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El 24 de marzo de 1976, tras varios meses de inestabilidad política y una violencia creciente, se

produjo el último golpe de estado de la historia argentina, efectuado contra la presidenta


María Estela Martínez de Perón, que había asumido tras la muerte de su marido en 1974.
Además de ser el último golpe ocurrido en más de 30 años hasta el presente, fue también el
último de una seguidilla de golpes cívico militares que se sucedieron durante los años de
debilidad democrática comenzados en 1955 con el derrocamiento de Juan Domingo Perón. El
autodenominado Proceso de Organización Nacional venía a cerrar una etapa que había sido
marcada a fuego por la radicalización política con la peor solución: la violencia estatal.

Este 24 de marzo no es una conmemoración más: se cumplen cuarenta años del inicio de la
última dictadura. Una fecha cargada y sobrecargada de significados políticos pero también
afectivos. Por un lado, nos encontramos en medio de una disputa por dotarla de sentido: hay
miradas distintas y contrapuestas, mezcla de reclamos y heridas que no terminan de cerrar.
Por otro, nuestra propia vivencia. Algunos nos iniciamos muy chicos (y a la distancia), en la
defensa de algunas ideas que, tal vez, al principio no comprendíamos muy bien pero que
hicimos nuestras y se volvieron parte de nuestra identidad. Otros, contemporáneos al
gobierno de la dictadura, sufrieron en carne propia la persecución, el miedo y tal vez el
sufrimiento físico del plan desaparecedor.

Es nuestro deber como ciudadanos ejercitar la memoria y recordar a las víctimas del
terrorismo de estado. Existe cierta idea, cierto sentido común instalado que afirma que "a
cualquiera le podía tocar". Es verdad que gran parte de la población vivió esos años con temor,
metidos para dentro, refugiados en el hogar. Pero hay una certeza aún mayor: el terrorismo de
estado, planeado y certero, se practicó contra sectores específicos de la sociedad. Repasemos
algunos números: más de la mitad de los desaparecidos eran obreros y estudiantes y el 85 %
del total eran jóvenes de entre 16 y 35 años. Los secuestros se realizaban por la noche, de
forma clandestina, donde miles de personas eran arrancadas de sus hogares y cientos de
bebés separados de sus familias. Una generación fue diezmada por el accionar criminal del
Estado argentino conducido por las Fuerzas Armadas apoyadas por sectores de la sociedad
civil. Recodarlos como sujetos de su tiempo, que soñaban con un mundo mejor y más justo es
lo mínimo que podemos hacer.

Hoy, en tiempos de una democracia consolidada debemos ejercer nuestra ciudadanía con una
conciencia plena de nuestro rol como sujetos activos. Poner en acción nuestras ideas e
involucrar nuestro tiempo en la defensa de una democracia justa, construída sobre las bases
sólidas de la Memoria, la Verad y la Justicia.

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