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LA TERMINACIÓN DE LA ADOLESCENCIA.

Alcira Trilnik de Merea

Pero no es malo comenzar con esta rebelión desnuda: en el origen de todo, está, primero>, el
rechazo. Ahora que se alejen los viejos, que dejen a este adolescente hablar a sus hermanos: "Tenía
veinte años y no permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida” JEAN PAUL SARTRE,
prólogo a Aden Arabia, de Paul Nizan.

¿Concluye la adolescencia? Mucho se ha dicho sobre los prolegómenos y el advenimiento de la misma,


su prototípica conflictiva, su fuerza pulsional, la ambivalencia y el sufrimiento afectivo de los adolescentes.
Relativamente menos se ha hablado sobre las condiciones que permiten su conclusión. Hay un hecho que
resulta contundente y que quiero considerar aquí: con la terminación de la adolescencia, termina la
infancia.

Nuestra cultura propicia y tiene expectativas acerca de que un niño deje de serlo; el comienzo psicofísico
de la pubertad, con los notables cambios corporales y actitudinales, es muy esperado. ¿Pero ocurre lo
mismo con el fin de adolescencia? ¿Cuándo se observa dicho fin? En este caso el límite no es tan preciso y
no es solamente por atenemos a la singularidad de cada proceso, a sus circunstancias, a las tramas familiar
y social en las que están insertos. Pareciera que, junto con los descubrimientos científicos que alientan un
promedio de vida más elevado, la adolescencia se equipara a un ideal de juventud y no solamente a un
período vital y evolutivo que va a dar lugar a la misma.

¿Cómo propiciar y alentar su conclusión si la imagen adolescente impone su estética, marca las
tendencias, los gustos, el lenguaje y su particular jerga, la moda, los éxitos musicales y deportivos? ¿Cómo
promover su fin si deja el sufrimiento para el interior de las familias y reserva para el adolescente el
desparpajo, la omnipotencia, el desafío, si se impone el ideal de cuerpos sexuados perfectos en detrimento
de adolescentes con una genitalidad desarrollada, pero con una psicosexualidad incipiente y grandes
desafíos por delante? ¿Cómo encarar el desafío que implica, en una etapa de conmovedora crisis vital,
integrar pasado y presente hacia un futuro con identidad y proyecto personales?

A pesar de estas dificultades, consideraré algunos parámetros que permitan vislumbrar el pasaje de la
adolescencia hacia la adultez, con la convicción de que es el abandono de la infancia la circunstancia más
conmovedora de este período de la vida. 1

BRECHA GENERACIONAL.
El conflicto generacional surge como problemática de muchas de las consultas, debido a que los espacios
psíquicos, lugares y roles asignados se trastocan y se confunden, junto con estados de ánimo también muy
cambiantes. Si los padres se conducen como padres excesivamente “amigueros”, situación en la que todo
es aceptado, estimulado y compartido, impiden la lucha necesaria, que deparará el desprenderse y
consolidar su propio estilo y manera de ser, a partir de -y a su vez dejando de ser- el niño que se ha ido.

En momentos en los que la confusión y las posibilidades yoicas son tan extremas -ausencia de límites o
límites infranqueables, padres como amigos o padres como enemigos -que tienen una actitud poco
amistosa o que constituyen una rivalidad estimulante- son los que impiden que el conflicto generacional
sea la vía del logro de una psicosexualidad en continua revisión y desarrollo.

La confrontación generacional es, así, estructurante. Si no confrontan con sus hijos, ya sea porque los pa-
dres, temerosos de perder la juventud, lo evitan, o porque temen perder el amor infantil de sus hijos y no
se animan a poner límites, actúan, en ambos casos, como cómplices, idealizando la fuerza de los
adolescentes pero impidiendo la natural necesidad de ser “matados” por ellos. El miedo a poner límites
por parte de los padres, contrastará con la búsqueda de los adolescentes de dichos límites, a veces “sea
como sea”, porque es la posibilidad de crecer.

Por otra parte, la necesidad que tiene el adolescente de encontrar nuevos parámetros identificatorios,
de romper ataduras con los estilos relaciónales previos (sin “romperse” en el intento), creando un estilo
personal y original, genera a veces en los padres tal fuerza de oposición, de rigidez, de incomprensión y de
intolerancia, que los lleva a ver a esta etapa de crisis positiva como una afrenta a los modelos y pautas
familiares y sociales establecidos. Por ende, los padres la consideran digna de coartar o de limitar, no con
la autoridad adulta que renueva y alienta el cambio, sino con un autoritarismo vejatorio de la búsqueda
que implica la adolescencia.

La sociedad, con sus particulares políticas educativas y laborales, tiene una fuerte responsabilidad en la
necesidad de establecer un límite afectuoso, un límite que, reconociendo su propia necesidad, no mande
“al frente” (¡tantas veces es y ha sido así!) al adolescente, creyendo que, como suele “enfrentar”, puede
todo ilimitadamente.
En la siguiente viñeta clínica, alguno de los aspectos señalados dificultan el proceso de conclusión de la
adolescencia-infancia.

Mariel, de 22 años, excelente estudiante de abogacía próxima a graduarse, consulta debido a que desde
hace un par de meses, y por primera vez en toda su carrera, no puede estudiar, ni concentrarse, sufriendo
palpitaciones y sensación de ahogo (angustia). Es muy evidente, tanto para la inteligente joven como para
su entorno, que estos síntomas se relacionan con su próxima graduación, ya que nunca tuvo dificultades
en el estudio, siempre supo lo que quería hacer, y por influencias familiares tiene buenas posibilidades
laborales. Se piensa Independizar próximamente, hecho que toda su familia toma con “naturalidad”. Todas
estas explicaciones que; se da a sí misma y comparte con otros, no alivian su malestar. Dice que esto que
siente (angustia) quisiera sacárselo de encima, pero que, a su vez, le hace poder decir “no sé”. Éste es un
pensamiento que muchas veces escuchó en otros, pero nunca lo había podido sentir como propio.

Al indagar sobre el comienzo del síntoma, recuerda una situación que la conmocionó intensamente.
Estaba en un bar cercano a la facultad, con un grupo de amigos, y de casualidad entraron sus padres; al
verla se acercaron a la mesa y saludaron a todos. Uno2de los amigos, al volver del baño, le preguntó: ¿Ésa
pareja son amigos tuyos? Risas, comentarios... Mariel recuerda que tras las risas, sintió como una puñalada
en el pecho (angustia). ¿Cómo los padres van a parecer amigos? O ellos son “demasiado” chicos o Mariel
es “demasiado” grande... ¡Confundirlos con compañeros! Si son iguales a ella, seguirán siendo siempre
iguales... ¿Y la brecha generacional que los diferencia? ¿A quién se parece ella? ¿Tiene algún proyecto
“distinto y propio”? ¿Qué va a dejar o cambiar?

Si bien Mariel, en el comienzo de la adolescencia, alrededor de los 14 o 15 años, tuvo fuertes peleas y
rebeldías y cree verse a la distancia como una “perfecta” adolescente, ahora piensa que para dejar de
serlo, tiene que pasar -y desea hacerlo- por ciertos cambios, pero especialmente tiene que transitar
incertidumbres mayores que las perfecciones acostumbradas. Está en juego algo tan vital como concluir la
exogamia. Reconoce que si sus padres parecen una pareja tan joven, es un tema de ellos y no implica que
Mariel deba ubicarse en el medio o a su lado, replicando la triangularidad vivida en su infancia. La alienta la
juventud que preservan, pero ella no puede permanecer como una nena para impedir su envejecimiento:
debe armar su propio y verdadero proyecto de vida y de realización personal.

Éste es una “graduación” que le resulta más ardua que su graduación universitaria, pero ambos procesos
concluyen con formas de procesamiento más personales y auténticas:

LA CONFLICTIVA EDÍPICA. CAMBIOS EN LA MODALIDAD DE DEPENDENCIA.


La conflictiva edipica se reactualiza en esta etapa en toda su magnitud, pero también se reactualiza en la
generación de los padres. El Edipo no es un conflicto cerrado, como no es cerrada su resolución; interjuega
en las distintas etapas de las relaciones familiares.

El nacimiento de un hijo -y esencialmente el primero- es conmocionante y tiene un sentido iniciático: se


“aprende” a ser padre con el hijo, con la casi única e importante experiencia del hijo que uno ha sido y de
la atención, cuidados y expectativas que aquella situación ha generado. Es como si existiera una “marca”
corporal, una disposición, un estilo acuñado.

No estoy dejando de considerar todas las modificaciones, alternativas, búsquedas, oposiciones y


remodelaciones que la vida -en sentido amplio- y el propio sujeto han modelado a partir de dicho
comienzo particular. También la adolescencia, y las modificaciones en el psiquismo que ésta acarrea,
tienen un carácter iniciático para el sujeto, para el entorno y la familia. ¿Iniciático en qué sentido? Para el
adolescente, en la medida en que él ya tiene un cprto pero delimitado pasado, un presente contradictorio
y cambiante, con plenitud genital (pero no psicosexualidad), con un yo pletòrico y con un
“inconmensurable” futuro en donde podrá forjar al adulto que desee y el mundo de sus expectativas. El
adolescente relaciona (además de sus pares) con adultos en los que la proporción entre el pasado y el
futuro es opuesta a la suya, teniendo en cuenta que el presente de sus padres es habitual que coincida con
la edad media de la vida. En ambos polos, las estructuras triangulares se conmue ven. Los adolescentes
comienzan a ver a sus padres no solamente desde esta perspectiva, sino como hombre y mujer, con todas
las fantasías, deseos, conflictos y temores, y son mirados por ellos como hijos que ya son también hombre
y mujer, y que deben preservarse del incesto y lograr la exogamia, eligiendo a otro hombre o mujer. Los
padres también reactualizan dicha conflictiva edípica, tanto frente a la renuncia del deseo sexual sobre sus
hijos adolescentes como del que debieron ejercer, en su adolescencia, frente a sus propios padres.

Puede parecer una falacia el hecho de que esté planteando que, para dejar atrás la adolescencia, en rea-
lidad lo que hay que concluir es la infancia, esa infancia que contenía todas las expectativas largamente
acuñadas para cuando “uno fuera grande”. ¿Quiénes son 3 los “grandes” de la infancia? Los padres y los que

desempeñen una función y/o rol que permita una dependencia afectiva que sostenga y a su vez dé
posibilidades de crecimiento yoico. La dependencia afectiva respecto de los objetos de amor no cede en el
curso de toda la vida. Cambia en cuanto a su función, su singularidad y su potencial estructurante. Pero, si
hablamos de concluir la infancia, es una particular dependencia afectiva la que se interrumpe. Podríamos
pensar que, al promediar la adolescencia, el joven está en condicione« afectivas favorables para acoger a
otro en estado de dependencia, tal como él lo fue en sus orígenes. Esto puede implicar llegar a un estado
mental en donde la paternidad es posible, o todo tipo de relación en donde el joven-adulto puede
sostener a alguien (o alguna actividad o proyecto) que dependa de él.

Estoy propiciando, entonces, considerar esta posibilidad como un parámetro de terminación de la


adolescencia -con la relativividad que se debe considerar dicha superación- y, esto sí es más taxativo, la
infancia y el particular vínculo de dependencia con las figuras parentales. A su vez, es necesario recordar
-de acuerdo con lo conceptualizado por Peter Blos (1980) al hablar de la transición adolescente- que este
gran movimiento, con adhesiones y rechazos tan marcados, con cuerpos que se desarrollan y se mueven
llenando el espacio, imponiéndose y haciéndose notar, produce el sufrimiento que conlleva la
contradicción entre la grandiosidad narcisista y el sentimiento contrario de “no ser nadie”, con vivencias de
impotencia, de no ser comprendido y de desesperación en tanto existe la perentoriedad de la pérdida
objetal. Así, los cambios de estados de ánimo son intensos y frecuentes, a veces sienten que se puede
modificar el mundo y confiar en el cambio que pueden proponer y realizar, y en otros momentos creen
que nada ni nadie es posible, sienten tristeza, sensación de vacío y de falta de sostén benévolo, como la
pérdida de un medio ambiente -parafraseando a Winnicott “suficientemente bueno”.

Promediando este período, hay un trabajo que cede, que cambia el estilo de dependencia infantil y
promueve un humor y estado de ánimo con menos “sobresaltos”. Con los proyectos, se comienza a armar
una nueva versión de la historia infantil, es frecuente el interés por los antepasados, las polaridades se
atenúan y se empieza a “ser grande” con el dolor y la fuerza de depender más de las propias posibilidades.
En aquella ambivalencia y lucha -dejar de ser el niño que depende, ser el grande con proyectos de
independencia- el conflicto debe ser externalizado, lo que por otra parte, al igual que acontece en la
infancia, da posibilidades de resolverlo. La agresión se dirige a las instituciones, a la sociedad, como otrora
fue predominantemente con respecto a las figuras parentales. Se comienza a consolidar la visión del
mundo y de sí mismo, la manera de ser y el conocimiento de los “puntos débiles”, y así, poder tolerar,
esperar, confiar, conocer la vulnerabilidad y falencias propias y ajenas es otro “gran” y posible desafío.

Miguel, de 24 años, acude a la consulta muy angustiado, luego de que su novia Claudia, dos años menor,
le plantea el deseo de terminar la relación que tenían desde hacía más de dos años. El joven relata
pormenorizadamente la diferencia entre las dos familias, la suya y la de Claudia. La propia, con pautas de
exigencia, esfuerzo, orden, realización personal y mayor bienestar económico. Miguel es un reciente
graduado en ingeniería y ya ha comenzado a trabajar, luego de algunas pasantías. La familia de Claudia es
un “desbole”, a veces no hay comida, no se organizan, no respetan horarios. Claudia a su vez es irregular en
el estudio, empieza y deja actividades, no parece ser responsable. Miguel señala cómo la ha ayudado a
estudiar, a que se organizara mejor, incluso proponiéndole ayuda económica frente a dificultades de su
familia y regalándole cosas que pudiera necesitar. Hace un relato minucioso -casi reiterativo- de la familia,
y de Claudia como parte de ella. ¿De quién está enamorado?, ¿quién lo deja? Claudia lo quiere como
novio, si bien a vecéis le resulta facilitador que Miguel le resuelva sus necesidades. Pero Miguel se ubica
casi siempre en un rol familiar paterno-materno y evita así su propia urgencia de “ruptura” filial y de
armado del proyecto personal de su posible familia, con su propio estilo. Siente que su madre y padre
dadores, "ordenados” (ordenadores) le reclaman una fidelidad que vulnera la conclusión de una
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modalidad de dependencia infantil. La angustia que ha generado lo inesperado de esta ruptura, dará
posibilidades a Miguel de revisar que, como novio, se ubica en el lugar de un padre o madre “dador”,
reactualizando esa misma ubicación para sí mismo y por lo tanto evitando su propio “rompimiento” con las
figuras parentales, hacia la exogamia. Poder tolerar que en dicha ruptura hay un acopio afectivo y no un
desligamiento implica el dolor de dejar de ser el chico protegido y sustentado por sus padres, en pos de su
propio proyecto afectivo.

IDENTIDAD SEXUAL.
La posibilidad de establecer una identidad sexual definitiva se suele considerar como otro criterio de ter -
minación de la adolescencia. ¿Es definitiva? Me interesa considerar algunas ideas, desde lo individual, lo
intersubjetivo y lo social, para el replanteo de este parámetro.

En primera; instancia, el concepto de identidad sexual proviene de la asunción de la identidad sexual


“origina que todo chico debe aceptar, luego de tener que descartar la bisexualidad tan complaciente de los
primeros años de vida. La actividad sexual a la que el adolescente accede no ofrece ninguna garantía de
que se haya logrado una identidad sexual definitiva. Haciendo un rodeo y tomando el término “definitivo”,
observamos que en esta edad las relaciones tienden a que haya muchos amores “definitivos”, muchas
veces “definitivos”, pero con temor a implicarse en un compromiso afectivo “definitivo”.

Si cotejamos esta situación con consultas por niños a los que la salida de la bisexualidad les resulta muy
dificultosa, con vivencias catastróficas de pérdida, pareciera que en el adolescente (y los que persisten
atrapados en esta problemática), frente a la perentoriedad de satisfacer la pulsión, la búsqueda del otro es
intensa, pero también suscita temor y ansiedad de castración vinculados con el del atrapamiento afectivo.

Sabemos que en el comienzo de la pubertad es habitual que los chicos “ensayen” con un par de su
mismo sexo en la búsqueda del ejercicio de su propia genitalidad, pero esto no implica, de ninguna
manera, desviación ni conflicto de identidad sexual. Con los medios que se obtienen en la infancia, el
proyecto de vida se hace en la adolescencia y, por ende, la psicosexualidad en su sentido más amplio
también se concreta y se apuntala en dicha etapa.

Pareciera que nuestra sociedad está tendiendo a “infantilizar” -en tanto se exalta la ambigüedad en de-
trimento de los hitos que marcan la diferenciación de identidad sexual- en la medida en que sobrevalora el
cuerpo y el estilo adolescente. Esto lleva a una tendencia a lo “indefinido”, que se halla cargado, a su vez,
de mensajes ambivalentes: por un lado, la permanencia de una identidad de niño, idealizada pero fallida,
y, por otro, la exigencia de desempeños y logros acordes con lo “esperado”, lo cual no propicia proyectos
identificatorios que vehiculicen el pasaje de la adolescencia hacia la adultez. El permanecer adolescente
da garantía de no diferenciación, de no cambio, en un momento en que el logro de una remozada
identidad otorga, a su vez, la posibilidad de establecer un propio proyecto de vida afectiva.

Los chicos, hasta alrededor de los 3 años y debido a que la represión aún no está enteramente instalada,
no asumen la identidad del sexo con el que han sido dotados, y es así como pueden ser alternativamente
nena o nene, que “tiene” y “hace” bebés. Y es en este sentido que hablo de una perpetuación social de lo
infantil, de la cual los medios y la publicidad son sus más fuertes transmisores, dado que vierten mensajes
de ambigüedad y de valorización de este rasgo, el “vale todo” que indica los fallos de la represión
necesaria para concretar, en la adultez, los proyectos adolescentes. Porque los proyectos se van tejiendo
en esta etapa, pero se necesita un medio (familia, sociedad) que los avale y que permita su concreción.
Esto resulta tan válido y necesario en el aspecto 5de la identidad sexual como en el plano de las
oportunidades del desarrollo educativo y laboral. El mecanismo de la represión, que implica un importante
logro yoico y de identificación con el progenitor del mismo sexo, requiere, por supuesto, ciertas
condiciones vinculares y, de manera fundamental, la aceptación y el dolor, en tanto duelo, por “no tener
todo”.

Es por esto que, cuando se “infantiliza” u, opuestamente, se “adultiza” al adolescente, poniéndolo en el


pedestal del que todo lo puede o en la ignominia de carecer de todo, en referencia a las posibilidades que
la sociedad le restringe, no se lo ayuda a dilucidar uno de los dilemas qué más lo acechan, esto es, tener
que elegir, y elegir supone desechar y perder. Esto se refiere tanto a la asunción de la identidad sexual
como a la elección de pareja, o a la elección vocacional. Esa elección es una posibilidad, un logro y una
concreción que, en la instancia de la asunción de la identidad sexual, requiere, como ya ocurrió a
temprana edad, una adecuada represión. Y también requiere una sociedad y un marco familiar inserto en
ella que acepte la brecha generacional y la pérdida -y el logro- que implica la terminación de la infancia-
adolescencia en el camino hacia la adultez. Situación que se engarza con el otro parámetro que consideré
como salida de esta etapa: la posibilidad de ejercer, con y hacia otros, un vínculo de delincuencia afectiva.

CONCLUSIONES.
En el comienzo de la adolescencia, es habitual observar fantasías de autoengendramiento que permiten
el importante proceso de consolidación de la identidad y que, promediando aquélla, da lugar a reconocer
y reconocerse en el propio estilo y manera de ser. Aunque, si dichas fantasías son muy intensas, llevan a
que el adolescente se sienta críticamente incomprendido, a que no encuentre lazos que lo liguen a su
familia, a sus progenitores. Y su entorno familiar se siente sorprendido e inexperto frente al
desconocimiento de alguien tan abruptamente “distinto”.

Este movimiento afectivo vehiculiza la salida a la exogamia y la necesidad del reconocimiento del armado
de su propio proyecto vital. Por supuesto que, en este recorrido, suelen acontecer muchos temblores y
terremotos. Esta metáfora intenta reflejar la intensidad y la ambivalencia de las emociones que se
transitan: omnipotencia-impotencia, certeza-incertidumbre, fortaleza-debilidad, plenitud-vacío,
reconocimiento-desconocimiento, soberbia-inocencia, ternura-odio. Al concluir la adolescencia, este
tembladeral de oposiciones y cambios permanentes va cediendo, en la medida en que el adolescente se
consolida en su identidad y se reconoce a sí mismo y a los demás en su propio estilo y manera de ser.

Quisiera resaltar acá que la facultad del adolescente de “pensar” a otro dependiendo de él, instala en la
subjetividad la posibilidad de ser padre o madre. Ello no implica que él/ella necesite esa concreción, pero sí
le permite salirse del lugar “único” de hijo y tener la vivencia de reconocer a los padres, con sus fallas y sus
aciertos, sus carencias, sus posibilidades, su presencia y su ausencia. Tal vez sea por esta causa que la
conclusión de la adolescencia traiga muchas veces tanta “calma” frente a la turbulencia pasada, pero
también tanto dolor de dejar de ser el hijo y el chico que se ha sido. Proceso arduo y doloroso en el que a
veces permanecen algunos adultos, lejos ya de la edad de la adolescencia, en la perpetua ilusión, reclamo,
demanda o eterna espera del encuentro con los padres anhelados de la infancia, ya sea por su previa
bonhomía o benevolencia, o por la experiencia opuesta de distorsiones o carencias vinculares, reales o
imaginarias.

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