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INTRODUCCIÓN

La Pasión Muerte y Resurrección de Jesucristo se refiere a las últimas horas que Jesús pasó en
la tierra. Comienza con la Oración en el Huerto de los Olivos. Aunque es necesario hablar antes,
aunque sea brevemente, de a Última Cena.
En todo este relato se advierte que Jesús era plenamente consciente de los que estaba
sucediendo, es decir, dejó hacer “para que se cumpliesen las Escrituras”. Y de ese modo
obedecer a Dios Padre de manera total y absoluta.
Las Pasión y muerte de Jesús es la culminación de su Vida, o mejor dicho, de la Redención del
género humano.
Antes de la Pasión Jesús se reunió con los Apóstoles para celebrar la cena de Pascua, a la que
él dio un nuevo significado y un mandato: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19).

Huerto de los olivos


Después de la Cena salieron hacia el Huerto de los
Olivos. Allí Jesús oró a Dios Padre: “Y adelantándose un
poco, se postró rostro en tierra mientras oraba diciendo:
Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero
no sea como yo quiero, sino como quieras Tú” (Mt 26,
39), llegando a identificarse con la Voluntad de Dios
Padre.
Judas, uno de los apóstoles, conocía este huerto
porque muchas veces Jesús se había reunido allí con
sus discípulos. Llegó allí Judas acompañado de los
guardias designados enviados por los príncipes de los
sacerdotes y ancianos del pueblo, para detenerle. Iban
armados con espadas y palos y se alumbraban con
antorchas. El traidor les había dado por seña: “Aquel a
quien yo bese, ése es: prendedlo. [49] Y al momento se
acercó a Jesús y dijo: Salve, Rabí; y le besó” (Mt 26, 39).
Entonces se acercaron a Jesús y le detuvieron. Los
apóstoles huyeron.
Jesús ante Pilato

Juicio a Jesús
El Sumo Sacerdote y los príncipes de los sacerdotes ya habían decidido su muerte pero hicieron
una farsa de juicio para dar apariencia de legalidad al proceso contra Jesús. Para tal fin
presentaron testigos falsos y poder acusarle, pero no conseguían una prueba cierta (Cf. Lc
22,54). Al final le preguntó el Sumo Sacerdote si era el Hijo de Dios, y ante esa pregunta Jesús
respondió: “Tú lo has dicho. Además os digo que en adelante veréis al Hijo del Hombre sentado a
la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo” (Mt, 26, 64). El Sumo Sacerdote y los allí
reunidos juzgaron esas palabras como blasfemas y decidieron darle muerte.
Al amanecer, el Sumo Sacerdote y los ancianos del pueblo hicieron un plan conducir a Jesús
ante Pilato, el gobernador romano. Acudían al gobernador para poder dar muerte a Jesús, porque
solamente el gobernador romano podía imponer una sentencia de muerte.
El gobernador lo interrogó e inmediatamente se dio cuenta que Jesús era inocente y que se lo
habían entregado por envidia.
En todo este interrogatorio Jesús habló poco, manifestando su majestad (Cf. Mt 26, 64).
Los Sumos Sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente para que pidieran la puesta en
libertad de Barrabás, un preso famoso, y la muerte de Jesús.
“Pilato les dijo: ¿Y qué haré con Jesús, el llamado Cristo? Todos contestaron: ¡Sea crucificado!
Les preguntó: Pues ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban más fuerte: ¡Sea crucificado! Al ver
Pilato que no adelantaba nada, sino que el tumulto iba a más, tomó agua y se lavó las manos
ante el pueblo diciendo: Soy inocente de esta sangre; vosotros veréis. Y todo el pueblo gritó: ¡Su
sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después
de haberle hecho azotar, se lo entregó para que fuera crucificado” (Mt 22, 23-27).

Jesús flagelado, muerto y sepultado


Pero antes de la crucifixión, Jesús sufrió el terrible castigo de la flagelación. Consistía este
tormento en que el reo era atado a un poste inclinado hacia delante, desnudo y flagelado en la
espalda, los muslos y los brazos. Sin limitación del numero de golpes, pero hasta que el reo
estuviese al limite de resistencia física para que no muriera antes de llegar al patibulo.
El látigo, “flagelum” era de varias tiras con pedazos de
huesos, metal y en ocasiones tenían pequeños garfios
en las puntas.
Finalizada la flagelación, Jesús soportó nuevas burlas
La flagelación y tormentos: le colocaron una corona de espinas unida
por unas ramas flexibles, que en el cuero cabelludo
permitía un sangrado abundante, y en la mano derecha
una caña. Doblando la rodilla ante él, le decían de
burla: “¡Salud, rey de los judíos!”. Le escupieron, le
quitaron la caña y le pegaron en la cabeza. (Cf. Mt 27,
27-31)
La muerte en la cruz era un castigo reservado a
delincuentes y con el motivo de dar un gran
escarmiento, ya que se trata de una de las muertes más
dolorosas que existen.
Se obligaba al reo a llevar sobre su hombros el
“patibulum”, el leño horizontal, que pesaba unos 50
kilos.
Llegados al lugar del suplicio, se colocaba al reo sobre
la cruz y se le clavaban manos y pies al madero. Las
medidas de los clavos eran de 12,5 de largo y 3,15 de
ancho. A continuación levantaban la cruz. La tortura
consistía en una muerte lenta. La postura del
crucificado dificultaba la respiración y morían por
asfixia. Para evitar esta asfixia se tenían que levantar
sobre los clavos del pie y poder respirar escasamente .
Normalmente, el verdugo rompía las piernas al reo
para acelerar a muerte. Consta que a Jesús no le
rompieron las piernas si no que le atravesaron el
costado con una lanza, porque al ir a romperle las
piernas ya se encontraba muerto (Cf. Jn 19, 31-34).

La Resurrección
Los judíos, para respetar el día santo del sábado, no solían realizar ningún género de trabajo ese
día, por lo que el viernes, día en que murió Jesús, fue sepultado a toda prisa, sin poder tener con
Él los cuidados que se daban a los cadáveres (lavado del cuerpo…). Por este motivo, al
amanecer del domingo, se acercaron al sepulcro unas mujeres y vieron que Jesús había
resucitado (Cf. Mc 16,9).
La Resurrección de Jesucristo es el dogma central del Cristianismo y constituye la prueba
decisiva de la verdad de su doctrina. «Si Cristo no resucitó -escribió San Pablo-, vana es nuestra
predicación y vana es vuestra fe» (I Cor XV, 14). La realidad de la Resurrección -tan lejos de las
expectativas de los Apóstoles y los discípulos- se les impuso a éstos con el argumento irrebatible
de la evidencia: «pero Cristo ha resucitado y ha venido a ser como las primicias de los difuntos» (I
Cor XV, 20; cfr. Lc XXIV, 27-44; lo XX, 24-28). Desde entonces los Apóstoles se presentarían a sí
mismos como «testigos» de Jesucristo resucitado (Cf. Act II, 22; III, 15), lo anunciarían por el
mundo entero y resellarían su testimonio con la propia sangre. Los discípulos de Jesucristo
reconocieron su divinidad, creyeron en la eficacia redentora de su Muerte y recibieron la plenitud
de la Revelación, transmitida por el Maestro y recogida por la Escritura y la Tradición.
Pentecostés
Pero Jesucristo no sólo fundó una religión -el Cristianismo-, sino también una Iglesia. La Iglesia -
el nuevo Pueblo de Dios- fue constituida bajo la forma de una comunidad visible de salvación, a la
que se incorporan los hombres por el bautismo. La Iglesia está cimentada sobre el Apóstol Pedro,
a quien Cristo prometió el Primado -«y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt XVI, 18) y se lo
confirmó y confirió después de la Resurrección: «apacienta mis corderos», «apacienta mis
ovejas» (cfr. lo XXI, 15-17). La Iglesia de Jesucristo existirá hasta el fin de los tiempos, mientras
perdure el mundo y haya hombres.
En los días siguientes a la Ascensión, una pequeña comunidad
de discípulos se reunía asiduamente en el Cenáculo, junto a la
Madre de Jesús y las mujeres, junto a los once Apóstoles y los
parientes del Señor. Sumaban entre todos alrededor de ciento
veinte, los que se habían congregado el día en que, a propuesta
de Pedro, Matías fue elegido Apóstol en lugar de Judas (Cf. Hech
I, 15-26). Este grupo de discípulos reunido en Jerusalén
constituía el núcleo de la primera Iglesia, aunque existían otros
hermanos que habían seguido al Señor, y que seguramente
vivirían dispersos por Galilea. Jesús resucitado se apareció en
una ocasión a más de quinientos, muchos de los cuales todavía
vivían cuando S. Pablo escribió la primera carta a los Corintios
(Cf. 1 Cor XV, 6).
La primera manifestación pública de la Iglesia tuvo lugar el día de
Pentecostés. Ese día, la Iglesia naciente, recibió el Espíritu Santo
y fortalecida por el Paráclito que Jesús había prometido a sus
discípulos, experimentó un notable incremento. Cerca de tres mil
almas se convirtieron, convencidas por los prodigios que
acompañaron a la venida del Espíritu Santo y por el sermón que
Jesús resucitado Pedro dirigió a la muchedumbre (Cf. Hech II, 41). Un segundo
discurso de Pedro en el Templo, después de la curación de un
hombre cojo de nacimiento, elevó hasta unos cinco mil el número
de los creyentes (Hech IV, 4)

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