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“Si tiramos una piedra, un guijarro, un “canto”, en un estanque, produciremos una serie de ondas
concéntricas en su superficie que, alargándose, irán afectando los diferentes obstáculos que se
encuentren a su paso: una hierba que flota, un barquito de papel, la boya del sedal de un pescador...
Objetos que existían, cada uno por su lado, que estaban tranquilos y aislados, pero que ahora se ven
unidos por un efecto de oscilación que afecta a todos ellos. Un efecto que, de alguna manera, los ha
puesto en contacto, los ha emparentado.
(…) De forma no muy diferente, una palabra dicha impensadamente, lanzada en la mente de quien nos
escucha, produce ondas de superficie y de profundidad, provoca una serie infinita de reacciones en
cadena, involucrando en su caída sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, significados y sueños, en
un movimiento que afecta a la experiencia y la memoria, a la fantasía y al inconsciente, y que se
complica por el hecho de que la misma mente no asiste impasiva a la representación. Por el contrario
interviene continuamente, para aceptar o rechazar, emparejar o censurar, construir o destruir.
Mi primer maestro de narración fue Walter Bovo. También era, por suerte, mi padre. Su
profesión no era la de contar cuentos. Vendía muebles, en aquella época próspera para
las mueblerías, cuando se estilaba que los novios compraran el juego completo de
dormitorio, el de comedor, etc. Yo iba a visitarlo a su trabajo. Lo veía hacer a través de
los espejos de los roperos y tocadores. Decía, señalando el respaldo de una cama:
“cuando ustedes se casen, cuando se acuesten por la noche, van a estar durmiendo al pie
de un bosque de cerezos.” Se refería a la fina lámina de marquetería que sacaban,
efectivamente, de la raíz de los cerezos para cubrir los muebles art deco. Su entusiasmo
para vestir casas ajenas era irresistible. Aunque él terminaba su trabajo de vendedor el
sábado al mediodía, sufría por el traqueteo de los muebles en el camión que los
repartiría el sábado a la tarde.
De aquellas tardes volvíamos con una invitación al casamiento. Y así, aunque fuera
injusto para mi mamá y mis hermanos menores, nos convertimos en el departamento de
relaciones públicas de la familia. Íbamos nosotros solos, con la promesa de regresar y
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Ana María Bovo es actriz y contadora profesional de historias. Dirige una Escuela de Relato en Buenos Aires.
contarlo todo. En la fiesta, él se movía con la gracia de un diplomático, con ese ángel
que debe tener un hombre que vende bosquecitos de cerezos. A la vuelta me decía:
“Ana, contalo vos.” Aunque mi público era incondicional, al final él me llevaba aparte y
me decía: “Estuviste bárbara cuando contaste lo de las cintitas de la torta. Ahora... como
decirte, la próxima vez, no te rías en la parte más cómica. Y este dato que diste al
principio, guardalo hasta el final. Porque ahí tenés un as en la manga... ¿no te parece?”
Por ejemplo, la Hermana María Jesús. La “tuve”, por suerte, en segundo y tercer grado.
Vestía siempre el mismo hábito, el de la Orden de la Inmaculada Concepción. Un
vestuario repetido tarde a tarde que, sin embargo, despertaba en mí tanta curiosidad y
ofrecía continuamente novedades. Era misterioso desentrañar cuánta tela había debajo
de la falda. Terminar de contar las alforcitas que se abrían como rayos de sol sobre el
canesú blanco almidonado. Ver por dónde se le escapaba algún cabello rebelde.
Observar los nudos de los cordones blancos que colgaban de la cintura, enredándose con
las cuentas gruesas del rosario de madera.
Aquél, su único vestido, la erigía hada, princesa, Santa Ana, bruja, enfermera, monja,
virgen, Salomé, según lo que contara.
Al final de cada episodio, cuando estábamos ya sin aliento, ella giraba graciosamente
para tomar el libro de asistencias diciendo: “Y mañana... continuará.”
Gracias a aquella versión apasionada, todo mi grado tuvo después un secreto desprecio
por la “Biblia para niños” que nos entregaron en cuarto grado. Una edición blanca, o
una “historia blanca”, donde faltaba el brillo de los ojos de la Hermana María Jesús. La
amo por atrevida, por apasionada, por española. Porque nos contó lo que ella tenía
ganas de contarse. La hacía feliz compartir aquella historia. Después, el resto del
tiempo, explicaba los demás contenidos amorosamente, cumpliendo su deber: pero ya
no era la estrella glamorosa del momento del relato.
Me dijeron que vive todavía. Que tiene ochenta años. Y sueño con ir a verla. No dudo
de reencontrar el brillo en los ojos si le pido que me cuente una vez más del baile y la
borrachera de la multitud, cuando Moisés está arriba en el monte, esperando recibir las
Tablas de la Ley.
Cuando yo fui docente y empecé a contar para mis alumnos, quizás tenía, sin saberlo, la
ambición de volverme como ella, inolvidable. Desde hace unos años, cuando doy
talleres para docentes, les propongo a las maestras y maestros caer en la tentación.
Abrir, en medio de la clase, un espacio informal para responder a un deseo personal.
Ceder a la molesta voz de la intuición que se entromete en el camino de lo racional.
¿Cómo?, ¿una profesora de biología va a interrumpir un momento de su clase para
describir en detalle su vestido de novia? Pero creo que es precisamente ahí, donde el
docente se vuelve vulnerable, que genera una confianza que es difícil establecer, a
veces, de otra manera.
Hay algunas consignas para agitar la memoria que funcionan como piedritas que se
arrojan a un estanque.
Podemos preguntar a nuestro auditorio: “Si pudieras elegir estar a la sombra de un
árbol, ¿cuál sería?” Y pedirles que cuenten lo primero que les venga a la cabeza,
resguardando la espontaneidad y la brevedad del relato.
“Aquí, en medio de la ciudad (Buenos Aires) me comunico con una amiga sin usar
teléfono. Nuestros edificios son vecinos y, a través de nuestras ventanas, agitando una
cintita roja, sabemos que es la hora de una cita. Bajamos y, después de caminar 200
metros, me encuentro con mi amiga que está enferma, bajo la sombra de un árbol que
hemos dado en llamar “el árbol africano”. Ella me anuncia: tengo fuerzas para una
hora. Cuando ese tiempo termina, ella se vuelve más saludable a su casa...”
“Quiero estar bajo la sombra de una palmera tumbada, en una playa de arena blanca y
aguas azules. La vi en varios afiches publicitarios y cuando viajé a Cancún la busqué y
no estaba...”
Otras consignas posibles son estas: “Si te encontraras con un ser que tiene la
posibilidad de devolverte un objeto perdido, ¿qué le pedirías?” “¿Cuáles son los
zapatos, entre los que tuviste, que más te gustaron en tu vida?”
Estas preguntas pueden ser repetidas por los hijos a sus padres, y armar así una trama
que se abre, se multiplica indefinidamente y provoca una conversación cara a cara entre
los adultos y los niños.