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TOTALITARISMO
I.- Prolegómeno
La reflexión acerca de la realidad del mundo y de la precaria situación de la Vita Activa del
hombre, más que la búsqueda de la verdad o de las leyes del comportamiento social, emergen como
el tema central de la filosofía de Hannah Arendt. Este élan muestra su preocupación por lo tenue
que es el control de nuestra existencia, y, sobre todo, por la destrucción radical de la libertad y la
pérdida del sentido de comunidad, que ella atribuyó al totalitarismo y a la banalidad del mal. Pero
esta percepción no fue captada por Arendt, meramente, como una idea o intuición; surgió de su
intento de pensar la condición del hombre contemporáneo a través de su propia experiencia,
como “pasajera del barco del siglo XX, testigo y víctima de sus violentas sacudidas”.2 Y, fue
probablemente esta condición de pariah, sufrida en su vida real y como intelectual ‘contra-
corriente’, lo que le permitió alcanzar una comprensión sui generis de qué significa vivir en y con
el mundo, después de Auschwitz.
Sostengo, además, que el postulado fundamental -que está a la base de todo el pensamiento
político de Hannah Arendt- consiste en intentar mostrar a través de un análisis histórico-
hermenéutico (Los orígenes del Totalitarismo) y fenomenológico-discursivo (Las crisis de la
República), así como también, describiendo heurísticamente las res gestae de distintos
acontecimientos ocurridos durante el proceso fundacional de la Constitución norteamericana del
siglo XVIII, contrastándolos con los ocurridos en la Revolución Francesa (Sobre la Revolución)-
que el poder político no se genera siguiendo el contrato hobbesiano de sumisión o de cesión de
poder al Estado, sino que aparece en un espacio público de autocompromisos horizontales o
“promesas mutuas”, por parte de ciudadanos dispuestos a afirmar su libertad frente al Estado.
En efecto, desde sus Ensayos sobre la comprensión 1930-1954, hasta su obra póstuma
inconclusa La vida del espíritu, nuestra autora buscó explayar una densa exégesis sobre los
discursos y las acciones políticas, con el fin de interpretar los acontecimientos históricos más
relevantes de la experiencia humana sin subsumirlos a una ley que los predetermine o supeditarlos
a una verdad que los trascienda; es decir, procedió a “visitar”3 e historiar la complejidad del
fenómeno objeto de indagación, pero sin menospreciar la ineludible pluralidad de interpretaciones
por parte de otras propuestas explicativas, las cuales -sugiere Arendt- también deben ser recogidas
para su contrastación y posible enriquecimiento de la argumentación.
1
Este ensayo fue publicado por primera vez en OBSERVATORIO HANNAH ARENDT (edit.), El totalitarismo del
siglo XXI: Una aprocimación a Hammah Arendt, Caracas, Ediciones del Vicerrectorado Académico de la U.C.V.,
2009, pp. 33-52; y reeditado en KOHN, C., y RICO, R., Hannah Arendt: De la teoría a la política, Caracas, Editorial
Equinoccio, 2014, pp. 57-78.
2
JONAS, H., “Actuar, conocer, pensar: La obra filosófica de Hannah Arendt” en BIRULÉS, F. (Comp.), Hannah
Arendt: El orgullo de pensar, Barcelona, edit. Gedisa, 2000, p. 23.
3
Sobre el enfoque metodológico arendtiano de “la visita”, puede consultarse mi artículo: “El papel de la imaginación
en la recuperación del sentido de Amor Mundi: Hannah Arendt y la hermenéutica”, en Filosofía. Revista del postgrado
de Filosofía de la Universidad de Los Andes, Nº 12, 2001, pp. 161-191; esp. pp. 182-187.
2
Así, en su artículo “Comprensión y política” (1953),4 la mencionada pensadora plantea la
cuestión de cómo el fenómeno del totalitarismo ha afectado directamente a la práctica política y le
ha asestado un duro golpe a las teorías políticas ad usum, las cuales -afirma ella- han sido
incapaces de cotejar la validez de sus aproximaciones ante el complejo dilema interpretativo
suscitado por la comprensión de dicho acontecimiento; ello se debe a que la mayoría de los
historiadores y de los politólogos siguen obstinados en utilizar las mismas claves hermenéuticas
que heredaron de la razón ilustrada y del positivismo, sometiéndose así a los dogmas de las
ciencias y de las ideologías, lo que permitió que se perdiera nuestra capacidad de pensar.
Asimismo, sostuvo que, aunque un discurso logre mostrar que posee una estructura semántica
coherente, ello no sería suficiente garantía de su imparcialidad, y mucho menos de que es
poseedora de la verdad, debido a que en el lenguaje hay “pensamiento congelado”, ya que muchos
de sus vocablos expresan significados petrificados o manipulados, por lo que deben ser
contrastados recurriendo a la confrontación pública entre distintas posturas, con el fin de dotarles
de mayor verosimilitud.5
Esto es, precisamente, lo que la discípula de Heidegger se propuso des-cubrir.6 Trabajó
depurando conceptos, rastreando sus orígenes, contextualizándolos a través de la búsqueda de su
relevancia histórica y actual; por cuanto que, el “acto de conocer” implica, para Arendt,
reencontrar y revivir un sentido que se ha diluido. Dicho de otro modo, para poder aprehender
acontecimientos del mundo público y para poder elucidar el sentido de las acciones y de los
discursos de los hombres cuando cristaliza un nuevo fenómeno político, se necesita, según ella, de
una capacidad de discernimiento “que nos guíe en este mundo y que nos capacite para encontrar
nuestro lugar apropiado en él. [Y es esta la razón por la cual Arendt concluye que,] la facultad del
juicio [es] la más política de las capacidades mentales del hombre”.7
Nuestra filósofa describe su enfoque ‘fenomenológico’8 como un proceso de cuidadosa
atención hacia la respuesta inmediata de alguien (actor o espectador) ante un suceso que ha
irrumpido y que le concierne; es decir, la deliberación o “juicio reflexivo” de una comunidad de
sujetos acerca de cómo una vivencia personal ante un fenómeno particular se convierte en
significativo para el sentido común de la gente que ha compartido la experiencia en cuestión,
obteniendo así el status de objeto para el conocimiento político; por lo tanto, la comprensión o
entendimiento crítico intersubjetivo de un acontecimiento (por ejemplo, el fenómeno totalitario o,
en nuestro caso, el chavismo) “está estrechamente relacionada con esa facultad de la imaginación
que Kant denominó: Einbildungskraft”,9 (literalmente: ‘des-estructuración’), que significa la
capacidad para aprehender la esencia de un fenómeno a través de una “mentalidad ampliada”,
3
Véase, ARENDT, H., “Comprensión y política” en ID, De la historia a la acción [CRUZ, M., Comp.], Barcelona,
edit. Paidós, 1995, pp. 29-46.
5
Véase, ARENDT, H., The Life of the Mind, San Diego, New York, London, Harcourt Brace Jovanovich, 1978, pp.
174-177.
6
Siguiendo a Heiddeger, Hannah Arendt sostiene que la verdad de la experiencia humana sólo puede ser alcanzada
como resultado de la aletheia, es decir, “al develar lo que está oculto”. Este aspecto de la epistemología arendtiana lo
he explorado con cierto detenimiento en mi ensayo: “el problema de la ‘verdad’ histórica: Una aproximación desde la
hermenéutica arendtiana” en Episteme NS, Vol. 23, Nº 2, 2003, pp. 59-93; esp. pp. 63-66.
7
ARENDT, H., “El pensar y las reflexiones morales”, en ID., De la historia …, op. cit., p. 136.
8
Tiene razón Bhikhu Parekh cuando sostiene que “Hannah Arendt es la primera gran pensadora política en el mundo
anglosajón en aplicar el método fenomenológico a la comprensión de la política” (PAREKH, B., Hannah Arendt and
the Search for a new Political Philosophy, London, The Macmillan Press, 1981, p. X). Sin embargo, la propia Arendt
aclara que “soy una especie de fenomenóloga, pero ¡cuidado!, no al modo de Hegel o de Husserl”. (YOUNG-
BRUEHL, E., Hannah Arendt, For Love of the World, New Haven & London, Yale University Press, 1982, p. 514).
9
ARENDT, H., “Rejoinder to Eric Voegelin’s review of The origins of totalitarianism” en Review of Politics, Vol. XV.
No. 1, 1953, p. 79.
3
aunque no hayamos podido observar o reconstruir plenamente, en nuestra imaginación, el
acontecimiento que nos ha impactado.10
Desde el punto de vista arendtiano, en suma, el uso discursivo de nociones -tales como
democracia, totalitarismo, revolución, libertad, poder, por mencionar sólo algunas de las etiquetas
más frecuentes que aparecen en las teorías políticas y en los medios de comunicación, implica que
sus significados se deben inferir y articular a partir de formas relevantes de relaciones y prácticas
humanas, por lo que no pueden ser analizados ni definidos de forma abstracta, ni considerados
aisladamente. Adquieren validez y facticidad sólo cuando se emplean para intentar comprender
experiencias específicas que han podido ser escudriñadas y contextualizadas en cuanto a su
contenido y su relevancia.
Hechas estas advertencias de carácter epistemológico, pasaré, en el próximo punto, a
desentrañar la argamasa categorial del pensamiento político de Hannah Arendt.
10
Me he ocupado de este tema en un ensayo titulado: “La confluencia entre el juicio y el sensus communis en la
deliberación política según Hannah Arendt”, en Apuntes Filosóficos, Nº 26, 2005, pp. 9-31.
11
ARENDT, H., Between past and future: Eight exercises in political thought, New York, The Viking Press, 1968,
p. 146.
12
ARENDT, H., “On Violence” en Crises of the Republic, New York, Harcourt Brace Jovanovich, 1972, pp. 180-181.
4
para vivir una vida plenamente humana. El objetivo de los movimientos totalitarios no es otro que
imponer la más absoluta identidad, reduciendo la singularidad a la mera pertenencia a la especie
natural.13 O, como muy bien lo señala Seyla Benhabib, “El desprecio del totalitarismo por la vida
humana y el eventual tratamiento de los seres humanos como seres superfluos comenzó, para
Hannah Arendt, cuando millones de seres humanos fueron dejados ‘sin Estado’ y se les negó el
“derecho a tener derechos”. No tener Estado o la pérdida de la nacionalidad, sostuvo, era
equivalente a la pérdida de todos los derechos. Los que no tenían Estado eran privados no sólo de
sus derechos de ciudadanía; fueron privados de derechos humanos”.14 Sólo a través de la lucha
contra la “cristalización” de este fenómeno, o, lo que es lo mismo, de la afirmación de la libertad
de los ciudadanos a través de la acción política, se podría emprender el proceso de recuperación de
la propia dignidad y la reconstitución del sentido de nuestra existencia como seres humanos.
Así, según Arendt, la idea de libertad (que conduce al hombre a dar sentido y a reestructurar
permanentemente el mundo que le rodea) y la exigencia radical a que el hombre participe con los
otros sujetos en la construcción de un espacio común (que posibilite el desarrollo de vigorosas
individualidades, hondamente diferenciadas) por un lado; y, por el otro, la anulación ‘total’ de esta
facultad, no sólo a través de obstáculos políticos y legales, sino también al interior de la conciencia
de los hombres por obra de la banalidad del mal (La carencia de juicio y de escrúpulos de un
funcionario, tipificados por nuestra autora, con tanta lucidez, en Eichmann en Jerusalén,15)
constituyen las nociones claves para comprender la condición ‘política’ del hombre
contemporáneo.
De manera que, mientras el totalitarismo implica la ausencia de acción, la apatía y el miedo
de los ciudadanos a participar en la esfera pública, la libertad significa el compromiso hacia una
forma pública de vida que implica que un ciudadano que se preocupa por el mundo, se complace en
debatir y en actuar conjuntamente con sus iguales, antepone el bien comunitario al suyo propio,
considera que se ha violado su dignidad cuando las decisiones que le afectan se toman sin su
participación, y se arma de valentía para actuar cuando es necesario. No son, pues los consensos
impuestos los que llevan a decidir la corrección de una ley o el cambio de un gobierno, sino
aquellos que surgen por la convicción de sujetos morales que han dado su asentimiento porque, a
través del debate público, se han convencido de que tal decisión se justifica plenamente. Es a través
de esta acción libre del hombre que se legitima un nuevo factum político, o como gusta decir
Hannah Arendt, “irrumpe un nuevo espacio de aparición”.
En efecto, a diferencia de los principios que, generalmente, guiaron la acción política de los
hombres en los discursos del pasado -honor, virtud, temor-, el principio de poder que está en juego
en esta nueva Res publica está asociado directamente con la preservación de la vida política como
tal; con el derecho de todos los ciudadanos a la libertad; y la acción libre no es otra cosa que la
posibilidad de hacer promesas y de cumplirlas. Y, justamente, en la puesta en práctica de esta
13
Véase, ARENDT, H., Los Orígenes del Totalitarismo, Madrid, Alianza edit., 1981, p. 569.
14
BENHABIB, S., Los derechos de los otros. Extranjeros, residentes y ciudadanos, Barcelona, edit. Gedisa, 2004,
p. 46. (énfasis míos).
15
Véase, ARENDT, H., Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, edit. Lumen, 1999.
En una carta dirigida a Jaspers, poco después de haber sido editada su monumental obra: Los Orígenes del
Totalitarismo, por primera vez, (1951) Arendt le explicaba su interpretación de dicho concepto: “Lo que realmente
pueda ser el mal radical, eso no lo sé, pero me parece que en cierta manera tiene que ver con el fenómeno siguiente: el
volver superfluos a los hombres en tanto hombres. No se trata siquiera de usarlos como medios, lo que dejaría
intacto su ser hombres, dañando sólo su dignidad humana, sino el tornarlos innecesarios como tales”. ARENDT, H. /
JASPERS, K., Briefwechsel 1928-1969, München, R. Piper GimbH & Co. KG, 1985, p. 202. Para impedir esa
condición totalitaria del mundo, es necesario, entonces, la producción de una nueva natalidad, un nuevo “reino
público” en el que los hombres ejerzan su libertad.
5
facultad radica la fuente del poder.16 No hay autoridad, no hay precepto, que no sea la propia
voluntad de los ciudadanos reunidos para asegurar la permanencia de la libertad en la escena
pública. Esta capacidad del poder comunicativo de los ciudadanos es el único factor que puede
dar espesor a un espacio anti-totalitario de acción pública.
Sostengo que este modelo de comunidad política fundamenta, en términos teóricos, la
condición dialogal de la democracia participativa, nos aporta, a nuestro presente, su fuerza crítica y
normativa, es decir, la obligación de construir espacios públicos y canales políticos para la
deliberación y para la acción, a través de los cuales, los ciudadanos, una vez que reconocen
recíprocamente sus diferencias, étnicas, culturales o religiosas, puedan desarrollar su verdadera
condición de libertad.
16
Véase, ARENDT, H., Between Past and …, op. cit., p. 152.
17
ARENDT, H., “On Violence” en Crises of the …, op. cit., p. 143
18
ARENDT, H., Sobre la Revolución, Madrid, edit. Revista de Occidente, 1967, pp. 185-186. (énfasis mío).
19
ARENDT, H., “Civil Disobedience” en Crises of the …, op. cit., p. 94.
6
conformarían tras decidir que una norma es moralmente correcta cuando cada uno de los afectados
por la norma o por su praxis, la acepta, porque le han convencido plenamente las razones aducidas,
en el sentido de que ciertamente la norma satisface intereses generalizables. El fundamento de un
consenso nunca puede ser meramente una decisión racional (instrumental) que regiría por un
tiempo estipulado por una autoridad o grupo de interés particular. Para Arendt, la política tiene la
forma de la promesa, que ella, sin retórica alguna, define como la "memoria de la voluntad”;20 y,
en las dificultades para su implementación, podemos apreciar los avatares de la democracia en
cualquier país del Globo.
Tal práctica discursiva, generada por el poder político, sólo puede formarse en aquellos
espacios públicos no manipulados por una comunicación distorsionada (lo cual es, obviamente,
muy difícil en Venezuela y muchos otros países, por las consabidas maniobras contra la libertad de
expresión). Todos los ciudadanos debemos estar conscientes que el poder es un fin en sí mismo que
no puede utilizarse para otra acción que no sea la formación de una voluntad común a través de un
proceso comunicativo siempre guiado por el afán de alcanzar el entendimiento. Y, para que el
poder político no degenere en una estrategia caracterizada por la coerción o la violencia, éste debe
fortalecerse con miras a continuar desarrollando la praxis de la que ha surgido, o sea, posibilitar
nuestra acción libre en un espacio público-político no deformado por ningún tipo de acción
meramente instrumental (ideológica o partidista).21
Ciertamente, si aprehendemos la política en su justa dimensión, es decir, en tanto práctica de
la responsabilidad cívica, entonces sería la persuasión dentro del marco del diálogo -y no la
violencia desgarradora- la que enmarcaría las relaciones políticas entre los ciudadanos y el
ordenamiento institucional del Estado. Es por ello que sostengo que, para poder construir una
sociedad civil y democrática en América Latina, es necesario que afloren en la escena pública,
numerosos espacios de participación política, los cuales -a través de sendos debates plurales y la
implementación de una racionalidad comunicativa, cuyo valor cívico fundamental sería el
aprendizaje de los contenidos de la igualdad, la libertad y la solidaridad- logren coordinar la noción
y la práctica de la ciudadanía, a partir de la comprensión y la defensa de los ideales de la
democracia.
No cabe duda que con esta concepción, Hannah Arendt se adelanta a Habermas al proponer
un ‘modelo comunicativo’, en términos de generación de acuerdos para la acción y de evaluación
de las normas de la interacción social. En efecto, si he interpretado bien a la filósofa judeo-
alemana, las demandas de validez y facticidad de la democracia, según su perspectiva, [cito:]
“deben buscarse en las condiciones que posibilitan el diálogo y la participación de los individuos
en acciones dirigidas a satisfacer fines colectivos. El requisito para incentivar y coordinar la
acción libre de los hombres es el surgimiento y la consolidación de una esfera pública, entendida
como un espacio de aparición, en la que se manifiesta la pluralidad de identidades e intereses
presentes en la sociedad y la cooperación, o esfuerzo mancomunado, para emprender el proyecto
político que esa sociedad se ha propuesto realizar”.22
Bajo estas premisas, el poder comunicativo ha de configurarse, en un primer momento,
como una práctica emancipadora sustentada en el fomento de la solidaridad, del respeto mutuo, del
ejercicio de la crítica, así como, en la valoración de la racionalidad comunicativa del discurso
20
Lo que intento sugerir es, que esta frase de Arendt conduce a considerar no sólo al poder sino también a la autoridad
bajo la forma de la promesa en su doble carácter performativo y constatativo; lo que significa a su vez que no sólo el
poder, en tanto remite a la fundamentación, sino también la propia autoridad de los fundamentos remite a los
imponderables de la promesa.
21
Véase, HABERMAS, J., Perfiles filosófico-políticos. Madrid, edit. Taurus, 1985, pp. 209-210.
22
BOLIVAR, A. y KOHN, C., “Diálogo y Participación: ¿Cuál diálogo?, ¿cuál participación?” en ID., (Comps.), El
discurso político venezolano. Un estudio multidisciplinario, Caracas, edit. CEP/FHE y Tropykos, 1999, p. 105.
7
propio y del ajeno y, en un segundo momento, como el medio facilitador para la incorporación
activa de los ciudadanos a la vida pública, en un proceso que conllevaría necesariamente a la
democratización de las relaciones humanas. Esta doble secuencia, que corresponde a los cometidos
de la ética del discurso y de la praxis política, no es otra cosa que el desglose de un único proceso
formativo del género humano -en modo alguno lineal o anticipable, sino discontinuo, impredecible,
conformado a través de múltiples mediaciones- orientado primariamente a fomentar, siempre
dentro del contexto de la interacción social, la capacidad reflexiva del sujeto y la definición de su
propia identidad y, desde esta autoconstitución moral -para utilizar una expresión de Foucault-
hacia el desarrollo de un sujeto-ciudadano capaz de defender sus derechos y que sea deliberante y
participante comprometido en la práctica de la democracia, que la asuma como proyecto de
realización colectiva, como “una forma de vida o forma de vivir”. (B. Barber).
IV.- Crítica de la razón política: La Res publica y la Ciudadanía como espacios de aparición
Como hemos visto, para Hannah Arendt, la verdadera política es siempre acción libre. Se trata de
que todos, y cada uno de los individuos, realizan las actividades que juzgan necesarias y que todos
tienen iguales derechos al reconocimiento y a la solidaridad respecto de sus motivaciones e
intereses particulares. Una labor manual, e incluso un trabajo creativo pudieran ser realizados por
individuos solitarios, pero la acción y el habla precisan del testimonio y la participación de otros
hombres. Es la actividad que requiere de la existencia de aquel espacio público o 'polis', en el cual
los hombres se reúnen y participan los unos con los otros. Pero si, justamente, se trata de promover
intereses personales o grupales y reclamar derechos, no basta con el mero acto de hacerse presente,
de asistir a las reuniones, los ciudadanos deben participar activamente en la gestión de los asuntos
comunes. Reitera Arendt:
“Ya hemos mencionado que el poder (…) que sostiene [un nuevo] espacio público, es la
fuerza del contrato o de la promesa mutua. La soberanía que es siempre espuria si la reclama una
entidad aislada, sea la individual de una persona o la colectiva de una nación, asume una cierta
realidad [dependiendo de que sean] muchos [los] hombres recíprocamente vinculados por
promesas (...) [pero], no por una voluntad idéntica que de algún modo mágico les inspire, sino por
[las promesas que] surgen directamente de la voluntad de vivir junto a otros, (…) para comenzar
nuevos e interminables procesos”.23
Con base en esta convicción, nuestra autora arguye que no basta que un pueblo comparta una
lealtad hacia una autoridad comúnmente reconocida para que se dé una ‘comunidad política’.
Ciertamente, en ese caso, se estaría hablando, más bien, de un Estado; y, si el Estado se gobierna
por leyes -en vez de por decretos arbitrarios- sería, por supuesto, una ‘comunidad legal’; pero
estos criterios de ‘legitimidad de origen’ de ningún modo serían suficientes para que un Estado
pueda considerarse como una Res publica; esta última se crea -tal como se infiere de lo afirmado
supra- únicamente a partir de la capacidad que tienen los hombres para arribar a acuerdos entre sí y
cumplir con los compromisos estipulados concertadamente.24 De manera que, a diferencia de un
Estado o de una Nación, Una comunidad de ciudadanos no puede crearse de una vez y para
siempre, ni su existencia puede garantizarse mediante la creación de una determinada serie de
instituciones, pues tal como lo sostiene Arendt, los parlamentos representativos, las elecciones
libres, la libertad de expresión, etc., son solamente las condiciones previas de la política y, por sí
23
ARENDT, H., La Condición humana, Barcelona, edit. Paidós, 1993, pp. 263-265. (énfasis míos).
Véase, también, Between past and ..., op cit., pp. 241 y sig.
24
Véase, ARENDT, H., La Condición humana ..., op. cit., Cap. V, “Acción”, esp. pp. 222- 234 y 250-255.
También, Sobre la Revolución ..., op. cit., pp. 175-189.
8
mismas, no pueden instaurar o sustentar una Res publica. A lo sumo, pueden crear la sensación de
que existe una sociedad civil estable, que al menos formalmente permite la puesta en práctica de
algunos de los valores democráticos, pero no necesariamente aseguran una forma de vida pública.
La verdadera polis sólo aparece cuando la mayoría de los ciudadanos, o al menos una parte
considerable de ellos, se sienten identificados con el espacio público que han fundado, valoran los
asuntos públicos más que sus propios intereses privados y toman parte activa y continua en el
manejo de éstos.
En consecuencia, la política no entraña una forma de gobierno en el que una persona o grupo
domine a otro; implica más bien un ‘no gobierno’, la acción mutua y conjunta fundada en la
pluralidad humana y en la isonomía de los ciudadanos, pues sólo el intercambio libre y pluralista
de opiniones y el acuerdo entre sus participantes es lo que genera un poder legítimo, en
contraposición al ejercicio arbitrario de la coacción por un líder o una elite, como es el caso del
régimen venezolano actual por más que se hable de que es democrático por la ‘legalidad formal’
del origen de ésta (el sufragio de la mayoría).
La cuestión principal que se plantea Arendt es cómo preservar la pluralidad en la generación
de poder y, al mismo tiempo, lograr una confluencia entre las distintas opiniones. Ella lo considera
posible sólo a través de la persuasión como principal forma política de discurso. La persuasión es
un modo no demostrativo de discurso, en el que se intenta que el otro reconozca las bondades de
mi argumentación, pero en el que no se puede introducir un elemento de constricción o de engaño
con el fin de obtener el consenso. Lo contrario de la persuasión es la manipulación y la propaganda
que imperan en las sociedades totalitarias. La persuasión supone el debate libre entre iguales,
mediante el cual tratamos de formar, someter a prueba, aclarar y volver a probar las opiniones,
hasta llegar al mutuo acuerdo, que hace plausible que compartamos, solidariamente, nuestro
destino.25
Más aún, los Espacios públicos -a los que Arendt se refiere- no deben ser concebidos o
diseñados como asociaciones administrativas que tratan sólo de los asuntos locales o de intereses
corporativos y cuyos miembros son fijos, en función de un reglamento preestablecido, sino que
cualquier grupo de ciudadanos tienen derecho a agruparse y pertenecer a distintas asociaciones con
el fin de que sus opiniones acerca de sus distintos intereses y preocupaciones (incluso las que
atañen al ámbito nacional e internacional) sean debatidos y las decisiones alcanzadas por acuerdo,
sean implementadas. Los miembros que participen en esos Espacios no lo harían como si fueran
afiliados a partidos políticos, dispuestos a seguir las directrices de los dirigentes, sino como
individuos o grupos de presión o miembros de comunidades que expresan sus opiniones bien
meditadas y luchan por sus intereses; aunque, eventualmente, podrían estar dispuestos a cambiar de
puntos de vista, a la luz del propio debate público. Este sería el modelo de un nuevo tipo ideal de
Estado, constituido por federaciones de los más variados géneros -círculos sociales y culturales,
asambleas de ciudadanos, parlamentos universitarios, asociaciones de barrios- en el que el poder se
articula horizontalmente y no verticalmente.26
Arendt -muy cercana a Antonio Gramsci en esta concepción de la democracia-27 califica a
este Estado ‘consejista’ de “utopía popular”, advirtiendo que tal utopía es la que mueve al pueblo
a actuar políticamente cuando surge un período de crisis institucional. Y, a pesar de que casi
siempre los partidos políticos organizados y las burocracias estatales logran finalmente bloquear o
montarse en la cresta de la integración de estos espacios y reconducir invariablemente esta ‘utopía’
25
Véase, ARENDT, H., La Condición humana …, op. cit., pp. 222-225.
26
Véase, ARENDT, H., Sobre la Revolución …, op. cit., pp. 275-287.
27
Sobre la afinidad entre Arendt y Gramsci sobre este punto en particular, puede consultarse mi libro: Las paradojas de
la democracia liberal: La desaparición del hombre en el ‘Fin de la historia’, Caracas, edit. eXd, 2000, esp. pp. 95-98.
9
bajo la tutela del Estado, ella mantiene la esperanza de que “el tesoro perdido de la revolución”
(i.e., una República de y para los ciudadanos) pueda ser recuperado y quizás se obtengan nuevos
resultados en pro de la libertad.28 En efecto, la ‘utopía popular’ arendtiana se bosqueja claramente
sobre el ámbito de la ampliación de los intersticios del poder en el seno de las instituciones del
Estado y apunta sobre todo al fortalecimiento de la participación ciudadana en la decisión y la
gestión de los asuntos colectivos. Se trata de una concepción que sostiene que la legitimación de un
orden político (de una res publica) no puede provenir de la obediencia ciega, ni del terror, de los
ciudadanos ante el Estado, sino de la fabricación de acuerdos solidarios surgidos del debate libre
entre las diversas opiniones de los participantes, con el fin de poner en práctica y defender los
acuerdos y pautas normativas alcanzados, como espacios políticos vigorosamente conformados.
Frente a la alternativa de resignarnos a la ubicuidad de la ‘mercantilización’ de las relaciones
sociales y/o al protagonismo exclusivo de una figura estatal, incluso después de que éste ya hubiera
agotado su credibilidad, la ‘nueva polis’ ha de ser pensada como una esfera autónoma, escenario de
la deliberación y de la participación social, y siempre como instancia de descentralización de las
decisiones. Constituiría así, al decir de Agapito Maestre,29 el entramado de automediación de la
sociedad civil con un Estado formado por el curso de acción entre hombres reunidos en
condiciones de libertad y de igualdad; los cuales, al incumplirse una disposición legal cualquiera,
pueden y deben hacer público su desacuerdo frente a la misma. Las decisiones, incluso las
sustentadas en la regla de la mayoría, serían temporales y modificables, lo cual permitiría, por un
lado, vislumbrar que son los Espacios políticos de la República y no los órganos de representación
del Gobierno, el fundamento legítimo y real del poder político, y, por otro lado, afianzaría la idea
de que el Estado de Derecho es una obra en permanente construcción, imposible de reducir a los
mecanismos de la legalidad institucional y siempre requiriendo de legitimidad por parte de los
ciudadanos.
Para lograr esta meta habría que ejercer, ciertamente, una radicalización del principio de
participación democrática. Esta “Reforma Intelectual y Moral” -como la denomina Gramsci-
consistiría en practicar los siguientes desiderata, planteados por los movimientos civiles, que han
luchado por las reformas democráticas, aunque todavía no han logrado implementarlas; a saber,
1) Legitimar -en la práctica- el carácter universal del derecho a participar en la esfera
pública, que constitucionalmente, en los Estados democráticos, poseen todos los
ciudadanos, pero que hasta ahora se reducen a la mera formulación formal.
2) Motivar y educar a los ciudadanos a asumir, como un deber moral, su participación en
aquellas áreas de la actividad propia de un país (política, social, económica, etc.) que
son de su interés y competencia, en aras de una mayor y mejor argumentación pública
en la toma de decisiones.
3) Someter siempre las distintas preferencias existentes al poder comunicativo de la
deliberación intersubjetiva. Es decir, los consensos siempre resultarán de los acuerdos
alcanzados en los debates públicos.
Grosso modo, considero que este es el legado fundamental de la teoría política de Hannah
Arendt.
28
Véase, ARENDT, H., Sobre la Revolución …, op. cit., pp. 292-293. Sobre la concepción republicana de Hannah
Arendt, puede consultarse mi ensayo: “Teoría y práctica del republicanismo cívico: La perspectiva arendtiana” en
Filosofía UNISINOS, Vol. 6, Nº 2, 2005, pp.138-148.
29
Véase, MAESTRE, A., El poder en vilo, edit. Tecnos, Madrid, 1994, p. 32; y, en el mismo tenor, KOHN, C., Las
paradojas de …, op. cit., esp. pp. 108-110.
10
30
ARENDT, H., “On Violence” en Crises of the…, op. cit., pp. 147-150.
11
pérdida de su libertad y no están dispuestos a utilizar su poder para enfrentar a una autoridad, que
al haber perdido su legitimidad, se mantiene en el mando a través del uso arbitrario de la violencia.
31
Véase, LAFER, C., Ensayos Liberales, México, F.C.E., 1993, esp. pp. 96- 125. y 150-166.; y LECHNER, N., Los
patios interiores de la democracia, Chile, F.C.E., 1990, esp. pp. 17-38.
32
Véase, LECHNER, N., Los patios interiores …, op. cit., pp. 28-30.
12
poder de evocación que la idea de ciudadano. La conciencia corporativa de derechos adquiridos
me parece más fuerte que el principio igualitario del derecho a tener derechos en que se funda la
ciudadanía (…) Todo ello contribuye a debilitar la imagen del Estado como representación
totalizadora de un proceso social”.33
En efecto, si lo que ha hecho la artificialmente adoptada modernización es profundizar el
proceso de fragmentación (entendida ésta no sólo en el sentido de florecimiento de las diferencias
culturales, regionales, etc., sino en el más dramático que apunta a la grave exclusión social y
económica de una parte mayoritaria de la población), ahora se requiere más que nunca de una
integración compensatoria frente a los límites de la racionalidad técnico-instrumental del mercado
y de la lógica burocrática. La Res publica, en tanto politike koinoia, encarnaría lo público como el
poder de los ciudadanos en el espacio donde ejercen su libertad, defienden sus derechos y asumen
la responsabilidad de cumplir con sus deberes. Es allí donde se acopla el modelo arendtiano.
De cara a los riesgos y asechanzas permanentes de los autoritarismos, la propuesta pasaría
por rescatar el espíritu de la civilidad que tuvo su momento de máxima expresión en la etapa de
lucha contra los regímenes autoritarios. En ese espacio de aparición, la lucha por la democracia
respondía también a una demanda de comunidad: de la civilidad, a través del reconocimiento del
nosotros frente al enemigo autoritario (es decir, en el caso venezolano al chavismo). En tal
sentido, un espacio público democrático y anti-totalitario no sería otra cosa que el eje aglutinador
de una serie de reivindicaciones que exigen el compromiso de los ciudadanos a actuar
políticamente, en todos los ámbitos del quehacer nacional. Se conformaría así como el lugar de
expresión de la sociedad civil plural, el escenario del diálogo y la lucha por sus aspiraciones,
valores y propuestas.
En otras palabras, frente a la hegemonía de la ‘democracia del mercado’, la teoría arendtiana
de la expansión pública de la ciudadanía parte de la inseparable vinculación entre las instituciones
del Estado y la Sociedad civil como el camino más apropiado para que las mediaciones del Estado
constitucional democrático permitan desarrollar el proyecto del autogobierno del pueblo. El
republicanismo cívico arendtiano no admite, pues, que el Estado, o el mercado, se arroguen -
ubicuamente- el papel de árbitro de las necesidades de la sociedad,34 como si de un organismo
invariable y omnipresente se tratara, según nos tienen acostumbrados los autoritarismos de todos
los signos ideológicos, y, ahora también, el neopopulismo chavista.
Así como Tocqueville consideró que el gran mérito de la democracia norteamericana fue el
haber producido [cito:] “una ciencia política nueva en un mundo completamente nuevo (...) porque
en tiempos de revolución, (…) el espíritu del hombre deambula entre tinieblas y hace falta
entonces, crear un nuevo saber”,35 también hoy surge la necesidad de construir un nuevo
paradigma de la política, que sea capaz de articular críticamente las representaciones sociales, de
analizar los discursos políticos hegemónicos y los anti-hegemónicos y de detectar las prácticas
culturales emergentes; que logre modificar el viejo esquema de relaciones entre los dirigentes y los
dirigidos, entre los intelectuales y el pueblo, y que genere un nuevo proyecto ético-político que
haga posible la recuperación del protagonismo de la ciudadanía en la búsqueda del bien común (la
eudaimonía), no sólo para poder subsistir, sino, sobre todo, para vivir libre y dignamente. Este es el
verdadero desideratum del republicanismo cívico, tal como fuera formulado por Hannah Arendt.
33
LECHNER, N., “¿La política debe y puede representar a lo social?”, en DOS SANTOS, M. (Coord.), ¿Qué queda de
la representación política?, Caracas, edit. Nueva Sociedad, 1992. pp. 136-137. (énfasis míos).
34
En otros textos he desarrollado mi crítica, desde una perspectiva ‘arendtiana’, a lo que he denominado las antinomias
de la democracia liberal. Véase, KOHN, C., “Consideraciones acerca de los substratos ‘éticos’ de la teoría liberal de la
democracia”, en BARRETO, L. M. (Coord), Ética y Filosofía Política en Venezuela, Caracas, edit., CEP/FHE, 1997,
pp. 93-125. y KOHN, C., Las paradojas de …, op. cit., esp. pp. 23-77.
35
TOCQUEVILLE, A. De, Democracy in America, New York, 1945, Vol. II. p. 33.