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La reproducción del metabolismo social del orden del capital

(primera parte)

Autor(es): Mészáros, István


Mészáros, István. (Budapest, Hungría, 1930) Doctor en Filosofía. Fue
alumno de Lukács antes de que el régimen estalinista húngaro desatara
sobre éste una violenta polémica que causó su retiro. Mészáros, no
obstante, continuó reconociéndose como su discípulo aun durante la época
más difícil de la dictadura. Es uno de los más importantes intelectuales
marxistas en la actualidad. Reside en Inglaterra, es profesor emérito en la
Universidad de Sussex donde actualmente vive. Es autor de Más allá del
capital (Beyond Capital, Merlin Press, Londres, 1995. Vadell, Caracas
2001. Boitempo, San Pablo, 2002) y El siglo XXI ¿socialismo o barbarie?
(Buenos Aires, Ediciones Herramienta, 2003). Entre sus otros libros
publicados se destacan Marx's Theory of Alienation(1970), The Work of
Sartre: Search for Freedom (1979), Philosophy, Ideology and Social
Science (1986), The Power of Ideology (1989). Premio Libertador, Venezuela, 2009. Integrante
del Consejo asesor de Revista Herramienta.

En fases anteriores del desarrollo histórico del sistema del capital, muchos de sus aspectos y
tendencias negativas, ocurrieron de tal modo que pudieron ser ignorados con relativa facilidad,
excepto por unos socialistas clarividentes como el mismo Marx [1]. Por el contrario, en las
últimas décadas emergieron movimientos de protesta desde las más diversas partes de la
sociedad. Así, entre ellos, apareció el ambientalismo en sus más variadas formas, con
orientaciones y valores, a veces lejanos al socialismo. Estos movimientos en varios países
capitalistas, han intentado establecerse en el campo político a través de los denominados
partidos verdes. Han tratado de llamar la atención sobre los procesos de destrucción ambiental
en curso, dejando sin embargo indefinidas las causas socioeconómicas subyacentes, y sus
connotaciones de clase. Hacen esto precisamente para ampliar su atracción electoral, con la
esperanza de intervenir en procesos de reforma capaces de revertir tan peligrosas tendencias
destructivas.

El hecho de que en un período relativamente breve estos partidos han venido siendo
marginalizados, a pesar de sus espectaculares éxitos iniciales en diferentes partes del mundo,
debe hacernos reflexionar que las causas que producen la destrucción ambiental son más
profundas que las asumidas por los movimientos de reforma con programas no clasistas.
Incluyendo a quienes imaginan que tales movimientos pueden constituirse en una alternativa
viable al proyecto socialista, e invitan a cambiarse de De Rojos a Verdes.[2]

De una u otra manera, los movimientos verdes tratan de articular sus programas de reforma
alrededor de una “reivindicación específica” [single issue] vital, que les permitiría penetrar en la
estructura de poder y en los mecanismos de decisión del orden establecido. A pesar de que la
protección ambiental es un imperativo incuestionable, ha sido imposible debido a las
restricciones que necesariamente impone el proceso productivo dominante. El sistema del capital
ha demostrado que no es reformable ni siquiera en sus aspectos más obviamente destructivos.
La actual dificultad no sólo está en que los peligros inseparables del desarrollo sean mayores que
los de antes, sino en que el sistema global del capital ha llegado al cenit contradictorio de su
maduración y saturación. Ahora los peligros se extienden al planeta entero, y en consecuencia
se hace urgente hacer algo para superarlos antes de que sean demasiado agudos. Para agravar
la situación, todo se complica porque no es posible encontrar soluciones parciales factibles a los
problemas que se confrontan. Por eso ninguna “reivindicación específica” puede ser considerada
una “controversia específica” realista. La misma sorprendente marginalización del movimiento de
los verdes, en cuyo éxito se habían depositado últimamente muchas esperanzas, incluso por
parte de algunos ex-socialistas, ilustra con fuerza lo dicho.
En décadas anteriores fue posible arrancar del capital lo que aparecían como significativas
concesiones. Eran las conquistas relativas de los movimientos socialistas (que más tarde se
mostraron reversibles, tanto en cuanto medidas legislativas favorables a la acción de la clase
trabajadora como a las dirigidas al mejoramiento de sus condiciones de vida), obtenidas a través
de organizaciones defensivasde los trabajadores, tales como sus sindicatos y sus partidos
parlamentarios. Tales conquistas fueron concedidas por el capital, en la medida en que pudieron
ser asimiladas e integradas por el sistema como un todo y convertidas en ventajas productivas
para la autoexpansión del capital. Hoy, por el contrario, luchar por reivindicaciones específicas
con alguna esperanza de éxito, implica la necesidad de desafiar al sistema del capital en cuanto
tal. Es así como en nuestra época histórica, cuando la autoexpansión productiva no es más una
vía de salida a las dificultades y contradicciones acumuladas (de aquí el mero buen deseo de
superar el hueco negro del endeudamiento por la vía de “ir aumentándolo”), el sistema global
del capital frustra necesariamente todos los intentos de interferir hasta en lo más mínimo con
sus parámetros estructurales.
En este sentido, los obstáculos a superar son actualmente compartidos por el trabajo -esto es, el
trabajo como la alternativa radical al metabolismo social del orden del capital- y por los
movimientos de “reivindicaciones específicas”. El fracaso histórico de la socialdemocracia indica
claramente que bajo la égida del capital sólo las ganancias que son integrables pueden tener
legitimidad. Por su naturaleza, el ambientalismo -así como la causa histórica de la liberación
femenina- no son integrables. En consecuencia, ninguna de esas causas podrán desaparecer
dentro del sistema del capital, independientemente de los reveses y derrotas que las formas de
organización política de “reivindicaciones específicas” puedan tener en el futuro previsible.
Sin embargo, la no integrabilidad definida en términos históricos o de época, aunque sea muy
importante para el futuro, no puede per se garantizar el éxito. Por lo tanto, el pasaje de los
socialistas desilusionados desde la clase trabajadora a los llamados “nuevos movimientos
sociales” (elogiados en oposición a y con una renuncia total al potencial emancipatorio del
trabajo), debe ser considerado como prematuro e ingenuo. Los movimientos de “reivindicaciones
específicas”, aunque pelean por causas no integrables, pueden ser divididos y marginalizados
uno por uno, dado que no representan una alternativa integral y coherente al orden establecido
como modo de control social y sistema de reproducción societal. Es por esto que focalizar el
potencial emancipatorio socialista del trabajo resulta hoy mucho más importante que nunca
antes. El trabajo no es sólo no integrable (en contraste con algunas manifestaciones políticas
específicas históricas, tales como el reformismo socialdemócrata, correctamente caracterizado
como integrable y más aún completamente integrado en las últimas décadas), sino que él -como
la única alternativa estructural viable al capital- puede proveer el marco de referencia
estratégico integral dentro del cual todos los movimientos emancipatorios de “reivindicaciones
específicas” pueden exitosamente hacer causa común para la supervivencia de la humanidad.

Las condiciones objetivas del metabolismo social del orden del capital global

Para entender la naturaleza y la fuerza de las limitaciones estructurales prevalecientes, es


necesario comparar el control del metabolismo social del orden establecido con sus antecedentes
históricos. Al contrario de la mitología autoconstruída por sus ideólogos, el modo de operación
del sistema del capital es la excepción y no la regla tanto en lo que se refiere al intercambio
productivo entre seres humanos y la naturaleza como entre ellos mismos.
Lo primero que debe ser enfatizado es que el capital no es una “entidad material” -menos aún
un “mecanismo” racionalmente controlable, como tratan de hacernos creer los apologistas del
supuestamente neutral “mecanismo del mercado” (que fuera alegremente adoptado por el
“socialismo de mercado”)- sino más bien se trata de un modo de control del metabolismo social
que a su vez es en última instancia incontrolable. La principal razón por la cual este sistema
debe escapar a un grado de control humano significativo es precisamente porque ha emergido
en el curso de la historia como un poderoso -hasta el presente como el más poderoso- marco de
control “totalizante”, dentro del cual todo, incluyendo los seres humanos, debe ajustarse, y
probar su “viabilidad productiva” o perecer si no lo hicieran. No se puede pensar en un sistema
de control más inexorablemente abarcador -y en este importante sentido “totalitario”- que el
sistema del capital globalmente dominante. Porque este último somete ciegamente a los mismos
imperativos a la seguridad social que al comercio, a la educación que a la agricultura, al arte que
a la industria manufacturera, imponiendo brutalmente su propio criterio de viabilidad a todo,
desde las más pequeñas unidades de su “microcosmo” a las más gigantescas empresas
transnacionales, y desde las más íntimas relaciones personales a los más complejos procesos de
toma de decisiones de los monopolios industriales, favoreciendo siempre al más fuerte contra el
más débil. Irónicamente (y de manera bastante absurda), sin embargo, se supone, en la opinión
de sus propagandistas, que este sistema es inherentemente democrático, más aún, que es la
base paradigmática de toda democracia concebible. Es por eso que la dirección y los
editorialistas de The Economist de Londres pueden escribir seriamente que:

No hay alternativa al libre mercado como forma de organizar la vida económica. La


propagación de la economía de libre mercado debería conducir gradualmente a una democracia
multipartidaria, porque la gente que tiene una libre elección económica tiende también a insistir
en una libre elección política.[3]

El desempleo millonario, entre las muchas bendiciones de la “economía de libre mercado”,


pertenece a la categoría de “libre elección económica”, al lado de la cual aparecerán, no más ni
menos que los frutos de la “libre elección política” -la “democracia multipartidaria”-. Y en
consecuencia, obviamente, todos viviremos felices para siempre.
En realidad, sin embargo, el sistema del capital es el primero en la historia que se constituye a sí
mismo en un totalizador irresistible y sin excepciones, sin importar cuán represiva deba ser la
imposición de su función totalizante, en el momento y en el lugar donde enfrente resistencia.
Para ser claros, esta característica hace que el sistema del capital sea más dinámico que la suma
de todos los sistemas anteriores de control del metabolismo social. Pero el precio que debe
pagarse por este inconmensurable y totalizante dinamismo es, paradójicamente, la pérdida de
control sobre los procesos de toma de decisiones. Esto se aplica no sólo a los trabajadores, en
cuyo caso la pérdida de control -tanto con un empleo remunerado como sin empleo- es
ciertamente obvia (aunque The Economist, viendo el mundo desde una altura que produce
vértigo, puede caracterizar esto con la categoría de “libre elección económica”[4]); sino también
a los más ricos capitalistas. Sin importar cuántas acciones ostenten controlar en la o las
compañías que legalmente poseen como individuos particulares, su poder de control dentro del
marco del sistema del capital como un todo es insignificante. Deben obedecer los imperativos
objetivos del sistema en su totalidad tal como cualquier otro, o sufrir las consecuencias y salir
del negocio. Adam Smith no tuvo ilusiones al respecto cuando escogió describir el real poder
controlador del sistema con la famosa expresión de la “mano invisible”. Mientras más se
impusieron las condiciones objetivas del metabolismo social del orden del capital global en el
curso de la historia, más se convirtió en una fantasía de los líderes de la socialdemocracia la
noción de que un “capitalista bondadoso” se encontraba a cargo de los procesos económicos.
El sistema del capital como un modo de control del metabolismo social, históricamente
específico, necesariamente se articula y consolida como una única estructura de mando bajo
este sistema. Las posibilidades de vida de los individuos están determinadas de acuerdo a donde
los grupos sociales -a los cuales ellos pertenecen- estén situados en la estructura de mando
jerárquico del capital. Mas aún, dada la única modalidad de su metabolismo socioeconómico,
acoplado con un carácter totalizante que no había tenido en toda su historia anterior, conlleva el
establecimiento de una correlación casi inimaginable entre la economía y
la política. Mencionamos de pasada que el Estado moderno inmensamente poderoso -e
igualmente totalizante- surge a partir de ese engullidor metabolismo
socioeconómico, complementándolo de manera irremplazable (y no solamente sirviéndolo) en
sus aspectos más vitales. Por ello no es accidental que el sistema del capital de tipo soviético
postcapitalista no pudo avanzar ni un paso infinitesimal en la dirección de “la desaparición del
Estado” (más bien lo contrario), a pesar del hecho que desde el mismo inicio, y por muy buenas
razones, fue ése uno de los principios orientadores seminales y práctica esencial del movimiento
socialista marxista.

El capital como modo de control del metabolismo social

El capital es por sobre todas las cosas un modo de control, antes de ser él mismo -en un sentido
superficial- controlado por los capitalistas privados (o posteriormente por los funcionarios de un
Estado de tipo soviético). Las peligrosas ilusiones de superar o disminuir el poder del capital a
través de la expropiación política o legal de los capitalistas privados, surge de ignorar la
verdadera naturaleza de la relación controlador/controlado. El modo de control del metabolismo
social del capital, necesariamente, siempre conserva su primacía sobre el personal, aun cuando
se manifieste en diferentes formas a través de su personalidad jurídica en distintas épocas
históricas. En este sentido, las críticas al sistema soviético en cuanto a la “burocratización”,
erraban el blanco por una distancia astronómica. Incluso, el completo reemplazo del “personal
burocrático”, tal como la invención del “capitalista bondadoso”, dejaría el edificio del sistema del
capital postcapitalista en pie. Y si por algún milagro ello fuera posible no se alteraría en lo más
mínimo el carácter deshumanizante del sistema del capital del “capitalismo avanzado”.
Para que pueda funcionar de un modo totalizador que controle el metabolismo social, el sistema
del capital y sus principales funciones inherentes, debe tener su estructura de mando
históricamente única.
Consecuentemente, en aras de lograr los objetivos metabólicos fundamentales adoptados -en
todas sus funciones productivas y reproductivas- la sociedad como un todo debe estar
supeditada a los más profundos requerimientos del estructuralmente limitado modo de control
del capital (aunque dentro tales límites puedan variar significativamente).
Este proceso de sometimiento, en uno de sus principales aspectos toma la forma de una
sociedad dividida, con clases sociale simbricadas aunque sobre bases objetivas
irreconciliablemente opuestas. Otro de sus aspectos principales consiste en instituir el Estado
moderno como forma de control político totalmente abarcativa. Y debido a que la sociedad se
desmoronaría si esta dualidad no pudiera ser firmemente consolidada bajo un denominador
común, debe superponerse un sofisticado sistema de división social del trabajo
jerarquizado sobre la división funcional/técnica (a posteriori altamente integrada
tecnológicamente) del trabajo, como una fuerza que sea capaz de aglutinar al conjunto,
superponiéndose a sus más profundas tendencias centrífugas.
Esta superposición de la división social del trabajo jerarquizada como la más problemática fuerza
unificadora de la sociedad, y sin duda en última instancia explosiva, es una inevitable necesidad.
Surge de la insuperable condición según la cual una sociedad que se rige por la regla del capital
debe ser estructurada antagónicamente de una manera específica, ya que las
funciones productivas y de control del proceso de trabajo, deben estar radicalmente divorciadas
una de la otra y asignadas a diferentes clases de individuos. Así de sencillo, el sistema del
capital -cuya razón de ser es la maximización de la extracción de plustrabajo de los productores
en cualquier forma compatible con sus límites estructurales- no podría posiblemente cumplir sus
funciones de metabolismo social de otra manera. En contraposición a ello, ni aun el orden feudal
tiene que instituir ese divorcio tan radical entre la producción material y el control.
Independientemente de cuán completo sea el cautiverio político del siervo, privado de su libertad
personal para escoger la tierra donde trabaja, él conserva la posesión de los instrumentos de
trabajo y retiene un control sustantivo y no formal sobre gran parte de la misma producción.
Bajo el sistema del capital, la división social jerarquizada del trabajo como una necesidad
inexcusable, no debe ser solamente sobreimpuesta a los aspectos técnicos y funcionales del
proceso de trabajo como una determinada relación de poder. También debe ser mistificada como
la justificación ideológica absolutamente incuestionable y el contrafuerte de apoyo al orden
establecido de cosas. En ese sentido, las dos categorías de la “división del trabajo”
deben confluir, para que el hecho histórico y las condiciones de jerarquía y subordinación
impuestas por la fuerza se puedan caracterizar como un dictado inalterable de la “naturaleza
misma”, por la cual las desigualdades estructurales impuestas puedan reconciliarse con la
mitología de la “igualdad y libertad” -“libre elección económica” y “libre elección política” en el
lenguaje del The Economist- y también santificadas por el dictado de la razón.
Significativamente, aun en el sistema idealista de Hegel, en el cual a la categoría de la
naturaleza -en sintonía con la orientación de los valores de todos los sistemas filosóficos
idealistas- se le asigna una posición inferior, sin la menor vacilación y temor de ser inconsistente
se hacen apelaciones directas a la autoridad de la naturaleza, en los más variados contextos
ideológicos, justificando una desigualdad socialmente creada e impuesta en nombre de una
“desigualdad natural”, como hemos visto anteriormente.[5]

En relación con sus más profundas determinaciones, el sistema del capital es orientado hacia la
expansión e impelido a la acumulación. Tal determinación constituye tanto un formidable
dinamismo anteriormente inimaginable como una fatídica deficiencia. En ese sentido, como
sistema de control del metabolismo social, el capital es casi irresistible en tanto pueda
exitosamente extraer y acumular plustrabajo -ya sea de manera directamente económica o
primariamente en la forma política- en el curso de la reproducción ampliada de la sociedad dada.
Sin embargo, una vez que este proceso dinámico de expansión y acumulación se agota (por
cualquier motivo), las consecuencias resultan devastadoras. Incluso dentro de la “normalidad”
de las perturbaciones cíclicas y los bloqueos relativamente limitados, la destrucción que
acompaña las consiguientes crisis socioeconómicas y políticas puede ser enorme, como revelan
las crónicas del siglo veinte, que incluyen dos guerras mundiales (sin mencionar las incontables
conflagraciones menores). Por tanto no es difícil imaginar las implicaciones de una crisis
sistémica, verdaderamente estructural, esto es, que afecte el sistema global del capital no sólo
bajo uno de sus aspectos -el financiero/monetario, por ejemplo- sino en todas sus dimensiones
fundamentales, cuestionando globalmente su viabilidad como un sistema de reproducción social.
En las condiciones de una crisis estructural del capital, sus componentes destructivos aparecen
en la escena vengándose, desatando el espectro del descontrol total, de forma que prefigura la
autodestrucción tanto del sistema reproductivo social como de la humanidad en general. El
capital nunca fue sumiso a un control apropiado y durable o a una autorestricción racional. Fue
solamente compatible con ajustes limitados y sólo en tanto que el capital pudiera continuar la
búsqueda en una forma u otra de las dinámicas de autoexpansión y del proceso de acumulación.
Y en caso de no poder el capital demoler frontalmente los obstáculos y resistencias que
encontraba, tales ajustes fueron esquivados.
Esta incontrolabilidad característica fue, de hecho, uno de los factores más importantes que
aseguró el avance irresistible y la victoria definitiva del capital, que se produjo a pesar del hecho
anteriormente mencionado, de modo que el control del metabolismo del capital constituyó
la excepción y no la regla en la historia. Después de todo, al principio el capital apareció como
una fuerza estrictamente subordinada en el curso del desarrollo histórico. Y más aún,
considerando la necesaria subordinación del “valor de uso” -esto es, la producción para las
necesidades humanas- a los requerimientos de la autoexpansión y acumulación, el capital en
todas sus formas tuvo que superar el oprobio de ser considerado durante largo tiempo el modo
más “antinatural” de controlar la producción de riqueza. De acuerdo con las confrontaciones
ideológicas de los tiempos medievales, el capital fue acusado fatalmente y de muchas maneras
como “pecado mortal”, y consecuentemente fue puesto fuera de ley como “herético” por las más
altas autoridades religiosas, el Papado y sus Sínodos. El capital no pudo convertirse en la fuerza
dominante del metabolismo social hasta que barrió la absoluta -y religiosamente santificada-
prohibición de la “usura” (impugnada bajo la categoría de “ganancia bajo alienación” que
realmente significaba: retener el control sobre el capital monetario/financiero de la época en
favor del proceso de acumulación, al mismo tiempo que aseguraba la ganancia a través de los
préstamos) y ganó la batalla sobre la “enajenación de la tierra” (de nuevo, el sujeto de la
absoluta y religiosamente santificada prohibición del régimen feudal) sin la cual la emergencia
del capitalismo agrario -condición vital para el triunfo del sistema del capital en general- hubiese
sido inconcebible.[6]
En gran medida, gracias a su incontrolabilidad, el capital tuvo éxito en superar todos los
inconvenientes que se le opusieron -independientemente de cuán materialmente poderosos y
absolutos fueran los valores prevalecientes en la sociedad-, elevando su modo de control del
metabolismo al poder de dominio absoluto como un sistema global, totalmente extendido. Sin
embargo, una cosa es superar y dominar las restricciones y obstáculos (aun los oscurantistas), y
otra muy distinta instituir los principios positivos de un desarrollo social sostenible, guiado por
los criterios de satisfacer objetivos humanos, en oposición al ciego propósito de la autoexpansión
del capital. Así, las implicaciones del mismísimo poder de la incontrolabilidad, que en su tiempo
aseguró la victoria del sistema del capital, están lejos de asegurarla hoy, cuando la existencia de
restricciones es aceptada -al menos en la forma de un elusivo desideratum de “autoregulación”-
incluso por los menos críticos defensores del sistema.

El capital como extractor del plustrabajo

Las unidades básicas de las anteriores formas de control del metabolismo social se
caracterizaron por un alto grado de autosuficienciaen la relación entre la producción material y
su control. Esto se aplica no sólo a las comunidades tribales primitivas sino también a la
economía doméstica de las antiguas sociedades esclavistas y también al sistema feudal de la
Edad Media. Desde los tiempos en que esta autosuficiencia se quebró y cedió a conexiones y
determinaciones reproductivas y metabólicas más amplias, hemos podido presenciar el
victorioso avance del modo de control del capital, trayendo con él la difusión universal de la
alienación y del fetichismo.
Lo que resulta particularmente importante en este contexto es el paso de las condiciones
expresadas en el proverbio medieval “nulle terre sans maître” (no hay tierra sin dueño) a
“l’argent n’a pas de maître” (el dinero no tiene dueño), lo que representa un cambio
extraordinario. Indica un vuelco radical que encuentra su última expresión consumada en el
sistema del capital completamente desarrollado.
Algunos elementos de lo anterior pueden ser identificados -al menos de manera
embrionaria- desde hace muchos siglos. Así el dinero, en contraste con la relación fija de la
tierra con el señor feudal, no sólo no tiene un dueño permanente, sino que incluso, por principio,
no puede ser confinado a límites artificiales respecto a su potencial circulación. De manera
similar, la reclusión del capital mercantil en límites territoriales sólo puede ser temporal y
artificialmente impuesta. En consecuencia, tales fronteras están destinadas a ser barridas tarde
o temprano.
De esta manera, emerge un modo específico de control del metabolismo social con componentes
fundamentalmente ilimitados y productores de fetichismo. Uno es la imposibilidad de reconocer
barreras (ni siquiera sus propios límites estructurales), sin importar cuán devastadoras sean las
consecuencias cuando se alcanzan los límites últimos de las potencialidades productivas del
sistema. Esto se debe a que las unidades económicas del sistema del capital no necesitan ni
son capaces de alcanzar la autosuficiencia, en neto contraste con las formas anteriores de los
“microcosmos” altamente autosuficientes y socioeconómicamente reproductivos. Esta es la razón
por la cual la forma del capital, por primera vez en la historia somete a los seres humanos a una
confrontación con un modo de control del metabolismo social, que puede y debe constituirse -
para alcanzar su forma de desarrollo más elevada- en un sistema global, demoliendo todos los
obstáculos que se presentan a su paso.
El capital con su potencial históricamente específico de producción de valores no puede ser
actualizado y “realizado” (y a través de su “realización” simultáneamente reproducido de manera
ampliada) sin entrar en el dominio de la circulación. Así, dentro de este marco referencialla
relación entre producción y consumo es radicalmente redefinida, de tal manera que la
indispensable unidad de ambos se torna inevitablemente problemática, conllevando con el
tiempo la necesidad de crisis de un tipo o de otro. Esta vulnerabilidad de las vicisitudes de
circulación es una determinación crucial a la cual ninguna “economía doméstica” de la
antigüedad, ni tampoco la feudal de la Edad Media debió someterse -dejando de lado las
unidades reproductivas socioeconómicas del comunismo primitivo y de los pueblos comunitarios
a los cuales se refirió Marx en algunos de sus principales trabajos[7] -dado que estaban
orientadas primariamente hacia la producción y el consumo directo del valor de uso.
Seguramente las consecuencias de esta liberación de las trabas de la autosuficiencia son,
altamente favorables en lo que conciernen a la dinámica del capital. Sin ellas el sistema del
capital no podría ser descrito como orientado por la expansión e impelido a la acumulación (o
viceversa, cuando fue considerado desde el punto de vista de la “personificación” de sus
individuos). Porque en cualquier momento particular de la historia las condiciones de
autosuficiencia (o su ausencia) prevalecientes obviamente también circunscriben la conducción
reproductiva y la capacidad de expansión del sistema dado.
Al elevarse sobre las restricciones subjetivas y objetivas de autosuficiencia, el capital se
convierte en el más dinámico y efectivo extractor de plustrabajo de la historia. Mas aún, la
eliminación de las restricciones subjetivas y objetivas de la autosuficiencia se produce en una
forma completamente fetichizada, con todas las mistificaciones inherentes a la noción de “libre
contratación del trabajo”. Esto aparentemente absuelve al capital de la responsabilidad de una
dominación impuesta, en contraste con la esclavitud y la servidumbre, dado que la “esclavitud
del salario” es internalizada por los sujetos trabajadores y no tiene que ser impuesta y
reimpuesta constantemente en ellos externamente en la forma de una dominación política
directa, excepto en las situaciones de crisis mayor. El capital como un sistema de control
metabólico se convierte en la más eficiente y flexible maquinaria de extracción de plustrabajo y
no sólo hasta el presente. Por cierto, se puede argumentar lógicamente que el “poder de
bombeo” del capital[8] para la extracción de plustrabajo no conoce fronteras (aunque
tiene límites estructurales que la personificación del capital niega, y debe negarse a reconocer) y
de esta manera lo que sea que se conciba como extensión cuantitativa del poder de extracción
de plustrabajo en general puede ser considerada como correspondiente a la naturaleza del
capital, esto es, en total sintonía con sus más íntimas determinaciones. En otras palabras, el
capital avanza implacablemente a través de todos los obstáculos y barreras con las que ha
confrontado históricamente, adoptando las más sorprendentes y extrañas formas de control que
las condiciones demandan -con un carácter aparentemente discordante y operacionalmente
“híbrido”-. De hecho es así como el sistema del capital redefine y extiende constantemente sus
propios límites relativos, prosiguiendo su propio curso bajo circunstancias cambiantes
precisamente para mantener el mayor grado posible de extracción de plustrabajo, lo
que constituye su razón de ser histórica y su modo de funcionamiento real. Además, el modo de
extracción de plustrabajo históricamente exitoso del capital -porque funciona y en tanto y en
cuanto funcione- puede también erigirse en la medida absoluta de “eficiencia económica”
(cuestión que muchas personas que se consideran socialistas no osarían cuestionar, prometiendo
por lo tanto más de lo que el adversario pudiera conceder como la base legítima de su propia
posición; y a través de este tipo de dependencia del objeto de su negación -así como también a
través de su fracaso en someter a una investigación crítica profunda a la muy problemática
relación entre “escasez y abundancia”- contribuyen, a distorsionar gravemente el sentido original
del socialismo).[9] Seguramente, al colocarse el capital como la medida absoluta de todos los
logros obtenibles y admisibles puede también esconder exitosamente la verdad, de que sólo
un tipo específico de beneficio puede derivarse del modo “eficiente” de extracción de plusvalor
del capital[10] -y eso aun siempre a costa de los productores-. Sólo cuando los límites
absolutos de las determinaciones estructurales más esenciales del capital se ponen en juego,
podemos hablar de una crisis proveniente de la falible eficiencia y de la
espantosa insuficiencia de extracción de plustrabajo, que afectan a largo plazo las perspectivas
de supervivencia del sistema del capital como un todo.
En ese sentido en nuestros días podemos identificar una tendencia, que debería desconcertar
aún a los defensores más entusiastas del sistema del capital, debido a que implica el total
trastrocamiento de los términos en que definieron la supuesta legitimidad de lo que hasta hace
poco se denominaba “el interés de todos”. Esta tendencia consiste en la metamorfosis del
“capitalismo avanzado”, desde la época de la postguerra bajo la denominación de “Estado del
bienestar” (con su ideología de “beneficios sociales universales” y la simultánea negación de los
“recursos necesarios”, es decir means-testing)a la nueva realidad del “bienestar dirigido a
ciertos sectores” : el nuevo término utilizado para means-testing con su cínica pretensión de
“eficiencia económica” y “racionalidad”, que ha sido adoptado incluso por los antiguos
adversarios socialdemócratas bajo la consigna de “nuevo realismo”. Naturalmente, se supone
que nadie en su sano juicio tiene dudas sobre la viabilidad del sistema del capital incluso sobre
este punto. De todos modos, independientemente de la fuerza con que se sostenga la confusión
ideológica, no puede borrarse el hecho incómodo representado por la transformación del
capitalismo avanzado de una condición en la que podía hacer alarde del “Estado del bienestar” a
otra donde tiene como propósito -incluso en los países más ricos- brindar un plato de lentejasy
otros magros beneficios “merecidos por los pobres”. Esto es altamente revelador de la
discontínua eficiencia y ahora crónica ineficiencia del antes incuestionablemente exitoso modo de
extracción del plustrabajo en su actual etapa de desarrollo, etapa que amenaza con privar al
sistema del capital en general de su histórica razón de ser.

Los antagonismos del capital

Es innegable que, a lo largo de la historia, el proceso de liberación del capital de las restricciones
de autosuficiencia, produjeron un aumento de la productividad. Pero simultáneamente existe
otra cara de este logro incontrovertible del capital. Esta otra cara se refiere a la ya mencionada
inevitable pérdida de control sobre el sistema de reproducción social como un todo, aunque
permanezca oculta durante la larga etapa de desarrollo, gracias al desplazamiento de las
contradicciones que se producen durante las fuertes fases expansivas del capital.
En la historia del sistema de capital, el imperativo de expansión, que se hace cada vez más
intenso, es en sí mismo una manifestación paradójica de esta pérdida de control, en el sentido
de que ayuda a posponer el “día del juicio final” por tanto tiempo como este proceso de
expansión que lo abarca todo pueda mantenerse. Pero es precisamente por culpa de esta
interrelación paradójica, que el bloqueo del camino hacia una expansión sin problemas “como
resultado de la consumación de ascendiente histórico del capital”, y a través de este bloqueo el
minado de los desplazamientos simultáneos de los antagonismos internos del sistema, tiene que
reactivar y multiplicar los dañinos efectos de la expansión que anteriormente consiguió
solucionar los problemas. Porque los problemas y las contradicciones que comienzan a surgir a
escala de la magnitud obtenida por el sobrextendido sistema de capital
global, necesariamente traerán aparejados un desplazamiento de la expansión de magnitud
semejante, poniéndonos en la situación en que nos enfrentemos con el espectro del total
descontrol ante la ausencia del desplazamiento de la expansión gigantesca que es necesaria. Así
hasta los problemas relativamente limitados del pasado, como por ejemplo, la obtención y pago
de servicios de la deuda del Estado, asumen proporciones cósmicas. Es por eso que hoy en día
sólo aquellos que creen en milagros pueden seriamente pensar que las literalmente
astronómicas sumas de dólares y libras esterlinas -así como liras, pesos, pesetas, francos
franceses, marcos alemanes, rublos, escudos, bolívares, cruceiros, etc.- absorbidos en el agujero
negro del endeudamiento global, podrán algún día emerger de ella, con interés compuesto,
como si fueran cantidades ilimitadas de crédito sano disponible, para permitirle al sistema cubrir
sus necesidades ilimitadas autoexpansivas hasta el fin del tiempo.
A pesar de todos los intentos, la pérdida de control que se encuentra en la raíz de estos
problemas no puede remediarse de manera sostenible a través de la separación radical de la
producción y el control y la superimposición de un agente distinto -las “personificaciones del
capital” de una forma o de otra- sobre el agente social de la producción: el trabajo. Y
precisamente porque el exitoso ejercicio de control sobre las unidades de producción especiales -
en la forma de la “tiranía de la fábrica” ejercida a través del “empresario” privado, o el gerente,
o el secretario del partido stalinista, o el director de la fábrica estatal, etc.- no es suficiente para
conseguir la viabilidad del sistema de capital de conjunto, es que se deben intentar otras formas
para remediar los defectos estructurales del control.
En el sistema del capital estos defectos estructurales son visibles desde el principio al
encontrarse fracturados, en más de una manera, los nuevos microcosmos que los constituyen.
* Primero, la producción y su control están separados y se encuentran diametralmente opuestos
uno al otro.
* Segundo, en el mismo sentido y debido a las mismas determinaciones, la producción y
el consumo adquieren una independencia y una existencia separadas extremadamente
problemáticas, tal que el “consumismo” más absurdamente manipulado y derrochador en
algunas partes del mundo[11], puede encontrar su horrible correlato en la inhumana negación
de las necesidades más elementales para incontables millones de seres.
* Y tercero, los nuevos microcosmos del sistema de capital se combinan en una especie de todo
manejable de tal forma que el total del capital social debería poder entrar -ya que debe hacerlo-
en el dominio global de la circulación (o para ser más preciso, para que pudiera crear la
circulación como una empresa global de sus propias unidades internamente fracturadas) en un
intento por superar la contradicción entre producción y circulación. De esta forma la
necesaria dominación y subordinación prevalecen no sólo dentro de los microcosmos particulares
-a través de los agentes individuales que “personifican al capital”- sino también a través de sus
límites, trascendiendo no sólo las barreras regionales sino también las fronteras nacionales. Es
así como la fuerza de trabajo total de la humanidad se encuentra sometida -con las mayores
injusticias imaginables, en conformidad a las prevalecientes relaciones de poder históricas- a los
alienantes imperativos de un sistema global del capital.
En las tres instancias arriba mencionadas el defecto estructural del control radica en la base y se
concreta en la ausencia de unidad. Más aún, cualquier intento por crear o superponer algún tipo
de unidad, en las estructuras sociales reproductivas internamente fracturadas, está condenado a
ser problemático y estrictamente temporario. El carácter irremediable de la unidad perdida se
debe a que la misma fractura asume la forma de antagonismos sociales. En otras palabras, se
manifiestan también a través de conflictos de intereses fundamentales entre fuerzas sociales
alternativas hegemónicas.
De tal manera que estos antagonismos sociales deben ser atacados con mayor o menor
intensidad, según lo permitan las circunstancias históricas específicas, indudablemente
favoreciendo al capital contra el trabajo durante los largos períodos de su dominación histórica.
Sin embargo, aunque el capital triunfe en las confrontaciones, los antagonismos no pueden ser
eliminados -a pesar del arsenal de buenos deseos proclives a una salida favorable para la
ideología dominante- precisamente porque son estructurales. En las tres instancias estamos
concentrados en lo vital del capital y con sus estructuras irremplazables, y no -al ser el capital
en sí mismo trascendible- en sus limitadas contingencias históricas. Consecuentemente, los
antagonismos que emanan de estas estructuras son necesariamente reproducidos bajo todas las
circunstancias históricas que cubren una época del capital, cualquiera que sean las relaciones de
fuerza prevalecientes en un determinado momento.
Los correctivos obligatorios del capital y el Estado

La acción correctiva se logra -hasta un nivel viable dentro del marco de referencia del sistema
del capital- a través de la formación de un Estado moderno burocrático inmensamente
hipertrofiado y en términos estrictamente económicos derrochador.
Por cierto, tal estructura correctiva debería parecer altamente cuestionable desde el punto de
vista del capital mismo como entidad económica que predica la eficiencia por
excelencia,(algunas marcas de teoría económica y política burguesa recurren siempre a una
crítica sin sentido de este tipo, abogando -en vano- por la “necesaria disciplina de una economía
sana”). Es muy revelador, por lo tanto, que el Estado moderno emergiera con la misma
inexorabilidad que caracteriza la difusión triunfante de las estructuras económicas del capital,
calificando a estas últimas como la estructura de mando político totalizadora del capital.
Este inexorable despliegue de las estructuras estrechamente ligadas al capital es esencial para
establecer la viabilidad de este singular modo de control del metabolismo social a lo largo de su
histórica existencia.
La formación del Estado moderno es un requerimiento absoluto para asegurar y salvaguardar de
modo permanente los logros productivos del sistema. El dominio del naciente capital en el
ámbito de la producción material, va a la par del desarrollo de prácticas políticas totalizantes en
la forma de un Estado moderno. De esta manera, no es accidental que el dominio histórico final
del capital en el siglo veinte deba coincidir con la crisis del Estado moderno en todas sus formas,
desde las formaciones del Estado democrático liberal hasta los estados capitalistas más
autoritarios (como la Alemania de Hitler o el miltonfriedmaniano Estado chileno), los regímenes
postcoloniales o los Estados postcapitalistas de tipo soviético. Comprensiblemente, la extendida
crisis estructural del capital afecta profundamente todas las instituciones del Estado y sus
correspondientes formas organizacionales. Más aún, esta crisis trae aparejada la crisis de la
política en general, bajo todos sus aspectos, y no sólo aquellos directamente concernientes con
la legitimación ideológica de un sistema de Estado en particular.
El Estado moderno es creado, sobre todo, en su histórica modalidad específica para ser capaz de
ejercitar un control comprensivosobre las fuerzas centrífugas no reguladas que emanan de las
unidades productivas separadas del capital como un sistema social reproductivo
antagonísticamente estructurado. Como señalamos antes el dictum: l’argent n’a pas de
maitrê marca el derrumbe radical de lo que existía antes. Al superar el principio rector del
sistema reproductivo feudal aparece un nuevo tipo de microcosmos socioeconómico,
caracterizado por una gran movilidad y dinamismo. Pero el éxito creciente de este dinamismo
sólo puede ocurrir a través del “pacto de Fausto con el diablo” y, por así decirlo, sin ninguna
garantía que al debido tiempo surja un dios benevolente para rescatarlo y burlar a Mefistófeles
cuando llegue a reclamar su premio.[12]
El Estado moderno constituye la única estructura terapéutica factible acorde a los parámetros del
capital como un modo de control del metabolismo social. Entra en juego para rectificar -de
nuevo debe ser enfatizado: sólo hasta el punto en que la acción correctiva requerida quepa
dentro de los límites últimos del metabolismo social del capital- la ausencia de unidad en los tres
aspectos señalados en la sección anterior.

La producción y su control

En relación con el primero, el ingrediente perdido de la unidad “pasa de contrabando”, por así
decirlo, por cortesía del Estado que legalmente salvaguarda la relación de fuerzas existente.
Gracias a esa garantía las diversas “personificaciones del Estado” pueden dominar (con
implacable eficacia) la fuerza de trabajo de la sociedad, imponiendo al mismo tiempo la ilusión
de un “libre relación entre iguales” (a veces incluso ficcionalizada en la Constitución).
Así, al enfocar la posibilidad de manejar la separación estructural y el antagonismo
entre producción y control, la estructura legal del Estado moderno representa un condicionante
absoluto para el exitoso ejercicio de la dictadura en los lugares de trabajo. Esto por su capacidad
para establecer y proteger los medios y materiales de producción alienados (por ejemplo, la
propiedad divorciada radicalmente de los productores) y sus personificaciones, los individuos
controladores del proceso de reproducción económica (por estricto mandato del capital). Sin su
cobertura legal aun los más pequeños “microcosmos” del sistema del capital -antagónicamente
estructurados- se hallarían desgarrados internamente por constantes luchas, anulando por tanto
su potencial eficiencia económica.
También con respecto a otro aspecto de la fractura entre la producción y el control, la
maquinaria del Estado moderno es una necesidad absoluta del sistema del capital. Se la requiere
para evitar las repetidas interrupciones que en ausencia de una vigorosa regulación -esto es,
legalmente prejuzgada y santificada- se producirían en la transmisión de la propiedad de una
generación a otra, al tiempo que se perpetúa la alienación del control de los productores. Otro
aspecto, importante es -visto lo lejos que se encuentran de ser armoniosas las interrelaciones
en un microcosmos particular - la necesidad de una intervención legal y política, directa o
indirecta, en los conflictos constantemente regenerados de las unidades socioeconómicas
particulares. Este tipo de intervención terapéutica se desarrolla de acuerdo con la dinámica
cambiante de la expansión del capital y su acumulación, facilitando el predominio de los
elementos y tendencias potencialmente más poderosos, lo que conduce a la formación de
corporaciones transnacionales gigantescas y de grandes monopolios industriales.
Naturalmente, los teóricos de la burguesía, incluyendo uno de los más grandes, como Max
Weber, gustaron idealizar y representar todas estas relaciones al revés.[13] Esta predilección,
sin embargo, no puede alterar el hecho de que el Estado moderno altamente burocratizado,
junto con su compleja maquinaria política y legal, surge de la absoluta necesidad material del
metabolismo social del orden del capital, y a su vez -en la forma de una reciprocidad dialéctica-
se transforma en una precondición vital para la subsecuente articulación de todo el complejo.
Esto equivale a decir que el Estado se declara a sí mismo como un prerrequisito necesario para
el continuo funcionamiento del sistema del capital, tanto en sus microcosmos como en las
interrelaciones entre las propias unidades productivas, fuertemente afectadas, desde los
intercambios locales más inmediatos hasta los de nivel más mediato y comprensivo.

La producción y el consumo

En relación con el segundo complejo de problemas que consideramos, la fractura


entre producción y consumo, característica del sistema del capital, estos problemas terminan
borrando tan completamente algunas de las restricciones del pasado que los nuevos
controladores del orden socioeconómico pueden creer que sólo “el cielo es el límite”. La
posibilidad de expansión anteriormente inimaginable y en sus propios términos de referencia
ilimitada -debido al hecho ya mencionado que la dominación del valor de uso característica de
los sistemas reproductivos auto-suficientes ha sido dejado atrás- por su misma naturaleza está
destinada a golpear los paragolpes tarde o temprano. La desenfrenada expansión del capital en
los últimos siglos se produce no sólo en respuesta a las verdaderas necesidades, sino también
por generar apetitos imaginarios y artificiales -que, en principio, no tienen más límites que el
colapso de la máquina que continúa generándolos de manera creciente y a escala cada vez más
destructiva- a través de la existencia independiente y del enérgico poder del consumo. Para dar
seguridad, el orden existente hace prevalecer la necesidad ideológica de producir mistificaciones
que buscan ocultar las profundas desigualdades de las relaciones estructurales existentes
también en la esfera del consumo. Todo debe ser tergiversado para dar la impresión de cohesión
y unidad, proyectando la imagen de un orden adecuado y razonablemente manejable. A tal fin
las relaciones sociales representadas por Hobbes como bellum omnium contra omnes -con la
tendencia objetiva a que el débil sea devorado por el poderoso- aparece idealizada como la
universalmente benéfica “sana competencia”. Al servicio de los mismos objetivos, las
condiciones de exclusión, de la posibilidad de controlar los procesos de reproducción
socioeconómica de la aplastante mayoría de la sociedad incluyendo, por supuesto, los criterios
para regular la distribución y el consumo - estructuralmente predefinina y legalmente
salvaguardada-, son convencionalizados en la denominada “soberanía del consumidor” como
individuo. Sin embargo, dado que el antagonismo estructural de la producción y el control es
inescindible del microcosmos del sistema del capital, la combinación de las unidades
socioeconómicas particulares en un marco productivo y distributivo que las incluye, debe exhibir
la misma fractura encontrada en las unidades socioeconómicas más pequeñas: es un problema
de vital importancia que se plantea de un modo u otro. Consecuentemente, a pesar de la
constante presión por una racionalización ideológica, el estado actual de cosas tiene que
confrontar de manera compatible con los requerimientos estructurales del orden establecido,
reconociendo ciertas características de las condiciones socioeconómicas existentes sin admitir
sus potenciales implicaciones explosivas.
Así, aunque la proclamada “supremacía del cliente” en el nombre de la “soberanía del
consumidor” es una ficción que se sustenta a sí misma, al igual que la noción de la aclamada
“sana competencia” dentro del marco de un mercado idealizado, no se puede negar que el rol
del obrero no termina en ser solo un productor. Es comprensible que la ideología burguesa trate
de pintar al capitalista como “el productor” (o “el productor de la riqueza”) y hablar del
consumidor/cliente como una misteriosa entidad independiente, de manera tal que el verdadero
productor de riqueza -el trabajador- desaparezca de la relevante ecuación social y su cuota del
producto social pueda ser declarada como la “más generosa” aun cuando sea escandalosamente
baja. Sin embargo, la eficacia de esta descarada apología se encuentra estrictamente confinada
a la esfera de la ideología. Las mayores cuestiones socioeconómicas no pueden ser resueltas
satisfactoriamente dejando de lado el trabajo, fuera del dominio de la práctica política. En ese
dominio debe reconocerse a través de la aplicación de medidas prácticas apropiadas que el
obrero consumidor juega un rol de gran importancia -aún si en el curso de la historia éste haya
variado- en el sano funcionamiento del sistema del capital. Su rol varía de acuerdo con el mayor
o menor estado de desarrollo alcanzado por el capital, lo que, en los hechos, significa una
tendencia a aumentar su impacto sobre el proceso reproductivo. Así debe ser aceptado en la
práctica que, en beneficio del orden socioeconómico establecido mismo, el rol del obrero-cliente-
consumidor resulta tener mayor importancia en el siglo XX que en tiempos victorianos, más allá
de cuanto desearían algunos sectores volver atrás el reloj e imponer sobre el trabajo algunos
valores victorianos idealizados, así como también, por supuesto, las consiguientes restricciones
materiales.
En todas estas cuestiones el rol totalizador del Estado moderno es vital. Debe ajustar siempre
sus funciones reguladoras para ponerlas en sintonía con la cambiante dinámica del proceso de
reproducción socioeconómica, para complementar políticamente y reforzar la dominación del
capital contra las fuerzas que pudieran desafiar las gruesas desigualdades de la distribución y el
consumo. Más aún, el Estado debe también asumir la importante función de
comprador/consumidor, en una escala cada vez mayor. En este carácter debe proveer tanto
algunas necesidades del conjunto social (desde la educación al cuidado de la salud, y desde la
construcción y mantenimiento de la llamada “infraestructura” a la provisión de servicios de
seguridad social), así como también la satisfacción de “grandes apetitos” (como la alimentación
no solamente de la vasta maquinaria burocrática de su propia administración y sistema legal,
sino también el complejo industrial-militar inmensamente despilfarrador, aunque beneficioso
para el capital), aliviando de ese modo, aunque no para siempre, algunas de las peores
complicaciones y contradicciones que surgen de la fractura entre la producción y el consumo.
Se reconoce que la intervención totalizadora del Estado y su acción correctiva no puede producir
una genuina unidad en este plano, debido a que la separación y oposición de la producción y el
consumo, junto con la radical alienación del control por parte de los productores pertenecen a
las determinaciones estructurales esenciales del sistema del capital como tal, y por tanto
constituye un necesario requisito para su contínua reproducción. No obstante, la acción
correctiva del Estado en esta dirección es de la mayor importancia. Los procesos materiales
reproductivos del metabolismo social del capital, y el contexto político y la estructura de mando
de esta forma de control, se sostienen recíprocamente el uno al otro hasta tanto el desperdicio
inevitable que acompaña esta singularmente simbiótica relación no resulte prohibitiva desde el
punto de vista de la productividad social misma. En otras palabras, los límites últimos de
reconstitución y manejo de la problemática correlación entre la producción y el consumo bajo el
terreno fracturado del metabolismo social del orden del capital están determinados por el
alcance que el Estado moderno pueda tener para contribuir activamente a la necesidad
irresistible del sistema que lleva a la expansión y acumulación del capital, en lugar de
transformarse en una carga material insostenible para él.

[1] “En el desarrollo de las fuerzas productivas hay una etapa en la que la fuerzas productivas y
los medios de intercambio que existen entran en contradicción con las relaciones existentes, y
ya no son fuerzas productivas sino destructivas. (…) Estas fuerzas productivas bajo el sistema de
la propiedad privada tienen un desarrollo unilateral, y para la mayoría se transforman en fuerzas
destructivas. Así ocurren cosas tales que los individuos deben apropiarse de la totalidad de las
fuerzas productivas existentes, no sólo para conseguir su propia actividad, sino también para
simplemente salvaguardar su misma existencia”. Marx y Engels, Collected Works, Lawrence &
Wishart, London, 1975, vol. 5, pág. 52, 73, 87. 98
[2] Ese es el título de un libro de Rudolf Bahro quién alguna vez tuvo convicciones socialistas.
Véase en tal sentido un libro anterior de Bahro por el cual recibió en 1979 el Premio Isaac
Deutscher: The Alternative in Eastern Europe. N. L. B. Londres, 1978.
[3] The Economist, 31 diciembre 1991. pág. 12.
[4]. Obviamente, la apologética no conoce límites en defensa de lo indefendible. Dado que es
ahora imposible pretender (sin sonrojarse), en base a los indicadores usualmente
recomendados, que los frutos prometidos por la “economía de mercado” capitalista van a parar a
las masas de la población en Rusia (cuyos niveles de vida se han deteriorado fuertemente en el
pasado reciente); es que se requiere inventar nuevos criterios para explicar los problemas.
Así, The Economist, basándose en una publicación de “un trío de asesores del gobierno ruso”
(The Conditions of Life, por Andrei Illarionov, Richard Layard y Peter Ország, Pinter Publications,
Londres, 1993), ofrece a sus lectores una verdadera piedra preciosa en un artículo
titulado Poverty of numbers (10-16 Julio 1993, pág. 34). De acuerdo con el mismo, si bien
forzados a admitir que las esperanzadoras aclamaciones relativas a los “beneficios que han
mejorado la calidad de la vida” de los rusos es casi “imposible de cuantificar” (minimizando
desde el inicio esa admisión, al descalificar en el presente contexto -con el título de su
artículo: Poverty of numbers -las otras entusiastamente sostenidas virtudes de la cuantificación),
los editores del The Economist declaran que cuestiones “como el tiempo liberado de unas 15
horas como promedio en no hacer colas”, gracias a la falta de dinero para comprar comida,
representa un mejoramiento del nivel de vida.
No se nos dice cuáles son esas otras cuestiones que aparecen bajo la prometedora categoría del
“como”, cuestión sin embargo que no es difícil de adivinar. Porque, obviamente, uno no debería
ignorar el tiempo mayor de esas 15 horas ahorradas de semana en semana, al no tener que
cocinar la comida que ellos no pueden comprar en esos bien surtidos nuevos mercados. Más
aún, si a todos esos beneficios sumamos también el tiempo ahorrado al no tener que comer la
comida que no pudo ser comprada ni cocinada, sin mencionar aquellos ulteriores beneficios
derivados, al evitar los gastos médicos en cuidar la deteriorada estética y la obesidad, el nivel de
vida promedio del ruso debería estar cercano al de los Rockefellers. Especialmente si en el
mismo espíritu en el que los ingresos de los rusos son calculados por “el trío de asesores del
gobierno ruso” y por los editores del The Economist, podremos permitirles a los Rockefellers
deducirles una apropiada cantidad de sus declaraciones de ingresos dadas todas las ansiedades
que deben sufrir producto de las incertidumbres en que viven sus compañías en estos tiempos.
[5]. Véanse en particular las secciones 1.2.4 y 1.2.5 de Beyond Capital, Merlin Press, Londres,
1995.
[6]. Los lectores interesados en estos problemas pueden consultar mi libro Marx’s Theory of
Alienation, Merlin Press, Londres, 1970, y Harper Torchbooks, New York, 1972.
[7]. Veáse por ejemplo Marx, Capital, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1958, Vol 3.,
pág. 810.
[8]. Marx a menudo se refería al capital como una bomba de extracción de plustrabajo. Por
ejemplo cuando el argumenta que “La forma económica específica, por la cual el trabajo
excedente (Mehrarbeit) no pagado es extraído por bombeamento (ausgepumpt) de los
productores directos, determina la relación entre dominantes y dominados, como ella crece
directamente fuera de la producción, y como reacciona hacia ella como un elemento
determinante”. Ibíd, pág. 772.
[9]. La más extrema y más absurda posición en esa dirección fue asumida por Stalin y sus
seguidores quienes dictaminaron que “superar la producción de Estados Unidos de América en
lingotes de hierro” era el criterio para lograr la etapa mas elevada del socialismo, esto es, el
comunismo.
[10]. Los defensores del sistema del capital, incluyendo los así llamados “socialistas del
mercado”, les agrada fusionar la noción de “eficiencia económica” con su tipo histórico limitado
que caracteriza el modo de específico del capital como control del metabolismo social. Es
precisamente el último, con sus graves limitaciones y ultimada destructibilidad, que debería ser
sujeto de una crítica radical en lugar de una idealización apologética.
[11]. Véanse los capítulos 15 y 16 relativos al espantoso desperdicio debido a la rata decreciente
de utilización como la tendencia fundamental del desarrollo capitalista, y el rol del Estado al
tratar de hacerle frente a sus consecuencias.
[12]. Como única salida de Fausto a su autoimpuesto predicamento, el Fausto de Goethe -en
contraste con el de Marlowe- termina con el rescate divino del héroe. Sin embargo, lejos de
estar encandilado o encegecido por el apologético buen deseo, Goethe presenta esta solución en
conjunción con una escena de suprema ironía. En la escena en cuestión al moribundo Fausto le
llega desde afuera el sonido que es el eco de una gran actividad industrial -con un exitoso
reclamo de tierra al mar para la construcción de canales monumentales para el mejoramiento y
felicidad futura de la humanidad- quedando él convencido que ahora puede morir como un
hombre feliz, aun cuando haya perdido su pacto con el diablo. En realidad, el sonido que él oye
es el ruido que hacen sus sepultureros al cavar su propia tumba. Sin necesidad de mencionarlo,
no hay signos de una operación divina en el horizonte de hoy. Solamente que el ruido de la
tumba cavada por el capital es cada vez mayor.
[13]. Históricamente la emergencia y consolidación de las instituciones legales y políticas de la
sociedad corren paralelamente a la conversión de la apropiación comunal a una propiedad
exclusiva. A medida que el impacto práctico de esta última se hace más extensivo dentro de la
modalidad prevaleciente de reproducción social (especialmente como propiedad privada
fragmentada), se debe tener un rol totalizador de la superestructura política y legal más
pronunciado y articulado institucionalmente. Es por ello que no resulta accidental que la
centralización y burocratización del omnipresente Estado capitalista -y no el Estado definido en
términos geográficos como “el moderno Estado occidental” (Weber)- adquiera su preponderancia
en el curso del desarrollo de la producción generalizada de mercancías y en la institución
práctica de las relaciones de propiedad en sintonía con ella. Cuando se omite esta conexión por
consideraciones ideológicas, como en el caso de todos aquellos que conceptualizan estos
problemas desde el punto de vista del orden establecido, terminamos con un misterio de porqué
el Estado asume el carácter que tiene que tener bajo el dominio del capital. Este es un misterio
que deviene en una completa mistificación cuando Max Weber trata de desentrañarlo al sugerir
que “ha sido el trabajo de juristas el que dio carta de nacimiento al moderno Estado occidental”.
(H.H. Gerth y C. Wright Mills, editores, From Max Weber: Essays in Sociology, Routledge y
Kegan Paul, Londres. 1948, pág. 299).
Como podemos observar, Weber da vuelta todo al revés. Porque sería más correcto decir que las
necesidades objetivas del Estado capitalista moderno dan lugar a la conciencia de clase del
ejército de juristas, más que lo contrario, como pretende Weber con una visión mecanicista. En
realidad encontramos aquí una reciprocidad dialéctica, y no una determinación unilateral. Pero
debe agregársele que no es posible hacer más que sentido tautológico a tal reciprocidad a
menos que reconozcamos -algo que Weber no hace, debido a sus lealtades ideológicas- que
el ubergreifendes Moment (el constituyente de significado primario) en sus relaciones entre el
cada vez poderoso Estado capitalista, con todas sus necesidades y determinaciones, y “los
juristas” es el primero.
En relación con esta cuestión y otros puntos relacionados véase mi ensayo: Customs, Tradition,
Legality: A Key Problem in the Dialectic of Base and Superstructure, en Social Theory and Social
Criticism: Essays for Tom Bottomore, ed. Michael Mulkay y William Outhwaite, Basil Blackwell,
Oxford, 1987, págs. 53-82.

Nota de la Redacción. Para introducir la segunda y última parte del capítulo 2 de Mas allá del
capital debemos recordar que este libro constituye una monumental crítica al capital y
al capitalismo (importante distinción de Mészáros). El autor penetra y expone la lógica que
preside “el sistema de metabolismo social del orden del capital” para demostrar con fuerza la
actualidad de la alternativa socialista, explicando de paso el fracaso de las experiencias no
capitalistas del siglo XX por su negativa a ir más allá del capital.

En la primer parte del capítulo (publicado en Herramienta Nº 5), se comenzó poniendo de


relieve las fallas estructurales en el control del sistema del capital y la revalorización
del trabajo como única alternativa a las mismas. Esta convicción aparece abonada por la
exposición de las características de el capital como forma de control del metabolismo social,
incontrolable porque es totalizante y totalitaria. Toda la sociedad queda supeditada a los límites
estructurales de este modo de control de un sistema basado en el antagonismo de clases y la
radical separación entre la producción y el control de las decisiones, al que se superpone
como fuerza unificadora el “control abarcativo del Estado”.
Se marca la ruptura radical que existe entre todas las formas sociales anteriores y la nueva
forma de control caracterizada por la tendencia irrefrenable a romper todas las barreras, pues el
capital se realiza y amplía mediante la circulación, complejizando la
relación producción/consumo e instaurando el crecimiento de la plusvalía como medida
absoluta de eficiencia... hasta que se llegue al choque con sus límites absolutos.
El capital logra un incremento incomparable de la productividad, acompañado por la
también creciente pérdida del control sobre la reproducción social, ocultada por un
continuo desplazamiento de las contradicciones. En la raíz de esto se encuentran tres “defectos
estructurales”: la separación entre producción/control de las decisiones,
entre producción/consumo y entre microcosmos productivo del capital/circulación
global, son otros tantos antagonismos estructurales. De allí la obligación de introducir la acción
correctiva del Estado moderno, hipertrofiado para actuar como “estructura de comando político
totalizador” de el capital, y de allí también la coincidencia entre el agravamiento de la crisis
estructural y la crisis de la política (y el Estado).
Analizando estas “fallas estructurales”, se pone en evidencia que ante el
antagonismo producción (por los trabajadores)/control (ejercido por la burguesía o
los funcionarios burocráticos) el Estado debe intervenir como garante de la relación de
fuerzas establecida y regulador de los conflictos, pasando así a ser prerrequisito para la
supervivencia del sistema. En cuanto a la compleja relación producción/consumo, se pone de
relieve que el imperativo de la expansión de la producción, lleva también a la expansión
independiente del poder de consumo, generando apetitos imaginarios y artificiales. Se proclama
la “soberanía del consumidor” como mecanismo que oculta desigualdades estructurales, al
mismo tiempo que se reconoce y manipula el consumo obrero... También a este nivel es
necesaria la acción correctiva del Estado, aunque esta relación implique inevitables desperdicios
y tienda a convertirse en una carga material insoportable para el propio sistema.

Producción/circulación: el rol del Estado

Con respecto al tercer aspecto principal que nos interesa -la necesidad de crear la circulación
como empresa global a partir de las estructuras internamente fracturadas del sistema del capital
o, por decirlo de otra manera, en la búsqueda de algún tipo de unidad entre la producción y la
circulación- el papel activo del Estado moderno es igualmente grande, si no mayor. Al concentrar
la atención en él, en conjunción con las diversas funciones que el Estado está llamado a cumplir
en el terreno del consumo, principalmente dentro de sus propias fronteras nacionales, resulta
que estas relaciones no sólo están “infectadas de contingencia”,[1] como dijo Hegel alguna vez,
sino también de contradicciones insolubles.
Una de las contradicciones más rebeldes y en definitiva insolubles es que históricamente la
estructura política de mando y el marco correctivo global del sistema del capital está articulado
bajo la forma de Estados nacionales, aunque como modo de control metabólico social y de
reproducción (con su necesidad imperiosa de circulación global) es inconcebible que el sistema
se vea encerrado en tales límites. Lo que cabe destacar en el presente contexto es que la única
manera en que el Estado puede tratar de resolver esta contradicción es mediante un sistema de
“doble contabilidad”: un nivel de vida bastante más alto para los trabajadores -junto con una
democracia liberal- en casa (es decir, en los países “metropolitanos” o “centrales”) del sistema
capitalista global, y la explotación al máximo con un sistema de gobierno implacablemente
autoritario (incluso dictatorial donde sea necesario), ejercido de manera directa o por
intermediarios, en la “periferia subdesarrollada”.
Así, el verdadero significado de la tan idealizada “globalización” (una tendencia emanada de la
naturaleza del capitalismo desde sus comienzos) es: el despliegue inevitable de un sistema
internacional de dominación y subordinación. En el plano de la política totalizadora, corresponde
a la instauración de una jerarquía de Estados nacionales (más o menos poderosos) que disfrutan
-o padecen- la posición que les ha asignado la relación de fuerzas prevaleciente (a veces
violentamente cuestionada) en el orden global del capitalismo, donde impera la ley del más
fuerte. Cabe destacar que la operación relativamente sencilla de la “contabilidad por partida
doble” de ninguna manera está destinada a convertirse en un rasgo permanente del orden
capitalista global. En verdad, su duración está limitada a las condiciones del predominio histórico
del sistema, cuando la expansión y acumulación sin perturbaciones crean el margen de ganancia
para operar una tasa de explotación del trabajo relativamente favorable en los países
“metropolitanos” en comparación con las condiciones de vida del sector obrero en el resto del
mundo.
En este sentido son sumamente significativas dos tendencias complementarias de desarrollo. En
primer lugar, durante las últimas décadas hemos presenciado una cierta nivelación de las
diferencias en la tasa de explotación[2] bajo la forma de una espiral descendente que afecta el
nivel de vida de los trabajadores en los países capitalistas más avanzados. En el futuro
previsible, esta tendencia seguramente se afirmará los países “centrales”. En segundo lugar,
juntamente con esta tendencia niveladora de las diferentes tasas de explotación, también
advertimos la aparición de su inevitable corolario político bajo la forma de un autoritarismo
creciente en los Estados “metropolitanos” hasta ahora liberales, y de un comprensible
desencanto con la “política democrática” que cumplió un papel de primer orden en el giro
autoritario del control político en los países capitalistas desarrollados.
El Estado como agencia totalizadora, para crear la circulación global a partir de las unidades
socioeconómicas internamente fracturadas del capital debe seguir en sus acciones
internacionales una conducta distinta a la que aplica en el terreno de la política interior. En este
último debe velar -en la medida que ello es compatible con la cambiante dinámica de la
acumulación del capital- para que la tendencia inexorable a la concentración y centralización del
capital no destruya prematuramente muchas unidades de producción viables (aunque menos
eficientes que sus hermanas mayores), ya que actuar de otro modo en esas circunstancias
afectaría negativamente la fuerza combinada del capital nacional total. Para eso es necesario
tomar algunas medidas legales auténticamente antimonopólicas,si las condiciones internas lo
requieren y las condiciones generales lo permiten. No obstante, las mismas medidas son
derogadas sin más trámite cuando los intereses cambiantes del capital nacional así lo decretan,
con lo cual creer que el Estado -la estructura política de mando del sistema capitalista- puede
ser el guardián de la “sana competencia” contra los monopolios en general es no sólo ingenua
sino totalmente contradictoria.
En contraste, en el plano internacional el Estado nacional del sistema capitalista no tiene el
menor interés en limitar el impulso monopólico de sus unidades económicas dominantes. Al
contrario. En el terreno de la competencia internacional, cuanto menos limitadas y más
fortalecida es la empresa económica con apoyo político (y militar, si es necesario), mayores
serán sus probabilidades de triunfar contra sus rivales presentes o potenciales. Por eso, la
relación entre el Estado y las empresas económicas correspondientes se caracteriza por el hecho
de que aquél asume desembozadamente el papel de colaborador de la expansión externa lo más
monopolista posible. Desde luego que los medios y arbitrios para realizar este papel se
modifican al cambiar las relaciones de fuerzas internas y externas por obra de las diversas
circunstancias históricas. Pero los principios orientadores monopolistas de todos los Estados que
ocupan una posición dominante en la jerarquía global del capitalismo permanecen invariables a
pesar de las ideas de “libre comercio”, “competencia justa”, etcétera, en las que la gente como
Adam Smith creía al principio, antes de que se las transformara en camuflaje cínico o jarabe de
pico. El Estado del sistema capitalista debe afirmar por todos los medios los intereses
monopólicos de su capitalismo nacional -por la fuerza, en caso de necesidad- frente a los
Estados rivales en la competencia por los mercados necesarios para realizar la expansión y
acumulación del capital. Así sucede con las más variadas prácticas políticas, desde el
colonialismo moderno inicial (con las funciones que se le atribuyeron a las empresas comerciales
monopolistas)[3] hasta el imperialismo con todas las de la ley, seguido por el proceso
poscolonial de “desguace de los imperios” e imposición de formas de dominación neocoloniales y
ahora con las agresivas aspiraciones y prácticas neoimperialistas de Estados Unidos y sus aliados
obsecuentes en el flamante “Nuevo Orden Mundial”.
Sin embargo, aunque los intereses de los capitalismos nacionales se puedan distinguir de otros e
incluso, en el caso de los Estados dominantes, se puedan proteger en gran medida de sus
incursiones, dicha protección no puede eliminar los antagonismos del capital social total, es
decir, la determinación estructural interna del capital como fuerza de control global. Esto se
debe a que en el sistema capitalista la “armonización” sólo puede tomar la forma de
un equilibrio puramente temporario, no de la resolución de un conflicto. Por eso, no es en
absoluto casual encontrar en la teoría social y política burguesa la exaltación del “equilibrio de
poderes” como ideal insuperable, cuando en realidad sólo puede ser una manifestación en un
momento dado de la imposición/aceptación de la relación de fuerzas imperante, que a la vez
permite visualizar su trastrocamiento cuando las circunstancias lo permitan. El axioma de bellum
omnium contra omnes es el modus operandi inexorable del sistema capitalista. Como sistema de
control metabólico social está estructurado antagónicamente desde las unidades
socioeconómicas y políticas más pequeñas hasta las más globales. Además, el sistema
capitalista -y en realidad todas las formas concebibles de control social metabólico global,
incluyendo el socialismo- está sometido a la ley absoluta del desarrollo desigual que bajo la
dominación del capital se impone en una forma en última instancia destructiva debido a su
principio estructural interior destructivo.[4] Así, para visualizar una auténtica resolución viable
de los antagonismos del sistema capitalista a nivel global, sería necesario creer en el cuento de
hadas de la eliminación de la ley del desarrollo desigual que rige los asuntos humano. Por eso el
“Nuevo Orden Mundial” es una fantasía absurda o un camuflaje cínico destinado a proyectar los
intereses hegemónicos de las potencias capitalistas predominantes como aspiración moral digna
de elogios y universalmente benéfica de la humanidad. Nada se resolvería con la instauración de
un “gobierno mundial” y el sistema estatal correspondiente, aunque fuera factible. Porque un
sistema global cuya estructura es antagónica hasta la médula. sólo puede ser explosivo y en
última instancia autodestructivo. Dicho de otra manera, un sistema global de control social
metabólico constituido por microcosmos desgarrados por antagonismos internos debido a los
conflictos de intereses irreconciliables centrados en la separación y enajenación del control de
los productores sólo puede ser inestable y, en última instancia, explosivo. Porque la
contradicción absolutamente insoluble entre la producción y el control se impondrá
inexorablemente en todas las esferas y niveles de intercambio social reproductivo, incluso en sus
metamorfosis en las contradicciones entre producción y consumo, así como entre producción y
circulación.
Las probabilidades de éxito de la alternativa socialista están determinadas por su capacidad (o
incapacidad) para afrontar las tres contradicciones -entre producción y control, producción y
consumo, producción y circulación- constituyendo un microcosmos de reproducción social
interiormente armónico. Las mayores figuras de la filosofía burguesa, que visualizaban el mundo
desde el punto de vista del capitalismo en ascenso (o, como diría Marx, “desde el punto de vista
de la economía política”), no podían concebirlo, ya que debían dar por sentado el microcosmos
internamente fracturado del sistema capitalista. En cambio, ofrecían remedios que soslayaban
los problemas en juego presentando al poder de la Razón como solución genérica y a priori a
todas las dificultades y contradicciones concebibles o elaborando esquemas especiales
muy idealizados mediante los cuales se debían encontrar respuestas adecuadas a las
perturbadoras contingencias históricas. Aquí nos referiremos solamente a Adam Smith, Kant,
Fichte y Hegel.
El concepto de Smith de “la mano oculta” sigue siendo influyente aún hoy como remedio
deseado a los conflictos y las contradicciones reconocidos, en el plano ideal de un “deber
ser”. Kant tomó la idea de Adam Smith del “espíritu mercantil” y sobre esta base visualizó la
solución permanente de todos los conflictos destructivos y las conflagraciones internacionales
mediante un sistema estatal universalista que instauraría -como sin duda podría hacerlo, ya que
en la filosofía kantiana “deber implica poder”- la “política moral” de la inminente “paz perpetua”.
Fichte, en cambio, abogaba por el igualmente utópico “Estado comercial cerrado” (der
geschlossene Handelstaat, dependiente de estrictos principios de autarquía) como solución ideal
a las restricciones y contradicciones explosivas del orden imperante. Fue Hegel quien presentó el
análisis más realista de estos asuntos al reconocer que la contingencia predomina en las
relaciones internacionales de los Estados nacionales y descartar de plano la solución ideal de
Kant al afirmar que la “corrupción en las naciones sería el producto de una paz prolongada, ni
que hablar de ‘perpetua’”. Pero la explicación de Hegel también está llena de instancias de
“deber ser”, aparte de que la coronación de su sistema ideal es el “Estado germánico” (que,
como se dijo anteriormente, no se identifica con el Estado nacional alemán como sostienen sus
críticos pues incorpora el “espíritu mercantilista” del colonialismo inglés) como afirmación de
“la verdadera reconciliación” que se personifica en el Estado como imagen y presencia de la
razón. Así, en todas las hipóstasis del Estado como remedio de los defectos y las contradicciones
reconocidos -sea el postulado ideal de Kant como agente de la “paz perpetua”, el “Estado
comercial cerrado” autárquico de Fichte o incluso la concepción hegeliana de la “verdadera
reconciliación” como el Estado que encarna la “imagen y presencia de la razón”- las soluciones
presentadas no hacen más que abogar por un ideal irrealizable. No podría ser de otra manera,
ya que jamás se pone en tela de juicio el microcosmos antagónicamente estructurado del
sistema capitalista, con su inextirpable bellum omnium contra omnes expresado en la triple
contradicción señalada. Se las subsume en la concepción ideal del Estado y se declara que ya no
representan peligro de trastorno o explosión ya que se ha alcanzado tal o cual forma de la
“verdadera reconciliación” ideal.
En realidad, los antagonismos explosivos del sistema en su conjunto persisten mientras no se
alteren drásticamente sus microcosmos interiormente desgarrados. Porque en el sistema
capitalista antagónicamente fracturado los conflictos y contradicciones tienden a ascender de
niveles de conflicto más bajos a los más altos paralelamente a la creciente integración del orden
social metabólico del capital en un sistema global desarrollado. La lógica inexorable de este
desarrollo de los conflictos en grados crecientes de intensidad es la “guerra ilimitada si fracasan
los métodos ‘normales’ de sometimiento y dominación”, como lo demuestran con dolorosa
claridad las dos guerras mundiales del siglo XX. Así, la institución hipostática de la “paz
perpetua” sobre la base material del microcosmos internamente fracturado del capitalismo no
puede ser otra cosa que una pura expresión de deseos.
No obstante, en nuestra época el sistema del capital global debe enfrentar una nueva
contradicción estructural superpuesta a todas sus partes constituyentes, por los sucesos
históricos de la posguerra y por el cambio fundamental en la tecnología bélica. Esta implica la
necesidad imperiosa de la paz, que no excluye guerras parciales (que por fuerza deben existir en
el seno conflictivo del capitalismo) pero sí una nueva guerra total en vista de la inexorable
aniquilación de la humanidad que implicaría. En consecuencia, los antagonismos explosivos del
sistema en su conjunto, lejos de ser eliminados conforme con el sueño kantiano, se agravan
constantemente. Porque el sistema capitalista debe aceptar el hecho desagradable de que las
obligaciones de la paz lo han despojadodel recurso definitivo (antes disponible) de imponerse
por la violencia sobre un adversario de otro modo incontrolable. Para manejar sus asuntos de
manera viable sin ese recurso extremo el sistema del capital debería ser cualitativamente
distinto de lo que es y puede ser en su constitución estructural más íntima. Así, cuando el capital
alcanza su mayor nivel de globalización mediante la consumación de su ascenso histórico, el
microcosmos socioeconómico que lo compone revela el espantoso secreto de ser responsable
último de su carácter destructivo, en nítido contraste con las idealizaciones desde Adam Smith y
Kant hasta los diversos “Hayeks” y “socialistas de mercado” del siglo XX. Así se vuelve inevitable
confrontar la verdad perturbadora de que es necesario indagar profundamente en el
microcosmos constitutivos para superar la destructividad incorregible del orden metabólico social
del capital. Este es el desafío que surge de la contradicción entre producción y circulación llevada
a su máxima expresión al consumarse el dominio global del capitalismo.

El Estado, estructura política de mando e integrante de la “base material” del sistema

Como se advierte en relación con los tres aspectos principales del control estructuralmente
defectuoso del capitalismo, el Estado moderno como único marco correctivo viable no
surge después de la articulación de las formas socioeconómicas fundamentales ni más o menos
directamente determinado por éstas. No se trata de la determinación unidireccional del Estado
moderno por una base material independiente. Porque la base socioeconómica del capital y sus
formaciones estatales son totalmente inconcebibles por separado. Por eso es correcto y justo
hablar de “correspondencia” y “homología” sólo en relación con las estructuras básicas del
capital tal como están históricamente constituidas (lo cual implica un límite de tiempo), pero no
de las funciones metabólicas particulares de una estructura correspondiente a las
determinaciones y los requisitos estructurales directos de otra. Dichas funciones pueden
contradecirse recíprocamente en la medida que sus estructuras subyacentes se extienden en el
curso de la expansión necesaria y la transformación adaptativa del sistema del capital. La
“homología de estructuras” surge paradójicamente en primer término de una diversidad
estructural de funciones realizadas por los distintos órganos metabólicos (incluyendo el Estado)
en el desarrollo histórico de la división social jerárquica del trabajo. Esta diversidad de funciones
estructural produce la división problemática entre la “sociedad civil” y el Estado político sobre la
base común del sistema del capital en su conjunto, del cual las estructuras fundamentales (u
órganos metabólicos) son partes constituyentes. Pero a pesar del terreno común de su
interdependencia constitutiva, la relación estructural de los órganos metabólicos del capital está
plagada de contradicciones. Si no fuera así, la empresa emancipadora socialista estaría
condenada a la futilidad. Porque al imponerse la homología de las estructuras y funciones
fundamentales correspondiente plenamente a los imperativos materiales de control metabólico
social del orden del capital, se crearía una verdadera “jaula de hierro” para todas las épocas -
incluyendo la fase global del desarrollo del capital, con sus graves antagonismos nacionales e
internacionales- de la cual sería imposible escapar, de acuerdo con las proyecciones de gente
como Max Weber, Hayek y Talcott Parsons.
Debemos volver sobre algunos de estos problemas en el contexto de la crítica socialista de la
formación del Estado -es decir, no sólo del Estado capitalista- en la segunda y tercera parte.
Aquí haremos algunas observaciones sobre la base material y los límites globales dentro de los
que se deben aplicar las funciones correctivas de la formación estatal históricamente
desarrollada bajo el sistema del capital.
Como se dijo anteriormente, el capital es una forma singular de control metabólico social y como
tal, lógicamente, es incapaz de funcionar sin una estructura de mando adecuada. En
consecuencia, en este sentido importantísimo, el capital contiene un tipo histórico concreto de
articulación y estructura de mando. Además, la relación entre las unidades socioeconómicas
reproductoras -es decir, el metabolismo social del microcosmos del capital- y la dimensión
política del sistema no puede ser dominante unilateralmente desde cualquier dirección, como lo
era, por ejemplo, el sistema feudal. Bajo el feudalismo, el factor político podía asumir una
posición dominante -hasta el punto de conferir al señor feudal el poder de ejecutar a sus siervos
si lo deseaba (y si era tan necio como para hacerlo, ya que su propia existencia material
dependía del tributo que pudiera extraerles en forma continua)- precisamente porque (y
mientras) el principio de la “supremacía política” del señor fuera viable en sus propios términos.
El poder feudal arbitrario formalmente ilimitado se podía mantener porque el modo imperante de
control político se veía sustancialmente limitado por la manera en que estaba constituido. Esas
restricciones -en dos sentidos- correspondían a la propia naturaleza del sistema feudal.
· (1) Su ejercicio era esencialmente local, de acuerdo con el grado relativamente alto de
autosuficiencia de las unidades sociales metabólicas dominantes, y
· (2) debía dejar las funciones fundamentales de control de la reproducción económica en
manos de los productores.
Así, el poder político era supervisor y externo en lugar de reproductor e interno. Podía
sostenerse sólo mientras las propias unidades metabólicas fundamentales del sistema feudal
conservaran la cohesión interna y las restricciones en los dos aspectos mencionados, lo cual
reducía en un sentido muy real el ejercicio mismo del poder supervisor feudal. Paradójicamente,
fueron la extensión del poder político feudal desde el encierro local hacia el absolutismo
sustancial (mediante el desarrollo de la monarquía absoluta francesa, por ejemplo) juntamente
con la irrupción de elementos capitalistas disruptivos en las estructuras reproductoras hasta
entonces en gran medida autosuficientes los que ayudaron a destruir este sistema metabólico
social en la cumbre de su poder político.
En cambio, el sistema del capital evolucionó históricamente a partir de componentes
desenfrenados y de ninguna manera autosuficientes. Los defectos estructurales de control
mencionados anteriormente requerían la instauración de estructuras concretas de control
capaces de complementar -en el nivel apropiado- los constituyentes reproductores materiales de
acuerdo con la necesidad totalizadora y la cambiante dinámica expansionista del sistema del
capital. Así surgió el Estado moderno como estructura política de mando global del capital,
constituido y transformado como parte integrante de la “base material” del sistema en la misma
medida que las unidades reproductoras socioeconómicas.
Con respecto a la cuestión de temporalidad, la interrelación dinámica entre las estructuras
reproductoras materiales directas y el Estado se caracteriza por la categoría de simultaneidad,
no por las de “antes” y “después”. Estas sólo pueden convertirse en momentos subordinados de
la dialéctica de la simultaneidad a medida que las partes constituyentes del modo de control
metabólico social del capital evolucionan en el curso del desarrollo global, siguiendo su lógica
interna de expansión y acumulación. Asimismo, en relación con el problema de las
“determinaciones”, sólo se puede hablar de codeterminaciones. Dicho de otra manera, la
dinámica del desarrollo no se debe caracterizar bajo la categoría de “como resultado de” sino en
términos de “juntamente con”, cuando queremos desentrañar los cambios en el control
metabólico social del capital que surgen de la reciprocidad dialéctica entre sus estructuras de
mando socioeconómicas y políticas.
Así, sería engañoso describir al Estado mismo como una superestructura. Puesto que el Estado
constituye la estructura política de mando totalizadora del capital -que es absolutamente vital
para la sustentabilidad material del sistema en su conjunto- no se lo puede reducir al grado de
superestructura. Antes bien, el Estado como estructura global de mando tiene su propia
superestructura -que Marx llama correctamente la “superestructura jurídica y política-, así como
las estructuras reproductoras materiales también poseen dimensiones superestructurales. (Por
ejemplo, las teorías y prácticas de las “relaciones públicas” y las “relaciones industriales” o las
de la llamada “gestión científica”, originadas en la empresa capitalista de Frederic Winslow
Taylor). Asimismo, es inútil perder el tiempo tratando de desentrañar la especificidad del Estado
en términos de la categoría de “autonomía” (sobre todo cuando se la extiende para significar
“independencia”) o de su negación. El Estado como estructura de mando política global del
capital no puede ser en sentido alguno autónomo del sistema capitalista, ya que uno y otro son
inextricablemente el mismo. Al mismo tiempo, el Estado dista de ser reducible a las
determinaciones derivadas directamente de las funciones económicas del capital. Porque el
Estado históricamente dado contribuye de manera crucial a la determinación -en el sentido antes
señalado de codeterminación- de las funciones económicas directas al circunscribir o extender la
factibilidad de unas contra otras. Por otra parte, tampoco se puede desentrañar la
“superestructura ideológica” -que no se ha de confundir con la “superestructura jurídica y
política”, ni qué decir tiene con el Estado mismo- si no se comprende que es irreductible a las
determinaciones materiales/económicas directas, aunque también en este caso cabe rechazar
con firmeza el intento de atribuirle una autonomía ficticia (en el sentido idealista amplio de
independencia). Además, el problema de la “autonomía” en el real sentido del término no sólo
interesa para la evaluación de la relación entre la ideología y la economía, la ideología y el
Estado, la “base y la superestructura”, etcétera. También es esencial para comprender la
relación compleja entre las diversas secciones del capital que participan directamente en el
proceso de reproducción económica a medida que adquieren prominencia -en distintas épocas y
con distinto peso relativo- en el curso del desenvolvimiento histórico.
El problema de la “superestructura jurídica y política” de la que habla Marx sólo puede ser
inteligible en términos de la materialidad maciza y la necesaria articulación del Estado moderno
como estructura fundamental de mando sui generis. El terreno común de la determinación de
todas las prácticas vitales en el marco del sistema capitalista, desde las funciones reproductoras
económicas directas hasta las funciones reguladoras estatales más mediadas, es el imperativo
estructural orientado hacia la expansión del sistema al cual deben adecuarse las diversas
agencias que actúan bajo la dominación del capital. Caso contrario este sistema singular de
control metabólico no podría sobrevivir ni menos aún consolidar la dominación global alcanzada
en el curso del desarrollo histórico.
Considerar las unidades reproductoras económicas directas del sistema capitalista como la “base
material” sobre la cual se alza la “superestructura del Estado” es una simplificación
contradictoria en sí misma que conduce a hipostasiar a un grupo de todopoderosos “capitanes de
la industria” - expresiones mecánicas groseramente determinadas de la base material- como
controladores efectivos del orden establecido. Y peor aún, esta concepción no sólo es
mecanicista y reduccionista sino además incapaz de explicar cómo una “superestructura”
totalizadora y cohesionadora puede surgir desde su ausencia total de la base económica. En
lugar de una explicación convincente del funcionamiento del sistema capitalista, sólo ofrece el
misterio de una “superestructura activa” que se levanta sobre una ausencia material,
estructuralmente vital para corregir con éxito los defectos del sistema en su conjunto, cuando en
realidad se supone que la determina directamente la base material. Si todo esto fuera una
discusión académica centrada en sí misma se la podría ignorar con impunidad.
Desgraciadamente no lo es. Porque la interpretación mecánica de la relación entre la “base
material” y su “superestructura jurídica y legal” puede ser -y en realidad ha sido- traducida bajo
las circunstancias de las sociedades posrevolucionarias en su opuesto ilusorio, según el cual el
control político voluntarista del orden poscapitalista, después de la transferencia de la propiedad
al “Estado socialista”, representa la superación de la base material del capital.
Sin embargo, lo cierto es que el Estado moderno pertenece a la materialidad del sistema del
capital, donde encarna la necesaria dimensión cohesiva de su imperativo estructural de
expansión y extracción de plusvalor. Esto es lo que caracteriza a todas las formas conocidas del
Estado articuladas en el marco del orden metabólico social del capital. Y precisamente porque las
unidades económicas reproductoras del sistema son de carácter inevitablemente centrífugo -lo
cual durante un largo período histórico es parte integrante del inigualado dinamismo del capital,
aunque en cierta etapa se vuelve problemático y potencialmente destructivo-, la dimensión
cohesiva del metabolismo social global debe constituirse como estructura política de mando
totalizadora separada. Como prueba de la materialidad sustantiva del Estado moderno,
encontramos que en su carácter de estructura política de mando totalizadora del capital le
interesa asegurar las condiciones de extracción de plusvalor tanto como a las unidades
económicas reproductoras, aunque lógicamente tiene que asegurar el éxito de su acción a su
manera. No obstante, el principio de estructuración del Estado moderno en todas sus formas,
incluidas las variedades poscapitalistas, es la función vital de asegurar y salvaguardar las
condiciones generales de extracción de plusvalor.
Como parte integrante de la base material del sistema del capital global, el Estado debe articular
su superestructura jurídica y política de acuerdo con sus determinaciones estructurales
intrínsecas y sus funciones necesarias. Su superestructura jurídico-política puede asumir formas
parlamentarias, bonapartistas o incluso poscapitalistas de tipo soviético, y muchas otras más
según lo requieran las circunstancias históricas. Además, dentro del marco de la misma
formación socioeconómica, por ejemplo la capitalista, puede pasar de una red institucional
jurídico-política democrática liberal a una forma de legislación y gobierno abiertamente
dictatorial, y puede volver luego a la primera. Baste pensar en Alemania antes, durante y
después de Hitler o en los cambios desde el Chile de Allende a la instauración del régimen de
Pinochet y luego a la “restauración democrática” que dejó el control de las fuerzas armadas en
manos de Pinochet y sus aliados. Estas transiciones serían inconcebibles si el Estado fuera una
mera “superestructura”. Porque tanto en Alemania como en Chile la base material capitalista
permaneció estructuralmente intacta durante estas transformaciones históricas en uno y otro
sentido de las superestructuras jurídicas y políticas. Estos procesos fueron producto de la crisis
del complejo social global (del cual los respectivos Estados eran un componente de peso) y sus
ramificaciones internacionales (en las cuales, nuevamente, la materialidad de los Estados fue de
singular importancia).

El Estado moderno hace juego con la base metabólica social del capital

La articulación de la estructura global política de mando en la forma del Estado moderno hace
juego y a la vez se da de patadas con las estructuras metabólicas socioeconómicas
fundamentales.
A su manera totalizadora, el Estado muestra las misma división estructural-jerárquica del
trabajo que las unidades económicas reproductoras. Cumple una función vital en el control
(aunque de ninguna manera la eliminación) de los antagonismos que surgen constantemente de
la dualidad disruptiva de los procesos decisorios socioeconómicos y políticos, sin el cual el
sistema capitalista no podría funcionar bien. Al hacer factible -en la medida que sea
históricamente posible- la práctica de asignar trabajo “libre” al cumplimiento de funciones
estrictamente económicas, el Estado cumple a la perfección los requisitos de este sistema
antagónicamente estructurado de control metabólico social. Como garante último del modo de
reproducción inexorablemente autoritario del capital (la “tiranía en el taller” no sólo bajo el
capitalismo sino bajo el sistema de capital de tipo soviético), el Estado refuerza tanto la dualidad
de producción y control como la división jerárquica estructural del trabajo de la cual él mismo es
la manifestación más evidente.
La imposibilidad de contenerlos principios constitutivos del capital determina los límites de
viabilidad de este sistema de control metabólico históricamente característico en términos tanto
positivos como negativos. Positivamente, el sistema del capital puede avanzar en tanto sus
estructuras productivas incontenibles encuentren recursos y salidas para la expansión y la
acumulación. Negativamente, se produce una crisis estructural cada vez que el orden
establecido de reproducción socioeconómica choca con los obstáculos creados por su propia
articulación dualista, de manera que la triple contradicción entre producción y control,
producción y consumo, producción y circulación ya no puede ser resuelta, y mucho menos
utilizada como poderoso motor en el proceso de expansión y acumulación.
La función correctiva clave del Estado se define en relación con el imperativo de incontenibilidad.
Aquí interesa destacar que la potencialidad positiva de la dinámica incontenible del capital no se
puede realizar si se toman las unidades reproductoras fundamentales aisladamente, separadas
de su marco sociopolítico. Porque aunque el impulso interior de los microcosmos productivos es
irrefrenable, su carácter es totalmente indeterminado, es decir, podría ser totalmente
destructivo y autodestructivo. Por eso Hobbes impone el Leviatán como correctivo necesario -
bajo la forma de un poder de control absoluto- en su mundo de bellum omnium contra
omnes. Para que prevalezca la potencialidad productiva del impulso irrefrenable del capital, las
múltiples unidades reproductoras interactuantes deben convertirse en un sistema coherente
cuyo principio rector y objetivo orientador globales son la mayor extracción posible de plusvalor
(en este sentido no importa si la extracción de plusvalor es regulada política o económicamente
o por cualquier combinación o proporción de ambos). Sin una estructura política de mando
totalizadora adecuada -orientada firmemente hacia la extracción de plusvalor- las unidades del
capital no constituyen un sistema sino una acumulación más o menos azarosa e insostenible de
entidades económicas expuestas a los peligros del desarrollo desviado o la supresión política lisa
y llana. (Por eso ciertos comienzos capitalistas prometedores en la historia europea fueron
detenidos e incluso revertidos. La Italia posrenacentista es un ejemplo notable de ello).
Sin el surgimiento del Estado moderno, el modo de control social metabólico espontáneo del
capital no puede transformarse en un sistema con un microscosmos socioeconómico claramente
identificable, es decir, productor y extractor dinámico de plusvalor debidamente integrado y
viable. Tomadas por separado, las unidades socioeconómicas reproductoras del capital no sólo
son incapaces de lograr la coordinación y totalización espontáneamente, sino que se oponen
diametralmente a ellas si se les permite seguir su curso de acuerdo con la determinación
estructural centrífuga de su naturaleza. Paradójicamente, es esta total “ausencia” o “falta” de
cohesión fundada en el microcosmos socioeconómico constitutivo del capital -debido sobre todo
al divorcio entre el valor de uso y las espontáneas y manifiestas necesidades humanas- lo que
hace surgir la necesaria dimensión política en el control social metabólico del capital en la forma
del Estado moderno.
La articulación del Estado, en conjunción con los más profundos imperativos metabólicos del
capital, significa simultáneamente la transformación de las fuerzas centrífugas destructivas en
un sistema de unidades productivas desenfrenado, que posee una estructura de mando viable
tanto dentro de los microcosmos productores como más allá de sus fronteras. Será
desenfrenado mientras se mantenga su ascenso histórico porque la estructura de mando está
adaptada para maximizar la potencialidad dinámica de los propios microcosmos materiales
reproductores, cualesquiera que sean sus implicaciones y consecuencias en una escala temporal
más prolongada. Así, no hay necesidad del Leviatán de Hobbes mientras se mantenga la
dinámica expansiva. John Stuart Mill y otros sueñan -con cierta ingenuidad- con la permanencia
de su Estado liberal idealizado aún cuando contemplan la aparición del “estado estacionario de
riqueza” y los controles que la sociedad debe “aceptar” debido a los límites inevitables de la
economía. Son ingenuos, porque no se debe temer las consecuencias catastróficas de las
unidades sociales metabólicas centrífugas del capital en tanto los recursos y las salidas
disponibles para la acumulación creen márgenes suficientes para “resolver” los conflictos de las
fuerzas enfrentadas mediante la elevación constante de las apuestas, a la manera del jugador de
ruleta imaginario cuyo “método imbatible” de duplicar la apuesta después de cada pérdida está
acompañado por fondos inagotables. Así el enfrentamiento final entre los jugadores dominantes
se puede postergar aumentando la escala de las operaciones y permitiendo al mismo tiempo que
el sistema en su conjunto “supere las dificultades y disfunciones experimentadas” (como se
supone que debemos hacer con respecto no sólo al astronómico endeudamiento sino también al
vacilante proceso de acumulación). Así se redefine el bellum omnium contra omneshobbesiano
en una forma manejable dentro del sistema capitalista con la hipótesis de que no habrá límites a
la expansión global. Esta redefinición se mantendrá en tanto no se imponga la sencilla verdad de
que no existen fondos inagotables.
Sin embargo, sería equivocado poner un signo igual entre el Estado por si solo y la estructura de
mando del sistema capitalista. El capital es históricamente un modo específico de control cuyo
metabolismo social debe tener una estructura de mando apropiada en todas las esferas y
niveles, porque no puede tolerar la existencia de nada por encima de sí mismo. Una de las
razones principales del derrumbe inexorable del sistema soviético fue que la estructura de
mando político de su formación estatal se extralimitó.Trató en vano de sustituir toda la
estructura de mando socioeconómica del sistema del capital postrevolucionario, asumiendo de
manera arbitraria la regulación política de todas las funciones productivas y distributivas para las
cuales era totalmente inapto. En The power of ideology, escrito mucho antes del fracaso de la
“perestroika” de Gorbachov y la implosión catastrófica del sistema soviético, dije que :

El Estado capitalista es totalmente incapaz de asumir las funciones reproductoras sustantivas de


las estructuras reguladoras materiales salvo en medida mínima y en una situación de
emergencia extrema. Pero tampoco se espera que lo haga en circunstancias normales. En vista
de su constitución intrínseca, el Estado no podría controlar el proceso laboral aunque sus
recursos se centuplicaran, dada la ubicuidad de las estructuras productivas particulares que
habría que poner bajo su poder necesariamente limitado de control. En este sentido,
trágicamente, el fracaso de las sociedades poscapitalistas en la esfera de la producción debe
atribuirse en medida muy grande a su intento de asignar funciones metabólicas de control a un
Estado político centralizado, cuando en realidad el Estado como tal no es apto para la realización
de la tarea que afecta, de una u otra manera, la actividad cotidiana de cada individuo.

Aquí lo que se discute es que el capital en tanto tal es su propia estructura de mando, de la cual
la dimensión política es parte integrante, aunque en modo alguno subordinada. Nuevamente,
vemos aquí la manifestación práctica de una reciprocidad dialéctica.
El Estado moderno -como estructura política de mando totalizadora del capital- es tanto
la premisa necesaria para la transformación de las unidades inicialmente fragmentarias del
capital en un sistema viable como el marco global para la plena articulación y el mantenimiento
de éste como sistema global. En este sentido fundamental se ha de concebir al Estado -debido a
su función constitutiva y sustentadora permanente- como parte integrante de la base material
misma del capitalismo. Porque contribuye de manera sustancial no sólo a la formación y
consolidación de todas las grandes estructuras reproductoras de la sociedad sino a su
funcionamiento constante.
Sin embargo, la estrecha interrelación es válida también cuando se la visualiza desde el otro
lado. Porque el Estado moderno es totalmente inconcebible sin el capital como base metabólica
social. Esto hace que las estructuras reproductoras materiales del sistema capitalista sean la
condición necesaria no sólo para la constitución original sino también para la supervivencia (y las
transformaciones históricas adecuadas) del Estado moderno en todas sus dimensiones. Estas
estructuras reproductoras extienden su impacto sobre todo, desde los instrumentos
estrictamente materiales de represión y las instituciones estatales jurídicas hasta las teorías
ideológicas y políticas más mediadas de su razón de ser y su presunta legitimidad.
Debido a esta determinación recíproca debemos decir que el Estado moderno como estructura
política de mando totalizadora hace juego con la base metabólica social del sistema del capital.
Para los socialistas es una reciprocidad problemática y un desafío. Pone de manifiesto el hecho
de que toda acción en el terreno político -aún cuando apunte al derrocamiento radical del
sistema del capital- sólo puede tener un efecto limitado sobre la realización del proyecto
socialista. Y el corolario de ese hecho es que, precisamente porque deben enfrentar el poder de
la reciprocidad autosustentadora del capital bajo sus dimensiones fundamentales, los socialistas
jamás deben olvidar o desconocer que no hay posibilidad de superar el poder del capital sin ser
fiel a la concepción marxista de la “extinción” del Estado, aunque la tragedia de setenta años de
la experiencia soviética es que se lo ha ignorado.

Desacople entre las estructuras reproductivas materiales del capital y su formación


estatal.

Sin embargo, el círculo vicioso de esta reciprocidad no será siempre imbatible. Como se
mencionó, podemos identificar un desacople estructural mayor entre el Estado moderno y las
estructuras reproductivas socioeconómicas del capital: desacople que resulta ser el más
relevante para valorar la perspectiva de los acontecimientos futuros. Ello se refiere en primer
lugar al ser humano -sujeto social- en el control en relación con el funcionamiento del sistema
del capital.
Como forma de control del metabolismo social, el sistema del capital es único en la historia,
también en el sentido que es propiamente hablando un sistema de control sin sujeto. Las
determinaciones objetivas y los imperativos del capital deben prevalecer siempre sobre los
deseos subjetivos -las reservas críticas potenciales- del personal de control, cuya única tarea es
convertir tales imperativos en directivas prácticas. Esta es la razón por la cual el personal al
máximo nivel de la estructura de mando del capital -tanto si pensamos en los capitalistas
privados como en los burócratas del partido- puede ser solamente considerado como la
“personificación del capital”, con independencia de cuán entusiastamente ellos deseen o no
llevar adelante los dictados del capital en cuanto personas individuales. En este sentido, a través
de la estricta determinación de los márgenes de acción los seres humanos como “controladores”
del sistema son de hecho controlados, y por tanto en el último análisis ningún ser humano
autodeterminado puede tener el control del sistema.
El modo peculiar del control sin sujeto en el cual el controlador se encuentra realmente
controlado por los requerimientos fetichistas del capital es inevitable, dada la separación radical
de la producción y el control en el corazón del sistema. Ahora, aún cuando la función del control
toma una existencia separada debido a los imperativos de sojuzgar y mantener
permanentemente sometidos a los productores pese al status formal del “trabajo libre”,
los individuos controladores del microcosmos reproductivo del capital deben ser sometidos al
control del sistema mismo, dado que el fracaso en hacerlo destruiría su cohesión como sistema
reproductivo viable. Lo que está en juego al hacer funcionar el modo de control del metabolismo
social del capital es demasiado grande para permitir que la “personificación del capital” esté
realmente en el control de la estructura de mando y realice su tarea admitiendo otras posibles
alternativas. Más aún, lo que se juega no sólo es grande sino que se hace cada vez mayor, en la
medida que el sistema se mueve desde las pequeñas y fragmentadas unidades productivas de
los primeros pasos del sistema del capital a las gigantescas corporaciones transnacionales con
una completa articulación global. Dado que la escala de las operaciones se expande en el curso
de la integración de las unidades productivas, las dificultades para asegurar el dominio del
capital sobre el trabajo a través de la estructura de mando sin sujeto crecen también.
El sistema del capital está basado en la alienación del control por parte de los productores. En
este proceso de alienación, el capital degrada el sujeto real de la producción, el trabajo, a la
condición de un objeto material (reified objectivity) -un mero “factor material de la producción”-,
trastornando de ese modo, no precisamente en teoría sino en la práctica social más palpable, la
relación real sujeto/objeto. Sin embargo, el problema para el capital es que “el factor material
de producción” no puede dejar de ser el sujeto real de la producción. Para ejercer sus funciones
productivas con la conciencia requerida por el proceso productivo -sin el cual el capital deja de
existir como tal- el trabajo debe ser condicionado para reconocer otro sujeto sobre sí mismo,
aún cuando en realidad sea sólo un pseudosujeto. A tal efecto el capital necesita
personificaciones para mediar (e imponer) sus objetivos imperativos como mandatos
concientemente ejecutables en los sujetos reales del proceso productivo potencialmente más
resistentes (las fantasías acerca del advenimiento del proceso capitalista de produccción
totalmente automatizado y sin trabajadores son generadas como imaginaria eliminación del
problema).
El rol del Estado en relación a esta contradicción es de la mayor importancia, en cuanto provee
la garantía última para que la resistencia de los productores y su rebelión potencial no se escape
de las manos. Con el objeto de que esta garantía sea efectiva -específicamente en la forma de
disuación político/legal y (para mitigar las peores consecuencias del mecanismo socioeconómico
productor de pobreza) a través de los recursos del sistema de seguridad social- el Estado
moderno y el orden reproductivo del metabolismo social del capital deben acoplarse entre sí. No
obstante, la alienación del control y los antagonismos generados pertenecen a la verdadera
naturaleza del capital. La resistencia es reproducida diariamente a través de las operaciones
normales del sistema y ni los esfuerzos mitificadores por establecer “relaciones industriales”
ideales -a través de la “ingeniería humana” o la “gerencia científica”, o inducir a los trabajadores
a comprar acciones y que se transformen en “co-propietarios” o “socios” en el sentido del
“capitalismo del pueblo”, etc.- ni la garantía disuasiva del Estado contra la potencial rebelión
política pueden dejar de lado las aspiraciones emancipatorias (auto-controladoras) del trabajo.
En definitiva, la cuestión será decidida por la factibilidad (o no) de este orden auto-controlado
del metabolismo social basado en la alternativa hegemónica del trabajo, en oposición al del
orden del capital con su control autoritario y sin sujeto. La idea de la “paz perpetua” entre el
capital y el trabajo, independientemente de cuan diligentemente haya sido promovida en todos
los tiempos, resulta no ser más realista que los sueños de Kant en cuanto a la “paz perpetua”
entre Estados nacionales que se suponía emanaba del “espíritu comercial” capitalista.
De hecho, con relación a la cuestión del control, existe una dimensión importante en el
desarrollo de los acontecimientos socioeconómicos que escapa a la habilidad combinada de la
personificación del capital en las unidades de producción y al potencial de intervención del
Estado como estructura de mando político del sistema. En ese sentido, encontramos una gran y
objetiva intensificación de la contradicción entre los imperativos materiales del capital y su
capacidad para mantener el control donde es preciso tenerlo: esto es, en el proceso de
producción mismo.
La base de esta contradicción es la tendencia a una creciente socialización de la producción en el
terreno global del capital. Este proceso transfiere objetivamente ciertas potencialidades de
control a sus productores -aún si dentro del marco del metabolismo social del orden establecido
adquiere un sentido negativo- y se abren posibilidades de que la incontrolabilidad del sistema
capitalista sea más aguda. Lo que queremos enfatizar aquí tiene que ver con el desacoplamiento
entre las estructuras reproductivas materiales del capital y su formación de Estado. El Estado -a
pesar de su gran fuerza represiva- se encuentra sin poder para corregir tal situación, sin
importar cuán autoritario puedan ser sus intentos. No puede concebirse una acción política que
corrija los fundamentos socioeconómicos del capital. Las complicaciones e incontrolables
contradicciones debidas a la creciente socialización de la producción afectan la esencia del
capital como sistema reproductivo. Provienen, paradójicamente, de los mayores activos del
sistema del capital: un proceso productivo dinámico al cual el capital no puede renunciar sin que
resulten socavados sus poderes productivos y su concomitante legitimidad. Dado que esto es
así, el desacoplamiento estructural se mantendrá mientras exista el sistema capitalista.
En tal sentido, es digno recordar -como advertencia que puede ser un anticipo del futuro- que
una de las principales contradicciones que hizo que explotara el sistema soviético del capital fué
la pesada dependencia en tal Estado buscando la inalcanzable acción correctiva. Ello empujó al
Estado soviético a mejorar vigorosamente la socialización de la producción -para poder
maximizar la extracción de plustrabajo políticamente- y al mismo tiempo, trató de reprimir con
todos los medios a su disposición, como si nada hubiese sucedido desde 1917, las consecuencias
necesariamente surgidas de la creciente socialización para una potencial emancipación del
trabajo. De esta manera, en lugar de corregir los defectos productivos del sistema del capital
soviético poscapitalista, a través de una tasa de producción impuesta políticamente, este
terminó con una mayor tasa de socialización de la producción impuesta, que no pudo ser
sostenida tanto por su fracaso estructural en controlar la resistencia del trabajo como por el bajo
nivel de productividad que lo acompañaba. El derrumbe del sistema soviético ocurrió bajo el
peso insoportable de tales contradicciones.

El capital global carece de un estado mundial propio

El desacoplamiento estructural también se puede reconocer en las relaciones contradictorias


entre el mandato totalizador del Estado y sus capacidades para lograrlo. El Estado cumple
exitosamente su rol solamente si puede mejorar el potencial productivo inherente
al desenfreno de las unidades reproductivas particulares cuando ellas constituyen un sistema. En
otra palabras, lo que está en definitiva en juego no es simplemente la efectividad del apoyo que
provee el Estado a tal o cual fracción. Más bien, es la habilidad de asegurar el avance del “todo”
en la cambiante dinámica de expansión y acumulación. En efecto, el respaldo preferencial que
puede ser dado por un Estado determinado a las secciones dominantes del capital -hasta de
facilitar los mayores éxitos monopolísticos- es parte de la lógica del avance del “todo” (que en la
práctica significa: el capital nacional total del Estado en cuestión), sujeto a la necesidad de
respetar a los límites mismos del sistema del capital.
Aquí es donde aparece una gran contradicción. Para el sistema del capital -tal cual se ha venido
constituyendo históricamente- el “todo” vigorosamente respaldado por el Estado no puede
abarcar globalmente a las unidades reproductivas socioeconómicas existentes. No es preciso
decir que el surgimiento y consolidadción de los capitales nacionales es un hecho histórico
completamente consumado. Tampoco puede haber dudas acerca de la realidad de las
interacciones de los Estados nacionales -frecuentemente desastrosas y conflictivas-. Pero esto
también significa que los capitales nacionales, en todas las formas de articulación conocidas,
estan inextricablemente entrelazadas con los Estados nacionales y dependen de su respaldo, ya
sean imperialismo dominantes o cuando ellos son sometidos a la dominación de otros capitales
nacionales y sus respectivos Estados.
El capital global, por el contrario, está desprovisto de formación propia, a pesar de que el
sistema del capital afirma su poder -de forma extremadamente contradictoria- como sistema
global. Así el Estado del sistema del capital demuestra su incapacidad de conducir la lógica
objetiva desenfrenada del capital hasta su conclusión. Una multiplicidad de Estados modernos
fueron constituidos sobre las bases materiales que tenía el sistema del capital en la evolución
histórica, desde las primeras formaciones estatales a las coloniales, bonapartistas, burgueses-
liberales, imperialistas, fascistas, etc. Todas estas variedades del Estado moderno pertenecen a
la categoría de “Estados capitalistas”. Por otro lado, los diverso Estados poscapitalistas también
se constituyeron en la materialidad del capital -de manera modificada- y esta base persistió en
las sociedades postrevolucionarias, desde el Estado soviético a las llamadas “democracias
populares”. Más aún, nuevas variantes no sólo son teóricamente factibles en el futuro, sino de
hecho ya son identificables en nuestros días, en particular como producto de la explosión del ex
sistema soviético. Los Estados que surgieron de sus ruinas no pueden ser calificados
simplemente como “Estados capitalistas”, al menos hasta la fecha. Si en el futuro se podrán
describir o no de esa manera, dependerá del éxito que tengan los esfuerzos para reestablecer el
capitalismo. Quienes en el pasado caracterizaron a la Unión Soviética como una sociedad
“Capitalista de Estado” deberán ahora repensarlo, a la luz de lo que ha ocurrido recientemente.
Aún hoy, más de doce años después que Gorbachov inició su trabajo de restauración capitalista
al ser promovido a Secretario General, los sucesivos líderes estalinistas encontraron inmensas
dificultades para completar dicho proceso. A pesar del impreciso discurso de moda sobre
“conservadores” y “reformadores”, las verdaderas dificultades no provenían de lo que se decía.
Los “conservadores” de hoy, los “reformadores” de ayer, así como sus corruptos sucesores -los
diversos “Yeltsins” a quienes poco antes se había celebrado con un incalificable entusiasmo en la
prensa capitalista occidental- son acusados (por The Economist, nada menos)por sus “actos de
gran irresponsabilidad”.[5] En verdad lo que fue demostrado con el fracaso de la completa
restauración del capitalismo en Rusia (al igual que en las ex repúblicas soviéticas) es que los
intentos de revertir un sistema reproductivo social a través de la acción política a cualquier nivel,
son incapaces de rasguñar siquiera la superficie del problema, cuando las bases mismas del
metabolismo social del sistema capitalista (para el caso, las del sistema del capital
postcapitalista soviético) ponen obstáculos reales a las transformaciones previstas.
No es factible restaurar el Estado capitalista solamente a través de un cambio político, y menos
aún el instituir la “economía de mercado” capitalista sin introducir cambios fundamentales (junto
con todos sus prerrequisistos materiales) en el orden del metabolismo social de las sociedades
postrevolucionarias, en relación con el profundamente transformado modo de regulación de la
extracción de plus-trabajo -primariamente político y no económico- bajo setenta años del poder
político. La carnada de la “ayuda económica” capitalista occidental puede ayudar al máximo en el
trabajo de restauración política, como realmente ha hecho, pero es casi risible en los términos
del monumental cambio del metabolismo social necesario. Tal ayuda se reparte según el modelo
de la “ayuda a los países subdesarrollados”, atada a condiciones políticas con abierto cinismo y
total desconsideración por las humillaciones que deben tragar los “receptores de la ayuda”.
Así The Economist no titubea en defender abiertamente el uso del “gran garrote de las sanciones
económicas” expresando de manera estruendosa (en el mismo tono con que se censuró a Yeltsin
antes de que éste disolviera el Parlamento ordenando a un regimiento de tanques disparar a los
edificios con gente adentro dando así una prueba concluyente de sus credenciales acorde con las
“expectativas democráticas” de Occidente) que “no debería ser enviada más ayuda”[6] hasta
que el Presidente ruso se pusiera en línea, expiase sus “gruesas responsabilidades”, expulsara
“la dirección del Banco Central” y respaldara al favorito del mes, “el reformista ministro de las
finanzas Boris Fyodorov”, etc.
Lo que resulta olvidado o ignorado en esos enfoques de la “ayuda” es que los países del llamado
“Tercer Mundo” fueron subordinados como parte integral de los imperios capitalistas antes de
que trataran de entrar -con muy poco éxito- al camino de la “modernización” post-colonial. Así -
a diferencia de Rusia, donde la cuestión en juego es el gran cambio que va desde la
postcapitalista extracción política del plustrabajo al anterior modo económico capitalista de
extracción de plusvalor- los países postcoloniales no tuvieron que hacer ningún esfuerzo para ser
una parte dependiente del sistema capitalista global dado que fueron totalmente dependientes
del mismo desde el principio. No debieron pelear por la restauración del capitalismo dado que ya
lo tenían -independientemente de cuán subdesarrollados hayan sido- y en tal sentido, cuando los
impactos potencialmente perjudiciales producidos por los “vientos de cambio” aconsejados por
los maestros imperialistas se concretan (según el famoso discurso de MacMillan), ya estaban en
condiciones de manejar las nuevas formas de dominación “neo-capitalista” y “neo-colonial”. En
los países de la Unión Soviética -precisamente porque estuvieron bajo el dominio del capital en
una de sus formas postcapitalistas- prevalecieron (y en cierto sentido todavia prevalecen)muy
diferentes condiciones. A esto se debe que la “ayuda económica” del capitalismo occidental cien
veces mayor (cuya magnitud repetidamente prometida pero nunca realmente entregada a
Gorbachov y a Yeltsin, es risible aún en comparación con la que haría falta para convertir a
Albania en un país capitalista próspero) sigue siendo insignificante en relación al tamaño real del
problema al medirlo en la escala del cambio que es necesario en el metabolismo social.
Los Estados del sistema del capital -tanto en las variedades capitalistas como las
postcapitalistas- imponen (con mayor o menor éxito) los intereses de los Estados nacionales. En
completo contraste, “el Estado del sistema del capital como tal” constituye hasta el día de hoy
solamente una “idea regulativa” de tipo Kantiana sin signos de realización futura, sin que sea ni
siguiera discernible como una débil tendencia histórica. Y ello no es nada sorprendente. La
concreción de tal “idea regulativa” presupondría la superación exitosa de todos los grandes
antagonismos, de las oposiciones constituyentes del capital global.
Así, la incapacidad del Estado para proveer completamente lo que le requieren en definitiva las
determinaciones internas totalizantes del sistema capitalista, representa un gran problema para
el futuro. La seriedad de este problema se ilustra por el hecho de que aún el Estado capitalista
de la potencia hegemónica privilegiada -los Estados Unidos de hoy- fracasará en su intento de
cumplir con el mandato de maximizar el desenfreno global del capital como tal, e imponerse
como el incontrovertible Estado dirigente del sistema global del capital. Necesariamente sigue
estando nacionalmente restringido en sus iniciativas políticas y económicas -y su posición de
poder hegemónico es potencialmente amenazada como resultado de las cambiantes relaciones
de fuerza al nivel de los intercambios socioeconómicos y de las confrontaciones internacionales-
sin importar cuan dominante pudiera ser como poder imperial.
La incapacidad para llevar el interés del sistema capitalista hasta sus últimas conclusiones
lógicas se debe al desacople estructural entre los imperativos que emanan del proceso del
metabolismo social del capital, y el Estado como estructura política de mando comprensiva. El
Estado no puede ser comprensivo y totalizante al grado en que “debería serlo”, dado que en
nuestros días no está siquiera de acuerdo con los niveles ya alcanzados de integración del
metabolismo social, y menos con los requeridos para liberar al orden global de sus crecientes
dificultades y contradicciones. Al día de hoy, no hay ninguna evidencia de que este profundo
desacople pueda remediarse con la formación de un sistema de Estado global capaz de eliminar
los antagonismos presentes y potenciales del metabolismo del orden global establecido. Las
soluciones alternativas intentadas -bajo la forma de dos guerras mundiales iniciadas con el
objetivo de rediseñar las líneas de las relaciones de los poderes hegemónicos prevalecientes-
hablan sólo de desastres.
El sistema capitalista es un modo de control del metabolismo social irrefrenablemente orientado
hacia la expansión. Dadas las determinaciones internas de su naturaleza más esenciales, las
funciones políticas y materialmente reproductivas deben ser radicalmente separadas -
produciéndose de esa manera el Estado moderno como la estructura de alienación por
excelencia-, tal como se encuentran radicalmente divorciadas la producción y el control en el
Estado mismo. Pero “expansión” en este sistema sólo puede significar expansión del capital a lo
que debe subordinarse todo, y no el logro de las aspiraciones humanas positivas y el suministro
coordinado de medios para su satisfacción. Esto se debe a que en el sistema capitalista los
criterios fetichistas totalizantes de la expansión deben imponerse en la sociedad como una
separación radical y alienación del poder de decisión construido por todos -incluyendo la
“personificación del capital” cuya “libertad” consiste en imponer a otros los imperativos del
capital- a todos los niveles de la reproducción social, desde el dominio de la producción material
hasta los más altos niveles de la política. Los objetivos de la existencia social son definidos por el
capital a su manera, subordinando inexorablemente todos los valores y aspiraciones humanas al
logro de la expansión del capital, y no puede haber espacio para la toma de decisiones diferente
a la que estrictamente concierne a encontrar los instrumentos mejor situados para alcanzar
la meta predeterminada.
Pero aún si se está dispuesto a ser indiferente al carácter desolador de la acción humana
confinada a los estrechos márgenes de la búsqueda de la materialidad fetichistica, las
perspectivas de éxito no son brillantes a largo plazo. Como modo de control del metabolismo
social orientado a la expansión irrefrenable, el sistema capitalista solo puede mantener el rumbo
exitoso con la acumulación y tarde o temprano estallará, como lo hizo el sistema capitalista del
postcapitalismo soviético. No había -no podía haberlo- una vía para derrocar desde afuera al
sistema capitalista soviético sin correr el riesgo del aniquilamiento de la humanidad por medio
de una guerra nuclear global. El dar una mano a Gorbachov y sus amigos (con quienes aún
Margaret Thatcher y compañia podían “hacer negocios”) facilitó el estallido del sistema, y resultó
una apuesta mejor. De igual manera está fuera de cuestión “derrumbar desde afuera” al sistema
capitalista como tal, dado que no tiene “lado externo”. Ahora, la gran mortificación de los
apologistas del capital, el mítico “enemigo externo” -el “imperio del diablo” de Ronald Reagan-
también desapareció. Pero incluso el dominio del sistema capitalista más o menos absoluto en
nuestros días se encuentra lejos de estar inmunizado contra las amenazas de inestabilidad. El
peligro no viene del mítico “enemigo interno”, asociado en los corazones de Reagan y la
Thatcher como al “enemigo externo” en la forma del “imperio del diablo”. Reside, más bien, en
la prospectiva de que la expansión y la acumulación del capital lleguen un día a un parate total.
El “Estado estacionario” -que John Stuart Mill esperaba fuese materialmente sustentable y
políticamente liberal/democrático-, no es más que una auto-contradicción y el sueño de un día,
al que puede corresponder en realidad la pesadilla absoluta de un autoritarismo global. Una
forma de autoritarismo en comparación con la cual, la Alemania Nazi de Hitler podría brillar
como un modelo de democracia.

* La traducción que presentamos fue realizada para Herramienta por Daniel Acosta.
[1] Véase Hegel., Filosofía del Derecho.
[2] Véase Mészáros, I., La necesidad de control social, The Merlin Press, 1971.
[3] Es digno de recordar que el monopolio comercial de la British East Indian Company sólo
terminó en 1813, bajo las presiones del vigoroso desarrollo de los intereses de los capitalistas
británicos, y que el monopolio de comercio chino sólo concluyó en 1833.
[4] La ley del desarrollo desigual mantiene validez bajo cualquier modo de control humano
posible del metabolismo social. Es gratuita la suposición de su total desaparición en las
condiciones de una sociedad socialista. Además no hay nada de malo en ello. El desarrollo
desigual puede ser instrumental y positivo para el avance de la productividad. La verdadera
preocupación de los socialistas debe ser que la ley de desarrollo desigual no ejerza su poder de
manera ciega y destructiva, lo cual no ha podido se evitado hasta el momento. El desarrollo
desigual en el sistema del capital se encuentra íntimamente ligado con la ceguera y la
destrucción. Debe imponer su poder ciegamente debido a que necesita excluir a los productores
de del control de las decisiones. Al mismo tiempo en el desarrollo del sistema del capital existe
una dimensión destructiva. Las unidades socioeconómicas deben ser devoradas en el curso de la
concentración y centralización del capital, aunque las figuras más relevantes de la economía
política burguesa sólo logran ver su lado positivo hablando del “avance a través de la
competencia”. Además, la destrucción, como parte de la normalidad del sistema de capital, se
evidencia claramente durante las crisis cíclicas, manifestadas como sobreacumulación de capital.
Más aún, la encontramos también de manera distinta en el creciente despilfarro del sistema en
los “países del capitalismo avanzado”, orientando la creación y satisfacción de necesidades
artificiales, a menudo celebradas por los apologistas del capital como la prueba autoevidente del
“avance a través de la competencia”. Sin embargo, el poder destructivo del capital asume
formas más graves con el paso del tiempo. De hecho la destructividad última del sistema aflora
con particular intensidad -amenzando la sobrevivencia de la humanidad- cuando el ascenso
histórico del capital, como orden del metabolismo global, se termina. Llega entonces el momento
en que el “desarrollo desigual” no podrá ser mitigado en sus consecuencias devastadoras bajo
este sistema.
[5] The Ecomomist, Yeltsin devaluated, 31 de julio - 6 de agosto de 1993.
[6] Ibíd.

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