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Como en todo sacramento este signo sensible está compuesto de materia y forma. En este caso son:
La materia es: el dolor de corazón o contrición, los pecados dichos al confesor de manera sincera e
íntegra y el cumplimiento de la penitencia o satisfacción.
La forma son las palabras que pronuncia el sacerdote después de escuchar los pecados: “Yo te absuelvo
de tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
La materia del sacramento de la Penitencia
Como decíamos en la introducción a los sacramentos, todo sacramento tiene una materia y una forma.
Descubrir cuál es la materia del Bautismo o de la Eucaristía es tarea fácil, pero hablar de la materia de la
Penitencia pudiera hacerse más complicado si entendemos el término “materia” en el sentido más común y
propio: cosa material. En este sacramento por ello, se tiende a hablar de “quasi-materia”.
Propiamente hablando, la materia de este sacramento son los actos del penitente o persona que se va a
confesar. Estos actos se resumen en: contrición, confesión de los pecados y cumplimiento de la penitencia o
satisfacción (DS 1320). El Catecismo de la Iglesia Católica nos resume esta enseñanza desde el número
1450 al 1460.
Contrición del corazón: El Concilio de Trento la define como “un dolor del alma y detestación del
pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante” (DS 1676)
Confesión oral o manifestación de los pecados al confesor: Se trata de una obligación que dimana de
un precepto que está implícito en la institución misma de este sacramento, ya que es imposible el
ejercicio del poder judicial de perdonar por parte de la Iglesia, si ésta no conoce la situación espiritual
del penitente. El Concilio Tridentino lo precisa así: “es necesario por derecho divino (por mandato de
Cristo) manifestar todos y cada uno de los pecados mortales de que, tras un debido y diligente examen,
se tenga memoria, aun los ocultos…, y las circunstancias que cambian la especie del pecado” (DS
1679-1681 y 1707).
La satisfacción sacramental: Consiste en alguna obra penosa que el confesor impone al penitente,
para que éste satisfaga ante Dios por los pecados confesados. La pena eterna que merece todo pecado
mortal la condona Dios al perdonar el pecado e infundir la gracia, pero los pecados mortales ya
perdonados y los pecados veniales arrastran consigo la exigencia moral de dar a Dios una satisfacción
por ellos (pena temporal). Éste es el sentido y la razón de ser de la satisfacción o penitencia que el
confesor impone. Por parte del confesor existe obligación seria y de suyo grave de imponer una
satisfacción conveniente y proporcionada. Y el penitente tiene la obligación, también grave, de
aceptarla y cumplirla.[1] No es, obviamente, un precio que se paga por el perdón recibido, porque nada
puede pagar lo que es fruto de la Sangre de Cristo. Es un signo del compromiso que el hombre hace de
comenzar una nueva vida, combatiendo con la propia mortificación física y espiritual las heridas que el
pecado ha dejado en las facultades del alma.
Estudiemos ahora más extensamente cada uno de estos tres actos propios del penitente a la hora de
confesarse.
1.- Contrición
Se define como el dolor del alma y detestación del pecado cometido, juntamente con el propósito de no
volver a pecar. Es la parte más importante del sacramento de la Penitencia.
Lo propiamente específico de la contrición es el dolor del alma por el pecado cometido, lo cual
necesariamente implica el propósito de no volver a pecar. Este propósito incluye también el propósito de
confesar los pecados cometidos, y de satisfacer por ellos, de modo que no se puede hablar de verdadera
contrición, si no hay al menos implícitamente este doble propósito.
Esta contrición ha de ser: interna, sobrenatural, universal y máxima.
Contrición perfecta es aquella que es fruto del amor a Dios ofendido. Si la contrición es perfecta, de suyo
consigue el perdón de los pecados. Ahora bien, no sería perfecta si uno excluyera la confesión sacramental.
La contrición imperfecta o atrición: Se llama imperfecta porque no proviene de un amor puro a Dios, sino
de algún otro motivo sobrenatural como el temor al infierno. No perdona los pecados si no va acompañada
de la recepción del sacramento de la Penitencia, pero basta como disposición para recibirlo.
La contrición perfecta justifica al pecador antes de la confesión, con tal de que se tenga el deseo de hacer lo
que Dios ha ordenado y, por tanto, también el deseo de confesarse. La imperfecta, en cambio, basta para
obtener el perdón en el sacramento, pero no fuera de él.
Ante esta verdad, alguien podría preguntarse: ‘Si con la contrición perfecta se perdonan los pecados, ¿cuál
es la razón de confesarlos?’. La razón es que ese tipo de contrición presupone el deseo de confesarlos; sería
contradictorio un dolor perfecto de los pecados unido al rechazo del precepto divino de confesarlos al
sacerdote. Además, su efectiva confesión también es necesaria porque nadie puede estar completamente
seguro de que su contrición es absolutamente perfecta.
Con todo lo dicho, se entiende que quien muriese en pecado grave, habiendo hecho un acto de contrición
imperfecta, pero sin haber recibido la absolución, no puede salvarse. En cambio, la contrición perfecta,
unida al deseo de confesarse en cuanto sea posible, es suficiente para obtener el perdón. Quien ama a Dios
de modo que detesta profundamente el pecado, no puede condenarse. Si alguno muriese sin haber podido
recibir ningún sacramento, pero teniendo contrición perfecta, obtendría el cielo.
En los últimos tiempos es común oír expresiones como éstas: “Si ya estoy arrepentido, ¿para qué me tengo
que confesar?”; o bien, “yo me confieso sólo ante Dios; no tengo por qué decirle mis pecados a un hombre”,
etc. Para que no hubiera duda, Trento definió:
“Si alguno dijere que para la remisión de los pecados en el sacramento de la penitencia no es necesario por
derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales, sea anatema” (Dz 917, c.7).[2]
Jesucristo confiere explícitamente a sus Apóstoles el poder de perdonar los pecados (Jn 20: 21-23); esta
potestad no pueden ejercitarla sus ministros de forma arbitraria, por lo que necesitan conocer con detalle lo
que han de juzgar.[3]
La confesión oral, secreta y personal de los pecados hecha ante el Obispo o un sacerdote delegado por él,
está ampliamente documentada a partir del siglo V, como práctica universal de la Iglesia.
Hay también documentos de los Santos Padres anteriores al siglo V en los que se exhorta al pecador
arrepentido a no avergonzarse a la hora de confesarse (p. ej., San Ireneo, Orígenes, San Cipriano, San
Basilio, San Ambrosio, San Gregorio Magno).
Gran importancia tiene en este sentido la carta del papa San León Magno a los obispos de la Campania
(Italia) del 6 marzo 459 en la que reprime la tendencia a exigir la confesión pública de los pecados. Todo
ello supone la práctica habitual de la confesión privada (DS 323).
Benedicto XII (1341), Clemente VI (1351) y finalmente el Concilio de Florencia del 1439 condenaron
repetidamente la doctrina, difundida por los armenios, de que la absolución sacramental se podía obtener
con una confesión genérica de los pecados, como, p. ej., rezando el Confiteor antes de la Comunión (DS
1006; 1050; 1310).
El Concilio de Trento considera doctrina auténtica de Jesucristo la necesidad de una previa confesión oral de
todos y cada uno de los pecados mortales cometidos, con las circunstancias que modifiquen su especie y
gravedad (DS 1707), cosa que tiene abundante fundamento histórico y corresponde al Magisterio universal,
homogéneo y constante de la Iglesia.
Los pecados no confesados por olvido o por ignorancia invencible no invalidan la confesión, y quedan
implícitamente perdonados, pero han de ser acusados en la siguiente confesión si el penitente es consciente
de ellos posteriormente.[4]
Además, el Catecismo Romano aconseja que la acusación de los pecados sea:
Si en el confesor no sólo ve un juez, sino también un maestro, un médico, un padre, el afán de sinceridad
con Dios y de formación de la conciencia llevarán de ordinario a manifestar esas dudas. Es por ello que, en
el caso de los pecados dudosos la actitud más aconsejable, no tratándose de personas escrupulosas, es la de
confesarlos como dudosos.
Para ayudar a que la confesión sea íntegra es bueno realizar con anterioridad a la misma un examen de
conciencia. Examen que será más o menos profundo dependiendo del número y de la gravedad de los
pecados y del tiempo transcurrido desde la última confesión.[6]
No basta con acusarse de modo genérico de un pecado, sino que hay que precisar y concretar: P. ej: “he
robado 50 € a mi madre”. No es suficiente con decir “he tomado lo que no era mío”.
Además, se debe explicar la especie o clase de pecado, su número y las circunstancias que puedan
modificar su gravedad.
Cabe aclarar que los pecados han de ser indicados, no descritos: señalar qué se hizo, no cómo, a menos de
que el modo de hacerlo añada alguna consideración moral (p. ej., si al robar se empleó la violencia, porque
entonces el hurto se transforma en rapiña, y se añade nueva gravedad).
Durante la Confesión el sacerdote ha de buscar que el penitente se acuse de todos los pecados que debe
confesar; para eso, si es necesario, puede y debe preguntar prudentemente, con moderación, porque se
supone la buena disposición y sinceridad del penitente.
La integridad de la confesión puede disculparse en caso de imposibilidad física (p. ej., si el penitente está
privado de los sentidos, en caso de mudez, en peligro de muerte y por falta de tiempo, por desconocimiento
del idioma e imposibilidad de encontrar un confesor que hable la misma lengua, etc.) o de imposibilidad
moral (p. ej., en caso de escrúpulos).
“Añádase a esto que, al padecer en satisfacción por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo
Jesús, que por ellos satisfizo (Rom 5:10; 1 Jn 2:1 ss.) y de quien viene toda nuestra suficiencia (2 Cor 3:5),
por donde tenemos también una prenda certísima de que, si juntamente con Él padecemos, juntamente
también seremos glorificados (Rom 8:17)”.
Precisamente en este sacramento el cristiano se configura con Cristo en cuanto que padeció por nuestros
pecados. Con este espíritu el cristiano busca que su reparación por los pecados no se limite al cumplimiento
de la penitencia impuesta por el confesor, sino que se extienda a toda su vida.[7]
La absolución del sacerdote perdona la culpa y la pena eterna (infierno), y también parte de la pena temporal
debida por los pecados (penas del purgatorio), según las disposiciones del penitente. No obstante, por ser
difícil que las disposiciones sean tan perfectas que supriman todo el débito de pena temporal, el confesor
impone una penitencia que ayuda a la atenuación de esa pena.[8]
La confesión oral de los pecados no concluye los actos que ha de hacer el penitente para obtener el perdón
de los mismos; sino que también ha de aceptar la penitencia que le sea impuesta para así resarcir la justicia
divina.
Para que la confesión sea válida se requiere que el penitente tenga el propósito de cumplir la penitencia. Si
lo ha tenido, pero después no cumple la penitencia los pecados siguen perdonados. Puede ser que el
incumplimiento se deba, no a imposibilidad u olvido, sino a pereza o mala voluntad, por lo que podría llegar
a constituir pecado grave, pero los pecados confesados una vez remitidos no vuelven a gravar la conciencia
del penitente.
Antiguamente las penitencias sacramentales eran muy severas; en la actualidad son muy benignas. Lo que
no se puede olvidar es que deberán ser proporcionadas a la gravedad de los pecados. A la hora de la verdad
el confesor suele acomodarlas a nuestra flaqueza.
La penitencia impuesta puede consistir en: oraciones, ofrendas, obras de misericordia, sacrificios… (CEC, n.
1460).
Normalmente, el confesor deberá imponer la penitencia antes de la absolución. El objeto y la cuantía de la
penitencia deberán acomodarse a las circunstancias del penitente, de modo que repare el daño causado y sea
curado con la medicina adecuada a la enfermedad que padece.
Conviene, por eso, que la penitencia impuesta sea realmente un remedio oportuno al pecado cometido, y que
ayude, de alguna manera, a la renovación de la vida.
Sobre la cuantía de la pena impuesta no hay reglas fijas. La práctica pastoral y el derecho de la Iglesia
determinan que guarde cierta proporción en relación con número y el tipo de pecados cometidos. En
consecuencia, los pecados graves requieren una penitencia mayor -oír la Santa Misa, rezar un Rosario
completo, ayunar un día, etc.
Sin embargo, la enfermedad corporal, la poca formación del penitente, su habitual alejamiento de la vida
cristiana o la intensa contrición de los pecados, aconseja que se disminuya la satisfacción. En todo caso, el
confesor puede cumplir él mismo la parte de la penitencia que debería imponer al penitente.
Tal como define dogmáticamente el Concilio de Trento, la forma del sacramento de la penitencia son las
palabras de la absolución que el sacerdote pronuncia luego de la confesión de los pecados y de haber
impuesto la penitencia (Dz 896).
“Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Como los sacramentos producen lo que significan, estas palabras manifiestan que el penitente queda libre de
los pecados.
Normalmente el sacerdote, por ahorrar tiempo, suele decir sólo parte de la fómula absolutoria que, aunque es
válido, deja al penitente sin escuchar los maravillosos consuelos que tiene la fórmula absolutoria completa.
En la Iglesia latina es la siguiente:
“Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y
derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el
perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la Bienaventurada Virgen María y de todos los
santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan para perdón de tus pecados, aumento de
gracia y premio de vida eterna. Amén”.
Para aquellos que quieran profundizar en la historia de la fórmula de la absolución, les recomiendo leer el
detallado y bello artículo de Luis Alessio titulado: “Palabras y gestos en la reconciliación sacramental”[9]
+++++++
Con esto acabamos este artículo dedicado a la materia y forma del sacramento de la Penitencia, para el
próximo día estudiar: invalidez de la confesión por teléfono, email…, ministro de la confesión y condiciones
para la validez de la absolución colectiva.