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El complot (Una ficción política, o no)

Luego de alojarme en un hotel, el agregado militar me llevó a las cercanías

del aeropuerto. Para un cazador el lugar desde el que acecha a la presa es

fundamental y yo era el mejor cazador, debía elegir la posición que me ofreciera

las mayores ventajas operativas. Encontré una loma, a unos cien metros. Me

permitía vigilar la pista, los hangares y la torre de control. Era ideal, tenía un

bosquecito, nadie podría verme y los árboles absorberían el ruido de la

detonación. Quedaba casi de frente a la pista, podría realizar más de un disparo,

dependiendo de la velocidad del avión, quizás hasta tres.

Hace un mes me ordenaron esta operación. Una mañana, mientras hacía

mi práctica de tiro a caballo sobre blanco móvil, a eso de las siete, vino a la

carrera el cabo de cuarto. Me informó que debía presentarme con urgencia en el

comando. En la puerta del cuartel me esperaba un auto para que partiera de

inmediato. La guardia tenía orden de hacerme subir a las oficinas del estado

mayor ni bien llegara y así fue. Pasé a la oficina privada donde estaba el Jefe.

Luego de los saludos de rigor, señaló uno de los sillones de cuero que

enfrentaban al escritorio y me senté.

Mi carrera siempre había transcurrido sin problemas, sin una mancha en el

legajo. Era considerado el mejor tirador del ejército y un hombre incondicional al

gobierno, por eso estaba tranquilo, no veía ningún motivo para una sanción o un

castigo disfrazado de traslado a un lugar inhóspito.

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-Capitán, lo hemos llamado porque la Nación necesita de sus servicios. Los

detalles se los dará el Comandante en Jefe.

Al rato entró el general, enérgico y con la sonrisa de siempre marcada en

los labios. Me incorporé de un salto, el ruido de los tacos al cuadrarme rebotó en

las paredes cubiertas con cuadros de héroes de la independencia. La

reverberación y el eco ahogaron mi saludo. Bajo la luz mortecina que dejaban

pasar los cortinados ese hombre casi viejo, parecía un dios. Omnipotente.

Omnisciente. Perfecto. Me miraba fijo y sus ojos de águila vaciaban mi cabeza de

ideas, la vaciaron de todo lo que no fuera la obediencia ciega. Llevaba una carpeta

entre las manos. Después de abrirla, me alcanzó un documento con el sello de

"Secreto". Antes que pudiera leerlo, comenzó a decir con tono marcial:

- Descanse y tome asiento. La patria lo llama, los enemigos internos han

llevado su actuación a niveles intolerables. Eso nos obliga a realizar acciones que

son clave para las instituciones y el orden. Hay que evitar por todos los medios

que vuelva a gobernar el pasado, somos la única defensa que tiene la gente

decente. No hay otra opción, nosotros o los personeros del caos. Y no lo vamos a

permitir. Viajará en completo secreto, nadie, ni siquiera su familia, debe enterarse

de esto. Se informará que va en representación del ejército a un simposio sobre el

accionar de la caballería moderna. La acción quedará en su legajo marcada como

servicios especiales, le asegurará un ascenso y el ingreso a la Escuela de Guerra.

Memorice esas hojas, no saldrán de esta oficina. Serán quemadas. no existe la

posibilidad de una negativa. Se considerará alta traición y usted sabe lo que eso

significa.

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Leí los papeles, no podía imaginar que esa fuera la misión. Imposible que

algo así entrara en la cabeza de alguien. Excepto en la del general. Nuestro mejor

estratega y un verdadero genio de la política. No me gustó nada, me asaltaron mil

reparos morales, pero el deber de un soldado no es discutir lo mandado, solo

cumplirlo aunque le cueste la vida.

Y ahí estaba, a la espera del momento, cubierto por una manta verde, y

muerto de calor. Por suerte no corría ni una gota de viento. El aparato haría escala

a eso de las dos de la tarde, llegué media hora antes. Esos bichos siempre se

atrasaban, pero mejor evitar los riesgos. Con cuidado comencé a armar el rifle,

una verdadera joya de la industria norteamericana, la mira, con óptica alemana,

calzó a la perfección. El servicio de inteligencia, esa vez hizo honor a su nombre,

recomendó un calibre treinta y ocho. Muy común entre la gente de la zona, era

normal que las personas de cierto nivel llevaran un revólver encima. A ningún

forense le llamaría la atención un plomo de ese calibre en un cadáver, todo podría

pasar como un ajuste de cuentas o un problema de polleras.

Con extraña puntualidad arribó el avión para hacer la escala. Bajaron los

pasajeros y entraron a las instalaciones, el reabastecimiento de combustible y el

cambio de pilotos llevarían una media hora. Encendí un cigarrillo, respiré hondo,

me concentré en el humo, jugué a hacer anillos que subían lentos, como

cansados. Un pajarito revoloteaba sobre mi cabeza y con chillidos continuos

parecía reprocharme lo que haría. Volvieron los remordimientos, las dudas,

acompañados esta vez por un estomago que ardía. Tomé agua, respiré hondo

para tratar de calmar la acidez y me concentré en pensar que el objetivo era

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impersonal, no asesinaría a nadie, sólo neutralizaría un blanco para defender a la

patria. La camisa pegada a la espalda ya me molestaba y las gotas de sudor

jugaban en mi frente. Me preocupaba que una entrara en los ojos y me hiciera

parpadear, no quería fallar por una estupidez.

Al rato, el hombre subió rápido y sonriente por la escalerilla. Estaba en mis

manos, me dio pena, pero la patria esta primero. Se encendieron los motores, el

carreteo perezoso del pájaro se hizo cada vez más veloz. Accioné la corredera y la

bala entró sumisa en la recamara. Clavé la cruz de la mira en la ventanilla del

piloto, mi dedo índice derecho se apoyó en el gatillo, esperé que las ruedas se

levantaran apenas del suelo y disparé.

Tan rápido como pude, cargué otro proyectil. No hizo falta, el primer tiro fue

perfecto. La nave, volvió a apoyar sus ruedas en la pista, se sacudía fuera de

control, como una langosta sin alas que agonizaba. El desastre era inevitable. Con

los tanques llenos, el fuego no tardaría en aparecer. Una nave de otra línea se

aproximaba sobre el costado, en dirección opuesta. Facilitó las cosas. Se cruzaron

sus caminos y los dos estallaron en llamas. Sería un milagro que hubiera

sobrevivientes. Había cumplido con mi deber.

El dueño del periódico más leído del país, garabateaba un papel en su

oficina, sabía que esa tarde sería distinta. El teletipo escupió la noticia y la

conmoción fue inmediata. El jefe de redacción, muy perturbado, abrió la puerta de

la oficina sin golpear. Tartamudeando, agitado, casi a los gritos, le dio la novedad.

Ordenó preparar una edición extra con títulos tamaño catástrofe y que lo dejaran

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solo para escribir la editorial. Tomó el teléfono directo. Dio varias vueltas a la

manija y al ser atendido, pidió a la operadora que lo comunicara en forma urgente

con la casa de gobierno.

-Hola general. Sí, soy yo, todo salió perfecto, mejor de lo previsto, nadie

sospechará nada. Ya está en rotativas una tirada especial de "Crítica". Quédese

tranquilo, nadie más prestará atención a Lisandro De la Torre y su gentuza. Que

grite horas en el congreso, interpele y denuncie a los ministros, al gobierno entero

si quiere. Le aseguro que los intereses de la Corona Británica, los suyos, las

comisiones de los ministros y el negocio de los frigoríficos ya no le importarán a

nadie. De lo único que hablará el país, será de la trágica muerte de Gardel en un

accidente aéreo. Usted prepare un entierro más grande que el de Yrigoyen, que

de la opinión pública me encargo yo.

El Cuervo

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