You are on page 1of 8

El inspector

Llevaba viajando desde la madrugada y el sol ya ocupaba la mitad del cielo.

Había leído varias veces el único diario que consiguió, la noticia que ocupaba casi

todas sus páginas era la desastrosa goleada sufrida por la selección nacional ante

Checoeslovaquia en el mundial de Suecia y era algo que no le preocupaba en lo

más mínimo. El monocorde ruido del tren le daba sueño, la última hora la había

pasado con los ojos cerrados, sumergido en un sopor que lo alejaba de la realidad

y le hacía más soportable el traqueteo sobre ese asiento incómodo de varillas de

madera, el polvo que entraba por las ventanillas trabadas y el calor que los viejos

ventiladores de techo no alcanzaban a moderar. Hacia esos lugares perdidos no

había primera clase y debía compartir el trayecto con peones de caras gastadas,

trabajadores golondrina que saltaban de cosecha en cosecha y algunas señoras

con olor a comida que visitaban a la parentela. Las inspecciones a las sucursales

del interior se le hacían cada vez más tediosas, pero ese era el precio a pagar si

quería hacer carrera en el banco. En medio de la nada, empezaron a aparecer

algunos ranchos, después casas humildes y finalmente el tanque de agua que

indicaba la proximidad de la estación. El ruido agudo de los frenos y dos pitidos

del silbato lo despertaron del todo. Pasó los dedos sobre los ojos para restaurar la

corrección de la cara y con un pañuelo secó la transpiración de la frente. Se paró,

planchó con las manos el pantalón y el saco del traje, ajustó la corbata y con la

valija de cuero marrón en la izquierda se dispuso a enfrentar a esa fauna local que

seguramente lo esperaba en el andén.


No se equivocaba, en la plataforma se cuadraban como si fueran soldados.

Al frente del pelotón, el gerente de la sucursal, un pelado de bigotes, uno de esos

clásicos hombres de provincia, de piel cetrina y edad indefinida, andaría cerca de

los cincuenta. Enfundado en un traje azul pasado de moda se acercó con la mano

extendida y una sonrisa ensayada para la ocasión. Lo acompañaba el contador,

vestido de un gris triste, de esos que ayudan a pasar inadvertidos. Pelo

engominado, bien afeitado y boquiabierto, con una expresión digna de un pescado

fuera del agua. No había cosa que le molestara más que la actitud servil de esos

personajes, en todos esos puebluchos inmundos era igual, las sonrisas falsas, el

“señor” y el “a sus órdenes” que encabezaba cada frase que decían, como si eso

fuera a cambiar la opinión que tenía de ellos.

Fueron al mejor hotel, le dieron la habitación especial, con una cama

enorme, altísima y con un olor áspero a encierro y humedad, a viejo y decrépito.

De allí a la sucursal. Le presentaron al personal, formados en fila y con la misma

actitud de los jefes, con una mirada de espanto y sumisión que lo incitaba a

pedirles que se pusieran de cabeza, solo para reírse cuando, con seguridad, lo

intentaran. Por supuesto todo estaba en orden, excepto un atraso en cuatro cuotas

que registraba un préstamo, el más abultado de los otorgados desde la inspección

anterior. Con placer se lo hizo notar al gerente. Entre tartamudeos y con la cara

como un tomate, trató de explicarle que ese cliente era el más importante, susurró

el nombre del doctor no sé cuánto con dos o tres apellidos, estanciero, político y

uno de los más conspicuos miembros de la comunidad.


-También es el pre, pre, presidente del club social, todo un ca, un ca, un

caballero, seguramente re, re, regularizará su situación en cuanto vuel, en cuanto

vuel, en cuanto vuelva de Europa- murmuró, su respiración entrecortada delataba

que no sabía cómo salir bien parado de la situación.

Era la oportunidad que esperaba para divertirse un poco, a su juego lo

habían llamado. Le pidió que le presentara comprobantes de todo, hasta de la

compra de lápices que entraba por caja chica y le recriminó, con deleite, la

cantidad de papel higiénico que gastaban mensualmente. El gerente iba y venía,

ordenaba en voz alta, era cómico ver como trataba de mostrar autoridad ante los

empleados. Buscaba salvar su trasero de las consecuencias de la inspección pero

el porteño se ensañaba sin piedad.

-Tráigame los comprobantes de caja chica, todos, separados por día y el

arqueo de caja correspondiente a esas fechas. Y la planilla de intereses cobrados

por descubiertos y por mora en los créditos. Espero este todo bien indicado-.

Pedía el recién llegado mirándolo a los ojos.

-No lo du, no lo du, no lo dude, esta to, esta to, esta todo en orden-.

Contestaba el burócrata con la mirada en el piso y la lengua trabada.

-No lo dudo, pero quiero verlo-. La única respuesta valedera a esa

respuesta, el hombre del traje azul, nunca la diría. Era demasiado cobarde.

A las cuatro de la tarde terminó la tortura y a las 4 y diez, con un chirrido de

gomas, estacionó la cupé Mercury cincuenta y uno, la única del pueblo, en la

puerta de su casa. Cerró con violencia la puerta de roble, abrió la cancel de cristal
grabado con tanta fuerza que los visillos se desengancharon y volaron por el aire.

Con un movimiento brusco de su brazo derecho descargó la furia arrojando el

maletín sobre un sillón. Los resoplidos y los insultos que salían de sus labios,

llenos de lagunas de carne viva que dejaron los pellejos arrancados en mordidas

histéricas, consiguieron que su esposa levantara la vista, dejara el libro sobre la

mesita ratona y con un mohín lo interrogara sobre lo que pasaba.

-La inspección, la mal, la mal, la maldita inspección. Vino uno nue, uno nue,

uno nuevo y revolvió todo. Encontró los papeles del pré, pre, préstamo de

Etchebehere. Ricachón pre, pre, presumido, se fue a Europa y no le dejó la or, or,

orden al apoderado de pa, de pa, de pagar. Cua, cua, cuatro cuotas debe,

grandísimo hijo de...- y volvió a morderse al ver la cara escandalizada de la mujer.

-Esta noche lo te, lo te, lo tenemos a cenar, te pido que lo ati, lo ati, lo

atiendas como si fuera el Agha Khan. Ponete algo atrevido pero de, pero de, pero

decente, deslumbralo. Que Juanita use el uniforme negro con el delantal almido,

almido, almidonado para ser, ser, servir la mesa y amenazá a la cocinera con

echarla a pa, a pa, a patadas si la comida no sale perfecta, que no inven, inven,

invente nada raro, mejor no arriesgarse. Que los cubiertos y las bandejas de plata

estén relu, relu, relucientes. Y cuidadito con hablar de política. Si todo sale bien

pode, pode, podemos evitar las consecuencias del de, de, desastre de hoy.

Pueden despedirme. ¿Entendes? Despe, despe, despedirme. ¿Y qué hago yo si

me despiden? De, de, decime, que hago yo.


Se acomodó en el sillón de cuero, los ojazos negros muy abiertos y con

movimientos suaves de las manos intentó dar tranquilidad a su marido. Con sutil

habilidad, la misma que usaba para soportar a ese hombre pusilánime, escondió el

torbellino de emociones que crecía dentro de su cabeza y la aturdía, como si un

enorme martillo le golpeara las sienes. La estructura de toda su vida se

resquebrajaba y caía a pedazos. Puso la mente en blanco, cerró los oídos a las

órdenes que a los gritos llenaban la sala y trató de pensar.

De chica se había jurado que no sería como su madre, la fiel servidora de la

que fue su suegra. No podía olvidar el maltrato, las órdenes ridículas, el

menosprecio. No se podía sacar de la cabeza la visión de su madre llenándose las

manos de mierda cuando la patrona, ya vieja, se hacía encima. Y el olor. Ese olor

inmundo que inundaba la habitación y que ni los mejores perfumes podían sacar. A

ella no la iban a usar, se juró que nunca la iban a usar. Nunca más comería las

sobras de los ricos, nunca más se vestiría con la ropa, pasada de moda y gastada,

que le pasaban. Ella sería la dueña de casa. Ella tendría el poder.

Aunque le llevaba más de quince años, poco le costó enloquecer al

patroncito, uno de tantos engrupidos de la aristocracia del pueblo. Algunos

vestidos ajustados y desfachatez.

-Mirame, ¿Estoy bien así? ¿Me queda bien esta pollera? ¿Hace juego con

la blusa nueva?-. Le preguntaba con mirada lánguida e infantil, frunciendo los

labios carnosos y moviendo las caderas, mientras levantaba y juntaba los pechos

con las manos y haciéndolos desbordar sobre la camisa que tenía más botones
desabrochados que lo conveniente. Ninguna pituca insípida podía competir con su

contundencia y su osadía.

Pero por sobre todo, sabía pararlo a tiempo. Los intentos de caricias

apasionadas encontraban siempre una mano en el lugar justo para detenerlas. No

hay mejor forma de manejar a un hombre que dejarlo siempre con ganas y lo

hacía a la perfección, le hablaba al oído, lo toqueteaba un poco, un beso en el

cuello y el pobre infeliz quedaba al rojo vivo. Ni se le ocurría ir al piringundín de la

barranca. Las pupilas eran buchonas y si aparecía por ahí lo sabría todo el pueblo.

Andaba escondiéndose y pasaba largas sesiones de soledad en el baño,

buscando la única forma de satisfacción que podía permitirse.

La madre no consentía que se casaran, y el nene no se animaba a

rebelarse, tuvo que esperar que se muriera. Fueron tres años de tenerlo

picoteando de su mano. La fiesta juntó a lo más selecto con lo más bajo, fue la

última vez en que ella se mezcló con sus raíces. Desde ese día fue la esposa del

gerente del banco, marcó el territorio y se convirtió en “La Señora”. Consiguió lo

que quería a un costo que en principio le pareció aceptable. Renunció a ser una

mujer plena, el placer y la pasión solo fueron para ella párrafos de las novelas

románticas que devoraba en las siestas. Noche a noche se repetía la misma

rutina, boca arriba e insensible como un cadáver, abría las piernas a un hombre

que soportaba cada vez menos y que no sabía satisfacerla. Odiaba sentirlo jadear

en sus oídos. Ver esa mirada desorbitada, de ahorcado pendiendo de la soga.

Cerraba los ojos y lo dejaba hacer. Algunas veces, jugaba a gemir y él se sentía el

mayor semental de la tierra, sensación que le costaba, al otro día, un paseo por la
joyería del pueblo. La sociedad nunca la aceptó, nunca dejó de ser la hija de la

sirvienta. Aunque la mona se vista de seda mona queda era la frase preferida de

las señoronas. Su carácter se hizo ácido, altanero y se convenció que la

envidiaban, que el vacío que le hacían solo era envidia. Casi siempre se

preguntaba si sabían en realidad lo que estaban envidiando.

A la noche todo estaba dispuesto. En realidad la cena era una rutina en

estos casos y en particular en este, era la oportunidad que tenía el pajuerano para

recomponer un poco su imagen. El menú, también una rutina, tomates rellenos de

entrada, arroz con pollo y flan con dulce y crema de postre. Lo único diferente

sería ella, la señora de la casa, esa morena de rostro perfecto, labios pintados de

rojo carmesí y mirada profunda, insinuante y deseable como una Marilyn criolla.

El enviado de la Casa Matriz no podía imaginar cómo ese imbécil había

conseguido semejante hembra y lo más interesante de todo eran las miradas que

le sostenía, miradas con brillo, con un brillo obsceno y la comisura de los senos,

que mostraba con desparpajo. Esos senos que lo tenían hipnotizado como si

fueran una serpiente y el un ratón.

Algunas horas después, en el comedor solo quedaba el gerente

desparramado sobre la mesa, con un vaso vacío en la mano y una botella de wiski

tan vacía como el vaso al costado. Entre espasmos e hilos de saliva, gimoteaba la

opereta del borracho triste, repetía una y otra vez que ese bochorno le costaría el

puesto y hasta se quedaría sin jubilación. Gesticulaba, sacudía los brazos y en

una de esas sacudidas el vaso y la botella terminaron hechas añicos en el suelo.


-Voy a quedar en la ca, en la ca, en la calle. En la calle. Se van a reír todos

de mí, no voy a poder entrar más al clu, al clu, al club social. ¿Qué diría ma, ma,

mamá si me viera? Por suerte está muer, esta muer, está muerta.- No paraba de

repetir esas cosas. La cara congestionada, mojada por las lágrimas y por los

mocos y la baba que el alcohol hacía que cayeran incontenibles.

Detrás de una cortina, su mujer lo miraba con una mezcla de desprecio y

profundo asco. Más lo miraba y más se le revolvía el estómago. ¿Su mundo hacía

equilibrio frente al abismo y ese inútil solo lloraba y se acordaba de la madre?

¿Por qué no iba al cementerio y le pedía consejo a los huesos de mamita?

Muchas veces en esos años contuvo las ganas de vomitar, sacrificó hasta la

alegría como para dejar que todo terminara así. Imperdonable.

A veces es necesario robar un poco de belleza para seguir viviendo, o por lo

menos para hacer más llevadero este trabajo, pensó el inspector, mientras

desvestía a la esposa morena que tal vez, esa noche conocería por primera vez el

placer. Con cada prenda que caía, mágicamente, se le borraban de la memoria el

crédito atrasado, todo lo irregular que podía encontrar y hasta se olvidaba que los

tomates rellenos y el pollo con arroz estaban incomibles. Y eso que ella no había

gemido ni una sola vez. Todavía.

You might also like