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Bernat Castany Prado

Que nada se sabe: el escepticismo


en la obra de Jorge Luis Borges

Prólogo de Fernando Iwasaki

Cuadernos de América sin nombre


Cuadernos de América sin nombre
dirigidos por José Carlos Rovira
Nº 31

Comité Científico: Sonia Mattalia


Carmen Alemany Bay Ramiro Muñoz Haedo
Miguel Ángel Auladell Pérez María Águeda Méndez
Beatriz Aracil Varón Pedro Mendiola Oñate
Eduardo Becerra Grande Francisco Javier Mora Contreras
Helena Establier Pérez Nelson Osorio Tejeda
Teodosio Fernández Rodríguez Ángel Luis Prieto de Paula
José María Ferri Coll José Rovira Collado
Virginia Gil Amate Enrique Rubio Cremades
Aurelio González Pérez Mónica Ruiz Bañuls
Rosa Mª Grillo Víctor Manuel Sanchis Amat
Ramón Lloréns García Francisco Tovar Blanco
Francisco José López Alfonso Eva Mª Valero Juan
Remedios Mataix Azuar Abel Villaverde Pérez

El trabajo está integrado en las actividades de la Unidad de Investigación de la Univer-


sidad de Alicante «Recuperaciones del mundo precolombino y colonial en el siglo XX
hispanoamericano» y en el proyecto «La formación de la tradición literaria hispanoame-
ricana: recuperaciones textuales y propuestas de revisión del canon» (FFI2011-25717).

Los cuadernos de América sin nombre están asociados al Centro de Estudios Ibero-
americanos Mario Benedetti.

Ilustración de cubierta: Michel Sunnen

©  Bernat Castany Prado

I.S.B.N.: 978-84-9717-243-1
Depósito Legal: A-821-2012

Fotocomposición e impresión: Compobell, S.L. Murcia


Los tropos de Enesidemo y Agripa son un buen ejemplo
de cómo esta escuela filosófica ha sabido cambiar frente a sus
nuevos adversarios y, a la vez, permanecer en sus estrategias
dialécticas originales. Cada tropo es un esquema argumental
que puede adaptarse a cualquier tipo de discusión, lo que
permite que, sin dejar de ser escépticos, todos y cada uno de
los escritores pertenecientes a dicha tradición adopten una
voz original, al interaccionar con las particularidades de su
psicología, de su cultura y de su época.
Como a lo largo de este libro ya hemos tratado algunos
de los temas y símbolos más frecuentes en el seno de la tra-
dición filosófico literaria escéptica, trataré de ser breve y de
no repetirme.

Temas

El primer gran tema de la literatura escéptica es la filoso-


fía, en general, y la teoría del conocimiento o epistemología,
en particular. Claro está que en épocas de crisis como, por
ejemplo, la Grecia helenística, la Europa de las guerras de
religión, la Europa de las dos guerras mundiales o la Argenti-
na de principios del siglo XX, este escepticismo suele afectar
a ámbitos más cotidianos, utilizándose argumentos inicial-
mente destinados a la discusión filosófica o política con el
objetivo de representar, expresar o contagiar una incerti-
dumbre de tipo existencial.
La tradición literaria escéptica ha conseguido hacer litera-
tura de una disciplina en principio árida y abstracta como es
la teoría del conocimiento o epistemología. De algún modo,
los Adagios de Erasmo, el Que nada se sabe de Francisco
Sánchez, y los Ensayos de Montaigne masticaron la filosofía
para dar lugar a un alimento literario que luego aprovecha-
rían Cervantes, Shakespeare, Quevedo, Gracián, Chesterton,

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Akutagawa, Machado de Assís o Antonio Machado. Cabe
añadir, asimismo, como prueba de la gran afinidad existente
entre la filosofía escéptica y la literatura, que una de las pri-
meras obras literarias de tema específicamente filosófico son
las Sátiras del escéptico Timón de Fliunte.
También para Borges la filosofía es perfectamente tradu-
cible a términos literarios. La enorme fosa común de ideas
filosóficas obsoletas o preteridas es un riquísimo caldo de
cultivo de temas literarios, ya que «lo que suele ser un lugar
común en filosofía puede ser una novedad en lo narrativo.»
(Borges y Carrizo, 1982: 223) Pero ni siquiera hace falta que
dichas ideas hayan sido superadas, puesto que toda la filoso-
fía es, en sí misma, una rama de la literatura fantástica.
Borges se muestra consciente de que las transacciones
entre filosofía y literatura no son exclusivas de su época, sino
que han sido habituales desde tiempos inmemoriales: «Des-
de que Horacio, con imagen platónica o pitagórica, predijo
su celeste metamorfosis, es clásico en las letras el tema de la
inmortalidad del poeta.» (D I, 253)
Juan Nuño afirmará que el autor de Ficciones «es una
suerte de ilustrador de temas filosóficos». (1986: 16) Según
Volker-Schmahl, en la obra borgeana se da «un proceso de
mitologización de la filosofía» (1994: 53) que consiste en elu-
dir la verdad o falsedad de las afirmaciones para fijarse exclu-
sivamente en su capacidad de asombro. Creo, sin embargo,
que Borges no sólo ilustra o estetiza dichos temas, sino que
además los reescribe rebajando su significación específica-
mente filosófica para convertirlos en símbolos de la condi-
ción humana.
Coincido también con Volker-Schmahl en que la técni-
ca principal para resucitar y readaptar conceptos filosóficos
es la descontextualización: «En sus poemas Borges saca los
conceptos filosóficos de su contexto y los reorganiza una y

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otra vez en un juego cambiante de diferencias e identificacio-
nes.» (1994: 56)
Otro de los temas habituales de la tradición literaria
escéptica es el olvido, que no deja de ser una de las limita-
ciones cognoscitivas del ser humano. Con todo, en «Funes
el memorioso», Borges entenderá el olvido no sólo como
un límite del conocimiento, sino también como una de sus
condiciones de posibilidad, ya que para poder pensar hay
que abstraer, esto es, olvidar diferencias. La dialéctica entre
memoria y olvido determina, además, la morfología de nues-
tra identidad, tema que también le interesa al escepticismo.
Borges tratará también este asunto en relatos como «La
memoria de Shakespeare» o «El Zahir».
Por otra parte, así como para el esencialismo platóni-
co aprender es recordar, para el antiesencialismo escéptico
aprender es olvidar los prejuicios con los cuales se simplifica
y empobrece la realidad. Tengamos en cuenta que el epígra-
fe de «El inmortal», de Borges, es una respuesta de Francis
Bacon a la teoría platónica de la reminiscencia. Es importan-
te señalar que Francis Bacon era un ferviente admirador de
Montaigne y que sus ensayos tratan de imitar el estilo y las
ideas del escéptico francés.
Otro tema importante para la tradición literaria escép-
tica, que ya estudiamos más arriba, es el modo en que las
demás especies animales tienen de percibir y conceptualizar
la realidad. Baste recordar que, en su intento por desbaratar
las pretensiones cognoscitivas del ser humano, los escépti-
cos suelen «enumerar incansablemente los argumentos que
prueban que la inteligencia de los animales no es demasiado
inferior a la del hombre» (Brochard, 1981: 338); que el pri-
mer tropo de Enesidemo compara la percepción humana con
la de los demás animales y afirma que no es posible saber
cuál de todas ellas da cuenta de la realidad con mayor preci-

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sión; que Montaigne le dedica muchas páginas de su «Apo-
logía de Raimundo Sabunde» a ensalzar la inteligencia de los
animales; que Pierre Bayle dedica, en su Diccionario histórico
y crítico, el artículo «Rorario» a probar que el ser humano
no tiene tanta razón en creerse superior a las demás especies
animales; y que también Cervantes rebaja numerosas veces
al hombre al nivel de las bestias o eleva las bestias al nivel
de los hombres: «Volvieron a sus bestias, y a ser bestias, don
Quijote y Sancho, y este fin tuvo la aventura del encantado
barco.» (II, xxix)
No es extraño, pues, que, a la hora de escribir el Quijote,
Miguel de Cervantes siguiese de cerca el escéptico Examen
de ingenios de Huarte de San Juan, libro en el que se afir-
ma que «no está claro que los animales llamados irraciona-
les estén por completo privados de razón». (1989: 287) En
otra ocasión, Huarte de San Juan se maravillará del orden
y concierto de ciertos insectos: «Si Galeno considerara las
sendas y caminos de la hormiga y contemplara su prudencia,
su misericordia, su justicia y gobernación, se le acabara el
juicio, viendo un animal tan pequeño con tanta sabiduría sin
tener preceptos ni maestro que le enseñase.» (299)
Recordemos, asimismo, cómo Borges dedicó numerosos
poemas a reflexionar acerca de la percepción y la concep-
tualización que las demás especies tienen de la realidad y
cómo, en una de sus últimas entrevistas, tras afirmar de la
verdad que «sería muy raro que nosotros pudiéramos com-
prenderla» (TR 2003: 378), comparará la incapacidad del
hombre para comprender el sentido de su existencia con la
incapacidad de los animales para entender qué es lo que pasa
a su alrededor. Finalmente, en relatos como «El inmortal»,
«Funes el memorioso», «Tlön, Uqbar, Orbis tertius» o «El
informe de Brodie», Borges reflexionará y especulará acerca
de percepciones alternativas, ni humanas ni animales.

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La tradición literaria escéptica se preocupa también por
la cuestión de la existencia, más bien de la inexistencia, de
un estado normal o idóneo de percepción. Como vimos
anteriormente, en la mayoría de las obras pertenecientes a
dicha tradición filosófica y literaria aparecen personajes que
sufren, de manera permanente o pasajera, estados de con-
ciencia alterados. De algún modo, en el seno de la literatura
escéptica, el loco es la ficcionalización del argumento escép-
tico que afirma que no tenemos criterio para saber si todos
nuestros pensamientos son o no son fruto de la locura.
En sus Ensayos, Montaigne hará referencia constante-
mente a personajes aquejados por la locura. En su «Apología
de Raimundo Sabunde», por ejemplo, nos hablará de Lycas,
que pensaba que siempre estaba en un anfiteatro mirando
espectáculos, fuesen comedias o tragedias, cuando lo que
estaba viendo era el mundo. Como hemos visto en diver-
sas ocasiones, el Examen de ingenios de Huarte de San Juan
es un tratado de psiquiatría de corte escéptico que dejó una
fuerte impronta en Cervantes, quien trató también este tema
desde una perspectiva escéptica. Asimismo, en las tragedias
de Shakespeare nos hallamos constantemente con personajes
aquejados por la locura. Sin olvidar El alienista de Machado
de Assis y algunos de los trastornados asesinos de Chester-
ton o Robert Louis Stevenson.
También el sueño es un estado de conciencia alterado y
un tema frecuentemente tratado en las obras pertenecien-
tes a la tradición escéptica. La falta de criterio para saber si
estamos dormidos o no es un tema que apasionó a los escép-
ticos desde un buen principio. Pirrón, Timón, Sexto Empí-
rico, Francisco Sánchez, Montaigne, Charron y Bayle, entre
otros, afirmaban no poder demostrar con total seguridad
que no estaban soñando. Ciertamente, la duda acerca de si
se está soñando o no es un típico procedimiento escéptico.

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Baste recordar la frecuencia con la que este tipo de compro-
baciones se llevan a cabo en Cervantes, Shakespeare, Voltai-
re, Chesterton o Machado de Assis. También Borges tratará
en numerosas ocasiones la cuestión del criterio de vigilia:
«A veces me pregunto si estoy dormido o si estoy soñando.
¿Estoy soñando ahora? ¿Quién puede saberlo?» (Borges y
Heaney, 1981) Recordemos, por ejemplo, «Las ruinas circu-
lares», «El Sur», «El Zahir» o «El otro».
Por otra parte, el escepticismo suele acusar a la filosofía
de ser un sueño, una imaginación, una fantasía. Bajo esta luz,
la falta de criterio para distinguir entre sueño y vigilia cobra
un sentido mucho más profundo, puesto que todas las doc-
trinas filosóficas son susceptibles de entrar a formar parte de
ese posible sueño en el que todos vagamos, como sonámbu-
los, ignorantes de nuestra propia ignorancia.
Bacon, del que ya dijimos que se autoproclamaba discí-
pulo de Montaigne, considerará, en su Novum Organum,
«todas las filosofías heredadas o inventadas como otras tan-
tas obras de teatro creadoras de mundos ficticios e imagina-
rios» (1984: aforismo 44) y afirmará que el entendimiento
humano supone un mayor grado de orden y uniformidad
del que existe realmente en las cosas, puesto que «aunque
hay muchas cosas en la naturaleza que son únicas y distintas
a cualesquiera otras, elucubra paralelos, correspondencias y
relaciones que no están allí.» (1984: aforismo 45) No sólo
Bacon llamará «sueños» a estos órdenes imaginarios, sino
también Francisco Sánchez, Montaigne, Charron o Pierre
Bayle, entre otros. Recordemos, asimismo, que los escép-
ticos de la época moderna hablaban sarcásticamente del
«sueño de Descartes» (Brochard, 1981: 428) para referirse
a su desmedido proyecto de reconstruir el mundo a prio-
ri, gracias a la razón. También Borges equiparará la filosofía
especulativa a la literatura fantástica para luego definir, en el

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prólogo a El informe de Brodie, la literatura fantástica como
«un sueño dirigido.» (EIDB II, 400)
Otro de los temas habituales de la tradición literaria
escéptica es el rechazo de la cultura libresca y el estudio
excesivo. Lo cierto es que, desde el momento en que la ver-
dad se concibe como algo inasible o inexistente, deja de tener
sentido la compulsión estudiosa del que cree que algún día
podrá llegar a alcanzarla. Los primeros escépticos mostraban
cierto hastío respecto de unas discusiones filosóficas de las
que intentan escapar con un «nada sé» o «nada determino».
Además, el tropo de la variedad parece apuntar a que no sir-
ve de nada estudiar las diversas opiniones que los hombres
han tenido a lo largo de los siglos, puesto que, una vez cono-
cidas, seguiremos careciendo de un criterio para escoger cuál
es la verdadera. Recordemos, a su vez, cómo muchos escépti-
cos parecen haber tenido un pasado de encierro y estudio del
que reniegan con cierta nostalgia del tiempo perdido. Dicha
actitud se traduce en una crítica del estudio excesivo, de la
lectura, de las bibliotecas y de las discusiones demasiado
apasionadas, así como en una apuesta por la vida, la expe-
riencia y la despreocupación.
En Que nada se sabe, Francisco Sánchez dirá: «Yo arrojé
frecuentemente los libros con irritación; escapé de la biblio-
teca» (1991: 93); en «De los libros», Michel de Montaigne
confesará: «si leyendo hallo dificultades, no me caliento los
cascos para descifrarlas, sino que les doy una o dos cargas
y luego las dejo» (II, x, p. 340); en su Examen de ingenios,
Huarte de San Juan afirmará que el estudio excesivo no sólo
es fuente de enfermedad y de locura, sino que, además, lleva
a los hombres a cometer el error de vivir de espaldas a la rea-
lidad; en el Quijote, Cervantes describirá las desventuras de
un hombre enloquecido por la lectura que, como vimos, sim-
boliza al hombre dogmático que no sólo ha gastado su vida

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leyendo fantasías, sino que, además, ha perdido el sentido de
la realidad; en el momento crítico de su Discurso del método,
Descartes lamentará haber leído y estudiado demasiado sin
haberse preguntado primero por la utilidad de tanto esfuer-
zo; y en El alienista, Machado de Assis nos mostrará a un
enloquecido científico que investiga «un texto de Averroes»
mientras sus ojos permanecen «ciegos a la realidad exterior.»
(1997: 71)
Como Sánchez, como Descartes, como Huarte de San
Juan, como Cervantes, Borges muestra una relación ambi-
valente respecto de su biblioteca. Ha escapado de ella, por-
que ha desesperado de hallar la verdad entre los libros que la
constituyen, pero sigue en ella porque, por esa misma razón,
se ha convertido en una fuente de asombro y de placer esté-
tico. Ya vimos al analizar las influencias escépticas en la bio-
grafía de Jorge Luis Borges que muchos de sus relatos están
protagonizados por personajes que parecen desenvolverse
mejor entre libros que entre personas y que en sus poemas
y textos autobiográficos Borges afirmará lamentar no haber
vivido con más intensidad por no haber sabido salir de la
biblioteca.
Otro tema fundamental para la tradición literaria escépti-
ca es la divinidad o, mejor dicho, las diferentes concepciones
que los hombres han tenido de la divinidad. Los escépticos
han adoptado a «dios» como epítome de los fenómenos
incomprensibles. Aunque muchos escépticos han sido cre-
yentes, lo cierto es que su creencia era fideísta y no apelaba
a argumentos de tipo racional. Por esta razón, tanto ateos y
tibios como creyentes y fanáticos han realizado en sus obras
críticas, burlas y caricaturas de las aventuradas teorías de la
teología natural. En la línea de Francisco Sánchez, Montaig-
ne, Descartes, Pierre Bayle, Stevenson, Cioran y Machado,
Borges verá la teología como una mera elucubración sin otro

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valor que el estético. «En cuanto a la Teología, me interesa
como forma de literatura fantástica... Y como entiendo que
usted se refiere a la Teología cristiana, le diré que me interesa
tanto como el hinduismo, el budismo o cualquier otra con-
cepción.» (TR 2003: 338)
Por otra parte, del mismo modo que Aristóteles utiliza-
ba, en ocasiones, el concepto de dios como herramienta con-
ceptual para pensar la actualización plena de las potencias
humanas, los escépticos lo utilizarán para dar cuenta de lo
lejos que se halla la inteligencia humana del verdadero cono-
cimiento. Para el mismo Borges, la mente de Dios es el resul-
tado de la imaginación de generaciones de teólogos que han
ido fabricando, a su imagen y semejanza, una inteligencia
absoluta. (HDLE I, 361) Las capacidades del ser humano
son, sin embargo, tan limitadas que no puede pensar dicha
inteligencia más que con imágenes.
También Borges apelará, en muchos de sus relatos, a la
idea de una inteligencia absoluta, con el objetivo de mostrar
los límites cognoscitivos del ser humano. Cabe señalar, sin
embargo, que estos experimentos mentales no sólo muestran
lo lejos que está el ser humano del conocimiento total, sino
también que la naturaleza de su conocimiento exige lími-
tes como la ignorancia y el olvido, que, de este modo, se
nos aparecen también como condición de posibilidad. Los
límites cognoscitivos del ser humano serían como el aire que
frena y a la vez permite volar a la paloma del prólogo a la
segunda edición de la Crítica de la razón pura de Kant.
Así, en «Funes el memorioso», un hombre recibe la
memoria y la capacidad perceptiva de un dios, pero, a cam-
bio, no puede pensar; en «El Aleph», dos hombres tienen la
oportunidad de ver el mundo como lo ven los dioses, pero
uno desaprovecha el don escribiendo un engorroso poema
y el otro no es capaz de describir lo que vio, porque el len-

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guaje es lineal y analítico, mientras que la visión divina es
simultánea y sintética; en «La escritura del Dios», un hom-
bre es capaz de vislumbrar por un solo instante ese destino
universal que se halla cifrado hasta en la más pequeña parcela
del universo, pero no lo entiende totalmente ni es capaz de
comunicarlo; en «El Zahir», se nos dice que Dios ve las dos
caras de la moneda a un tiempo; y en «Los teólogos», a los
ojos de la divinidad, los teólogos rivales Juan de Panonia y
Aureliano son la misma persona, lo que viola el principio de
identidad sin el cual los hombres no podemos pensar.
De algún modo, todos estos personajes suponen, al mis-
mo tiempo, una lección de humildad y un elogio de nuestras
posibilidades. El placer del aprendizaje y la investigación
está reservado a los humanos, puesto que los dioses ya lo
saben todo. Coincido, pues, con Ana María Barrenechea en
que, en los relatos de Borges, «esos destinos que nos igualan
con los dioses encierran un cierto fracaso.» (1967: 114) Pero
estas imágenes de la «pseudodivinidad» (114) no son sólo
una parodia de los pensadores dogmáticos, sino también un
elogio de la condición humana misma, con cuyos límites el
escepticismo quiere reconciliarnos.
Otro de los temas habituales en la tradición literaria escép-
tica son las ciencias puras, particularmente, las matemáticas.
Para empezar, si bien es cierto que dicha disciplina representa
el mayor grado de exactitud y certidumbre alcanzado por el
ser humano, es bien sabido que no nos brinda información
nueva acerca del mundo. Por otra parte, las matemáticas y
la física fueron el caballo de batalla de la modernidad, razón
por la cual gran parte de los ataques escépticos se dirigieron
contra estas disciplinas, a las que acusarían de no atender a la
variedad y a la ambigüedad del mundo.
Recordemos, con Claudio Rodríguez Fer, que las mate-
máticas son «una disciplina científica muy presente en

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Borges.» (1998: 161) Claro está que este no pudo leer con
demasiada profundidad las teorías de Poincaré, Leibniz o
Russell —recordemos la teoría de la incomunicación de
las esferas de conocimiento de Habermas—, con todo, en
numerosas ocasiones expresó el convencimiento escéptico
de que «las matemáticas son intentos de simplificación y de
ordenación de un mundo infinitamente complejo.» (Barre-
nechea, 1967: 68) Así, pues, como la teología o la filosofía, las
matemáticas fueron, para el autor de Ficciones, una rama de
la literatura fantástica, y el valor que les otorgó en el seno de
su obra fue, fundamentalmente, estético. Según Ana María
Barrenechea, dicho valor se halla «en las límpidas formula-
ciones matemáticas.» (1967: 43) Sin embargo, Borges parece
haber apreciado no tanto «la simplicidad del dibujo geomé-
trico» (43), como las inmensidades sugeridas por las parado-
jas, los números transfinitos y las funciones asintóticas.
Recordemos cómo según Volker-Schmahl «la teoría de
conjuntos le interesa a Borges como teoría de la superación
de los límites.» (1994: 54) Pero, como señalamos más arri-
ba, el autor de Ficciones no trató tanto de superar los límites
como de recordárnoslos evocando unos números que supe-
ran la capacidad imaginativa del ser humano. Borges le dedi-
có al tema varios de los ensayos incluidos en Discusión y
Otras inquisiciones, y en varias ocasiones expresó el deseo de
escribir una Biografía del infinito. Lo cierto es que este tema
le permite al escéptico atacar frontalmente esa gramática de
las ciencias que son las matemáticas, al acusarlas de inventar
conceptos inexistentes, lo que las equipararía, como dijimos,
a la teología o la metafísica en su condición de ramas de la
literatura fantástica.

Sospecho que la palabra infinito fue alguna vez una


insípida equivalencia de inacabado; ahora es una de las

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perfecciones de Dios en la teología y un discutidero en
la metafísica y un énfasis popularizado en las letras y una
finísima concepción renovada en las matemáticas —Rus-
sell explica la adición y multiplicación y potenciación de
números cardinales infinitos y el porqué de sus dinastías
casi terribles— y una verdadera intuición al mirar al cielo.
(1998a: 164)

El infinito es, además, un concepto disolvente que ame-


naza con reducir al absurdo todos los conceptos humanos.
En «Avatares de la tortuga», Borges no sólo se muestra
consciente del potencial destructor del concepto de infinito
—«Hay un concepto que es el corruptor y desatinador de los
otros. No hablo del Mal cuyo limitado imperio es la ética;
hablo del infinito» (D I, 254)—, sino que, además, nos dará
la clave de la función y el significado que dicho contexto
tiene en su obra —«Busquemos irrealidades que confirmen
ese carácter.» (D I, 258)—
Borges cumplirá con su misión destructora en ensayos
como «La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga» (Dis-
cusión) o «El tiempo y J. W. Dunne» y «La creación y P. H.
Gosse» (Otras inquisiciones). Es interesante también tener
en cuenta relatos como «La biblioteca de Babel», donde se
juega con las infinitas combinaciones de unas letras del alfa-
beto que, de algún modo, simbolizan los átomos del univer-
so tal y como los conceptualizaban los epicúreos, primeros
enunciadores de la teoría del eterno retorno; «La lotería en
Babilonia», donde los abismos de la combinatoria adoptan
el nombre de azar; «El jardín de senderos que se bifurcan»,
donde se traduce a un espacio físico las infinitas disyun-
ciones de toda paradoja; o «Examen de la obra de Herbert
Quain», donde una novela rizomática trata de dar cuenta de
la contingencia humana.

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Vemos, pues, que la mayoría de los temas que la tradi-
ción literaria escéptica suele visitar tienden a subrayar las
limitaciones de la razón y la percepción humanas, así como
las inconsistencias de la ciencia. No debemos pensar, sin
embargo, que las obras de dicha tradición se reducen a ser
una ilustración de las polémicas filosóficas. Son mucho más
que eso. Si tomamos, por ejemplo, el tema del tiempo, vere-
mos que, para Montaigne, Cervantes, Chesterton, Assis o el
mismo Borges, no es sólo un tema borrascoso acerca del cual
los hombres han dicho las más confusas y variadas cosas,
sino también una realidad compleja y profunda que nos hace
reflexionar acerca de nuestra condición de hombres. «Borges
no considera el «tiempo» como una categoría gnoseológi-
ca, como uno de los presupuestos últimos del conocimiento
empírico en el sentido de Kant; para él, tiene en principio y
ante todo un significado existencial.» (Volker-Schmahl, 1994:
55) Esto mismo sucede con las matemáticas, el infinito, la
lectura, la verdad, la inmortalidad, la substancia, la percep-
ción, la divinidad, el cielo o el infierno, la causalidad, la bru-
jería, la alquimia, la alteridad, el olvido, la historia y todas las
doctrinas filosóficas que los escépticos, en general, y Borges,
en particular, buscan violentar con sus obras.

Símbolos

En lo que respecta a los símbolos que Borges y la tradi-


ción escéptica utilizan con mayor frecuencia, cabe empezar
señalando que ninguno de ellos, por su misma condición de
símbolo, tiene una significación unívoca. Ciertamente, el
laberinto, el sueño, el espejo, la torre circular, la biblioteca
o la cábala no son metáforas que nos remitan directamente a
una sola realidad, sino símbolos que aceptan múltiples inter-
pretaciones, tantas más cuanto más rico sea el símbolo.

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En una de sus clases de literatura inglesa, Borges subra-
yará «que la gente en la Edad Media poseía la capacidad de
leer un poema en dos planos distintos» y, tras poner como
ejemplo la Divina comedia, que, según dijo el propio Dante
al Can grande de la Scala, «fue escrita por él para ser leída
de cuatro modos distintos» (BP 104), sostendrá que no debe
intentar reducirse ningún símbolo a una sola significación.
Ana María Barrenechea afirmará a este respecto que «una
sola explicación no agota la multiplicidad simbólica de los
hechos literarios.» (1967: 126) Esto se explica tanto por la
capacidad poética de cada uno de los autores particulares
como por el hecho de que a lo largo de los siglos se han ido
repitiendo, con variaciones en su forma y contenido, ciertas
metáforas básicas, dando lugar a una polisemia metafórica
que el mismo Borges estudiará y celebrará en los ensayos
que conforman Otras inquisiciones. No pretendo, pues, ase-
verar que los símbolos habituales en la tradición filosófico
literaria que nos ocupa tienen una sola significación escép-
tica. Si nos centramos en este aspecto es porque este es el
interés fundamental de esta obra.
Cabe añadir que un símbolo no es sólo su contenido,
sino también, quizás sobre todo, su forma. Recordemos, por
ejemplo, cómo, al reseñar The Croquet Player, de Herbert
George Wells, Borges afirmará que en lo que respecta a los
símbolos «la forma es más que el fondo.» (TC IV, 252) Así,
pues, la interpretación escéptica que de ciertos símbolos bor-
geanos aventuramos en este apartado no sólo no agota su
significado semántico, sino tampoco su efectividad estética,
que incluye también aspectos formales.
El símbolo de la búsqueda es uno de los más importantes
en la tradición literaria escéptica. Ya Sexto Empírico presen-
taba a los escépticos como perpetuos buscadores y explica-
ba que el adjetivo griego skeptikos deriva del verbo scio que

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significa «buscar», «considerar» o «inquirir». Recordemos, a
su vez, que Sexto Empírico, Francisco Sánchez y Michel de
Montaigne dividen las escuelas filosóficas en tres grupos: los
que creen que han encontrado o dogmáticos, los que dicen
que no puede encontrarse nada o dogmáticos negativos y los
que siguen buscando o escépticos pirrónicos.
En la obra de Borges, el símbolo de la búsqueda se
encarna en personajes que buscan un libro («La biblioteca
de Babel»), un camino («El jardín de senderos que se bifur-
can»), una fórmula («El Golem»), una palabra («La busca de
Averroes»), un asesino («La muerte y la brújula»), una inter-
pretación («Tres versiones de Judas»), una visión («La escri-
tura del dios») o la muerte («El inmortal»). Por si esto no
fuese suficiente, Borges ve en Kafka «ficciones de imposible
fracaso» (TC IV, 306) y confiesa seguir un esquema parecido.
Baste pensar en el final de «La busca de Averroes» donde el
narrador confesará haber querido narrar «el proceso de una
derrota.» (EA I, 587) Lo cierto es que ya Borges nos indica
que esta narración no es sólo «un símbolo del hombre que
yo fui» (EA I, 588), sino también un símbolo del ser humano
que, como un Sísifo babilonio, está condenado a construir
elevadas torres de pretensiones cognoscitivas que serán des-
truidas para que este vuelva a reconstruirlas una y otra vez.
El autor de Ficciones distingue dos etapas históricas en
el uso narrativo del símbolo de la búsqueda. Primeramente,
«en las epopeyas antiguas el éxito no deja nunca de coro-
nar los trabajos del héroe.» (PPP IV, 210) Tal es el caso de
Aquiles, de Ulises, de los argonautas, de Alí Babá o de los
cruzados. Pero a partir de un determinado momento, señala
Borges, «no hay una empresa que no esté predestinada al
fracaso» (IV, 210). Ni don Quijote, ni el capitán Ahab, ni los
personajes de Nathaniel Hawthorne, de Henry James o de
Franz Kafka hallan lo que buscan: «La derrota está descon-

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tada y es casi el argumento. Como en las aporías de Zenón la
flecha nunca da en el blanco.» (IV, 210)
Borges apunta a un cambio de espíritu. Pero no creo que
se refiera solamente a las reacciones que la modernidad pro-
vocó —las prontas críticas de Bayle o Meslier, el irraciona-
lismo romántico, el renacer pragmatista del humanismo de
finales del siglo XIX— ni a la posmodernidad de la segun-
da mitad del XX, porque ni el Quijote de Cervantes, ni el
Critilo de Gracián, ni los personajes de Eurípides, Timón,
Shakespeare, Quevedo o Voltaire, coronan con éxito sus pes-
quisas y preceden o «pertenecen» a esa misma modernidad.
Ambas etapas literarias parecen remitirnos, más bien, a
dos modos básicos de entender los aspectos gnoseológicos y
vitales de la condición humana: el primero, que llamaremos
dogmático, entiende que el hombre halla lo que busca, ya
sean verdades o destinos; el segundo, que llamaremos escép-
tico, entiende que el hombre no es capaz de hallar criterios
de verdad ni de conducta y vive o penosamente perdido o
gozosamente extraviado en la variedad del paisaje que le
ofrece su errabundo camino.
Así, para Borges, las novelas de corte escéptico nunca
concluyen, sino que «tienen un número infinito de capítu-
los, porque su tema es un número infinito de postulaciones.»
(TR 2003: 238) Recordemos, a su vez, que no sólo esto es la
filosofía para los escépticos, en general, sino que también es
la estética para Borges, en particular, pues, repetimos, «esta
inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá,
el hecho estético.» (OI II, 13)
Íntimamente relacionado con el símbolo de la búsque-
da se halla el símbolo del laberinto. Este también ha sido
utilizado en incontables ocasiones desde los inicios mismos
de la tradición escéptica para descalificar la oscuridad ver-
bal y conceptual de las doctrinas filosóficas dogmáticas. En

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