You are on page 1of 5

El bandoneón

Las grúas del dique cuatro de Puerto Madero terminaron su trabajo.

La dársena quedó llena de cajones que traían la Europa del siglo veinte a un

Buenos Aires que todavía vivía en el diecinueve. Wilhelm Mayer, rubio, alto y

bien plantado, maquinista y músico de la tripulación, bajó del Cap Polonio

cuando terminó su turno, pasadas las seis de la tarde. Una avería de la

caldera lo anclaba en ese rincón mugriento de América del Sur. Detestaba al

Rio de la Plata. Por lo menos las mujeres son buenas, mejores que las de

otros puertos, incluso mejores que las de Marsella o Nápoles, pensaba con

una mezcla de deseo e ilusión.

Luego de algunas horas de alcohol en los boliches del bajo, un

holandés, pasado de ginebra, le recomendó que fuera para la parroquia de

San Cristóbal. Subió a un mateo y le dio al cochero un papelito con la

dirección de su destino, la calle Pavón entre Rincón y Pasco, el café “La

Pichona“, allí tendría música, baile y las mejores hembras de la ciudad.

Entró y se sentó en una mesa, junto a la pared, casi escondido.

Y la vio. La sola visión de su rostro andaluz le marcó la vida y lo

empujó a lo inevitable. Cuerpo y cara perfecta. Llevaba una bata de seda

azul, cuello de encaje, la cintura apretada por el corset hasta hacerle daño y

pollera tableada para volar en el baile. Peinada con rodete en la nuca,

horquillas de carey, argollas de oro en las orejas y un collar con un camafeo,

donde llevaba la foto de su macho, para que no olvide quien era su dueño.

Con una seña la llamó a su mesa.

Página 1 de 5
-Wilhelm.- Le dijo tocándose el pecho

Y con el índice preguntó sin palabras su nombre.

-Me dicen La Moreira.

Entre tangos y milongas, chapuceando español él, con sonrisas y

miradas de fuego ella, se urdió la telaraña sutil de la que el extranjero ya

nunca podría ni querría escapar.

Desde el fondo del local, oculto por la oscuridad, Bautista Salvini,

alias “El Cívico”, su hombre y cafishio la vigilaba, mientras un cigarrillo

“Vuelta Abajo” humeaba entre sus dedos enjoyados.

Terminaron “pasando adentro”. El alemán no podría olvidar esa

noche. Pagó los servicios casi sin darse cuenta. Volvió al día siguiente y al

otro y al otro. Ella mintió amor, él dijo que era un capitán. Con el mismo ritmo

con que se reparaba el vapor, se achicaban los ahorros del marinero

El Cívico comenzó a inquietarse, nunca había visto a su mina estar

tanto tiempo con un cliente.

La pieza quince del conventillo Sarandí relucía como un salón de

Versalles ante la pobreza de las otras, ocupadas en su mayoría por familias

inmigrantes. La llenaba algunos muebles Luis XV, adornados con moñitos.

Una gran lámpara a querosén, almohadones pintados, un ropero con un

enorme espejo en el frente y una costosa guitarra colgada al costado. Fotos

de los dos en las paredes, muñequitos de paño y hasta un perro fox terrier.

Después de la siesta, ella arregló las sábanas y extendió la manta pampa

Página 2 de 5
sobre la cama. Mientras se ajustaba los tiradores en los pantalones bombilla,

él le dijo con voz calma.

-No me gusta que te haga el novio, ese chabón es un seco que se la

da de bacán. No se te ocurra amurarme con el gringo. Te juro que te coso a

puñaladas. Moreira vos sós mi hembra, te alquilo pero no te vendo. Sós mía

o de nadie.

-Tranquilo mi hombre, es el capitán de un barco. Tiene flor de

metejón. De ida y de vuelta nos va a dejar la viyuya en el bolsillo, le doy al

fiado para hacerlo entrar. Un negocio que da para largo. Buen negocio mi

hombre.

En dos días el barco estaría listo para zarpar. Se acabó el juego. El

tipo, entregado, sin guita y convencido que ella lo seguiría hasta el infierno,

la encaró de frente. Le confesó su amor y su engaño. La respuesta fue

finamente cruel, no tuvo piedad, le reclamó la deuda que tenía con su cuerpo

y lo dejó hablando solo. Abatido y sin remedio, aunque lo dieran vuelta no se

le caía un cobre, prometió llevarle la tarde siguiente, su único y más grande

tesoro.

Cuando le contó al compadrito, la respuesta fue clara y concisa

-O te trae los morlacos o lo enfrío.

Con la caída del sol le llevó su joya, una caja con una cosa rara

adentro. Lo trató como si le hubiera dado la corona del Príncipe de Gales.

Hasta lo despidió con un beso en la mejilla. Para qué discutir, el destino

estaba sellado. Nunca más lo vería.

Página 3 de 5
Al rato escuchó golpes en la puerta. Eran dos mocosos, uno ya

adolescente y el otro, un gurrumín de pantalones cortos con un remolino en

la cabeza. Apretando la gorra entre las manos y los ojos clavados en el piso,

el más grande tomó coraje y en voz muy baja le dijo:

- Perdone señora, su marido siempre nos presta el farol para el

bailongo y esta noche hacemos uno, si no es molestia ¿Nos lo podría dar?

Les dio el farol. Cuándo cerró la puerta, se acordó del coso ese.

- Pibe ¿Querés esto? Me lo trajeron para pagar una deuda, a lo mejor

a vos te sirve.

El chico, cuando lo vio, puso los ojos de huevo frito. Hacía mucho que

juntaba las monedas para comprar uno y ahora se lo regalaban.

Llevátelo que acá ocupa lugar y molesta ¿Cómo te llamabas vos?

-Yo soy Vicente señora, el hijo de Don Genaro y el es "El Pirincho" el

hijo de los orientales de la lado. No sabe cuánto le agradezco.- Volvió a su

cuartucho enloquecido. Esa noche le iba a sacar chispas en la milonga.

Cuando los faroles reflejaban su luz mortecina en los charcos de la

calle, el marinero alemán rondaba el burdel. Quería ver, aunque sea de lejos,

a su amor maldito. Un fuerte aroma al perfume “Sola mía” desplazó al de las

madreselvas y glicinas. Una sombra, con la mirada fría y feroz bajo el

sombrero ladeado, lo sorprendió. Lo que más llamó su atención fue la mano

llena de anillos sobre los guantes. La mano que llevaba la muerte.

Apenas gimió cuando la daga entró en su vientre, certera y definitiva.

Página 4 de 5
Al mismo tiempo, en el patio de ladrillos con verdín del inquilinato, "El

Pirincho" Canaro simulaba dirigir, con un palito como batuta, a Vicente

Greco, en cuyas manos, todavía inexpertas, se desgarraba en quejas un

bandoneón. Tal vez llorando el trágico final de su dueño o dándole la

bienvenida a este nuevo amor que lo llevaría al éxtasis y a la gloria. Al que

sería su eterno amante y cafishio: el tango.

Página 5 de 5

You might also like