You are on page 1of 14

12 consejos para hacer un buen taller

Publicado: Martes, 02 Diciembre 2008 03:00

Los talleres son un formato muy común en la educación, útiles para la transmisción
de información y la adquisición de capacidades.

Sin embargo, muchas veces se desaprovechan y malgastan todo el potencial de aprendizaje que pueden
ofrecer los talleres. De hecho, muchos talleres no funcionan como tales: los participantes están callados,
se convierten en asistentes pasivos; el coordinador del taller da una "charla" al grupo; y están ausentes
las preguntas y discusiones.

Veamos juntos qué es un taller exactamente, y qué podemos hacer para crear talleres verdaderamente
efectivos.

Definición de "taller"
Un taller es un programa educacional corto e intensivo, para una cantidad relativamente pequeña de
personas, en un área de conocimientos determinada que hace énfasis en la participación para la
resolución de problemas.

Sin embargo, es justamente esto último - la participación activa en énfasis en la resolución de problemas
- lo que generalmente falta en los talleres. ¿Por qué? ¿Qué se puede hacer para crear talleres más
efectivos? A continuación vamos a repasar algunas sugerencias que pueden ayudar a llevar adelante
talleres más efectivos y divertidos.

Planificación antes del taller


Muchas veces el contenido y el proceso de las actividades educativas son el resultado de eventos
fortuitos, en vez de estar cuidadosamente planificados. Uno de los principales ingredientes de un taller
exitoso es contar con una planificación extensiva del mismo. ¡No dejés que el azar se encargue de tu
taller!

Consejo 1: Definir los objetivos para el taller

Al planificar hay que decidir lo que intentamos lograr con el taller, y porqué es importante hacerlo. Por
ejemplo, ¿intentamos transmitir información nueva o mejorar las capacidades existentes? ¿Queremos

1
facilitar las situaciones actuales o generar un cambio de comportamiento? en general los talleres suelen
diseñarse para desarrollar una capacidad en los asistentes.

Hay que determinar el objetivo con claridad y cuidado, ya que innevitablemente va a influenciar el
método de enseñanza que se usará, las actividades y la estrategia de evaluación.

Consejo 2: Averiguar quién va a ser la audiencia

siempre que se posible es bueno determinar quiénes van a ser los participantes. ¿Qué conocimientos
tienen sobre el tema? ¿Cuál es su experiencia previa? ¿Cuáles son sus necesidades y expectativas?

Aunque no siempre es posible conocer por adelantado a los participantes, en general es posible obtener
información relevante de los mismos a través de breves preguntas al momento de anotarse.

Consejo 3: Determinar el método de enseñanza y diseñar las actividades apropiadas

Una vez que tenemos en claro los objetivos de la sesión, debemos decidir si el formato de taller es el
apropiado.

Hay varios métodos de enseñanza que se pueden usar para involucrar a un grupo en el aprendizaje
activo. Estos incluyen discusiones de casos, juegos de rol y simulaciones, videos, demostraciones en
vivo, y oportunidades para practicar habilidades particulares. Los talleres deben fomentar la resolución
de problemas y la adquisición de capacidades.

El taller en si mismo
La flexibilidad es otro de los ingredientes clave para un taller exitoso. Es muy importante planificar todo
por adelantado, pero es más importante estar preparados para abandonar la agenda!

Consejo 4: Presentar a los participantes entre si

Una vez que inició el taller, es esencial determinar quién es nuestra audiencia. Si estamos trabajando con
un grupo reducido, podemos preguntarle a cada persona que se presente ante el equipo, y cuente sus
expectativas para la sesión (es importante hacer énfasis en la brevedad, para que la introducción sea
rápida). En grupos más grandes, podemos hacer una rápida presentación "con las manos": por ejemplo,
preguntar ¿cuántos doctores hay presentes? ¿cuántos ya asistieron a talleres sobre este tema? ¿cuántos
son estudiantes de Sistemas?

Conocer a los participantes nos permitirá enfocarnos correctamente en el material. Con esta información
deberemos encontrar un balance entre las cosas a explicar, y poder así satisfacer las expectativas del
grupo.

Consejo 5: Contar los objetivos de la sesión

2
Contarle al grupo lo que esperamos lograr en el tiempo disponible. Decir lo que vamos a hacer, y lo que
no vamos a hacer. Intentemos relacionar nuestros objetivos con las necesidades de los participantes.
Mostrar la agenda de eventos para que los miembros del grupo sepan lo que ocurrirá. Es bueno recibir
feedback sobre la agenda para asegurarse que el plan sugerido es útil para el grupo.

Consejo 6: Crear un ambiente relajado para aprender

El presentarse entre todos los miembros del equipo tiene que ayudar a crear un ambiente de cooperación
mutua y colaboración. También ayuda el contar por adelantado la agenda del taller. La participación
activa y las preguntas también ayudan a reforzar la sensación de tranquilidad y lugar relajado para el
aprendizaje.

Consejo 7: Fomentar la participación activa y permitir la resolución de problemas

Como ya vimos, la participación es uno de los elementos clave en los talleres. Hay que involucrar a los
participantes en todas las etapas de la sesión. Invitarlos a preguntar, discutir en el grupo y debatir.
Fomentar a los participantes a aprender entre ellos. Si surge un problema, permitir que el mismo grupo
intente resolverlo.

Cuando sea posible, limitar el tamaño del grupo para que la participación sea más facil. También ayuda
la organización física del lugar. Por ejemplo, ordenar las silla de manera que todos puedan verse
directamente. Es muy poco posible que se pueda llevar adelante un taller en donde las sillas están
organizadas "como en el cine", para una charla normal.

Se puede dividir a la audiencia en equipos más pequeños para resolver problemas. En particular, se le
puede pedir a los miembros que trabajen con un grupo de problemas o practiquen alguna habilidad.

Consejo 8: Brindar información relevante y práctica

Aunque la participación activa y la interacción son esenciales para un taller exitoso, los participantes
también tienen que sentir que aprendieron algo. Los talleres se hacen para promover la adquisición de
nuevos conocimientos y de aptitudes y capacidades. Por lo tanto, se debe brindar alguna información.

Está perfecto brindar mini-charlas durante el taller. Estas charlas ayudan a brindar la información básica
y asegurar un terreno común para la discusión. Ahora bien, dos horas de charal en un taller de dos horas
es inaceptable. Los participantes tienen que tener la oportunidad de responder a la información que se
les presenta. También se tiene que fomentar las preguntas y comentarios de los asistentes.

Consejo 9: Recordar los principios del aprendizaje de adultos

Los adultos llegan a las situaciones de aprendizaje con distintas motivaciones y expectativas sobre los
objetivos y métodos del aprendizaje. Más aún, gran parte del aprendizaje de adultos significa "re-
aprender" en vez de aprender nuevas cosas, y en general no les gusta el rol de "estudiante". Los
incentivos para el aprendizaje de adultos suele venir de motivos internos a cada persona. Por lo tanto, es
importante respetar el conocimiento y la experiencia previa del grupo, su motivación para aprender y su
potencial resistencia al cambio.

3
Consejo 10: Cambiar las actividades y el estilo

Hay que estar seguros que el taller fluye a un ritmo que ayuda a mantener la atención de los
participantes. Llevar un ritmo apropiado implica ir avanzando con el taller y a la vez dejar espacio para
que el grupo pueda ir más lento o más rápido durante la sesión. La mayoría de los estudiantes están
acostumbrados a escuchar gran cantidad de información en poco tiempo, y sin embargo no es una buena
práctica de enseñanza ni de aprendizaje.

Consejo 11: Resumir la sesión y pedirle feedback al grupo

Al finalizar, volver a decir lo que se intentó lograr con el taller, sintetizar los puntos principales, y
discutir los planes a seguir, si aplica. A veces, puede resultar útil pedirle al mismo equipo que resuman
lo que aprendió durante la sesión. Además, pedirle al equipo su feedback sobre si se cumplieron los
objetivos del taller, y qué harían para mejorar la sesión en el futuro.

Consejo 12: ¡Disfrutá y divertite!

Es importante que disfrutemos lo que hacemos. Si estamos cansados del material que presentamos,
abandonemos el tema. Si no nos interesa tener interacciones con equipos chicos, probemos con otro
formato, pero no lo llamemos "taller". Por último, si realmente estamos disfrutando el momento - y no
estamos aburridos con lo que hacemos - es probable que los participantes la estén pasando bien y logren
aprender algo en el proceso.

LA CONSTRUCCIÓN DE UNA CULTURA DEMOCRÁTICA EN LA ESCUELA: EL PAPEL MEDIADOR DEL


DOCENTE

José Contreras Domingo

Una práctica educativa apoyada en la reflexión, el diálogo, la colaboración y la participación


democrática en la vida escolar permitirá la construcción de significados compartidos que ayuden a
comprender no sólo la propia experiencia sino también la de los demás. Pero la construcción de una
cultura democrática de enseñanza se debe de apoyar en la reflexión cooperativa de la práctica docente
para permitir superar las trabas que impone la inercia y la estructura institucional del sistema.

4
1. El compromiso social de la educación y el ideal democrático

Todo proceso educativo es un proceso de incorporación a formas de comprensión y de


actuación que se consideran adecuadas para la vida en una sociedad o en una cultura. Stenhouse
(1967), por ejemplo, ha señalado que la educación consiste en «inducir a los individuos en una cultu-
ra». Durkheim la definía como « la influencia que ejercen las generaciones de adultos sobre aquéllos
que todavía no están preparados para la vida social». Y Langford (1993, p. 32) entiende que educarse
es «aprender a ser una persona integrante de la sociedad a la que se pertenece» Cuando los procesos
educativos se constituyen como formas sociales planificadas (y la enseñanza escolar es, qué duda cabe,
la más representativa de estas formas), los procesos de inducción, o las influencias ejercidas sobre las
nuevas generaciones son ya procesos políticos por medio de los cuales se instituyen no sólo las formas
de inducción o de influencia, sino también la definición de la cultura a la que se induce, la selección de
lo que se considera objeto de influencia. Es a esto último a lo que solemos llamar currículum.

Como ha señalado Inglis (1985), el currículum de un sistema escolar es algo más que una mera
selección de contenidos entre otros posibles; por el contrario, representa una posición sobre lo que se
considera lo verdadero y lo legítimo en una sociedad:

«Un currículum no es sino el sistema de conocimiento de una sociedad, y por tanto no es sólo
una ontología, sino también la metafísica y la ideología que esa sociedad ha acordado reconocer como
legítimas y verdaderas... Es el punto de referencia y la definición reconocida de lo que en realidad son
el conocimiento, la cultura, las creencias y la moralidad» (p. 23).

Pero, como continúa este autor, esta definición no refleja un simple acuerdo social; es más bien
el producto provisional y cambiante de un conflicto abierto acerca de lo que deben ser las formas de
comprensión y de vida de una sociedad. ¿Significa esto que debemos entender por educación la
plasmación en las aulas de decisiones que sabemos que son socialmente conflictivas y por tanto
discutibles y que definen lo que debe aceptarse por verdadero y legítimo, tanto en el conocimiento
como en las formas de vida? ¿Debe reducirse la educación a la reproducción de los consensos
provisionales o del statu quo de las ideologías dominantes?

Por esta razón, esto es, dada la naturaleza conflictiva de lo que pueda ser lo verdadero y legítimo en la
selección cultural que supone un currículum, la educación, si quiere ser algo más que mera
socialización, tiene que aspirar a ser un proceso de reflexión y crítica sobre lo que la propia escuela
selecciona como cultura en la que ser inducido o como influencias que ejercer sobre las generaciones
más jóvenes. Lo que debiera distinguir a la educación de un simple proceso de socialización (entendida
como asimilación acrítica de determinados valores, ideas y prácticas o hábitos) es la capacidad de
distanciamiento, esto es, la capacidad de convertir el proceso de incorporación social en un proceso de
reflexión y crítica (Pérez Gómez, 1993). Lo que supone una perspectiva educativa no es pues la mera
organización de contenidos y aprendizajes desde una selección cultural. La cuestión no es sólo la adqui-
sición de una serie de conocimientos, estrategias y actitudes, sino que los procesos de aprendizaje de
nuestro capital cultural sean procesos reflexivos. No es sólo aprender la cultura, sino reflexionar sobre
nuestra cultura mientras la aprendemos. Es la oportunidad de reflexionar sobre quiénes somos, en qué
mundo vivimos y qué queremos para nuestras vidas, mientras adquirimos aquellas tradiciones públicas

5
que no sólo suponen una respuesta a estas cuestiones, sino también una manera de mantener vivas las
preguntas. Como plantea Stenhouse (1967; 1984), la escuela debe poner a disposición del alumnado el
capital cultural de la sociedad, pero para que sirva como un recurso, no como un determinante; y
como tal recurso, debe proporcionar estructuras para el juicio y para el pensamiento creativo.

«La función educativa de la escuela desborda la función reproductora del proceso de


socialización por cuanto se apoya en el conocimiento público (la ciencia, la filosofía, la cultura, el
arte...) para provocar el desarrollo del conocimiento privado en cada uno de los alumnos y alumnas...
Los inevitables y legítimos influjos que la comunidad, en virtud de sus exigencias y sus necesidades
económicas, políticas y sociales, ejerce sobre la escuela y sobre el proceso de socialización sistemática
de las nuevas generaciones deben sufrir la mediación crítica de la utilización del conocimiento. La
escuela debe utilizar a éste para comprender los orígenes de aquellos influjos, sus mecanismos,
intenciones y consecuencias, y ofrecer a debate público y abierto las características y efectos para el
individuo y la sociedad de ese tipo de procesos de reproducción» (Pérez Gómez, 1992a, p. 27)

Podríamos resumir, por consiguiente, esta posición diciendo que la función clave de la práctica
educativa es desarrollar en la infancia y la juventud la reflexión y la crítica sobre el mundo natural y
social en el que vivimos, mientras se adquieren los recursos básicos que les permiten incorporarse con
más posibilidades a la vida pública y privada en nuestra sociedad.

Pero la cuestión sigue siendo qué significa incorporarse a la vida pública y privada. O si, como
decía Langford, educarse es integrarse en la sociedad, ¿qué sociedad estamos intentando perpetuar? Si
la educación es un proceso social, esto es, una forma de vida social que prepara para la incorporación a
la vida social, ¿qué sociedad tenemos en mente? (Parker, en prensa).

Necesitamos, por tanto, ideales sociales desde los que interpretar lo que pueda significar el
propósito educativo de aprender a ser personas integrantes de la sociedad, ideales que nos iluminen
tanto el significado de ser miembros de una sociedad como la forma reflexiva y crítica de realizar este
aprendizaje. Pero sólo el ideal de vida democrática puede dar cuenta de lo que supone la educación
como incorporación reflexiva a la sociedad.

De una parte, lo que debe considerarse como formas de comprensión y de vida en nuestra
sociedad es un asunto socialmente conflictivo y siempre discutible. De otra, la educación debería
favorecer la vida reflexiva de las personas, para que puedan, autónomamente, pensar y decidir sobre
lo que quieren que sean sus vidas. Dadas estas dos premisas, no hay más modo de entender la combi-
nación de ambas -esto es, la pluralidad de significados acerca de lo que se considera lo relevante
socialmente y el reconocimiento del derecho de las personas a decidir reflexivamente sobre sus vidas
públicas y privadas que la democracia como forma de vida (Dewey, 1967; Carr, 1991; Peñalver y
González, 1993/94). Sólo la democracia permite entender lo social de modo reflexivo y colaborativo, y
la incorporación personal a lo social de modo constructivo y no sólo reproductivo.

2. Una cultura democrática para la escuela

6
Según lo ha resumido Carr (1991), la democracia supone aquella forma de vida que pasa por la
posibilidad de tomar parte en la definición y construcción del tipo de vida que queremos para
nosotros, una participación que no se limita a intervenciones puntuales o a la elección de quienes
tomarán las decisiones por nosotros. No es un estado de cosas o un reglamento político, sino un modo
de vivir con los otros, y el modo en que las personas pueden realizar sus capacidades humanas
participando activamente en la vida de su sociedad y en las deliberaciones sobre el bien común. En
cuanto que ideal, supone la continua expansión de las oportunidades para la participación directa de
toda la ciudadanía en la toma pública de decisiones en todos los órdenes de la vida política, social y
económica. Esto significa que las personas debieran disponer de los recursos y de la información
necesaria para poder participar en el debate público y en las decisiones de la comunidad en iguales
condiciones.

Una educación democrática sólo es posible en la medida en que la escuela se convierte en una
cultura democrática, esto es, en una experiencia permanente de debate y diálogo abierto donde el
aprendizaje de nuestra cultura y de nuestras tradiciones públicas pasa a ser una experiencia reflexiva
sobre nuestra construcción como personas autónomas en nuestra sociedad. Una escuela que se vale
del conocimiento no como el ritual de aprendizaje de lo que ya viene sancionado como verdadero y
legítimo, sino como un recurso para la reflexión crítica que conduce tanto a la elaboración de
perspectivas individuales como a la construcción de experiencias compartidas de aprendizaje y de
colaboración al bien común?

Una educación que se pretenda democrática significa plantearse tanto una educación en
democracia como una educación para la democracia. Debe plantearse la forma en que constituye en sí
misma una experiencia de vida democrática. Pero también, la forma en que proporciona
oportunidades para una vida democrática, esto es, elementos de análisis y reflexión sobre las
experiencias y oportunidades democráticas que ofrece nuestra sociedad, y recursos para una mayor
implicación y participación en la vida pública a la luz de los valores democráticos (Beyer y Wood, 1986;
Wood, 1984).

La construcción de una cultura democrática en la escuela implica la posibilidad del alumnado de


participar en la construcción de la vida escolar. Esto significa, por lo menos, la oportunidad de
intervenir en la deliberación de cómo se organiza la experiencia de aprendizaje, qué se convierte en
materia de trabajo, cómo y por qué. Es evidente que sólo desde esta participación se puede construir
una experiencia democrática en las aulas. Pero es que, además, sólo desde el compromiso del
alumnado con lo que debe ser su propia educación, contando con sus experiencias y sus intereses,
puede desencadenarse un auténtico proceso de reflexión que ponga en relación las tradiciones
públicas de conocimiento, el mundo social y natural y la construcción de un sentido personal para sus
vidas. No es, pues, sólo una experiencia de relaciones democráticas, sino la construcción de un
conocimiento que permite poner en relación y contraste el saber público con la comprensión subjetiva,
la vida social con la historia personal y los intereses, deseos y necesidades individuales con los
colectivos.

7
Es evidente que en este contexto de una cultura democrática para la escuela, es fundamental la
forma en que se entiende el conocimiento y su construcción cooperativa. Desde esta perspectiva,
como señala Barnes (1994), lo que se busca no es la asimilación de ideas y conclusiones ya establecidas
respecto al conocimiento público, sino su valor para pensar sobre nuestro conocimiento cotidiano y
para problematizar nuestra experiencia. El conocimiento público tiene pues un valor de mediación
entre, por un lado, la experiencia y las representaciones que tenemos de las cosas y, por otro, las
nuevas formas en que podemos captar el mundo y su significado cuando nos preocupa entendernos
mejor y definir las formas de vida que desearíamos. Así, la importancia del conocimiento no es que
pueda ser reproducido o reconstruido, aunque sea significativamente, sino que pueda ayudarnos a lo
que es la aspiración educativa: reformular nuestras comprensiones subjetivas de nuestra vida y
nuestras pretensiones para ella. Este propósito va más allá del actual tópico de partir de las ideas
previas, porque de lo que se trata es de contar con las preocupaciones, intereses y necesidades de los
alumnos, contar con sus puntos de vista y construir propósitos de aprendizaje y nuevas comprensiones
desde la colaboración conjunta entre enseñantes y alumnos (Pérez Gómez, 1992b)

El conocimiento público, al ser utilizado con este propósito, se convierte tanto en algo de lo que
se aprende como algo con lo que se aprende; pero también en algo que discute nuestra experiencia y
algo que se discute desde nuestra experiencia; modos de comprensión que pueden ser usados para
problematizar las representaciones de la realidad y para experimentar con nuestro propio
pensamiento cuando nos dirigimos por intereses democráticos: la construcción del sentido individual y
colectivo de nuestras vidas y la deliberación sobre las formas de intervención en la sociedad guiados
por una idea del bien común.

3. Los problemas de una práctica educativa democrática

Pero como todos sabemos, una cosa es formular un ideal respecto a la vida escolar y otra,
nuestras prácticas cotidianas y concretas, nuestras posibilidades reales de actuación y nuestras
habilidades y recursos para llevar a cabo una enseñanza que esté dirigida por ideales de este tipo. Esto
es especialmente problemático cuando nos encontramos que muchas de estas limitaciones y
dificultades no proceden de nosotros, sino de la manera en que institucionalmente se organiza la
enseñanza. Un problema evidente nos lo podemos encontrar en la distancia entre una enseñanza
democrática que busca la participación del alumnado en la definición de lo que deba ser el contenido
de su educación, y un programa oficial que delimita lo que debe ser objeto de aprendizaje en la
escuela, que clasifica los conocimientos en áreas y bloques y que distribuye el tiempo de trabajo
escolar que hay que dedicarle a cada uno de ellos. Más grave aun si además ello ocurre bajo una
exigencia institucional que demanda continuas respuestas a la burocracia administrativa de lo que
ocurrirá en los centros, de manera que los enseñantes se ven obligados a responder a las necesidades
de la Administración antes que a las de sus alumnos.

Igualmente podemos hablar de la contradicción entre una enseñanza que, dirigida a la reflexión
crítica; se abre a lo impredecible respecto a los aprendizajes, así como a la variedad de los mismos
entre los diferentes alumnos y alumnas, y un sistema de enseñanza que estipula los resultados que

8
deben obtenerse como producto del aprendizaje escolar. La institución escolar es una institución
evaluadora, lo cual ya dificulta de por sí las posibilidades de una cultura auténticamente democrática
en la escuela. Si, además, lo que debe evaluarse tiene un referente fijo y externo a la intervención del
alumnado, esta dificultad crece enormemente. Como es lógico, una enseñanza que defina a priori los
resultados que deben obtenerse difícilmente puede ser compatible con un sistema que cuenta con el
conocimiento y los intereses de los alumnos: en algún momento deben abandonarse éstos para
dirigirse, de forma sutil o bien evidente, a los aprendizajes que le interesan a la institución, aunque no
sean los que le interesan al alumnado. Y como ha señalado Barnes (1994), cuando esto ocurre, no sólo
afecta a los métodos o actividades para el aprendizaje que se siguen, sino en general a todo el sistema
de relaciones y de comunicación que funciona en el aula. Si lo que debe obtenerse del aprendizaje
queda fuera del control del alumnado, igualmente quedarán fuera de su control las actividades.
Además, cuanto más definidos y homogéneos sean los resultados que deben obtenerse, menos
oportunidades hay para que las actividades escolares puedan abrirse a la experimentación y a la
búsqueda creativa y cooperativa de nuevas experiencias y soluciones a sus problemas.

Estas situaciones, que no siempre responden a decisiones nuestras, sino a tradiciones o


imposiciones institucionales (si bien muchas veces las asumimos como posturas propias), no sólo
reflejan limitaciones o mentalidades contra una enseñanza democrática. Además, señalan un conflicto
de la práctica docente de difícil solución: de una parte, la institución escolar obliga al enseñante a
actuar bajo los parámetros del control (ya que es responsable de lo que le pase al alumnado y de lo
que éste aprenda mientras se encuentra en la institución), y de otra parte, la educación y el
aprendizaje real sólo son posibles en la medida en que se atiendan a las necesidades de los alumnos y
en que éstos se impliquen en lo que les interesa. Como lo plantea Barnes (1994, pág. 171), mientras
que la preocupación por el control obliga a tratar a los alumnos como receptores, la preocupación por
su educación requiere tratarlos como constructores.

Por otra parte, entender la vida escolar como la construcción de una cultura democrática (en la
que el alumnado toma parte responsable en la decisión de la enseñanza, y en la que incorporan sus
perspectivas y preocupaciones para reflexionar sobre nuestro mundo natural y social mientras
aprendemos de él) trata de ser una manera de abordar el conflicto que supone poner a su disposición
el conocimiento público para que pueda valerse de él, no para que se sienta aprisionado por él (Barnes,
1994; Pérez Gómez, 1992b). Pero esta perspectiva no soluciona en sí los problemas prácticos de su
realización. Aceptar que es ésta la manera en que habría que entender la enseñanza, supone aceptar
también que no tenemos exactamente una manera de resolver la enseñanza, sino más bien una
manera de ir realizándola reflexivamente conforme se va sucediendo. Más aún, si además entendemos
que ni nosotros como educadores sabemos siempre cómo resolver los conflictos y dilemas antes
indicados, ni en ocasiones, ni siquiera los propios alumnos -socializados normalmente en una práctica
escolar que no cuenta con sus preocupaciones ni desarrolla sus intereses- se prestan al desarrollo de
una enseñanza que aspire a vivirse como experiencia de construcción democrática.

Todos estos problemas y dificultades nos llevan a plantear las cosas de una manera más
realista: contra lo que muchas veces parecen las formulaciones pedagógicas, la cuestión no consiste en
disponer de una perspectiva educativa idealizada y aplicarla directamente. Más que ideales educativos,
lo que solemos tener son problemas educativos: contradicciones y dificultades entre distintas

9
estrategias y posibilidades alternativas; discrepancias entre lo que pasa en la práctica y lo que nos
gustaría que pasara. Y es que la enseñanza no es la aplicación de ideales, sino la búsqueda continua
entre lo que sabemos y podemos hacer y la reflexión sobre nuestra práctica y sus condicionantes a la
luz de los ideales. Ante ideas educativas que no se traducen fácilmente en un programa operativo, y
ante propuestas pedagógicas que no pueden anticiparse nunca plenamente, porque pretenden ser
procesos de construcción cooperativa en la práctica, es necesario poder interpretar nuestra práctica
como una experiencia de búsqueda reflexiva y no sólo de mera acción.

4. Ideas para una búsqueda reflexiva en nuestra práctica

En la construcción de una cultura democrática de enseñanza, el docente cumple


necesariamente un papel de mediación, de facilitación de las conexiones entre los intereses y las com-
presiones subjetivas de los alumnos y las formas de conocimiento disponibles; entre los patrones de
comprensión y actuación de nuestra cultura y los procesos de análisis y reflexión sobre los mismos;
entre las experiencias de la vida real y las aspiraciones como individuos y como sociedad. Estas
mediaciones dependen, a su vez, de las propias comprensiones subjetivas, deseos, intereses,
necesidades y aspiraciones del docente. Es a través de su forma de entender el conocimiento, de
interpretar el mundo en el que vive, de sus convicciones personales, de sus compromisos y de su forma
de entender su oficio educativo, como está influyendo y facilitando las anteriores mediaciones.

Pero las formas en que estas mediaciones pueden realizarse no vienen resueltas a priori; en
primer lugar, porque éstas aspiran a ser procesos de construcción cooperativa, y no de decisión
unilateral y previa al encuentro educativo; y en segundo lugar, porque las tradiciones establecidas y las
estructuras institucionales tienden más a negar estas mediaciones que a favorecerlas, por lo que tie-
nen que ser buscadas y reconstruidas continuamente. Por ello, los enseñantes estamos obligados a
otro proceso de mediación: el que puede establecerse entre nuestras comprensiones subjetivas y
aspiraciones educativas, de un lado, y las condiciones y situaciones reales de la práctica, del otro. Este
proceso de mediación es siempre un proceso de búsqueda práctica: necesitamos indagar en nuestra
práctica concreta, preguntarnos por sus cualidades en relación a lo que valoramos como
educativamente deseable, y deliberar sobre la forma en que nuestra práctica puede mejorarse, es
decir, sobre la forma en que nuestro papel y las posibilidades que ayudamos a crear en clase pueden
cumplir las otras mediaciones antes señaladas, o al menos, reducir las restricciones con las que nos
solemos encontrar.

Por ejemplo, una manera de indagar sobre esta búsqueda de posibilidades prácticas puede realizarse a
partir del análisis de lo que constituye lo que llamaré el sistema de prácticas de la enseñanza. Cualquier
pretensión de realizar los procesos de mediación que hemos visto tiene su necesaria traducción, o su
desmentido, en las siguientes prácticas escolares (Véase la figura 1):

a) las relaciones personales que se establecen en el seno del aula;

b) las actividades y tareas que se llevan a cabo para el aprendizaje;

c) los sistemas de evaluación que se siguen.

10
La forma en que se entiende el conocimiento y su construcción guarda una relación directa con
la forma en que se entienden y se realizan cada una de estas prácticas. Por ejemplo, como ya hemos
visto anteriormente, la evaluación -que es una práctica que viene impuesta en la institución escolar y
con un gran poder de condicionamiento de los procesos que se realicen en las aulas- adquiere un
significado y funcionamiento diferente si los criterios de evaluación, y su uso, surgen del compromiso
colectivo del grupo respecto a determinados aprendizajes o tareas, o si son la comprobación que
realiza el enseñante acerca del dominio, por parte del alumnado, de determinados conocimientos.
Igualmente, no es lo mismo pensar en la evaluación si entendemos que el conocimiento es un proceso
de construcción personal, donde se elaboran respuestas propias y variadas a cuestiones y problemas
que tienen un interés particular para los alumnos, que si por conocimiento entendemos la capacidad
de reproducción, o incluso la comprensión, de un conjunto de ideas ajenas a sus intereses y
preocupaciones. En el primer caso, a diferencia del segundo, difícilmente podremos anticipar las
manifestaciones de los aprendizajes, por lo que su evaluación tendrá que ser más interpretativa
respecto al valor de lo que ocurre y sus manifestaciones, que no constatativa de lo que ya
esperábamos encontrar.

De la misma manera, podemos apreciar las diferencias que introducen distintas maneras de
entender lo que debe ser el conocimiento y el aprendizaje en el tipo de actividades que se lleven a
cabo en clase. No son iguales las actividades que suponen la investigación o el cuestionamiento
abierto, que las que suponen seguir un conjunto de instrucciones que conducen a un final ya previsto.
No es lo mismo llevar a cabo procesos de enseñanza que transmiten verdades establecidas y
conclusiones de pensamiento, que aquéllos que pretenden poner en marcha un diálogo entre lo que ya
pensamos y las nuevas experiencias e ideas. Como tampoco es igual interpretar el aprendizaje como un
proceso individual en el que se presentan trabajos para ser calificados, a entenderlo como un proceso
de colaboración y exploración para participar en el debate sobre los fenómenos que se estudian o las
ideas con las que se trabaja.

Es evidente, por último, que una concepción cooperativa y participativa de la enseñanza tiene
una incidencia especial sobre la manera en que se entienden las relaciones personales en el aula.
Desde luego, supone entender que las decisiones son producto no de la imposición jerárquica del
enseñante, sino de la discusión y el acuerdo negociado entre todos (Martínez, 1993/94). Pero, además,
si se entiende el conocimiento como un proceso interpretativo para repensar nuestra experiencia y
reflexionar sobre nuestra cultura, las relaciones sociales sobre las que se estructura el aprendizaje
tienen que demostrar continuamente que la discrepancia, el disentimiento, la expresión de puntos de
vista diversos y la búsqueda de maneras alternativas de pensar son actuaciones legítimas en el
intercambio cotidiano de la clase, en vez del proceso de adivinar la respuesta que quiere el profesor a
la pregunta que acaba de hacer. Entender el conocimiento y el aprendizaje como procesos de
cooperación cuestiona las jerarquías y la sumisión, y dotar de dirección a la enseñanza no puede
convertirse en un proceso de control social a base de dominar los modos de comunicación y lo que se
considera contenido aceptable .

11
Aunque para el análisis podemos diferenciar estas tres prácticas en relación a la coherencia con
una manera de entender el conocimiento y el aprendizaje en la clase, lo cierto es que todas ellas
constituyen un sistema interdependiente. Una configuración de la vida del aula como un sistema de
construcción cooperativa del aprendizaje, o como construcción de una cultura democrática de
enseñanza, requiere la atención simultánea a todos los aspectos, o si no, corremos el peligro de que lo
que cuidamos en las relaciones, por ejemplo, quede desmentido en la manera en que opera el proceso
de evaluación o en el tipo de actividades que se realizan. Precisamente porque constituyen un sistema
de prácticas interdependientes es por lo que su uso para el análisis de nuestra práctica docente puede
ser muy útil en esa búsqueda reflexiva sobre el valor democrático de nuestra enseñanza. Así, es posible
abordar uno de estos sistemas y, a partir de su exploración, de cómo funciona y cómo es vivido en el
aula, podemos discutir su valor y cómo colabora para hacer de nuestra enseñanza una práctica más
democrática. Dada la interrelación entre los distintos elementos de nuestra práctica, lo que es un
comienzo de esta búsqueda, limitado a uno de ellos, más tarde o más temprano acabará implicando a
los otros. La cuestión básica, pues, independientemente de por dónde empecemos en el análisis de
nuestra docencia es: ¿favorece este aspecto de nuestra práctica en clase la construcción de una cultura
democrática de enseñanza?

Un aspecto clave en nuestro análisis de la práctica es la base sobre la que sostenemos nuestras
reflexiones. Efectivamente, con objeto de mejorar las posibilidades de nuestra práctica necesitamos
también mejorar el sustento de comprensión de la misma, para lo cual necesitamos enriquecer la
información sobre ella: datos y evidencias sobre lo que ocurre que nos ayuden a entender de una
manera más completa y variada las situaciones sobre las que queremos reflexionar. Para ello pueden
ser de utilidad realizar grabaciones, hacer entrevistas, llevar a cabo observaciones, etc. Es decir, todos
aquellos procedimientos de recogida de información que nos permitan entender con más detalle y
desde diferentes perspectivas aquello que nos preocupa.

Una exigencia de esta obtención de información es que si realmente queremos entender de


una nueva manera lo que pasa en clase necesitamos comprender el punto de vista que sobre ello
tienen los alumnos y alumnas: qué entienden que está pasando, a qué lo atribuyen, qué importancia le
conceden, etc. Este tipo de información es fundamental si partimos de la base de que los fenómenos
sociales son en gran medida lo que significan para quien los está viviendo. Pero es que, además, si lo
que nos preocupa es la búsqueda de una práctica educativa más democrática, es fundamental que, en
lo posible, esta búsqueda y su reflexión sean en sí mismas un proceso democrático. Como decía, ya de
por sí intentar entender lo que significa realmente nuestro sistema de evaluación o las relaciones que
se establecen en clase requiere entender la manera en que son vividas e interpretadas por los
alumnos. Pero si además viven el proceso de reflexión como parte de una preocupación conjunta, ello
estará colaborando para que puedan indagar sobre el valor democrático de lo que hacen y para buscar
formas de mejorarlo. El diálogo ante los problemas y dificultades se convierte así en una vía para la
reflexión compartida y para la construcción de una práctica democrática por vías democráticas.

Si analizamos el sistema de prácticas en función de los procesos de construcción cooperativa


del conocimiento, una de las reflexiones a la que necesariamente llegaremos tratará sobre la selección
cultural que estamos realizando, es decir, sobre el currículum: qué es lo que estamos eligiendo como
conocimiento para construir, qué aspectos de la realidad o de la cultura son objeto de trabajo y qué

12
valor para la construcción democrática pueden tener. Esto es importante si tenemos en cuenta que el
hecho real es que nuestra selección cultural viene establecida (o al menos bastante condicionada) por
el currículum oficial. Así pues, los procesos de selección de lo que será objeto de trabajo en clase
pueden depender de decisiones ajenas a los que actúan en el aula, lo cual puede desvelar parte de las
dificultades y limitaciones para hacer de nuestra enseñanza una experiencia más democrática. Pero la
cuestión, de todas formas, será siempre si el proceso de trabajo escolar ha permitido la distancia
reflexiva y crítica sobre lo que constituía un objeto de trabajo no decidido. Si volvemos ahora a la cita
de Inglis del principio, la pregunta que deberemos hacernos será si, en el desarrollo de la experiencia
escolar, hemos convertido el currículum en una reflexión crítica sobre lo que nuestra sociedad
considera legítimo y verdadero, sobre sus creencias, su moralidad y su cultura en general.

Referencias

Barnes, D. (1994) De la comunicación al currículo. Madrid: Visor.

Beyer, L. E. y Wood, G. H. (1986) «Critical Inquiry and Moral Action in Education». Educational
Theory, Vol. 36, N° I, págs. I-14.

Carr, W. (1991) «Education for Citizenship» British Journal of Educational Studies, Vol. 39, N° 4,
págs. 373-385.

Dewey, J. (1967) Democracia y educación. Buenos Aires: Losada.

Elliott, J (1993) El cambio educativo desde la investigación-acción. Madrid: Morata.

Hopkins, D (1989) La investigación en el aula. Guía para el profesor. Barcelona: PPU.

Inglis, F. (1985) The Management of Ignorance. A Political Theory of the Currículum. Oxford:
Blackwell

Kemmis, S. y McTaggart, R. (1988) Cómo planificar la investigación-acción. Barcelona: Laertes.

Langford, G. (1993) «La enseñanza y la idea de práctica social». En Carr, W. (ed.) Calidad de la
Enseñanza e investigación-Acción. Sevilla: Díada, págs. 25-39.

Lundgren, U. P. (1992) Teoría del currículum y escolarización. Madrid: Morata.

Martínez Rodríguez, J. B. (1993/94)«Participación y negociación en el aula: aprender a


decidir». Kikirikí, N° 31-32, págs. 69-76.

13
Parker, W. C. (en prensa) «Currículum for democracy». En Goodlad, J., Soder, R. y Sirotnik, K.
(eds.) Education, Schooling, and the American Democracy. Chicago: University of Chicago Press.

Peñalver Gómez, C. y González Monteagudo, J. (1993/94) «La educación como práctica ética y
democrática». Kikirikí, N° 31-32, págs. 13-21.

Pérez Gómez, A. I. (1992a) «Las funciones sociales de la escuela: De la reproducción a la


reconstrucción crítica del conocimiento y la experiencia». En Gimeno Sacristán, J. Y Pérez Gómez, A. I.
Comprender y transformar la enseñanza. Madrid: Morata, págs. 17-33.

Pérez Gómez, A. (1992b) «Cultura académica y aprendizaje escolar». Kikirikí, N° 26, págs. 5- 13.

Pérez Gómez, A. I. (1993) Educación versus socialización al final del siglo. Kikirikí, N° 30, págs.
4-10.

Stenhouse, L. (1967) Culture and Education. Londres: Nelson.

Stenhouse, L. (1984) Investigación y desarrollo del currículo. Madrid: Morata.

Wood, G. H. (1984) «Schooling in a Democracy: Transformation or Reproduction? Educational


Theory, Vol. 34, N° 3, págs. 219-239.

Woods, P. (1989) La escuela por dentro. La etnografía en la investigación educativa. Barcelona:


Paidós/MEC.

14

You might also like