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La risa

Lo primero que debo decir es que era un jijiji chirriante y molesto, sordo y lejano, como

la burla de un niño que se esconde debajo de una mesa después de cometer una travesura.

También tenía cierto toque de fantasmagórico, pues nunca se extendía por largos períodos de

tiempo y solo se podía escuchar cuando se afinaba bien el oído y se ponía la mente en blanco.

Pero, sobre todo, era un jijiji desconcertante e inoportuno. Siempre aparecía cuando Marieta y yo

estábamos cogiendo. Sí, al parecer el maldito no podía elegir un lugar y un tiempo más

adecuado. Algo más calmado, más púdico. Digamos durante una salida al cine o a un restaurante.

No, tenía que ser allí. Cuando los sentidos se multiplican, cuando el cuerpo es una máquina con

superpoderes, cuando no hay dolor, incomodidad o achaque que valga, cuando el corazón

bombea como una fragua de Cíclope y uno siente el océano en el pecho. Justo allí, en dicho

momento, sonaba ese condenado jijiji, echando el mundo a perder.

—Pero ¿qué mierda…? —me obligaba a exclamar en plena faena.

Lo que hacía que, al menos en un primer momento, Marieta se preocupara.

—¿Estás bien, mi amor? —me decía, yendo y viniendo al ritmo de mis embates, casi sin

poder hablar.

Yo, que entendía que la había cagado, cerraba el pico y me hacía el loco, dedicándome a

cumplir con mi deber. ¿Cómo no iba a cumplir con Marieta, que siempre ha sido tan atractiva,

que siempre ha estado tan buena, que siempre ha sabido tan rico? (Incluso, ahora, a pesar de todo

lo que ha pasado). Claro que cumplía, cumplía hasta el final, hasta que Marieta entornaba los

ojos, se arqueaba de placer y exhalaba un par de gruñidos desacompasados, que era la marca

indiscutible —tan conocida para ambos— de que había llegado a la cúspide. Pero yo, en vez de

acabar ligero y feliz, terminaba molesto, cabreado, mentándole la madre a ese jijiji del demonio

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que me había echado a perder la fiesta y solo me había permitido eyacular un chorrito triste

como meado de perro.

Si sirve de algo, debo decir que la primera vez que escuché al jijiji, o mejor, que creí

escuchar al jijiji, fue durante una húmeda noche de junio por las fechas en las que Marieta y yo

celebrábamos nuestro tercer aniversario. Quizás hubiese estado con nosotros desde el principio.

(No lo sé. ¿Quién quita?). Lo que quiero especificar es que yo, hasta esa oportunidad, nunca lo

había notado. De hecho, no podría describir con certeza qué fue lo que oí la noche en cuestión, ni

siquiera sería capaz de aseverar a ciencia cierta que en realidad lo oí, solo podría jurar que me

pareció haber escuchado algo, lo cual no agrega mucho. Casi nada.

Intentaré revivir lo ocurrido para que se tenga una idea de esa primera vez. El orden de

los acontecimientos, hasta donde recuerdo, fue el que sigue.

Era domingo en la noche, Marieta y yo estábamos tirados frente al televisor, aburridos:

no había nada que ver. Mi celular dio un timbrazo. Ricardo y Gloria nos pasaban una invitación

grupal (por mensaje de texto) para que nos encontrásemos con ellos en el bar que quedaba (y aún

queda, aunque ya no lo frecuentamos) cerca de casa. La aceptamos. Nos pusimos cualquier cosa

encima y, no obstante el calor, decidimos ir a pie: el cielo estaba despejado y bonito. No

tardamos en llegar. Al traspasar la puerta de entrada, enseguida los vimos. Habían apartado una

de las mesas del fondo. Buena elección: allí la luz pegaba tenue y amablemente, como el final de

un ocaso. Nos acercamos a ellos e hicimos lo que hacen los viejos amigos cuando se reúnen:

saludarnos con cariño, preguntarnos cómo nos estaba yendo, reírnos (de los mismos de chistes de

siempre), tomar, fumar, planear viajes juntos que nunca realizaríamos… A la hora —al mismo

tiempo que la banda terminaba de acomodarse para tocar—, se nos unieron Patricia, Antonio y

María Elena, viejos amigos del colegio que me provocaron un sentimiento ligero, como si

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hubiese vuelto a la secundaria. Enseguida sonó la música y todos, sin excepción, nos paramos a

bailar. Cuando volvimos a la mesa, Marieta, quien ya venía algo entonadita por el gin and tonic,

me empezó mano por debajo de la mesa y me la puso grande. Yo también la calibré a ella; me di

cuenta de que estaba húmeda. Sin comunicarles nada a los chicos, nos escurrimos por una de las

salidas del local y, debido a la urgencia, decidimos tomar un taxi a casa. Llegamos rápido.

Cuando íbamos subiendo en el ascensor, ella me bajó la portañuela y se prendió a mi verga. Yo le

introduje dos dedos sin ninguna dificultad. En el pasillo que conducía al apartamento, apenas

fuimos capaces de caminar porque a cada rato yo me detenía a manosearla y apurruñarla contra

pared. Me gustaba sentir la presión de mi pubis contra su pubis. Al llegar a la puerta, la falda de

Marieta estaba al mismo nivel de su cintura. Y cuando nos echamos en la cama, ya le había

apartado el calzón y se la había metido completica…

Mientras la cabalgaba a una velocidad sólida y ascendente, perdí el foco, el faro, la orilla.

En vez de concentrarme en su boca jadeante, en las tetas que le rebotaban con cada empellón, en

su vagina empapada que empapaba mi miembro, o en cualquier delicia de los cientos de delicias

de su cuerpo, me puse a pensar en otra cosa. ¿Habrá sido en algún problema del trabajo? ¿En las

cuentas que debía pagar? ¿Un partido de fútbol? No lo recuerdo con precisión. Lo cierto es que

allí estaba yo, encima de un volcán, pero pendiente de las aves de colores que pasaban a lo lejos.

(¡El hombre es el único animal que es tan estúpido que puede vivir en dos tiempos a la misma

vez!).

Intuyo que esa fue la causa (mi distracción) lo que hizo que ocurriese. No lo que provocó

el suceso en sí, digo, sino lo que originó que me diese cuenta. Pues en verdad verdad —

objetivamente— nada extraordinario ocurrió. Ambos estábamos tirando y nada más. Sin

embargo, por un segundo sentí que un vahído, una especie de parpadeo de la realidad, me había

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apartado del mundo. Sí, tuvo que ser eso… que quedé suspendido en alguna parte de la

existencia. Un instante de frío y distancia, en el que el corazón suprimió el bombeo regular de

sangre y lo que circuló por mi cuerpo fue agua de luna. Me convertí en un monigote sin vida, una

marioneta sin hilos, sin la tensión de los músculos, sin la voluntad ni la inercia de la materia. Y

fue bajo ese estado del alma (que, como ya referí, habrá durado un segundo), cuando apareció

por primera vez… o yo lo percibí por primera vez. Sordo, lejano, como la burla de un niño que

se esconde debajo de una mesa después de cometer una travesura. Con la misma ingenuidad,

encerrado en su propia naturaleza, aunque expuesto a los sentidos del que quisiera percibirlo.

Ahora sé que era él, que era el jijiji… O, bueno, así lo creo, pues para ese entonces quizás

aún no había evolucionado en su totalidad y lo único que me pareció oír fue un leve e íngrimo ji.

Por supuesto, nada de lo que he narrado impidió que siguiera cogiéndome a Marieta.

¿Cómo podría haber dejado de hacerlo? No, por el contrario. Cuando volví a caer en cuenta del

tiempo y el lugar donde me encontraba, la empotré con más ímpetu, quizás tratando de vengarme

de mi misma mente que me había hecho perder la concentración. Y, por un buen rato, hasta que

calmamos al perro hambriento del deseo, continuamos tirando. Terminamos felices, completos.

Un poco agitados y sudados, un poco húmedos de mi semen y los fluidos de su vagina, pero

ligeros de alma y satisfechos de cuerpo. Y, así mismo, como si nada hubiera ocurrido (porque, de

hecho, nada había ocurrido) el sueño nos envolvió en su irresistible manto de algodón.

Debo reconocer, sin embargo, que ese solitario ji se me quedó clavado en la memoria. En

diferentes oportunidades me pregunté qué carajo había sido, qué mierda lo había originado,

cómo demonios había llegado hasta mí, cuáles habían sido sus retorcidos propósitos... Por

supuesto, en esos momentos también ponía un poco en duda mis facultades sensoriales y

contemplaba la posibilidad que el fenómeno pudiera haber sido una creación exclusiva de mi

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cerebro, lo que a su vez me angustiaba tremendamente, pues suponía la posesión de un órgano

inestable. De cualquier forma, la rutina sofocante de los días laborales: el correcorre de la

oficina, el tráfico, el gimnasio, planchar, lavar, ir al mercado, preparar la comida, pagar las

cuentas que llegaran, etc., me succionaba en su marea vertiginosa y alienante, y no me dejaba

más tiempo que para sentarme un rato a cenar con Marieta, ver dos minutos de televisión juntos

y acostarme a dormir.

Fue un viernes, según recuerdo… tuvo que haber sido un viernes porque después estuve

pensando en ello todo el fin semana… Pensando, investigando, realizando experimentos para

encontrar la causa o causas que provocaban el jijiji y, de ser posible, eliminarlas por completo.

Sí, fue en la tarde noche de un viernes, como decía, cuando volvió a manifestarse ese sonidito

demoníaco, esa risita de rata, esa burlita de metal. Marieta y yo habíamos llegado exhaustos del

trabajo, más bien apaleados por el cansancio acumulado de la semana, y lo primero que hicimos

fue dejar todo (cartera, maletín, llaves, teléfonos…) en el mostrador de la cocina y explayarnos

como morsas en el sofá de la sala. Después de descansar un rato haciéndonos caricias ingenuas,

la urgencia del deseo fue desperezándose casi sin querer. Cuando nos dimos cuenta, ya nos

habíamos quitado la ropa y, cual bestias brutas —siempre hemos sido muy naturales entre

nosotros—, nos entraron ganas de olfatearnos los traseros. Literalmente. Yo me subí a horcajadas

encima de ella con mi cara viendo a sus pies, le eché las piernas hacia atrás y empecé a

lamérselo. Marieta, sacando ventaja de mi posición, se puso a hacerme mimos en las bolas,

besarme el perineo y masturbarme. Transcurrido unos minutos, decidimos que ya estaba bien de

jueguitos y nos concentráramos en coger de verdad. Con ese propósito, entre besos violentos y

caricias ásperas, nos trasladamos a la habitación, donde estaríamos más cómodos…

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Llevábamos un rato haciéndolo, cuando el jijiji volvió a revelarse. Esta vez llegó a mí en

toda su plenitud: jijiji, jijiji, aunque a un volumen bajo. De inmediato, miré a todas partes, como

si de verdad creyera que alguien o algo pudiera estar con nosotros en la habitación, lo que era en

sí mismo un pensamiento absurdo (siempre hemos vivido solos). Por suerte, Marieta tenía los

ojos cerrados cuando lo hice y no notó nada, es decir, no notó la expresión de extrañeza en mi

rostro. Menos mal. Lo último que quería era asustarla con una cosa cuyo origen yo mismo

ignoraba y que empezaba a sospechar que solo se hallaba en mi cabeza. Por eso, con la excusa de

ensartarla con mayor libertad, tomé la precaución de voltearla y ponerla en cuatro patas, lo que

evitaría que me mirara de frente y, además, me daría a mí una visión panorámica del sitio. De

aquella forma continué embistiéndola con la misma cadencia y pasión de costumbre, pero

aguzando los sentidos lo mejor posible, inmerso en un estado de alerta máxima. Si el causante de

aquella estridencia lúgubre asomaba la nariz, de seguro lo detectaría.

Nada… No apareció por ninguna parte.

Entonces, se me ocurrió que tal vez no había vuelto a oír al jijiji debido a los ruidos

propios del sexo: los jadeos desacompasados, los golpes de piel contra piel, el roce de las

sábanas, el movimiento de la cama, etc., y que sin duda él estaría camuflado debajo de esos

sonidos, aún burlándose de mí. En vista de ello, aceleré el choque contra las divinas y señoriales

nalgas de Marieta: si acababa más rápido —pensé—, quizás podría percibirlo con claridad. Justo

cuando salió el primer disparo de semen, que emergió como un chorro tibio de champaña, me di

cuenta de que mi plan era una soberana tontería. El silencio haría que ambos (no solo yo) lo

escucháramos (en caso de que el jijiji fuera real, por supuesto). Lamentablemente, esa certeza

incontrovertible llegó muy tarde. Es imposible cortar un orgasmo a la mitad.

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Nervioso por lo que pudiera suceder y todavía agitado por el esfuerzo, me quedé un rato

parado detrás de Marieta acariciándole la espalda, hasta que mi pene se deslizó fuera de su

vagina por sí mismo. Luego, me tiré en la cama como quien se rinde en el cadalso frente al

verdugo y espera que le caiga el hacha en la nuca. Desconocía la causa, pero tuve la sensación de

que aquellos serían mis últimos instantes con ella (con la misma Marieta de siempre) y que, por

lo tanto, debía disfrutarlos al máximo. Pasamos un minuto uno al lado del otro, oyéndonos

respirar. Después, me volteé boca arriba, la tomé en mis brazos y la apreté con vehemencia.

Pasamos dos minutos más en completa quietud… Cinco minutos… ¿Cuándo volveré a oírlo? —

me preguntaba—. Por ahí debe venir —me decía, aferrándome a Marieta con ardor y espanto,

con ganas de congelar el tiempo y vivir allí, aferrado a ella por siempre.

Después de una espera considerable supe que mis aprehensiones habían sido en vano. En

efecto, nada ocurrió. El jijiji no se manifestó de nuevo.

Aquella noche me dormí deprimido, pensando que me había vuelto loco. A la mañana

siguiente, sin embargo, como nunca he sido persona que se eche a esperar que la solución le

caiga del cielo o que alguien le resuelva los problemas (lo que ahora llaman proactivo),

enseguida me puse a buscar una respuesta a lo que me ocurría. Deduje que, si por dos ocasiones

el sonido había tenido lugar en nuestra habitación, era casi irrefutable que algo en ella debía

causarlo. Y, si había sucedido mientras estábamos en la cama, lo más seguro era que una cosa

dentro del mueble o que tuviera alguna relación con él lo estuviera provocando. 2 + 2 = 4, ¿no?

Bajo ese simple razonamiento y aprovechando que Marieta había salido a la panadería a comprar

el desayuno, me di a la tarea de inspeccionar el lecho. Lo primero que hice fue analizar los

elementos suaves y cosméticos que lo aderezaban. Me refiero a las sábanas, las almohadas y el

edredón. Tomé cada uno de ellos y procedí a estudiarlos por todas partes. A las sábanas solo

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había que examinarlas a simple vista, tarea que de todas formas llevé a cabo con esmero, y que,

como suponía, no dio ningún resultado. A las almohadas, debido a su propia naturaleza, las tuve

que chequear con mayor profundidad. Para ello, las saqué de las fundas, las sacudí y, por último,

las aplasté una por una a ver si tenían un objeto extraño en su interior. El examen no arrojó

ningún aspecto fuera de lo común. Con el edredón puse en práctica una mezcla de la técnica

usada con las sábanas y la técnica usada con las almohadas. Es decir, lo analicé con cuidado con

la vista y, además, lo palpé para descubrir si ocultaba alguna cosa adentro. (Debido a que era tan

grande, me vi en la necesidad de esparcirlo en el piso y caminar sobre él). El esfuerzo también

resultó inútil, lo que me llevó a concluir que, en caso de que el jijiji se hallara en la cama, no

habitaba en ninguno de aquellos elementos.

Entonces, me dediqué a revisar los componentes cuyas probabilidades de causar un

sonido como el que estaba buscando eran más reales. Saqué el colchón, lo tiré al piso y empecé a

caminar a grandes pasos, primero, y luego, a saltar resueltamente sobre él. Por más que afinqué

mis pies en cada caída, no logré que confesara ninguna risita o ruido semejante al jijiji. Con el

somier no podía aplicar la misma estrategia porque estaba hecho de madera maciza y se

requerían al menos dos personas para sacarlo de su soporte. De todas formas, lo moví de un lado

al otro —hasta donde lo permitía la base donde estaba incrustado—, simulando los movimientos

propios de una pareja cuando tiene sexo. Esta vez sí obtuve un sonido, pero era seco, grave,

acolchado. Nada que ver con ese diablillo chirriante del jijiji. Por último, me acogí a la idea de

que alguna pata desnivelada, algún tornillo o tuerca floja, el roce de una pieza desconocida de

metal contra el piso o contra otra cosa podía dar explicación a lo que había oído. Pero por más

que me asomé por detrás de la cabecera, debajo del mueble, entre las tablas que componían el

armazón no hubo nada que luciera mínimamente sospechoso.

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Antes de que Marieta volviera, alcancé aún a lanzarme unas cuantas veces de forma

violenta en la cama (más bien de forma desesperada) con el objeto de replicar el jijiji, pero

también fue inútil. Ni siquiera obtuve un sonido que más o menos se le pareciera. Al ver que no

daba resultado, desistí. (¿Qué otra cosa podía intentar? ¿Cómo darle respuesta a aquel sonido?).

Y, frustrado e impotente, me dediqué a poner todo de vuelta en su sitio para evitar que mi novia

me sorprendiera en actividades comprometedoras.

Recuerdo que ese fin de semana fue movido. Hicimos muchas cosas: visitamos a mis

padres, asistimos a un concierto de blues, rentamos varias películas, cenamos fuera… Aunque

puse todo mi empeño en dejar de pensar en el jijiji, la verdad es que me la pasé rumiando una y

otra vez el recuerdo de lo que había sucedido. Me esforzaba (sin lograrlo) por desentrañar la

naturaleza y origen de aquel fenómeno que se había instalado en mi mente y que, como un pulpo,

empezaba a esparcir sus tentáculos por todas partes.

Ignoro por qué en algún punto surgió la certeza —aunque carecía de evidencia que lo

corroborara—, de que el jijiji no era un asunto ajeno y que había vivido conmigo o en mí desde

siempre. Para colmo soñé que había estado acompañándome la noche que dejé de ser virgen, que

de alguna forma misteriosa se había amalgamado en sordina en los gemidos y nervios de mi

noviecita y los míos propios, enredado como una lagartija o un gusano en aquella pasión

adolescente. A partir de allí, seguro por la proximidad en la que se almacenan las cosas dentro

del cerebro, el jijiji emergía de improviso cada vez que evocaba cualquiera de mis otras

experiencias sexuales. Nada importaba si habían sido ingenuas, tibias o desenfrenadas, él se las

arreglaba para inmiscuirse en aquellos recuerdos por algún rincón conveniente y a mano. El

crujido de una puerta cerrándose, las estridencias de un colchón viejo, el roce de una cama contra

la pared… Eso me preocupaba sobre manera, mejor dicho, me aterraba. En términos objetivos,

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significaba que hacía muchísimo tiempo que había perdido la cordura y que recién ahora era que

me daba cuenta. La sensación psicológica no podía ser más devastadora, pues siguiendo esa línea

de pensamiento —que siempre alargaba hasta sus últimas consecuencias—, la única disparidad

entre los pordioseros que se ven en la calle hablando con un poste de luz o con un árbol y yo

radicaba exclusivamente en mi estatus social.

Lo peor fue que desde aquella segunda manifestación el jijiji empezó a aparecerse en casi

todas las ocasiones en las que tirábamos. Si por casualidad no se presentaba una vez, lo cual me

daba cierta esperanza de que se hubiese esfumado, en la próxima lo hacía con más claridad y

saña, arrancándome la migaja de paz que había conseguido. Por su culpa, como mencioné al

principio, empezaron a salírseme exclamaciones groseras en medio del acto sexual: ¿qué mierda

es lo que pasa? El coño de su madre… A las que Marieta primero respondió con preocupación:

¿estás bien? ¿Te pasa algo, mi amor? Pero, luego, pensando que le había agarrado el gusto a

hablar sucio mientras la cogía, me contestaba cosas como incrústame hasta sacarme los ojos,

soy tu puta, mételo hasta el fondo, cabrón.

No fue de extrañarse que, debido a la manía de pensar sin tregua en el jijiji, cayera con el

pasar de los días en un estado constante de asfixia psicológica. Perdí el apetito. Bajé de peso. Me

costaba un montón conciliar el sueño y, cuando lo lograba, me costaba otro montón salir de la

cama. Era incapaz de divertirme, no hallaba satisfacción en nada. Me sentía cansado e inútil.

Para colmo, mi mente me atacaba a toda hora con la perversidad de una hojilla en manos de un

sádico: ella te va a dejar cuando se dé cuenta; ¿cómo podría amarte, si estás loco?; te dices

hombre y ni siquiera eres capaz de hacer el amor como se debe...

En medio de mi desgracia, tenía plena consciencia de que había una solución para lo que

me pasaba. Una solución estricta, radical, que resolvería todos mis problemas. Esa solución, por

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supuesto, era dejar de tirar con Marieta. Así de sencillo: no volverla a coger nunca más. En caso

de que alcanzara la continencia absoluta, no habría nada que pudiera perturbarme. Pero dicha

solución traía consigo un inconveniente aún peor, por no decir un imposible… ¿Cómo dejar de

hacerlo con ella, si la vagina de Marieta era la cosa más linda que había visto en mi vida? Había

solo que conocerla para enamorarse. Parecía un capullito de rosa, un cachorrito recién nacido y

tembloroso al que había que proteger y mimar, un caracolito rosado de esos que se encuentran en

la orilla de la playa y que cuando uno los toca se esconden y al minuto salen de nuevo

expandidos y jugosos. Era tan tierna esa vagina que, de puro encanto y cariño, le daba un besito

de despedida en cada labio cada vez que nos íbamos a dormir o antes de que mi novia se subiera

el calzón para ir al trabajo. E incluso, cuando tenía tiempo, le alisaba con secador esa especie de

cerquillo de clítoris que Marieta —a quien le divertían tales excentricidades—, le dejaba en el

bajo pubis. Y hasta me afanaba por hacerle diferentes arreglos de peluquería: al medio, a un lado,

hacia abajo, bigotito de Hitler, cabeza de flecha, corazoncito, ojo de chino…

Por otra parte, no creo que Marieta hubiese estado dispuesta a abstenerse de mi verga. Se

notaba que le gustaba. Siempre que me la lamía, por ejemplo, se tomaba un tiempo para alabarla.

Sosteniéndola del tronco y metiéndosela alternativamente hasta la mitad en la boca, me miraba a

los ojos y me decía que era la mejor verga que había cogido, que era fuerte como roble y

majestuosa como cabeza de cóndor, responsable como una hormiga y cumplidora como ariete

medieval. En ocasiones, obviaba que yo también estaba allí y le hablaba directamente a ella

(sabes que me gustas mucho, ¿no?, ¿por qué no te conocí antes?), mientras la blandía con una

mano y se daba golpecitos en los labios y en los carrillos con el glande.

No, la opción de dejar de hacer el amor con Marieta estaba descartada. Ninguno de los

dos—siendo lascivos como conejos— la aceptaría. Ninguno se conformaría, por ejemplo, con

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pasar un fin de semana de abstinencia, viendo televisión, tomando un buen vino y saliendo a dar

un paseo, a cenar o a compartir un rato con los amigos. Esa no era nuestra naturaleza, esos no

éramos nosotros. Nosotros teníamos que retozar como perros en celo hasta aullar de placer.

La opción que me quedaba, por lo tanto, era la de ocultar la existencia del jijiji. Mentir.

Disimular. Distraer. Reconocer el pequeño inconveniente de que me había vuelto loco, aprender

a vivir con ello y esforzarme por camuflar los síntomas más visibles de mi obsesión. Lo último

que deseaba era que Marieta se enterara de mi desgracia. Eso sí que me aterraba de verdad.

(Hasta el culo me tiritaba de miedo solo de pensarlo). ¿Qué tal que, decepcionada por mi

comportamiento errático y estrafalario, decidiera dejarme? Nunca se sabe cómo va a reaccionar

la gente en la adversidad. Por ese motivo —que me llamen cobarde, si quieren—, ante ella, no

me mostraba nervioso, inseguro, imbécil. No, claro que no. Ante ella siempre aparentaba estar

bien. Ponía esmero en hacerla reír de vez en cuando con alguna payasada de las mías y no

permitía que el vacío del silencio me delatara.

Las cosas iban a bien (si es que esa es la palabra) hasta que un día —un maldito día que

nunca debió existir— mientras empotraba a Marieta de pie contra la pared de nuestro cuarto, el

tintineo del jijiji se manifestó de forma tan contundente que fue imposible poner en marcha mi

actuación. No porque el tintineo fuera estruendoso en sí mismo —ya he dicho que el jijiji

siempre se revelaba sordo y lejano— sino porque no se detenía. Por más que pasaba el tiempo y

yo me concentraba (inútilmente) por intentar que desapareciera, nada ocurría. Aquella carcajada

de grillo continuaba manifestándose como un río interminable de monedas que cayeran y rodaran

por el suelo.

Incapaz de enlazar dos ideas con coherencia (¿cómo hubiese podido, si aquella maldición

no cesaba de atormentarme?), me vi obligado a detener mis empalmes contra el pubis de

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Marieta. La llevé hasta la cama. La coloqué allí con ternura antes de que se me escurriera de los

brazos. Y, en un movimiento de vergonzosa debilidad y casi sin tener conocimiento de lo que

pasaba, me tiré al suelo de rodillas tapándome las orejas con las almohadas. No tenía sentido

continuar resistiéndolo ni yo contaba con la fuerza necesaria para combatirlo. Un sollozo de

fuego me subió desde el estómago quemándome la garganta y, vencido por completo, me quebré

en llanto…

Apresuradamente y en contra de lo que me había propuesto con tanta determinación, le

confesé todo a Marieta. El papel del tipo tranquilo que había venido representando por semanas

se desvaneció en segundos. Me tildé de chiflado. Le pedí perdón por ocultarle mi enfermedad

(por fin aceptaba que el jijiji era una especie de enfermedad). Le prometí que buscaría ayuda, que

me curaría, que sería pasajero… No sé cuántas cosas le prometí, mientras ese rechinar de dientes

de gnomo continuaba atormentándome. Yo era una persona que apenas sabía lo que era un dolor

de cabeza o un dolor de cualquier clase, que apenas se enfermaba de gripe, en mis años de vida

ni siquiera me había salido una mísera caries. Por lo que tener un impedimento como el jijiji me

desmoronaba hasta el abismo de la humillación y la derrota. Y, en medio de mi desesperación, se

convertía una causa más que justificada para la inminente ruptura. A final de cuentas, ¿quién

quiere andar con alguien al que le patina el coco?

Contrario a mis temores, Marieta, aún con la respiración acelerada y la vagina húmeda, se

lanzó a abrazarme. Me imagino que habrá sido una reacción instintiva, pues no creo que haya

tenido tiempo de racionalizar —mucho menos de aceptar— una historia tan desquiciada como la

que le había revelado.

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—¿Qué pasa, mi amor? ¿Qué pasa…? —me preguntaba, llenándome de besos—. ¿Una

risita de grillo? ¿Un jijiji, dices…? No te desesperes, ¿me oyes? ¿Acaso no estoy aquí contigo?

Nunca te abandonaré. Siempre vamos a estar juntos.

Pero yo, en vez de agradecer su preocupación y entablar un diálogo coherente con ella,

me empecinaba en describirle una y otra vez lo que ocurría en mi cerebro cuando nos poníamos a

coger: un jijiji que no se calla, una burlita de niño travieso, una risita de rata… y todas esas

cosas que ya he relatado. No sé con exactitud por qué me sentía obligado a contarle los pequeños

detalles de mi condición. (¿Condición? Quiero decir de mi maldita locura). Supongo que

representaba una forma de pedirle que me perdonara. En definitiva, yo era el único responsable

de lo que estaba pasando, yo era el causante de la peste, el culpable de que hubiéramos sido

expulsados del paraíso. Y, sin embargo, confesarle mis males de poco servía. Por el contrario,

mientras más explicaba el asunto, más presentía que las horas con ella estaban contadas. Mis

propias palabras me hundían. ¿De verdad las estaba pronunciando? Nunca me había hallado en

una posición tan penosa, ridícula, miserable.

Cuando recuperamos la normalidad, es decir, cuando dejé de llorar y lamentarme como

marica, me di cuenta de que el jijiji había desaparecido por completo y que, pese a todo, Marieta

continuaba allí, consolándome, sin ningún signo que denotara distanciamiento. Para mi sorpresa,

también me di cuenta de que mi verga se había parado hidalgamente y que estaba lista para el

combate. No era para menos. Si bien habíamos atravesado un vendaval, lo habíamos hecho

abrazándonos, tocándonos, besándonos. A Marieta le brilló la mirada al notar la estatura y grosor

de mi pene. Su reacción inicial fue la de lanzarse a tomarlo. Pero, en consideración a lo que

había ocurrido, primero se detuvo a catar mis gestos. Al comprobar que también lo deseaba, aún

con lágrimas en los ojos, lo rodeó con sus manos.

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—¡Pero si parece un árbol acabadito de nacer! —exclamó, entusiasmada.

Y empezó a menearlo para que le diera sus frutos. Yo le agradecí el gesto y en seguida fui

en busca de su clítoris, el cual se desperezó a la primera llamada, como un cadete recién

enlistado. Así, de la manera más absurda, terminamos teniendo un orgasmo allí mismo, en el

suelo de nuestra habitación.

Aunque suene paradójico, ese día nos acostamos esperanzados. Dentro de todo, existía la

posibilidad (remota) de que, a través de mi confesión y los cariños y atenciones de Marieta,

hubiéramos encontrado las llaves para conjurar al jijiji. ¿Los psicólogos no curan mediante el uso

exclusivo de la palabra? ¿Nosotros no acabamos de hacer lo mismo? —nos alentábamos—.

Además, Marieta, quien había leído dos o tres ensayos de Freud, estaba convencida de que el

caso que me aquejaba era muy sencillo. Tan sencillo que, acurrucada entre mis piernas

haciéndome trencitas en las bolas, se le ocurrió una estrategia mental para contrarrestar las

causas que lo originaban y así sanarme por completo.

Según ella, lo que yo estaba experimentando era un común y silvestre triángulo edípico.

En él, mi padre, al que llamó figura castradora por excelencia, estaba representado por el jijiji.

(Creo que le asignaba el rol de malo por lo criticón que a veces papá se ponía conmigo). Mi

madre, en cambio, estaba representada por ella misma, es decir, por Marieta y por esas…

Pronunció esas con desprecio y moviendo una mano como si se sacudiera migajas de la ropa. Se

refería a las mujeres con las que yo me había acostado antes (de tener la dicha) de conocerla.

—¿No dices que el jijiji se ha metido en todos tus recuerdos…?

—Sí —le contesté.

—¡Pues ahí está! —afirmó.

Le pregunté qué era lo que estaba, porque, para ser sincero, no le seguía la pista.

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—Que parece que la cosa viene de mucho antes. Seguramente de tu niñez… Todos estos

traumas ocurren en la niñez —afirmó.

La interrumpí para preguntarle de qué carajo (¿trauma yo?) me estaba hablando.

Entonces, me explicó que, por alguna razón —ella la desconocía: me tocaba a mí investigarla—

mi padre (devenido en jijiji) impedía que me echara un buen polvo con mi madre (devenida en

Marieta y en el pronombre demostrativo esas). En conclusión: que la estaba asimilando a ella

con mamá y que, en tal sentido, estaba reactivando el complejo de Edipo con su correspondiente

complejo de castración.

—Pero un momento… —la interrumpí.

A mí me habían obligado a leer Edipo Rey en bachillerato y Edipo sí había cometido

incesto, así que el padre no había impedido nada. Se lo dije. Y, de paso, también le dije que jamás

había encontrado en ella ningún parecido con mi madre más allá de que ambas fueran mujeres,

tuvieran dos brazos, dos piernas, etc.

Marieta, dejando de trenzarme los pelos de las bolas y mirándome directamente a los

ojos, respondió que el autor de la tragedia no importaba porque había colocado la culpa después

del acto y no antes, y que, además, había transformado todo en símbolos y figuras retóricas.

Tampoco importaba que nunca la hubiera relacionado a ella con mi madre cons cien te men te,

puesto que in cons cien te men te resultaba obvio que lo estaba haciendo. En definitiva, que el

único que importaba era Freud, y que Freud sostenía que el niño (en este caso, yo) debe sublimar

la figura materna para superar el conflicto edípico.

—¿Sublimar?

—Descartar los deseos de clavarla.

—Ah —respondí.

16
Simultáneamente —siguió explicando—, el niño debe incorporar en su imaginario la

figura paterna, lo que significa identificarse con su padre, dejar de sentirlo como un rival,

convertirse en él. La combinación de esos dos mecanismos lo llevaría a romper el ciclo del

complejo y a estar listo para una nueva compañera sexual que, por supuesto (en caso de que todo

saliera bien), no sería la misma que lo parió.

—Entiendo… —dije, aunque en ese momento no había entendido mucho—. Lo que

quieres es que sea como mi padre.

—En cierta forma, sí —respondió.

—Dime con sinceridad, Marieta, ¿me estás pidiendo que te dé un hijo? —le pregunté.

—No —río ella, lamiéndome un testículo con ternura.

—¿Y de qué forma me identifico con papá, si se puede saber?

—Tienes que matarlo y ocupar su puesto.

—¡…!

—De forma simbólica, claro está.

Me quedé en las mismas.

—Debemos reforzar tu función fálica como jefe ancestral de la tribu —aseveró con

entusiasmo.

—¿Qué tribu?

—Tú y yo —especificó.

—Ah —respondí.

—El propósito es que no sientas culpa del acto sexual.

—Pero si yo nunca me he sentido culpable de tirar contigo —refuté.

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—¿No? ¿Nunca? —reclamó ella, arrodillándose en la cama y poniendo las manos en jarra

—. ¿Y por qué, explícame, crees que soy tu madre?

—Nunca lo he creído.

—¿Por qué has introducido a tu papá en nuestra cama?

—¡Pero si yo jamás he hecho tal cosa! —negué.

—¿No? ¿Y por qué escuchas al jijiji, entonces? A ver, ¿por qué?

Obviamente, no había forma de que respondiera eso, por lo que tuve que quedarme

callado. Marieta interpretó mi silencio como la comprobación tácita de su teoría. Y, avanzando

como gata (¡coño, qué sensual era!) sobre una de mis piernas hasta colocar su mentón en mi

pecho y su vagina, aún caliente y expandida, sobre uno de mis muslos, me dijo que no me

preocupara, que tenía una estrategia. Cuando le pregunté que cuál era, me contestó que me la

develaría la próxima vez que cogiéramos. A pesar de que le insistí (hay que ver lo que representa

la cura para el enfermo), no me quiso adelantar nada.

Esa noche no pegué un ojo tratando de entender la realidad. ¿Yo, complejo de Edipo?

¿Yo, loco?

Nuestra siguiente jornada sexual ocurrió unos días después. Me encontraba montado

encima de ella, taladrándola a gusto, cuando Marieta me preguntó que si lo oía, que si el jijiji

estaba con nosotros. Le dije que sí, que aunque sonaba leve, agazapado detrás de ese sonido de

látigo que produce una vagina bien lubricada, podía distinguirlo con nitidez y que, de hecho,

tenía que esforzarme para que no me distrajera.

—Mata a ese cabrón… Vamos, ¡mátalo! —exclamó.

Sus palabras me sorprendieron.

—Pero… ¿qué debo hacer, Marieta? ¿Cómo lo mato? —le pregunté, intrigado.

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—Pues dame más duro… métemelo con todo. Demuéstrale que tú eres el que manda

aquí, carajo.

Más que a cogerla con ímpetu, cosa que ya hacía, empecé a saltar y rebotar con fuerza

sobre sus caderas. Tan duro la penetraba que sentía que la punta de mi verga le llegaba hasta el

fondo y tocaba con algo.

—¿Quieres ser el niñito de papá y mamá toda tu vida? —preguntó Marieta.

—¿Perdón? —le reclamé.

—Arriba —dijo, sin escucharme—, méteme esa verga como si fuera una lanza.

Atraviésalos a ambos con ella.

—¿A quiénes? ¿A quiénes debo atravesar?

Pues de repente se habían multiplicado los personajes a los que debía embestir.

—Al jijiji, a tu papá, a tu mamá, ¿a quién más? ¡Ensártame como un hombre, vamos!

Imaginé a mis indefensos padres atravesados por una lanza con punta de glande... El

cuadro casi me baja la verga. Decidí no hacerle caso a Marieta y seguí empotrándola a placer,

que en definitiva era lo mismo que venía haciendo desde el principio. Ahora tenía dos cosas que

obviar: a ella y al jijiji, el cual, por alguna razón misteriosa, iba aumentado en volumen y ritmo,

al compás de las órdenes de Marieta.

—¡Mátalos! —continuó exclamando mi novia, mientras cogíamos—. ¡Mátalos, libérate!

Pasados unos minutos, al comprobar que no había resultados positivos, me preguntó que

si le quería dar por el culo para matarlos por todos los flancos.

—Sí, métemelo por el culo, dale —casi me ordenó—. Penetra ese culo como si asesinaras

a tus padres. Tú eres el jefe de la tribu, puedes hacer lo que te dé la gana.

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Se lo metí y ella siguió con la cantaleta de que los matara. (Pobre Marieta, de verdad

pensaba que su estrategia funcionaría. Estaba decidida a hacer todo lo posible para lograrlo).

Cuando terminamos, me preguntó si me había ayudado en algo. Casi le respondo que sí.

Creo que debí hacerlo, y resignarme a aceptar la realidad tal como se presentaba. Pero le

respondí que no y se puso triste.

A la mañana siguiente me confesó que, si bien su plan había sido estrafalario y un poco

descabellado, al mismo tiempo había pensado que era la forma mejor de obligarme a confrontar

al jijiji cara a cara. Por eso había tenido que ser sorpresa. El objetivo, como ya me había

mencionado, consistía en afianzar mi posición fálica como jefe del clan (ella y yo). Delimitar los

alcances de esa risita marica, enseñarle quién era el que mandaba aquí. En definitiva: recuperar

mi identidad. El fracaso que habíamos obtenido la deprimía. Era difícil ver cómo la corriente

arrastra a la persona que uno ama sin que sea posible tenderle la mano —algo así dijo.

Ya que no habíamos podido matar ni a papá ni a mamá, mucho menos al jijiji, quedamos

en que lo mejor sería, primero, recurrir a la ayuda de la ciencia médica, y segundo, dejar de hacer

el amor de forma tan seguida. En un principio, estas medidas no me tranquilizaban en lo

absoluto, pues suponían la aceptación oficial y pública de que se me habían quemado unos cables

en la azotea. (Además, la última requería de un autocontrol que, como ya he mencionado, no

poseíamos ni poseeríamos nunca). Sin embargo, poco a poco me fui convenciendo de que eran

correctivos idóneos para tratar mi caso y, como no se nos ocurría otra solución, entre ambos nos

sometimos a una abstinencia a medias y nos dedicamos a buscar un psiquiatra en internet.

Cuando encontramos uno que parecía decente (las reseñas que leímos lo recomendaban) y tenía

la oficina cerca de casa, cuadramos una cita.

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El día pautado lo pedí libre en el trabajo y dormí un poco más de lo habitual. Quería

llegar sin ningún tipo de preocupación a la consulta. Estaba decidido a revelarle mi vida al

psiquiatra y de someterme a cualquier tipo de terapia que tuviera a bien recomendarme. De

hecho, no veía la hora de desembuchar el extraño padecimiento que me aquejaba, lo cual

constituía un alivio por sí mismo. Con esa actitud me duché y me arreglé. Terminaba de darle los

últimos toques a las mangas de mi camisa frente al espejo, cuando noté que Marieta, quien

también había pedido el día libre, estaba sentada al borde de la cama, justo detrás de mí,

contemplándome. Mi idea había sido salir sin avisarle y, luego, cuando regresara de la visita

médica, contarle cómo me había ido. Pero, en vista de que se había despertado antes de lo

anticipado —caso raro porque era dormilona—, tuve que enfrentarla.

—¿No pensabas despedirte? —me reclamó con suavidad.

Me encogí de hombros. ¿Qué caso tenía? Mi objetivo era darle resultados y que no

siguiéramos en la incertidumbre. Se lo dije.

—Vas a ver que todo saldrá bien —repitió varias veces, tratando de animarme.

Como no lo conseguía del todo, me haló por el pantalón atrayéndome hacia la cama y me

abrazó. Continuaba sentada, por lo que su cabeza me quedó a la altura de la cintura. Estuvimos

así un buen rato. Mi verga, posada sobre una de sus mejillas, se fue poniendo gorda (siempre me

la ponía gorda) y ella, por supuesto, se dio cuenta de inmediato. (¿Cómo no iba a darse cuenta, si

una protuberancia le oprimía los huesos de la cara y, además, poseía una sensibilidad especial

para esas cosas?). Entonces, me desabotonó el pantalón, me la sacó y empezó a hacerle

carantoñas y darle besos como si fuera un bebé recién nacido.

—Marieta… vas a atraer al jijiji —le recordé.

21
Pero debido a que en ese justo momento se había empecinado en metérsela hasta la

garganta, no me prestó atención, mucho menos pudo contestarme.

—El jijiji… —le volví a recordar, segundos más tarde— vas a atraerlo.

Esta vez sí me entendió.

—Pero ¿cómo voy a dejar que mi noviecito ande por la calle así tan… tan… tan

estresado? —se justificó pícaramente—. No, señor, eso sí que no —repitió, lamiéndome desde

las bolas hasta la cabeza del pene.

—Marieta, es en serio… lo vas a atraer y, además, tengo que salir ya —continué, aunque

sin hacer ningún amago de cambiar de posición.

—¿No se ve rico? —me preguntó, contemplándose en el espejo en su ir y venir.

La verdad que no solo se veía rico sino que se sentía divino. Lo que no se sentía rico ni

divino —le aseguré— era tener un bicho riéndose de uno en la pata de la oreja cada vez que

hacíamos una cosa como esta, más cuando uno tiene que ir al médico.

—¿Prefieres que pare…? ¿Sí? ¿Prefieres? —preguntó—. Yo paro, si tú me lo pides, pero

¿no crees que debemos enfrentarlo? ¿No crees que debemos? Yo estoy dispuesta a todo —me

dijo.

Y se quedó esperando mi respuesta haciendo circulitos con la lengua sobre el hueco de la

uretra. Por la última frase sospeché que lo que en realidad quería era retomar —a su estilo, claro

— el duelo que había propiciado contra el jijiji la vez pasada. Quizás aún creía que eso podía

beneficiarme de alguna manera. Quizás simplemente le daba celos que otra cosa desviara la

atención que le debía a ella. ¿Quién sabe lo que pasa por la cabeza de una mujer? Lo que sí sé es

que yo no tuve fuerzas para oponerme a su voluntad. Obvio.

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Después que me hubiera ensalivado la verga por todas partes, le pregunté si se la podía

meter de una, pues ya se hacía un poquito tarde para llegar a la cita con el psiquiatra. Me

respondió que sí. Para mi sorpresa, el jijiji no se había aparecido aún, y a mí, de puro

contemplarla, hasta se me había olvidado la posibilidad de que se presentara. Ella se recostó en la

cama boca arriba. Yo me quedé parado sosteniéndole las piernas en el aire y le pasé el balano por

el clítoris unas cuantas veces. Después dejé que, siguiendo los labios, el glande encontrara solo

esa cuevita deliciosa de Marieta. Cuando la consiguió, se lo enchufé hasta el fondo. Marieta

emitió un pequeño gemido de placer. Entonces, afiancé los pies en el piso y tomé impulso para

penetrarla como Dios manda. Sin embargo, justo en el momento en que la iba a embestir,

contrario a su comportamiento habitual, Marieta me pidió que me detuviera. Lo hice, extrañado.

—¿Te duele? —le pregunté.

—Mételo de nuevo —me respondió a secas—. Despacio.

Se lo metí. Entró suavecito. Delicioso. Un fluido blanquecino le salió por las comisuras

de la vagina, lo que me indicó que estaba bien caliente. Sin embargo, mi novia tenía cara de todo

menos de estar tirando conmigo. Había puesto ojos en el techo y parecía concentrada en descifrar

algo que volara en el aire, como tratando de escuchar una voz que viniera de lejos.

—¿Qué pasa? —pregunté, pero no me respondió—. ¿Qué pasa? —volví a preguntar.

—Lo he oído —me dijo.

Una espina se me clavó en el estómago.

—¿Qué? ¿Qué has oído? Dime, dime.

Marieta tomó unos segundos para revelar lo que yo ya sabía.

—Al jijiji. He oído al jijiji —afirmó.

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¿Cómo?, ¿por qué?, ¿es posible?, ¿es posible?, fueron las preguntas que enseguida

surgieron en mi cabeza. Tuve la sensación de haber cometido un acto fortuito, caótico, absurdo,

sin orden ni propósito, pero trágico y devastador. La sensación de haber disparado

accidentalmente contra un cazador camuflado en la maleza, por ejemplo. Después de eso, se me

nubló la vista y todo se tornó confuso. Creo que me habré sumergido en una laguna de la

consciencia, pues no tengo memoria de cómo ni cuándo empecé a repetir la misma frase hasta mi

voz se quebró y quedé al borde de las lágrimas:

—Te lo he pegado, Marieta, te lo he pegado, te lo he pegado…

—No seas tonto —me interrumpió ella.

Callé al instante, sorprendido, pues nunca me había llamado tonto.

—Ahora entiendo todo lo que me habías dicho —continuó—. ¿Una risita de rata? ¿Una

burlita de metal? ¿Un niño que se tapa la boca después de cometer una travesura para que la risa

no se le escape de la boca...?

—¡Sí, sí! ¡Eso es, eso es! —exclamé—. Lo has descrito a la perfección. Así mismo es el

coñoemadre.

—Shhh —exigió ella—, mételo de nuevo para escucharlo mejor.

A mí se me había bajado la verga, pero como todo ese tiempo había estado dentro de ella,

aún se sostenía con algo de dureza. Se lo introduje hasta donde pude.

—Ahí está de nuevo —dijo Marieta, tan segura como si lo hubiera visto.

Yo también lo oí.

—Cógeme, cógeme —pidió.

—Pero… ¿qué mierda te pasa? ¿Lo disfrutas? —le pregunté.

—Mételo —ordenó a secas—, no dejes de meterlo.

24
Ante la cara de pasmo que habré puesto, se explicó:

—Tiene que estar por algún lado. Dos personas no pueden alucinar la misma cosa a la

vez.

—Ah —entendí.

Con el propósito de que se me endureciera de nuevo, estuve un rato ensalivándole el

hueco del culo, cosa que me prendía sobre manera. Cuando lo logré, empecé a incrustándoselo

durante veinte minutos, más o menos. Recuerdo ese período de tiempo como si hubiésemos

estado en universos paralelos. Yo clavándola, concentrado en no desconcentrarme. Ella, viendo a

todas partes, sopesando cualquier variable, y al mismo tiempo, gimiendo y diciéndome, así, así,

cógeme con ganas, atraviésame, cabrón. Finalmente, a pesar de todo nuestro esfuerzo, no

logramos dar con ese astuto jijiji, que según Mariela —yo la secundaba—, aunque se escondiera

muy bien, tenía que estar en alguna parte.

Por supuesto, aquel día perdimos la cita que habíamos pautado con el psiquiatra. ¿Qué

sentido hubiese tenido ir de todas formas? Ya habíamos descubierto que algo tangible producía el

jijiji. También habíamos descubierto que tenía el poder de hacerse oír por quien le diera la gana

en el momento que le diera la gana. ¿Por qué empeñarnos, entonces, en creer que se originaba en

mi imaginación? ¿Por qué empeñarnos en creer que yo estaba loco? Amparados en la lógica de

tal razonamiento, durante los meses siguientes, en vez de gastar nuestras energías buscando

explicaciones psicológicas, nos dedicamos a rompernos la verga y la vagina con el propósito de

dar con el jijiji. Me expreso así porque en realidad eso fue lo que hicimos. Todo el tiempo que

tuvimos a disposición —literalmente todo el tiempo— lo aprovechamos en ver si por fin

dábamos con la presencia material de aquel sonidito pendejo.

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Con lo obsesiva que se volvió Marieta y con lo angustiado e intrigado que estaba yo, era

cuestión de tiempo para develar qué producía el jijiji. Y, de hecho, el ansiado descubrimiento

llegó poco después, en una noche en la que, desfallecidos de tanto sexo, montaba a Marieta por

detrás. Ella no notó nada al principio porque digamos que se hallaba de espaldas a la fuente del

fenómeno. Pero yo, que tenía una posición privilegiada para verlo, empecé a percibir que cada

vez que le encajaba la verga, su pie izquierdo realizaba un movimiento extraño. Especifico: no su

pie sino más bien algo en su pie izquierdo. El hallazgo de tal movimiento provocó que

disminuyera la velocidad de mis acometidas. Marieta me preguntó que qué ocurría, por qué

paraba, que le diera más duro. Pero no le hice caso. De hecho, ni le respondí. En vez de ello, me

detuve a contemplar su pie con atención. Logré ver que el dedo chiquito se contorsionaba de

manera absurda y anormal cuando introducía mi pene. Se estremecía y, justo mientras se

estremecía, era que escuchaba al endemoniado jijiji. Incrédulo de lo que estaba sucediendo, me

restregué los ojos y me pegué dos cachetadas para comprobar que estaba despierto. Enseguida,

volví a metérselo y a sacárselo unas cuantas veces. Quizás había visto mal —pensé—, quizás

había sido pura coincidencia, quizás se trataba de un tic nervioso. Pero no. En todas las ocasiones

en las que llevé a cabo el experimento, obtuve el mismo resultado. Sí, aunque suene increíble, la

pancita de ese siniestro meñique temblaba de placer cada vez que le enterraba la verga a Marieta,

como si le diera cosquillas y se muriera de la risa.

He descrito la escena con calma; en realidad, todo ocurrió en segundos y en un estado de

consciencia indescriptible. Algo intermedio entre el arrobamiento y el horror. En ese mismo

estado de consciencia, le dije a Marieta que lo había encontrado. Ella, al oír aquello, enseguida se

desenchufó de mi pene y se dio la vuelta.

—¿Dónde? ¿Dónde? —preguntó, mirando a todas partes.

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Le tomé las piernas por los tobillos y las alcé en el aire. La maniobra la obligó a caer

sobre su espalda.

—¿Qué haces? —protestó.

Pero no me detuve. Acerqué mi cadera a la suya y se lo empecé a meter aún arrodillado

en la cama. Sus tobillos me quedaron casi a la altura de los ojos. Marieta opuso algo de

resistencia, pero me dejó someterla, aunque sin entender nada.

—¿Lo oyes? —le pregunté.

—Claro, que lo oigo —me respondió—. Pero ¿dónde está? ¿Dónde?

No le respondí con palabras. En cambio, le indiqué con los ojos que posara la mirada

sobre su pie izquierdo…

Hasta ese momento, siempre había pensado que mi reacción por la presencia del jijiji

había sido exagerada. La ansiedad, la pérdida de apetito, de sueño, las ideas obsesivas. Claros

síntomas de depresión. Pero una cosa es suponer que uno tiene un tornillo suelto en la cabeza —

lo cual deja espacio para la conjetura y el escepticismo— y otra cosa es confrontar a la

enfermedad cara a cara. Y, por supuesto, no me refiero a una cosa comprensible a simple vista

como una lesión en la piel, la pérdida de un órgano, la dislocación de un miembro. Tampoco a

una bacteria o un virus, que son cosas microscópicas, apenas concebibles para el hombre. Me

refiero a poseer una especie de animal, otro ser, ¡para colmo vivo!, en el cuerpo de uno.

Por eso no es de sorprenderse que la primera reacción de Marieta, al distinguir con

exactitud lo que le indicaba, fuera una reacción irracional e instintiva: pegar un salto hacia atrás

con todas sus fuerzas tratando de huir de sí misma, lo que causó que cayera al piso y que casi se

abriera la cabeza de un golpe. Su propósito —naturalmente— había sido el de poner distancia a

toda costa entre eso que estaba en su dedo meñique y ella. Pero resultaba que el jijiji estaba atado

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a su pie, el cual estaba atado a su pierna, la cual estaba atada a su cadera, la cual estaba atada a su

torso…

Cuando se dio cuenta de que no podía escapar de la desgracia, que el monstruo formaba

parte íntima de ella, lanzó la mirada de socorro en mi dirección. La mirada más desconsoladora

que haya visto en mi vida. Corrí a auxiliarla. La cargué en peso y la puse de nuevo a la cama.

Tapé su pie con la colcha (al menos de esa forma no tendría al meñique presente a simple vista).

Y, como si fuera una bebé de pecho, la cubrí con mis brazos y la apreté contra mi corazón, al

tiempo que le susurraba al oído palabras esperanzadoras y la reconfortaba con besos y caricias

suaves.

—Ahora nadie puede decir que estábamos locos, mi amor —le repetía—. Por fin hemos

conseguido una evidencia material del fenómeno. Es cuestión de recurrir a ayuda médica. De

seguro hay una cura para nuestro caso. Marieta, ya verás... Yo permaneceré a tu lado todo el

tiempo que sea necesario.

Y así, repitiendo miles de cosas por el estilo, logré que se tranquilizara y durmiera un

poco aquella noche.

No valieron de mucho las promesas porque al día siguiente continuó igual de alterada, lo

mismo al otro día y al otro. De hecho, tuvimos que llamar al trabajo para pedir vacaciones

porque era imposible que Marieta asistiera a la oficina en tal fase de agitación. Lo único que

hacía era llorar y, cuando no lloraba, permanecía en un estado de angustia casi catatónico. Y a

mí, por supuesto, me rompía el alma verla así. Sufría tanto o más que ella y no me atrevía a

abandonarla, aunque fuese solo por unas horas.

En el cuarto día después del descubrimiento, me desperté de golpe en el sofá de la sala y

me llevé la sorpresa de que Marieta estaba arrodillada frente a mí chupándome la verga. Fue una

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sorpresa agradable no tanto por el sexo en sí sino porque supuse que se había calmado un poco,

al menos hasta el punto de permitirse hacer el amor. El día previo había ingerido un poco de

comida (no solo líquidos) y pensé que, si ahora le provocaba hacer el amor, ya se estaría

recuperando. Le recogí el cabello, que se le había metido en la cara, para ayudarla a realizar su

faena. Después de haberme puesto el pene como una roca, se montó a horcajadas encima de mí e

intentó metérselo. Aún estaba seca, por lo que tuvo que estimularse el clítoris un poco. En un dos

por tres la vagina se le fue humedeciendo y, cuando vinimos a ver, ya se había acomodado en mi

regazo con la verga totalmente adentro…

A pesar de que se meneaba como siempre, con esas ondulaciones de reptil que me

volvían loco, noté que sus movimientos tenían algo o, más bien, mucho de mecánicos. Eran los

de alguien que conoce bien la técnica, pero le falta corazón para aplicarla. De todas formas, me

tuvo gimiendo de placer por un rato. Al menos hasta que su foco de concentración se mudó

groseramente de nuestras pelvis a su pie izquierdo, el cual había subido poco antes en el sofá y se

había puesto a contemplar con fijeza. En ese momento sospeché que Marieta no había querido

hacer el amor conmigo sino comprobar si aún tenía incrustada en el cuerpo aquella risita

macabra. De hecho, cuando percibió dos o tres jijijis, que fueron emitidos con vergonzosa

claridad, se bajó de mis muslos, evidentemente afectada, y corrió a esconderse en el baño.

Me quedé sentado en el sofá con la verga como un poste. Me debatía entre salir disparado

en su ayuda o masturbarme hasta acabar y, después, salir disparado en su ayuda. Un agudo grito

de dolor me electrizó todos los pelos del cuerpo e hizo que me decidiera por lo primero. Cuando

llegué al baño, descubrí que se había encerrado con seguro, lo que no me sorprendió tanto

(aunque en todos nuestros años juntos jamás había hecho tal cosa), como las expresiones de

dolor que empezaron a provenir desde adentro. Eso sí que me desesperó. Entonces, grité:

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—¡Abre, Marieta, abre! —mientras golpeaba la madera con la palma de la mano.

Al no obtener ningún tipo de respuesta —ningún tipo de respuesta articulada, quiero

decir—, supe que tenía que hacer algo y pronto. Sin pensarlo mucho, tomé impulso y caí con

todo el peso de mi cuerpo sobre la puerta. No conseguí moverla ni un centímetro. Lo volví a

intentar. Nada. Lo peor era que adentro las exclamaciones de dolor no disminuían. Por el

contrario, se intercalaban con gruñidos y resoplos aún más desgarradores. Frenético, empecé a

patear la madera una y otra vez. También fue inútil. Era mucho el ruido que causaba, pero poco

lo que conseguía aflojar los goznes de la estructura.

No sé cómo, porque mi mente daba vueltas sin entender muy bien lo que ocurría, tuve la

serenidad para recordar que la cerradura era una de esas que se pueden hacer saltar fácilmente

por fuera. Lo único que se requería era meter un alambre recto o un tubo finito por el agujero del

pomo. Recordé que teníamos un picahielo en la cocina. De inmediato mi mente hizo clic:

picahielo + orificio = liberar a Marieta. Fui a buscarlo y regresé. Lo metí por el hueco del pomo

y, como por arte de magia, la puerta se abrió.

Oh, lo que encontré adentro…

Lo que encontré adentro fue una imagen propia del infierno. Marieta se hallaba sentada

en el piso cerca del inodoro, recostada contra la pared como un saco fofo de arena. Tenía los ojos

entornados y estaba lánguida por la pérdida de sangre, el trauma, el dolor. Había dejado de

quejarse en voz alta, pero de vez en cuando un lamento, un estertor de moribundo, le salía de la

boca. Sudaba profusamente. Sus piernas permanecían abiertas, inmersas en un charco viscoso,

rojinegro. Las tenazas aún reposaban en su regazo, cerca de sus manos… Y el dedo meñique,

como una lagartija a la que le hubiesen arrancado la cabeza, yacía frente a sus pies, palpitante.

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