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El debut

—Che, Scardamaglia me dijo que tiene una mina para esta noche.

— ¿Quién?

—El de tercero, el flaco de anteojos, ¿lo ubicas? Cobra cinco mangos.

— ¿De dónde sacó una mina ese? Si es más feo que Cacho y eso es mucho.

—No sé, parece que un vecino que tiene una casa para alquilar la consigue, pone

una pieza y se saca unos mangos, ¿te prendés? Hasta Cacho viene.

— Cuando la mina lo vea se asusta y sale rajando. No tengo cinco mangos, no se…

—No seas pajero, somos como doce, Luli dijo que no porque él va con la gorda Elvira

nomás. Bueno, los que están de novios y los chupacirios tampoco van.

—De novios con Manuela están, ni meter mano los dejan, las deben tener llenas de

callos. Son una manga de cagones. Bueno, veo si consigo, ¿dónde se encuentran?

—En Bilbao y Crisóstomo Álvarez a las nueve, no te borrés, vení que te cuento.

Segundo año de escuela de curas, andábamos por los catorce, una buena edad para

contar hazañas nunca realizadas. Si hubieran sido ciertas las cosas que contábamos, en el

colegio de monjas que estaba a tres cuadras, no quedaría una sola mina virgen. Con el

tiempo supimos que las chicas contaban cosas parecidas. En esa época para tocar una teta

tenías que estar de novio por lo menos seis meses y a veces era el regalo de aniversario.

¡Por fin había llegado el día! Y no hacía falta ningún tío que me llevara a la isla Maciel

o a los piringundines de La Boca. La imaginación se encargaría de hacer de esa noche un

encuentro con la mejor mina de la ciudad, mejor que Claudia Sánchez o María Noel, las

modelos de moda, esas que salían en bikini en la tapa de Gente y que guardábamos en el

placar del baño, debajo de los toallones, bien en el fondo.


Salimos a la hora de siempre y en veinte minutos llegue a mi casa. Tomé el té con

leche con un par de galletas marineras y la encaré a mi vieja sin mirarla a la cara:

—Necesitoplataparalalibreríatengoquecomprarunascarpetasyplasticolay —Le dije

así todo junto, seguidito y rápido como para no darle tiempo a pensar— cincomapas

yunlápizhachebeseráncomociencuentaosesentapesos —abrió los ojos grandes y me miró

sin entender nada— ytengoquecomertempranoporquenosjuntamos —ufssss tuve que

respirar, ya me había quedado sin aire, mi vieja seguía mirándome como si estuviera loco

— enlode Cacho parahaceruntrabajodegeografíaynoseaquehoraloterminamos.

—Sacá del monedero creo que hay diez pesos. Te hago un churrasquito con un

tomate, pero igual no vuelvas tarde —me dijo levantando los hombros, como queriendo

decir: sé que vas a encontrarte con una chica. Me hago la tonta, pero no soy tonta.

“Ilusa la vieja si cree que le voy a dar el vuelto”, pensé mientras caminaba hacia la

librería con un billete de diez en una mano y el portafolios en la otra para disimular la compra,

“si me hecho dos al hilo seguro que la mina me va a querer cobrar más caro” —cosas que

uno piensa a los catorce—. El churrasquito me duró dos bocados, tomé el 83 que me dejaba

cerca y nueve y veinticinco estaba firme en la esquina. Conmigo éramos once.

— ¿Falta alguno? Le pregunté al Chipy Finocchi sin poder disimular la ansiedad.

— Cacho nomás, me aseguró que venía. Por lo menos para ver una mina de cerca.

— Como no va a venir si estaba largando humo, — dijo el enano Solares.

—Lo esperamos hasta las diez menos cuarto, si no viene vamos. Igual seguro que

se va en seco antes de entrar, ni pasa el gilastrún ese— dijo el tano Santarelli.

Menos cuarto clavadas, vimos una figura desgarbada que doblaba la esquina. Frente

enorme y saliente, nariz grande, ojos chiquitos y hundidos, piel morena cubierta de acné y
cicatrices de varicela. Cacho, Cacho Frentón, el Granosaurio había venido caminando

porque si tomaba el bondi no llegaba a los cinco mangos. Siempre era víctima de alguna

cargada. Nunca reaccionaba, solo una sonrisa que nunca supe si era cómplice u ocultaba

una gran necesidad, aunque fuera aguantando cualquier cosa, de ser aceptado. Recibió el

clásico sopapo en la nuca como bienvenida y caminamos la media cuadra que nos separaba

de nuestras ilusiones. Entramos de a uno con la plata en la mano. Un tipo con lentes de culo

de botella nos la arrebataba sin explicaciones. Yo le tuve que pedir el vuelto porque quiso

fumarse el billete de diez. Bajo la galería en varios bancos largos había como siete u ocho

esperando, es decir como veinte en total. Y no quiero imaginar cuantos habían pasado ya.

—Jefe, ¿cuantas chicas hay?, —le pregunté al anteojudo.

— Una, o te crees que esto es un quilombo, —me dijo el tipo ofendido.

Me entró el cagazo, un cagazo grande, de esos bien grandes. Me senté último, como

para ir pispeando a los otros. “¿Y si la mina tiene algo? ¿Si tiene una purgación? ¿Alguno

tendrá un forro?”. Pensé y empecé a preguntar, ninguno tenía.

—Si te llora el nene te ponés una pichicata de penicilina y listo, te va a doler el culo

pero las ganas te las sacás. —Pontificó sentado como un buda el cabezón Correale.

.Y pasaban de a uno. Parece que la cosa venía bien, todos salían sacando pecho y

desfilando como guapos. Mientras esperaba, charlábamos con Cacho, que estaba antes

que yo y volaba de calentura, por supuesto hablábamos de minas.

—Cuando venía me hice el bocho y me fui en seco —confesó antes de entrar.

—No es una modelo la mina, pero esta buena —me dijo al oído cuando salió.

Había llegado la hora de la verdad.


En el centro de la habitación había una cama de bronce enorme. En un costado

sobre un balde de latón una mujer desnuda lavaba sus partes.

—Bajáte el pantalón y el calzoncillo y acostate mi amor, enseguida voy.

Cuando se dio vuelta y la vi, casi grito. Si antes tenía cagazo, ahora tenía terror. De

unos cuarenta y cinco, pelo cortito teñido de rojo. Blanca como la leche, vientre caído con

marcas verticales de cesáreas y un bosque muy tupido por ahí abajo. Sus ojos bizcos

acentuaban una inocultable cara de cansada. Me llamaron la atención sus nalgas llenas de

pústulas verdes. La mina era un espanto y el lugar no ayudaba mucho que digamos, en la

mesa de luz, había un vaso con agua y una dentadura postiza. El resultado fue el lógico: el

amigo se borró, ni siquiera amagó con levantarse. La mina esa hizo de todo pero nada.

—Bueno no te hago perder más tiempo — le dije mientras me subía la ropa.

—Qué noche rara hoy, ¿sabés? El único que pudo fue el que entró antes que vos

que se mandó dos al hilo — me dijo la mujer cuándo me ajustaba el cinturón.

Llegué a casa como a la una. Entré despacito, nadie se dio por enterado. Me lavé

con mucho jabón. “Mejor la meto en alcohol, por las dudas” pensé. Busqué por todos lados,

pero la única botella estaba vacía. La sumergí en un vaso con vodka que fue lo más fuerte

que encontré. Todavía me arde. No sé por qué, pero desde el día siguiente empezamos a

ver a Cacho de otra forma, algo así como a un supermacho. Él, como si no hubiera pasado

nada, le pidió a Luli el teléfono de la gorda Elvira y sus “dos al hilo” pasaron a ser un clásico

de los viernes para el yiro más popular de todo el Bajo Flores. Lo tomó como un sobrino

pícaro y nunca le cobró el segundo. Como las ofertas de los supermercados, dos por uno.

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