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El OPRIMIDO COMO OPRESOR

Teoría Literaria IV
Palleros, Martín
14/11/2017

“ El poder sólo se ejerce sobre "sujetos libres" y mientras son "libres"”


Michael Foucault
En el presente trabajo intentaremos demostrar cómo, en una serie de obras de teatro, un con-
junto de personajes identificables con el estrato social de los oprimidos, cumplen el rol de opreso-
res, reproduciendo comportamientos, pareceres e ideologías que son contrarias a sus propios intere-
ses. La dramaturgia argentina, a lo largo del siglo XX, ha representado y teatralizado las tensiones
sociales y las problemáticas que de ellas se desprenden. En este caso, buscaremos un hilo conductor
que problematice lo tocante a esta cuestión, es decir, a los oprimidos como opresores, en las si-
guientes obras: “La granada” de Rodolfo Walsh; “Los prójimos” de Carlos Gorostiza; “Babilonia”
de Enrique Discépolo; “La malasangre” de Griselda Gambaro y “Los escrushantes” de Alberto
Vaccarezza.
Hacia finales del siglo XIX y durante todo el silgo XX una serie de intelectuales comenza-
ron a pensar la historia y la naturaleza de lo real de un modo diferente al cual se lo venía haciendo.
Es célebre la categorización de Paul Ricoeur, quien bautizó a esta corriente como la corriente de los
“maestros de la sospecha”. El filósofo y antropólogo francés puso a la cabeza de la misma los si-
guientes nombres: Marx, Freud y Nietzsche. Cada uno a su modo, proponía que aquello que se nos
presentaba como evidente, en realidad encubría las condiciones de producción auténticas, por decir-
lo de algún modo. Por ejemplo, para Marx cualquier mercancía encubría su proceso de creación,
que estaba basado en la explotación laboral; Freud venía a cuestionar el fundamento monolítico de
la conciencia cartesiana y postulaba que el origen de nuestras motivaciones era de naturaleza in-
consciente; por su parte, Nietzsche declaraba la muerte de Dios; es decir, la caducidad de una ver-
dad última: “no hay hechos, sólo interpretaciones”.
La influencia de este pensamiento se va a extender hasta nuestros días, sin perder un ápice
de vigencia. Sería mejor decir de “estos pensamientos”, ya que una de las principales aristas de es-
tos nuevos aires parecería ser la de combatir cualquier cristalización de una tendencia única. En esta
línea, podemos incluir a Michael Foucault, quien contribuirá a que podamos desandar la temática
que planteamos al comienzo. Este autor de pleno siglo XX, bien podría integrar la prestigiosa lista
que, como se advertirá, requiere como principal requisito la actitud de sospecha. Y si hay alguien
desconfiado, ése es Foucault, incluso de aquellos que han podido contribuir a cambiar la perspectiva
dominante, como lo son los de la corriente psicoanalítica.
En un trabajo titulado “Las redes del poder”, Foucault se propone analizar el poder por fuera
de la concepción freudiana, que había sido la tendencia dominante hasta el momento; esto es, opo-
ner instinto a represión, instinto a cultura. Por el contrario, sostiene el autor, ha habido una serie de
psicoanalistas que han desarrollado concepciones que señalan que estos dos conceptos no son uno el
freno del otro; uno primero, luego el otro (instinto/represión; la ley contiene el impulso), sino que,
por el contrario, la represión forma parte del mecanismo del instinto, del proceso por el cual se
constituye como pulsión. Es necesario, entonces, pensar al instinto no como un dato natural, sino
como una elaboración, todo un juego complejo entre el cuerpo y la ley, entre el cuerpo y los meca-
nismos culturales (1991, pág. 1).
Ahora bien, lo que ve Foucault es que estos analistas (Lacan, Klein, Winnicot) reelaboraron
la noción de deseo, pero dejaron incólume la de poder; es decir, la idea de que el significado fun-
damental del poder se relaciona con la prohibición, con decir no, con la ley. Para el francés es nece-
sario actualizar la noción eminentemente formal, jurídica y negativa del poder, en aras de una posi-
tividad y tecnología del mismo, dado que es posible desligarse de su análisis como representación,
esto es, la forma jurídica; y analizarlo desde la óptica de su funcionamiento (el poder en sus meca-
nismos positivos) (Foucault, 1991, pág. 3). En primer lugar, sostiene el autor, no se puede hablar de
“un poder”, globalizante, trascendental; sino que debemos hablar de varios poderes. Se trata siem-
pre de formas locales, regionales de poder, que poseen su propia modalidad de funcionamiento,
procedimiento y técnica. Todas estas formas de poder son heterogéneas. No podemos entonces ha-
blar de poder, si queremos hacer un análisis del poder, sino que debemos hablar de los poderes o
intentar localizarlos en sus especificidades históricas y geográficas (Foucault, 1991, pág. 4).
En segundo lugar, se suele dar suma relevancia a los adelantos industriales y no se percibe
que éstos han sido acompañados por nuevas tecnologías políticas (tecnologías de poder) que los
hicieron posibles, a saber: tecnologías de disciplina y tecnologías de regulación. A lo largo de los
siglos XVII, XVIII y XIX, estas tecnologías fueron ajustando sus dispositivos de funcionamiento.
Primero, el disciplinamiento; es decir, tecnología individualizante de poder que enfoca a los indivi-
duos hasta en sus cuerpos, en sus comportamientos; se trata, a grosso modo, de una especie de ana-
tomía política, de anatomo-política. Luego, desde mediados del XVIII en adelante, tecnologías en-
focadas en la población; esto es, en conjuntos de individuos como especie de entidad biológica que
debe ser tomada en consideración si quiere utilizar esa población como máquina de producir todo,
de producir riquezas, de producir bienes, de producir otros individuos. A esta última Foucault la
denominará biopolítica (Foucault, 1991, pág. 5).
¿Por qué es importante saber más acerca del poder? Una de las conclusiones a las que llega
Foucault nos va a responder con creces la pregunta. Para el francés el poder “no es”, no se tiene,
sino que se ejerece. Dicho de otro modo, el poder es siempre una relación. Oprimidos, opresores,
oprimidos como opresores, pónganseles los nombres que se quieran, siempre estarán vinculados por
relaciones de poder; en otras palabras, es la relación observable entre ellos la que evidencia la
dirección en la que el poder se ejerce. Y para ser más precisos, el ejercicio del poder no es
solamente una relación entre "miembros", individuales o colectivos. Es un modo de operar: sólo
existe el poder que ejercen "unos" sobre "otros" (Foucault, Dreyfus, & Rabinow, 1984, pág. 3). Y lo
que define una relación de poder es un modo de acción que no actúa directa e inmediatamente sobre
los otros, sino que actúa sobre su propia acción. Una acción sobre la acción, sobre acciones
eventuales o concretas, futuras o presentes. Una relación de violencia actúa sobre un cuerpo, sobre
cosas; no tiene cerca de ella otro polo que el de la pasividad; y si encuentra resistencia no tiene más
remedio que reducirla. Por el contrario, una relación de poder se articula sobre dos elementos que le
son indispensables para que sea justamente una relación de poder: que "el otro" sea reconocido y
permanezca hasta el final como sujeto de acción; y que se abra ante la relación de poder todo un
campo de respuestas, reacciones, efectos, invenciones posibles. Es obvio que hacer uso de las
relaciones de poder no es emplear exclusivamente la violencia u obtener el consentimiento. El
poder sólo se ejerce sobre "sujetos libres" y mientras son "libres". No hay un enfrentamiento de
poder y libertad, ni éstos mantienen una relación de exclusión; sino un juego mucho más complejo:
en ese juego, la libertad aparece efectivamente como condición de existencia del poder (Foucault,
Dreyfus, & Rabinow, 1984, pág. 4).
Rodolfo Walsh nos presenta en “La granada” una bizarra situación que sirve como eje para
reflexionar acerca de las jerarquías y las relaciones entre los individuos en un entorno de maniobras
militares. A un soldado razo, Aníbal Gutiérrez, le sucede un desafortunado accidente: una nueva
granada que se está utilizando se descarga y el soldado evita con su dedo que explote. Como
resultado, debe andar con el explosivo todo el tiempo sin sacar el dedo del muelle que detona la
carga. De este modo, se dan una serie de situaciones en las que se pone en tensión el lugar que
ocupa el soldado en la sociedad; es decir, su condicón de oprimido, veamos:

“SOLDADO.— ¿No me dice nada, señor? ¿Tan grave es lo que tengo?


FUSELLI.— (Da una vuelta más antes de pararse frente a él.) Hijo mío, haga de cuenta que le ha
salido un tumor maligno, un cáncer. Peor. La lepra, porque ya nadie se le va a acercar, ¿comprende?
Yo soy la última persona que le habla a un paso de distancia (le pone una mano sobre el hombro.),
que lo toca.” (Walsh, 1988, pág. 7).

Fuselli es el experto antibombas que viene a revisar la situación y realiza ese diagnósitco.
Nótese que siempre se hablará en dos sentidos (como mínimo): se utilizará como soporte la
situación concreta para deslizar los significados hacia la condición social

“SOLDADO.—Pero, explíqueme...
FUSELLI.— Es fácil. No sé lo que usted hizo. Alguna torpeza, sin duda. Lo que importa es que ha
saltado todo el artificio de fuego, salvo la última etapa, el muelle que al salir detona la carga. No me
explico cómo pudo pararlo.
SOLDADO.— Puse el dedo.
FUSELLI.— Bueno. Ahora usted está unido a la granada, y la granada a usted, por un vínculo
indisoluble.
SOLDADO.— Y eso, ¿qué quiere decir?
FUSELLI.— La granada es usted.” (Walsh, 1988, pág. 7)

El soldado está indisolublemente unido a la granada. El soldado es la granada. Su condición


es producto del destino y, en tanto destino, inmodificable. ¿Por qué se puede decir que acá hay un
oprimido como opresor?, pues porque Fuselli está más cercano a Gutiérrez que a cualquier otro. Él
va y realiza su trabajo sin ninguna esperanza de que ocurra alguna modificación en el estado de
cosas en general. Y ese trabajo, que también significa en varias capas de sentido, incluye convencer,
naturalizar, disciplinar las diferentes posibilidades de acción que pudiera tener el soldado; es decir,
ejercer el poder, según Foucault:

“SOLDADO.— Pero entonces, ¿me van a dejar solo?


FUSELLI.— (Asintiendo). Ya está solo, soldado. Puede retirar la mano.
SOLDADO.— (Saca la mano de la jaula.) ¿Se la lleva?
FUSELLI.— Es la única que tengo. De todas maneras, no sirve para gran cosa. Es un elemento,
cómo le diría, ritual. Tranquiliza, da a entender que se ha pensado algo para enfrentar el destino,
aunque lo que se ha pensado sea inútil.
SOLDADO.— Si es así, no veo para qué la usa.
FUSELLI.— Revela una preocupación, ¿comprende? El mundo está lleno de objetos así, hechos
para atestiguar una situación, no para remediarla.” (Walsh, 1988, pág. 7)

El experto antibombas utililizó una jaula en donde le había hecho poner la mano al soldado
para requisar la situación de la granada. Ésto permite entender el fragmento y, además, funciona
como explicación de dispositivos de dominación. En efecto, Fuselli dice que es una elemento ritual,
que no sirve para más que tranquilizar; es decir, un artificio que no hace nada, que no cambia la
dirección en curso del “destino”. El mundo está lleno de objetos así, dice, que sirven para atestiguar
pero que no solucionan nada. Se pueden establecer relaciones con instituciones como la justicia o el
derecho, que suelen reproducir las condiciones para que el poder se siga ejerciendo en una misma
dirección, por los mismos y en detrimento de los mismos. En este sentido, y apoyando las
concepciones de Foucault, Juan Pegoraro sostiene que el sistema jurídico funciona como una
administraciuón diferencial de los ilegalismos ; esto es, una legislación que selecciona entre delitos
de acuerdo a los actores que estén detrás de ellos, lo que trae aparejado, por ejemplo, que en las
cárceles siempre se puedan encontrar, en su gran mayoría, la misma clase de gente, y cuando
decimos clase, lo hacemos en el sentido social del término. Esta tesis pone en tensión la misma
concepción de “estado de derecho”, que es , ni más ni menos, el principal soporte y justificación de
la Modernidad (Pegoraro, 2007, pág. 1). Ya Benjamin se preguntaba sobre el origen del derecho
positivo y llegaba a conclusiones que se alejaban de nociones equitativas en cuanto a su origen y
funcionamiento, dándole un carácter violento y mítico a su fundación (Benjamin, 1995, pág. 10).
Sigamos con más ejemplos de la obra para ver cómo influyen en el personaje:

“SOLDADO.— (Abandona su postura heroica.) Bajá pibe. ¡Qué te van a hacer un monumento! No
ves que el enemigo sos vos, ¿dónde viste un monumento al enemigo?” (Walsh, 1988, pág. 12)

Gutiérrez se habla y se autoconvence de que él es el enemigo, es decir, él es el culpable de lo


que le pasa y de lo que pasa. Y ello es el resultado de un cosntante trabajo del entorno, por ejemplo
Fuselli:

“SOLDADO.— (Se sienta.) ¿Qué me habrá querido decir Fuselli? Que yo me estaba preparando
para esto... Si habla un poco más, resulta que la culpa la tengo yo desde que nací.” (Walsh, 1988,
pág. 14).
O su propia madre (otra oprimida que oprime):

“LA MADRE.— Oh, excusas, excusas. ¡Si las conoceré yo! Ya de chico eras así. El trabajo que
diste hasta para nacer.” (Walsh, 1988, pág. 15)

La culpa es suya desde que nació e incluso antes, ya que hasta para nacer dio trabajo. Con
sus reflexiones, el soldado nos invita a observar cómo se va construyendo su inexorable destino,
aunque para él, el destino terminará siendo el punto de partida., porque la intriga funcionará como
un darse cuenta de lo que ya estaba ahí desde el principio. Esto, como se dijo, no marcha solo, sino
que se va haciendo, porque el ejercicio del poder no es un hecho en bruto, un elemento institucional
ni una estructura que se mantiene o se rompe: se elabora, se transforma, se organiza, adquiere
procedimientos más o menos adecuados (Foucault, Dreyfus, & Rabinow, 1984, pág. 5).
En “Los prójimos”, este mecanismo adquiere rivetes similares. Parecería ser que uno de los
modos típicos de cristalización de esta tecnología del poder es la asunción de la responsabilidad de
todos los males por parte del oprimido. En este sentido, se podría decir que el dominado es su
principal opresor. Asismismo, con excepción de “La malasangre” y “Babilonia”, en las obras
restantes no suelen aparecer en escena aquellos que son beneficiarios del ejercicio del poder. En
consecuencia, se aprecia un direccionamiento que parece ciego, es decir, situaciones que en su
modo de darse revestirían naturalidad o impersonalidad. Las cosas se dan así y si alguien se
perjudica por lo acontecido, es producto de su responsabilidad o el azar. Los sujetos responsables o
instigadores del curso de los acontecimientos carecerían de corporeización, serían invisibles.
La obra de Gorostiza se desarrolla en el interior de un departemento perteneciente a una
pareja de jóvenes de clase media. Allí, se conciliará por casualidad un reunión de vecinos, más un
amigo de la pareja. El desarrollo se centra en diferentes conversaciones que van teniendo los
participantes, pero con el adhitivo de una situación que va invadiendo lentamente la realidad de
estos personajes. Otra pareja, ubicada en las adyacencias del departamento, mantiene una discusión
que se volverá pelea y luego asesinato. Es interesante notar cómo esa realidad es un conflicto
latente que los integrantes del departamento quieren minimizar, reprimir, borrar. Puede apreciarse
un juego de dos realidades: la que ocurre allí afuera y la que se desarrolla adentro, con personajes
que recrean firmes esteriotipos: el “raro”, un profesor que suele pasear a su perro; la “gorda”, típica
mujer indiscreta; Rosa, la vecina avejentada. Se nota, a su vez, un clima de encierro que persiste en
toda la obra:

“ROSA (a Lita) — Es una vergüenza que vivamos al lado y que ni siquiera nos conozcamos”
(Gorostiza, 1993, pág. 162)

Desde hace tiempo estas vecinas sólo conllevan eso: ser vecinas, pero no se conocen ni
mantienen relaciones entre ellas hasta el presente de la obra. Esto acentúa la idea mencionada, cada
uno en sus cosas, no hay que meterse en asuntos ajenos. Esto obedece a una configuración que
viene de “afuera”; es decir, un discurso que se instala desde lugares que no aparecen visibles y que
son reproducidos por estas mismas personas que comparten la pertenencia a una clase. Veamos una
conversación entre Tito, Hugo y Felipe:

“FELIPE — Sí, pero por intermedio del sindicato uno consigue muchas cosas gratis; y otras más
baratas. Si no fuera por eso …
TITO (Levanta la cabeza) — ¿El sindicato? ¿Qué sindicato?
FELIPE — El de gráficos
HUGO — Es linotipista. Trabaja ahí. A lo menos escribió eso que vos estás leyendo
FELIPE — No, no; escribir no. Nosotros componemos las líneas, nada más
TITO — Podían componer noticias mejores, entonces, ¿eh? (Muestra el diario) Mire un poco;
parece que se viene otra huelga
FELIPE — Sí, ya sé
TITO — Para eso es para lo que sirven los sindicatos” (Gorostiza, 1993, pág. 176)

Tito tiene un pequeño taller con tres empleados, y ya defiende intereses como si fuera parte
de una corporación. Las peleas entre él y Felipe se darán a lo largo de varias escenas, de a ratos y
siempre por eso. Pero el segundo nunca entenderá la postura de Tito; ni su esposa tampoco. Durante
toda la obra se jugará un doble plano que dejará al desnudo las contradicciones de algunos
personajes. Por un lado Tito está molesto:

“TITO — ¿A sacarme la diaria le llamás ir bien? ¿Y toda la plata que puse en la máquina? ¿Eso no
vale nada? Vos sabés bien lo que me costó juntarla. ¿Y al final para qué? ¿Eh? Para tener que
repartir las ganancias con los obreros
HUGO — Qué … ¿Repartís las ganancias, ahora?
TITO — Con los aumentos que te piden … es como si la repartieras” (Gorostiza, 1993, pág. 188).

Pero por otro lado:

“LITA — Bueno. Pero deberían pensar un poco en los demás, ¿no?


TITO — Las cosas que se le ocurre pedir, a usted. En este mundo cada uno piensa en sí mismo,
nada más.” (Gorostiza, 1993, pág. 194)

Tito no se percata de su propia contradicción, porque tiene una visión descolocada de sí


mismo; es un oprimido que hace las veces de opresor:

“TITO — Como la otra (por Rosa): “Somos todos de clase media” ¡Je, pobres de ellos!””
(Gorostiza, 1993, pág. 189)

Él no se considera perteneciente a esa clase, pero vive rodeado de ellos. Supone que la causa
de los males proviene de los sindicatos, las huelgas y todo lo que ello representa, sin comprender
que los intereses por los cuales vela no son los suyos. Por otro lado, no es el único personaje que
atenta contra sí mismo, por decirlo de algún modo. Llegando al final, y en relación con el creciente
maltrato del hombre hacia la mujer de abajo, Lita realiza el siguiente comentario:

“LITA — Como esa mujer, ahí abajo; ¿usted cree que es por casualidad que le pasa lo que le pasa?
Tenga por seguro que algo habrá hecho para que ahora la estén tratando así. Cada cual recibe lo que
merece en esta vida.” (Gorostiza, 1993, pág. 195)

Al igual que en “La granada”, otra vez la idea de que la responsabilidad del mal es pura y
exclusivamente de quien lo padece. Si bien esto puede ser así en algunos casos, desde luego,
convertir esta máxima en dogma borra por completo a aquel que pueda ser el responsable verdadero
de determinado mal. En cualquier caso, se puede decir que nadie se merece un maltrato que termine
con una muerte lisa y llana. Se aprecia en Lita a una mujer que justifica el maltrato hacia otra mujer
por el solo hecho de serlo; por lo tanto, es una orpimida que funciona como opresora, ya que va en
contra de su propia condición.
Cabe mencianar a un personaje que aparece sobre el final: “la rubia”. Ella es la única que
rompe con la tónica monocorde de no meterse y sugiere hacer algo antes que lo de abajo termine en
tragedia. Al ver que nadie se hace eco de su insistencia, desiste de estar con ellos porque supone que
no podrá hacerlos cambiar de parecer. En este sentido, esta mujer recupera la acepción plena de
“prójimo”, ya que es la única capaz de sentirse cercana al “otro”; mientras que los demás buscan
denodadamente diferenciarse de la víctima para justificar su inacción.
Del encierro del departamento pasamos a un micro clima social que se da en una casa
pudiente de la ciudad de Buenos Aires, que tiene a su servicicio a un conjunto de inmigrantes.
“Babilonia” presenta una clara división entre “los de arriba” y “los de abajo”; es decir, los dueños y
los empleados. En ese mundo subterráneo de sirvientes se dará una lucha que podríamos decir, de
modo figurado, es por la supervivencia. El gallego José, mucamo de la familia, se siente amenazado
por un nuevo reemplazo que ingresa a la casa: Eustaquio. Éste, cae bien a los de arriba, lo que
produce en el gallego un sentimiento de inseguridad, dado que se ve amenazado por el nuevo
camarero. Por ese motivo, urdirá una trama para inculparlo por el robo de una joya, pero la jugada
le saldrá mal y caerá en desgracia.
Lo importante es que el conjunto de inmigrantes comparte la clase social y están unidos para
sobrevivir en un ambiente hostil, como lo revela la expresión de Segundino:

“SEGUNDINO — No somos bestias, somos personas” (Discépolo, 1986, pág. 382).

Sin embargo, José entabla una disputa con Eustaquio, dado que lo considera una amenaza.
Nuevamente, estamos ante la presencia de un oprimido como opresor, que no logra identificar
quiénes comparten la carga con él y quiénes se la propinan. El que sí está consciente del lugar que
ocupa es Eustaquio:


(Discépolo, 1986, pág. 370)

Como se puede ver, Eustaquio llegó allí para estudiar a la familia y luego cometer un atraco,
y siente que José huele algo. No está en la casa para sacarle el puesto al gallego o algún otro
compañero.
Es interesante traer aquí las palabras de Beatriz Sarlo. Si bien éstas son en ocasión de otra
obra, vale el intento de hacer una analogía con lo que allí se plantea y aplicarlo a este grupo de
personas. En su análisis de la obra de Fowill, “Los pichiciegos”, la autora sostiene que los Pichis
conformaban una colonia de sobrevivientes en las que se habían ausentado todos los valores,
excepto aquellos que permitían conservar la vida; es decir, una colonia subterránea donde se
refugiaban, y donde sobrevivir era su única misión social (Sarlo, 1994, pág. 1). Bien se puede decir
que la parte de abajo de la casa de los Cavalier es una colonia en donde se intenta sobrevivir a
cualquier precio y es valorable todo aquello que permita hacerlo. Y aún más, esto puede hacerse
extensivo a la ola inmigratoria que llegó al país a fines del siglo XIX y principios del XX. Sin
embargo, se debe presentar un atenuante en esta comparación que estamos haciendo: estando allí
sólo para salir con vida, en los Pichis se disuelve, paradójicamente, cualquier tipo de identidad
nacional, lo único que conservan, en ese sentido, es la lengua (Sarlo, 1994, pág. 2). Por el contrario,
en esta otra colonia, ni si quiera se comparte la lengua. Todo está en zona de contacto,
“contaminado”; todo está por hacerse de cero, todo el tiempo.
En “Los escrushantes” de Vaccarezza, la escena se reparte entre un conventillo y un bulín.
Se pueden ver dos bandos definidos, ambos dedicados a la delincuencia, que aparecen unidos por
un par de mujeres; es decir, las mujeres del entorno de un grupo, terminan saliendo con los del otro
bando. Sin embargo, con el transcurrir de la trama, el espectador se da cuenta que los engañados
estaban al tanto de todo y que utilizaban a las mujeres como señuelo para perpetrar un robo; dicho
de otro modo, son ellos los que engañan. En este sentido, como se marcaba más arriba, el clima se
da entre actores sociales del mismo talante; es decir que no se observan las altas esferas que
oprimen y empujan a éstos a vivir de esta manera. Por lo tanto, estos sujetos escrushantes (ladrones)
se roban entre ellos; de algún modo, comparten hasta las mujeres, porque como en “Babilonia”,
están ausentes los valores que no se ajusten a la supervivencia; de manera que todo es plausible. A
diferencia de otros modos de ejercer el poder, aquí se pone de manifiesto, en la superficie de la
obra, la violencia, con el robo como modo de vida, como un oficio más, ¿producto de una sociedad
que no da opciones? Esto debe ser inferido, dado que lo que se muestra es llano, se ciñe a la
inmanencia de los hechos que se desarrollan, a fin de hacer vívida la atmósfera representada.
En general, siempre se ha visto al delito como una manifestación particular o una desviación
explicada, ya sea por patologías personales o por carencias sociales, culturales o morales. Pero el
delito no tiene esencia alguna, ontológicamente no existe, lo que existe es la ley que lo crea, lo
define y, en algunos casos, lo persigue (Pegoraro, 2007, pág. 8). Porque como se ha sostenido,
existe una administración diferencial de los ilegalismos que lo muestra como una actividad
contingente, que no es parte constitutiva de la estructura social. Pero esto implica ignorar el lugar
relevante que ciertas violencias o ilegalidades han tenido y tienen, tanto en la construcción del
proceso histórico cuyo resultado es un determinado orden social, así como en el mantenimiento y
reproducción de dicho orden. De lo que se trata es, efectivamente, de un orden social y no de una
sociedad como conjunto orgánico y cooperativo (Pegoraro, 2007, pág. 2).
Precisamente, George Simmel reflexiona acerca de las relaciones entre la metrópoli y la vida
mental y plantea una tensión entre individuo y sociedad. El lado individual estaría alimentado por
las emociones, sentimientos personales, es decir, estímulos internos que pondrían en primer lugar la
dimensión cualitativa de las cosas; mientras que desde la constitución de la metrópoli llegarían es-
tímulos externos que privilegiarían la racionalización, cuantificación y objetivización.. El claro
ejemplo, sostiene el autor, es la economía monetaria; esto es, el dinero como nivelador cuantitativo
que vacía de cualidad e individualidad a las cosas. Es así que la vida urbana ha transformado la lu-
cha contra la naturaleza por la supervivencia en una lucha entre seres humanos por la ganancia
(Simmel, 1988, pág. 8). En tal sentido, el dinero aparece en las sociedades modernas como un punto
de llegada más allá de que represente una medida de algo indeterminado. Nótese el final de la obra
de Vaccarezza:

“PEÑA (Con gran sarcasmo y mostrando el dinero) — ¡Qué has de querer, desgraciada! ¡Qué has
de querer! … Vos no has querido a nadie en la vida. Lo que quisiste siempre es esto: ¡la guita! Pero
ésto ya está conmigo. Ustedes se divirtieron, ¿eh? … ¿Se divirtieron mucho? (Con dolorosa
intención) ¡Mucho! Pero ahura nos vamos a divertir nosotros … (Volviéndose a los otros y
marchándose con ellos por el foro, cerrando la puerta tras de sí) ¡Bacharra! ¡Ya se puede cantar
gloria! (Se van cantando con tonada triste esta canción que se irá perdiendo paulatinamente)

Cantémosle a la guita,
que ella es quien nos da
consuelo y alegrías
amor y libertá”
(Vaccarezza, 1986, pág. 320)

Queda referirnos a “La malasangre” de Griselda Gambaro, un melodrama ambiaentado en lo


que podría ser la época rosista. Aquí sí aparece de manera visible la cúspide del poder, encarnado
en Benigno, a quien podemos identificar con el autoritarismo, la intolerancia y el terror. Como
cabeza de familia busca un instructor para su hija, ya que el maestro anterior era sospechado de
tener acercamientos íntimos tanto con la joven como con la madre. De manera que esta vez Benigno
elige a un jorobado, creyendo salvaguardar posibles empatías. Sin embargo, su hija y Rafael se
enamoran y planean escapar juntos, pero son descubiertos y todo termina en tragedia.
Desde la perspectiva foucaultiana, nos encontramos con el ejercicio del poder que se apoya
en el miedo y la violencia; asimismo, puede verse lo que el francés ‘plateaba acerca de la anatomo-
política. Durante toda la pieza se siente que hay una observación permanente e individualizante de
los cuerpos. Veamos como es tratado Rafael:

“PADRE (Se acerca y observa con curiosidad, como a un animal extraño) — Nunca había visto
¿Es hueso?” (Gambaro, 1997, pág. 6)

Rafael es observado como si no fuera un humano, como un animal. Por otra parte, Benigno
permanentemente utiliza como herramienta la intimidación o la degradación. Es así que en un
determinado momento Rafael explota ante Dolores:

“RAFAEL — ¿Sabe de qué está hecha mi joroba? ¡De humillación! Humillación de criado”
(Gambaro, 1997, pág. 17)

Nótese que la joroba funciona como símbolo de la carga; es decir, Rafael aparece doblegado
ante el maltrato del entorno. Se puede sostener que el jorobado es orpimido por Fermín, otro criado
de Benigno, un especie de ladero fiel que, por supuesto, se cree con más rango que él. Fuera de esto,
no parece haber, en el sentido que nos interesa, otros oprimidos que hacen las veces de opresores,
dado que la casona se presenta como un dispositivo cerrado sobre sí mismo, con sus lugares
específicos, sus reglamentos propios y sus estructuras jerárquicas cuidadosamente definidas. Lo que
puede denominarse, según Foucault, como una de las maneras en las que se institucionañlizan las
relaciones de poder (1984, pág. 5).
Hemos hecho hasta aquí un recorrido por diferentes obras de la dramaturgia argentina. Allí
hemos procurado rastrear relaciones que muestren a opromidos haciendo las veces de opresores; es
decir, a sujetos sociales yendo en contra de intereses que comparten con quienes oprimen. Para
definir y visualizar esos vínculos se recurrió a la noción Foucaultiana de poder, entendido como una
relación que siempre se ejerce en una dirección dada, con sus mecanismos y tecnologías más o
menos adecuadas. Asimsimo, apelamos a conceptos de Juan Pegoraro (en la misma línea de
Foucault), quien sostiene que el delito, lejos de ser algo esporádico y singular, revela una
oraganización que se apoya en una administración diferencial de ilegalismos, visibilizando algunos
y encubriendo otros. Por su parte, también nos servimos de los aportes de George Simmel para
reflexionar acerca de las relaciones entre individuo y sociedad; como así también, de Beatriz Sarlo,
para establecer analogías entre grupos de personas que conviven en situaciones más o menos
forzadas.
Es así que, en las distintas obras, pudimos encontrar las citadas relaciones, a saber: en “La
granada”, Fusellli y la madre del soldado por intermdedio del discurso disuaden a Gutiérrez de que
él es el responsable único de lo que le pasa; en “Los prójimos”, Tito y Lita pretenden diferenciarse
de su condición: el primero, de su clase socio-económica; Lita, de su condición de mujer, dado que
justifica el maltrato femenino. En “Babilonia”, José tiende una trampa a Eustaquio, quien es su
compañero de trabajo. En “Los escrushantes”, un grupo de ladrones roba a otro grupo de ladrones.
Por último, en “La malasangre”, el criado Fermín lacera a otro criado, Rafael.
Trabajos citados

o Benjamin, W. (1995). Para una crítica de la violencia. Buenos Aires: Leviatán.

o Discépolo, E. (1986). Babilonia. En E. Discépolo, Teatro rioplatense: 1886-1930 (págs. 365-398).


Caracas: Biblioteca Ayacucho.

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