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Rafael Solana
PERSONAJES:
MATEA, 40 años
EUFROSINA, criada
EL OBISPO, 60 años
TOMÁS, 50 años
AURORA, 40 años
ENEDINA, 40 años
COSME, 50 años
JAIME, 30 años
ACTO PRIMERO
(Sale casi corriendo, y al salir enciende la luz, cuyo interruptor está cerca de la
puerta del fondo. Ahora podemos ver que Matea es una mujer de edad intermedia,
que podría lucir guapa si no estuviese tan por completo descuidada; en sus sienes
se miran ya las primeras canas; su peinado es sencillísimo, liso y con chonguito;
su vestido, de color más oscuro y neutro, gris, pardo, carmelita o azul marino, es
de gruesa lana, de corte antiguo, modestísimo; lleva zapatos de tacón bajo,
medias oscuras, y un pesado chal de estambre, o pelerina, de color negro. Su
rostro refleja cansancio y sufrimiento. Trata por un momento de reponerse; se
pasa la mano por el pelo; compone, superficialmente, el aspecto de su ropa;
apenas un momento después entra el Obispo, precedido por Eufrosina, que le
hace una profunda caravana; la criada, apenas iniciada la escena, hará mutis, a
una indicación ligera que le hará con los ojos Matea. (Matea se adelanta a recibir
al señor Obispo tomando su mano y besándola.)
MATEA.-Señor Obispo...
OBISPO.-¿Tan grave es el asunto, hija mía?
MATEA.-No lo hubiera yo molestado a usted si no lo fuera.
OBISPO.-¡Vaya, vaya vaya! (Comienza a quitarse algo del exceso de ropa que
traía; abrigo, bufanda, sombrero, paraguas; queda, de todos modos, bien
abrigado; con un suspiro.)Era de temerse... (Con un chasquido de lengua.) Era de
esperarse...
MATEA.-¿Sabía usted algo, señor?
OBISPO.-La salud del señor cura no era buena, hija... muchos trabajos, muchas
fatigas, mucho estudio, de joven y muchas preocupaciones ahora, de viejo...
además, los años... era... es decir, es... ¿es? (Matea hace un pequeño signo
afirmativo y se lleva la punta del chal a los ojos.) Es más vicio que yo... y yo
tampoco soy un pollito... el señor cura debe tener ahora mismo... pues... diez años
más que yo... ya está bien, qué caramba, ya está bien. Todo se llega... yo también
me acabaré, dentro de diez años; aunque yo estoy mejor conservado, más fuerte,
y tal vez podría esperarse que...
MATEA.-¿Quiere usted verlo ahora mismo, señor? Lo dejé dormir un poquito;
tomó una pastilla.
OBISPO.-No corre prisa, hija... ¿no corre prisa, verdad?...
MATEA.-Pues...
OBISPO.-Por más que... valdría más, no sea que...
MATEA.-No corre mucha prisa, señor obispo, porque... porque... no se cómo
decirle a usted...
OBISPO.-¿Ya se confesó?
MATEA.-Sí, señor... es decir... bueno, ya recibió la extremaunción, y fue absuelto.
OBISPO.-(Le ha molestado un poquito.) ¡Ah, vamos! En ese caso...
MATEA.-Perdóneme usted, señor obispo; yo hubiera querido que usted mismo...
pero como tardaba usted...
OBISPO.-Bueno, bueno; no todo lo que se quiere se puede. Yo quería venir desde
ayer; pero uno tiene sus ocupaciones.
MATEA.-El padre Serafín, de emergencia... yo hubiera preferido esperarlo hasta
que usted pudiera; pero había peligro... fue más seguro... el mismo padre Serafín
me aconsejó.
OBISPO.-Bien, bien, el padre Serafín está bien; ¿y él qué dijo? Yo creía que era
quien había querido que viniese yo especialmente.
MATEA.-El caso es, señor obispo, que él... no, no sé cómo decírselo a usted...
OBISPO.-Dime lo que sea, hija, dímelo.
MATEA.-Él ha sido hijo de confesión de usted, y usted conoce mejor que nadie su
estado... usted mismo dice que ya esperaba...
OBISPO.-¿La muerte? Siempre hay que estar en espera de la muerte. Puede
llegar en el momento menos pensado, y ¡ay de aquel a quien sorprenda
desprevenido!
MATEA.-Sí, usted ya esperaba que él muriese, sabía que estaba débil... pero...
¡pero no esa muerte! ¡No ésa, Dios mío!
OBISPO.-(Alarmado.) ¡Cómo! ¿Pues qué pasó? ¿Cuál es concretamente la causa
de su muerte?
MATEA.-La causa sólo los médicos la saben... la forma... ¡ay, señor, qué castigo
de Dios tan espantoso! En estos últimos días, ni siquiera he permitido que vuelvan
a verlo los médicos; sólo el padre Serafín y yo hemos entrado en esa habitación;
sólo nosotros sabemos la verdad.
OBISPO.-(Ya muy intrigado.) Pero ¿cuál, cuál es la verdad? Hija mía, habla.
MATEA.-El padre Feliciano, nuestro querido párroco, en estos últimos días de su
gravedad, señor obispo... ha perdido la razón.
OBISPO.-¡Ave María Purísima!
MATEA.-No he querido que nadie lo supiese; nadie, sino nosotros; al mismo padre
Serafín se lo he ocultado parcialmente, aunque logró darse algo de cuenta; no
pudo haber confesión... el padre ya no ejercía dominio sobre su propia lengua...
hubo absolución sin confesión... ¿eso vale, señor obispo?
OBISPO.-Sin duda, hija, sin duda; el padre Serafín sabe muy bien lo que hace.
MATEA.-A la gente le ha estado ocultando la gravedad del caso; el padre Serafín
trajo los auxilios de noche y sin ser visto; esta gente es muy chismosa y muy
alarmista... usted la conoce, señor...
OBISPO.-Fui cura aquí hace muchos años, hija; la conozco, la conozco muy bien.
MATEA.-No vienen, aunque sepan que está enfermo, porque a mí no me
quieren... esto también lo sabe usted muy bien, señor obispo.
OBISPO.-Lo sé perfectamente, hija; ésa era otra de las preocupaciones de este
santo varón. Lo mataban las murmuraciones; pero yo bien sé que tú eres una
buena mujer, y que él era... es... un santo...
MATEA.-Quiero que usted lo vea ahora, y me aconseje. El señor cura va a morir
muy pronto... no sé qué hacer... no sé qué partido tomar... aquí nadie me quiere...
aquí no podría vivir... y sin embargo, ¿a dónde ir? Le dediqué mi vida, mis mejores
años, y ya ve usted, hoy que se va, me quedo como huérfana, sin padre ya, sin
marido, sin hijos...
OBISPO.-Conozco tu abnegación, mujer, tus sacrificios; sé lo que has sido para
él... más que si hubieses sido su propia hermana... yo pensaré en ti, si él no pensó
en ti en su testamento.
MATEA.-¡Ay, señor! Aunque pensara... no tiene nada... esta casita, estos
muebles, un poquito de ropa, sus libros... nada más, señor... en el corral unas
gallinas y en el huertecillo unas matas... ni un centavo, señor... todo para los
pobres... (Se lleva el chal a los ojos.)
OBISPO.-Yo pensaré en ti entonces, muchacha; te conozco bien, y veré qué es lo
que se puede hacer por ti.
MATEA.-Y luego, qué testamento, señor obispo, si le digo a usted...
inesperadamente... no se puede usted imaginar... completamente, completamente
perdió las facultades mentales... usted lo va a ver dentro de un momento. He
preferido advertirlo para que no sufra usted una dolorosa sorpresa... loco,
completamente loco...
OBISPO.-La misericordia de Dios sigue caminos que a veces no comprendemos,
hija... Déjame... voy a verlo... déjame solo... conozco el cuarto... ¿Me reconocerá?
MATEA.-No sé, señor... no sé si podrá reconocerlo a usted... sería un verdadero
milagro... échele usted una buena bendición y rece por él... ha sido un santo...
usted lo sabe mejor que nadie...
OBISPO.-Déjame unos minutos con él, hija... déjame...
(Matea abate la cabeza; le duele lo que escucha; pero no le importa ya; lo ha oído
mucho.)
(Entra en escena, por el fondo, don Cosme, el propietario más rico de la región; es
de la misma edad de don Tomás pero mucho más distinguido.)
(Todos se acomodan para oír bien al obispo; Matea levanta la cabeza y sigue con
cierto interés, a distancia, la escena; entra, y se queda de pie cerca de la puerta,
escuchando, Eufrosina, la criada.)
TELÓN
ACTO SEGUNDO
CUADRO I
(Eufrosina entra seguida de Aurora. Eufrosina parece ahora más joven que en el
acto anterior. Va vestida con un traje barato; pero muy alegre, jovial y colorido.)
EUFROSINA.-Si está, señora; pase usted. Voy a llamarla. A de estar acabando de
desayunarse.
AURORA.-No, Eufrosina, no la molestes; yo espero aquí, déjala que acabe...
¿desayunándose, dices?
EUFROSINA.-Sí, señora. La esposa del alcalde le mandó una calabaza en tacha,
y el señor recaudador de rentas unos conejitos que mató esta mañana muy de
madruga. Si quiere usted pasar al comedor...
AURORA.-No, gracias, Eufrosina... ¿conque unos conejitos, eh?
EUFROSINA.-Sí, señora; y el jefe de hacienda unas agachoncitas, pero ésas las
vamos a hacer con arroz al mediodía; creo que salieron de cacería esta mañana;
habrán matado muchacho, y no habrán sabido qué hacer.
AURORA.-Y lo de la calabaza en tacha... habrá sido una calabazota muy grande y
tampoco sabrían qué hacer con ella, ¿verdad?
EUFROSINA.-Pues ya ve usted, señora... ayer, por ejemplo, la boticaria nos
mandó un muslito de faisán dorado...
AURORA.-¡Caramba, nada menos, faisán dorado! ¿Lo consiguió en algún parque
zoológico?
EUFROSINA.-Aquí atraviesan faisanes por todos los caminos, y ella lo sabe dorar
muy bien, en mojo de ajo. Anoche tuvimos carne deshebra...
AURORA.-¡Por Dios, Eufrosina, carne de cebra!
EUFROSINA.-Carne deshebrada, y para hoy a mediodía, como plato fuerte, un
regalo del dueño del hotel; tenemos en el horno un osso...
AURORA.-¡Válgame Dios! ¿Un oso entero?
EUFROSINA.-Un ossobuco que a mí me sale como a los propios ángeles; le digo
a usted que es más buena la gente de este pueblo. El otro día que mataron un
puerco en la presidencia, con motivo de no sé qué comicios internos del partido,
tamaño bote de unto que nos mandaron, y carnitas, y sangre rellena.
AURORA.-(Acercándose a verlo.) ¿Y en canarito? Éste no estaba la semana
pasada.
EUFROSINA.-Regalo de la hija del administrador de la fábrica; se lo trajo de la
capital; y dice que ahora que vaya su papá a España le va a encargar una
mantilla, qué sé yo qué, sí sevillana, o ¡qué sé yo qué cosa!
(Entra, del comedor, Matea; lleva luto aliviado; un traje blanco estampado de
negro, bastante vistoso, y que la favorece; ahora ya se peina de otro modo y las
canas han desaparecido, o por lo menos no se notan; sus medias son muy finas y
sus zapatos, de tacón alto; parece que se hubiera quitado veinte años de encima.)
MATEA.-Buenos días, Aurora... ¿Por qué no pasó usted? ¿No le dijiste que
pasara al comedor, Eufrosina?
EUFROSINA.-Sí, señora, pero...
AURORA.-No había necesidad, Mati... no había ninguna prisa.
MATEA.-(Se ríe francamente.) Anda a tus quehaceres, Eufrosina, que has de
hacer buena falta en la cocina... perdóneme, Aurora... no puedo acostumbrarme...
todas ustedes con la misma cosa... a mí, la verdad, me da risa.
AURORA.-Es un nombre de cariño, y se está usando... lo hemos visto en los
periódicos.
MATEA.-Yo, como toda mi vida me he llamado Matea y así me ha dicho todo el
mundo, pues no acabo de hacerme el ánimo, con el nuevo bautizo.
AURORA.-Es que Matea es un nombre que... vamos, no diré que sea feo... al
contrario, no es nada vulgar... tiene hasta distinción, si tú quieres... digo, si usted
quiere... pero, pues... eso de Mati se nos hace más cariñoso, como más propio,
ahora que usted ha parecido rejuvenecer tan notablemente.
MATEA.-Me estoy quitando ya el luto; después de todo el señor cura no era nada
mío... yo era una extraña... algo así como su ama de llaves... no diré que una
criada, pero...
AURORA.-¡Por Dios, Mati, no diga usted esas cosas! ¡Una criada! Una hermana,
es lo que fue usted para ese santo varón. ¿Cree usted que no nos dábamos
cuenta de cómo se sacrifico por él sus últimos momentos?
MATEA.-¡Vaya, vaya! Le tenía yo ley... un buen hombre, un santo varón, usted lo
ha dicho... pero no había yo de guardarle luto toda la vida, ni siquiera era de mi
sangre.
AURORA.-Hace usted muy bien; ya bastante se sacrificó... ¡y qué bonito vestido!
¿Se lo hizo usted misma? Porque las modistas de aquí, no...
MATEA.-Muy a la orden. Un regalito que me trajo de México la...
AURORA.-¿La hija del administrador de la fábrica?
MATEA.-Sí, ¿cómo lo supo?
AURORA.-Pues... porque es la única de nosotras que estuvo en México la
semana pasada... digo, de las hijas de confesión del señor cura... que ahora
venimos siendo algo así como entenadas de usted.
MATEA.-Con esas cosas nada de bromas conmigo, por favor. Bastante sufrí ya.
AURORA.-¡Oh, si lo digo en otro sentido... completamente distinto!
MATEA.-¿Y a qué debo el honor de esta visita tan matutina?
AURORA.-Pues... una insignificancia... algo que verdaderamente no tiene la
menor importancia, pero que quiero que me permita usted... Anoche... después de
que nos vimos en la serenata... ¿se acuerda usted de los aretes que llevaba yo?...
MATEA.-¡Hmmm! Sí, creo que sí... ¿unos granatitos?
AURORA.-Pues me los elogió usted con tanto entusiasmo, que luego me quedé
pensando... después de todo, yo tengo otros, ésos casi ni me los pongo, y si a
usted de verdad le gustaron...
MATEA.-Sí, sí, ya recuerdo bien, muy bonitos.
AURORA.-Pues me dije: ya que le gustaron, pues... (saca de su bolsa de mano un
estuchito) pues quiero que me haga usted el favor de aceptarlos. Es un regalo de
una buena amiga.
MATEA.-¡No faltaría más! Me gustaron, sí, y se los elogié; pero de eso a... ¡Ah, no
de ninguna manera!
AURORA.-(Insinuante.) Permítame usted... ¡le van a ir tan bien! Y no puede
dormir, pensando; yo decía: si le gustaron, pues...
MATEA.-Pero cómo cree usted que yo...
AURORA.-Vamos, Mati, no me haga menos a mí... Otras personas tienen la
satisfacción de hacerle a usted algunos regalitos; no sé por qué yo no... después
de todo, no soy ni más ni menos que los demás... que los demás hijos de
confesión del señor cura; ya ve que desde que él se nos fue al Cielo todos hemos
tomado el mayor empeño en hacerle a usted la vida llevadera en este pueblo... ya
que insiste usted en quedarse aquí, aunque oportunidades de marcharse no le
han faltado.
MATEA.-Tengo que cumplir la penitencia que me dio el señor obispo; ya ve usted,
el pobre... se imaginaba que vivir al lado de ustedes iban a ser como un terrible
castigo... y ya ve usted qué diferente ha sido, cómo ustedes se esfuerzan, como
usted dice...
AURORA.-Supe que el señor notario le quiso comprar a usted la casa en más del
doble de su valor, y que le conseguía que un amigo de él le vendiera a usted, allá
por la costa, una casa muchísimo más amplia, con jardín, con patio, con huerta,
por ese dinero... todo eso era muy secreto; pero yo lo supe... ¡ah, qué secretos
habrá que alguna vez no se sepan!
MATEA.-Sí, así fue, en efecto... pero no pensé que llegara a saberlo nadie...
alguna indiscreción...
AURORA.-Sí, alguna indiscreción... no faltan las indiscreciones... son tan terribles
las indiscreciones... las teme tanto toda la gente... ¡qué no estaría uno dispuesta a
hacer por evitar... eso... como usted dice... una indiscreción!
MATEA.-Pero no, me voy de este pueblo ni aunque me paguen diez veces el valor
de esta pobre casa. ¿Dónde puedo yo ir que más valga? No tengo amigos, no
tengo conocidos en ninguna parte. Aquí, ya lo ve usted... aquí los tengo a
ustedes...
AURORA.-(Enseñándole un puño apretado.) Sí, nos tiene usted aquí.
MATEA.-Son ustedes muy amables, me hacen la vida placentera... tantas
atenciones, tantos regalos. (Se acuerda de los aretes; indica la mesa; en tono
indiferente.) Déjelos usted allí. Me acordaré mucho de usted cada vez que me los
ponga.
AURORA.-Para mí es un gran gusto, una gran satisfacción, y hasta... un gran
alivio. Me los ponía muy poco... no quería que me los viera mi marido; fueron
regalos... hmmmm, buenos, usted sabe...
MATEA.-Sí, sí, comprendo.
AURORA.-Porque usted sabe muy bien...
MATEA.-Sí, sí; hablemos de otra cosa. Sé perfectamente.
AURORA.-Pues por eso, yo dije: más vale... y no... ¿usted comprende? que fuera
a saberse... para mí sería terrible...
MATEA.-(Muy incómoda.) Sí, sí, por supuesto.
AURORA.-Espero que nunca se sabrá, ni eso ni...
(Ellos han salido haciendo caravanas. Matea regresa riendo, cerca del canario;
entra Eufrosina.)
(Entra don Cosme, vestido de mañana; mira hacia fuera, como despidiéndose de
alguien. Oculta algo a su espalda.)
(Ni las ha olido, ni tocado, casi no las ha visto; Eufrosina sale con ellas.)
(Han transcurrido sólo unos minutos desde el final del cuadro anterior.
Matea está sentada ante la mesa, escribiendo algo en una libreta, con gran
atención; un movimiento después asoma Eufrosina por la puerta y dice.)
(Matea se vuelve y le dirige un mairada rápida; luego torna a escribir, hasta que
termina y cierra su libreta; se ha producido un silenci de seis a siete segundos; se
vuelve a él, y, sin levantarse, en tono neutro.)
TELÓN
ACTO TERCERO
(Al salir, Eufrosina enciende la luz. Matea al ver cómo va vestida, intenta
cubrirse con algo; pero no encuentra nada a mano; se alisa el pelo, se compone
un poco, y afronta la situación. Cuando el señor Obispo aparece en la puerta ella
se adelanta ligeramente a recibirlo; pero no se atreve a tomar su mano y besarla.)
(Entra Eufrosina.)
MATEA.-¿No hizo usted trampa, don Tomás? ¿Se llenó el vaso gota a gota? (Lo
toma y lo deja sobre la mesita, sin probar el agua.)
TOMÁS.-Gota a gota, Mati, y gota a gota me estoy vaciando yo, que un sudor se
me va y otro se me viene nada más de imaginarme...
AURORA.-Estamos haciendo una colecta... Mati quiere que le regalemos al señor
obispo una corona.
TOMÁS.-¿De flores?
MATEA.-De oro, para la imagen que trajo de España. Cosa de uno diez mil pesos.
TOMÁS.-Pues yo creo que a mí me toca poner...
MATEA.-Como unos mil pesos... ¿no?
TOMÁS.-Pues... sí; o quinientos, por lo menos... bueno, mil, sí... eso estaba
pensando yo.
MATEA.-Como usted hace tan buenos negocios...
TOMÁS.-Ya no tan buenos, Mati, ya lo sabe usted... ya no son los tiempos de la
prosperidad.
MATEA.-De todos modos, váyase por los que ya hizo a su debido tiempo. Yo creo
que en un momento juntamos la cantidad. En realidad casi ya la hemos juntado.
AURORA.-Si quiere usted una corona de mayor precio, apretamos un poquito más
y con más gente.
MATEA.-No hace falta, no... es nada más como una muestra, par el señor obispo.
Mejor cuando apretamos es cuando hagamos otra colecta para comprarles ropa a
los niños pobres de esta feligresía, que andan bastante encueraditos, los
pobrecillos.
TOMÁS.-Como usted quiera, Mati; ya sabe que lo que usted mande.
JAIME.-Buenas noches.
OBISPO.-(Se vuelve, lo mira; no lo conoce.) Buenas noches.
JAIME.-(Con un poquito de impertinencia.) De manera que es usted el obispo... le
he visto en los periódicos y en los noticieros de cine... sale usted mucho en el cine,
y en la prensa.
OBISPO.-¿Nada más allí me ha visto usted? ¿No pertenece usted a esta
diócesis?
JAIME.-Supongo que sí... soy de este distrito, de este municipio... pero a
funciones eclesiásticas, le confieso a usted que asisto poco.
OBISPO.-Muy pronto comienza usted a confesarme cosas, Siga, siga usted.
JAIME.-Y ha venido usted a nuestro pueblo... ¿a salvar un alma?
OBISPO.-¿Soy yo ahora quien debe confesarle cosas a usted?
JAIME.-(Restándole importancia.) Me pareció cortés iniciar una conversación
cualquiera.
OBISPO.-¿Con quién tengo el gusto...?
JAIME.-Licenciado Rocha, secretario regional del partido...
OBISPO.-¡Ah, perdóneme usted! También yo he visto entonces su retrato, en
alguna pequeña revista local. Sale usted poco en los periódicos...
JAIME.-¿Qué quiere usted? No todos tenemos la misma suerte...
OBISPO.-Y... ¿pensaba usted en algún alma en particular, al iniciar aquel tema de
conversación, o formuló la pregunta al acaso?
JAIME.-Pensaba precisamente en el alma de la moradora de esta casa.
OBISPO.-Ésta fue la casa parroquial durante años, y la frecuenté en aquél
tiempo... aunque no mucho.
JAIME.-Conoció usted entonces a la señora?
OBISPO.-Conocí entonces a la señorita, poco; no lo suficiente para imaginar
cuáles serían sus relaciones sociales.
JAIME.-Soy una de sus nuevas relaciones sociales; en la época en que usted
frecuentaba esta casa no la frecuentaba yo.
OBISPO.-Y el objeto de su visita en esta casa... ¿es perder un alma?
JAIME.-Veo que le interesó a usted el tema de conversación que sugerí al azar...
No, señor obispo; exagera usted, con la imaginación.
OBISPO.-¿Debo suponer que sus importantes ocupaciones le permitían ser
también hijo de confesión del padre Feliciano, y que su relación con la señorita se
enlaza por ese camino?
JAIME.-No, padre, nada de eso. He conocido a la señorita hace poco, y he tenido
una serie de interesantes conversaciones con ella. Por su presencia aquí
comprendo que usted también la considera una persona interesante.
OBISPO.-Un pastor se interesa por igual por cada una de sus ovejas.
JAIME.-Nosotros en nuestro oficio también pensamos en términos de ovejas y de
rebaños, aunque no tenemos, como ustedes, la sinceridad de decirlo... pero
mentiríamos si dijéramos que a cada cabeza de ganado le damos la misma
importancia.
OBISPO.-Pues en eso precisamente parece consistir la democracia.
JAIME.-Pero no la política. Para nosotros la señorita es una ovejita muy especial.
OBISPO.-Una ovejita... ¿con mucha lana? (Hace una señal.)
JAIME.-No, no es eso... una borreguita sabia. Algunos animalitos valen mucho por
lo que saben.
OBISPO.-Eso será en un circo.
JAIME.-Si lo que quiere decir es que la política es un circo... bien, le admito el
símil. A uno les toca hacer los equilibrios, a otros dar las maromas, y a otro ir a
meterse en la jaula de los leones.
OBISPO.-Me temo que sea a veces el cometido de usted.
JAIME.-A veces, sí, posiblemente... (Se levanta.)
OBISPO.-¿Y qué papel es el que piensan darle a esta mujer?
JAIME.-¡No me irá usted a negar que tiene el temple de domadora de fieras!
OBISPO.-(Con un movimiento de hombros.) Concedo... concedo...
JAIME.-¿No le ha dicho a usted ella que tenemos el proyecto de lanzarla como
candidato a diputada?
OBISPO.-(Se pone de pie.) ¡Alabado sea Dios!
JAIME.-(Ahora es él quien se divierte.) En el fondo, señor obispo, no hay motivo
real para que continuemos su partido y el mío considerándonos enemigos a
muerte, como en el año en que bombardearon al Cristo del Cubilete...
OBISPO.-¡Esto era lo último que me queda por escuchar!
JAIME.-Una diputada así hasta sería un lazo de unión; una paloma de la paz, con
su ramito de olivo en el pico...
OBISPO.-¡Pero como se les pudo ocurrir!
JAIME.-A una mujer así la seguirían las demás mujeres... la considerarían como
cosa suya... las que tenemos actualmente están muy distanciadas de las masas
de su sexo.
OBISPO.-Yo llegué primero, licenciado, y tengo un asunto que tratar con ella en lo
particular. ¿Le importaría a usted volver más tarde?
JAIME.-No, padre, no me importa. Le cedo el campo, por unos minutos. Yo
volveré... porque también tengo que tratar con ella un asunto de gran
importancia. (Al mutis.) Señor obispo, he tenido un verdadero placer en ponerme a
las órdenes de usted. (Caravana, sale.)
MATEA.-Les tengo allí... ¿Quiere usted oír más? ¿Quiere usted que vaya yo
teniendo una conversación privada con cada uno de ellos? Y pueden llegar más, y
más... hasta que diga usted: ¡Basta!
OBISPO.-¡Basta!
MATEA.-Muy bien... si le parece a usted...
OBISPO.-Bien claro he visto cómo los tienes, porque creen que sabes sus
secretos.
MATEA.-(Muy segura de sí misma.) Porqué los sé...
OBISPO.-Pero ellos podrían también saber un secreto tuyo... un secreto tuyo que
yo conozco, y que estoy tentado de revelarles ahora mismo.. (Instante de silencio;
estupor de Matea.)Siéntate.
MATEA.-(Con cierto asombro, se sienta.) Sí, padre.
OBISPO.-(Se pasea en silencio durante unos instantes; luego se detiene ante
Matea.) ¿Y desde cuándo se quedó mudo el señor cura?
MATEA.-El habla fue lo primero que perdió, cuando comenzaron a flaquear sus
facultades mentales. Todavía conservaba memoria de los sitios en que estaban
algunas cosas, que me pedía por señas, y todavía concatenaba sus ideas con
bastante facilidad; luego, poco a poco todo se fue haciendo más confuso y se fue
perdiendo, hasta que quedó en el estado en que usted lo vio, padre.
OBISPO.-Entonces, hasta antes...
MATEA.-Hasta antes de enmudecer, todo iba bien... débil, sí, torpe... pero no
podía yo suponer.. desde que perdió el don de la palabra no dejé que lo viera
nadie más; sólo entró el Padre Serafín; pero, ya lo sabe usted, tuvo que absolverlo
sin oírlo en confesión.
OBISPO.-Entonces, después...
MATEA.-Lo poco que dijo fue por señas, en aquel tiempo, unos cuantos días, fue
solamente pedir agua, alguna medicina, que le apagase la luz, o que se le llevase
su rosario, mientras todavía pudo rezar mentalmente, la más negra oscuridad...
usted lo sabe muy bien. Sí, señor, la oscuridad más absoluta... usted lo vio, y pudo
darse cuenta.
OBISPO.-Sí, lo sé, lo vi sólo unos instantes; pero pude darme cuenta de todo.
MATEA.-Yo no oí de sus labios ni media palabra más. Usted lo sabe muy bien...
OBISPO.-Sí, lo sé muy bien.
MATEA.-(Después de un breve silencio.) Y sin embargo...
OBISPO.-Yo no he mentido. Yo no he dicho a esa gente ni un sola palabra de a
que se me pueda acusar como de una falsedad; hablé con frases incompletas, y
esa gente las completó con su imaginación... yo los dejé hacer, imaginar... eso fue
todo lo que hice.
MATEA.-Y yo me quedé callada, nada aclaré.. lo demás vino solo.
OBISPO.-No, tú has dicho que sabes, que conoces los pecados de esas
personas, y eso sí es una falsedad.
MATEA.-No, padre; ahora los conozco; ellos mismos han venido a declarármelos,
creyendo que yo los sabía ya; se me han abierto, se me ha descarado; y todo lo
que sé ahora de ellos, que es mucho, lo tengo apuntado en este libro.
OBISPO.-(Se apodera del libro, lo mira, lo sorpesa; se sienta contemplándolo,
considerándolo durante una perceptible pausa. Cambia de tono.) Hija, por lo
mucho que sabes, y por lo mucho que puedes, tú no debes permanecer más en
este pueblo.
MATEA.-¿Me destierra usted, padre?
OBISPO.-Has ido demasiado lejos. Eres una amenaza para la paz y la tranquilidad
de conciencia de esta gente.
MATEA.-Es que usted sabe bien que en cuanto me pierdan de vista volverían a
las andadas.
OBISPO.-Serán sus pecados, y de ellos se les tomará cuenta en su día... no
pretendas tú aligerarles de ese peso... no te corresponde.
MATEA.-(Se sienta; se aprieta las manos, con cierto desconsuelo.) ¿Y dónde
podría yo ir, padre, dónde? Soy sola...
OBISPO.-No van tan descaminados los de la protesta cuando permiten que sus
pastores se casen... ¡Jesús, creo que ya dije una barbaridad! En fin, ya la dije...
Las dotes propias de tu sexo son tan útiles para el manejo de ciertos asuntos...
Hija, tú vendrás conmigo. En la casa episcopal está haciendo falta... como tú has
dicho... quien cuente los huevos, y quien pese el café, y el azúcar, y el maíz...
MATEA.-(De pie nuevamente, levanta la cabeza, se rebela.) Me ofrece usted una
vida oscura, tal vez pesada, y aun miserable, pero, sobre todo, infructuosa; le
aseguro a usted que no pienso en mí misma en estos momentos; creo que ha sido
puesta en mis manos una fuerza para el bien, y que no tengo derecho de
acobardarme; me espera un destino...
(Ha entrado, a tiempo de oír las últimas palabras, Jaime, que ahora se adelanta y
pone sobre la mesa unos papeles.)
JAIME.-Del centro, Matea, del jefe del partido; todo está aceptado y listo; será
usted la primera diputada de este país. Telegramas de todo el distrito. Su primera
proclama. Fírmela usted.
OBISPO.-(Obstinado, ignorando la interrupción, con el mismo todo de su
parlamento anterior.) ...Vendrá conmigo, y me tendrá mis casullas y mis estolas en
sus sitio, y mis albas y mis sobrepellices muy almidonadas...
MATEA.-(Con vehemencia.) Es que puedo hacer más, muchísimo más.. pediré
leyes más justas, podré velar por los desvalidos, haré que toda la gente en la que
peso me siga en campañas de asistencia social...
JAIME.-Firme usted, Matea. Lo llevaré a la imprenta inmediatamente. (Le alarga
un pluma fuente, que ella toma.)
OBISPO.-(Igual) ...y me encenderás la luz cuando me levante a misa, que también
es la de la siete, y me harás después mi chocolatito de tres tantos, con una lumbre
muy fuerte...
MATEA.-(Debatiéndose.) Sería desertar, sería abandonar la lucha... ¡yo tengo una
responsabilidad, una obligación, un llamado...!
OBISPO.-(Cambia bruscamente de tono; ahora airado, va a la mesa y arrebata los
papeles)... ¡y la primerita me la vas a encender con esto papeles y con las hojas
de este libro, que quiero ver que ardan muy bien, desde la primera hasta la última!
Y luego te echaré una buena rociada de agua bendita para que todo lo que tiene
escrito se te vaya de la memoria. En lugar donde la mujer puede y debe hacer
mucho bien es la casa: tú no tienes hijos, pero yo te daré cien niños de mi doctrina
a los que les haces mucha falta; más bien harás con el catecismo que en una
curul, y quién sabe, quién sabe si cuando yo me muera puedas escribir otro
librito...
JAIME.-(Trata de interponerse.) ¡Señor, usted no tiene derecho...!
MATEA.-¡Sí, licenciado, déjelo! Creo que tiene todo el derecho...
OBISPO.-(Se va calmando, y poco a poco vuelve al tono anterior.) Allí está tu
lugar, junto a la lumbre, con el aventador en la mano, y con la aguja y el dedal
para recoserme mi sotana y con el plumero para quitarles el polvo a todos mis
santos...
TELÓN