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El último intento de reconciliación había terminado como los demás: mal. Cuando
me quedé solo, y como para ir sacándome el óxido, busqué compañía en la red. Así las
señorita muy prometedora y que se veía apurada. Al segundo whatsapp me envió una
pasaría a buscar por su casa, Hipólito Irigoyen y Entre Ríos. Enfrente del Congreso.
una “cita tuerta”, si consideramos que al menos había visto una foto. Llegué puntual,
21.30 estaba tocando el portero eléctrico. Una voz que se me antojó bastante chillona —
cosa que atribuí a la mala calidad del parlante—, contestó con un “ya bajooooooooooo”.
sorpresa absoluta fue la mía. El ímpetu de mi mirada quedó helado al cruzarme con la
había pensado, “Para ellos la verdadera fotografía artística es en blanco y negro”; pero
no, tal vez cuando sacaron esa foto no se había inventado la de color.
Mi madre media un metro y medio y pesaba cien kilos, si Freud tenía razón, me
deberían encantar las gordas y petisas, por eso del Edipo, y esta señora era un calco de
mi santa viejita, bueno, con un par de años menos. Declaraba cuarenta años en el perfil,
pero se había olvidado veinte, tal vez en la heladera o en la mesa de luz, al lado del vaso
con la dentadura postiza y los potes, tamaño maceta, de crema antiarrugas. Ella me miró
de arriba abajo, no dijo palabra. Se notó que la había impactado. Con su primera frase
confirmé que el parlante del portero eléctrico era de excelente calidad. Sin salir de mí —
pidió que la llevara a un barcito que estaba a una cuadra, cruzando avenida de Mayo.
—Es muy tranquilo y se puede conversar— dijo. Con cara de póker y portándome
como un gentleman, acepté y hacia allí partimos. Le ofrecí el brazo, pero me parece que
no lo notó. El lugar distaba mucho de ser un barcito de esos donde se busca algo de
intimidad —esa idea me producía en fuerte escozor—, la vidriera tenía escrito “PIZZERÍA-
MINUTAS”. Me pidió sentarse frente al televisor, aún ignoro por qué. Al llegar el mozo, ni
—Tráeme unos ravioles con mixta y poné la tele en la novela del trece.
buena mujer. Entre deglución y deglución, comentaba con su voz de pito que buscaba
hombres jóvenes. Que la química era muy importante, y química va, química viene, sentí
cómo su delicado piecito, con algo o quizás con demasiada violencia, refregaba mi
piel. Le demostré que soy muy hombre, no exhibí un solo gesto de dolor, solo saqué la
sangre chupándome el dedo. Qué mujer intensa, pensé. La tengo muerta: estoy en el
horno. Esto me va a salir carísimo y encima tendré que comerme semejante postre.
obra social y lo apasionante que eran las maquinitas tragamonedas del casino de Puerto
Madero. Tuve que dejar, para otra ocasión y otra señora, las frases que había
mí en cuanto nos trajeran el vuelto, y esa imagen me aterraba. Cuando el mozo retiró
el plato, ella escupió con rapidez, dándome con una gota de saliva en un ojo:
—Servime un flan casero con doble crema y mucho dulce de leche.
A esta altura, sus ojos parecían invitar a una lujuriosa noche —aunque un sonoro
eructo con aromas al ajo de la salsa me hiciera dudarlo—, los míos ya habían leído los
nombres de todas las botellas que cubrían el mostrador. Mi rostro variaba entre un blanco
mortuorio y un rojo que tornaba a un violeta asesino. Al llegar el postre la vejiga me dio la
excusa para buscar mi salvación. Pedí educadamente permiso —ella siguió tragando
obnubilada por el flancito—y me dirigí al baño. Con bastante trabajo y a expensas de que
las costuras de mi pantalón dijeran basta y mi bóxer con lentejuelas —el de las noches
calientes— quedara a la vista, pude escaparme por el tragaluz. Claro: caí sobre un
contenedor de basura donde se acumulaban por días los restos de comida del bar. Ni
siquiera el perfume francés que llevaba pudo ocultar el tufo que emanaba de mí. Traté de
parar un taxi: quizás por mi apariencia, recién el cuarto frenó y accedió a llevarme. Lo
conducía un señor muy mayor, tal vez corto de vista y con seguridad sin olfato.
Luego de pergeñar una excusa para ocultar mi valiente fuga, tomé mi IPhone para
llamarla. Antes de que pudiera marcar su número, sonó el mío. Una voz chillona y
conocida, me dijo que había recibido un llamado de su vecina Clotilde. Al parecer había
olvidado leche en el fuego y el incendio que eso provocó requirió la valerosa actuación de
varias dotaciones de bomberos. Con todo el dolor de su alma, debía abandonar la cita.
había rechazado, tal vez? Volví al bar. Se me caía la cara de vergüenza de solo pensar
en que el mozo tuviera que pagar nuestra cuenta. Ni bien me senté, pedí un plato de
ravioles con mixta, peceto y gratinados con mozzarella. Tenían muy buena pinta.
Tyrion Lannister