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LOS OJOS DE LOS POBRES (TEXTO Y ANÁLISIS)

Charles Baudelaire: Nace en París, el 9 de abril de 1821, y muere el


31 de agosto de 1867, en brazos de su madre.

Los ojos de los pobres


¿De modo que quieres saber por qué te odio hoy? Te será, sin duda,
más difícil entenderlo que a mí explicártelo, pues creo que eres el más
bello ejemplo de impermeabilidad femenina que cabe encontrar.
Habíamos pasado juntos una larga jornada que me resultó corta. Nos
habíamos prometido que nos comunicaríamos todos nuestros pensamientos el
uno al otro y que en adelante nuestras almas serían una sola; claro que
este sueño no tiene nada de original, como no sea que ningún hombre lo ha
visto realizado, aunque todos lo hayan concebido.
Al anochecer, como estabas algo cansada, quisiste sentarte en la
terraza de un café nuevo que hacía esquina con un bulevar también nuevo y
todavía lleno de escombros, que ya mostraba su esplendor inacabado[1]. El
café estaba resplandeciente. Hasta el gas del alumbrado desplegaba todo
el fulgor de un estreno e iluminaba con toda su fuerza las paredes de una
blancura cegadora, las superficies deslumbrantes de los espejos, los
dorados de las molduras y cornisas, los mofletudos pajes arrastrados por
perros con correas, las damas sonriendo al halcón posado en el puño, las
Hebes y los Ganímedes[2] ofreciendo con los brazos extendidos un ánfora
con jaleas[3] o un obelisco bicolor de helados con copete; toda la
historia y toda la mitología puestas al servicio de la glotonería.
En la calzada, justo delante de nosotros, se había plantado un buen
hombre de unos cuarenta años, con cara de cansancio y barba entrecana,
que llevaba de una mano a un niño, mientras sostenía en el otro brazo a
una criaturita demasiado pequeña para andar. Estaba haciendo de niñera y
llevaba a sus hijos a tomar el fresco de la noche. Todos iban andrajosos.
Los tres rostros estaban extraordinariamente serios y los seis ojos
contemplaban fijamente el café nuevo, con igual admiración, aunque
diversamente matizada por la edad.
Los ojos del padre decían: “¡Qué precioso, qué precioso! Se diría que
todo el oro de este pobre mundo se ha concentrado en esas paredes”. Los
ojos del niño exclamaban: “¡Qué precioso, qué precioso!, pero ése es un
sitio donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros”. En
cuanto a los ojos del más pequeño, estaban demasiado fascinados para no
expresar más que una alegría estúpida y profunda.
Dice la letra de una canción que el placer hace a las almas buenas y
ablanda los corazones. Por lo que a mí se refería, la canción tenía razón
esa noche. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que
me sentía un tanto avergonzado de nuestros vasos y de nuestras jarras,
mayores que nuestra sed. Había dirigido mis ojos a los tuyos, amor mío,
para leer en ellos mi pensamiento; me había sumergido en tus ojos tan
bellos y tan extrañamente dulces, en tus ojos verdes, habituados por el
capricho e inspirados por la luna, cuando me dijiste: “¡No soporto a esa
gente con los ojos abiertos como platos! ¿No puedes decirle al encargado
del café que los eche de ahí?”
¡Hasta qué extremo es difícil entenderse, ángel mío! ¡Hasta qué
extremo es incomunicable el pensamiento, incluso entre aquellos que se
aman!
Contextualización del autor y la obra:

Este escrito que les doy apareció en forma de folletín[4] en El


spleen de París, allá por 1864. Forma parte de los “Pequeños poemas en
prosa” (les recomiendo su lectura, que no es sencilla pero al final uno
sale muy enriquecido).
Corresponden al momento histórico preciso en que, bajo la autoridad
de Napoleón III y la dirección de Haussmann[5], la capital de Francia
estaba siendo sistemáticamente demolida y reconstruida. Mientras
Baudelaire trabajaba en París, las obras de modernización proseguían a su
alrededor, sobre su cabeza y bajo sus pies. Baudelaire se veía no sólo
como un espectador, sino también como un participante y protagonista en
esta obra en marcha; su propia obra parisiense expresa este drama y este
trauma. Baudelaire nos muestra algo que ningún otro escritor ve tan
bien: cómo la modernización de la ciudad inspira e impone a la vez la
modernización de las almas de sus ciudadanos.
El autor habla de “un café nuevo que hacía esquina con un bulevar
también nuevo y todavía lleno de escombros”. Los bulevares habían sido
planificados por Haussmann, quien destruyendo los barrios antiguos creó
avenidas con corredores anchos y largos por los que podían circular las
tropas y la artillería, para desplazarse contra las futuras barricadas e
insurrecciones populares. Además, los bulevares abrieron huecos que
permitieron a los pobres pasar y salir de sus barrios asolados y
descubrir por vez primera la apariencia del resto de su ciudad y del
resto de la vida. Los pobres comenzaron a convivir con los ricos (como
ocurre hoy en gran parte de nuestras ciudades modernas).
La presencia de los pobres arroja una sombra inexorable sobre la
luminosidad de la ciudad. El marco, que mágicamente inspiraba el romance,
ahora obra una magia contraria, sacando a los enamorados de su
aislamiento romántico para llevarlos a redes más amplias y menos
idílicas. Bajo esta nueva luz, su felicidad personal aparece como un
privilegio de clase. El bulevar los obliga a reaccionar políticamente. La
respuesta del hombre vibra en dirección a la izquierda liberal: se siente
culpable de su felicidad, cercano a quienes pueden verla, pero no pueden
compartirla; sentimentalmente desearía hacerlos formar parte de su
familia. Las afinidades de la mujer –por lo menos en este momento- están
con la derecha, el Partido del Orden: tenemos algo, ellos lo quieren, de
manera que haríamos bien en “prier le maître”, llamar a alguien con poder
para librarse de ellos. Así, la distancia entre los enamorados no es
solamente una brecha en la comunicación, sino una oposición radical,
política e ideológica.
Tal vez, incluso cuando él afirma noblemente su parentesco con la
familia de ojos universal, comparte los mezquinos deseos de ella de negar
a los parientes pobres, de sacarlos de su vista y de sus pensamientos.
Tal vez detesta a la mujer que ama porque sus ojos le han mostrado una
parte de sí mismo a la que detesta enfrentarse. Tal vez la división más
profunda no se dé entre el narrador y su amada, sino dentro del mismo
hombre. Si esto es así, nos muestra cómo las contradicciones que animan
las calles de la ciudad moderna repercuten en la vida interna del hombre
de la calle.
Baudelaire sabe que las respuestas del hombre y la mujer, el
sentimentalismo liberal y crueldad reaccionaria, son igualmente fútiles.
Por una parte, no hay manera de asimilar a los pobres en una familia de
acomodados; por la otra, no hay una forma de represión que pueda librarse
de ellos por mucho tiempo: volverán siempre.
LA CONCEPCIÓN AMOROSA DE “LOS OJOS DE LOS POBRES”

“Nos habíamos prometido que nos comunicaríamos todos nuestros


pensamientos el uno al otro y que en adelante nuestras almas serían una
sola; claro que estesueño no tiene nada de original, como no sea
que ningún hombre lo ha visto realizado, aunque todos lo hayan
concebido”.
Baudelaire sugiere lo que años después diría el poeta Rainer María
Rilke:
El amor, en su esencia, es soledad: es una relación entre dos
soledades que se protegen, se completan, se limitan y se inclinan la una
hacia la otra[6]. El amor no es lo contrario de la soledad sino una
soledad compartida, habitada, iluminada –y a menudo también ensombrecida
y molestada- por la presencia del otro.
Y si la humanidad es ser partes de una misma penuria, entonces
consiste en saber que cada uno lleva su propia muerte en sí mismo, como
el fruto su semilla. Estamos solos: somos islas. Por eso nos desesperamos
por tender puentes, y todas nuestras actitudes –religiosas, sociales,
amorosas, amistosas – no son otra cosa que esos puentes.
La visión de la agonía de un ser querido, por caso, nos arroja contra
la soledad inenarrable de toda muerte, que en ese caso implicaría estar
junto a un ser humano, tocándolo, ayudándolo, y tener que admitir, sin
embargo, qué inmensos abismos separan a uno de otro, que la muerte es
una, solamente personal, indivisible, incompartible. Allí nos daríamos
cuenta de que estamos absolutamente solos y desgajados del instante; que
ya no hay comunión posible entre seres que no hace tanto se sabían ramas
de un mismo árbol[7].
Nadie podrá vivir nuestro dolor, ni podremos jamás vivir ni morir por
otro. Como ha dicho Rilke en “Cartas a un joven poeta”, no estamos solos,
SOMOS solos.
La soledad y la socialidad no son dos mundos diferentes sino dos
formas diversas de relacionarse con el mundo. No poder sentir lo que el
otro siente no es un impedimento para amarse y estar juntos. Saberse solo
no es lo mismo que saberse aislado. A muy grandes rasgos, es de prever
que quien se sienta aislado opte por dos extremos igualmente peligrosos:
o se intuye una nada sin importancia en comparación con la vastedad del
mundo; o se consuela con la falsa idea de ser la única persona que
realmente cuenta. Quien se sabe solo es consciente, cuando menos gran
parte del tiempo, de estar rodeado por personas que lo valoran y lo aman.

Respecto del amor:


La cultura occidental, procedente de la civilización griega y
judeocristiana, distingue tres tipos de amor: Eros, Philia y Agapé.
Les aclaro que lo que voy a escribir a continuación no es más que una
distinción teórica, que separa conceptualmente algo que en la realidad
empírica se encuentra mezclado de diversos e insondables modos.
Eros:
El amor erótico es el más egoísta, y tiene que ver con la atracción
física, la pasión, el deseo; podemos caracterizarlo con una cita de
Lucrecio que habla sobre los sentimientos de los amantes:
“Con sus miembros amalgamados, gozan esa flor de la juventud, y ya
sus cuerpos adivinan la voluptuosidad siguiente; Venus va a fertilizar el
campo de la mujer; aprietan ávidamente el cuerpo del amante, mezclan la
saliva, dientes sellados contra las bocas: vanos esfuerzos, porque no
pueden robar nada del cuerpo que abrazan, ni penetrarlo o fundirse en el
otro por completo. Porque, por momentos eso parece que desean…”.
El amante que se encuentra bajo el influjo de Eros ama a su amada
como el lobo ama al cordero. Como diría Ariosto: “Igual que el cazador
que persigue a la liebre, por el frío y por el calor, por montes y
valles; sólo la estima cuando huye y la menosprecia cuando la tiene”.
En este sentido, estar enamorado es amar al otro para bien de uno
mismo. Por eso se torna vital la presencia de otro tipo de amor, si se
quiere, más virtuoso (entiéndase bien, más virtuoso no quiere decir más
necesario): la amistad (philia).

Philia:
Platón ha sugerido que el deseo implica una carencia. Por caso: no
desea salud el que está sano sino el enfermo. Lo que la persona saludable
desea no es la salud presente sino la por venir. Comte-sponville hace al
respecto una distinción que me parece muy iluminadora: él dice que Platón
confunde deseo y esperanza. Por ejemplo: un escritor que ama su profesión
sabe, intuitivamente, que hay un abismo entre escribir y tener la
esperanza de escribir, que es el abismo que separa el deseo como carencia
(esperanza o pasión) del deseo como potencia. Gozamos con lo que hacemos
o con lo que somos toda vez que deseamos aquello que no nos falta. La
diferencia entre esperanza y deseo es la que existe entre el hambre que
tortura al hambriento y el apetito que deleita a un gourmet.
La amistad no es carencia ni deseo de fusión sino comunidad,
fidelidad, ganas de compartir. El amor como philia es el que puede darse
entre marido y mujer al cabo de un tiempo: al comienzo se hace presente
el eros, el hambre, el deseo como carencia, el amor que aferra, que
devora, el amor egoísta. Más tarde se puede aprender a amar al otro
aceptándolo como alguien distinto. Podemos decir que esta capacidad está
ausente en la relación entre el narrador y su amada, relatada por
Baudelaire.
El de la amistad no es un fuego inconstante y fugitivo sino templado
y duradero. La amistad se alimenta y crece del goce de compartir una
charla, de reírnos juntos, de consolarnos mutuamente.
La amistad se funda en la libre elección del otro, y siempre es entre
iguales. Cuenta Montaigne que Arístipo, cuando le acosaban con el afecto
que debía a sus hijos por haber salido de él, se puso a escupir diciendo
que aquello también había salido de él, y que igualmente engendramos
piojos y gusanos.
El mismo Montaigne, al tratar de explicar su amistad con La Boétie,
dijo: “si me obligan a decir porqué le quería, siento que sólo puedo
expresarlo contestando: porque era él, porque era yo”.

Agapé:
El término griego agapé es lo que la iglesia latina ha traducido
como cháritas. Utilizo el término griego porque entre nosotros la palabra
caridad tiene una connotación más de “dar limosna”, y no es eso lo que
intento expresar bajo este concepto.
Hay una frase magnífica, me han dicho que es de Cesare Pavese: “serás
amado el día en que puedas mostrar tu debilidad sin que el otro la
utilice para afirmar su fuerza”. Este tipo de amor es uno de los más
difíciles de lograr, casi se diría que es sobrehumano. En muy pocas
ocasiones, tal vez nunca, llegamos a ser capaces de semejante tipo de
amor.
El amor en el sentido de agapé implica: amar espontáneamente,
gratuitamente, sin motivo, sin interés y casi sin justificación. Esto no
sólo lo distingue de la avidez del eros sino también de philia: la
amistad implica alegrarme con la alegría del amigo, dar placer y amor
porque así recibiré placer y amor, etc. Posiblemente, agapé sea
un desideratum[8] solo al alcance de los santos. Acaso la amistad sea el
único amor generoso del que seamos capaces.
Si una persona nos ama nos da poder: el poder de hacerla
momentáneamente feliz, que es otra forma de decir que nos da las armas
para lastimarla.
Pero vayamos al cuento de Baudelaire:
Los ojos del niño más pequeño “estaban demasiado fascinados para no
expresar más que una alegría estúpida y profunda”. Vale decir, la
fascinación del niño no entraña sentimientos hostiles; su visión del
abismo entre ambos mundos no es agresiva o resentida sino triste y
resignada. A pesar de eso, o quizá precisamente por ese motivo, el
narrador comienza a sentirse incómodo:
“No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me
sentía un tanto avergonzado de nuestros vasos y de nuestras jarras,
mayores que nuestra sed”.
La condición de la pobreza de hoy no se relaciona con la desposesión,
con Penía, sino con la ostentación en la abundancia, Tántalo.
Recordemos que Tántalo es un personaje de la mitología griega que
pasa por ser hijo de Zeus y de Pluto (que no tiene nada que ver con el
perro de Disney). Era muy rico y amado por los dioses, que lo admitían en
sus festines.
Los dioses griegos se mandaban tremendas comilonas, donde bebían
néctar y comían ambrosía (una comida que debía ser todavía mucho más rica
que una parrillada con asado, molleja, chinchulines, chorizo, queso
parrillero, pollo, carne de ternera, y el mejor vino.

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