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2) Parece que el “vale toda vida” tiene sus excepciones para los obispos.
Por lo pronto, no importarían las vidas de los abortados, si la ley que
despenalizara el crimen fuera el resultado del “derecho a la libertad de
expresión propio de la democracia”, tras un diálogo institucional sin
“descalificaciones, violencia o agresiones”. ¿Qué argumento esgrimir
entonces si la última ratio mentada desde el comienzo es que se puede
plebiscitar lo implebiscitable? ¿Y a qué viene andar de plañideras los
Viernes de Pasión, si al fin de cuentas triunfó el “derecho a la libertad
de expresión propio de la democracia”, que les permitió a los judíos
elegir a Barrabás por sobre Jesús?
Otra excepción al “vale toda vida” serían los centenares de prisioneros
de guerra muertos en las vengativas celdas del Régimen, tras largos
años de particular saña, alevosía y crueldad. No hay un solo
documento episcopal que repudie o siquiera llore o lamente esa “toda
vida” militar tirada a los perros de la subversión dominante.
Tampoco el “toda vida” ha incluido –en un documento colectivo y
público de los obispos- las vidas truncas de los tripulantes del San Juan
o de las inúmeras víctimas del garantismo jurídico, con algunos de
cuyos referentes mantiene la Iglesia cordialísimas ententes. Roma es
hoy un desfile constante de activistas del terrorismo marxista, sin que
Bergoglio –anfitrión aquiescente y contemporizador- les recrimine su
responsabilidad en haber segado “toda vida” de sus oponentes.
3) Mientras el “vale toda vida” sea una homologación ontológica del
común derecho a la existencia, nada habrá que objetar a la elemental
aunque veraz sentencia que acaban de descubrir nuestras lumínicas y
mitradas testas. Pero no estaría de más aclarar que hay otro sentido de
la expresión, que no puede serle ajeno a un católico fiel.
Vale toda vida vivida al servicio inclaudicable de quien predicó “Yo soy
la Vida” (Jn.14,2-5). Vale toda vida que tenga la férrea decisión y el
anhelo firmísimo de “perderla por Mí” para “hallarla” (Mt. 10,39).
Vale toda vida de quien ama y se ofrece incondicionalmente al “Pan de
Vida bajado del Cielo” (Jn.6,51). Vale toda vida vivida de tal suerte
“que viva quede en la muerte”, según teresiana y bellísima expresión.
Vale toda vida asumida como un acto renovado de servicio a la Verdad,
al Bien y a la Belleza.
Y a riesgo de escandalizar a mojigatones sentimentalistas, no vale lo
mismo la vida de quien elige la perversión o la iniquidad como norte.
Porque la vida no es democrática sino jerárquica. Por eso es de Santo
Tomás la enseñanza –pero puede hallársela antes y después de él- de
que la vida criminal de ciertos hombres impide el bien común, así como
la paz y la concordia social. Luego, dadas ciertas condiciones,
circunstancias y requisitos, será legítimo quitar la vida de esos hombres
(cfr. vg. Suma Contra Gentiles III,c.146). Téngase a los aborteros
convictos, confesos y prácticos entre esos casos de vida que no valen lo
mismo que la de los hombres santos. ¿Por qué los pastores callan estas
verdades de a puño? Por lo que dijera en su momento Don Quijote:
“bien predica quien bien vive”.
ºººººº
Antonio Caponnetto