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COLEGIO ANTUPIREN 2018

DIRECCION ACADÉMICA - UTP


TEXTO COMPLEMENTARIO PARA PRUEBA
DEPARTAMENTO de HISTORIA

PROFESOR: Roberto Ramírez M / Cecilia Delón.

ALUMNO……………………………………………………
Libro: Historia de América Latina. Vol. 10: América del sur 1870-1930.
Autor: Leslie Bethell. (compilador)
Capítulo 7: Chile desde la guerra del Pacífico hasta la depresión mundial, 1880, 1930.
Páginas: 178-188.

INSTRUCCIONES:

1. Lea atentamente el texto.


2. Subraye los conceptos claves.
3. Anote definiciones.
4. Elabore un esquema o mapa conceptual que permitan entenderlo mejor.

LA «REPÚBLICA PARLAMENTARIA», 1891-1920

En el «testamento político» que Balmaceda dejó escrito poco antes de


suicidarse, profetizó que

aunque en la actualidad exista un gobierno parlamentario en Chile ... no existirá ni


libertad electoral, ni partidos claramente definidos, ni paz entre los círculos del
Congreso. La victoria y la sumisión de los vencidos producirán una calma temporal;
pero en breve renacerán las antiguas divisiones, con las mismas situaciones
amargas y dificultades morales para el jefe del Estado ... El régimen parlamentario
ha triunfado en el campo de batalla, pero esta victoria no durará…

Se demostraría que estaba en lo cierto, aunque, en parte, por razones


distintas.

La victoria de los congresistas, en 1891, marcó una línea divisoria significativa en la


política chilena y en la historia constitucional. Habiéndose rebelado con el fin de
asegurar el predominio del poder legislativo sobre el ejecutivo, los triunfantes pero
heterogéneos partidos del Congreso pasaron a controlar Chile. Mientras que los
poderes de que anteriormente disponía el presidente y, sobre todo, su capacidad
para intervenir en las elecciones para asegurarse un Congreso dócil, habían actuado,
al menos hasta cierto punto, como barrera contra el faccionalismo, estas
limitaciones iban a desaparecer completamente a partir de ahora, aunque su
proceso de desmantelamiento ya hubiera empezado tiempo atrás. La unidad
temporal se había forjado en el Congreso contra un objetivo de común aversión —
Balmaceda y el sistema del que era el último representante—, pero, una vez apartado este
obstáculo, la unida se vino abajo con él, como había predicho Balmaceda. El poder
legislativo no sólo pasaba a predominar sobre el ejecutivo, sino a controlarlo, puesto
que este último carecía del arma definitiva que debe poseer en todo sistema parlamentario
para enfrentarse con el obstruccionismo en la legislatura, es decir, el poder de
disolverla e intentar un nuevo mandato a través de las elecciones. De esta manera,
se impuso en Chile una forma falsa de gobierno parlamentario y los factores personales
jugaron su papel en esta transformación. El almirante Jorge Montt había
personificado la rebelión en uniforme como comandante en jefe de una
fuerza naval y militar rebelde y, en última instancia, vencedora. Como personaje
no profesional de la política, era el candidato de compromiso perfecto de los partidos
victoriosos para la presidencia de 1891 a 1896: conciliador, de carácter apacible,
no enérgico, y muy consciente de los principios del antiautoritarismo por los que la
revolución había luchado.

Su propósito [confesó al ministro británico] era el de dejar una mayor independencia


de acción a los ministros en sus respectivos departamentos; abstenerse de

interferir en los cuerpos legislativos, y confinar a los intendentes y gobernadores de


provincias a sus tareas administrativas, prohibiendo las interferencias en asunto
políticos y especialmente en las elecciones.

Este respeto hacia el sistema parlamentario eliminaba la necesidad de reescribir la


Constitución existente, y la aceptación por parte de Montt del nuevo papel del presidente
—muy alejado de las concepciones de la mayoría de sus predecesores— significaba
que las modificaciones en la práctica se volvían bastante más significativas que los
cambios en la forma. De entre aquéllas, destacó la eliminación de la interferencia
gubernamental directa en las elecciones, objetivo prioritario de la oposición durante
el mandato de Balmaceda; la suspensión de este arma del ejecutivo después
de 1891 significaría que, en adelante, los presidentes tendrían que confiar en
alianzas y coaliciones en un Congreso multipartidista. Así, dejaron de existir las
mayorías automáticas para las iniciativas gubernamentales, y el gobierno pasó a ser presa
de momentáneas y cambiantes alianzas. Los resultados inevitables fueron el
gobierno indeciso y el compromiso vacilante.

Esta situación estuvo conformada por dos factores adicionales. El primero


de ellos fue una nueva ley de Autonomía Comunal, aprobada por el Congreso
en 1892. Largo tiempo perseguida por los conservadores en particular —y
en especial por M. J . Irrarázaval, seducido por el ejemplo de Suiza— y también
por varios grupos liberales, que vieron en unos mayores poderes para las autoridades
locales una barrera adicional para la influencia del ejecutivo y una forma de liberar
a los municipios del control central. Pero el uso efectivo de una mayor autonomía local
dependía de unos adecuados recursos financieros, cuya concesión no estaba
contemplada en la ley. Así fue como el control central fue reemplazado por
el igualmente dudoso de los localmente poderosos, y de los agentes del
gobierno salidos de las elecciones se dio paso al poderío económico local, dando
como resultado que los hacendados y otras personas pudientes pasaran a
sustituir las interferencias centralistas por el soborno y la corrupción, hasta el punto
que, hacia finales de siglo, los escaños en el Congreso se cotizaban a un precio
fijo.

El segundo, y totalmente paradójico, fue el carácter y política de los herederos de


Balmaceda, aquellos políticos que le habían apoyado durante su vida y trataban
de reivindicar sus asuntos de vista una vez muerto . La persecución de
balmacedistas, rigurosa entre 1891 y 1892, terminó con la aprobación de una amnistía
selectiva en 1893, seguida en 1894 por unas medidas más amplias. De esta
forma, en 1894, retornaron completamente a la vida pública importantes defensores
de Balmaceda, como Enrique Sanfuentes y Julio Bañados Espinosa.

La «convivencia chilena», en este periodo formada por la solidaridad social de


la clase alta de Chile, se había reafirmado claramente, y los balmacedistas —o
Partido Liberal Democrático, como se autodenominaban- retornaron a la política como si
las cosas no hubieran cambiado. Pero las cosas ya no eran como entonces: los
balmacedistas eran, después de todo, los legatarios del testamento político de Balmaceda
que había vaticinado una política de facciones en ausencia de un ejecutivo firme. Su tarea
había de ser la de lograr que las palabras del mártir se hicieran realidad. En consecuencia,
y con el fin de exponer las debilidades de un ejecutivo febril, ellos, más que nadie, se aliaban
con otros grupos con un fin puramente faccioso, y los abandonaban por la misma razón;
su papel en la consecución de una República parlamentaria ingobernable fue un rasgo
característico del período.
El panorama político hacia el final de la presidencia de Montt era un auténtico mosaico:
en un extremo estaban los conservadores clericales, dirigidos por el patriarca Manuel José
Irarrázaval, que seguía siendo el partido de la Iglesia y estaban dispuestos a defender las
prerrogativas que todavía les quedaban, especialmente en la enseñanza católica; en el otro
extremo estaba el Partido Radical, sobresaliente por encima de todos por su virulento
anticlericalismo y sus resueltas intenciones de lograr que el Estado fuera el suministrador
universal de la enseñanza, pero esquizofrénico en sus actitudes respecto a las clases
sociales, e indeciso en definir si era exclusivamente el portavoz de las clases medias y
profesionales, o si también debía incluir a las clases inferiores. Entre estos dos grupos
genuinamente ideológicos había una masa amorfa de liberales: el Pardito liberal, que había
roto con Balmaceda a raíz de su intervención electoral pero que ahora no tenía una
ideología estructurada, aparte de unas vagas ideas sobre supremacía del poder legislativo
sobre el ejecutivo; el Partido Nacional cada día más minúsculo y distinguido principalmente
por su adhesión a un gobierno impersonal y, paradójicamente, por su lealtad a la tradición
y al nombre de la familia Montt; y, finalmente, los balmacedistas o Partido Liberal
Democrático, con una común veneración por el difunto presidente y una vaga adhesión a
lo que consideraban que él había representado, pero unidos principalmente como fuerza
disruptora y decididos a extraer las máximas ventajas del nuevo sistema, como partido de
amplia minoría con poder para evitar que cualquier otro grupo pudiera gobernar
eficazmente. El sistema multipartidista de Chile, anterior a la Revolución de 1891, pero
exacerbado por ella, se distinguió así por la carencia de cohesión ideológica, que solo es
capaz de crear, por un lado, un genuino sistema de partidos y, por otro, la solidaridad social
a través de las líneas de los partidos. El oportunismo fue el credo de la mayoría; solo los
conservadores y los radicales tenían una ideología distintiva, que giraba casi siempre en
torno a asuntos clericales, aparte del todavía minúsculo Partido Democrático que, sin otros
apoyos, trató activamente de obtener el apoyo de las clases artesanales y de las clases
medias. Sin embargo, tan importante era el control de la oligarquía tradicional y tan
estrechamente estaba restringida la franquicia, que ese partido no apareció en la Cámara
de Diputados hasta 1894 y hasta 1912 en el Senado.

La estructura política y constitucional de Chile permitió a la oligarquía ejercer un juego


político en el que los diferentes grupos se abrían paso a codazos por el poder y as
influencias, con un trasfondo de cambio económico y social que quedaba sin reflejo en la
representación política. Así pues, los 30 años comprendidos entre 1890 y 1920 estuvieron
caracterizados por una tensión social creciente, conforme los cambios económicos iba
incrementando la población trabajadora y urbana, y las presiones para obtener reformas
sociales-en la vivienda, enseñanza, sanidad y en las condiciones de trabajo-no podían
expresarse a través de canales políticos. Las salidas alternativas protestas violentas
esporádicas, generalmente eran respondidas mediante la represión, y los indudables
méritos del sistema parlamentario chileno- un método civilizado de conducir los asuntos
políticos por caminos estrictamente constitucionales, para la pequeña minoría que tomaba
parte den él- fueron apareciendo como cada vez más incongruentes para una sociedad
nacional en estado de rápida transición.

Entre 1895 y 1920, la población de Chile pasó de unos 2.668.000 habitantes a


3.7125.000; en el mismo periodo el crecimiento de la población urbana y la rural fue más o
menos similar, de unas 500.000 personas cada una en toda la nación. Pero las ciudades
mayores-Santiago, Valparaíso y Concepción-crecieron desproporcionadamente más rápido
que la población rural de sus respectivas provincias. Así, la población de Santiago aumentó
de 300.000 a 547.000, mientras que la población rural de la provincia solo aumentó de
116.000 a 139.000 habitantes; las cifras correspondientes a Valparaíso nos muestran un
crecimiento urbano de 173.000 a 266.000, y un crecimiento rural de 48.000 a 55.000,
mientras que las de Concepción no son menos espectaculares, con un crecimiento urbano
de 95.000 a 142.000, y uno rural de 94.000 a 105.000.

El crecimiento de las ciudades más importantes refleja, en parte, un desarrollo nacional


en el que los ingresos por los nitratos actuaban como motor de la economía en su conjunto.
Desde bastante antes de que los ingresos por los nitratos hicieron su impacto, Chile estaba
ya en camino de convertirse en una economía nacional integrada, conforme las mejoras en
las comunicaciones, u o solo las ferroviarias, iban uniendo el tejido del país, y permitían a
la maquinaria gubernamental alcanzar regiones (como la de Norte Chico y la zona forestal
del sur) que hasta entonces habían sido muy periféricas en lo concerniente a atención
gubernamental. La expansión del cultivo de trigo en el sur, de la viticultura en el valle central,
de las empresas industriales de baja tecnología productoras de bienes de consumo tales
como tejidos, cerámica y materiales de construcción- todas ellas en curso de desarrollo ya
en la época de la guerra del Pacífico-, reflejaban ese hecho y que ya se había producido un
cierto grado de concentración industrial. Sin embargo, esos procesos se aceleraron. Mucho
con el crecimiento de los nitratos en la economía nacional. Las demandas de consumo de
las oficinas y puertos del norte galvanizaron otras piezas de la estructura, y el efecto en
cadena del crecimiento de los nitratos sobre la agricultura sureña, por ejemplo, fue
muy notable : «Las alubias, el maíz, las lentejas, los guisantes, los frutos secos, etc. —
escribía en 1887 el cónsul general británico—, rara vez se exportan ; el productor
chileno ha encontrado para éstos, así como para la harina y la cebada, un
mercado mejor en la región desértica del norte… De la misma forma, la amplia
y creciente producción de vino y cerveza del sur encuentra mercado en el
norte...». " Además, el crecimiento de las rentas públicas derivado de los nitratos tuvo
también su impacto. A pesar de las caídas cíclicas en las rentas públicas, derivadas de
la naturaleza incierta del negocio de los nitratos, la tendencia globalmente creciente
de los ingresos por tasas de exportación de los nitratos entre 1891 y 1920
permitió a los sucesivos gobiernos llevar adelante proyectos de infraestructuras
que dieron empleo a una notable cantidad de mano de obra y crearon
abundantes demandas de consumo, a la vez que ampliaban de manera significativa
una burocracia gubernamental con base en Santiago, que a su vez se expandió
rápidamente . En 1893, la gran línea central estratégica construida por el gobierno había
alcanzado Temuco, alejada 690 kilómetros al sur, y en 1913, Puerto Montt, 400 kilómetros
más allá, mientras que hacia el norte, la línea central alcanzó Pintados, en el
extremo sur de la provincia de Tarapacá, en 1914, enlazando allí con la línea
ferroviaria de propiedad privada de las nitrerías . También en 1914, se abrió al
tráfico la línea Arica-La Paz (Bolivia), de 438 kilómetros de longitud, construida por
Chile como parte de su tratado de 1904 con Bolivia, para empalmar con la línea de
propiedad británica existente desde Antofagasta a La Paz . La línea transandina que
enlazaba Santiago con Buenos Aires, que ya estaba en construcción desde
los años ochenta y fue una gran proeza de la ingeniería en terrenos montañosos,
se abrió también en 1910, mientras que el crecimiento de las líneas transversales
de alimentación desde la línea longitudinal principal —muchas de ellas de
propiedad privada— avanzó rápidamente en esos años . En 1914, Chile tenía
8.638 kilómetros de vía férrea, 5.584 de los cuales, más del 60 por 100, eran
de propiedad estatal, en comparación con la proporción inferior al 50 por 100 de
la red nacional total de siete años antes .

El empleo que tal construcción creó, y el aumento permanente de la


mano de obra empleada en el ferrocarril, cuyo número absoluto, aunque fue
considerable, es difícil de cuantificar, constituyeron factores importantes en la
migración rural . Lo mismo ocurrió con la creciente industrialización. Durante el
periodo parlamentario se produjo una expansión notable de la industria
chilena, tanto en crecimiento como en variedad, y de la mano de obra en ella empleada.
Las industrias de transformación de alimentos y de bebidas, las del cemento,
cerámica, refinación de azúcar, de ropa, productos de piel, madera y
papel, químicas, de fundición, talleres de maquinaria y metalistería, se expandieron
de forma considerable en este periodo ; muchos de los empresarios eran extranjeros,
y una buena parte del capital procedía del exterior de Chile. Sin embargo,
en 1914, Chile poseía una industria manufacturera de importancia creciente,
que abastecía las necesidades primarias nacionales, y que, en los casos de algunas de
las empresas mayores, exportaba a los países vecinos.

La estimulación gubernamental de la actividad económica en el periodo


parlamentario no fue, por supuesto, impulsada exclusivamente por las
rentas públicas procedentes de los aranceles sobre las exportaciones de nitratos, ni
por las rentas derivadas de los impuestos sobre la importación y exportación
en general, ni tampoco por el sistema tributario . Una notable proporción de
los fondos necesarios procedió del crédito exterior. En realidad, entre 1885 y
1914 se pidieron créditos al extranjero por valor superior a los 50 millones de
libras, de los cuales más del 60 por 100 se empleó en obras públicas,
incluyendo los ferrocarriles. Pero la posesión de los nitratos de Chile, unida a la
buena reputación como pagadora diligente de sus deudas —reputación que se mantuvo
incluso durante el difícil año de 1891—, le valieron un puesto en las finanzas
internacionales, y los créditos fueron lo suficientemente fáciles de retornar en
plazos razonables. La modernización de sus ciudades más importantes —especialmente,
Santiago y Valparaíso— a través del crecimiento de los transportes, mejora del
alumbrado, puesta al día de la sanidad y construcción de impresionantes edificios
públicos, se debe en gran parte a esta fuente. Y lo mismo ocurrió con las
mejoras en la enseñanza. Ya que, a pesar de la inestabilidad de los gabinetes, el
gobierno y las administraciones locales siguieron adelante, proporcionando un
estímulo continuo a la expansión de los servicios públicos, uno de los cuales fue la
enseñanza. El desarrollo de la enseñanza queda reflejado en el crecimiento de la
alfabetización : se estima que en 1885 el 28,9 por 100 de la población de Chile estaba
alfabetizada, pero en 1910 tal proporción superaba el 50 por 100, aunque, eso sí,
estuviera mayoritariamente concentrada en las grandes ciudades.

Así, el periodo parlamentario de la historia de Chile, 1891-1920, fue paradójico .


Fue un periodo de rápidos cambios sociales y económicos, pero un callejón sin salida
en lo político. Las considerables mejoras urbanas se combinaron con el
estancamiento rural, en lo que respecta a las vidas de sus campesinos. Fue una era de
transformación social y ocupacional; mientras la oligarquía tradicional, que
trataba de integrar a los «hombres nuevos» de la banca, el comercio, la
industria y los profesionales de todos los lugares de la República,
continuó ejerciendo su dominio sobre la vida pública, emergieron grupos nuevos —
gerentes, burócratas y maestros— y nuevas clases de trabajadores urbanos, los
mine- ros de las nitrerías, los escalones inferiores, de los servicios públicos, y los
funcionarios insignificantes de todo tipo de empresas. Además, en tanto
que se desarrollaba la economía y mejoraban algunos servicios sociales,
otros no lo hicieron. La rápida expansión de las ciudades estuvo caracterizada por
la disparidad de alojamientos entre la opulencia urbana de los ricos y
los escuálidos asentamientos de los pobres en los barrios bajos . Un norteamericano,
que visitó Santiago en 1900, escribía: «He estado en casas de Santiago que tienen
más de cincuenta habitaciones y cuyo mobiliario es tan caro como el de algunos palacios
de Europa», pero los «conventillos» de los suburbios de la clase trabajadora
presentaban un aspecto muy diferente. Estos eran edificios de una o dos plantas, que
alojaban a familias enteras en una sola habitación; «las camas eran utilizadas
a menudo durante las veinticuatro horas ; durante el día, las calentaban los obreros
que tenían turno de noche, y después las dejaban para que las utilizaran los que
volvían al anochecer». Pero si los contrastes entre los alojamientos de
los ricos y los pobres en las grandes ciudades eran grandes, aún mayores
fueron los existentes entre los urbanos y los del medio rural . «Las casas de
los rotos [trabajadores] son poco mejores que nuestras pocilgas», escribía
nuestro visitante norteamericano sobre las casas de los campesinos del valle central. Las
diferencias sanitarias eran aún mayores : mientras que el aristócrata de Santiago
podía acudir a consultar a los médicos de París o de Londres sus indisposiciones
persistentes, en Chile los pobres morían . La tasa global de mortalidad infantil
(muertes por cada 1.000 niños nacidos vivos) entre 1890 y 1915 era de 293,'" pero
aumentaba desproporcionadamente entre los pobres . Y, en cuanto a la enseñanza,
mientras que los avances globales eran significativos, una vez más fueron las áreas
urbanas las que se aprovecharon de ello y nada en absoluto las rurales .

Fueron esas diferencias inmensas las que crearon la problemática social


en Chile durante el periodo parlamentario y las que eventualmente suscitaron
la cuestión sobre la capacidad del sistema constitucional y de los mecanismos poli
ticos para afrontarla. Las revueltas de los nitratos en 1890 habían sido una muestra de las
cosas que iban a ocurrir. Las dos primeras décadas del siglo xx fueron testigos de un
empeoramiento de la conflictividad social, derivada de causas particulares pero ocasionada
por una situación general. La depreciación constante del peso chileno y la incidencia de la
inflación repercutieron en todas las clases, pero mucho más entre los pobres. El aumento
medio anual del coste de la vida fue del 5 por 100 entre 1890 y 1900, del 8 por 100 entre
1900 y 1910, y del 6 por 100 entre 1910 y 1920, tasas modestas para nuestros patrones
actuales, pero que tuvieron efectos exagerados en el Chile del periodo que nos ocupa por
el impacto de la inconvertibilidad del papel moneda, que permitía a los productores y
exportadores hacer ganancias en el cambio internacional cuyos valores tenían escasas
fluctuaciones, mientras pagaban a sus obreros en papel cuyo valor real se depreciaba
continuamente. Desde 1878, los precios en Chile habían sido reacios a mantener la
estabilidad, y esta situación estaba destinada a prorrogarse otros cien años más. Entre
1895 y 1898, cuando Chile retornó temporalmente al patrón oro, se hizo un intento para
restaurarlo, pero fracasó, principalmente porque las circunstancias para la reconversión
eran muy poco propicias; en 1895-1898 se tocó fondo en la baja mundial de precios de los
productos que había empezado en la década de 1870, y también originó una herida de
guerra con Argentina que obligó al gobierno a desviar desembolsos para la adquisición de
armas de emergencia. La derrota de los «oreros» en 1898 confirmó el sistema monetario
de papel inconvertible, cuyo valor interior descendió de forma consistente. Por lo tanto, no
es sorprendente que los trabajadores reaccionasen.

En 1903, los estibadores del puerto de Valparaíso fueron a la huelga en demanda


de mayores salarios y un horario laboral más corto; el esquirolaje provocó disturbios, y
cuando las tropas enviadas desde Santiago restauraron el orden, fue a costa de 32 muertos
y 84 heridos. En 1905, cuando la imposición de derechos arancelarios a la importación del
ganado procedente de Argentina, en favor de los ganaderos locales, provocó un alza de
precios, los disturbios en Santiago duraron una semana, hasta que se anuló la medida, con
un saldo de 60 muertos y 300 heridos. A esta «semana roja» siguió, en 1906, una grave
huelga en Antofagasta, debida a la negativa de la compañía británica propietaria de los
nitratos y del ferrocarril a incrementar los salarios y el tiempo de descanso al mediodía para
la comida, y, un año más tarde, se reprimió de forma sangrienta una huelga masiva en el
puerto nitrero de Iquique, con el resultado de centenares de muertos. La violenta expresión
de la protesta social tuvo su contrapartida en la resistencia organizada a la explotación
laboral y el cuestionamiento «del sistema» por parte de los intelectuales.

La figura clave en el crecimiento del movimiento laboral organizado fue Luis Emilio
Recabarren (1876-1924), nacido de una familia modesta en Valparaíso e impresor de
profesión. Fue un destacado miembro de primera hora del Partido Democrático, al que se
unió en 1894, y descubrió su vocación cuando fue invitado en 1903 a fundar y poner en
funcionamiento un periódico para la asociación benéfica mutua de los trabajadores
(mancomunal) del puerto norteño de nitratos de Tocopilla. El Trabajo fue sólo el primero de
entre los muchos órganos de los trabajadores que él iba a crear y editar. Fue elegido
diputado por Antofagasta en 1906, pero el Congreso le impidió tomar posesión de su
escaño. Después de un periodo de exilio en Argentina y Europa —donde, según
afirmaciones jamás demostradas, conoció a Lenin—, volvió a Chile en 1908, rompió con el
Partido Democrático en 1911, y fundó el Partido Obrero Socialista en 1912. El POS —que
para 1915 tenía varias ramas en las nitrerías del norte, Santiago y Punta Arenas— mantuvo
su unidad gracias a la personalidad y energía de Recabarren. Desde su base nitrera, en
Tarapacá, esta figura, ya de ámbito nacional, creó periódicos del partido, a menudo de
existencia efímera, pero de impacto permanente, y reclutó un pequeño pero decidido
número de seguidores, impulsando una fuerza imperceptiblemente creciente para el cambio
social radical en Chile. En 1915, el POS convocó su primer congreso nacional y empezó a
elaborar su estructura institucional y a radicalizar las organizaciones sindicales existentes.

Tales organizaciones habían tenido orígenes diversos y altibajos en sus historias


respectivas. Conforme fue creciendo la clase trabajadora chilena, y especial- mente la del
sector no agrario, tuvo que ir enfrentándose con la falta de comprensión de sus condiciones
de vida y de trabajo, no sólo por parte de sus empresarios, sino también con la de aquellos
que, al menos en teoría, la representaban en el Congreso. Desde finales del siglo xix, los
trabajadores de algunas localidades y ocupaciones específicas particulares, carentes de un
verdadero canal constitucional y político por el que encauzar sus quejas, empezaron a
formar una variedad de organizaciones de ayuda mutua. En realidad, las primeras
asociaciones sindicales embrionarias de Chile habían aparecido ya hacia 1870: sociedades
mutuas de artesanos urbanos, cooperativas creadas para proporcionar una seguridad
social rudimentaria entre sus miembros y algún tipo de oportunidad de enseñanza a través
de clases y de publicaciones creadas por ellos mismos, enfatizando siempre la cooperación,
y no la confrontación, con empresarios y gobierno. Producto de su falta de interés en
cambiar el orden social de forma dramática —y sí, en cambio, buscando un lugar respetable
dentro del mismo— fue su relativa aceptación por parte de los gobiernos y de la Iglesia
católica, la cual, siguiendo la encíclica papal de 1891, De Rerum Novarum (primer
pronunciamiento ex cátedra que abordó seriamente las cuestiones sociales y económicas),
había patrocinado un acercamiento filantrópico a las clases inferiores en Chile.
Radicalmente distintas en perspectivas y objetivos fueron las llamadas «sociedades de
resistencia», formadas bajo la influencia de las ideas anarquistas y socialistas importadas
—a veces por trabajadores inmigrantes y líderes sindica- les— de Argentina. Generalmente
de raíces industriales, sus objetivos inmediatos eran prácticos, en relación con las
condiciones de trabajo, y la unión de sus miembros estaba basada en trabajar juntos, por
ejemplo, como estibadores portuarios, en el transporte, en la imprenta, etc. Fueron
predecesores de formas posteriores del sindicalismo chileno, y no sólo en su concepto
político, pero su importancia fue decreciendo conforme el anarquismo iba perdiendo
atractivo con el paso del tiempo. Finalmente, y más importantes, las hermandades o
«mancomúnales», que sobresalieron de forma más espectacular en las nitrerías del norte,
en las que la población minera fue siempre creciente hasta 1914, debido
fundamentalmente a la migración procedente del sur. En lo social, las mancomúnales eran
de una gran homogeneidad y, aunque la población minera estuviera muy esparcida —cada
oficina era virtualmente un estado independiente—, hubo una elevada movilidad de la mano
de obra ya que los mineros se desplazaban de una parte a otra en busca de mejores
condiciones. De ahí que sus organizaciones fueran por naturaleza más territoriales que
ocupacionales y sus preocupaciones estuvieran relacionadas con las condiciones de vida
y de trabajo, así como con mejoras sociales tales como la enseñanza. Pero las
mancomúnales se distinguieron sobre todo por su naturaleza de clase, y fueron las que, a
pesar de la represión, organizaron las —cada vez más amplias y graves— series de huelgas
en las regiones nitreras durante el periodo parlamentario.

Los primeros sindicatos propiamente dichos surgieron en la primera década del siglo
xx entre los artesanos y obreros de las grandes ciudades y bajo la influencia anarquista.
Entre ellos se encontraban las federaciones de carpinteros y zapateros y la más importante
de trabajadores ferroviarios, que fundaron su primera federación en 1908, tras un recorte
salarial por parte de la compañía estatal del ferrocarril. Aunque originariamente fuera de
carácter esencialmente mutualista, esta organización —denominada en 1911 Gran
Federación Obrera de Chile, y de 1917 en adelante, Federación Obrera de Chile (FOCH)—
abrió sus filas a todos los trabajadores. Consiguió un apoyo considerable, especialmente
en el norte y en el sur del país, y menos en Santiago y Valparaíso, donde la influencia
anarquista era todavía muy fuerte. Con el transcurso del tiempo y a la par que se
incrementaban las tensiones sociales y empeoraban las circunstancias económicas, en
especial en el periodo inmediatamente posterior a la primera guerra mundial, la FOCH se
fue haciendo más militante. Verdaderamente, la incidencia huelguística en Chile y el
número de trabajadores implicado aumenta- ron de forma dramática en esos años, pasando
de 16 huelgas que afectaban a 18.000 obreros, en 1916, a 105 huelgas con 50.000 obreros
implicados, en 1920. Recabarren, jugó un papel preponderante en esos acontecimientos,
aunque trató en todo momento de mantener su POS y la FOCH como entidades distintas,
aunque coordinadas. En 1919 hubo una reorganización de la FOCH; a raíz de ella, su
expresión básica pasó a ser el sindicato que afiliaba a todos los trabajadores de un
área determinada, independientemente de sus oficios, y su objetivo expreso —como el
del POS— pasó a ser la abolición del sistema capitalista. La radicalización progresiva de la
FOCH, el impacto de la Revolución rusa de 1917 y el crecimiento de un movimiento
internacional comunista agravaron la división entre los trabajadores chilenos; por una
parte, aquellos que, como el Partido Democrático, habiendo jugado un papel no
despreciable en la organización de la clase trabajadora, intentaban operar desde dentro del
sistema establecido y los que, como Recabarren, que empezó hacia los años veinte, lo
rechazaban. En 1921 se abrió la brecha: la FOCH pasó a afiliarse a la Internacional Sindical
Roja, liderada por Moscú, y, un año más tarde, el POS se convirtió en el Partido
Comunista de Chile, pero como consecuencia ambos perdieron afiliados. Se ha estimado
que la afiliación de la FOCH bajó en un 50 por 100, pasando de unos 60.000 miembros a
unos 30.000, entre 1921 y 1922. Para entonces, la república parlamentaria había
alcanzado un punto de crisis.

A lo largo de todo el periodo de la república parlamentaria, los partidos políticos y


las personalidades, dejando aparte el Partido Democrático (que nunca obtuvo más apoyo
que el de una pequeña minoría de lo que, en todo caso, era un electorado muy limitado),
maniobraron para obtener el poder, general- mente efímero, en un sistema político
caracterizado por alianzas cambiantes y coaliciones. Durante gran parte del periodo, los
grupos opuestos eran designados generalmente como la Alianza y la Coalición, siendo el
rasgo distintivo la presencia del Partido Radical, en el primero, y del Partido Conservador,
en el segundo. Ambos eran partidos minoritarios fuertes, con raíces profundamente
arraigadas en ideologías antagónicas sobre cuestiones de Estado e Iglesia, y
proporcionaban la única cohesión ideológica —no siempre tan fuerte— entre los dos
cuerpos. El resto —liberales, liberales democráticos, nacionales, y otros— oscilaba en su
apoyo a diferentes candidatos presidenciales y su subsiguiente apoyo a sus gabinetes. El
papel aristocrático que jugaron, una especie de «juego de las sillas vacías» político, fue
obsesivo como forma de conducción de los asuntos nacionales, pero nadie, ni el político
más conservador, era inconsciente de que Chile estaba cambiando y de que el crecimiento
de las fuerzas extraparlamentarias iba ganando terreno. Las respuestas, sin embargo,
fueron variadas. A lo largo del periodo, diversos intelectuales y también novelistas, como
Luis Orrego Luco y Baldomero Lillo, diseccionaron críticamente las enfermedades que
afectaban a la República y, en particular, la «cuestión social», esa creciente división entre
ricos y pobres a la que el sistema político aparentaba no poder resistir. Ensayistas como
Alejandro Venegas, J. Valdés Canje y Francisco Encina, en Nuestra inferioridad económica
(1912), atacaron la incapacidad del país para desarrollar un sistema educativo útil y de
mayor amplitud y para establecer una verdadera economía nacional, en lugar de un objeto
sometido a los caprichos de los mercados de consumo internacionales o de los empresarios
extranjeros. Aunque se hicieran algunos progresos en el campo de la legislación laboral y
de bienestar social —una ley sobre alojamientos obreros, en 1906; sobre des- canso
dominical obligatorio, en 1907; sobre seguros contra accidentes en la industria, en 1917—,
estos fueron meros paliativos, dada la rapidez con que había crecido la clase obrera y lo
limitado del intento de abordar las cuestiones sociales fundamentales. Y, mientras tanto, la
mano de obra rural seguía desorganizada, deprimida y con un nivel de vida deplorable.

Los gobernantes de Chile de este periodo se apuntaron también algunos logros.


Gobernaron durante un periodo de economía floreciente; mejoraron los servicios de las
ciudades más importantes, y mantuvieron el país en paz. Durante la década de 1890 se
habían dado frecuentes alarmas de guerra con Argentina sobre los límites fronterizos en la
región sur, llegándose a algunas confrontaciones en detrimento de ambos países. Pero
finalmente se había impuesto siempre el sentido común; en 1902, y bajo arbitraje británico,
Chile y Argentina resolvieron sus conflictivas reclamaciones territoriales en el lejano sur, y
firmaron un tratado general de arbitraje para posibles disputas futuras. Dos años más tarde
se firmó un tratado de paz definitivo con Bolivia que cerraba el incierto armisticio de la guerra
del Pacífico. Sin embargo no se hizo progreso alguno en la resolución de la disputa Tacna-
Arica con Perú, un legado de aquella misma guerra, a pesar de los intentos frecuentes por
reanimar las disposiciones del tratado de Ancón sobre su colonización. Chile continuó con
el control de ambos territorios, y según las persistentes y amargas quejas peruanas, para
acosar a los residentes peruanos, importar colonos chilenos y de esta forma inclinar el
equilibrio de la población hacia el lado de Chile durante todo el tiempo que fuera necesario
para poder ganar el plebiscito. (Al mismo tiempo, el gobierno chileno invirtió una gran
cantidad de dinero en Tacna y Arica, especialmente en la enseñanza.) Este asunto se
mantuvo en una guerra de palabras agrias que se prolongó durante todo el periodo.

En lo que los líderes parlamentarios merecen condena es en su aparente


incapacidad, no tanto para reconocer a una sociedad en transición, pues la mayoría era
consciente de los cambios que estaban teniendo lugar, cuanto para reformar sus
instituciones con el fin de afrontarlos. Los gobiernos más fuertes del periodo —y
especialmente el de Pedro Montt (1906-1910)— presidieron unos progresos
infraestructurales rápidos, como la extensa construcción de líneas de ferrocarril; Montt
también tuvo que afrontar el devastador terremoto de 1906, que casi destruyó
completamente Valparaíso, y una crisis económica en 1907-1908, alimentada por una
especulación bursátil de lo más irresponsable, aunque el liderazgo que dio a la República
en su corto mandato (murió prematuramente) resultó aniquilado en gran medida por el
sistema en el que tuvo que trabajar, con un resultado de nueve gabinetes en cuatro años,
con una vida media de cuatro meses y veintiún días. Su sucesor, Ramón Barros Luco, con
75 años cuando tomó posesión, tuvo 15 gabinetes en cinco años, cuatro de los cuales
duraron menos de tres semanas. Entre 1891 y 1915, se formaron no menos de 60
gabinetes, con una vida media algo superior a los cuatro meses por gabinete. La rotación
de gabinetes era, por supuesto, altamente democrática en cuanto a forma, y estrictamente
parlamentaria en la práctica, ya que todos los partidos luchaban a codazos por el poder y
la posición. Chile no experimentó durante esos años ni un gobierno dictatorial ni una
intervención militar en política, y ello formaba parte de una valiosa tradición histórica que el
periodo parlamentario no hizo más que subrayar. Pero el precio fue la anulación de la
iniciativa ministerial, la falta de planificación a largo plazo y, sobre todo, una auténtica
discontinuidad en los asuntos de gobierno que condujo a los presidentes a concentrarse en
los objetivos de necesidad inmediata, como la aprobación de los presupuestos para
adquisición de armamento, pero les obligó a descuidar las medidas a largo plazo, como la
reforma social. No es sorprendente que las tensiones en el tejido social de Chile hacia
finales del periodo fueran agudas. Tal vez sea más destacable la contención de las mismas
por parte del sistema hasta el final del periodo, a pesar de las esporádicas, violentas y
generalmente sangrientas confrontaciones de los trabajadores con las fuerzas a disposición
del gobierno. A este respecto, la continuidad de la administración contrastó fuertemente con
la inestabilidad de la política y de los gobiernos, pero también esta baza nacional se
desgastaría. En efecto, hasta los propios funcionarios civiles y los oficiales de las fuerzas
armadas empezaron a sufrir las consecuencias del deterioro de las condiciones sociales y
económicas, y su reconocida obediencia a un sistema de gobierno no pudo garantizarse
por más tiempo.

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