Professional Documents
Culture Documents
página 1 de 3
una celda en solitario y dijo con un gruñido que la aprovechara, porque
no era un regalo, era un préstamo a plazo fijo.
A pesar de su continuo rechazo, no puedo explicar lo que sentía por esa
mujer. Conocí la felicidad extrema, siempre con la adrenalina al máximo.
Existía una única certeza, no había futuro. Por eso la poseí cada mañana,
cada tarde, cada madrugada. Era la forma de saberme vivo, de afirmar mi
dominio. De comprobar nuestra existencia, que cada instante fuera real y
no producto de mi imaginación golpeada y cada vez más enferma.
Una noche, el jefe puso su mano en mi hombro, se disculpó, dijo que no
era cosa de él, que la orden venía de arriba y que se había decidido el
traslado. Ya no pude oponerme. Era ella o yo. Tal vez hubiera sido mejor
si nos hubieran llevado a los dos.
Imposible olvidar el último día. Le compré jabón, champú y conseguí que
le habilitaran el agua caliente. Su piel fue más especial, más tibia. Su pelo
más brillante. Lo hicimos. Hasta creo que lo hizo con ganas, que le gustó.
Aún tengo sus ojos de repugnancia incrustados en la cabeza, cuándo de
rodillas frente a mí, su boca daba la medida perfecta del placer. Fue como
bendecirla. Quise que llevara mi sabor en la boca hasta el fin.
Era tan lindo el vestido nuevo. Gasté lo poco que me restaba del sueldo.
Siempre me gustaron los vestidos bobos, aniñados, y a ella le quedaba
fantástico. Le pedí que se maquillara pero no hizo caso, ni los labios quiso
pintarse. Sabía perfectamente lo que iba a pasar.
Le prometí al Tano unos mangos y lo convencí que le ponga una dosis
doble del pentonaval y que usara una jeringa nueva para que no sufra con
el pinchazo. La subí en brazos y busqué un asiento para que estuviera
cómoda. Arreglé su ropa, la quería impecable, sin arrugas. Dormía. Le di
un beso en la frente y me fui. Mi princesa parecía un angelito.
El avión carreteó lento, era un viejo buitre con la panza llena de
cadáveres que respiraban. De mis párpados desbordaron algunas gotas.
Lo asumí como una ofrenda patriótica. La podía reemplazar enseguida,
caían tres o cuatro nuevas por día. No sirvió, ella era excepcional. Nunca
dijo una palabra, ni una queja, ni demostró odio. Nada. Perdió y se
sometía al vencedor. No tomé conciencia que comenzaba mi peor
pesadilla.
Pasar frente a nuestra habitación vacía me daba náuseas, su falta dolía en
todo el cuerpo. Muchos atardeceres le pregunté a Dios por qué este
castigo, porqué a mí. Las lágrimas iniciales se transformaron en llanto
rabioso y el insomnio en una rutina. No podía controlar el temblor de mis
manos, la acidez provocada por el exceso de vodka y cigarrillos me
doblaba en dos. No podía seguir así. Busqué ayuda y le conté al cura. Dijo
lo de siempre, que nosotros hacíamos la obra divina, que ella era un ser
maligno, con el diablo adentro. No lo aguanté y lo dejé hablando solo.
Decidí buscar y llevarme los andrajos que quedaban de su ropa, para
tener algo suyo, para no olvidar el aroma de su piel. Y así, por fin pude
dormir, abrazado a ellos. Esa cercanía logró exorcizarme. Me desperté en
medio de la penumbra con la extraña sensación en la piel de que me
miraba. Comprendí que me había perdonado.
La soñé todas las noches y la recordé todos los días. Hasta hoy, que
sucedió el milagro por el que recé sin descanso.
Fuimos a un hotel. El conserje abrió muy grande los ojos al pedirle la
mejor suite. Tanto tiempo sin tenerla. Fue la mejor noche que pasé
página 2 de 3
jamás, la sentí como nunca antes pude hacerlo. Tal vez por la soledad, sin
lamentos, sin gritos, sin ruegos. Le hablé de mi pasión, le conté que su
partida me dejó huérfano de vida. Que todo este tiempo fue solo una
muerte lenta, un camino irreversible hacia la locura y lo definitivo. Su
imagen seguía lejana, callada, invariablemente callada, pero mía. Mía.
Salí a la calle. Los primeros rayos del sol peleaban su lugar a la oscuridad.
La resaca, con sus secuelas de sentidos embotados y dolor, había hecho
estragos. Vi que algunos de sus largos cabellos, como si fueran delgadas
serpientes de hielo, se habían pegado a mi ropa. Los toqué y un frío
infinito erizó mi piel. Me desmoroné. Quise recuperar la compostura. Fue
imposible. Quedé inerme y sin voluntad.
Caminé hacia la costanera y me dejé envolver por los sonidos del agua
contra el muro, un aplauso mojado y perpetuo. El vaivén acunaba a los
hijos que no tuvimos, tenía la garganta cerrada y un agujero sin fin en el
pecho. No dejaba de ver a su imagen alejarse cada vez más aguas adentro.
No la dejaría escapar, mi cuerpo debía fusionarse con el suyo, era
imprescindible. Se dio vuelta, hizo una seña con su mano transparente y
la seguí. Me pareció verla sonreír, por primera vez, cuando di el paso
final.
El Cuervo
página 3 de 3