley
orientado a
modificar la
estructura
impositiva. La
propuesta, que se
anunció a mediados
de diciembre, incluía
el aumento de
gravámenes sobre
la riqueza y los
ingresos, y se
proponía perseguir
la evasión
impositiva. Alterado ante los anuncios, un dirigente de la Sociedad Rural manifestó: “No nos
maten con impuestos, porque lo que se va a matar es la producción” (Clarín, 21/12/1983). La
UIA, por su parte, presentó ante la Comisión de Presupuesto y Hacienda de la Cámara de
Diputados una “propuesta de alternativa”, que sugería el reemplazo de la proposición oficial por
un tributo del 250% sobre los combustibles (El Bimestre Político y Económico, 20/12/1983). Las
diatribas que efectuó el espectro empresarial fueron acompañadas por la prensa, que
censuraba el “intervencionismo” del gobierno.
Mientras tanto, un proyecto elaborado por el ministro de Trabajo, el socialista Antonio Mucci,
provocó la inmediata reacción del sindicalismo. Impulsado el 18 de diciembre de 1983, el
proyecto de “Ley de reordenamiento sindical” buscaba la normalización de las organizaciones
sindicales. Se proponía la convocatoria a elecciones inmediatas y sin proscripciones en los
gremios, mediante la instauración del voto secreto, directo y obligatorio y supervisado por el
Ministerio de Trabajo. A su vez, la propuesta sugería garantizar la representación de las
minorías en el Consejo Directivo de la central obrera (Clarín, 18/12/1983). Bajo el objetivo
técnico de “normalizar” y “democratizar” los sindicatos, el proyecto oficial escondía su propósito
14º Certamen Intercolegial de Historia – Instituto Euskal Echea (Llavallol) – Año 2016 Pág. 95
Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
político: disminuir el peso del peronismo ortodoxo dentro del sindicalismo y conformar un gremio
menos confrontativo hacia el gobierno.
En defensa de sus intereses corporativos, la primera respuesta del sindicalismo fue la
reunificación del gremio, escindido hasta entonces en la CGT Brasil y la CGT Azopardo.
Liderada desde fines de enero de 1984 por una conducción colegiada compuesta por cuatro
dirigentes gremiales —Saúl Ubaldini, Jorge Triaca, Ramón Baldassini y Osvaldo Borda—, la
CGT Unificada inició un profundo asedio contra el titular de la cartera laboral y su proyecto. En
paralelo a la estrategia de cohesión interna, el sindicalismo echó mano a sus influencias en el
Parlamento para frenar el avance de la propuesta. El 15 de marzo, y por diferencia de un voto,
la “ley Mucci” fue vetada en el Senado gracias al influjo ejercido por el sindicalismo sobre los
legisladores peronistas y no peronistas. El fracaso del proyecto se llevó consigo las
aspiraciones políticas de su principal promotor, quien presentó su renuncia a la cartera laboral a
fines de abril.
Un acuerdo pergeñado meses más tarde entre la CGT, Grinspun y Juan Manuel Casella —
sucesor de Mucci al frente de Trabajo y más propenso al diálogo que aquél— derivó en un
nuevo proyecto de ley de normalización sindical, aprobada ahora sí por los legisladores
peronistas y convertida en ley 23.071. La nueva normativa excluía el control gubernamental de
los procesos eleccionarios y sujetaba la propuesta de representación de las minorías en el
Consejo Directivo de la CGT a la presentación de proyectos de reformas estatutarias por parte
de los gremios. De este modo, quedaban excluidos aquellos aspectos por los que la burocracia
sindical había confrontado el proyecto de Mucci.
Por su parte, impugnada por motivos diversos, la política de ingresos elaborada por Grinspun
se ganó la crítica simultánea del empresariado y el sindicalismo. Los empresarios cuestionaron
especialmente el sistema de control de precios escogido por el gobierno como instrumento
antiinflacionario. Aunque las fracciones empresarias compartían las intenciones estabilizadoras
que impulsaron al gobierno a establecer controles —incluso la UIA los aceptó como una medida
“transitoria”, aplicable “por 20 o 30 días”—, su vigencia en el marco de altas tasas de interés se
convirtió enseguida en una amenaza para la totalidad del espectro empresario.
Naturalmente, las medidas no afectaban de un modo homogéneo al capital, sino sobre todo a
las fracciones menos concentradas. Vinculadas a mercados más competitivos, eran las
empresas pequeñas y medianas quienes soportaban el peso directo de los controles, mientras
los conglomerados diversificados con participación en áreas oligopólicas fueron capaces desde
un principio de sortear los controles y remarcar precios. La ineficacia de las regulaciones sobre
las fracciones empresarias más concentradas perpetuaba el proceso inflacionario y generaba
una brecha entre los precios (y beneficios) logrados por los grandes empresarios y las firmas
pequeñas y medianas. Al mismo tiempo, mientras las altas de tasas de interés locales elevaban
los costos empresarios de las fracciones industriales más pequeñas, los grupos económicos y
conglomerados extranjeros explotaron su condición diversificada y expandieron sus negocios
especulativos (Damill y Fanelli, 1989; Ortiz y Schorr, en este libro). Este impacto desigual se
expresó en el especial fervor con que el MIN (Movimiento Industrial Nacional), grupo que
expresaba principalmente los intereses de los pequeños y medianos empresarios dentro de la
UIA, encaró sus críticas contra ambas políticas.
Sin embargo, la vigencia simultánea de un sistema de control de precios y altas tasas de interés
amenazaba con sus efectos recesivos al conjunto del capital. El insistente incremento en los
índices inflacionarios (58% en el trimestre enero-marzo de 1984), por su parte, hacía de los
controles una medida “ineficaz e injusta”, despertando las preocupaciones de la totalidad de
entidades empresarias.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
Por cierto, estos elementos pesaron en los reclamos empresarios; fueron la UIA y la Cámara
Argentina de Comercio quienes lideraron inicialmente la oposición a los controles. Por aquel
entonces, Gilberto Montagna —vicepresidente de la Unión Industrial y miembro del liberal MIA
(Movimiento Industrial Argentino)— manifestaba que “tanto el control de precios corno las altas
tasas de interés provocan la caída en el nivel de actividad productiva y una disminución del
salario [...] por lo cual, los únicos perjudicados son los empresarios productivos y los obreros”
(Clarín, 8 y 11/2/1984). Quizá la cercanía de las elecciones en el interior de la UIA, cuya
celebración estaba dispuesta para abril de 1984, repercutió en las posiciones adoptadas por la
corporación empresaria. Orientada a ganar posiciones con vistas a los comicios internos
venideros, el liberal MIA —entonces al frente de la entidad industrial— buscó expresar a la
totalidad del espectro industrial incorporando los intereses de los pequeños y medianos
empresarios representados mayoritariamente en el MIN.
Con la ampliación de la política de controles a partir de marzo, los bienes de origen primario —
cuyos incrementos venían impactando de forma negativa sobre la canasta de alimentos—
fueron incluidos dentro de las regulaciones. Este fenómeno provocó el alzamiento de las
corporaciones agropecuarias como la SRA (Sociedad Rural Argentina), Coninagro y CRA
(Confederaciones Rurales Argentinas) quienes, además de cuestionar las retenciones que
pesaban sobre sus bienes de exportación, reprobaron el control aplicado por el gobierno,
acusándolo de provocar “distorsiones que desalentaban al productor” (El Bimestre Político y
Económico, 1/3/1984).
Mientras encaraba la defensa de sus intereses corporativos confrontando la ley Mucci, el
sindicalismo cuestionaba la estrategia desplegada por Economía. En especial, la política de
haberes —sustentada en un sistema de fijación de pautas salariales mensuales y ajustes sobre
la base de la inflación pasada— y los “tarifazos”°
En relación con la política salarial, las críticas de la CGT no sólo denunciaban los escasos
efectos reales que tenía en un contexto persistentemente inflacionario. El sindicalismo objetaba,
también, la estrategia adoptada por el gobierno en la materia. El congelamiento de los
tradicionales mecanismos de convenios colectivos de trabajo instaurado durante el gobierno
militar y su reemplazo por una táctica de fijación unidireccional de salarios desde el Ministerio
de Economía. En concreto, la modalidad de convenios colectivos —un sistema centralizado de
negociación de salarios y condiciones de trabajo—incrementaba el poder de las cúpulas
sindicales y legitimaba su rol de apoderados de los intereses de sus bases. Según
manifestaban los gremialistas, por derecho constitucional (el artículo 14) los sindicatos estaban
facultados a “concertar convenios colectivos”. Derecho enajenado por la dictadura, su no
recuperación convertía a la política en curso en sinónimo de aquella impuesta por el
autoritarismo.
En un documento publicado por la CGT a principios de la gestión radical, cuyo sugestivo título
anunciaba “Todo sigue igual, nada ha cambiado”, la central sindical denunciaba que en materia
salarial la política oficial “continúa siendo la misma del gobierno militar, es decir, otorgar
aumentos por debajo del crecimiento de los precios y marginar a los trabajadores de participar
en la determinación de sus salarios” (El Bimestre Político y Económico, 4/1/1984). Cuatro
meses más tarde, la situación se perpetuaba.
el sistema mensual antes vigente. Esta estrategia sembró un nuevo motivo a los reclamos de la
CGT, quien manifestó que con las nuevas pautas de ajuste salarial “el FMI había impuesto su
política de recesión y dependencia” mientras que el gobierno había negociado el pago de la
deuda externa a costa del “hambre del pueblo” (El Bimestre Político y Económico, 11/4/1984).
Los empresarios, por su parte, no coincidían plenamente con los reclamos del sector laboral.
Las fracciones industriales en especial eran contrarias a las medidas de fuerza antepuestas por
los trabajadores, cuyo disciplinamiento reclamaron al gobierno en sendas oportunidades. A su
vez, y aunque no desconocían la legitimidad del reclamo laboral que denunciaba un atraso
relativo de los haberes, sólo convalidaban incrementos salariales sujetos a aumentos en la
productividad, o de aquellos que pudieran trasladarse a los precios. Más allá de las diferencias,
el descontento generalizado tanto en el sector laboral como en el empresario en relación con la
política oficial favoreció el primer, tibio e inorgánico, acercamiento intersectorial.
A principios de abril de 1984 y a instancias de la CGT que proponía conformar un “Frente
Nacional”, se inauguró el primer encuentro entre la central sindical y algunas corporaciones
empresarias. Originariamente, había sido impulsado por la UIA. En medio de las críticas
auspiciadas por la entidad fabril contra la política económica oficial, los industriales intentaron
convencer a la CGT de que el atraso en los precios relativos que afectaban a su sector —a raíz
de los controles de precios— tenía iguales impactos negativos sobre los trabajadores
pertenecientes a dichas ramas (Clarín, 8 y 11/2/1984). En abril, era la CGT quien retomaba la
iniciativa. Con el objetivo de confrontar la política económica oficial, la central sindical se reunió
con un conjunto de entidades empresarias y, ampliando el abanico de agregación de
consensos, con el equipo de la Pastoral Social y el Partido Intransigente.
Símbolo emblemático del rival de clase de los asalariados, la “oligarquía terrateniente”
personificada en la SRA fue la primera escogida dentro del conjunto de reuniones que la CGT
llevó a cabo con el objetivo de aglutinar voluntades. Tras el encuentro, los representantes del
campo manifestaron la necesidad de alcanzar “una creciente comunicación interinstitucional
tendiente al conocimiento más profundo de las posiciones que se sustentan” (La Nación,
4/4/1984). Luego de la reunión con miembros de la UIA, los fabriles coincidieron en que
resultaba necesario “lograr acuerdos sociales básicos que den sustento a la normalización del
país” (Ámbito Financiero, 6/4/1984)- Según manifestó la Federación Agraria tras reunirse con la
central sindical, capital y trabajo se abocarían a “buscar coincidencias para la elaboración de un
programa mínimo” que permitiera concertar las actividades productivas del país (Clarín,
10/4/1984).
Las vagas expresiones esbozadas por las entidades del capital y el trabajo, junto a la inacción
que coronó la etapa posterior a las reuniones, pusieron de manifiesto la inmadurez de los
acercamientos entre estas entidades que pocos meses más tarde integrarían una novedosa,
aunque efímera y coyuntural, alianza táctica. Testificaban, a su vez, la inexistencia de puntos
relevantes de acuerdo o del anhelo por elaborar un programa económico común.
Luego de estos tibios acercamientos, las entidades continuaron expresando de manera más o
menos fragmentada los intereses de sus fracciones representadas. La resolución del problema
inflacionario, la reducción de la presión impositiva y el achicamiento del “abultado” gasto
público1’ fueron reclamos comunes a la totalidad de corporaciones representativas del capital
concentrado local. Otras demandas fueron expresión de intereses sectoriales diferenciados.
Particularmente, los industriales siguieron demandando la liberación de los controles sobre
precios, la aplicación de una tasa de interés que aliviara los costos empresarios, la
instrumentación de un tipo de cambio “adecuado a las exportaciones industriales” y la adopción
de una estrategia “prudente” en materia de haberes “que privilegie el incremento de la
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
productividad como base genuina del aumento del salario real” (El Bimestre Político y
Económico, 25/5/1984).
Las corporaciones agropecuarias, por su parte, apuntaban contra los controles de precios en el
mercado interno y la aplicación de retenciones sobre las exportaciones, reclamando que “el
Estado no intervenga como empresario ni establezca una maraña de controles e impedimentos”
ya que el productor debe recibir de manera “genuina los precios que se pagan en el mercado
internacional” (El Bimestre Político y Económico, 7/8/1984). En especial, los agropecuarios
cuestionaban el “estatismo” del gobierno que utilizaba la estrategia hacia el sector agropecuario
“como herramienta de uso político interno y factor equilibrante de la canasta familiar” (El
Bimestre Político y Económico,
28/7/ 1984).
Los cuestionamientos sindicales en torno de la cuestión salarial y tarifaria recrudecieron con el
tiempo. En el mes de junio, cuando se hacía evidente que la política antiinflacionaria no estaba
dando los resultados previstos, la CGT amenazó con iniciar un plan de lucha mientras
presentaba un documento en una reunión exclusiva con el presidente Alfonsín. Allí, la central
sindical esbozaba vagamente sus posiciones respecto de la democracia, el sector externo, la
política de ingresos, y reclamaba, con especial ahínco, la derogación de la normativa
sancionada en tiempos de la dictadura que prohibía la administración sindical de las obras
sociales.
de un plan de lucha que incluía la convocatoria a un paro general para el 3 de septiembre. Con
el primer paro de actividades convocado especialmente por Ubaldini, la estrategia confrontativa
liderada por el dirigente cervecero se radicalizaba, mientras se abría una línea interna tutelada
por Triaca, Borda y Baldassini, favorable a una táctica más dialoguista con el gobierno.
El derrumbe de la estrategia inicial encarada por Economía en la resolución de la crisis
económica local y, particularmente, el problema de la deuda externa derivó en un giro de la
política oficial hacia la ortodoxia. La opción, negociada con el FMI, incluyó un shock
devaluatorio y de tarifas junto a una fuerte restricción fiscal y monetaria. Los efectos
macroeconómicos de dicha política serían los previsibles: una nueva aceleración inflacionaria,
la caída en el nivel de salarios, la desmonetización de la economía y una profunda contracción
de la actividad económica con el consecuente “ajuste” de las cuentas externas (Darnill y
Frenkel, 1994; Rapoport, 2000). De allí, la intensificación de las críticas empresarias y
sindicales.
A los fracasos en que incurría el gobierno en materia macroeconómica y las debilidades de la
estrategia política vinculada a la Concertación, se agregaba ahora el descontento suscitado
entre las entidades ante el giro ortodoxo adoptado por el equipo de Grinspun. En efecto, la
estrategia antiinflacionaria comprometida por el titular de Hacienda incluía el deterioro inevitable
de los salarios, mientras que la vigencia de altas tasas acompañada por una política restrictiva
amenazaba con profundizar la recesión. En este marco, y en las antípodas del objetivo inicial de
la Concertación, las entidades convocadas a la mesa de negociaciones se independizaron del
convite oficial y volvieron sus esfuerzos hacia una estrategia común, ganando en peso, poder y
articulación.
Un grupo de entidades empresarias entre las cuales se hallaban la UIA, la SRA, Coninagro, la
Cámara de Comercio (CAC), la Coordinadora de Actividades Mercantiles y Empresarias
(CAME) y la Cámara Argentina de la Construcción (CACon) se reunieron en septiembre de
1984 con la CGT a fin de elaborar un documento conjunto. El 27 del mismo mes, el texto fue
presentado en la mesa de la Concertación ante el ministro del Interior, Antonio Tróccoli.
Mientras señalaba que “los problemas que plantea la situación actual son inéditos”, el escrito
pronosticaba que “si se desea evitar situaciones sociales altamente inestables, la política
económica debe apuntar a un crecimiento rápido y sostenido de la economía” (La Nación,
27/9/1984). En reclamo por la falta de un programa económico oficial de mediano y largo plazo
—a cuya confección las entidades ofrecían su colaboración—, el documento denunciaba la
política recesiva del gobierno quien “no ha puesto suficiente énfasis en el paso de una
economía de especulación a una economía de producción”. En este marco, cuestionaba la
vigencia de un “sistema tributario que no se adecua a la realidad”, instaba al gobierno a resolver
el problema de la inflación comenzando por eliminar “los desequilibrios del sector público” y
manifestaba que “los intentos oficiales de regular los salarios, así como el control de los precios,
han resultado ineficaces”, lo que hacía indispensable liberarlos (La Nación, 27/9/1984).
Los beneficios tácticos derivados de la acción conjunta eran inseparables, al menos para el
sector sindical, de ciertas desventajas. La agregación de esfuerzos obligaba al sindicalismo a
reclamar aspectos estructuralmente contrarios a sus intereses de clase, como la reducción del
gasto público o la liberalización de los precios. El primero de los reclamos suponía —y así
fueron procesados oficialmente— la reducción del empleo y de los salarios en el sector estatal.
La liberalización de los precios —aun en el marco de la liberalización de los salarios—
provocaría el deterioro de los ingresos reales de los trabajadores, dado que los primeros
siempre suben mucho más y más rápido que los segundos. En paralelo, y aunque apoyaron el
reclamo de liberalización de salarios, los empresarios mantenían la posición de sujetar todo
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
puesta en práctica de políticas de reactivación industrial, la central obrera daba una clara señal
al empresariado de su predisposición a dialogar con las entidades del capital. Una semana más
tarde, las concesiones de Alfonsín con el sindicalismo —básicamente, el compromiso de
garantizar la participación gremial en el diseño y funcionamiento de la política de salarios y en la
normativa relativa a las obras sociales—, condujo a la CGT a retornar a la mesa de
negociaciones.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
promotor. Tal como anticipaba un matutino del momento en referencia al accionar del Grupo de
los 11:
[...] el pase a la ofensiva de los sectores empresarios y gremiales [..] puede colocar al
gobierno de Alfonsín en la necesidad de reformar el rumbo económico y, por lo tanto, de indicar
con cambios concretos —quizá de hombres y de lenguaje— un nuevo camino (La Nación,
16/2/1985).
Las palabras no eran vanas. El 18 de febrero de 1985, el presidente Alfonsín aceptó sin vacilar
la renuncia de Bernardo Grinspun a la conducción del Ministerio de Economía. Mientras tanto,
Juan Vital Sourrouille abandonaba la Secretaría de Planificación para arribar al Palacio de
Hacienda.
EZEQUIEL ADAMOVSKY
La democracia de la derrota
El resultado de los comicios de 1983 fue la señal de que un ciclo histórico estaba llegando a su
fin: por primera vez el peronismo fue derrotado en elecciones limpias, que imprevistamente
favorecieron a Raúl Alfonsín, el candidato de la UCR. En la derrota pesaron varios factores. El
peronismo cargaba con el descrédito del descalabro que siguió a la muerte de Perón. La
imagen del partido también quedó manchada por la denuncia de Alfonsín del “pacto sindical—
militar”, que expuso las negociaciones secretas que la cúpula de la CGT había mantenido con
los dictadores para asegurarse una convivencia pacífica. En vísperas de las elecciones, el
candidato a gobernador bonaerense Herminio Iglesias protagonizó un episodio muy revelador
de los cambios que habían acontecido en la cultura política. Iglesias era un peronista histórico.
En el acto del cierre de campaña tuvo la mala idea de prender fuego a un ataúd con los colores
de la UCR. El gesto sin dudas formaba parte del estilo plebeyo tan típico del peronismo. La
quema del ataúd generó una enorme ola de rechazo en una sociedad cansada de ver a la
política relacionada con la muerte. La UCR triunfó con el voto de los sectores medios y altos,
pero también con el de una porción importante de las clases bajas, que esta vez había optado
por no votar por su partido habitual.
El gobierno de Alfonsín estuvo marcado por la vacilación. En lo económico, algunos intentos
iniciales de cambiar las reglas del juego pronto dieron lugar a políticas más ortodoxas y pro—
empresariales; ni unos ni otras consiguieron resolver la crisis, que hacia 1989 produjo niveles
inéditos de hiper- inflación y el rápido empobrecimiento de la mayoría de la población. En lo
político, los pasos de los primeros años en el sentido de restaurar una vida cívica robusta y
condenar el genocidio militar terminaron en una penosa marcha atrás. Pero hubo un aspecto en
el que dejó una marca indeleble: el de la cultura y las identidades políticas. Aunque su gestión
fue un fracaso, el alfonsinismo logró presentar una visión sobre el pasado, el presente y el
futuro de la nación que resultó enormemente influyente. A cambio de los grandes anhelos
políticos previos —la “justicia social” o el “socialismo”—, revistió de una nueva legitimidad a una
aspiración mucho más modesta: la democracia. “Con la democracia se come, se cura y se
educa”, fue uno de los eslóganes más famosos de Alfonsín, quien intentaba de ese modo
dotarla de un vago contenido social y progresista. El imperativo era ahora el de apegarse a la
democracia como horizonte suficiente y máximo para el país. El proyecto alfonsinista invitaba a
la sociedad toda a unirse y a dejar atrás los enfrentamientos. Para lograrlo, se concentraron las
culpas por la violencia en los años previos en los militares y en la cúpula de las organizaciones
guerrilleras, como para dejar al resto de la población libre de culpa y cargo y lista para abrazar
la causa democrática. Se llamaba así a olvidar dos aspectos cruciales de la década anterior:
que el Proceso había tenido un gran nivel de apoyo civil y que otra parte igualmente importante
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
de la población —y no sólo los líderes guerrilleros— había luchado por un mundo nuevo sin
pre— ocuparse demasiado por respetar formalidades democráticas.
Por la misma época en buena parte del planeta se venía dando un giro a la derecha y el
abandono de los ideales rebeldes que habían marcado las dos décadas previas. Vastos
sectores de la sociedad que estaban hartos de la violencia y de la inestabilidad hicieron suyo
ese modelo de “civismo democrático”. En el pasado debían quedar esos fanáticos líderes
guerrilleros y esos atroces militares que los reprimieron (y también los ingenuos “jóvenes
idealistas” que, según el discurso oficial, fueron víctimas de unos y otros). Pero tampoco eran
ya tiempos para el mal gusto y los desbordes de un peronismo al estilo de Herminio Iglesias, ni
para esa “patota sindical” —como gustaba de llamarla Alfonsín— poderosa y corrupta que
ponía sus intereses corporativos por encima de los del país. La “Argentina democrática” tenía
poco que ver con el pasado militar, izquierdista o peronista.
El nuevo ideal de “civismo democrático” se encarnaba implícitamente en la “clase media”. En
efecto, la victoria de Alfonsín fue interpretada en los medios de comunicación como el triunfo de
esa clase por sobre la indebida gravitación del elemento plebeyo en la historia nacional. Con el
triunfo de la clase media, suponían, se volvía a un “país normal” regido por la moderación, la
racionalidad, la paz social y el respeto a las instituciones. Aunque no hay estudios concluyentes
al respecto, hay indicios de que este modo de ver las cosas caló profundamente también en el
mundo de las clases populares. Un signo de ello es que en estos años se profundizó una
tendencia que ya se venía notando desde tiempo atrás: muchas personas que, por su nivel de
ingresos o su tipo de ocupación, pertenecían a las clases bajas, sin embargo se imaginaban a
sí mismas como parte de la clase media. Probablemente la derrota del movimiento social a
manos de los militares, el descrédito del peronismo y de la CGT y las expectativas que despertó
al triunfo alfonsinista contribuyeran a reforzar tal identidad a costa del orgullo trabajador que
había ocupado un lugar central en la Argentina del siglo XX. Incluso en el vocabulario político
las referencias al “pueblo” o “los trabajadores” tendieron a ser reemplazadas por otras a “la
gente”, una categoría que no daba lugar a imaginar diferencias sociales entre las personas. El
debilitamiento de la identidad trabajadora y del orgullo plebeyo sin dudas señalaba que el
protagonismo central de las clases populares en la política argentina estaba llegando a su fin.
La derrota del movimiento social a manos del Proceso no había sido tan sólo física y material,
sino también cultural. Hija de esa derrota, la democracia inaugurada en 1983 se fundó,
paradójicamente, más en el desdibujamiento de las clases populares como actor político que en
su protagonismo.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
La estrategia de las clases dominantes fue doble. Por un lado, especialmente luego de 1987,
iniciaron una campaña sistemática en los medios de comunicación sobre la necesidad de
desmantelar el “estatismo”, liberalizar completamente la economía y acabar con los principales
derechos laborales. Buscaron seducir con ese discurso neoliberal especialmente a los cuadros
de los partidos más importantes. Con la UCR tuvieron éxito, de modo que su candidato para las
presidenciales de 1989 incluyó esas ideas en su plataforma electoral. Pero el vencedor fue el
candidato del PJ, Carlos Menem, que se había presentado a las elecciones con un programa
peronista bastante tradicional, que prometía aumentos salariales y fomento de la industria. Por
ello, por otro lado, entró en escena la segunda estrategia de avance. Para reforzar el
predicamento de sus ideas, las grandes empresas formadoras de precios experimentaron con
una nueva manera de condicionar las decisiones políticas. El método, que mucho tiempo
después recibiría el nombre de “doctrina del shock”, consistía en aprovechar una situación
caótica que sumerge a una población en el miedo y ci desconcierto, para avanzar con medidas
“salvadoras” que en tiempos normales jamás serían aceptadas. El gobierno de Alfonsín venía
siendo erosionado en su popularidad por las inéditas tasas de inflación, que en 1987 habían
alcanzado el 175%. Pero desde agosto de 1988 y durante los doce meses siguientes se
alcanzaron niveles pocas veces registrados en el mundo. El porcentaje se disparó entonces al
3.620%, con una velocidad tal que los salarios perdían su valor pocas horas después de
pagados. Consecuentemente, los índices de pobreza e indigencia treparon a niveles nunca
antes registrados —47,3% y 17,5% respectivamente— y, con ellos, el descontento de la
población. En medio de la desesperación general, a fines (le mayo de 1989 tuvo lugar una
intensa ola de saqueos de comercios, en lo que fueron los primeros disturbios por alimentos de
la historia moderna de la Argentina (hubo anteriormente episodios puntuales, pero nada de
magnitud comparable). Los analistas coinciden en que se trató de una escalada de precios
deliberadamente provocada por los sectores empresariales y financieros más concentrados
para poner de rodillas al sistema político. En efecto, la experiencia de la hiperinflación fue tan
traumática que desde entonces la sociedad reclamó y valoró la estabilidad económica por sobre
todas las cosas. En lugar de un golpe de Estado, se trató de un “golpe de mercado”, según la
expresión que se acuñó entonces. Y la verdad sus efectos inmediatos no fueron del todo
diferentes: Alfonsín se vio obligado a abandonar el poder antes del fin de su mandato y entregar
la presidencia a su sucesor.
Carlos Menem, por su parte, sorprendió a todos aplicando políticas que significaban un brusco
corrimiento respecto de sus promesas de campaña. Desde el primer día de su gestión se ocupó
de asociarse estrechamente con los intereses de los bancos y las grandes empresas
nacionales y extranjeras. Sus ministros de Economía —el más famoso de los cuales fue
Domingo Cavallo, que había sido funcionario del Proceso— aplicaron drásticas recetas
neoliberales. Con la complicidad de buena parte de la jerarquía sindical y de casi todo el partido
peronista, se eliminaron en tiempo récord la mayoría de las protecciones a la industria nacional
y se privatizaron prácticamente la totalidad de las empresas que quedaban en manos del
Estado. El desmantelamiento de la capacidad reguladora del Estado fue casi total. Los
financistas e inversores se beneficiaron de derechos y garantías inéditos para desarrollar
actividades a su antojo, sin controles ni restricciones. Decenas de miles de empleados estatales
fueron despedidos: de los 243.354 que había en 1985, sólo quedaban 75.770 en 1998.
Comunidades enteras —especialmente las que dependían de la petrolera estatal o del
ferrocarril— se transformaron en pueblos fantasmas. La ruinosa competencia de los productos
importados profundizó el proceso de desindustrialización que había comenzado en el Proceso.
Numerosas quiebras de pequeñas y medianas empresas y comercios dejaron en la calle a
decenas de miles de obreros, empleados, técnicos y antiguos propietarios. El conurbano
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bonaerense fue la zona que más padeció esta transformación. En los años noventa
desaparecieron allí 5508 plantas industriales y, sólo en el primer lustro, el sector manufacturero
eliminó 200.000 puestos de trabajo. Para 1995 el desempleo y el subempleo alcanzaron el
33,8%; los más golpeados por la desocupación fueron los más pobres, los más jóvenes y
quienes no tenían el secundario terminado. Muchas personas que no tuvieron la posibilidad de
acceder a un trabajo estable se refugiaron en actividades productivas, comerciales o de
servicios en pequeña escala que solían implicar más horas y peores condiciones de trabajo y
menos ingresos. Pero para los que consiguieron conservar sus empleos las cosas no fueron
mucho mejores. Desde 1991 se impulsaron nuevas leyes que, junto con los efectos indirectos
de la desocupación, tuvieron efectos ruinosos sobre los derechos laborales. Bajo la excusa de
la necesidad de “flexibilizar” el empleo, se dio lugar a “nuevas modalidades de contratación”
como la subcontratación, la tercerización, el empleo autónomo y los trabajos temporarios. En la
práctica esto significó la extensión del empleo encubierto y el trabajo precario. En efecto, el
empleo no registrado sufrió un gran aumento, pasando del 26,5% en 1990 al 35% en 1999. La
duración de la jornada laboral tendió a aumentar notoriamente —con frecuencia sin contraparte
en aumento de la remuneración— y se aplicaron
además esquemas de francos rotativos y en horarios
variables. Paralelamente, en los mismos años el
llamado “costo laboral” bajó un 62%: se redujeron los
aportes patronales a la seguridad social y se
modificaron las normas sobre enfermedades laborales y
accidentes de trabajo de un modo desventajoso para los
asalariados.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
Seguramente estas creencias estaban menos arraigadas entre los sectores más postergados
de la sociedad, pero sin dudas ocupaban un lugar importante para la mayoría de las personas.
Desde los primeros ensayos con el Programa Alimentario Nacional que Alfonsín lanzó en 1985,
hasta los subsidios para desempleados que implementó Menem en su segundo mandato,
pasando por las iniciativas que pusieron en marcha diversos gobernadores e intendentes desde
mediados de los años ochenta, las políticas asistencialistas del Estado se multiplicaron. La
política social se fue redefiniendo entonces como una cuestión de gestión de las necesidades
de diversos segmentos de la población a través de subsidios puntuales o entrega de alimentos.
Las vías por las que el Estado se ocupó de las necesidades de las clases populares ya no
pasaron principalmente por la ampliación de los derechos o los beneficios que colectivamente
podían reclamar los ciudadanos. La nueva política social procedía más bien identificando los
focos posibles de conflicto para otorgar alguna ayuda puntual que los mantuviera encapsulados
y bajo control. El horizonte de la eliminación de la pobreza pasó a ser una mera fórmula
retórica: más que acabar con ella, al Estado le interesaba gestionarla. Ya no fue la fábrica o el
lugar de trabajo el sitio privilegiado por el que pasaba la política social, sino el barrio.
Pero como los planteles de funcionarios y empleados estatales se reducían día a día, las
nuevas políticas asistencialistas fueron en general implementadas aprovechando las
organizaciones no estatales y las redes informales de autoayuda que ya existían en el mundo
popular. No sólo las ONG y las iglesias fueron utilizadas como canal para la asignación y
distribución de la asistencia: los militantes sociales y las organizaciones de base también fueron
tentados para desempeñar la misma función. En los distritos bajo control de los peronistas esta
estrategia fue particularmente exitosa. Las Unidades Básicas y los referentes locales del
movimiento se volcaron masivamente a gestionar en cada barrio los recursos que venían del
Estado. Aunque algunos consiguieron resistir este proceso, en pocos años muchos activistas de
base vieron transformarse su misión y su papel. La militancia social se fue volviendo cada vez
más la gestión de las necesidades puntuales del barrio mediante el acceso a la ayuda estatal.
La dependencia respecto del Estado contribuyó a despolitizarla, privándola de la posibilidad de
plantarse en antagonismo respecto de los políticos y los gobiernos.
Alfonsín fue pionero en este sentido, al emplear los medios de comunicación y el marketing
para promocionar su candidatura en 1983. Desde entonces, se utilizaron cada vez más los
“asesores de imagen” y las encuestas de opinión al modo de los estudios de mercado, para
“instalar” un candidato, tal como se hacía con la marca de un producto. Pero la privatización de
lo político no se restringió a eso. Aunque los principales grupos empresarios siempre habían
condicionado fuertemente las políticas estatales, ahora tuvieron una participación directa en el
manejo de la cosa pública.
Entre 1985 y 2000 los delitos contra la propiedad se multiplicaron dos veces y media en relación
con la cantidad de población total. Los picos mayores se registraron en los años de mayor crisis
económica, que fueron también los de mayor desempleo y aumento de la desigualdad. Las
características de la “mala vida” se transformaron profundamente. Una gran parte de quienes
cometieron delitos en estos años no fueron delincuentes “de profesión”, con conocimiento de
las técnicas del “oficio”, sino delincuentes ocasionales, improvisados, que muchas veces
combinaban empleos inestables con robos u otras actividades ilícitas pan completar un nivel de
ingresos más o menos digno. La gran mayoría de ellos fueron varones jóvenes y los estudios
muestran que una importante proporción venía de experiencias familiares en las que el padre
había perdido un empleo estable ligado a un oficio: para ellos, el trabajo honesto había dejado
de ser la piedra fundamental de una orgullosa identidad. No todos, sin embargo, ingresaban a
ese mundo de manen voluntaria. En especial en las villas de emergencia, la policía aprovechó
la vulnerabilidad de los habitantes —ahora despojados de las organizaciones que anteriormente
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
los habían agrupado— pan reclutar “mano de obra”. Los jóvenes villeros fueron las principales
víctimas: buena parte de los que en estos años se volcaron al tráfico de drogas o al robo lo
hicieron como parte de bandas comandadas o protegidas por policías. Se ha documentado que
en ocasiones se forzó a los jóvenes a “trabajar” para esas bandas contra su voluntad. Los
numerosos casos de “gatillo fácil” (más de mil entre 1983 y 2001), fusilamientos encubiertos y
camas judiciales “fabricadas”, comprobados en estos años, dan una idea de lo difícil que pudo
haber sido pan los villeros resistir la presión de los policías.
La “desprofesionalización” del delito trajo aparejado el abandono de algunos códigos que
tradicionalmente habían sostenido muchos ladrones, tales como evitar en lo posible el uso de la
violencia o no robar a los pobres o desprotegidos. Delincuentes oportunistas e improvisados, el
éxito pan los nuevos dependía de su arrojo, su fuerza física y su capacidad de “primerear” a la
víctima, que esta vez podía ser otro pobre -incluso un vecino- y figuras y lugares considerados
anteriormente intocables, como la escuela, la maestra, el jubilado o la iglesia del barrio. El uso
de la violencia como parte de los ilícitos, incluyendo los homicidios, se incrementó en estos
años, aunque de manera leve, mucho menor que la de los delitos contra la propiedad. La tasa
de muertes violentas aumentó especialmente entre los varones jóvenes, hasta un nivel superior
al de la media histórica, pero de cualquier modo comparable al de muchos países europeos y
bien por debajo del promedio latinoamericano.
Así y todo, el sentimiento de inseguridad se apoderó de la sociedad argentina, que a comienzos
del nuevo siglo se situó entre las más atemorizadas del mundo. Aunque mucha gente tiene la
percepción de que hasta hace poco “se vivía tranquilo”, los estudios muestran que el
sentimiento de inseguridad viene en aumento desde hace tiempo. Encuestas de mediados de
los años ochenta señalaban ya que un alto porcentaje de personas temía ser víctima de un
delito. Dos grupos manifestaban este temor en particular: los que vivían en zonas suburbanas
pobres y quienes tenían una ideología de derecha. Sin embargo, la delincuencia figuraba más
bien abajo, en quinto lugar, en la lista de las preocupaciones principales de la sociedad. Por
entonces todavía la prensa no hablaba de “la inseguridad” y en los principales diarios las
noticias de crímenes se agrupaban en una sección marginal. La situación cambió de manera
sugestiva en los años noventa. Para 1993 la delincuencia ya ocupaba el tercer lugar entre las
preocupaciones de la población y para 1997, el segundo (en 2004 llegaría al primer puesto). El
temor ahora se manifestaba entre gente de todas las condiciones sociales sin importar su
ideología. En estos años se produjo un notorio cambio en el modo en que la prensa presentó la
cuestión, generando la imagen de un país peligroso en el que los más pobres aparecían como
una amenaza fuera de control. “La inseguridad” se transformó en una categoría de debate
público. Se hizo un uso político del asunto, ligando la delincuencia a otras formas de “desorden”
en el espacio público; se invitaba de ese modo a la aplicación de una “mano dura” para
restaurar el orden supuestamente perdido. El sentimiento de inseguridad se separó en buena
medida de las evidencias empíricas sobre la evolución del delito en Argentina (de hecho, el pico
de 2004 que experimentó el primero coincidió con una baja en el segundo). En su mayoría, los
encuestados, por ejemplo, manifestaban temor a ser “atacados” en la calle por un extraño sin
ningún motivo, un tipo de hecho extremadamente infrecuente. Algunos temores sí tenían que
ver con cambios en el orden de lo real. Entre los encuestados más pobres, por ejemplo, junto al
miedo a ser víctimas de un delito, figuraba el temor a ser objeto de la violencia policial. Entre los
que viven en las villas de emergencia porteños, por ejemplo, ese miedo se manifiesta en una
tasa que duplica y más el promedio general. Ese tipo de violencia, sin embargo, no cabe en lo
que el discurso mediático llama “inseguridad”.
Los peores efectos de la gran transformación que comenzó con la dictadura se hicieron sentir
en las villas de emergencia, que en estos años crecieron explosivamente. Entre 1983 y 1991 la
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
población villera en la Capital aumentó un 300%, llegando a casi 51.000 habitantes. Para 1999
ya eran 90.000, a los que se sumaban otros 300.000 en la provincia de Buenos Aires. A esos
números habría que agregar los que se apiñaban en otros centros urbanos por todo el país. El
panorama de la villa cuya historia hemos venido siguiendo en este libro —Villa Jardín— puede
darnos una idea de la devastación producida. Hacia mediados de los años noventa el 62% de la
población de entre 18 y 60 años estaba desocupada. La supervivencia pasaba para la mayoría
por la ayuda alimentaria y los subsidios estatales. A ellos se agregaba una serie de actividades
económicas informales, como la organización de ferias de comida, la cría de algunos animales,
las reparaciones caseras y la costura en talleres instalados en la propia casa para
subcontratistas que, a su vez, trabajaban al servicio de grandes marcas de ropa. Las mujeres
que se dedicaban a esto últimos recibían, por ejemplo, un pago de $10 pesos por cada cartera
que cosían íntegramente y que en un shopping se vendía a $150. A pesar de las importantes
mejoras urbanas corno la pavimentación, que en los años noventa había avanzado mucho, las
viviendas seguían siendo precarias. Los índices de mortalidad y de enfermedades continuaban
siendo altos, especialmente por la contaminación y por la existencia de desagües a cielo
abierto.
Los vínculos humanos dentro de la villa se habían deteriorado notablemente. Donde antes
primaba el sentimiento de que todos se conocían con todos y se ayudaban uno al otro, reinaba
ahora la desconfianza mutua. Los habitantes de mayor edad se quejaban constantemente de
las actitudes de los más jóvenes, que “ya no respetaban a nadie”, y los culpaban de todas las
desgracias. A pesar de que en la villa siempre habían vivido inmigrantes extranjeros, ahora
tanto los viejos como los jóvenes solían descargar su bronca con ellos, culpándolos por la
desocupación o por la caída de las remuneraciones. La violencia interpersonal era un aspecto
constante de la vida cotidiana. Casi
nadie sentía que podía confiar en la
Policía.
ese año se rumoreó la inminencia de un operativo de desalojo que se limitaría a echar a las
bolivianas, sin perjudicar a los puesteros argentinos. La situación generó una ríspida discusión
en el sindicato. Algunos de los argentinos sostuvieron que había que defender a las bolivianas,
porque eran “compañeras” como cualquier otro. Sin embargo, se impuso el argumento de que
se trataba de un problema particular en el que el sindicato no debía intervenir. Sabiéndolas
aisladas, la policía finalmente concretó el anunciado desalojo. La falta de solidaridad de quienes
habían sido sus compañeros hasta hacía poco terminó de sellar la fractura del sindicato, que
quedó debilitado por el alejamiento de Marcelina y las bolivianas. De manera previsible, un
nuevo operativo policial en el mes de abril desalojó también a los argentinos.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
medios en función de los fines implica admitir la propia corrupción, pero, sobre todo, implica
admitir que se puede dañar a otros seres humanos, que se puede someter al hambre a otros
seres humanos, que se puede exterminar a otros seres humanos, con la ilusión de que ese
precio terrible permitirá algún día vivir mejor a otras generaciones. Toda esa lógica de los
pragmáticos cínicos remite siempre a un porvenir lejano.
Pero nuestro compromiso está aquí, y es básicamente un compromiso con uestros
contemporáneos, a quienes no tenemos derecho alguno de sacrificar en función de hipotéticos
triunfos que se verán en otros siglos. Nosotros vamos a trabajar para el futuro. La democracia
trabaja para el futuro, pero para un futuro tangible. Si se trabaja para un futuro tangible se
establece una correlación positiva entre el fin y los medios. Ni se puede gobernar sin memoria,
ni se puede gobernar sin la capacidad de prever, pero prever para un tiempo comprensible y no
para un futuro indeterminado. Los totalitarios piensan en términos de milenios y eso les sirve
para erradicar las esperanzas de vida libre entre los seres humanos concretos y cercanos. Los
problemas que debemos prever son, a lo sumo, los de las siguientes dos generaciones.
Como dijo Juan XXIII, más allá de eso no hay conclusiones seguras y los datos son demasiado
inciertos u oscilantes, lo que puede justificar la investigación, pero no la acción política. Si
separamos a la política de su arraigo en el tiempo, impedimos que lleguen a la política los ecos
del dolor humano. Ni la crueldad actual, ni la inmoralidad actual, ni la claudicación actual,
garantizan un futuro feliz. La justificación de los medios por el fin constituye la apuesta
demencial de muchos déspotas e implica el abandono de la ética política.
Mediremos, en consecuencia, nuestros actos para no dañar a nuestros contemporáneos en
nombre de un futuro lejano.
Pero nos empeñaremos, al mismo tiempo, en la lucha por la conquista del futuro previsible,
porque negarnos a luchar por mejorar las condiciones en que viven los hombres, y por mejorar
a los hombres mismos, en términos previsibles, sería hundirnos en la ciénaga del conformismo.
Y toda inacción en política, como dijo el actual pontífice, sólo puede desarrollarse sobre el fondo
de un gigantesco remordimiento. La acción, ya sabemos, no llevará a la perfección: La
democracia es el único sistema que sabe de sus imperfecciones. Pero nosotros daremos de
nuevo a la política la dimensión humana que está en las raíces de nuestro pensamiento.
Vamos a luchar por un Estado independiente. Hemos dicho que esto significa que el Estado no
puede subordinarse a poderes extranjeros, no puede subordinarse a los grupos financieros
internacionales, pero que tampoco puede subordinarse a los privilegiados locales. La propiedad
privada cumple un papel importante en el desarrollo de los pueblos, pero el Estado no puede
ser propiedad privada de los sectores económicamente poderosos.
Las oligarquías tienden siempre a pensar que los dueños de las empresas o del dinero tienen
que ser los dueños del Estado. Ya vimos eso una vez más en los últimos años. Otros, a su vez,
piensan que el Estado debe ser el dueño de todas las empresas.
Nosotros creemos que el Estado debe ser independiente: ni propiedad de los ricos, ni
propietario único de los mecanismos de producción. La independencia del Estado presupone
dos condiciones fundamentales. Por un lado, el protagonismo popular. ¿De dónde sacaría, si
no, fuerzas el Estado para mantener su independencia? La democracia será desde el primer
momento, una fuerza movilizadora. La democracia moviliza siempre, mientras que el régimen
desmoviliza. El régimen se ocupa de la desmovilización de la juventud. Se ocupa, por ejemplo,
de transformar las universidades en enseñaderos. La democracia atiende a la movilización de la
juventud en torno de los problemas generales y de sus problemas específicos. Por otra parte,
requiere la moralidad administrativa, la conducta de los gobernantes. Seremos más que una
ideología, una ética. La lucha contra los corruptos, contra la inmoralidad y la decadencia es el
reaseguro del protagonismo popular. Las dos cosas, en realidad, van juntas: no se puede luchar
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
contra la corrupción, que está en las entrañas del régimen, sino a través del protagonismo
popular, pero no se puede preservar el protagonismo popular sin sostener una política de
principios, una ética que asegure su perduración.
¿De qué serviría el protagonismo popular, de qué serviría el sufragio, si luego los gobernantes,
elegidos a través del voto, se dejaran corromper por los poderosos? El sufragio tiene diversos
sentidos simultáneos. Por una parte, el voto implica la posibilidad de que gobierne el pueblo y
de que el Estado sea independiente. Por otra parte, expresa la existencia de una regla para
obtener legitimidad, ya que el pueblo no puede expresarse por sí mismo y el llamado
espontaneismo nunca existe en la realidad. A través del sufragio, el pueblo tiene la forma de
elegir a sus gobernantes y a sus representantes.
No puede elegirnos a través del motín. La violencia está inhabilitada para ser la forma
permanente de manifestación del cambio. Venimos de un movimiento que no luchó en 1890
para ser gobierno, porque eso hubiera implicado establecer el principio de que el poder, como
decían los guerrilleristas de hace diez o doce años, estaba en la boca de los fusiles.
Al gobierno no se lo podía elegir a través de un levantamiento, por popular que fuese. Se luchó
para que hubiese elecciones libres. La creencia en los métodos violentos para tomar el poder y
ejercerlo implica que son razonables los puntos de vista de quienes manejan mejor las armas, o
de quienes están más armados. Ese concepto fue objetado ya desde 1890, y fue objetado en
medio de una revolución. La violencia era el régimen, y esa violencia del régimen no debía ser
reemplazada por otra de distinto signo, sino por el sufragio.
Históricamente nos opusimos a que una pequeña minoría de la población considerada a sí
misma como población combatiente, eligiera al gobierno en reemplazo del pueblo. Por eso
luchamos para defender el derecho a elegir el gobierno, pero sólo para defender el derecho del
pueblo a elegirlo. Esa distinción rechaza desde siempre a la filosofía de la subversión. Pero
debe tenerse en cuenta que la Constitución y las leyes son subvertidas, también, por minorías
armadas, que reemplazan la ley por las balas, tanto a través del guerrillerismo, como a través
del golpismo. Por eso, señalamos categóricamente que combatimos el método violento de las
élites, derechistas o izquierdistas.
En un contexto internacional cada vez más interdependiente, el sufragio garantiza la inserción
de la Argentina en el mundo como nación independiente, mientras que la violencia de uno u
otro signo impide la inserción del país en el mundo o lo convierte en teatro de operaciones
donde los actores pierden su propia iniciativa y el Estado en consecuencia, pierde su
independencia, arriesgando que el gobierno emergente de esa lucha no sería ya decidido por la
población sino por el acuerdo o desacuerdo en la mesa de negociaciones de las
superpotencias.
Además, la fuerza pura carece de capacidad para engendrar legitimidad, y por eso las
dictaduras de derecha, aunque apoyadas por algunos capitales monopólicos, terminan aisladas
también del mundo y se condenan inevitablemente al fracaso.
El método violento de las élites de derecha o de izquierda se justifica a sí mismo con el triunfo
definitivo y final, absoluto, de una ideología sobre otra y de una clase sobre otra.La democracia
aspira a la coexistencia de las diversas clases y actores sociales, de las diversas ideologías y
de diferentes concepciones de la vida. Es pluralista, lo que presupone la aceptación de un
sistema que deja cierto espacio a cada uno de los factores y hace posible así la renovación de
los partidos y la transformación progresiva de la sociedad.
El voto es la vía elegida en contra de la posesión monopólica del Estado y del país por parte de
los poderes económicos o financieros y también en contra de la posesión monopólica del
Estado y del país por un grupo armado, cualquiera sea la excusa con que se apodere de los
resortes básicos de una comunidad. El sufragio, por definición, constituye un limite para los
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
sectores privilegiados y, como instrumento de las mayorías, tiende a lograr una mayor justicia
distributiva.
El sufragio hace posible la resolución pacífica de las controversias en la sociedad y, al proveer
de la única legitimidad pensable al Estado, favorece la continuidad de las instituciones
republicanas y de las doctrinas en que ellas se asientan. La Argentina pudo comprobar hasta
qué punto el quebrantamiento de los derechos del pueblo a elegir sus gobernantes implicó
siempre entrega de porciones de soberanía al extranjero, desocupación, miseria, inmoralidad,
decadencia, improvisación, falta de libertades públicas, violencia y desorden. Mucha gente no
sabe qué significa vivir bajo el imperio de la Constitución y la ley, pero ya todos saben qué
significa vivir fuera del marco de la Constitución y la ley.
La voluntad del pueblo, a través de sus representantes, se hace presente hoy en este augusto
recinto par dar testimonio de que se inicia en estos instantes una nueva etapa de nuestra vida
nacional. La noción de ser protagonistas de este nuevo comienzo, que será definitivo, nos
inspira a todos un sentimiento de responsabilidad acorde con el esfuerzo que hoy
emprendemos juntos, y nos infunde el valor
para afrontar un conjunto de dificultades
muy graves que acosan a nuestra patria.
Esas dificultades son múltiples e inmensas,
bien lo sabemos, pero vamos a salir
adelante, con la fe y el empuje necesarios,
porque tenemos sin duda los recursos, la
voluntad y el coraje. Y sobre todo, porque
en este empeño estamos todos unidos. Al
traer en este acto solemne la palabra del
Poder Ejecutivo, invocando la legitimidad
de nuestra investidura constitucional, que
es la única fuerza indiscutible con que
puede respaldarse la autoridad ante un
pueblo que es libre y ha sabido
demostrarlo, venimos a enunciar, muy
someramente, nuestro programa de acción
inmediata y nuestros principales objetivos,
contenidos en una clara plataforma política
que la mayoría del país ha hecho suya.
A vuestra honorabilidad, como titular del
Poder Legislativo de la Nación y
representación fiel de la opinión popular,
compete a partir de ahora la tarea superior
de dar al país los instrumentos legales para
la realización de las “reformas prometidas”
a que alude, con visionaria anticipación
histórica, el artículo 88, inciso 11, de la
Constitución Nacional.
El Estado en que las autoridades constitucionales reciben el país deplorable y, en algunos
aspectos, catastrófico, con la economía desarticulada y deformada, con vastos sectores de la
población acosados por las más duras manifestaciones
14º Certamen Intercolegial de Historia – Instituto Euskal Echea (Llavallol) – Año 2016 Pág. 115
Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
previsibilidad indica la existencia de un orden mucho más profundo que aquél asentado sobre el
miedo o el silencio de los ciudadanos. La previsibilidad de la democracia implica elaboración y
diálogo.
Estamos cargados de ideales y de sueños que vamos a realizar en forma honesta y razonable.
Contamos con la amplia y comprensiva disposición al diálogo de la oposición, que está
demostrando desde ahora la generosidad y patriotismo con que, a través de la crítica,
colaborará en la consolidación del proyecto emocrático. Ese espíritu de unidad nacional que
hace vibrar a todo el país no excluirá, sin duda, tempestuosos debates y agrios enfrentamientos
de coyuntura que nutrirán al estilo republicano triunfante ya en el país. El diálogo, para ser
efectivo, será un diálogo real que presupondrá el reconocimiento de que no tenemos toda la
verdad, de que muchas veces habremos de equivocarnos y que hemos de cometer errores
humanos.
¿Para qué escucharíamos si no estuviéramos dispuestos a rectificar conductas?¿Para qué
rectificaríamos conductas si no pensáramos que ellas pueden ser equivocadas en algunos
casos? El país está enfermo de soberbia y no está ausente del recuerdo colectivo la existencia
de falsos diálogos, que, aun con la buena fe de muchos protagonistas, no sirvieron para recibir
ideas ajenas y modificar las propias.
El diálogo no es nunca la
sumatoria de diversos
monólogos sino que presupone
una actitud creadora e
imaginativa por parte de cada
uno de los interlocutores.
El gobierno nacional incita a
lleva a cabo una cruzada
horizontal y vertical de
democratización sobre la base
de una acción renovada de los
partidos políticos, de las
asociaciones intermedias y de
cada uno de los ciudadanos, en
forma de permitir que los sistemas de fuerzas que anidan en la sociedad argentina se articulen
en una convivencia pacífica y creadora.
La democracia no se establece solamente a través del sufragio ni vive solamente en los
partidos políticos. La democracia necesitará que el conjunto de la sociedad exprese aún las
temáticas específicas desde el compromiso representativo y republicano.
No desconocemos la existencia de instituciones cuya tremenda trascendencia espiritual orienta
la vida cotidiana de millones de argentinos, ni la existencia de asociaciones intermedias. Unas y
otras podrán colaborar en el gran debate nacional como partícipes de la forma de vida
democrática, sin que se descarte la existencia de nuevos canales para expresar la compleja
realidad de nuestro tiempo, pero en el reconocimiento, siempre, de que los objetivos de la
Nación, a través de sus representantes, y no de acuerdos dominantes o corporativos entre
sectores, realizados con prescindencia de las legítimas representaciones o, aún, como ha
ocurrido en este país, en contra de las legítimas representaciones.
Si sabemos orquestar la ponderada y equilibrada conjunción de tales manifestaciones y atender
a las legítimas preferencias que profesa una Argentina integrada y viva, sin compartimientos
estancos, sin partes invisibles o secretas, iremos configurando un Estado dinámico, eficaz y
sano, nutrido por una comunidad libre y creativa.
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Raúl Alfonsín: un presidente entre la espada y la pared
realimentación del circuito informativo para saber en cada momento cómo reaccionan los
distintos sectores de la opinión pública; en segundo lugar, porque la razón de ser de un
gobierno constitucional y democrático implica el reconocimiento de la diversidad. Si negáramos
u ocultáramos esa diversidad, negaríamos u ocultaríamos nuestras razones de vivir y de luchar.
El ciudadano común percibirá, de la mañana a la noche, la diferencia entre el autoritarismo y la
democracia. Puedo asegurar que seremos totalmente honestos, desde el punto de vista
intelectual, en la administración de los medios de comunicación en manos del Estado y que
ellos serán conducidos no solamente con limpieza administrativa sin o con limpieza política, de
modo que nunca más alguien tenga que rechazar o subvalorizar una noticia por provenir de un
canal oficial y que nunca más nadie pueda suponer que se retacea la información completa a
que tienen derecho.
El ejercicio de la libertad será también didáctico, otorgando razones para que los argentinos se
sientan coparticipes responsables de la vida de su país y puedan, así, imaginar nuevas
soluciones, nuevos caminos, corrigiendo, proponiendo o estimulándolos”.
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