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(184) La Cristiandad.

La caballería medieval
José María Iraburu, el 5.07.12 a las 5:39 PM
(184) De Cristo o del mundo -XXVI. La Cristiandad. 7. La caballería medieval
–O sea que en la Edad Media los cristianos iban a caballo… ¿Es eso, no?
–Más o menos. Ahora le cuento.
La semejanza entre la vida religiosa y la vida laical se mantiene a lo largo de
todo el milenio de la Cristiandad, más o menos del 500 al 1500. En estos siglos
el hogar verdaderamente cristiano guarda una relativa homogeneidad con
el monasterio, y a veces parece un convento por la piedad y la austeridad de las
costumbres. Nada tiene esto de extraño si sabemos que con frecuencia los hijos,
especialmente los de los nobles, son encomendados a monjes, frailes o religiosas
para que reciban una educación integral. La vida de los religiosos y la vida de los
laicos es la misma, la vida en Cristo, vivida en modalidades diferentes. Y no es
raro que algunos laicos, al tener ya criados los hijos o al quedar viudos, se hagan
religiosos o terciarios, o se retiren a un monasterio al final de sus vidas –como
todavía lo hace Carlos I de España a mediados del XVI–.
Pero no sólo es religioso el cuadro de vida del hogar. La Cristiandad medieval
produce muchas formas vitales de intensa significación religiosa, evangeliza
progresivamente todas las realidades temporales –fiestas y funerales,
celebraciones gremiales y populares, iniciación de caballeros, unción de reyes y
reinas, esponsales y bodas, diezmos y bendiciones, campanas y procesiones–, y
configura así un mundo sumamente variado y colorido, envuelto en una atmósfera
sagrada.
La caballería cristiana se forma así en la baja Edad Media (XI-XV), impulsada en
sus ideales por ese espíritu propio de la época, que tiende a dar formas visibles a
las realidades espirituales. El perfecto caballero es devoto de la Virgen y de la
mujer, defensor de pobres y oprimidos, leal a su rey o señor, tan valiente como
piadoso, austero y frugal en su vida personal, despreciador de las riquezas y
cultivador de la virtud, cortés y celoso de las formas, estrictamente sujeto a un
código de honor consuetudinario, defensor de la justicia e impugnador de toda
injusticia, amigo del libro y de la espada, deseoso de realizar hazañas me-
morables, para su propia gloria y la de Dios. Éste era el ideal de la caballería
cristiana, que no afectaba sólo a nobles y caballeros, sino que extendía su influjo
también sobre los burgueses y el pueblo llano.
El ritual para ser armado caballero da una buena idea de laprofunda religiosidad del
ideal caballeresco. Se compone de una serie de oraciones y bendiciones, que evocan la
consagración personal y la entrega de una profesiónreligiosa o de una toma de
hábito(De benedictione novi militis, en M. Andrieu, Le Pontifical Romain au moyen-
âge, Città del Vaticano 1938-43, pgs. 447-450). La bendición de las armas, de la
bandera, la entrega de ellas al nuevo caballero, con antífonas, lecturas y oraciones,
expresan bellamente lo que el sacerdote exhorta, cuando da al caballero el beso de la
paz: «Sé un soldado pacífico y valiente, fiel y devoto a Dios»... Todavía en 1522, cuando
Ignacio de Loyola pasa del mundo al Reino, decide «velar sus armas toda una noche,
sin sentarse ni acostarse, mas a ratos en pie y a ratos de rodillas, delante el altar de
Nuestra Señora de Montserrat, adonde tenía determinado dejar sus vestidos y vestirse
las armas de Cristo» (Autobiografía 17).
En opinión de Huizinga, «esta primitiva animación ascética es la base sobre la
cual se construyó con el ideal caballeresco una noble fantasía de perfección viril,
una esforzada aspiración a una vida bella, enérgico motor de una serie de siglos…
y también máscara tras de la cual podía ocultarse un mundo de codicia y de
violencia» (La crisis de la conciencia europea, Alianza 220, Madrid 1990, p.106).
Sin duda en la caballería medieval hubo violencias y groseras rapiñas, mucha
soberbia y no poca vanidad. Pero no sería lícito ignorar la fuerza de los
ideales que la caballería medieval tuvo en la configuración concreta de la vida de
los pueblos. Desde luego hay mucha másviolencia, codicia y soberbia cuando «los
ideales» que se proponen son el dinero y el sexo, el poder y el placer
desenfrenado, ajeno a toda norma. Esto es evidente.

Los arquetipos por los que una sociedad se guía tienen en su vida una
importancia decisiva. El P. Alfredo Sáenz, S. J., argentino, expone esta idea de
forma excelente en el capítulo Los arquetipos y la admiración de su
libro Arquetipos cristianos (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005, 5-16). Cuando
los arquetipos vigentes, ampliamente expuestos por los medios de difusión, son
hombres y mujeres muy atractivos, pero corruptos, sin Dios y sin esperanza de
vida eterna, idólatras del dinero, del sexo y de la popularidad, el pueblo se va
hundiendo en estos males. Cuando, por el contrario, los modelos socialmente
predominantes son Cristo, la Virgen y los Santos, los más sabios y los mejores
artistas, los caballeros celosos del honor de Dios y de su propia honra, el pueblo
no queda, por supuesto, exento de pecados, pero sí reconoce a éstos como
males, y su vida tiende hacia lo verdadero, bueno y bello. Es la situación propia
del tiempo de Cristiandad.
Vidas de santos y libros de caballería. Las vidas de santos fueron muy
apreciadas en la Edad Media, y en todas las épocas han sido siempre muy
poderosas para iluminar la mentes y estimular los ánimos hacia la vida
plenamente cristiana. Junto a ellas, en la baja Edad Media, los libros de
caballería cumplieron un servicio al pueblo predominantemente positivo. Es cierto
que había también en ellos crueldades y vanidades, y que en ocasiones, podían
ser perjudiciales. Más tarde, en 1562, todavía Santa Teresa de Jesús, lamentaba
que su madre le hubiera contagiado la «afición a los libros de caballería», que,
llenándole el corazón de fantasías y ensoñaciones, le hicieron durante un tiempo
«mucho daño» (Vida 2,1). Pero en general su influjo era benéfico, pues con
frecuencia sus héroes eran cristianos de altos ideales.
Muchos caballeros medievales, y también hombres del pueblo, forjaron sus ideales y
fantasías heroicas leyendo, por ejemplo, las formidables hazañas del Maréchal Boici-
caut, es decir, de Jean le Meingre (+1421), espejo de caballeros, cuyas gestas se
escribieron en 1409, viviendo él todavía. Pues bien, se describe a Boicicaut como a un
hombre sumamente piadoso: «se levanta muy temprano y pasa tres horas en oración.
Por prisa y ocupaciones que tenga, oye de rodillas dos misas todos los días. Los viernes
va de negro; los domingos y los días de fiesta hace a pie una peregrinación, o se hace
leer vidas de santos o historias de héroes antiguos, romanos o no, y sostiene piadosos
coloquios con otras personas. Es moderado y sencillo; habla poco y las más de las veces
sobre Dios, los santos, la virtud o la caballería. También ha inculcado a todos sus
servidores la devoción y la decencia y les ha quitado la costumbre de maldecir. Es un
celoso defensor del noble y casto culto a la mujer… Con tales colores de piedad y con-
tinencia, sencillez y fidelidad se pintaba entonces la bella imagen del caballero ideal»
(Huizinga 103).
Las Órdenes de caballería realizaron en forma comunitaria y bajo reglas los
ideales de la caballería medieval, con una especial profundización de sus
motivaciones religiosas. Así nace, por ejemplo, la Orden de Santiago, en la que
los caballeros-monjes, con sus mujeres e hijos, unen la vida laical y religiosa,
profesan una Regla de vida, y se vinculan por votos a guardar obediencia, pobreza
y castidad conyugal –rasgo éste peculiar de la Orden de Santiago, pues las otras
Órdenes no admitían casados– (Derek W. Lomax, La Orden de Santiago [1170-
1275], CSIC, Madrid 1965, 90-100).
La Orden militar de los Templarios nace en Francia, y poco después es aprobada por la
Santa Sede en el concilio de Troyes (1128), en buena parte por la recomendación de
San Bernardo. A ruegos del primer gran maestre de la Orden, escribe San Bernardo un
tratadito De la excelencia de la Nueva Milicia (1132-1136 ?). «Éste es el nuevo género
de milicia no conocido en los siglos pasados, en el que se dan a un mismo tiempo dos
combates con un valor invencible: contra la carne y la sangre [por la vía ascética y
sacramental] y contra los espíritus malignos que están esparcidos por el aire»
[mediante las armas que impugnan a quienes oprimen en Tierra Santa a los
cristianos]. Estos caballeros son dichosos en la vida y en la muerte. Son felices
entregando su vida por el honor de Cristo y el bien de los cristianos. Y aún son más
dichosos si en este empeño heroico mueren por Cristo.
Los grandes teólogos medievales aprueban con entusiasmo este género de vida.
Santo Tomás, por ejemplo, enseña que «muy bien puede fundarse una Orden
religiosa para la vida militar, no con un fin temporal, sino para la defensa del culto
divino, de la salud pública o de los pobres y oprimidos» (STh II-II, 188,3.
La crisis, sin embargo, que afecta el final de la Edad Media oscurece un tanto el
ideal caballeresco, que va perdiendo la nobleza del ascetismo cristiano, y adquiere
a veces ciertos rasgos un tanto paganos, que anticipan en cierto modo el estilo del
caballero renacentista. De esta época del ideal caballeresco en decadencia eran
aquellos libros de caballería que hicieron «mucho daño» a Santa Teresa.
Existió la Cristiandad. He dedicado varios artículos (178-184) a considerar en la
Edad Media la vida cristiana en su relación con el mundo secular, una relación
semejante y al mismo tiempo diversa en los religiosos y los laicos, pero que logra
establecer una cultura cristiana, un mundo evangelizado, unas coordenadas
mentales, sociales y espirituales inspiradas en el Evangelio de Cristo, el Panto-
crator de las grandiosas catedrales medievales. También aquí podrá ayudarnos
mucho el P. Sáenz, con su libro La Cristiandad. Una realidad histórica (Fund.
GRATIS DATE, Pamplona 2005, 219 pgs.)
Aunque recientemente, al elaborarse la nueva Constitución Europea, fuerzas
laicistas y masónicas hayan puesto todo su empeño en negar las raíces cristianas
de Europa, es un dato histórico evidente que el Evangelio impregnó
profundamente el mundo secular de Europa durante un milenio de Cristiandad.
Como también es evidente que de las huellas formidables de aquel mundo
procede la mayor parte de la verdad, bondad y belleza que aún existen en
Occidente, sin que los muchos horrores culturales, sociales y estéticos traídos por
la apostasía moderna hayan logrado su destrucción total. Éste ha sido el juicio
histórico de los Papas.
León XIII: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados.
En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían
penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en
todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía
colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde, y florecía en todas
partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los
magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso
consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes
superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios, y
quedará vigente en innumerables monumentos históricos, que ninguna corruptora
habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer» (enc. Inmortale Dei, 1-XI-
1885, 9).
San Pío X: «No, la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en
las nubes. Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se
trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y
divinos, contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana de la revolución y de
la impiedad» (Cta. apt. Notre Charge Apostolique, 25-VIII-1910, 11).
Pablo VI, concretamente, sobre la Italia medieval: «No olvidamos los siglos durante los
cuales el Papado vivió su historia, defendió sus fronteras, guardó su patrimonio
cultural y espiritual, educó a sus generaciones en la civilización, en las buenas
costumbres, en la virtud moral y social, y asoció su conciencia romana y sus mejores
hijos a la propia misión universal [del Pontificado]» (Disc. al Presid. Rep. Italia, 11-I-
1964).
Benedicto XVI, lo mismo que Juan Pablo II, ya desde antes de ser elegido Papa,
ha hecho grandes esfuerzos para preservar en la conciencia de los europeos, y
también en los textos de la nueva Constitución Europea, el reconocimiento del
Cristianismo en la verdadera identidad histórica de Europa. Siendo todavía
Cardenal Ratzinger, en el libro Una mirada a Europa (1991), en el estudio Libertad
y verdad (1995), en la conferencia Europa, política y religión (Berlín 2000 y Roma
2004), como también en una conferencia en Subiaco (2005) y en varias ocasiones
más recientes, mostró claramente que la pretensión de fundamentar Europa
únicamente sobre la Ilustración, negando sus raíces cristianas, era una
falsificación profunda de la identidad histórica europea. La filosofía racionalista,
positivista y relativista de la Ilustración es una mutilación de la razón humana. Y la
afirmación de una libertad desvinculada de la verdad acaba anulando la libertad
personal y colectiva. Pero, en fin, ya trataremos del tema en su momento. Ahora
estamos examinando la Cristiandad, y concretamente la Edad Media.

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