You are on page 1of 3

Ella y su sonrisa

Salí de la cantina con la cabeza muy pesada, mareado. Había tenido la


reunión anual con los compañeros de la Escuela. Tomé mucho vino y no
del mejor. La avenida estaba desierta, el viento fresco me despejó un
poco.
Cuando la vi pensé que era culpa del alcohol. Ella caminaba con
indiferencia por Libertador.
Desde hacía más de treinta y cinco años era solo un hueco en mi alma. No
sabía si tenía enfrente a un espejismo, a un fantasma o a una persona
real. Lo que fuera daba igual. Era ella y solo eso importaba. Parecía una
foto de aquella época, como si el tiempo no hubiera pasado. Llevaba el
mismo vestido que le compré para que usara en el viaje. Me contempló en
silencio como un felino que acecha a su presa, como si supiera que estaría
ahí, como si supiera que me encontraría y no podría escapar.
Entró en mi vida una noche, al volver de un operativo muy pesado.
Inmóvil, desnuda, atada a la parrilla parecía una de tantas, pero desde el
primer momento fue especial. A pesar de estar indefensa, no habló, no
suplicó piedad y mantenía una actitud orgullosa que no la abandonó en
ningún instante. Le sacaron la capucha para darle máquina en los labios y
las encías. Su mirada, fascinadora como la de un gato, me sublevaba. No
la podía resistir, fue una lucha entre pupilas, corta y salvaje. Me venció,
su dignidad pudo conmigo. Destruyó el tenaz instinto de Caín que
marcaba mi existencia.
Quiso controlarse, pero no pudo. Cuando gritó, caí en la cuenta que era
humana. El humo que salía de su carne quemada asaltó mi nariz y
provocó una sensación inolvidable de poder absoluto. Me excitó como
nadie lo había hecho antes. El Turco la quiso violar y reaccioné mal, le
puse el fierro en la cabeza. Levantó los hombros y con cara de no
entender nada lo dejó pasar, me salvó la vida, si se hubiera quejado era
boleta.
Solo yo debía ser el encargado de darle placer o dolor, el dueño de su
vida, y su destino. Solo yo debía ser su juez y su dios, su único dios.
Cuando le pedí al Tigre por ella rugió un insulto. Su puñetazo en el
escritorio hizo que varias carpetas terminaran en el suelo. Levantó las
cejas por arriba de los lentes, me apuntó con una birome y dijo sin
vueltas que era un imbécil, que parecía un nene caprichoso. Tuve que
comerme un discurso sobre el deber y lo importante de nuestra misión,
que la historia nos recordaría como héroes y todo eso. De a poco lo
ablandé. Logré que me dejara disfrutarla un par de meses. Con una
sonrisa de lástima y una palmada en la espalda, señaló la puerta y me
apuré a salir antes de que volviera a enojarse
La fui a buscar y lo que encontré me hizo estallar la cabeza. Tiritaba en
un rincón, mojada, con quemaduras en los pezones, las costillas con un
disfraz de cebra en azules y morados, un zapato dibujó de rojo la suela en
un muslo, los ojos violetas y casi cerrados. Era un despojo. Tenía la cara
sucia de sangre y los labios deshechos. Apestaba, se había hecho encima.
Volví a ver al jefe. Con su habitual sutileza, es decir a los gritos, sugirió
que no abusara de su paciencia y me hizo acordar que el trato normal
para todos era ese. Su consejo paternal, en realidad una orden, fue que no
debía engancharme. Para qué sufrir, si estas cosas, más temprano que
tarde, siempre tenían el mismo final. Todas terminaban igual. La pasó a

página 1 de 3
una celda en solitario y dijo con un gruñido que la aprovechara, porque
no era un regalo, era un préstamo a plazo fijo.
A pesar de su continuo rechazo, no puedo explicar lo que sentía por esa
mujer. Conocí la felicidad extrema, siempre con la adrenalina al máximo.
Existía una única certeza, no había futuro. Por eso la poseí cada mañana,
cada tarde, cada madrugada. Era la forma de saberme vivo, de afirmar mi
dominio. De comprobar nuestra existencia, que cada instante fuera real y
no producto de mi imaginación golpeada y cada vez más enferma.
Una noche, el jefe puso su mano en mi hombro, se disculpó, dijo que no
era cosa de él, que la orden venía de arriba y que se había decidido el
traslado. Ya no pude oponerme. Era ella o yo. Tal vez hubiera sido mejor
si nos hubieran llevado a los dos.
Imposible olvidar el último día. Le compré jabón, champú y conseguí que
le habilitaran el agua caliente. Su piel fue más especial, más tibia. Su pelo
más brillante. Lo hicimos. Hasta creo que lo hizo con ganas, que le gustó.
Aún tengo sus ojos de repugnancia incrustados en la cabeza, cuándo de
rodillas frente a mí, su boca daba la medida perfecta del placer. Fue como
bendecirla. Quise que llevara mi sabor en la boca hasta el fin.
Era tan lindo el vestido nuevo. Gasté lo poco que me restaba del sueldo.
Siempre me gustaron los vestidos bobos, aniñados, y a ella le quedaba
fantástico. Le pedí que se maquillara pero no hizo caso, ni los labios quiso
pintarse. Sabía perfectamente lo que iba a pasar.
Le prometí al Tano unos mangos y lo convencí que le ponga una dosis
doble del pentonaval y que usara una jeringa nueva para que no sufra con
el pinchazo. La subí en brazos y busqué un asiento para que estuviera
cómoda. Arreglé su ropa, la quería impecable, sin arrugas. Dormía. Le di
un beso en la frente y me fui. Mi princesa parecía un angelito.
El avión carreteó lento, era un viejo buitre con la panza llena de
cadáveres que respiraban. De mis párpados desbordaron algunas gotas.
Lo asumí como una ofrenda patriótica. La podía reemplazar enseguida,
caían tres o cuatro nuevas por día. No sirvió, ella era excepcional. Nunca
dijo una palabra, ni una queja, ni demostró odio. Nada. Perdió y se
sometía al vencedor. No tomé conciencia que comenzaba mi peor
pesadilla.
Pasar frente a nuestra habitación vacía me daba náuseas, su falta dolía en
todo el cuerpo. Muchos atardeceres le pregunté a Dios por qué este
castigo, porqué a mí. Las lágrimas iniciales se transformaron en llanto
rabioso y el insomnio en una rutina. No podía controlar el temblor de mis
manos, la acidez provocada por el exceso de vodka y cigarrillos me
doblaba en dos. No podía seguir así. Busqué ayuda y le conté al cura. Dijo
lo de siempre, que nosotros hacíamos la obra divina, que ella era un ser
maligno, con el diablo adentro. No lo aguanté y lo dejé hablando solo.
Decidí buscar y llevarme los andrajos que quedaban de su ropa, para
tener algo suyo, para no olvidar el aroma de su piel. Y así, por fin pude
dormir, abrazado a ellos. Esa cercanía logró exorcizarme. Me desperté en
medio de la penumbra con la extraña sensación en la piel de que me
miraba. Comprendí que me había perdonado.
La soñé todas las noches y la recordé todos los días. Hasta hoy, que
sucedió el milagro por el que recé sin descanso.
Fuimos a un hotel. El conserje abrió muy grande los ojos al pedirle la
mejor suite. Tanto tiempo sin tenerla. Fue la mejor noche que pasé

página 2 de 3
jamás, la sentí como nunca antes pude hacerlo. Tal vez por la soledad, sin
lamentos, sin gritos, sin ruegos. Le hablé de mi pasión, le conté que su
partida me dejó huérfano de vida. Que todo este tiempo fue solo una
muerte lenta, un camino irreversible hacia la locura y lo definitivo. Su
imagen seguía lejana, callada, invariablemente callada, pero mía. Mía.
Salí a la calle. Los primeros rayos del sol peleaban su lugar a la oscuridad.
La resaca, con sus secuelas de sentidos embotados y dolor, había hecho
estragos. Vi que algunos de sus largos cabellos, como si fueran delgadas
serpientes de hielo, se habían pegado a mi ropa. Los toqué y un frío
infinito erizó mi piel. Me desmoroné. Quise recuperar la compostura. Fue
imposible. Quedé inerme y sin voluntad.
Caminé hacia la costanera y me dejé envolver por los sonidos del agua
contra el muro, un aplauso mojado y perpetuo. El vaivén acunaba a los
hijos que no tuvimos, tenía la garganta cerrada y un agujero sin fin en el
pecho. No dejaba de ver a su imagen alejarse cada vez más aguas adentro.
No la dejaría escapar, mi cuerpo debía fusionarse con el suyo, era
imprescindible. Se dio vuelta, hizo una seña con su mano transparente y
la seguí. Me pareció verla sonreír, por primera vez, cuando di el paso
final.

El Cuervo

página 3 de 3

You might also like